17

Muy pocos niños podían decir que recordaban el día que conocieron a su padre, pero Vittoria Vetra era uno de ellos. Tenía ocho años de edad, vivía donde siempre, el Orfanotrofio di Siena, un orfanato católico cerca de Florencia, abandonada por padres que no llegó a conocer. Aquel día estaba lloviendo. Las monjas la habían llamado dos veces para que fuera a cenar, pero como siempre, fingió no oírlas. Estaba tumbada en el patio, mirando las gotas de lluvia. Las sentía estrellarse sobre su cuerpo… Intentaba adivinar dónde caería la siguiente. Las monjas la llamaron de nuevo, con la amenaza de que la neumonía conseguiría que una niña de una tozudez insufrible sintiera mucha menos curiosidad por la naturaleza.

No puedo oíros, pensó Vittoria.

Estaba empapada hasta los huesos cuando el joven sacerdote salió a buscarla. No le conocía. Era nuevo. Vittoria suponía que la agarraría y la metería dentro. Pero no fue así. En cambio, ante su asombro, se tumbó a su lado, y empapó su hábito en un charco.

—Dicen que haces muchas preguntas —dijo el joven.

Vittoria frunció el ceño.

—¿Es malo preguntar?

El joven rio.

—Supongo que no.

—¿Qué haces aquí?

—Lo mismo que tú, preguntándome por qué cae la lluvia.

—¡No me estoy preguntando por qué cae! ¡Ya lo sé!

El sacerdote la miró estupefacto.

—¿Sí?

—La hermana Francisca dice que las gotas de lluvia son como lágrimas de ángel que bajan a limpiar nuestros pecados.

—¡Caramba! —exclamó el joven, como asombrado—. Eso lo explica todo.

—¡Pues no! —replicó la niña—. ¡Las gotas de lluvia caen porque todo cae! ¡Todo cae! ¡No sólo la lluvia!

El sacerdote se rascó la cabeza, con expresión perpleja.

—Tienes razón, jovencita. Todo cae. Debe de ser la gravedad.

—¿La qué?

El joven la miró, estupefacto.

—¿No has oído hablar de la gravedad?

—No.

El sacerdote se encogió de hombros con tristeza.

—Lástima. La gravedad contesta a un montón de preguntas.

Vittoria se incorporó.

—¿Qué es la gravedad? —preguntó—. ¡Dímelo!

El sacerdote le guiñó un ojo.

—Te lo contaré durante la cena.

El joven sacerdote era Leonardo Vetra. Aunque había sido un estudiante de física laureado en la universidad, había oído otra llamada e ingresado en el seminario. Leonardo y Vittoria se hicieron excelentes amigos en el mundo solitario de las monjas y sus normas. Vittoria hacía reír a Leonardo, y él la tomó bajo su protección, le enseñó que cosas tan hermosas como los arco iris y los ríos tenían muchas explicaciones. Le habló de la luz, los planetas, las estrellas y la naturaleza, a través de los ojos de Dios y de la ciencia al mismo tiempo. La inteligencia y curiosidad innatas de Vittoria la convirtieron en una estudiante cautivadora. Leonardo la protegió como a una hija.

Vittoria también era feliz. Nunca había conocido la dicha de tener un padre. Si todos los demás adultos contestaban a sus preguntas con una palmada en la muñeca, Leonardo dedicaba horas a enseñarle libros. Hasta le preguntaba cuáles eran sus ideas. Vittoria rezaba para que Leonardo estuviera siempre con ella. Después, un día, su peor pesadilla se convirtió en realidad. El padre Leonardo le dijo que se iba del orfanato.

—Me traslado a Suiza —dijo Leonardo—. He conseguido una beca para estudiar física en la Universidad de Ginebra.

—¿Física? —exclamó Vittoria—. ¡Pensaba que amabas a Dios!

—Le amo, y mucho. Por eso quiero estudiar Sus divinas reglas. Las leyes de la física son el lienzo que Dios dispuso para pintar en él su obra maestra.

Vittoria se quedó desolada, pero el padre Leonardo era portador de otras noticias. Dijo a Vittoria que había hablado con sus superiores, y le habían dado permiso para adoptarla.

—¿Te gustaría que te adoptara? —preguntó Leonardo.

—¿Qué significa adoptar? —preguntó Vittoria.

El padre Leonardo se lo dijo.

Vittoria le abrazó durante varios minutos, llorando de alegría.

—¡Oh, sí! ¡Sí!

Leonardo le dijo que debía estar ausente una temporada para instalarse en su nueva casa en Suiza, pero prometió que iría a buscarla al cabo de seis meses. Fue la espera más larga de la vida de Vittoria, pero Leonardo cumplió su palabra. Cinco días antes de su noveno cumpleaños, Vittoria se mudó a la ciudad del lago Leman. Durante el día asistía a la Escuela Internacional de Ginebra, y por la noche le daba clase su padre.

Tres años después, Leonardo Vetra fue contratado por el CERN. El y Vittoria se trasladaron a un lugar de ensueño, como la joven no había imaginado jamás.

Vittoria Vetra sentía el cuerpo entumecido mientras avanzaba por el túnel del LHC. Vio su reflejo apagado en el tubo, y notó la ausencia de su padre. Por lo general, vivía en un estado de profunda calma, en armonía con el mundo que la rodeaba. Pero ahora, de repente, todo parecía absurdo. Las últimas tres horas se le antojaban una mancha borrosa.

Eran las diez de la mañana en las Baleares cuando recibió la llamada de Kohler. Tu padre ha sido asesinado. Vuelve de inmediato

Pese al calor que hacía en la cubierta del barco, las palabras la habían estremecido hasta lo más hondo. El tono desprovisto de sentimientos de Kohler la había herido tanto como la noticia.

Había vuelto a casa. Pero ¿qué clase de casa? El CERN, su hogar desde los doce años, le pareció extraño de repente. Su padre, el hombre que lo había transformado en algo mágico, había muerto.

Respira hondo, se dijo, pero no podía calmar su mente. Las preguntas no cesaban de multiplicarse. ¿Quién había matado a su padre? ¿Por qué? ¿Quién era ese «especialista» norteamericano? ¿Por qué insistía Kohler en ver el laboratorio?

Kohler había dicho que existían pruebas de que el asesinato de su padre estaba relacionado con el proyecto actual. ¿Qué pruebas? ¡Nadie sabía en qué estábamos trabajando! Y aunque alguien lo hubiera averiguado, ¿por qué tenían que matarle?

Mientras avanzaba por el túnel del LHC en dirección al laboratorio de su padre, Vittoria cayó en la cuenta de que iba a desvelar el gran logro de su padre sin que él estuviera presente. Había imaginado este momento de una manera muy diferente. Había imaginado que su padre convocaría en su laboratorio a los científicos más importantes del CERN para enseñarles su descubrimiento, y verían sus caras estupefactas. Después, sonreiría con orgullo paternal cuando les explicara que había sido una de las ideas de Vittoria la que le había ayudado a transformar el proyecto en realidad, que su hija había sido la pieza clave de su éxito. Vittoria sintió un nudo en la garganta. Mi padre y yo debíamos compartir este momento. Pero estaba sola. Sin colegas. Sin caras felices. Tan sólo un norteamericano desconocido y Maximilian Kohler.

Maximilian Kohler. Der König.

A Vittoria no le había gustado ese hombre ni cuando era niña. Si bien llegó a respetar su poderoso intelecto, su comportamiento frío siempre le pareció inhumano, la antítesis exacta del calor humano de su padre. Kohler era un adepto de la ciencia por su lógica inmaculada, y su padre por su prodigiosa espiritualidad. No obstante, tenía la impresión de que siempre había existido un respeto no verbalizado entre los dos hombres. Los genios, le había explicado alguien una vez, aceptan el genio sin condiciones.

Los genios, pensó. Mi padre… Papá. Muerto.

Se accedía al laboratorio de Leonardo Vetra por un largo pasillo esterilizado, pavimentado por completo con baldosas blancas. Langdon experimentó la sensación de estar entrando en una especie de manicomio subterráneo. Docenas de imágenes en blanco y negro enmarcadas flanqueaban el corredor. Aunque se había ganado su prestigio a base de estudiar imágenes, éstas eran totalmente desconocidas para él. Parecían los negativos caóticos de rayas y espirales fortuitas. ¿Arte moderno?, meditó. ¿Jackson Pollock atiborrado de anfetaminas?

—Diagramas de dispersiones —dijo Vittoria, como si hubiera intuido el interés de Langdon—. Representaciones informáticas de colisiones de partículas. Ésa es la partícula Z —dijo, señalando una tenue estela, casi invisible en la confusión—. Mi padre la descubrió hace cinco años. Energía pura, carente de masa. Puede que sea la construcción más pequeña de la naturaleza. La materia no es más que energía atrapada.

¿La materia es energía? Langdon ladeó la cabeza. Suena muy zen. Miró la diminuta estela de la fotografía y se preguntó qué dirían sus colegas del Departamento de Física de Harvard cuando les contara que había pasado un fin de semana en el túnel de un Large Hadron Collider, admirando partículas Z.

—Vittoria —dijo Kohler, cuando se acercaron a la imponente puerta de acero del laboratorio—, debería decirte que esta mañana bajé aquí en busca de tu padre.

Vittoria se ruborizó un poco.

—¿Sí?

—Sí. Imagina mi sorpresa cuando descubrí que había sustituido el teclado de seguridad habitual del CERN por otra cosa.

Kohler indicó un complicado aparato electrónico montado junto a la puerta.

—Lo siento —dijo la joven—. Ya sabe cuánto apreciaba su privacidad. No quería que nadie, salvo nosotros dos, tuviera acceso.

—Bien —dijo Kohler—. Abre la puerta.

Vittoria esperó un largo momento. Después, respiró hondo y se acercó al mecanismo de la pared.

Langdon no estaba preparado para lo que sucedió a continuación.

Vittoria se plantó ante el aparato y miró con su ojo derecho por una lente que sobresalía como un telescopio. Después, apretó un botón. Algo chasqueó en el interior del mecanismo. Un rayo de luz osciló de un lado a otro, y exploró el ojo como una fotocopiadora.

—Es un lector retiniano —explicó la joven—. Seguridad infalible. Sólo puede validar dos patrones retinianos. El mío y el de mi padre.

Robert Langdon se quedó horrorizado. Revivió la imagen de Leonardo Vetra en todos sus siniestros detalles: el rostro ensangrentado, el solitario ojo de color avellana que le había mirado sin ver, la cuenca vacía. Intentó rechazar la verdad evidente, pero entonces lo vio… debajo del lector, en el suelo de baldosas blancas, tenues gotas de color púrpura. Sangre seca.

Vittoria, por suerte, no se fijó.

La puerta de acero se abrió y ella entró.

Kohler dirigió a Langdon una mirada inflexible. Su mensaje estaba claro: Ya se lo dije… El ojo desaparecido sirve a un propósito más elevado.