Kohler, por imposible que pareciera, se había puesto en pie, apoyado sobre dos piernas maltrechas. Su rostro estaba blanco de miedo.
—¡Vittoria! ¡No puedes sacar esa trampa!
Langdon contemplaba la escena, perplejo por el repentino pánico del director.
—¡Quinientos nanogramos! —dijo Kohler—. Si rompes el campo magnético…
—Director —le tranquilizó Vittoria—, no hay peligro. Cada trampa cuenta con un mecanismo de seguridad, una batería de apoyo por si la sacan de su recargador. Los especímenes permanecen suspendidos aunque libere el contenedor.
Kohler no parecía muy convencido. Después, vacilante, se acomodó en su silla.
—Las baterías se activan automáticamente —dijo Vittoria—, cuando la trampa se separa del recargador. Tienen veinticuatro horas de vida. Como un depósito de reserva de gasolina. —Se volvió hacia Langdon, como si intuyera su inquietud—. La antimateria posee algunas características sorprendentes, señor Langdon, lo cual la convierte en algo muy peligroso. Sostenemos la hipótesis de que una muestra de diez miligramos, el volumen de un grano de arena, alberga tanta energía como doscientas toneladas métricas de combustible convencional de cohete.
La cabeza de Langdon se puso a dar vueltas de nuevo.
—Es la fuente energética del mañana. Mil veces más poderosa que la energía nuclear. Cien por cien eficaz. Sin secuelas. Sin radiación. Sin contaminación. Unos pocos gramos podrían proporcionar energía eléctrica a una ciudad grande durante una semana.
¿Gramos? Langdon se alejó de la plataforma.
—No se preocupe —dijo Vittoria—. Estas muestras son fracciones minúsculas de gramo, millonésimas partes. Relativamente inofensivas.
Extendió la mano hacia el contenedor y lo desenroscó de la plataforma.
Kohler se agitó, pero no intervino. Al liberarse la trampa, se oyó un pitido agudo, y una pequeña pantalla se activó cerca de la base de la trampa. Las cifras rojas parpadearon, empezando a desgranar la cuenta atrás de veinticuatro horas.
24.00.00…
23.59.59…
23.59.58…
Langdon examinó la cuenta regresiva y decidió que el contenedor se parecía de una manera muy inquietante a una bomba de tiempo.
—La batería funcionará durante veinticuatro horas seguidas antes de gastarse —explicó Vittoria—. Se recarga colocando de nuevo la trampa en su plataforma. Está pensada como medida de seguridad, pero también es útil para el transporte.
—¿El transporte? —preguntó Kohler, desconcertado—. ¿Vas a sacar esto del laboratorio?
—Claro que no —dijo Vittoria—, pero la movilidad nos permite estudiarlo.
Vittoria guió a Kohler y Langdon hasta el fondo de la sala. Apartó una cortina que dejó al descubierto una ventana, tras la cual se veía una amplia habitación. Las paredes, los suelos y el techo estaban chapados de acero. La habitación recordó a Langdon la bodega de carga de un viejo petrolero en el que había viajado a Nueva Guinea para estudiar tatuajes llanta.
—Es un tanque de aniquilación —anunció Vittoria.
Kohler levantó la vista.
—¿Has observado aniquilaciones?
—Mi padre estaba fascinado por la física del Big Bang: grandes cantidades de energía generadas por minúsculos núcleos de materia. Vittoria abrió un cajón de acero que había bajo la ventana. Colocó la trampa dentro del cajón y lo cerró. Después, tiró de una palanca que había al lado del cajón. Un momento después, la trampa apareció al otro lado del cristal, describió un amplio arco sobre el suelo de metal y se detuvo cerca del centro de la habitación. Vittoria sonrió.
—Están a punto de presenciar su primera aniquilación materia-antimateria. Unas pocas millonésimas de gramo. Un especimen relativamente minúsculo.
Langdon contempló la trampa de antimateria que descansaba en el suelo del enorme tanque. Kohler también se volvió hacia la ventana, con expresión dubitativa.
—En circunstancias normales —explicó Vittoria—, tendríamos que esperar veinticuatro horas, hasta que las baterías se agotaran, pero esta cámara contiene imanes bajo el suelo capaces de neutralizar la trampa y anular la suspensión de la antimateria. Cuando la materia y la antimateria entran en contacto…
—Aniquilación —susurró Kohler.
—Una cosa más —continuó Vittoria—. La antímateria libera energía pura. Una transformación de masa a fotones del cien por cien. Eso quiere decir que no deben mirar directamente la muestra. Protéjanse los ojos.
Langdon estaba preocupado, pero se dio cuenta de que Vittoria había adoptado un tono melodramático. ¿No miren directamente al contenedor? El aparato se hallaba a casi treinta metros de distancia, tras un muro ultragrueso de plexiglás tintado. Además, la partícula del contenedor era invisible, microscópica. ¿Proteger mis ojos?, pensó Langdon. ¿Cuánta energía podría esa partícula…? Vittoria oprimió el botón.
Langdon quedó cegado al instante. Un punto de luz brilló en el contenedor, y luego estalló hacia fuera en una oleada de luz que irradió en todas direcciones, lanzándose contra la ventana con fuerza colosal. Retrocedió dando tumbos cuando la detonación sacudió la cámara. La luz cegadora brilló un momento, y luego, al cabo de un instante, se replegó en sí misma, hasta transformarse en un diminuto punto que se desvaneció sin más. Langdon parpadeó, dolorido, mientras iba recobrando poco a poco la visión. Miró la cámara. El contenedor del suelo había desaparecido por completo. Desintegrado. Ni rastro.
—Dios.
Vittoria asintió con tristeza.
—Eso es justo lo que mi padre decía.