Materiales Peligrosos. A cincuenta metros bajo tierra.
Vittoria Vetra avanzó tambaleante, y casi cayó contra el lector retiniano. Notó que el norteamericano corría a ayudarla, la sostenía, aguantaba su peso. Desde el suelo, el ojo de su padre la miraba. Sintió que se asfixiaba. ¡Le han arrancado el ojo! Su mundo se desmoronó. Kohler estaba detrás de ella, hablando. Langdon la guiaba. Como en un sueño, se encontró con un ojo pegado al lector retiniano. El mecanismo emitió un pitido.
La puerta se abrió.
Incluso con el terror del ojo de su padre grabado en el alma, Vittoria presintió que otro horror la esperaba dentro. Cuando clavó su vista borrosa en la habitación, confirmó el siguiente capítulo de la pesadilla. Ante ella, la solitaria plataforma de recarga estaba vacía.
El contenedor había desaparecido. Habían arrancado el ojo a su padre para robarlo. Las implicaciones se sucedieron con demasiada rapidez para asimilarlas en su totalidad. Todo había salido mal. Habían robado el especimen que debía demostrar que la antimateria era una fuente de energía segura y viable. ¡Pero nadie conocía siquiera lo, existencia del especimen! Sin embargo, la verdad era innegable. Alguien lo había descubierto. Vittoria no podía imaginar quién. Ni tan sólo Kohler, de quien se decía que sabía todo lo que se cocía en el CERN, tenía idea del proyecto.
Su padre estaba muerto. Asesinado a causa de su genio.
Mientras el dolor estrujaba su corazón, un nuevo sentimiento se abrió paso en la conciencia de Vittoria. Era mucho peor. Abrumador. Mortificante. Era la culpa. Culpa incontrolable, implacable. Vittoria sabía que era ella quien había convencido a su padre de que creara la muestra. Contra su voluntad. Y le habían asesinado por ello.
Un cuarto de gramo…
Como cualquier tecnología (el fuego, la pólvora, el motor de combustión), la antimateria podía ser mortífera si llegaba a caer en malas manos. Muy mortífera. La antimateria era un arma letal. Potente e imparable. Una vez extraído de su plataforma de recarga del CERN, la cuenta atrás del contenedor proseguiría inexorable. Un tren sin frenos.
Y cuando se terminara el tiempo…
Una luz cegadora. El rugido de un trueno. Incineración espontánea. Sólo el destello… y un cráter vacío. Un cráter vacío muy grande.
La idea del genio pacífico de su padre utilizado como una herramienta de destrucción era como veneno en su sangre. La antimateria era el arma terrorista suprema. Carecía de partes metálicas susceptibles de disparar un detector de metales, de rastros químicos que pudieran olfatear los perros, de espoleta que pudiera desactivarse si las fuerzas del orden localizaban el contenedor. La cuenta atrás había empezado…
Langdon no sabía qué hacer. Sacó su pañuelo y cubrió con él el ojo de Leonardo Vetra. Vittoria esperaba en la puerta de la cámara vacía, con el rostro deformado en una expresión de dolor y pánico. Langdon se acercó a ella de nuevo, pero Kohler intervino.
—Señor Langdon. —El rostro de Kohler era inexpresivo. Indicó a Langdon con un ademán que se alejara, para que ella no pudiera oírle. Langdon obedeció de mala gana.
—Usted es el especialista —dijo Kohler en un susurro—. Quiero saber qué pretenden hacer esos bastardos Illuminati con la antimateria.
Langdon intentó concentrarse. Pese a la locura que le rodeaba, su primera reacción fue la lógica: de rechazo. Kohler seguía barajando presunciones. Presunciones imposibles.
—Los Illuminati ya no existen, señor Kohler. No me cabe la menor duda. El culpable de este crimen podría ser cualquiera, tal vez otro empleado del CERN que descubrió el proyecto del señor Vetra y pensó que era demasiado peligroso para permitir que continuara adelante.
Kohler le miró estupefacto.
—¿Cree que se trata de un crimen de conciencia, señor Langdon? Absurdo. El asesino de Leonardo sólo quería una cosa: la muestra de antimateria. No me cabe la menor duda de que ha planeado hacer algo con ella.
—Está hablando de terrorismo.
—Desde luego.
—Pero los Illuminati no eran terroristas.
—Dígaselo a Leonardo Vetra.
Langdon pensó que no dejaba de ser cierto. Habían marcado a Leonardo Vetra con el signo de los Illuminati. ¿De dónde había salido? La marca sagrada se le antojaba una treta demasiado complicada para que alguien la utilizara con el fin de desviar las sospechas hacia otros. Tenía que haber otra explicación.
Una vez más, Langdon se obligó a considerar lo improbable. Si los Illuminati siguieran en activo, y si robaron la antimateria, ¿cuáles serían sus intenciones? ¿Cuál sería su objetivo? La respuesta que le proporcionó su cerebro fue instantánea. Langdon la desechó con igual rapidez. Cierto, los Illuminati tenían un enemigo evidente, pero un ataque terrorista a gran escala contra el enemigo era inconcebible. Impropio de la secta. Sí, los Illuminati habían matado a gente, pero se trataba de individuos muy concretos, elegidos con mucho cuidado. La destrucción en masa era algo burdo. Langdon hizo una pausa. Una vez más, pensó, habría una elocuencia majestuosa en todo ello: la antimateria, el descubrimiento científico supremo, se utilizaría para desintegrar…
Rechazó aquella idea ridícula.
—Existe otra explicación lógica que no es el terrorismo —dijo de repente.
Kohler le miró, expectante.
Langdon intentó ordenar sus pensamientos. Los Illuminati siempre habían detentado un tremendo poder gracias a la economía. Controlaban bancos. Poseían lingotes de oro. Hasta se rumoreaba que eran los dueños de la joya más valiosa de la tierra: el Diamante de los Illuminati, un diamante sin mácula de enormes proporciones.
—Dinero —dijo Langdon—. Tal vez hayan robado la antimateria con fines económicos.
Kohler puso cara de incredulidad.
—¿Fines económicos? ¿Dónde se puede vender una gota de antimateria?
—La muestra no —replicó Langdon—. La tecnología. La tecnología de la antimateria debe de valer una barbaridad. Quizás alguien robó la muestra para analizarla.
—¿Espionaje industrial? Pero a ese contenedor le quedan veinticuatro horas, hasta que las baterías se agoten. Los investigadores saltarán por los aires antes de averiguar algo.
—Podrían recargarlas antes de la explosión. Podrían construir una plataforma recargable compatible como las del CERN.
—¿En veinticuatro horas? —rezongó Kohler—. Aunque robaran los planos, tardarían meses en construir un recargador como ése, no horas.
—Tiene razón —dijo Vittoria con un hilo de voz.
Los dos hombres se volvieron. Vittoria avanzó hacia ellos, con paso tan tembloroso como sus palabras.
—Tiene razón. Nadie podría construir un recargador a tiempo. Tan sólo la interfaz exigiría semanas. Filtros de flujo, servobobinas de inducción, aleaciones de condicionamiento de energía, todo calibrado con el grado específico de energía del lugar.
Langdon frunció el ceño. Había captado la idea. Una trampa de antimateria no era algo que pudiera conectarse sencillamente a un enchufe de pared. En cuanto salió del CERN, al contenedor le quedaban veinticuatro horas de vida.
Lo cual conducía a una única conclusión, y muy inquietante.
• • •
—Hemos de llamar a la Interpol —dijo Vittoria. Su voz sonó distante, incluso a sus propios oídos—. Es preciso llamar a las autoridades más indicadas. De inmediato.
Kohler negó con la cabeza.
—De ninguna manera.
Las palabras asombraron a la joven.
—¿No? ¿Qué quiere decir?
—Tú y tu padre me habéis puesto en una situación muy delicada.
—Necesitamos ayuda, director. Necesitamos encontrar esa trampa y recuperarla antes de que alguien salga perjudicado. ¡Tenemos una responsabilidad!
—Tenemos la responsabilidad de pensar —dijo Kohler en tono más enérgico—. Esta situación podría tener repercusiones muy graves para el CERN.
—¿Está preocupado por la reputación del CERN? ¿Sabe el efecto que podría causar ese contenedor en una zona urbana? ¡Posee un radio de alcance de un kilómetro! ¡Nueve manzanas!
—Tal vez tu padre y tú tendríais que haber pensado en eso antes de crear la muestra.
Fue como una bofetada para Vittoria.
—Pero… tomamos toda clase de precauciones.
—Por lo visto, no fueron suficientes.
—Pero nadie sabía nada de la antimateria.
Se dio cuenta de que era una argumentación absurda. Era evidente que alguien lo sabía. Alguien lo había descubierto.
Vittoria no se lo había dicho a nadie. Eso sólo dejaba dos explicaciones. O bien su padre se había confiado a alguien sin decirle nada a ella, lo cual era ilógico porque era su padre quien la había obligado a jurar que guardaría el secreto, o alguien los había espiado. ¿Pinchando el teléfono móvil, tal vez? Sabía que habían hablado varias veces mientras ella estaba de viaje. ¿Se habían ido de la lengua? Cabía en lo posible. También estaban los correos electrónicos. Pero habían sido discretos, ¿verdad? ¿El sistema de seguridad del CERN? ¿Los habían espiado sin que se dieran cuenta? Sabía que nada de eso importaba ya. Mi padre ha muerto.
El pensamiento la espoleó a entrar en acción. Sacó el móvil del bolsillo de los shorts.
Kohler aceleró hacia ella, tosiendo con violencia, mientras sus ojos despedían chispas.
—¿A quién… llamas?
—A la centralita del CERN. Podrán conectarnos con la Interpol.
—¡Piensa! —tosió Kohler, al tiempo que frenaba ante ella—. ¿Cómo puedes ser tan ingenua? En estos momentos, ese contenedor podría estar en cualquier lugar del mundo. Ninguna agencia de inteligencia de la tierra podría movilizarse para encontrarlo a tiempo.
—¿Es que no vamos a hacer nada?
A Vittoria le provocaba remordimiento plantar cara a un hombre de salud tan frágil, pero el director se comportaba de una forma tan rara que ya ni le reconocía.
—Vamos a emplear la inteligencia —dijo Kohler—. No pondremos en peligro la reputación del CERN implicando a autoridades que no pueden sernos de ayuda. Aún no. Hemos de pensar.
Vittoria sabía que los razonamientos de Kohler no carecían de lógica, pero también sabía que la lógica, por definición, estaba privada de responsabilidad moral. Su padre había vivido de acuerdo con la responsabilidad moral: ciencia cauta, compromiso, fe en la bondad innata del hombre. Vittoria también creía en esas cosas, pero las consideraba en términos de karma. Se volvió y abrió el teléfono.
—No puedes hacer eso —dijo Kohler.
—Intente detenerme.
Kohler no se movió.
Un instante después, Vittoria comprendió por qué. A la distancia que se hallaban de la superficie, el teléfono no tenía cobertura.
Furiosa, se dirigió hacia el montacargas.