Kohler estaba mirando la cámara de aniquilación con una expresión de estupor total, debido al espectáculo que acababa de presenciar. Robert Langdon estaba a su lado, aún más estupefacto.
—Quiero ver a mi padre —exigió Vittoria—. Les he enseñado el laboratorio. Ahora, quiero ver a mi padre.
Kohler se volvió poco a poco, como si no la hubiera oído.
—¿Por qué esperasteis tanto, Vittoria? Tu padre y tú tendríais que haberme hablado de este descubrimiento enseguida.
Vittoria le miró. ¿Cuántos motivos quieres?
—Ya discutiremos de esto más tarde, director. Ahora quiero ver a mi padre.
—¿Sabes lo que implica esta tecnología?
—Claro —replicó Vittoria—. Ingresos para el CERN. Montones. Ahora quiero…
—¿Por eso lo guardasteis en secreto? —preguntó Kohler en tono de reproche—. ¿Porque temíais que la junta y yo votáramos a favor de otorgar la patente?
—Debería otorgarse la patente —replicó Vittoria, arrastrada a la discusión—. La antimateria es tecnología importante, pero también peligrosa. Mi padre y yo queríamos tiempo para mejorar los procedimientos y aumentar la seguridad.
—En otras palabras, no confiabais en que la junta directiva antepusiera la prudencia de la ciencia a la codicia económica.
El tono indiferente de Kohler sorprendió a Vittoria.
—Había otras cuestiones también —dijo—. Mi padre quería tiempo para presentar la antimateria a la luz apropiada.
—¿Qué quieres decir?
¿A ti qué te parece?
—¿Materia a partir de la energía? ¿Crear algo de la nada? Es la prueba definitiva de que el Génesis es una posibilidad científica.
—O sea, no quería que las implicaciones religiosas de su descubrimiento se perdieran en aras del mercantilismo.
—Por decirlo de alguna manera.
—¿Y tú?
Por una ironía, las preocupaciones de Vittoria eran más bien las contrarias. El mercantilismo era fundamental para el éxito de la nueva fuente de energía. Si bien la tecnología de la antimateria poseía un sorprendente potencial como fuente de energía no contaminante y eficaz, si se descubría su existencia prematuramente, la antimateria corría el riesgo de ser vilipendiada por los fracasos políticos y de relaciones públicas que habían matado las energías solar y nuclear. La nuclear había proliferado antes de ser segura, y se habían producido algunos accidentes. La solar había proliferado antes de ser eficaz, y hubo gente que perdió dinero. Ambas tecnologías tenían mala fama y languidecían sin remisión.
—Mis intereses eran algo menos elevados que la unificación de ciencia y religión —dijo Vittoria.
—El medio ambiente —aventuró Kohler.
—Energía sin límites. Sin minas. Sin contaminación. Sin radiación. La tecnología de la antimateria podría salvar el planeta.
—O destruirlo —repuso Kohler—. En función de quién la utilice y para qué. —Vittoria notó que el director del CERN fue presa de un escalofrío—. ¿Quién más está enterado de esto?
—Nadie —dijo la joven—. Ya se lo he dicho.
—Entonces, ¿por qué crees que asesinaron a tu padre?
Los músculos de Vittoria se tensaron.
—No tengo ni idea. Tenía enemigos en el CERN, y usted ya lo sabe, pero el crimen no puede estar relacionado con la antimateria. Juramos que mantendríamos en secreto el hallazgo durante unos meses más, hasta que estuviéramos preparados.
—¿Y estás segura de que tu padre fue fiel al juramento? Vittoria se estaba enfureciendo.
—¡Mi padre ha sido fiel a juramentos más difíciles que ése! —¿Se lo contaste a alguien?
—¡Claro que no!
Kohler exhaló un suspiro. Hizo una pausa, como si quisiera elegir sus siguientes palabras con cautela.
—Supón que alguien lo averiguó. Supón que alguien consiguió acceder al laboratorio. ¿Qué crees que buscaría? ¿Tu padre guardaba notas aquí? ¿Alguna documentación de su trabajo?
—He sido paciente, director. Necesito algunas respuestas ya. Habla de un hipotético intruso, pero ya ha visto el lector retiniano. Mi padre no ha descuidado en ningún momento el secretismo y la seguridad.
—No te vayas por las ramas —dijo con brusquedad Kohler, lo cual sobresaltó a la joven—. ¿Qué podría faltar?
—No tengo ni idea. —Vittoria examinó el laboratorio, irritada. Todos los especímenes de antimateria estaban controlados. La zona de trabajo de su padre parecía en orden—. Nadie ha entrado en el laboratorio —afirmó—. Todo aquí arriba parece estar en su sitio.
—¿Aquí arriba? —preguntó Kohler sorprendido.
Vittoria lo había dicho sin pensar.
—Sí, aquí, en el laboratorio de arriba. —¿También estáis utilizando el laboratorio de abajo?
—Como almacén.
Kohler rodó hacia ella y volvió a toser.
—¿Estáis utilizando la cámara de materiales peligrosos como almacén? ¿Almacén de qué?
¡De materiales peligrosos, claro está! Vittoria estaba perdiendo la paciencia.
—De antimateria.
Kohler se izó sobre los brazos de la silla.
—¿Hay más especímenes? ¿Por qué demonios no me lo has dicho?
—Acabo de hacerlo —replicó Vittoria—. ¡Y usted apenas me ha concedido la oportunidad!
—Hemos de ir a ver esos especímenes —dijo Kohler—. Ahora.
—Especimen —corrigió Vittoria—. En singular. Y está seguro. Nadie podría…
—¿Sólo uno? —interrumpió Kohler—. ¿Por qué no está aquí arriba?
—Mi padre quería conservarlo bajo el lecho de roca como precaución. Es más grande que los demás.
La mirada de alarma que intercambiaron Kohler y Langdon no pasó inadvertida a Vittoria. El director rodó hacia ella de nuevo.
—¿Habéis creado un especimen mayor de quinientos nanogramos?
—Por fuerza —se defendió Vittoria—. Teníamos que demostrar que el umbral de la ecuación inversión/rendimiento podía cruzarse sin peligro.
Ella sabía que el problema de las nuevas fuentes energéticas siempre residía en la delicada relación entre inversión y rendimiento: cuánto dinero había que gastar para recolectar el combustible. Construir una plataforma petrolífera para obtener un solo barril era tirar el dinero. Sin embargo, si esa misma plataforma, con un mínimo de gastos añadidos, podía producir millones de barriles, había negocio. Con la antimateria sucedía lo mismo. Poner a funcionar veintisiete kilómetros de electroimanes para crear un diminuto especimen de antimateria gastaba más energía que la contenida en la antimateria resultante. Con el fin de demostrar que la antimateria era eficaz y viable, había que crear especímenes de mayor magnitud.
Aunque el padre de Vittoria se había mostrado reticente a crear un especimen grande, ella había insistido sin descanso. Decía que, si querían que la antimateria fuera tomada en serio, ella y su padre tenían que demostrar dos cosas. Primero, que se podían producir cantidades que compensaran los gastos. Y segundo, que los especímenes podían almacenarse sin riesgo. Al final, había ganado ella, y su padre había accedido contra su voluntad. Pero no sin firmes instrucciones acerca del secretismo y la accesibilidad. La antimateria, había insistido su padre, se almacenaría en la sección de materiales peligrosos, una pequeña cavidad de granito, ubicada a veinticinco metros más abajo. El especimen sería su secreto. Y sólo los dos tendrían acceso.
—Vittoria —insistió Kohler—, ¿es muy grande el espécimen que tu padre y tú creasteis?
Vittoria sentía un irónico placer en su fuero interno. Sabía que la cantidad asombraría hasta al gran Maximilian Kohler. Recreó en su mente la antimateria almacenada. Una visión increíble. Suspendida dentro de la trampa, perfectamente visible a simple vista, bailaba una diminuta esfera de antimateria. No era una partícula microscópica. Era una gota del tamaño de un balín para escopeta de aire comprimido.
Vittoria respiró hondo.
—Un cuarto de gramo.
Kohler palideció.
—¡Cómo! —Se puso a toser—. ¿Un cuarto de gramo? ¡Eso equivale a… casi cinco kilotones!
Kilotones. Vittoria detestaba la palabra. Su padre y ella nunca la empleaban. Un kilotón equivalía a mil toneladas métricas de TNT. Los kilotones se utilizaban en armamento. Carga explosiva. Poder destructivo. Su padre y ella hablaban de voltios y julios electrónicos: potencia de energía constructiva.
—¡Esa cantidad de antimateria podría destruir todo lo contenido en un radio de un kilómetro! —exclamó Kohler.
—Sí, si se aniquilara toda a la vez —replicó Vittoria—, ¡cosa que nadie haría jamás!
—Excepto alguien con pocos conocimientos. ¡O si tu fuente de energía fallara!
Kohler ya se estaba encaminando hacia el montacargas.
—Por eso mi padre la guardó en Materiales Peligrosos con todo tipo de precauciones.
Kohler se volvió con expresión esperanzada.
—¿Hay sistemas de seguridad complementarios en Materiales Peligrosos?
—Sí. Un segundo lector de retina.
Kohler sólo dijo dos palabras.
—Abajo. Ya.
• • •
El montacargas descendió como una piedra.
Veinticinco metros más abajo.
Vittoria estaba segura de que presentía miedo en ambos hombres mientras el montacargas bajaba. El rostro de Kohler, por lo general carente de emociones, estaba tirante. Sé que la muestra es enorme, pensó Vittoria, pero las precauciones que hemos tomado son…
El montacargas se detuvo y luego se abrió, y Vittoria los precedió por el corredor apenas iluminado. Más adelante, el pasillo terminaba en una enorme puerta de acero MATPEL. El lector retiniano que había junto a la puerta era idéntico al de arriba. La joven se acercó. Aplicó su ojo a la lente.
Retrocedió. Algo pasaba. La lente, siempre impoluta, estaba manchada, manchada de algo parecido a… sangre. Confusa, se volvió hacia los dos hombres, pero sólo vio dos rostros empalidecidos, con los ojos clavados en el suelo, muy cerca de sus pies.
Vittoria siguió su mirada.
—¡No! —gritó Langdon, y extendió la mano en su dirección. Pero ya era demasiado tarde.
La vista de Vittoria se clavó en el objeto del suelo. Le resultó desconocido y muy familiar al mismo tiempo.
Sólo necesitó un instante.
Después, horrorizada, cayó en la cuenta. Mirándola desde el suelo, como restos de basura desechados, había un ojo. Habría reconocido aquel tono avellana en cualquier parte.