LONDRES, ABRIL DE 1878
El demonio explotó salpicando icor y entrañas.
William Herondale retiró la daga que sujetaba, pero era demasiado tarde. El viscoso ácido de la sangre del demonio ya había comenzado a corroer la brillante hoja. William soltó una maldición y lanzó el arma lejos; ésta cayó sobre un sucio charco y comenzó a humear como una cerilla recién apagada. El demonio, claro, había desaparecido; de regreso al infernal mundo, fuera cual fuera, del que había venido, aunque no sin dejar asquerosos restos tras él.
—¡Jem! —llamó Will mientras se volvía—. ¿Dónde estás? ¿Has visto eso? ¡Lo he matado de un golpe! No está nada mal, ¿verdad?
Pero no hubo respuesta a su llamada; sólo unos instantes antes, su compañero de cacería se encontraba tras él en aquella calle húmeda y retorcida, guardándole las espaldas, de eso Will estaba seguro; pero en ese momento estaba solo entre las sombras. Frunció el ceño, molesto; era mucho menos divertido alardear sin que Jeff estuviera delante para oírle. Miró hacia atrás, hacia donde la calle se estrechaba y formaba un pasaje que acababa a lo lejos, en las aguas negras y jadeantes del Támesis. Al fondo, Will llegaba a ver las oscuras siluetas de los barcos amarrados, un bosque de mástiles como un manzanar deshojado. Ni rastro de Jem por allí; quizá hubiera vuelto a Narrow Street en busca de una mejor iluminación. Will se encogió de hombros y volvió por donde había llegado.
Narrow Street atravesaba Limehouse, entre los muelles del río y las superpobladas barriadas que se extendían por el oeste hacia Whitechapel. Era una calle estrecha, flanqueada por almacenes e inclinados edificios de madera. En aquel momento, se hallaba desierta; incluso los borrachos que solían tambalearse de regreso a casa desde The Grapes, un poco más arriba, habían encontrado ya algún sitio donde desplomarse para pasar la noche. A Will le gustaba Limehouse, le gustaba la sensación de estar en el extremo del mundo, donde los barcos partían todos los días hacia puertos inimaginablemente lejanos. Que fuera el área por donde acostumbraban a rondar los marineros, y por tanto estuviera llena de garitos de juego, fumaderos de opio y burdeles, tampoco le iba mal. Era fácil perderse en un sitio así. Ni siquiera le importaba el hedor: humo y suciedad, sogas y alquitrán, especias exóticas mezcladas con el olor del agua de río del Támesis.
Mientras miraba a un lado y al otro de la vacía calle, se pasó la manga del abrigo por la cara, tratando de limpiarse el icor, que le picaba y le quemaba la piel. La tela quedó manchada de verde y negro. También tenía un corte en el dorso de la mano, un corte feo. Le iría bien una runa curativa. Una de las de Charlotte, a poder ser. Ella era especialmente buena con los iratzes.
Una silueta se despegó de las sombras y fue hacia Will. El dio un paso adelante y se detuvo. No era Jem, sino un policía bastante corriente que hacía su ronda, con un casco en forma de campana, un pesado abrigo y una expresión de extrañeza. Miró a Will, o mejor, a través de Will. Por muy acostumbrado que estés al glamour, siempre resulta extraño que miren a través de ti como si no estuvieras allí. Will sintió el repentino impulso de hacerse con la porra del guardia y observarle mientras el hombre daba vueltas en redondo, tratando de averiguar adonde habría ido a parar, pero Jem lo había regañado las pocas veces que había hecho eso antes, y aunque Will nunca había llegado a entender las objeciones de Jem a ese asunto, no valía la pena hacerlo enfadar.
El policía se encogió de hombros y parpadeó al pasar frente a Will, meneando la cabeza y mascullando algo sobre dejar la ginebra antes de que realmente empezara a ver visiones. Will se apartó para dejarle pasar, luego lanzó un grito.
—¡James Carstairs! ¿Dónde estás, bastardo desleal?
Esta vez obtuvo una débil respuesta.
—Por aquí. Sigue la luz mágica.
Will se dirigió hacia el lugar de donde provenía la voz de Jem. Parecía surgir de una oscura abertura entre dos almacenes; se vislumbraba un tenue brillo entre las sombras, como la fugaz luz de un fuego fatuo.
—¿Me has oído antes? Ese demonio shax pensó que me podía atrapar con sus malditas pinzas, pero lo arrinconé en un callejón…
—Sí, te he oído. —El joven que apareció en la boca del callejón parecía muy pálido bajo la luz de la farola, incluso más pálido de lo que estaba normalmente, que ya era mucho. Llevaba la cabeza descubierta, lo que de inmediato atraía la mirada sobre su cabello, que era de un extraño color plateado brillante, como un chelín nuevo. Sus ojos eran del mismo color plata, y su rostro era angular y de huesos finos, con la ligera curva de los ojos como única indicación de su ascendencia.
Tenía manchas negras sobre la pechera de la camisa, y las manos cubiertas de rojo.
Will se tensó.
—Estás sangrando. ¿Qué ha pasado?
Jem rechazó con un gesto la preocupación de su amigo.
—La sangre no es mía. —Volvió la cabeza hacia el callejón situado a su espalda—. Es de ella.
Will dirigió su mirada hacia las sombras más espesas del callejón. En el rincón del fondo había una forma hecha un ovillo; sólo una sombra en la oscuridad, pero cuando Will miró más fijamente, pudo distinguir la silueta de una pálida mano, y un mechón de cabello rubio.
—¿Una mujer muerta? —preguntó Will—. ¿Una mundana?
—Una niña, en realidad. De no más de catorce años.
Al oír aquello, Will maldijo a todo volumen y sin miramientos. Jem esperó pacientemente a que acabara.
—Si hubiéramos pasado por aquí un poco antes —soltó Will finalmente—. Ese maldito demonio…
—Eso es lo curioso. No creo que esto sea obra del demonio. —Jem frunció las cejas—. Los demonios shax son parásitos, parásitos de nidada. Habría tratado de arrastrar a su víctima a su cubil para ponerle huevos en la piel mientras aún seguía viva. Pero a esta niña… la han apuñalado repetidas veces. Y tampoco creo que sucediera aquí. La sangre que hay en el callejón no es suficiente. Creo que la atacaron en otra parte, y luego se arrastró hasta aquí para acabar muriendo a causa de las heridas.
Will tensó la boca.
—Pero el demonio shax…
—Te lo estoy diciendo, Will, no creo que haya sido el shax. Creo que el shax la estaba persiguiendo… cazándola por algo, o para alguien.
—Los shax tienen un sentido del olfato muy agudo —aceptó Will—. He oído que algunos brujos los usan para seguir el rastro de los desaparecidos. Tienes razón: parecía estar moviéndose con alguna extraña intención. —Miró más allá de Jem, a la triste pequeñez de la forma acurrucada en el callejón—. Has encontrado el arma, ¿verdad?
—Aquí la tengo. —Jem se sacó algo de la chaqueta: un cuchillo, envuelto en un trapo blanco—. Es una especie de misericordia, o una daga de caza. Mira lo fina que es la hoja.
Will la cogió. La hoja era realmente fina, y acababa en un mango de hueso pulido. Tanto la hoja como el mango estaban manchados de sangre seca. Frunciendo el ceño, pasó la parte plana de la hoja sobre la áspera tela de su manga y la limpió, frotándola, hasta que un símbolo, grabado a fuego en la hoja, se hizo visible. Dos serpientes que se mordían mutuamente la cola, formando un círculo perfecto.
—¡Uróboros! —exclamó Jem, acercándose más para ver bien el cuchillo—. Uno doble. ¿Qué crees que significa?
—El fin del mundo —contestó Will sin dejar de mirar la daga, mientras una leve sonrisa jugueteaba en sus labios—, y el principio.
Jem frunció el ceño.
—Entiendo la simbología, William. Me refiero a qué crees que significa su presencia en esta daga.
El viento del río alborotaba el cabello de Will, quien se lo apartó de los ojos con un gesto de impaciencia y continuó observando el cuchillo.
—Es un símbolo alquímico, no de un brujo o un subterráneo. Eso suele significar humanos; la clase de estúpido mundano que cree que tontear con la magia es su pasaporte a la fama y la fortuna.
—De aquellos que suelen acabar como un montón de harapos ensangrentados en medio de algún pentáculo. —Jem parecía muy lúgubre.
—De esos a los que les gusta rondar por las partes subterráneas de nuestra hermosa ciudad. —Después de envolver de nuevo la daga en el pañuelo, Will se la metió en uno de los bolsillos de la chaqueta—. ¿Crees que Charlotte dejará que me encargue de la investigación?
—¿Crees que se puede confiar en ti en el submundo? Los garitos de juego, los antros de vicio mágico, las mujeres de moral ligera…
Will sonrió como podría haber sonreído Lucifer momentos antes de ser arrojado de los Cielos.
—¿Crees que mañana será demasiado pronto para empezar a investigar?
Jem suspiró resignado.
—Haz lo que quieras, Will. Siempre lo haces.
Southampton, mayo.
Tessa no podía recordar no haber amado el ángel mecánico. Hubo un tiempo en que pertenecía a su madre, que lo llevaba puesto al morir. Después lo habían guardado en el joyero de su madre, y un día su hermano Nathaniel lo había sacado para ver si aún funcionaba.
El ángel no era mayor que el meñique de Tessa, una figura minúscula hecha de latón, con unas alas plegadas de bronce del tamaño de las de una cigarra. Tenía un delicado rostro de metal con los párpados cerrados en forma de media luna y las manos cruzadas al frente sobre una espada. Una fina cadena pasada por detrás de las alas permitía llevar el ángel colgado al cuello como una medalla.
Tessa sabía que el ángel era un trabajo de relojería porque si lo acercaba a la oreja podía oír el ruido de la maquinaria, como el de un reloj. Nate había lanzado una exclamación de sorpresa al ver que aún funcionaba después de tantos años, y había buscado en vano un cierre o un tornillo, o algún otro método por el que se le pudiera dar cuerda al ángel. Pero no había nada que encontrar. Así que se encogió de hombros y le pasó el ángel a Tessa. Desde ese momento, Tessa nunca se lo había quitado; incluso por la noche, el ángel reposaba sobre su pecho mientras ella dormía, con su constante tictac, tictac, como los latidos de un segundo corazón.
En ese momento lo tenía sujeto entre los dedos, mientras el Main iba metiendo la proa entre otros enormes vapores para encontrar un amarre en el muelle de Southampton. Nate había insistido en que Tessa fuera a Southampton en vez de a Liverpool, donde atracaban la mayoría de los vapores transatlánticos. Había insistido en que Southampton era un lugar más agradable donde arribar; por eso Tessa no había podido evitar sentirse un poco decepcionada de su primera visión de Inglaterra. Era gris y deprimente. La lluvia tamborileaba al caer sobre las torres de una distante iglesia, mientras un humo negro se alzaba de las chimeneas de los barcos y manchaba un cielo ya suficientemente gris. Una multitud vestida con ropas oscuras esperaba en el muelle al abrigo de sus paraguas. Tessa trató de ver si su hermano se hallaba entre la gente, pero la neblina y la fina llovizna que salpicaba el barco eran demasiado espesas para distinguir los rasgos individuales de nadie.
Tessa se estremeció. El viento del mar era frío. En todas sus cartas, Nate había comentado que Londres era bonita, que el sol brillaba todos los días. Bueno, pensó Tessa, con suerte el tiempo sería mejor que el de allí, porque no se había llevado ropa de abrigo, salvo un chal de lana que había pertenecido a la tía Harriet y un par de guantes finos. Había vendido la mayoría de su ropa para pagar el funeral de su tía, convencida de que su hermano le compraría ropa nueva cuando fuera a Londres a vivir con él.
Se oyó un grito. El Main, con su casco negro resplandeciente por la lluvia, había echado el ancla, y ya había remolcadores cruzando las aguas grises, dispuestos a transportar el equipaje y a los pasajeros a la orilla. Estos salían en un flujo continuo, ansiosos por sentir tierra firme bajo los pies. Tan diferente de su salida de Nueva York, pensó Tessa. Aquel día, el cielo había sido azul y tocaba una banda de viento. Aunque, sin nadie que la despidiera, tampoco había sido un momento muy alegre.
Tessa agachó los hombros y se unió a la fila de pasajeros para desembarcar. Gotas de lluvia le pincharon en la cabeza y en el cuello como heladas agujas, y notó las manos, dentro de los finos guantes, frías y mojadas por la lluvia. Al llegar al muelle miró alrededor, buscando a Nate. Habían pasado casi dos semanas desde la última vez que habló con alguien, porque a bordo del Main no se había relacionado casi con nadie. Sería un placer volver a tener con quien hablar.
No estaba allí. Los muelles estaban llenos de equipajes y todo tipo de cajas y cargamento, incluso pilas de fruta y verdura, que se marchitaba y disolvía bajo la lluvia. Cerca de allí, un vapor se disponía a partir hacia Le Havre, y unos marineros mojados se arremolinaron junto a ella, gritando en francés. Trató de apartarse, pero estuvo a punto de ser pisoteada por una avalancha de pasajeros que desembarcaban apresuradamente en busca del refugio de la estación de tren.
Pero a Nate no se le veía por ninguna parte.
—¿Es usted la señorita Gray? —La voz era gutural y con un marcado acento.
Un hombre se había colocado ante Tessa. Era alto y llevaba un largo abrigo negro y un sombrero de copa, que recogía el agua de lluvia en el ala como una cisterna. Sus ojos eran curiosamente saltones, casi protuberantes, como los de una rana, y su piel parecía tan áspera como la de una cicatriz. Tessa se esforzó para controlar el impulso de apartarse temerosa de él. Pero aquel hombre conocía su nombre. ¿Quién podía saberlo sino alguien que también conociera a Nate?
Tessa asintió con la cabeza.
—Sí.
—Me envía su hermano. Venga conmigo.
—¿Dónde está Nate? —quiso saber Tessa, pero el hombre ya se había puesto a caminar. Su paso era irregular, como si cojeara por alguna antigua lesión. Un instante después, Tessa se cogió las faldas y corrió tras él.
El hombre avanzaba entre la multitud con velocidad y determinación. La gente se apartaba de su camino y murmuraba sobre su grosería mientras él se abría paso a empujones, con Tessa casi corriendo detrás para no perderlo. De improviso, el hombre torció junto a una pila de cajas y se detuvo ante un gran carruaje negro brillante, con letras doradas en los costados. La lluvia y la espesa niebla impidieron a Tessa leerlas con claridad.
Se abrió la puerta del carruaje, y una mujer se inclinó hacia fuera. Llevaba un enorme sombrero de plumas que le ocultaba el rostro.
—¿La señorita Theresa Gray?
Tessa asintió con la cabeza. El hombre ayudó a la mujer a bajar del carruaje, y luego a otra mujer. Ambas abrieron sendos paraguas y se protegieron de la lluvia. Luego fijaron sus miradas en Tessa.
Era un extraño par de mujeres. Una era muy alta y delgada, con un rostro huesudo y angustiado. Un cabello incoloro estaba recogido en la nuca en un moño bajo. Llevaba un vestido de seda violeta brillante, salpicado aquí y allí por gruesas gotas de lluvia, y guantes violeta a juego. La otra mujer era baja y gruesa, con unos ojillos muy hundidos en la cara; los guantes de color rosa brillante que cubrían sus grandes manos las hacían parecer coloridas pezuñas.
—Theresa Gray —dijo la más baja—. Qué placer conocerla por fin. Soy la señora Negro, y ésta es mi hermana, la señora Oscuro. Su hermano nos envía para acompañarla a Londres.
Tessa, empapada, helada y anonadada, se apretó el mojado chai sobre los hombros.
—No lo entiendo. ¿Dónde está Nate? ¿Por qué no ha venido él mismo?
—Unos asuntos ineludibles le han retenido en Londres. Mortmain no ha podido dejarle marchar. Pero ha enviado una nota para usted. —La señora Negro le tendió un papelito enrollado, ya húmedo por la lluvia.
Tessa lo cogió y se volvió para leerlo. Era una corta nota de su hermano disculpándose por no haber podido ir al muelle a recibirla, y explicándole que confiaba en las señoras Negro y Oscuro («Las llamo las Hermanas Oscuras, por razones evidentes, ¡y parecen encontrarme muy agradable!») para que la condujeran hasta la seguridad de su casa en Londres. Eran, decía la nota, sus caseras, y las recomendaba con vehemencia.
Eso la hizo decidirse. La carta era sin duda de Nate. Estaba escrita con su letra, y nadie más la llamaba Tessie. Tragó con fuerza y se metió la nota dentro de la manga antes de volverse hacia las dos hermanas.
—Muy bien —dijo mientras trataba de controlar la sensación de decepción que la rondaba; ¡había esperado con tanto anhelo ver a su hermano!—. ¿Llamamos a un mozo de cuerda para que recoja mi baúl?
—No es necesario, no es necesario. —El alegre tono de la señora Oscuro no casaba con sus angustiadas facciones—. Ya lo hemos arreglado para que lo envíen por delante. No cabría en el carruaje. —Chasqueó los dedos hacia el hombre de ojos saltones, que se subió al asiento del cochero en la parte delantera del carruaje. Luego le puso a Tessa la mano en el hombro—. Vamos, niña; salgamos de la lluvia.
Mientras Tessa se acercaba al carruaje, impulsada por la huesuda sujeción de la señora Oscuro, la niebla se aclaró y dejó ver la brillante imagen dorada pintada en la puerta. Las palabras «Club Pandemónium» se retorcían intrincadamente entre dos serpientes que se mordían mutuamente la cola, formando un círculo. Tessa frunció el ceño.
—¿Qué significa eso?
—Nada de lo que tengas que preocuparte —contestó la señora Negro, que ya había subido al carruaje y tenía las faldas extendidas sobre uno de los asientos, que parecían cómodos. El interior del carruaje estaba elegantemente decorado con lujosos bancos de terciopelo morado situados frente a frente, y con cortinas de doradas borlas cubriendo las ventanas.
La señora Oscuro ayudó a Tessa a subir al carruaje, y subió tras ella. Mientras Tessa se acomodaba en uno de los bancos, la señora Negro se inclinó para cerrar el carruaje en cuanto entró su hermana, dejando fuera el cielo gris. Cuando sonrió, los dientes le destellaron en la penumbra como si estuvieran hechos de metal.
—Acomódate, Theresa. Nos queda un largo camino.
Tessa se llevó la mano al ángel mecánico, que le colgaba del cuello, y se reconfortó con su constante tictac, mientras el carruaje comenzaba a avanzar bajo la lluvia.