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La secretaria Sylvie Baudeloque era presa del pánico. Paseaba ante el despacho vacío del director. ¿Dónde demonios está? ¿Qué debo hacer?

Había sido un día muy peculiar. Por supuesto, cualquier día al servicio de Maximilian Kohler podía ser peculiar, pero Kohler se había comportado hoy de una forma muy rara.

—¡Localízame a Leonardo Vetra! —había pedido cuando Sylvie llegó por la mañana.

Ella, obediente, telefoneó, llamó al busca y envió un correo electrónico a Leonardo Vetra.

Nada.

Y Kohler se había ido a toda prisa, en apariencia para localizar a Vetra. Cuando regresó unas horas después, tenía muy mal aspecto… No es que tuviera buen aspecto alguna vez, pero parecía peor que de costumbre. Se encerró en su despacho, y le oyó utilizar el ordenador, el teléfono y el fax. Después Kohler volvió a salir. No había vuelto desde entonces.

Sylvie había decidido hacer caso omiso de las bufonadas de otro melodrama kohleriano, pero empezó a preocuparse cuando Kohler no volvió a la hora de su inyección diaria. El estado de salud del director exigía tratamiento regular, y cuando decidía tentar su suerte, los resultados siempre eran nefastos: shock respiratorio, accesos de tos y carrerillas del personal médico. A veces, Sylvie pensaba que Maximilian Kohler deseaba morir.

Sopesó la posibilidad de llamarle al busca para refrescar su memoria, pero había aprendido que la caridad era algo que el orgullo de Kohler despreciaba. La semana pasada se había enfurecido tanto con un científico visitante que se puso en pie y arrojó un sujetapapeles a la cabeza del hombre.

En aquel momento, sin embargo, un dilema mucho más acuciante estaba socavando la preocupación de Sylvie por la salud de su jefe. La centralita del CERN había telefoneado cinco minutos antes para comunicar que había una llamada urgente para el director.

—No sé dónde está —había dicho Sylvie.

Entonces, la operadora de la centralita del CERN le dijo quién llamaba.

Sylvie rio a carcajada limpia.

—Estás de broma, ¿eh? —Escuchó, y su rostro se tiñó de incredulidad—. Y la identificación del que llama confirma… —Sylvie frunció el ceño—. Entiendo. De acuerdo. ¿Puedes preguntar cuál es el…? —Suspiró—. No. Está bien. Dile que espere. Localizaré al director ahora mismo. Sí, lo comprendo. Me daré prisa.

Pero Sylvie no lo había podido encontrar. Había llamado tres veces a su móvil, y cada vez había recibido el mismo mensaje: «El número marcado no se encuentra disponible en este momento». Por lo tanto, Sylvie había llamado al beeper de Kohler. Dos veces. No hubo respuesta. No era propio de él. Era como si el hombre se hubiera esfumado de la faz de la tierra.

¿Qué voy a hacer?, se preguntó ahora.

Como no fuera registrando todo el complejo del CERN, Sylvie sabía que sólo había otra manera de conseguir la atención del director. No le haría ninguna gracia, pero el hombre que esperaba al teléfono no era alguien a quien se debiera hacer esperar. Tampoco daba la impresión de que el individuo en cuestión estuviera de humor para oír que el director no estaba disponible.

Sorprendida por su audacia, Sylvie tomó la decisión. Entró en el despacho de Kohler y se encaminó a la caja metálica que había en la pared, detrás del escritorio. Abrió la tapa, miró los controles y localizó el botón correcto.

Después respiró hondo y agarró el micrófono.