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Maximilian Kohler, haga el favor de llamar a su oficina de inmediato.

Rayos de sol cegadores taladraron los ojos de Langdon cuando las puertas del ascensor se abrieron al atrio principal. Antes de que el eco de la voz estentórea se desvaneciera, todos los aparatos electrónicos de la silla de Kohler empezaron a emitir pitidos y zumbidos al mismo tiempo. Su busca. Su teléfono. El programa de correo electrónico de su ordenador se activó. Kohler contempló las luces parpadeantes con aparente perplejidad. El director había regresado a la superficie de la tierra, y volvía a estar localizable.

Director Kohler, haga el favor de llamar a su oficina.

El sonido de su nombre por la megafonía pareció sobresaltar a Kohler.

Alzó la vista con expresión irritada, que dio paso a otra de preocupación. Los ojos de Langdon se encontraron con los de él, y también con los de Vittoria. Los tres permanecieron inmóviles un momento, como si la tensión surgida entre ellos se hubiera desvanecido y hubiera sido sustituida por una aprensión compartida.

Kohler sacó el móvil del apoyabrazos de la silla. Marcó una extensión y reprimió otro acceso de tos. Vittoria y Langdon esperaron.

—Soy el… director Kohler —dijo respirando con dificultad—. ¿Sí? Estaba en el subterráneo, sin cobertura. —Escuchó, y sus ojos grises parecieron salírsele de las órbitas—. ¿Quién? Sí, pásemelo. —Siguió una pausa—. ¿Hola? Soy Maximilian Kohler, director del CERN. ¿Con quién estoy hablando?

Vittoria y Langdon miraron en silencio mientras Kohler escuchaba.

—Sería una imprudencia hablar de esto por teléfono —dijo Kohler por fin—. Estaré allí de inmediato. —Tosió otra vez—. Vaya a buscarme… al aeropuerto Leonardo da Vinci. Cuarenta minutos. —Dio la impresión de que la respiración de Kohler era cada vez más dificultosa. Sufrió un acceso de tos, y apenas consiguió pronunciarlas palabras—. Localicen el contenedor cuanto antes… Ya voy.

Después cerró el teléfono.

Vittoria corrió al lado de Kohler, pero éste ya no podía hablar. Langdon vio que la joven sacaba su móvil y llamaba al hospital del CERN. Langdon se sentía como un barco que había escapado de una tormenta, zarandeado pero incólume.

Vaya a buscarme al aeropuerto Leonardo da Vinci. Las palabras de Kohler resonaron en su mente.

En un solo instante, las sombras inciertas que habían nublado la mente de Langdon toda la mañana tomaron cuerpo en una vivida imagen. Parado allí, en el remolino de la confusión, sintió que una puerta se abría dentro de él… como si se hubiera derrumbado un umbral mítico. El ambigrama. El científico/sacerdote asesinado, ha antimateria. Y ahora… el objetivo. El aeropuerto Leonardo da Vinci sólo podía significar una cosa. En un momento de asombrosa lucidez, Langdon supo que acababa de cruzar una línea. Se había convertido en un creyente.

Cinco kilotones. Hágase la luz.

Dos paramédicos se materializaron junto a ellos. Se arrodillaron al lado de Kohler y le aplicaron una mascarilla de oxígeno. Los científicos del vestíbulo pararon y retrocedieron.

Kohler aspiró dos largas bocanadas, apartó la mascarilla y, todavía jadeante, miró a Vittoria y Langdon.

—Roma.

—¿Roma? —preguntó Vittoria—. ¿La antimateria está en Roma? ¿Quién ha llamado?

La cara de Kohler estaba torcida, y tenía húmedos sus ojos grises.

—La Guardia…

Se estranguló con las palabras, y los paramédicos le aplicaron de nuevo la mascarilla. Mientras hacían los preparativos para llevárselo, Kohler agarró el brazo de Langdon.

Langdon asintió. Lo sabía.

—Vaya… —susurró Kohler bajo la mascarilla—. Vaya… Llámeme…

Entonces, los paramédicos se lo llevaron.

Vittoria le siguió con la mirada, con los pies clavados en el suelo. Después, se volvió hacia Langdon.

—¿Roma? Pero… ¿a qué se refería con eso de la guardia?

Langdon apoyó una mano en su hombro, y susurró apenas las palabras.

—La Guardia Suiza —dijo—. Los centinelas de la Ciudad del Vaticano.