Las manos de la mujer estaban atadas, con las muñecas hinchadas y teñidas de púrpura debido al roce. El hassassin de piel color caoba estaba acostado a su lado, agotado, admirando a su presa desnuda. Se preguntó si el sueño en que parecía sumida era un engaño, un patético intento de evitar prestarle más servicios.
Daba igual. Ya había obtenido suficiente recompensa. Saciado, se incorporó en la cama.
En su país, las mujeres eran posesiones. Débiles. Herramientas de placer. Esclavas que se vendían como ganado. Y sabían cuál era su lugar. Pero aquí, en Europa, las mujeres fingían una energía y una independencia que le divertía y excitaba a la vez. Forzarlas a la sumisión física era una gratificación que siempre disfrutaba.
Aunque satisfecho, el hassassin notó que otro apetito crecía en su interior. Había matado anoche, matado y mutilado, y para él matar era como la heroína. Cada encuentro le satisfacía tan sólo de manera temporal, y luego su deseo de más aumentaba. El júbilo se había disipado. El ansia había regresado.
Estudió a la mujer dormida a su lado. Recorrió su cuello con la palma de la mano, y tuvo una erección producida por la certeza de que podía acabar con su vida en un solo instante. ¿Qué importaría? Era una subhumana, un vehículo de placer y servidumbre. Sus fuertes dedos rodearon su garganta, saborearon su delicado pulso. Después, reprimió el deseo y apartó la mano. Tenía trabajo que hacer. Servir a una causa más elevada que su deseo.
Cuando se apartó de la cama, se regocijó con el honor del trabajo que le aguardaba. Aún no podía vislumbrar la influencia del hombre llamado Jano, ni de la antigua hermandad a cuyo frente estaba. La hermandad le había elegido a él, aunque pareciera un milagro. De alguna manera, se habían enterado de su odio… y de su talento. Cómo, nunca lo sabría. Sus raíces son profundas.
Ahora, le habían concedido el honor definitivo. Sería sus manos y su voz. Su asesino y su mensajero. Aquel a quien su pueblo conocía como Malaq al-haq: el Ángel de la Verdad.