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—¿He captado ahora su atención? —dijo la voz masculina cuando Langon contestó por fin.

—Sí, ya lo creo. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?

—Intenté decírselo antes. —La voz era precisa, mecánica—. Soy físico. Dirijo un laboratorio de investigaciones. Se ha cometido un asesinato. Usted ha visto el cadáver.

—¿Cómo me ha localizado?

Langdon apenas podía concentrarse. Su mente huía de la imagen del fax.

—Ya se lo he dicho. Internet. La página web de su libro El arte de los Illuminati.

Langdon intentó serenarse. Su libro era prácticamente desconocido en los círculos literarios dominantes, pero tenía un buen número de seguidores internautas. No obstante, la afirmación del desconocido era absurda.

—Esa página carece de información de contacto —explicó Langdon—. Estoy seguro.

—Tengo gente en el laboratorio muy experta en extraer información de la Red.

El escepticismo de Langdon no disminuía.

—Da la impresión de que su laboratorio sabe mucho sobre la Red.

—Por fuerza —replicó el hombre—. Nosotros la inventamos.

Algo en la voz del hombre reveló a Langdon que no estaba bromeando.

—He de verle —insistió el desconocido—. No podemos hablar de este asunto por teléfono. Mi laboratorio está a sólo una hora en avión de Boston.

Langdon analizó el fax que sostenía en la mano a la tenue luz del estudio. La imagen era impresionante, pues tal vez representaba el hallazgo epigráfico del siglo, una década de sus investigaciones confirmada en un solo símbolo.

—Es urgente —apremió la voz.

Los ojos de Langdon estaban clavados en el sello. Illuminati, leyó una y otra vez. Su trabajo siempre se había basado en el equivalente simbólico de los fósiles (documentos antiguos y rumores históricos), pero esta imagen era actual. Tiempo presente. Se sintió como un paleontólogo que se encontraba cara a cara con un dinosaurio vivo.

—Me he tomado la libertad de enviarle un avión —dijo la voz—. Llegará a Boston dentro de veinte minutos.

Langdon sintió la garganta seca. A una hora de vuelo

—Le ruego que perdone mi atrevimiento —dijo la voz—. Le necesito aquí.

Langdon contempló otra vez el fax, un antiguo mito confirmado en blanco y negro. Las implicaciones eran aterradoras. Miró por la ventana. La aurora empezaba a insinuarse entre los abedules del patio trasero, pero la vista parecía algo diferente esta mañana. Cuando una extraña combinación de miedo y júbilo se apoderó de él, Langdon comprendió que no tenía elección.

—Usted gana —dijo—. Dígame dónde tomaré el avión.