31

El avión espacial X-33 tomó altura y enfiló hacia el sur, en dirección a Roma. A bordo, Langdon permanecía en silencio. Los últimos quince minutos habían transcurrido como una exhalación. Ahora que había terminado de informar a Vittoria sobre los Illuminati y su conspiración contra el Vaticano, empezaba a asimilar el alcance de la situación.

¿Qué estoy haciendo?, se preguntó Langdon. ¡Tendría que haberme ido a casa en cuanto tuve la primera oportunidad! En el fondo, no obstante, sabía que no había gozado de dicha oportunidad.

La sensatez de Langdon le había exigido a gritos que volviera a Boston. Sin embargo, su asombro como especialista en la materia había podido más que la prudencia. Todo cuanto había creído siempre sobre la desaparición de los Illuminati se le antojaba de repente un engaño monumental. Por una parte, necesitaba con urgencia pruebas. Confirmación. También se trataba de una cuestión de conciencia. Con Kohler enfermo y Vittoria abandonada a su suerte, Langdon sabía que, si sus conocimientos sobre los Illuminati podían ser de ayuda, tenía la obligación moral de actuar.

Pero había más. Si bien le avergonzaba admitirlo, el horror que experimentó al saber dónde se hallaba la antimateria no fue sólo por el peligro que corrían las vidas humanas del Vaticano, sino por otra cosa.

El arte.

La colección de arte más grande del mundo estaba sentada sobre una bomba de tiempo. Los Museos Vaticanos albergaban más de sesenta mil piezas de incalculable valor, distribuidas en mil cuatrocientas siete salas: Miguel Ángel, Da Vinci, Bernini, Botticelli. Langdon se preguntó si todas esas obras de arte podrían evacuarse en caso necesario. Sabía que era imposible. Muchas piezas eran esculturas que pesaban toneladas. Por no hablar de los grandes tesoros arquitectónicos: la Capilla Sixtina, la basílica de San Pedro, la famosa escalera de caracol de Miguel Ángel que conducía a los Museos… Incontables testimonios del genio creativo del hombre. Langdon se preguntó cuánto tiempo faltaría para que el contenedor explotara.

—Gracias por acompañarme —dijo Vittoria en voz baja.

Langdon despertó de su ensueño y alzó la vista. Vittoria estaba sentada al otro lado del pasillo. Ni la chillona luz fluorescente de la cabina podía impedir a Langdon ver que de Vittoria se desprendía una aureola de compostura, un resplandor de entereza casi magnético. Su respiración parecía más profunda, como si el instinto de conservación hubiera alumbrado en su interior… una sed de justicia y desquite, alimentada por el amor filial.

Vittoria no había tenido tiempo de cambiarse los shorts y el top, y tenía la carne de gallina, tal como delataba la piel de sus piernas bronceadas. Langdon se quitó la chaqueta y se la ofreció.

—¿Caballerosidad norteamericana?

Aceptó la chaqueta, y dirigió una mirada de agradecimiento a Langdon.

El avión atravesó algunas turbulencias, y Langdon se sintió en peligro. La cabina sin ventanillas se le antojó excesivamente estrecha, y trató de imaginarse en un prado, al aire libre. La idea era irónica, pensó. Había estado en un prado cuando ocurrió. Oscuridad agobiante. Alejó el recuerdo de su mente. Historia pasada.

Vittoria le estaba observando.

—¿Cree en Dios, señor Langdon?

La pregunta le sorprendió. El tono serio de Vittoria era aún más desarmante que la propia pregunta. ¿Creo en Dios? Había confiado en una conversación más trivial durante el viaje.

Un enigma espiritual, pensó Langdon. Así me llaman mis amigos. Aunque había estudiado religión durante años, Langdon no era un hombre religioso. Respetaba el poder de la fe, la benevolencia de las iglesias, la fuerza que la religión proporcionaba a tanta gente, y sin embargo, para él, la suspensión de la incredulidad intelectual, obligatoria para los que deseaban «creer», siempre había constituido un obstáculo demasiado grande para su mente académica.

—Quiero creer —se oyó decir.

La contestación de Vittoria no llevaba implícito ningún juicio o reto.

—¿Y por qué no lo hace?

Langdon lanzó una risita.

—Bien, no es tan fácil. Tener fe exige saltos de fe, aceptación cerebral de los milagros, como inmaculadas concepciones e intervenciones divinas, por ejemplo. Además, existen los códigos de conducta. La Biblia, el Corán, las escrituras budistas… Todos comportan exigencias similares y castigos similares. Afirman que, si no riges tu vida por un código específico, irás al infierno. No imagino a un dios capaz de gobernar de esa manera.

—Espero que no permita a sus estudiantes esquivar preguntas con su misma desfachatez.

El comentario le pilló desprevenido.

—¿Cómo?

—Señor Langdon, no le he preguntado si cree lo que el hombre dice de Dios. Le he preguntado si creía en Dios. Existe una gran diferencia. Las Sagradas Escrituras son cuentos… Leyendas e historias de la lucha del hombre por comprender su necesidad de encontrar un significado. No le estoy pidiendo una crítica literaria. Le pregunto si cree en Dios. Cuando se tumba bajo las estrellas, ¿siente la presencia de la divinidad? ¿Siente en lo más profundo de su ser que está contemplando la obra de la mano de Dios?

Langdon pensó durante un largo momento.

—Me estoy entrometiendo en su intimidad —se disculpó Vittoria.

—No, es que…

—En sus clases, hablará de temas relacionados con la fe.

—Sin parar.

—Y supongo que hará el papel de abogado del diablo. Siempre alimentando el debate.

Langdon sonrió.

—Usted debe de ser profesora también.

—No, pero aprendí de un profesor. Mi padre era capaz de defender que una cinta de Moebius tiene dos caras.

Langdon rio, mientras recreaba en su mente una cinta de Moebius: una tira de papel en forma de anillo retorcido, que desde un punto de vista técnico sólo posee una cara. Langdon había visto por primera vez la forma de una sola cara en las obras gráficas de M. C. Escher.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Vetra?

—Llámame Vittoria. Señorita Vetra me hace sentir vieja.

Langdon suspiró, consciente de pronto de su edad.

—Me llamo Robert, Vittoria.

—Ibas a preguntarme algo.

—Sí. Como científica e hija de un sacerdote católico, ¿qué opinas de la religión?

Vittoria hizo una pausa, y se apartó un mechón de pelo de los ojos.

—La religión es como un idioma o un vestido. Tendemos a regresar hacia las prácticas en que nos educamos. No obstante, al final, todos proclamamos lo mismo. La vida tiene sentido. Damos gracias al poder que nos creó.

Langdon se quedó intrigado.

—¿Estás diciendo que ser cristiano o musulmán depende sólo del lugar en que naces?

—¿No es evidente? Piensa en la distribución geográfica de las religiones en el mundo.

—¿Así que la fe es algo fortuito?

—No. La fe es universal. Nuestros métodos de comprensión son arbitrarios. Algunos rezamos a Jesús, otros van a La Meca, algunos estudiamos partículas subatómicas. Al final, todos estamos buscando la verdad, algo que nos sobrepasa.

Langdon deseó que sus estudiantes pudieran expresarse con tanta claridad. Vamos, ojalá él pudiera expresarse con tanta claridad.

—¿Y Dios? —preguntó—. ¿Tú crees en Dios?

Vittoria guardó silencio un largo rato.

—La ciencia me dice que Dios ha de existir. Mi mente me dice que nunca comprenderé a Dios. Y mi corazón me dice que es algo que me sobrepasa.

Menuda concisión, pensó Langdon.

—O sea, crees que Dios existe, pero que nunca le comprenderás.

—La comprenderé —rectificó ella con una sonrisa—. Los pobladores originarios de América del Norte tenían razón.

Langdon rio.

—La Madre Tierra.

Gaea. El planeta es un organismo. Todos nosotros somos células con propósitos diferentes. No obstante, estamos interrelacionados. Nos servimos mutuamente. Servimos a la totalidad.

Al mirarla, Langdon sintió que algo se removía en su interior, algo que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Había una limpidez hechizante en sus ojos, una pureza melodiosa en su voz. Se sintió atraído.

—Señor Langdon, permítame hacerle otra pregunta.

—Robert —dijo.

Señor Langdon me hace sentir viejo. ¡Soy viejo!

—Si no te importa que lo pregunte, Robert, ¿cómo se despertó tu interés por los Illuminati?

Langdon reflexionó.

—Fue el dinero.

Vittoria pareció decepcionada.

—¿Dinero? ¿Te pidieron asesoramiento?

Langdon rio, cuando se dio cuenta de lo mal que habría sonado.

—No. Me refiero a la moneda de curso legal. —Hundió la mano en el bolsillo de los pantalones en busca de dinero. Encontró un billete de un dólar—. Me fascinó el culto cuando descubrí que los billetes norteamericanos están cubiertos de símbolos de los Illuminati.

Vittoria entornó los ojos, sin saber si debía tomarle en serio.

Langdon le tendió el billete.

—Mira el dorso. ¿Ves el sello de la izquierda?

Vittoria dio la vuelta al billete de dólar.

—¿Te refieres a la pirámide?

—La pirámide. ¿Conoces la relación de las pirámides con la historia de Estados Unidos?

Vittoria se encogió de hombros.

—Exacto —dijo Langdon—. Absolutamente ninguna.

Vittoria frunció el ceño.

—¿Por qué es el símbolo central de vuestro sello?

—Un fragmento de historia misterioso —dijo Langdon—. La pirámide es un símbolo ocultista que representa una convergencia hacia lo alto, hacia la fuente de Iluminación suprema. ¿Ves lo que hay encima?

Vittoria estudió el billete.

—Un ojo dentro de un triángulo.

—Se llama trinacria. ¿Has visto un ojo dentro de un triángulo en algún otro sitio?

Vittoria guardó silencio un momento.

—Pues sí, pero ahora no estoy segura…

—Aparece en los blasones de las logias masónicas de todo el mundo.

—¿El símbolo es masónico?

—No. Es de los Illuminati. Lo llamaban su «delta resplandeciente». Una llamada al cambio ilustrado. El ojo significa la capacidad de los Illuminati de verlo todo. El triángulo resplandeciente representa el esclarecimiento. El triángulo también representa la letra griega delta, que es el símbolo matemático de…

—El cambio. La transición.

Langdon sonrió.

—Olvidé que estaba hablando con una científica.

—¿Estás diciendo que el sello de Estados Unidos es una llamada al cambio ilustrado?

—Algunos lo llamarían el Nuevo Orden Mundial.

Vittoria pareció sobresaltarse. Contempló el billete de nuevo.

—La inscripción que hay debajo de la pirámide dice Novus… Ordo

Novus Ordo Seclorum —dijo Langdon—. Significa Nuevo Orden Seglar.

—¿Seglar significa no eclesiástico?

—No eclesiástico. No sólo deja claro el objetivo de los Illuminati, sino que contradice de forma flagrante la frase de al lado. «En Dios Confiamos».

La preocupación se reflejó en el rostro de Vittoria.

—Pero ¿cómo pudo acabar esta simbología en los billetes más poderosos del mundo?

—Casi todos los estudiosos creen que fue por la mediación del vicepresidente Henry Wallace. Era un masón de rango superior, y mantenía relaciones con los Illuminati. Tanto si era miembro como si había caído bajo su influencia sin ser consciente, fue Wallace quien propuso el diseño del sello al presidente.

—¿Cómo? ¿Por qué accedió el presidente a…?

—El presidente era Franklin D. Roosevelt. Wallace se limitó a decirle que Novus Ordo Seclorum era otra forma de llamar a su programa social y económico, conocido también como Nuevo Trato.

Vittoria no parecía muy convencida.

—¿Roosevelt no pidió a nadie que echara un vistazo al símbolo antes de que la Tesorería lo imprimera?

—No hizo falta. Wallace y él eran como hermanos.

—¿Hermanos?

—Consulta tus libros de historia —dijo Langdon con una sonrisa—. Franklin D. Roosevelt era masón, y no lo ocultaba.