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El hassassin se hallaba al final del túnel de piedra. Su antorcha aún estaba encendida, y el humo se mezclaba con el olor a moho y aire enrarecido. El silencio le rodeaba. La puerta de hierro que le cerraba el paso parecía tan antigua como el propio túnel, oxidada pero todavía resistente. Esperó en la oscuridad, confiado.

Casi había llegado el momento.

Jano había prometido que alguien de dentro le abriría la puerta. La traición no dejaba de maravillar al hassassin. Habría esperado toda la noche ante aquella puerta para cumplir su tarea, pero presentía que no sería necesario. Estaba trabajando para hombres decididos.

Minutos después, a la hora exacta, se oyó el ruido metálico de llaves pesadas al otro lado de la puerta. El metal arañó el metal cuando múltiples cerraduras se fueron abriendo. Uno a uno, tres pesados pestillos se descorrieron. Con un fuerte chirrido, como si hiciera siglos que no los utilizaran, los tres cedieron.

Después, se hizo el silencio.

El hassassin esperó con paciencia, cinco minutos, tal como le habían instruido. Después, empujó con ímpetu. La gran puerta se abrió.