EL HECHIZO DE SUJECIÓN
Y una, dos veces, lanzar el dado
es un juego de caballeros.
Pero no gana jamás el que juega con Pecado
en la secreta Casa de la Vergüenza.
OSCAR WILDE, La balada de la cárcel de Reading
—¡Jessamine! Jessamine, ¿qué está pasando? ¿Dónde está Nate?
Jessamine, que estaba frente a la habitación de Nate, se volvió hacia Tessa, que se acercaba corriendo por el pasillo. Tenía los ojos rojos y una expresión de enfado. Mechones de rizado cabello rubio le caían del moño, normalmente muy cuidado, que llevaba en la nuca.
—No lo sé —replicó—. Me he quedado dormida en la silla junto a la cama, y cuando he despertado, ya no estaba… ¡había desaparecido! —Entrecerró los ojos—. Dios, tienes un aspecto horrible.
Tessa se miró. No se había molestado en ponerse un corsé, ni siquiera zapatos. Sólo se había puesto un vestido y se había colocado las zapatillas. El cabello le caía revuelto sobre los hombros, y se imaginó que seguramente se parecía a la loca que el señor Rochester ocultaba en su desván en Jane Eyre.
—Bueno, pero no puede haber ido muy lejos, no con lo enfermo que está —repuso Tessa—. ¿Lo está buscando alguien?
Jessamine alzó las manos exasperada.
—Todos lo están buscando. Will, Charlotte, Henry, Thomas, incluso Agatha. Supongo que no querrás que saquemos al pobre Jem de la cama y lo pongamos a buscar también, ¿no?
Tessa negó con la cabeza.
—Desde luego, Jessamine… —Se interrumpió y se dio la vuelta—. Bueno, voy a ver si lo encuentro. Tú puedes quedarte aquí, si quieres.
—Claro que quiero. —Jessamine alzó la mirada mientras Tessa salía corriendo por el pasillo. La cabeza le daba vueltas. ¿Adonde podría haber ido Nate? Tenía fiebre, ¿delirante? ¿Se habría levantado de la cama sin saber dónde estaba y habría ido a buscarla? Esa idea hizo que le diera un vuelco el corazón. El Instituto era un laberinto insondable, pensó mientras torcía otra esquina que daba a otro pasillo flanqueado de tapices. Si a ella le costaba horrores encontrar su camino, ¿cómo iba a poder Nate…?
—¿Señorita Gray?
Tessa se volvió y vio a Thomas saliendo de una de las puertas. Iba en mangas de camisa, con el cabello revuelto como siempre, y un semblante muy serio en sus ojos castaños. Tessa se detuvo de golpe.
«Oh, Dios, malas noticias».
—¿Sí? —contestó.
—He encontrado a su hermano —anunció Thomas.
—¿Sí? ¿Dónde estaba?
—En el salón delantero. Encontró un escondite, detrás de las cortinas. —Thomas hablaba de prisa, con pose tímida—. En cuanto me vio, perdió la cabeza. Empezó a gritar y gritar. Intentó escapar pasando por mi lado a todo correr, y casi tuve que atizarle para que se estuviera quieto… —Al ver la mirada de incomprensión de Tessa, Thomas se aclaró la garganta y añadió—: Me temo que le he asustado, señorita.
Tessa se cubrió la boca con la mano.
—Oh, Dios. Pero ¿está bien?
Thomas no parecía saber adonde mirar. Se sentía mal por haber hallado a Nate acurrucado tras las cortinas de Charlotte, pensó Tessa, y sintió una ola de indignación en defensa de Nate. Su hermano no era un cazador de sombras; no había crecido matando cosas y arriesgando la vida. Claro que estaba aterrorizado. Y seguramente deliraba por la fiebre.
—Será mejor que entre y lo vea. Yo sola, ¿me entiendes? Creo que necesita ver una cara conocida.
Thomas pareció aliviado.
—Desde luego, señorita. Esperaré aquí fuera, por ahora. Ya me hará saber cuando quiera que avise a los demás.
Tessa asintió con la cabeza y pasó junto a Thomas para abrir la puerta. El salón estaba en penumbra; la única iluminación era la luz grisácea de la tarde que entraba por las altas ventanas. En las tinieblas, los sillones y los sofás repartidos por la sala parecían bestias agazapadas. En uno de los sillones más grandes, junto al fuego, se hallaba sentado Nate. Había encontrado la camisa y los pantalones manchados de sangre que llevaba en casa de De Quincey, y se los había puesto. Iba descalzo. Apoyaba los codos en las rodillas y ocultaba el rostro entre las manos. Parecía muy desgraciado.
—¿Nate? —le llamó Tessa en voz baja.
Él levantó la vista, y luego se puso en pie de un salto, con una expresión de incrédula felicidad en el rostro.
—¡Tessie!
Tessa soltó un gritito, cruzó la sala corriendo y echó los brazos al cuello a su hermano, abrazándolo con fuerza. Oyó ligeros gemidos de dolor, pero él también la estrechó, y por un momento, al abrazarlo, Tessa volvió a estar en la pequeña cocina de su tía en Nueva York, con el olor de la comida cocinándose y la suave risa de su tía que los reprendía por hacer demasiado ruido.
Nate se apartó primero y la miró de arriba abajo.
—Dios, Tessie, estás tan cambiada…
Tessa se sintió estremecer.
—¿Qué quieres decir?
Él le acarició la mejilla, casi ausente.
—Más mayor —contestó Nate—. Más delgada. Eras una niña con carita redonda cuando te dejé en Nueva York, ¿te acuerdas? ¿O es sólo la forma en que te recordaba? Y ese colgante que siempre llevabas… el ángel de mamá. No me digas que lo has perdido. Siempre ha sido como una parte de ti, Tessie.
Tessa le aseguró a su hermano que no había perdido el colgante del ángel, pero sólo estaba pensando a medias en esa pregunta. No podía evitar mirarlo con preocupación; ya no estaba tan gris como antes, pero aún seguía muy pálido, y los morados le resaltaban en manchas azules, negras y amarillas por el rostro y el cuello.
—Nate…
—No estoy tan mal como parece —repuso él al ver la ansiedad en el rostro de su hermana.
—Sigues débil, Nate. Deberías estar en la cama, descansando. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Estaba buscándote. Sabía que estabas aquí. Te vi, antes de que aquel desalmado calvo y sin ojos me pillara. Supuse que te tenían prisionera también. Iba a buscar la forma de sacarnos a los dos de aquí.
—¿Prisionera? No, Nate, nada de eso. —Negó firmemente con la cabeza—. Aquí estamos seguros.
Él la miró entrecerrando los ojos.
—Esto es el Instituto, ¿no? De Quincey dijo que lo dirigían locos, unos monstruos que se llamaban a sí mismos nefilim. Dijo que guardaban las almas condenadas de los hombres clavadas en una especie de caja, gritando…
—¿Qué, la Pyxis? Guardan trozos de energía demoníaca, Nate, ¡no son almas de hombres! Es totalmente inofensiva. Te la enseñaré luego, en la sala de armas, si no me crees.
Nate no parecía más calmado.
—Dijo que si los nefilim me ponían las manos encima, me harían pedazos por violar sus Leyes.
Un escalofrío le recorrió la espalda a Tessa; se apartó de su hermano y vio que una de las ventanas del salón estaba abierta, y que las cortinas se agitaban por la brisa. Así que su escalofrío no se había debido sólo a los nervios.
—¿Has abierto tú la ventana? Hace mucho frío aquí, Nate.
Meneando la cabeza, Tessa fue hasta la ventana y la cerró.
—Vas a pillar un resfriado de muerte…
—Olvídate de mi muerte —repuso Nate irritado—. ¿Qué pasa con los cazadores de sombras? ¿Me estás diciendo que no te han retenido aquí prisionera?
—No. —Tessa se apartó de la ventana—. En absoluto. Son gente extraña, pero los cazadores de sombras han sido muy amables conmigo. Quise quedarme aquí. Y ellos han sido tan generosos como para dejarme.
Nate negó con la cabeza.
—No lo entiendo.
Tessa sintió una punzada de rabia, lo que la sorprendió, pero la contuvo. No era culpa de Nate. Había muchas cosas que él no sabía.
—¿A qué otro sitio podía ir, Nate? —preguntó; fue hasta él y le cogió del brazo. Lo hizo volver al sillón—. Siéntate. Te estás agotando.
Nate se sentó obedientemente, y la miró. Tenía una mirada distante. Tessa conocía esa mirada. Significaba que estaba planeando algo, dándole vueltas a alguna idea absurda, soñando algo ridículo.
—Aún podemos marcharnos de aquí —dijo él—. Irnos a Liverpool, coger un barco. Volver a Nueva York.
—¿Y hacer qué? —replicó Tessa con tanta amabilidad como pudo—. Allí no hay nada para nosotros. No desde que tía Harriet murió. Tuve que vender todas nuestras cosas para pagar el funeral. Ya no tenemos el apartamento. No había dinero para el alquiler. No hay ningún lugar para nosotros en Nueva York, Nate.
—Nos haremos un lugar. Una nueva vida.
Tessa miró con tristeza a su hermano. Le dolía verlo así, con el rostro cargado de una inútil súplica, aquellos morados que afeaban sus mejillas como horrendas flores, y el cabello aún apelmazado con restos de sangre. Nate no era como los demás, decía siempre la tía Harriet. Tenía un aire de hermosa inocencia que había que proteger a toda costa.
Y Tessa lo había intentado. Durante muchos años, bien sabía Dios que lo había intentado. Su tía y ella habían ocultado a Nate sus propias debilidades, las consecuencias de sus vicios y fracasos. Nunca le habían hablado del esfuerzo que le había costado a tía Harriet conseguir el dinero que él había perdido jugando, o las burlas que Tessa había tenido que aguantar de otros niños que llamaban a su hermano borracho y vago. Le habían ocultado esas cosas para que no sufriera. Pero de todas formas había sufrido, pensó Tessa. Quizá Jem tuviera razón. Tal vez la verdad siempre fuera lo mejor.
Se sentó en un sofá frente a su hermano y lo miró fijamente.
—No puede ser, Nate. Aún no. Este lío en el que estamos metidos nos perseguirá si tratamos de escapar. Y si lo conseguimos, estaremos solos cuando nos alcance. No habrá nadie para ayudarnos o protegernos. Necesitamos el Instituto, Nate. Necesitamos a los nefilim.
Los azules ojos de Nate estaban nublados.
—Eso diría yo —dijo, y su acento le pareció a Tessa, que llevaba dos meses oyendo sólo voces británicas, tan americano que sintió añoranza—. Estás aquí por mi culpa. De Quincey me torturó. Me hizo escribirte esas cartas, enviarte el pasaje. Me dijo que no te haría daño cuando te tuviera. Luego nunca me dejaron verte, y pensé… pensé… —Alzó la cabeza y la miró carente de interés—. Debes de odiarme.
Tessa le respondió con voz firme.
—Nunca podría odiarte. Eres mi hermano, mi sangre.
—¿Crees que cuando todo esto se acabe podremos volver a casa? —preguntó Nate—. ¿Olvidar todo esto como si no hubiera ocurrido? ¿Llevar una vida normal?
«Una vida normal». Esas palabras conjuraron una imagen de ella y de Nate en algún apartamento pequeño y soleado. Nate podría conseguir otro trabajo, y por la noche, ella podría cocinar y limpiar para él, y los fines de semana podrían pasear por el parque o coger el tren a Coney Island y subir a la noria, o ir a lo alto de la Iron Tower y ver los fuegos artificiales estallar por la noche sobre el Manhattan Beach Hotel. Habría un auténtico sol brillante, no esa versión húmeda y gris del verano, y Tessa podría ser una chica normal, con la cabeza inmersa en un libro y los pies firmemente apoyados en el familiar pavimento de Nueva York.
Pero cuando trató de mantener esa imagen en su mente, la visión pareció deshacerse y desaparecer, como una tela de araña al tratar de levantarla entera con las manos. Vio el rostro de Will, el de Jem, el de Charlotte, e incluso el de Magnus cuando le había dicho: «Pobrecilla. Ahora que sabes la verdad, no puedes dar marcha atrás».
—Pero no somos normales —replicó Tessa—. Yo no soy normal. Y tú lo sabes, Nate.
Él siguió mirando al suelo.
—Lo sé. —Hizo un pequeño gesto de impotencia con la mano—. Así que es cierto. Eres lo que De Quincey me dijo que eras. Mágica. Me dijo que tenías el poder de cambiar de forma, Tessie, de convertirte en lo que quisieras ser.
—¿Y le creíste? Es cierto, bueno, casi cierto, pero al principio ni yo me lo creía. Es tan raro…
—He visto cosas raras. —Su voz resonaba hueca—. Dios, tendría que haber sido yo.
Tessa frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Pero antes de que pudiera responder, la puerta se abrió.
—Señorita Gray. —Era Thomas, con cara de disculpa—. Señorita Gray, el señorito Will está…
—El señorito Will está aquí mismo. —Era Will, que rodeó ágilmente a Thomas, a pesar de la corpulencia del otro chico. Aún llevaba la ropa que se había puesto la noche anterior, y estaba toda arrugada. Tessa se preguntó si habría dormido en la silla junto a la cama de Jem. Tenía unas ligeras orejas y parecía cansado, aunque los ojos le brillaron al mirar a Nate; ¿de alivio?, ¿diversión?, Tessa no supo interpretarlo.
—Nuestro desaparecido por fin ha sido encontrado —dijo Will—. Thomas me ha dicho que te escondías detrás de las cortinas.
Nate miró a Will.
—¿Quién eres?
Rápidamente, Tessa los presentó, aunque ninguno de los dos jóvenes pareció alegrarse de conocer al otro. Nate aún tenía aspecto de estar muñéndose, y Will lo miraba como a un descubrimiento científico, y no parecía que le resultara demasiado atrayente.
—Así que eres un cazador de sombras —dijo Nate—. De Quincey me dijo que erais unos monstruos.
—¿Eso fue antes o después de que tratara de comérsete? —inquirió Will.
Tessa se puso en pie al instante.
—Will, ¿puedo hablar contigo un momento en el pasillo, por favor?
Si se esperaba resistencia, se llevó una profunda decepción. Después de dedicarle una última mirada hostil a Nate, Will asintió, la siguió al pasillo y cerró la puerta.
En el pasillo no había ventana, y la luz mágica formaba pequeños charcos de luz brillante que no llegaban a tocarse unos con otros. Will y Tessa se quedaron en la sombra entre dos de esos charcos, mirándose… inquietos, pensó Tessa, como dos gatos dando vueltas uno frente a otro en un callejón.
Fue Will quien rompió el silencio.
—Muy bien. Ya me tienes solo en el pasillo…
—Sí, sí —repuso Tessa, impaciente—, y miles de mujeres en Inglaterra pagarían por tener tal privilegio. ¿Podemos dejar de lado tus demostraciones de ingenio durante un momento? Esto es importante.
—Quieres que me disculpe, ¿verdad? —dijo Will—. Por lo que pasó en el desván…
Tessa, pillada desprevenida, parpadeó sorprendida.
—¿El desván?
—Quieres que diga que lamento haberte besado.
Al oír eso, el recuerdo se le apareció a Tessa con una inesperada claridad: los dedos de Will en su cabello, el tacto de su mano en el guante, su boca sobre la de ella. Se permitió sonrojarse, y esperó con toda su alma que la penumbra la protegiera.
—¿Qué…? ¡No, claro que no!
—O sea que no quieres que lo lamente —repuso Will. Sonreía ligeramente, el tipo de sonrisa que un niño puede esbozar hacia el castillo que acaba de montar con su juego de construcción, antes de destruirlo de un manotazo.
—No me importa si lo lamentas o no —replicó Tessa—. No quería hablarte de eso. Quería pedirte que fueras amable con mi hermano. Ha pasado por algo terrible. No necesita que lo interroguen como si fuera una especie de criminal.
Will respondió con más calma de la que había esperado Tessa.
—Lo entiendo. Pero si está ocultando algo…
—¡Todo el mundo oculta cosas! —estalló Tessa, y se sorprendió a sí misma—. Hay cosas de las que sé que se avergüenza, pero eso no significa que puedan ser importantes para ti. Además, tampoco es que tú lo cuentes todo, ¿no?
Will parecía inquieto.
—¿De qué estás hablando?
«¿Qué me dices de tus padres, Will? ¿Por qué te negaste a verlos? ¿Por qué no tienes otro sitio adonde ir aparte de éste? ¿Y por qué, en el desván, me apartaste de tu lado y me echaste?».
Pero Tessa no dijo nada de todo eso.
—¿Y lo de Jem? —fue lo que dijo en su lugar—. ¿Por qué no me contaste la causa de su enfermedad?
—¿Jem? —La sorpresa de Will parecía auténtica—. El no quería. Considera que es asunto suyo. Y lo es. Como recordarás, yo ni siquiera estaba a favor de que él te lo contara. El pensaba que te debía una explicación, pero no es cierto. Jem no le debe nada a nadie. Lo que le pasó no fue culpa suya, pero aun así carga con ello y se siente avergonzado…
—No tiene nada de lo que avergonzarse.
—Tú quizá pienses eso. Pero otros no ven la diferencia entre la enfermedad y la adicción, y lo desprecian por ser débil. Como si pudiera dejar de tomar la droga si tuviese suficiente fuerza de voluntad. —Will parecía sorprendentemente resentido—. Yo he oído cómo incluso se lo decían a la cara. No quería que tuviera que oírtelo decir a ti también.
—Yo nunca hubiera dicho una cosa así.
—¿Y cómo iba yo a adivinar lo que dirías o no? —soltó Will—. En realidad, no te conozco, Tessa, ¿no es cierto? No más de lo que tú me conoces a mí.
—Tú no quieres que nadie te conozca —replicó ella—. Y muy bien, no voy a intentarlo. Pero no finjas que Jem es como tú. Quizá prefiera que la gente sepa la verdad de quién es.
—No —repuso Will—. No creas que conoces a Jem mejor que yo.
—Si te importa tanto, ¿por qué no has hecho algo para ayudarlo? ¿Por qué no buscas una cura?
—¿Crees que no lo hemos hecho? ¿Crees que Charlotte no ha buscado, que Henry no ha investigado, que no hemos contratado a brujos, pagado por información, pedido que nos devolvieran favores? ¿Crees que la muerte de Jem es algo que hemos aceptado sin luchar?
—Jem me dijo que os había pedido a todos que dejaseis de buscar —dijo Tessa, tranquila a pesar de su rabia—, y lo habéis hecho, ¿no es cierto?
—Te ha dicho eso, ¿no?
—¿Habéis dejado de buscar?
—No hay nada que encontrar. No hay cura.
—Eso no puedes saberlo. Podrías seguir buscando sin decírselo. Podría haber algo. Tal vez quede una remota posibilidad…
Will enarcó las cejas. La parpadeante luz del pasillo le oscurecía más las ojeras y los huesos angulares de las mejillas.
—¿Crees que iría en contra de sus deseos?
—Creo que deberías hacer todo lo que esté en tu mano, incluso si eso significa mentirle. Creo que no entiendo que hayas aceptado su muerte.
—Y yo creo que tú no entiendes que, a veces, la única elección es entre la aceptación o la locura.
A su espalda, en el pasillo, alguien se aclaró la garganta.
—Y bien, ¿qué está pasando aquí? —preguntó una voz conocida.
Tessa y Will habían estado tan absortos en su conversación que ninguno de los dos había oído acercarse a Jem. Will dio un pequeño brinco culpable antes de mirar a su amigo, que los observaba a ambos con un tranquilo interés. Jem estaba vestido, pero parecía como si acabara de despertarse de un sueño febril: llevaba el cabello revuelto y sus mejillas ardían llenas de color.
Will pareció sorprendido de verlo, y no del todo complacido.
—¿Qué estás haciendo levantado?
—Me he encontrado a Charlotte en el vestíbulo. Me ha dicho que nos reuniríamos todos en el salón delantero para hablar con el hermano de Tessa. —Jem hablaba en un tono tranquilo, y por su expresión era imposible descifrar qué habría oído de la conversación entre Tessa y Will—. Estoy lo suficientemente bien para oír eso.
—Oh, qué bien, estáis todos aquí. —Era Charlotte, que llegaba a toda prisa por el pasillo. Detrás de ella avanzaba Henry, y a su lado, Jessamine y Sophie. Jessie se había puesto uno de sus vestidos más bonitos, se fijó Tessa, uno de muselina azul, y llevaba una manta doblada. Sophie, a su lado, cargaba con una bandeja que contenía sandwiches y té.
—¿Son para Nate? —preguntó Tessa, sorprendida—. ¿El té y la manta?
Sophie asintió.
—La señora Branwell ha pensado que tendría hambre…
—Y yo he pensado que podría tener frío. Temblaba tanto esta noche pasada… —añadió Jessamine rápidamente—. ¿Le entramos ya estas cosas?
Charlotte miró a Tessa buscando su aprobación, lo que desarmó a la muchacha. Charlotte sería amable con Nate; no lo podría evitar.
—Sí. Os está esperando.
—Gracias, Tessa —dijo Charlotte, y luego abrió la puerta del salón y entró, seguida de los otros. Cuando Tessa fue a entrar, notó una mano en el brazo, un roce tan ligero que casi podría no haberlo notado.
Era Jem.
—Espera —le pidió—. Sólo un momento.
Tessa se volvió hacia él. A través de la puerta abierta oyó el murmullo de voces: el amistoso barítono de Henry, el ansioso falsete de Jessamine alzándose al pronunciar el nombre de Nate.
—¿Qué quieres?
Jem vaciló. Su mano estaba fría; Tessa notaba sus dedos como delgados hilillos de hielo sobre la piel. Se preguntó si la piel de sus pómulos, donde él estaba sonrojado y febril, estaría más caliente.
—Pero ¿y mi hermana…? —La voz de Nate flotó hasta el pasillo, ansiosa—. ¿Viene también ella? ¿Dónde está?
—No importa. No es nada. —Con una sonrisa, Jem dejó caer la mano. Tessa se preguntó qué habría querido decirle, pero entró en el salón, seguida de él.
Sophie estaba arrodillada junto a la chimenea, prendiendo el fuego. Nate seguía en el sillón, con la manta de Jessamine sobre las rodillas. Jessamine, tiesa en un taburete cercano, sonreía orgullosa. Henry y Charlotte se habían sentado en el sofá frente a Nate; Charlotte estaba muerta de curiosidad. Y Will, como siempre, sujetaba la pared más cercana con la espalda y parecía irritado y divertido al mismo tiempo.
Cuando Jem fue a unirse con Will, Tessa centró la atención en su hermano. Nate se había relajado un poco cuando ella entró en el salón, pero todavía tenía mal aspecto. Estaba pellizcando la manta de Jessamine. Tessa fue a sentarse en el diván que había junto a él, y tuvo que contener el impulso de alborotarle el cabello o darle unas palmaditas en la espalda. Notaba todos los ojos de la sala sobre ella. Los miraban a ella y a su hermano, y se podría haber oído caer un alfiler.
—Nate —comenzó Tessa suavemente—. ¿Ya se han presentado todos?
Nate, que aún pellizcaba la manta, asintió.
—Señor Gray —dijo Charlotte—, ya hemos hablado con el señor Mortmain. Él nos ha contado muchas cosas sobre usted. Sobre su aprecio por el mundo subterráneo. Y por el juego.
—Charlotte —protestó Tessa.
Nate habló con voz pesada.
—Es cierto, Tessa.
—Nadie culpa a tu hermano por lo que ha pasado, Tessa. —Charlotte puso una voz muy amable al dirigirse a Nate—. Mortmain nos dijo que usted ya sabía que él estaba involucrado en lo oculto cuando llegó a Londres. ¿Cómo sabía usted que él era miembro del Club Pandemónium?
Nate vaciló.
—Señor Gray, debemos entender lo que le ha pasado. El interés de De Quincey en usted… Sé que no se encuentra bien, y no tenemos ningún deseo de interrogarlo con firmeza, pero si nos pudiera ofrecer alguna información, podría sernos de una ayuda invalorable…
—Fueron las cosas de costura de la tía Harriet —contestó Nate en voz baja.
Tessa parpadeó confusa.
—¿Qué?
Nate continuó, sin alzar la voz.
—Nuestra tía Harriet siempre guardó las antiguas joyas de nuestra madre en un viejo joyero en su mesilla de noche. Ella decía que guardaba sus cosas de costura ahí dentro, pero yo… —Nate respiró hondo y miró a Tessa al hablar—. Tenía deudas. Había hecho unas cuantas apuestas arriesgadas, y había perdido mucho dinero; estaba metido en graves problemas. No quería que tú o la tía lo supierais. Recordé que mamá solía llevar un brazalete de oro. Se me metió en la cabeza que tal vez estuviera aún en el joyero, y que la tía Harriet era demasiado obstinada para venderlo. Ya sabes cómo es… cómo era. Bueno, no me podía sacar esa idea de la cabeza. Sabía que si lograba empeñar el brazalete, tendría dinero para pagar las deudas. Así que un día que la tía y tú estabais fuera, cogí la caja y busqué en su interior.
»Naturalmente, el brazalete no estaba allí. Pero encontré un fondo falso en el joyero. No había en él nada de valor, tan sólo un fajo de papeles viejos. Los cogí cuando os oí llegar por la escalera, y me los llevé a mi cuarto.
Nate hizo una pausa. Todas las miradas estaban posadas en él. Al cabo de un instante, Tessa no aguantó más el suspense.
—¿Y?
—Eran hojas del diario de mamá —continuó Nate—. Arrancadas de la libreta original; faltaban muchas, pero había las suficientes para descubrir una extraña historia.
»Todo empezó cuando nuestros padres vivían en Londres. Papá solía estar poco en casa, trabajaba mucho en las oficinas de Mortmain en los muelles, pero mamá tenía a la tía Harriet para hacerle compañía y yo, que acababa de nacer, la mantenía ocupada. Todo fue bien hasta que papá comenzó a volver de noche a casa cada vez más preocupado. Explicó que pasaban cosas raras en la fábrica, máquinas que fallaban de formas extrañas, ruidos que se oían a todas horas e incluso, una noche, la desaparición de un vigilante nocturno. Corrían rumores de que Mortmain se estaba dedicando a lo oculto. —Daba la impresión de que Nate estuviera recordando y recitando la historia al mismo tiempo—. Papá no hacía caso de los rumores, pero finalmente se los contó a Mortmain, quien lo admitió todo. Supongo que consiguió hacer que pareciera inofensivo, sólo un poco de distracción con hechizos, pentagramas y esas cosas. A la organización a la cual pertenecía la llamó el Club Pandemónium. Le propuso a papá ir a una de sus reuniones, y llevar a mamá.
—¿Llevar a mamá? Pero no podía querer hacer tal cosa…
—Probablemente no, pero con una esposa y un bebé recién nacido, papá debía de estar ansioso por complacer a su jefe. Aceptó ir y llevar a mamá.
—Papá debería haber ido a la policía…
—Un hombre rico como Mortmain tendría a la policía en el bolsillo —interrumpió Will—. Si tu padre hubiera ido a la policía, se habrían reído de él.
Nathaniel se apartó el cabello de la frente; estaba sudando y los mechones se le pegaban a la piel.
—Mortmain lo arregló todo para que un carruaje los fuera a buscar una noche a una hora en la que nadie estuviera mirando. El carruaje los llevó a la casa de Mortmain. Después de eso faltaban muchas páginas, y no había detalles de lo que pasó esa noche. Ésa fue la primera vez que asistieron, pero, por lo que leí, no fue la última. Se reunieron con el Club Pandemónium varias veces durante los siguientes meses. Mamá, al menos, odiaba ir allí, pero siguieron asistiendo hasta que algo cambió de golpe. No sé lo que fue; también faltaban esas páginas. Pero es de suponer que fue algo de suma gravedad, porque cuando dejaron Londres, lo hicieron bajo el amparo de la noche, y no habían dicho a nadie que se marchaban, ni dejaron ninguna dirección. Fue como si quisieran desaparecer. En el diario, sin embargo, no se decía por qué.
Nate interrumpió la historia a causa de un ataque de tos. Jessamine cogió rápidamente el té que Sophie había dejado en la mesa, y al cabo de un momento, le estaba poniendo a Nate una taza en la mano. Lanzó a Tessa una mirada de superioridad al hacerlo, como si le hiciese saber que era ella la que tendría que haber pensado en ello.
Nate, después de calmarse la tos con el té, continuó.
—Al encontrar esas páginas del diario, me sentí como si me hubiera topado con una mina de oro. Había oído hablar de Mortmain. Sabía que era rico como Creso, aunque era evidente que estaba un poco loco. Le escribí y le dije que era Nathaniel Gray, el hijo de Richard y de Elizabeth Gray, que mi padre había muerto y mi madre también, y que entre sus papeles había descubierto pruebas de sus relaciones con lo oculto. Le di a entender que estaría encantado de que nos viéramos y discutiéramos la posibilidad de un empleo, y que si él no estaba tan encantado de conocerme, había varios periódicos que estarían interesados sin duda en el diario de mi madre.
—Eso sí que es de emprendedor. —Will parecía casi impresionado.
Nate sonrió. Tessa le lanzó una mirada furiosa.
—No te vanaglories. Cuando Will dice «emprendedor» quiere decir «moralmente deficiente».
—No, quiero decir emprendedor —replicó Will—; cuando quiero decir que algo es moralmente deficiente, digo: «Vaya, eso es algo que yo hubiera hecho».
—Ya basta, Will —le interrumpió Charlotte—. Deja que el señor Gray termine su historia.
—Pensé que quizá me enviara un soborno, algo de dinero para mantenerme callado —prosiguió Nate—. En vez de eso, me envió un pasaje de primera clase para el vapor a Londres y una oferta de empleo en firme en cuanto llegara aquí. Supuse que eso sería algo bueno, y por primera vez en mi vida, no planeé echarlo a perder.
»Cuando llegué a Londres, fui directo a casa de Mortmain, donde me llevaron al estudio para que lo conociera. Me saludó con mucha cordialidad, diciéndome lo contento que estaba de verme y que era idéntico a mi querida madre. Luego se puso serio. Me hizo sentar y me dijo que siempre le habían gustado mis padres y que se había apenado mucho cuando se marcharon de Inglaterra. No había sabido de su muerte hasta recibir mi carta. Incluso si fuera a publicar lo que sabía de él, me aseguró que se alegraba de darme un empleo y de hacer lo que pudiera por mí, en memoria de mis padres.
»Le dije a Mortmain que guardaría su secreto si me llevaba con él a una reunión del Club Pandemónium, que me debía mostrar lo que les había enseñado a mis padres. La verdad era que la mención en el diario de mi madre de que había juego había despertado mi interés. Me imaginaba conociendo a un grupo de hombres lo suficientemente estúpidos como para creer en la magia y los diablos. Seguro que no sería difícil sacarles un poco de dinero a esos idiotas.
Nate cerró los ojos.
—Mortmain aceptó, a regañadientes, a llevarme. Supongo que no tenía elección. Aquella noche, la reunión era en la casa de Londres de De Quincey. En cuanto se abrió la puerta, supe que el idiota era yo. Aquél no era ningún grupo de aficionados que tontearan con el espiritismo. Aquello iba en serio, era real. El Mundo de las Sombras al que mi madre había hecho tan sólo una rápida referencia en su diario resultaba ser cierto. No sabría describir mi pasmo mientras miraba a mi alrededor; criaturas indescifrablemente grotescas llenaban la sala. La Hermanas Oscuras estaban allí, mirándome maliciosas desde detrás de la mano de cartas, con uñas como garras. Mujeres con el rostro y los hombros empolvados me sonreían con sangre en las comisuras de la boca. Pequeñas criaturas con ojos que cambiaban de color correteaban por el suelo. Nunca hubiera pensado que esas cosas fueran reales, y así se lo dije a Mortmain.
»"Hay más cosas en el Cielo y en la Tierra, Nathaniel, de las que tu filosofía sueña", me dijo. Bueno, conocía esa cita gracias a ti, Tessa. Siempre me estabas leyendo a Shakespeare, y algunas veces hasta te prestaba atención. Estaba a punto de decirle a Mortmain que no se burlara de mí, cuando un hombre se acercó a nosotros. Vi que Mortmain se tensaba como un palo, como si tuviera miedo de aquel hombre. Me presentó como Nathaniel, un nuevo empleado, y me dijo que el hombre se llamaba De Quincey.
»De Quincey sonrió. Inmediatamente supe que no era humano. Nunca antes había visto a un vampiro, con esa piel blanca de muerto que tienen, y claro, cuando sonrió, le vi los dientes. Creo que me quedé mirándolo. "Mortmain, otra vez ocultándome cosas —dijo el hombre—. Éste no es sólo un nuevo empleado. Es Nathaniel Gray. El hijo de Richard y de Elizabeth Gray."
»Mortmain tartamudeó algo confuso. De Quincey rió. "Oigo cosas, Axel", le dijo. Luego se volvió hacia mí. "Conocí a tu padre —me dijo—. Me gustaba bastante. ¿Quizá te gustaría unirte a mí para una partida de cartas?"
»Mortmain me miró negando con la cabeza, pero yo había visto la sala de cartas al entrar en la casa, claro. Las mesas de juego me atraían como la luz a una polilla. Me pasé toda la noche jugando con un vampiro, dos hombres lobo y un brujo de cabello enmarañado. Esa noche tuve suerte; gané un montón de dinero, y bebí un montón de bebidas gaseosas de diferentes colores que ofrecían en bandejas de plata. En cierto momento, Mortmain se fue, pero no me importó. Salí al amanecer sintiéndome exultante, por encima del mundo, y con una invitación personal de De Quincey para que volviera al club siempre que quisiera.
»Fui un idiota, claro. Estaba disfrutando tanto porque las bebidas estaban mezcladas con pociones, que además resultaron ser adictivas. Esa noche se me había permitido ganar. Evidentemente, regresé, sin Mortmain, una noche tras otra. Al principio ganaba; ganaba continuamente, y de ahí que pudiera enviaros dinero a ti y a tía Harriet, Tessie. No era por mi trabajo para Mortmain, claro. Acudía a la oficina de forma irregular, y me costaba concentrarme incluso en las tareas más simples que me asignaban. En lo único que pensaba era en volver al club, en beber más, en ganar más.
»Pero entonces empecé a perder. Cuanto más perdía, más obsesionado estaba con volver a ganar. De Quincey me sugirió que jugara a crédito, así que empecé a pedir dinero prestado; dejé de ir a la oficina. Dormía todo el día y jugaba durante toda la noche. Lo perdí todo. —Su voz parecía lejana—. Cuando recibí tu carta diciéndome que la tía Harriet había muerto, Tessa, pensé que era mi castigo. Quería salir corriendo y comprar un pasaje para Nueva York ese mismo día, pero no tenía dinero. Desesperado, fui al club; iba sin afeitar, descuidado, con los ojos rojos. Debía de parecer un hombre que hubiera tocado fondo, porque fue entonces cuando De Quincey me hizo una proposición. Me llevó a una sala trasera y me recordó que había perdido más de lo que cualquier hombre podría pagar. Parecía divertido por ello, el muy malvado, sacándose polvo invisible de los puños, sonriéndome con esos dientes como agujas. Me preguntó qué estaría dispuesto a darle para pagar mis deudas. Le dije: "Lo que sea", y él me respondió: "¿Qué hay de tu hermana?".
Tessa notó que se le erizaba el vello de los brazos, y se sintió incómoda sabiendo que todos los ojos la miraban.
—¿Qué… qué dijo de mí?
—Me cogió totalmente desprevenido —siguió Nate—. No recordaba haberle hablado de ti, nunca, pero había estado muchas veces borracho en el club, y siempre hablábamos de todo… —La taza de té tintineó sobre el plato; Nate los dejó sobre la mesa—. Le pregunté qué podría querer de mi hermana. Me dijo que tenía razones para saber que uno de los hijos de mi madre era… especial. En un principio había pensado que podría ser yo, pero después de haberme observado, dictaminó que lo único raro en mí era mi estupidez. —El tono de Nate era amargo—. «Pero tu hermana, tu hermana es completamente diferente a ti», me dijo. «Tiene todo el poder que tú no tienes. No tengo ninguna intención de hacerle daño. Es demasiado importante para mí».
»Le rogué, tartamudeando, que me diera más información, pero no lo pude convencer. O le conseguía a mi hermana, o me mataría. Incluso me dijo lo que debía hacer.
Tessa soltó aire lentamente.
—De Quincey te ordenó que me escribieras aquella carta —dijo Tessa—. Te hizo enviarme el pasaje para el Main. Te hizo traerme aquí.
La mirada de Nate le rogaba que le comprendiera.
—Me juró que no te haría daño. Me dijo que lo único que quería era enseñarte a usar tu poder. Me dijo que serías honrada y rica más allá de lo imaginable…
—Bueno, pues muy bien —interrumpió Will—. Tampoco es como si hubiera cosas más importantes que el dinero. —Los ojos le brillaban de indignación; Jem no parecía menos irritado.
—¡No es culpa de Nate! —soltó Jessamine—. ¿No lo habéis oído? De Quincey lo hubiera matado. Y sabía quién era Nate, y de dónde había venido; hubiera encontrado a Tessa de todos modos, y Nate hubiera muerto sin motivo.
—Así que ésa es tu opinión ética objetiva, ¿verdad, Jess? —replicó Will—. Y supongo que no tiene nada que ver con que estés babeando por el hermano de Tessa desde el momento que llegó. Cualquier mundano te sirve, supongo, por muy inútil…
Jessamine lanzó un graznido indignado y se puso en pie. Charlotte, alzando la voz, trató de pararlos mientras se gritaban el uno al otro, pero Tessa ya había dejado de escucharlos; estaba mirando a Nate.
Ya hacía tiempo que Tessa sabía que su hermano era débil, que lo que su tía había llamado inocencia era en realidad un infantilismo de niño mimado; que al ser un chico, el primogénito y guapo, Nate siempre había sido el príncipe de su propio minúsculo reino. Había entendido que, mientras que su trabajo como hermano mayor era protegerla, en realidad siempre habían sido ella y su tía quienes lo habían estado protegiendo a él.
Pero era su hermano; lo quería, y su antiguo impulso de protegerlo se impuso de nuevo, como siempre pasaba cuando se trataba de Nate, y como seguramente pasaría siempre.
—Jessamine tiene razón —dijo, alzando la voz para silenciar la discusión que reinaba en la sala—. No le habría servido de nada negarse a la petición de De Quincey, y no vale la pena discutir eso ahora. Aún tenemos que averiguar cuáles son los planes de De Quincey. ¿Tú los conoces, Nate? ¿Te dijo qué quería de mí?
Nate negó con la cabeza.
—Una vez acepté hacer que vinieras, me mantuvo encerrado en su casa. Tuve que enviarle una carta a Mortmain, claro, dejando mi empleo; el pobre hombre debió de pensar que le escupía su generosidad a la cara. De Quincey planeaba no sacarme ojo de encima hasta que te tuviera en sus manos, Tessie; yo era su seguro. Les dio a las Hermanas Oscuras mi anillo para que pudieras comprobar que estaba en su poder. Me prometió una y otra vez que no te haría daño, que sólo estaba haciendo que las hermanas te enseñaran a usar tu poder. Las Hermanas Oscuras le informaban diariamente de tus progresos, así que yo sabía que seguías con vida.
»Como de todas formas tenía que estar en la casa, me encontré observando el funcionamiento del Club Pandemónium. Vi que había una organización jerárquica. Por una parte, estaban los que ocupaban el escalón más bajo, en la periferia, como Mortmain y los de su clase. De Quincey y los de arriba los mantenían por la casa porque tenían dinero, y los tentaban con destellos de magia y del Mundo de las Sombras para que siguieran volviendo a buscar más. Luego estaban aquellos otros como las Hermanas Oscuras y unos pocos más, que tenían cierto poder y responsabilidad en el club. Eran criaturas sobrenaturales, no humanos. Y en la cúspide de la organización, estaba De Quincey. Los otros lo llamaban el Magíster.
»A menudo llevaban a cabo reuniones a las que no se invitaba a los humanos ni a los de abajo. En uno de aquellos encuentros fue cuando oí por primera vez hablar de los cazadores de sombras. De Quincey desprecia a los cazadores de sombras —dijo Nate, volviéndose hacia Henry y Charlotte—. Está resentido con ellos, con vosotros. No paraba de hablar de que las cosas serían mucho mejores cuando los cazadores de sombras fueran destruidos y los subterráneos pudieran vivir y comerciar en paz…
—Qué estupidez. —Henry parecía realmente ofendido—. No sé qué tipo de paz cree que habrá, sin los cazadores de sombras.
—Hablaba de que no habría forma de derrotar a los cazadores de sombras antes porque sus armas eran muy superiores. Decía que la leyenda era que Dios había tenido la intención de que los nefilim fueran los mejores guerreros, para que ninguna criatura viviente pudiera destruirlos. Así que, al parecer, pensó: «¿Y por qué no una criatura que no sea viviente en absoluto?».
—Los autómatas —exclamó Charlotte—. Su ejército mecánico.
Nate parecía confuso.
—¿Los han visto?
—Unos cuantos atacaron anoche a tu hermana —contestó Will—. Por suerte, nosotros, los monstruos cazadores de sombras, estábamos cerca para salvarla.
—Aunque ella sola tampoco lo estaba haciendo nada mal —murmuró Jem.
—¿Sabe algo sobre esas máquinas? —preguntó Charlotte, inclinándose hacia adelante ansiosa—. ¿Cualquier cosa? ¿Alguna vez De Quincey habló de ellas delante de usted?
Nate se inclinó hacia atrás en la silla.
—Sí, pero no entendí gran cosa. No tengo cabeza para la mecánica, la verdad…
—Es muy simple. —Era Henry, empleando el tono de alguien que tratara de calmar a un gato asustado—. Ahora esas máquinas de De Quincey sólo funcionan con mecanismos. Tienen que darles cuerda, como a los relojes. Pero encontramos una copia de un hechizo en su biblioteca que nos hace pensar que está tratando de encontrar una manera de hacerlos «vivos», una forma de unir la energía demoníaca al caparazón mecánico y darle vida.
—¡Oh, eso! Sí, sí que hablaba de eso —replicó Nathaniel, como un niño complacido de poder dar la respuesta correcta en clase. Tessa casi podía ver las orejas de los cazadores de sombras estirándose de interés. Eso era realmente lo que querían saber—. Para eso contrató a las Hermanas Oscuras, no sólo para entrenar a Tessa. Son brujas, ¿saben?, y se supone que tenían el encargo de averiguar cómo se podía llevar a cabo ese hechizo. Y lo lograron. No hace mucho, hace tan sólo unas semanas, pero lo lograron.
—¿Lo lograron? —Charlotte parecía sorprendida—. Pero entonces, ¿por qué De Quincey no lo ha utilizado todavía? ¿A qué está esperando?
Nate pasó la mirada del ansioso rostro de Charlotte al de Tessa, y luego por toda la sala.
—Cre… creía que lo sabían. Según sus palabras, el hechizo de sujeción sólo se puede realizar con la luna llena. Cuando eso ocurra, las Hermanas Oscuras se pondrán a trabajar, y entonces…, tiene docenas de esas cosas almacenadas en su escondite. Supongo que las animará, y…
—¿La luna llena? —Charlotte miró hacia la ventana y se mordió el labio—. Eso será muy pronto; mañana, si no me equivoco.
Jem se incorporó como un rayo.
—Puedo comprobar las tablas lunares en la biblioteca. Vuelvo en seguida. —Y desapareció por la puerta.
Charlotte se volvió hacia Nate.
—¿Está seguro de eso?
Nate asintió, tragando con dificultad.
—Cuando Tessa escapó de las Hermanas Oscuras, De Quincey me culpó a mí, aunque yo no sabía nada de ello. Me dijo que iba a dejar que los Hijos de la Noche me sacaran la sangre como castigo. Me mantuvo prisionero durante días hasta el momento de la fiesta. No se preocupaba de lo que decía delante de mí. Sabía que yo iba a morir. Le oí hablar de cómo las hermanas habían logrado dominar el hechizo de sujeción. Que no pasaría mucho tiempo antes de que los nefilim fueran destruidos, y que todos los miembros del Club Pandemónium controlarían Londres en su lugar.
—¿Tienes alguna idea de dónde se puede esconder De Quincey —preguntó Will con voz áspera—, ahora que su casa ha ardido?
Nate parecía agotado.
—Tiene un escondite en Chelsea. Posiblemente se haya ocultado allí con los que le son leales; hay unos cien vampiros de su clan que no estaban en la casa aquella noche. Sé dónde está ese lugar. Se lo puedo indicar sobre un mapa… —Se interrumpió cuando Jem entró en la sala, con los ojos muy abiertos.
—No es mañana —dijo Jem—. La luna llena es hoy.