Fase dos, pensó el hassassin, mientras se internaba en el lóbrego túnel.
La antorcha que blandía en la mano era superflua. Lo sabía. Pero era para impresionar. Atemorizar al enemigo era fundamental. Había aprendido que el miedo era su aliado. El miedo mutila con más rapidez que cualquier arma de guerra.
No había espejos en el pasadizo donde admirar su disfraz, pero intuía, a juzgar por la sombra de su holgado hábito, que era perfecto. Fundirse con el entorno formaba parte del plan, de la maldad de la conspiración. Ni en sus sueños más desaforados había imaginado interpretar este papel.
Dos semanas atrás, habría considerado una misión imposible la tarea que le aguardaba al final del túnel. Una misión suicida. Adentrarse desnudo en la guarida de un león. Pero Jano había cambiado la definición de imposible.
Los secretos que Jano había compartido con el hassassin durante las últimas dos semanas eran numerosos. Este túnel era uno de ellos. Antiguo, pero perfectamente transitable.
Mientras se acercaba a su enemigo, el hassassin se preguntó si lo que le esperaba dentro sería tan fácil como Jano había prometido. Jano le había asegurado que alguien, desde el interior, tomaría las medidas pertinentes. Alguien de dentro. Increíble. Cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que era un juego de niños.
Wahad… tintain… thalatha… arbaa, se dijo en árabe cuando estuvo cerca del final. Uno… dos… tres… cuatro…