33

Desde el aire, Roma, la Ciudad Eterna, es un laberinto indescifrable de antiguas calzadas que serpentean alrededor de edificios, fuentes y ruinas.

El helicóptero del Vaticano volaba bajo en dirección noroeste, atravesando la capa permanente de niebla vomitada por el tráfico urbano. Langdon vio ciclomotores, autobuses turísticos y ejércitos de coches en miniatura que se movían en todas direcciones. Koyaanisqatsi, pensó, al recordar la palabra que utilizaban los indios hopis para designar la «vida desequilibrada».

Vittoria iba sentada en silencio a su lado.

El helicóptero se inclinó de manera pronunciada.

Con el estómago revuelto, Langdon clavó la vista en la lejanía. Sus ojos descubrieron las ruinas del Coliseo. Langdon siempre había pensado que se trataba de una de las mayores ironías de la historia. Ahora era un símbolo dignificado del nacimiento de la cultura y la civilización humanas, pero había sido construido para albergar siglos de acontecimientos bárbaros: leones hambrientos despedazando prisioneros, ejércitos de esclavos luchando hasta la muerte, violaciones en masa de mujeres exóticas capturadas en tierras lejanas, así como decapitaciones y castraciones públicas. Era irónico, pensó Langdon, o tal vez adecuado, que el Coliseo hubiera servido como modelo arquitectónico para el Soldier Field, el estadio de fútbol americano de Harvard donde cada otoño se reproducían antiguas tradiciones salvajes, cuando fanáticos enloquecidos pedían a gritos que se derramara sangre, con ocasión del partido de Harvard contra Yale.

Mientras el helicóptero continuaba hacia el norte, Langdon examinó el Foro Romano, el corazón de la Roma precristiana. Las columnas deterioradas parecían losas caídas en un cementerio que, de alguna manera, había evitado ser engullido por la metrópolis que lo rodeaba.

Hacia el oeste, la amplia cuenca del río Tíber dibujaba enormes arcos a través de la ciudad. Incluso desde el aire, Langdon vio que las aguas eran profundas. Las corrientes bravias eran de color marrón, henchidas de cieno y espuma como consecuencia de las lluvias torrenciales.

—Ahí delante —dijo el piloto, al tiempo que el aparato cobraba altitud Langdon y Vittoria miraron y la vieron. Como una montaña que hendiera la niebla matutina, la cúpula colosal surgía de la bruma ante ellos: la basílica de San Pedro.

—Eso sí que Miguel Ángel lo hizo bien —comentó Langdon a Vittoria.

Langdon nunca había visto San Pedro desde el aire. La fachada de mármol brillaba como fuego bajo el sol de la tarde. El gigantesco edificio, adornado con ciento cuarenta estatuas de santos, mártires y ángeles, ocupaba la superficie de dos campos de fútbol de ancho y seis de largo. El cavernoso interior de la basílica podía acoger a sesenta mil fieles, unas cien veces la población del Vaticano, el país más pequeño del mundo.

Por increíble que pareciera, ni siquiera una ciudadela de tamaña magnitud podía empequeñecer la plaza que se abría ante ella. La plaza de San Pedro, una inmensa extensión de granito, constituía un extraordinario espacio abierto en la congestión de Roma, como un Central Park de estilo clásico. Delante de la basílica, bordeando el enorme terreno ovalado, doscientas ochenta y cuatro columnas se proyectaban hacia fuera en cuatro arcos concéntricos que iban disminuyendo de tamaño, un trompe l’oeil arquitectónico utilizado para intensificar la sensación de grandeza de la plaza.

Mientras contemplaba el magnífico templo, Langdon se preguntó qué pensaría San Pedro si volviera ahora. El santo había padecido una muerte espantosa, crucificado cabeza abajo en este mismo lugar. Ahora descansaba en la más sagrada de las tumbas, enterrado a cinco pisos de profundidad, justo bajo la cúpula central de la basílica.

—Ciudad del Vaticano —anunció el piloto, en un tono que no auguraba la menor bienvenida.

Langdon miró los altos bastiones pétreos que se alzaban delante, fortificaciones impenetrables que rodeaban el complejo, una extraña defensa terrenal para un mundo espiritual de secretos, poder y misterio.

—¡Mira! —dijo de repente Vittoria, al tiempo que asía el brazo de Langdon. Indicó frenéticamente la plaza de San Pedro. Él acercó la cara a la ventanilla y miró.

—Allí —dijo ella, y señaló.

Langdon miró. La parte posterior de la plaza parecía un aparcamiento, ocupado por una docena de camiones con remolque. Enormes antenas parabólicas apuntaban al cielo desde el techo de cada camión. Las antenas llevaban grabados nombres familiares:

TELEVISIÓN EUROPEA

VIDEO ITALIA

BBC

UNITED PSESS INTERNATIONAL

Langdon se sintió confuso de repente, y se preguntó si la noticia de la antimateria ya se había filtrado.

Vittoria se puso tensa de repente.

—¿Para qué ha venido la prensa? ¿Qué pasa?

El piloto se volvió y la miró de una forma extraña.

—¿Qué pasa? ¿Es que no lo sabe?

—No —replicó ella, con voz enérgica y ronca.

Il Conclave —dijo el hombre—. Se van a encerrar dentro de una hora. El mundo entero está pendiente.

Il Conclave.

La palabra resonó un largo momento en los oídos de Langdon, antes de que se le hiciera un nudo en la boca del estómago. Il Conclave. El Cónclave del Vaticano. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Había sido noticia en fecha reciente.

Quince días antes, el Papa, después de un reinado tremendamente popular de doce años, había fallecido. Todos los periódicos del mundo habían publicado la noticia del ataque fatal sufrido por el Papa mientras dormía, una muerte repentina e inesperada, que muchos tildaban de sospechosa entre susurros. Pero ahora, siguiendo la sagrada tradición, quince días después de la muerte de un Papa, el Vaticano celebraba Il Conclave, la ceremonia sagrada en la que ciento sesenta y cinco cardenales de todo el mundo (los hombres más poderosos de la Cristiandad) se reunían en el Vaticano para elegir al nuevo Papa.

Todos los cardenales de la tierra se hallan reunidos hoy aquí, pensó Langdon, mientras el helicóptero pasaba sobre la basílica de San Pedro. El extenso mundo interior de la Ciudad del Vaticano se desplegó bajo él. Toda la estructura de poder de la Iglesia Católica Romana está sentada sobre una bomba de tiempo.