32

Langdon contuvo el aliento cuando el X-33 empezó la maniobra de acercamiento al aeropuerto internacional Leonardo da Vinci de Roma. Vittoria estaba sentada frente a él, con los ojos cerrados, como si intentara controlar la situación mediante su fuerza de voluntad. El aparato tocó tierra y rodó por la pista hacia un hangar privado.

—Siento que el vuelo haya tardado más de la cuenta —se disculpó el piloto cuando salió de la cabina—. Tuve que reducir la velocidad. Legislación sobre ruidos al sobrevolar zonas urbanas.

Langdon consultó su reloj. Habían estado volando durante treinta y siete minutos.

El piloto abrió la puerta.

—¿Alguien puede decirme qué está pasando?

Ni Vittoria ni Langdon contestaron.

—Estupendo —dijo el piloto, y se estiró—. Estaré en la cabina con el aire acondicionado y mi música. Garth y yo mano a mano.

El sol del atardecer brillaba fuera del hangar. Langdon llevaba colgada sobre el hombro su chaqueta de tweed. Vittoria alzó la cara hacia el cielo e inhaló una profunda bocanada de aire, como si los rayos del sol le transmitieran cierta energía mística reparadora.

Mediterráneos, pensó Langdon, que ya estaba sudando.

—Un poco mayor para los dibujos animados, ¿no? —preguntó Vittoria, sin abrir los ojos.

—¿Perdón?

—Tu reloj. Lo vi en el avión.

Langdon se ruborizó un poco. Estaba acostumbrado a tener que defender su reloj. La edición de coleccionista de Mickey Mouse había sido un regalo de sus padres cuando era niño. Pese a la necedad de los brazos estirados de Mickey marcando la hora, era el único reloj que Langdon había utilizado en su vida. Impermeable y fluorescente, era perfecto para nadar o caminar de noche por senderos sin iluminar de la universidad. Cuando los estudiantes de Langdon cuestionaban su sentido de la moda, les decía que llevaba a Mickey para que le recordara cada día que debía permanecer joven de corazón.

—Son las seis —dijo.

Vittoria asintió, con los ojos todavía cerrados.

—Creo que ya vienen a buscarnos.

Langdon oyó un zumbido distante, alzó la vista y el corazón le dio un vuelco. Un helicóptero se acercaba desde el norte. Langdon había subido una vez en helicóptero, en el valle andino de Palpa, para ver los dibujos en la arena de Nazca, y no le había gustado. Una caja de zapatos voladora. Tras una mañana de vuelos en avión espacial, Langdon esperaba que el Vaticano enviaría un coche.

Por lo visto, no.

El helicóptero aminoró la velocidad, se mantuvo inmóvil unos instantes y descendió. El fuselaje estaba pintado de blanco y en los costados lucía el escudo del Vaticano: dos llaves entrecruzadas y colocadas bajo la tiara papal. Conocía bien el sagrado símbolo de la «Santa Sede» de gobierno, el antiguo trono de san Pedro.

El Santo Helicóptero, gruñó Langdon, mientras el aparato aterrizaba. Había olvidado que el Vaticano también era propietario de uno de esos juguetes, utilizado para transportar al Papa al aeropuerto cuando iba a recibir a alguien, o a su lugar de veraneo en Castel Gandolfo. Langdon hubiera preferido un coche.

El piloto saltó de la cabina y se acercó a ellos.

Ahora le tocó a Vittoria sentirse inquieta.

¿Ése es nuestro piloto?

Langdon compartió su preocupación.

—Volar o no volar. Ésa es la cuestión.

Daba la impresión de que el piloto iba ataviado para un melodrama shakespeariano. Su guerrera abultada era a rayas verticales azules y doradas. Llevaba pantalones y polainas a juego. Calzaba una especie de zapatillas negras. Se tocaba con una boina negra de fieltro.

—El uniforme tradicional de la Guardia Suiza —explicó Langdon—. Diseñado por el mismísimo Miguel Ángel. —Cuando el hombre se acercó más, Langdon pestañeó—. Admito que no fue uno de los mejores logros de Miguel Ángel.

Pese al atuendo extravagante del hombre, Langdon se dio cuenta de que el piloto era un profesional. Se movía con la rigidez y la dignidad de un marine norteamericano. Langdon había leído mucho acerca de las rigurosas condiciones exigidas para convertirse en miembro de la Guardia Suiza. Reclutados en los cuatro cantones católicos de Suiza, los aspirantes tenían que ser varones de dicha nacionalidad. Los restantes requisitos eran: tener entre diecinueve y treinta años de edad, medir como mínimo metro sesenta y cinco, haber cumplido su servicio militar en el ejército suizo, y ser solteros. Este cuerpo imperial era envidiado por muchos gobiernos, pues se consideraba la fuerza de seguridad más leal y mortífera del mundo.

—¿Vienen del CERN? —les preguntó el guardia con voz seca.

—Sí, señor —contestó Langdon.

—Han cubierto el trayecto en un tiempo notable —comentó, mientras dirigía una mirada fascinada al X-33. Se volvió hacia Vittoria—. ¿No trae otra ropa, señora?

—¿Perdón?

El hombre señaló sus piernas.

—Los pantalones cortos no están permitidos dentro de la Ciudad del Vaticano.

Langdon miró las piernas de Vittoria y frunció el ceño. Se había olvidado. El Vaticano prohibía mostrar las piernas por encima de la rodilla, tanto masculinas como femeninas. La norma era una manera de mostrar respeto por la santidad de la ciudad de Dios.

—Es todo cuanto tengo —dijo Vittoria—. Vinimos a toda prisa.

El guardia asintió, muy disgustado. Se volvió hacia Langdon.

—¿Porta armas?

¿Armas?, se preguntó Langdon. ¡Ni siquiera traigo una muda de ropa interior! Negó con la cabeza.

El guardia se acuclilló a los pies de Langdon y empezó a palparle, empezando por los calcetines. Un tipo confiado, pensó Langdon. Las fuertes manos del hombre subieron por sus piernas, y se acercaron de forma desagradable a sus ingles. Por fin, ascendieron hasta su pecho y hombros. Satisfecho al parecer, el guardia se volvió hacia Vittoria. Recorrió con los ojos sus piernas y torso.

Ella le traspasó con la mirada.

—Ni se le ocurra.

El guardia dirigió una mirada a Vittoria que pretendía ser intimidatoria. La joven no se inmutó.

—¿Qué es eso? —preguntó el guardia, y señaló un bulto cuadrado que se marcaba en el bolsillo delantero de sus pantalones.

Vittoria extrajo un móvil ultrafino. El guardia lo tomó, lo conectó, esperó a que diera señal de marcar, y después, al parecer satisfecho de que no fuera nada más que un teléfono, se lo devolvió. Vittoria lo guardó en el bolsillo.

—Dése la vuelta, por favor —pidió el guardia.

Vittoria obedeció, extendió los brazos y dio un giro de trescientos sesenta grados.

El guardia la examinó con detenimiento. Langdon ya había decidido que los shorts y la blusa de Vittoria sólo abultaban donde debían. Por lo visto, el guardia llegó a la misma conclusión.

—Gracias. Síganme, por favor.

Vittoria fue la primera en subir, como una profesional avezada, y apenas se agachó cuando pasó debajo de las aspas del helicóptero. Langdon se rezagó un momento.

—¿No sería posible ir en coche? —gritó medio en broma al guardia, que estaba subiendo al asiento del piloto.

El hombre no contestó.

Langdon sabía que, teniendo en cuenta lo mal que se conducía en Roma, tal vez sería más seguro volar. Respiró hondo y subió, pero él sí se agachó con mucha cautela al pasar debajo de las aspas.

—¿Han localizado el contenedor? —gritó Vittoria cuando el guardia encendió los motores.

El guardia se volvió, confuso.

—¿El qué?

—El contenedor. ¿No han llamado al CERN por un contenedor?

El hombre se encogió de hombros.

—No tengo ni idea de qué está hablando. Hoy hemos estado muy ocupados. Mi comandante me dijo que los recogiera. Eso es lo único que sé.

Vittoria dirigió a Langdon una mirada inquieta.

—Abróchense los cinturones, por favor —dijo el piloto, mientras los motores aceleraban.

Langdon obedeció. Tuvo la impresión de que el diminuto fuselaje se empequeñecía aún más a su alrededor. Después, con un estruendo, el aparato se elevó y se dirigió hacia Roma.

Roma… la caput mundi, donde César había gobernado en otra época, donde san Pedro había sido crucificado. La cuna de la civilización moderna. Y en su corazón… una bomba de tiempo.