El cardenal Mortati alzó la vista hacia el magnífico techo de la Capilla Sixtina y trató de encontrar un momento para reflexionar con tranquilidad. Las voces de los cardenales llegados de todas partes del globo resonaban en las paredes pintadas con frescos. Los hombres se amontonaban en el tabernáculo iluminado, susurraban y se consultaban mutuamente en numerosos idiomas, aunque las lenguas universales eran inglés, italiano y español.
Por lo general, la luz de la capilla era sublime, largos rayos de sol filtrado que cortaban la oscuridad como rayos celestiales… pero hoy no. Como la ocasión lo requería, cortinas de terciopelo negro colgaban de todas las ventanas de la capilla. Esto aseguraba que nadie podía enviar señales ni comunicarse con el mundo exterior. El resultado era una profunda oscuridad, paliada tan sólo por velas, un resplandor trémulo que parecía purificar a todos a quienes tocaba, dotándoles de un aspecto fantasmal.
Qué privilegio, pensó Mortati, ser yo quien dirija este santo acontecimiento. Los cardenales que superaban los ochenta años de edad eran demasiado viejos para ser elegibles y no asistían al cónclave, pero Mortati, con setenta y nueve años, era el cardenal de mayor edad, y había sido nombrado para dirigir la elección papal.
Según la tradición, los cardenales se reunían aquí dos horas antes del cónclave para departir con sus amigos e intercambiar opiniones de última hora. A las siete de la tarde llegaría el camarlengo del finado Papa, pronunciaría la oración de apertura y se marcharía. Entonces, la Guardia Suiza sellaría las puertas. Sería en ese momento cuando daría inicio el ritual político más antiguo y secreto del mundo. Los cardenales no obtendrían la libertad hasta decidir quién de entre ellos sería el nuevo Papa.
Cónclave. Hasta el nombre era misterioso. «Con clave» significaba literalmente «encerrado con llave». No se permitía a los cardenales ponerse en contacto con nadie del mundo exterior. Ni llamadas telefónicas. Ni mensajes. Ni susurros a través de puertas. El cónclave era un vacío, en el que nada procedente del mundo exterior podía influir. Esto aseguraba que los cardenales tenían Solum Deum prae oculis, sólo a Dios delante de los ojos.
En la plaza, los periodistas observaban y esperaban, especulaban con cuál de los cardenales se convertiría en el gobernante de mil millones de católicos repartidos por todo el mundo. Los cónclaves creaban una atmósfera intensa, cargada de significado político, y la muerte se había cebado en ellos a lo largo de los siglos: envenenamientos, peleas a puñetazos, incluso asesinatos se habían producido entre las paredes sagradas. Historia antigua, pensó Mortati. El cónclave de esta noche será unitario, dichoso y, sobre todo, breve.
O eso pensaba él, al menos.
Ahora, sin embargo, había surgido una situación inesperada. Cuatro cardenales se hallaban ausentes de la capilla. Mortati sabía que todas las salidas del Vaticano estaban vigiladas, y los cardenales desaparecidos no podrían ir demasiado lejos, pero aun así, a menos de una hora de la oración de apertura, se sentía desconcertado. Al fin y al cabo, los cuatro hombres desaparecidos no eran cardenales corrientes. Eran los cardenales.
Los cuatro candidatos.
Como supervisor del cónclave, Mortati ya había avisado a la Guardia Suiza, siguiendo los canales reglamentarios, de la ausencia de los cardenales. Aún no había recibido noticias. Otros cardenales habían reparado también en aquella ausencia desconcertante. Los susurros angustiados ya habían empezado. ¡De entre todos los cardenales, éstos tenían que ser los más puntuales! El cardenal Mortati empezaba a temer que, pese a todo, la noche iba a prolongarse.
No tenía ni idea de cuánto.