11

POCOS SON ÁNGELES

Todos somos hombres,

por naturaleza, frágiles y capaces

de nuestra carne; pocos son ángeles.

SHAKESPEARE, Enrique VIII

Tessa gritó.

No fue el suyo un grito humano, sino un grito de vampiro. Casi ni reconoció el sonido que surgió de su propia garganta; le recordó el sonido del cristal al romperse. Sólo después se daría cuenta de que estaba gritando palabras. Habría pensado que gritaría el nombre de su hermano, pero no fue así.

—¡Will! —gritaba—. ¡Will, ahora! ¡Hazlo ya!

Un murmullo de asombro recorrió la sala. Docenas de pálidos rostros se volvieron hacia Tessa. Sus gritos habían roto el embrujo de la sangre. De Quincey permaneció inmóvil en el escenario; incluso Nathaniel la estaba mirando, aturdido y pasmado, como si se preguntara si los gritos de ella eran un sueño nacido de su propia agonía.

Will, con el dedo en el botón del Fosfor, vacilaba. Su mirada se encontró con la de Tessa. Fue sólo una fracción de segundo, pero De Quincey captó la mirada. Como si pudiera leerla, su expresión cambió y apuntó directamente a Will con la mano.

—¡El chico! —rugió—. ¡Detenedlo!

Will apartó los ojos de los de Tessa. Los vampiros ya estaban yendo hacia él, con los ojos incendiados de hambre y furia. Will miró más allá de ellos, a De Quincey, que había avanzado hasta el borde del escenario y lo miraba enfurecido. No había miedo en el rostro de Will cuando se encontró con la mirada del vampiro, ni vacilación, ni sorpresa.

—¡No soy un chico! —afirmó—. ¡Soy nefilim! Y apretó el botón.

Tessa se preparó para la llamarada de blanca luz mágica. Pero en vez de eso se oyó el crepitar de las llamas de los candelabros al crecer hasta el techo. Saltaron chispas; el suelo se cubrió de ardientes ascuas, que prendieron fuego a las cortinas, a las faldas de las mujeres. En un instante, la sala estuvo llena de nubes de humo negro y de gritos, agudos y horribles.

Tessa ya no podía ver a Will. Trató de correr hacia él, pero Magnus, al que había olvidado, la cogió con fuerza por la muñeca.

—Tessa, no —le dijo, y cuando ella respondió tirando con más fuerza, añadió—: ¡Tessa! ¡Ahora eres un vampiro! Si te alcanza el fuego, arderás como las astillas de madera…

Como para demostrar su afirmación, una brasa perdida cayó en ese momento sobre la peluca blanca de lady Delilah. Al instante una llama prendió. Entre gritos, trató de librarse de ella, pero en cuanto sus manos entraron en contacto con el fuego, también comenzaron a arder, como si fueran de papel en vez de piel. En menos de un segundo, sus brazos ardían como antorchas. Aullando, corrió hacia la puerta, pero el fuego fue más rápido que ella. En un momento, una hoguera ardía donde ella había estado. Tessa vio la silueta de una criatura carbonizada que se agitaba gritando desde su interior.

—¿Ves lo que quiero decir? —le dijo Magnus a Tessa al oído, tratando de hacerse oír en medio de los alaridos de los vampiros, que iban de un lado a otro intentando evitar las llamas.

—¡Suéltame! —chilló Tessa. De Quincey había saltado al tumulto; Nathaniel estaba solo en el escenario, tirado sobre la silla, inconsciente al parecer, sujetado tan sólo por los grilletes—. Mi hermano está ahí arriba. ¡Mi hermano!

Magnus la miró. Aprovechando su confusión, Tessa se soltó del brazo y comenzó a correr hacia el escenario. La sala era un caos: los vampiros corrían de un lado a otro, muchos de ellos trataban de huir en estampía hacia la puerta. Los que la alcanzaban se empujaban unos a otros para salir de allí cuanto antes; otros habían dado media vuelta y se dirigían a los ventanales que daban al jardín.

Tessa viró para esquivar una silla caída, y casi chocó de frente con la vampira pelirroja del vestido azul que la había estado mirando antes. Parecía aterrorizada. Se lanzó contra Tessa, pero entonces pareció tropezar. Abrió la boca para tratar de gritar, y la sangre manó en ese momento de ella como si de una fuente se tratara. Su cara se arrugó, como plegándose sobre sí misma; su piel se convirtió en polvo que caía de los huesos del cráneo. Su cabello rojo se secó y se volvió gris; la piel de sus brazos se derritió, y con un último aullido desesperado, la vampira se deshizo en un montón de huesos y polvo sobre un vestido de satén vacío.

Tessa sintió náuseas y apartó la mirada de sus restos; entonces vio a Will. Estaba justo ante ella, con un largo cuchillo de plata en la mano; la hoja estaba manchada de sangre escarlata. Él también tenía el rostro salpicado de sangre y miraba como enloquecido.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le gritó a Tessa—. Eres increíblemente estúpida y…

Tessa oyó el ruido antes que Will, un tenue chirrido, como de maquinaria rota. El chico rubio de la chaqueta gris, el siervo humano del que lady Delilah había bebido antes, corría hacia Will; un agudo gemido le brotaba de la garganta, y tenía el rostro manchado de lágrimas y sangre. Blandía un trozo de pata de silla rota; la punta era irregular y punzante.

—¡Will, cuidado! —gritó Tessa, y éste se volvió en redondo. Se movió realmente rápido, como una mancha oscura, y el cuchillo que llevaba en la mano fue un destello plateado en medio del humo. Cuando se detuvo, el muchacho yacía en el suelo, con el cuchillo clavado en el pecho. La sangre manaba de la herida, más espesa y oscura que la de los vampiros.

Will lo miraba palideciendo.

—Pensé que…

—Te habría matado si hubiera podido —soltó Tessa.

—¡Calla! —le gritó Will. Sacudió la cabeza, una vez, como si se estuviera sacando de encima la voz o la imagen del chico tendido en el suelo—. Te dije que te fueras…

—Es mi hermano —contestó Tessa, y señaló hacia el fondo de la sala. Nathaniel seguía inconsciente, sujetado por los grilletes. Si no fuera por la sangre que aún le manaba de la herida del cuello, cualquiera hubiera pensado que estaba muerto—. Nathaniel. En la silla.

Will miró asombrado.

—Pero ¿cómo…?

No tuvo oportunidad de acabar la pregunta. En ese momento, el estruendo del cristal al quebrarse llenó la sala. Los ventanales se reventaron hacia el interior, y la sala se llenó de cazadores de sombras vestidos con su oscuro atuendo de batalla. Empujaban ante ellos a los vampiros que habían tratado de escapar por el jardín. Mientras Tessa los miraba, más cazadores de sombras comenzaron a entrar por las otras puertas, empujando a más vampiros, como perros guiando a las ovejas al redil. De Quincey avanzó ante los otros vampiros; su blanco rostro estaba manchado de ceniza negra, y mostraba los colmillos.

Tessa vio a Henry entre los nefilim; resultaba fácil reconocerlo por su llameante cabello rojo. Charlotte también se hallaba allí, vestida como un hombre, con ropa de combate negra, igual que las mujeres dibujadas en el libro sobre los cazadores de sombras de Tessa. Se la veía pequeña, decidida y sorprendentemente fiera. Y luego estaba Jem. Su traje de combate le hacía parecer aún más pálido, y las Marcas negras sobre su piel destacaban como tinta sobre papel. Entre los otros reconoció a Gabriel Lightwood; al padre de éste, Benedict; y a la delgada y morena señorita Highsmith. Detrás de todos ellos avanzaba Magnus, al que le salían chispas azuladas de las manos al moverlas.

Will respiró hondo, y recuperó parte de su color natural.

—No estaba seguro de que acudieran —murmuró—, no después del fallo del Fosfor. —Apartó la mirada de sus amigos y la clavó en Tessa—. Ve a atender a tu hermano. Eso te librará de contemplar lo peor. Espero.

Se marchó sin mirar atrás. Los nefilim habían acorralado a los vampiros que quedaban, aquellos que habían sobrevivido al fuego y a Will, en el centro de una especie de círculo de cazadores de sombras. De Quincey sobresalía del grupo, su pálido rostro estaba contorsionado en una mueca de ira; tenía la camisa manchada de sangre, pero Tessa no podía saber si era suya o de otro. El resto de los vampiros se apiñaban tras él como niños detrás de su padre, con un aspecto al mismo tiempo fiero y derrotado.

—La Ley —trató de defenderse De Quincey mientras Benedict avanzaba hacia él, con un reluciente cuchillo cubierto de runas negras en la mano—. La Ley nos protege. Nos rendimos a vosotros. La Ley…

—Has violado la Ley —rugió Benedict—. Por tanto, su protección ya no te alcanza. La sentencia es la muerte.

—Un mundano —repuso De Quincey, lanzando una mirada a Nathaniel—. Ese mundano también ha violado la Ley de la Alianza…

—La Ley no alcanza a los mundanos. No se puede esperar que cumplan las leyes de un mundo que desconocen.

—No vale nada —insistió De Quincey—. No sabéis cuan poco vale. ¿Realmente deseáis romper nuestra alianza por un despreciable mundano?

—¡No se trata tan sólo del mundano! —gritó Charlotte, y sacó de la chaqueta el papel que Will había encontrado en la biblioteca. Tessa no había visto que Will se lo pasara a Charlotte, pero debía de haberlo hecho—. ¿Qué hay de estos hechizos? ¿Creías que no los descubriríamos? ¡La magia negra está absolutamente prohibida por la Alianza!

El rostro de De Quincey lo traicionó y reflejó un leve indicio de su sorpresa.

—¿Dónde has encontrado eso?

Los labios de Charlotte eran una línea fina y apretada.

—Eso no importa.

—Creas lo que creas que sabes… —comenzó De Quincey.

—¡Sabemos lo suficiente! —La voz de Charlotte estaba cargada de pasión—. ¡Sabemos que nos odias y nos desprecias! ¡Sabemos que tu alianza con nosotros ha sido una farsa!

—¿Y cuándo habéis decidido que va contra la Ley que te desagraden los cazadores de sombras? —preguntó irónico De Quincey. El desdén, sin embargo, había desaparecido de su voz. Parecía agobiado, derrotado.

—No trates de jugar con nosotros —soltó Benedict—. Después de todo lo que hemos hecho por ti, después de que convertimos la Alianza en Ley… y todo ¿para qué? Tratamos de haceros iguales a nosotros…

De Quincey hizo una desagradable mueca.

—¿Iguales? Ni siquiera sabes lo que significa esa palabra. No puedes librarte de tu convicción, no puedes apartar tu creencia en tu superioridad innata ni siquiera el tiempo suficiente para considerar qué significa esa palabra. ¿Dónde están nuestros asientos en el Consejo? ¿Dónde está nuestra embajada en Idris?

—Eso… es ridículo —replicó Charlotte, pero había palidecido.

Benedict lanzó a Charlotte una mirada impaciente.

—E irrelevante. Nada de eso excusa tu comportamiento, De Quincey. Mientras te sentabas con nosotros, fingiendo que te interesaba la paz, violabas la Ley a nuestra espalda y te burlabas de nuestro poder. Ríndete, dinos lo que queremos saber y quizá dejemos que tu clan viva. De otra manera, no habrá piedad.

Otro vampiro habló. Era uno de los que habían atado a Nathaniel a la silla, un hombre grande, de cabello alborotado, con un rostro enfadado.

—Si necesitábamos más pruebas de que los nefilim nunca han pretendido cumplir sus promesas de paz, aquí están. ¡Osad atacarnos, cazadores, y tendréis una guerra entre las manos!

Benedict sólo sonrió de medio lado.

—Pues dejemos que la guerra empiece aquí —dijo, y lanzó el cuchillo a De Quincey. La hoja cortó el aire y se hundió hasta el mango en el pecho del vampiro pelirrojo, que rápidamente se había colocado delante del jefe de su clan. Explotó en una lluvia de sangre mientras los otros vampiros chillaban. Con un aullido, De Quincey se abalanzó contra Benedict. Los otros vampiros parecieron recuperarse del pánico, y rápidamente lo siguieron. En segundos, la sala era una confusión de gritos y caos.

El repentino caos también hizo reaccionar a Tessa. Se cogió las faldas, corrió hacia el «escenario» y se dejó caer de rodillas junto a la silla que ocupaba Nathaniel. La cabeza de éste se fue hacia un lado, con los ojos cerrados. La sangre de la herida del cuello había pasado a ser un lento goteo. Tessa le tiró de la manga.

—Nate —susurró—. Nate, soy yo.

Él gimió, pero no respondió. Mordiéndose el labio, Tessa se puso a tratar de abrir los grilletes que ataban las muñecas de su hermano a la silla. Eran de hierro y estaban sujetos a la silla por filas de clavos… Estaban pensados sin duda para soportar incluso la fuerza de un vampiro. Tessa tiró de ellos hasta que le sangraron los dedos, pero no consiguió nada. Si tuviera uno de los cuchillos de Will…

Miró hacia la sala. Aún estaba oscurecida por el humo. Entre las nubes negruzcas veía los brillantes destellos de las armas que blandían los cazadores de sombras, las relucientes dagas blancas llamadas cuchillos serafines, cada uno capaz de cobrar una refulgente vida al mencionar el nombre de un ángel. La sangre de los vampiros saltaba desde los filos de los cuchillos, tan brillante como un chorro de rubíes. Tessa se sorprendió al darse cuenta, porque al principio los vampiros la habían aterrorizado, de que éstos estaban claramente en inferioridad de condiciones. Aunque los Hijos de la Noche eran rápidos y crueles, los cazadores de sombras eran casi tan rápidos, y además tenían armas y estaban entrenados. Vampiro tras vampiro fueron cayendo bajo el asalto de los cuchillos serafines. La sangre corría a mares sobre el suelo y empapaba la superficie de las alfombras persas.

El humo se aclaró en una zona, y Tessa vio cómo Charlotte acababa con un corpulento vampiro vestido con una chaqueta gris. Lo degolló con la daga, y la sangre salpicó la pared que había tras ellos. El vampiro se derrumbó de rodillas, gruñendo, y Charlotte lo remató clavándole el cuchillo en el pecho.

Un rápido movimiento surgió detrás de Charlotte; era Will, al que perseguía un vampiro enloquecido armado con una pistola de plata. Apuntó a Will y disparó. Will se agachó para esquivar la bala y patinó por el suelo ensangrentado. Se puso en pie dando una voltereta y saltó sobre el asiento de una silla de terciopelo. Esquivó otra bala, saltó de nuevo, y Tessa se lo quedó mirando asombrada mientras él corría por encima de los respaldos de las sillas, y saltaba al suelo al llegar a la última. Se volvió para enfrentarse al vampiro, que había quedado a cierta distancia. De alguna forma, un cuchillo de hoja corta apareció en la mano de Will, aunque Tessa no le había visto desenfundarlo. Lo lanzó. El vampiro se echó a un lado para esquivarlo, pero no fue lo suficientemente rápido; el puñal se le clavó en el hombro y soltó un rugido de dolor. Se disponía a arrancarse el cuchillo cuando una sombra delgada apareció de la nada tras él. Hubo un destello plateado, y el vampiro saltó hecho pedazos en medio de una lluvia de sangre y polvo. Cuando la visión se aclaró, Tessa distinguió a Jem, con su bastón de puño de dragón aún en alto. Estaba sonriendo, pero no a ella: le dio una fuerte patada a la pistola de plata que había quedado sobre los restos del vampiro, y ésta resbaló por el suelo hasta llegar a los pies de Will. Éste le hizo una rápida inclinación de cabeza a Jem, recogió la pistola del suelo y se la metió bajo el cinturón.

—¡Will! —llamó Tessa, aunque no estaba segura de que él pudiera oírla en medio de todo el estruendo—. ¡Will…!

Algo la cogió por detrás y la tiró hacia arriba y hacia atrás. Era como si la hubieran atrapado las garras de un pájaro enorme. Tessa lanzó un único grito, y se encontró con que la habían lanzado hacia adelante y resbalaba por el suelo. Se estrelló contra una pila de sillas, que cayeron al suelo con un ruido ensordecedor. Tessa, desparramada entre ellas, miró hacia arriba con un grito de dolor.

De Quincey se hallaba frente a ella. Los oscuros ojos del vampiro fulguraban de ira, enrojecidos en los bordes; el blanco cabello le caía sobre el rostro en mechones enmarañados, y la camisa estaba rajada por delante, con los bordes empapados en sangre, pero las heridas habían desaparecido sin dejar marcas.

—¡Zorra! —rugió—. Zorra mentirosa y traidora. Tú has traído aquí al chico, Camille, a ese nefilim.

Tessa trató de retroceder; su espalda chocó con un muro de sillas caídas.

—Te permití volver al clan, incluso después de tu desagradable… interludio… con el licántropo. He tolerado a ese ridículo brujo tuyo. ¿Y es así como me lo pagas? ¿Como nos lo pagas a todos? —Tendió las manos hacia ella; estaban manchadas de ceniza negra—. ¿Ves esto? —dijo—. Es el polvo de nuestra gente muerta. Vampiros muertos. Y tú los has traicionado por los nefilim —escupió la palabra como si fuera veneno.

Algo borboteó en la garganta de Tessa. Risa. Pero no su risa, sino la risa de Camille.

—¿Desagradable interludio? —Las palabras salieron de la boca de Tessa antes de que pudiera impedirlo. Era como si no tuviera control sobre lo que estaba diciendo—. Lo amaba como tú nunca me amaste, como tú nunca has amado a nadie. Y lo mataste sólo para demostrar al clan que podías hacerlo. Quiero que sepas lo que se siente al perder todo lo que te importa. Quiero que sepas, mientras tu casa arde y tu clan es reducido a cenizas, mientras tu miserable vida acaba, que ¡soy yo la que te está haciendo esto!

Y la voz de Camille se esfumó tan rápido como había llegado, dejando a Tessa agotada y estupefacta. Eso no le impidió usar las manos a su espalda y buscar entre las sillas rotas. Debía haber algo, algún trozo roto, que pudiera usar como arma. De Quincey la estaba mirando atónito, con la boca abierta. Tessa supuso que nunca nadie le había hablado así. Al menos, ningún otro vampiro.

—Quizá —comenzó a decir él—. Quizá te haya infravalorado. Quizá llegues a destruirme. —Avanzó hacia ella con las manos extendidas—. Pero te llevaré conmigo…

La mano de Tessa se cerró sobre la pata de una silla; sin siquiera pensarlo, alzó la silla y golpeó con ella a De Quincey en la espalda. Se sintió eufórica al oírle gritar y verlo tambalearse hacia atrás. Rápidamente, Tessa se puso en pie mientras el vampiro se erguía, y entonces le golpeó de nuevo con la silla. Esta vez, un trozo roto de pata le causó un largo corte en la mejilla, que se cerró casi inmediatamente. El vampiro mostró los dientes en un gruñido silencioso, y saltó como disparado por un resorte. Fue como el silencioso salto de un gato. Tiró a Tessa al suelo, cayó sobre ella y la obligó a soltar la silla. Se le lanzó hacia el cuello, con los colmillos dispuestos, y ella le cruzó el rostro con sus afiladas uñas, mientras le golpeaba y pateaba. Tuvo la sensación de que la sangre de él, al gotear sobre su piel, la quemaba como si fuera ácido. Tessa gritó y le golpeó más fuerte, pero él sólo reía; las pupilas le habían desaparecido en el negro de los ojos, y parecía totalmente inhumano, como algún tipo de monstruosa serpiente depredadora.

El vampiro le agarró las muñecas y se las sujetó contra el suelo a ambos lados, con fuerza.

—Camille —le dijo con una voz espesa, mientras se inclinaba hacia ella—. Quédate quieta, Camille. Sólo será un momento…

Echó la cabeza hacia atrás como una cobra a punto de atacar. Aterrorizada, Tessa trató de liberar las piernas atrapadas con intención de darle una patada tan fuerte como pudiera…

Él lanzó un alarido. Gritó y se sacudió, y Tessa vio que una mano lo agarraba por el cabello, tirándole de la cabeza hacia arriba y hacia atrás, obligándolo a ponerse en pie. Una mano cubierta por Marcas negras arremolinadas.

La mano de Will.

Sin dejar de gritar ni un momento, De Quincey se vio obligado a ponerse en pie, con las manos en la cabeza. Tessa se incorporó hasta sentarse, mientras Will lanzaba al vampiro lejos de sí. Will ya no sonreía, pero sus ojos brillaban, y Tessa entendió por qué Magnus había descrito su color como el del cielo del Infierno.

—Nefilim. —De Quincey se tambaleó, se equilibró y escupió a los pies de Will—. Perro asesino.

—Me gustan los perros —repuso Will—. Eso es más de lo que puedo decir de los de tu especie. —Sacó la pistola del cinturón y apuntó a Alexei—. Una de las abominaciones del Diablo, ¿no es eso lo que sois? Ni siquiera merecéis vivir en el mismo mundo que el resto de nosotros, y aun así, cuando os dejamos vivir por misericordia, nos tiráis nuestra generosidad a la cara.

—Como si necesitáramos vuestra misericordia —gruñó De Quincey—. Como si fuéramos inferiores a vosotros. Los nefilim os creéis que sois… —Se calló de golpe. Estaba tan sucio que resultaba difícil asegurarlo, pero parecía que el corte en la cara ya le había sanado.

—¿Somos qué? —Will amartilló la pistola; el clic se pudo oír por encima del ruido de la batalla—. Dilo.

Los ojos del vampiro ardían.

—¿Decir qué?

—Dios —contestó Will—. Ibas a decirme que los nefilim jugamos a ser Dios, ¿no es cierto? Pero no puedes pronunciar esa palabra. Búrlate de la Biblia todo cuanto quieras con tu colección, pero no puedes decirlo. —Tenía blanco el índice sobre el gatillo del arma—. ¡Dilo, dilo y te dejaré vivir!

El vampiro hizo una feroz mueca para enseñarle los dientes.

—No puedes matarme con eso… ese estúpido juguete humano…

—Si la bala te atraviesa el corazón, morirás —repuso Will sin inmutarse.

Tessa permanecía inmóvil, contemplando la escena que se desarrollaba ante ella. Quería retroceder, ir con Nathaniel, pero tenía miedo de moverse.

De Quincey levantó la cabeza. Abrió la boca. Un leve tintineo le salió por ella cuando intentó hablar, cuando trató de formar una palabra que su mente no le dejaba pronunciar. Tragó aire, se atragantó y se llevó la mano al cuello. Will se echó a reír…

Y entonces el vampiro saltó como impulsado por un resorte. Con el rostro distorsionado en una mueca de ira y dolor, se lanzó contra Will aullando. El movimiento fue demasiado rápido para seguirlo. La pistola se disparó y hubo una lluvia de sangre. Luego la pistola se deslizó por el suelo al resbalar de la mano de Will, que cayó al suelo con el vampiro encima. Tessa se arrastró para coger la pistola, y al volverse vio que De Quincey había cogido a Will desde atrás y con el antebrazo le oprimía el cuello, asfixiándolo.

Tessa alzó la pistola con mano temblorosa; nunca había usado una pistola, nunca había disparado contra nada… ¿Cómo podía saber cómo dispararle al vampiro sin herir a Will? El chico se estaba quedando sin aire; tenía el rostro inundado de sangre. De Quincey gruñó y apretó aún con más fuerza…

Y Will, inclinando la cabeza, le clavó los dientes al vampiro en el brazo. De Quincey lanzó un alarido y apartó el brazo de golpe; Will se echó a un lado, tosiendo; rodó hasta quedar de rodillas y escupió sangre. Cuando alzó la mirada, sangre roja brillante le manchaba la parte inferior del rostro. También sus dientes brillaban, teñidos de rojo, cuando (Tessa no podía creérselo) sonrió, realmente sonrió, y miró fijamente a De Quincey.

—¿Te gusta, vampiro? Antes ibas a morder a un mundano. Ahora sabes lo que se siente, ¿verdad?

De Quincey, de rodillas, contempló cómo el feo mordisco que había herido su brazo comenzaba a cerrarse, aunque aún manaba de él un fino hilillo de sangre oscura.

—Por esto, nefilim, vas a morir —espetó.

Will abrió los brazos. Arrodillado, sonriendo como un demonio, con sangre goteándole de la boca, tampoco parecía humano.

—Ven a por mí.

De Quincey se preparó para saltar de aquella extraña forma en que solía hacerlo… y en ese momento Tessa apretó el gatillo. La pistola le golpeó con fuerza en la mano, al retroceder, y el vampiro cayó hacia un lado; le manaba sangre del hombro. No le había dado en el corazón. ¡Maldición!

Aullando, De Quincey comenzó a ponerse en pie. Tessa alzó el arma y volvió a apretar el gatillo… Nada. El suave chasquido le hizo saber que la pistola estaba vacía.

De Quincey se echó a reír. Aún se sujetaba el hombro, pero la sangre ya casi había parado de manar.

—Camille —le escupió a Tessa—. Volveré a por ti. Haré que te arrepientas de haber renacido.

Tessa notó que se le helaba la sangre, y no sólo por su propio miedo. También sintió el de Camille. De Quincey le mostró los dientes una última vez y se volvió a una velocidad increíble. Corrió por la sala y se lanzó contra una alta cristalera, que estalló hacia afuera en medio de una lluvia de vidrios, llevándose al vampiro como si lo arrastrara una ola. De Quincey desapareció en la noche.

Will soltó una palabrota.

—No podemos perderlo… —comenzó a decir, y empezó a correr. Pero se volvió al oír gritar a Tessa. Un vampiro con la ropa desgarrada se había plantado detrás de ella como un fantasma aparecido de la nada y la había cogido por el hombro. Ella trataba de soltarse, pero él tenía demasiada fuerza. Tessa oyó que le murmuraba al oído palabras terribles: le decía que había traicionado a los Hijos de la Noche y que la iba a abrir en canal con sus propios dientes.

—¡Tessa! —gritó Will, y ella estuvo convencida de que parecía enfadado, o algo más. Cuando Will sacó del cinturón un cuchillo serafín, el vampiro estaba haciendo dar la vuelta a Tessa.

Ella vio su rostro pálido y malvado, los colmillos manchados de sangre, dispuestos a rasgar su piel. El vampiro fue a por ella…

Y estalló en un baño de sangre y polvo. Se disolvió, la carne se le deshizo del rostro y las manos, y por un momento, Tessa vio un esqueleto ennegrecido antes de que éste también se deshiciera, dejando a sus pies una pila de ropa vacía. Ropa, y una hoja plateada brillante.

Tessa alzó la mirada. Jem se hallaba a unos metros de distancia, muy pálido. Sostenía un cuchillo en la mano izquierda; la derecha estaba vacía. Tenía un largo corte en una de las mejillas, pero por lo demás parecía ileso. Los ojos y el pelo le brillaban de un plateado brutal bajo la luz de las llamas que morían.

—Creo que ése era el último —dijo.

Sorprendida, Tessa recorrió la sala con la mirada. El caos se había acabado. Los cazadores de sombras iban de un lado a otro entre los destrozos; algunos estaban sentados en las sillas y eran atendidos por sanadores, estela en mano. Tessa no vio ni un solo vampiro. El humo del incendio se había ido disipando, aunque aún caían cenizas blancas de las achicharradas cortinas, como nieve inesperada.

Will, que aún rezumaba sangre por la barbilla, miró a Jem alzando las cejas.

—Buen tiro —elogió.

Jem meneó la cabeza.

—Has mordido a De Quincey —dijo éste—. Eres un idiota. ¡Es un vampiro! Ya sabes lo que significa morder a un vampiro.

—No tenía elección —contestó Will—. Me estaba ahogando.

—Lo sé —repuso Jem—. Pero, de verdad, Will, ¿otra vez?

Al final fue Henry quien liberó a Nathaniel de la silla de tortura, simplemente destrozándola con la parte plana de una espada hasta que los grilletes se soltaron. Nathaniel resbaló hasta el suelo y se quedó allí, gimiendo. Tessa lo mecía entre sus brazos. Charlotte llevó trapos húmedos para limpiarle la cara a Nathaniel y un trozo roto de cortina para cubrirlo; luego corrió a enfrascarse en una enérgica discusión con Benedict Lightwood, durante la que alternaba entre señalar a Tessa y a Nathaniel, y agitar las manos de forma exagerada. Tessa, totalmente aturdida y exhausta, se preguntaba qué podría estar haciendo Charlotte.

Lo cierto era que poco importaba. Todo parecía estar pasando como en un sueño. Se quedó sentada en el suelo con Nathaniel mientras los cazadores de sombras se movían alrededor de ellos, dibujando uno sobre otro con las estelas. Era increíble ver cómo las heridas les desaparecían a medida que la Marcas curativas se les dibujaban en la piel. Todos parecían igualmente capaces de dibujar las Marcas. Observó a Jem, que con una mueca de dolor se desabrochaba la camisa para dejar al descubierto un largo corte sobre el pálido hombro; miró hacia otro lado, apretando los labios, mientras Will dibujaba una cuidadosa Marca bajo la herida.

Hasta que Will, tras curar a Jem, se acercó a ella, Tessa no se dio cuenta de por qué estaba tan cansada.

—Veo que ya vuelves a ser tú —dijo él. Sujetaba una toalla mojada en una mano y estaba frotándose sin demasiado entusiasmo la sangre seca del cuello y la cara, como si no le importara demasiado si se la limpiaba o no.

Tessa se miró a sí misma. Era cierto. En algún momento había perdido a Camille y había vuelto a recuperar su propia apariencia. Ciertamente debía de haber estado muy aturdida para no darse cuenta de la recuperación de sus latidos. El corazón le palpitaba dentro del pecho como un tambor.

—No sabía que supieras usar una pistola —añadió Will.

—Y no sé —contestó Tessa—. Imagino que ha sido cosa de Camille. Fue como… instintivo. —Se mordió el labio—. Tampoco importa, porque no ha servido de nada.

—Nosotros pocas veces las usamos. Marcar runas en el metal de la pistola impide que la pólvora arda; nadie sabe por qué. Henry ha tratado de estudiar ese problema, claro, pero sin ningún éxito. Al parecer, los vampiros mueren si una bala les atraviesa el corazón, pero si fallas, sólo se vuelven contra ti más furiosos que nunca. Las armas con runas funcionan mucho mejor. Incluso si no les das en el corazón, aunque lo solamos hacer, una hoja con runas puede dejarlos fuera de combate el tiempo suficiente para que los puedas atravesar con una estaca o los quemes.

Tessa lo contempló con la mirada fija.

—¿No resulta muy duro?

Will tiró a un lado el trapo húmedo, que se había teñido de color escarlata a causa de la sangre.

—¿El qué?

—Matar vampiros —respondió Tessa—. Quizá no sean personas, pero lo parecen. Los percibes como personas. Gritan y sangran. ¿No resulta duro matarlos?

Will apretó los dientes.

—No —contestó—. Y si realmente supieras algo sobre ellos…

—Camille siente —insistió Tessa—. Ama y odia.

—Y ella aún sigue viva. Todo el mundo toma decisiones, Tessa. Esos vampiros no hubieran estado aquí esta noche si no hubieran tomado la suya. —Miró a Nathaniel, sin fuerzas sobre el regazo de Tessa—. Y supongo que tu hermano tampoco.

—No sé por qué De Quincey lo quería muerto —dijo Tessa en voz baja—. No sé qué puede haber hecho para provocar la ira de los vampiros.

—¡Tessa! —Charlotte iba directa hacia ellos como un colibrí. Aún parecía muy menuda, e inofensiva, pensó Tessa, a pesar del traje de combate que llevaba puesto y de las Marcas negras que le cubrían la piel como serpientes retorcidas—. Me han dado permiso para llevar a tu hermano al Instituto con nosotros —anunció, haciendo un gesto hacia Nathaniel con su mano—. Puede ser que los vampiros le hayan drogado. Y sin duda le han mordido, y quién sabe qué más. Se podría convertir en un nocturnal, o algo peor, si no lo evitamos. En cualquier caso, dudo que lo puedan ayudar en un hospital mundano. Con nosotros, al menos los Hermanos Silenciosos podrán cuidarlo, pobrecillo.

—¿Pobrecillo? —repitió Will con bastante rudeza—. Se ha metido en esto él sólito, ¿no es cierto? Nadie le dijo que fuera y se liara con un grupo de subterráneos.

—Vamos, Will. —Charlotte lo miró fríamente—. ¿No puedes tener un poco de compasión?

—Dios santo —exclamó Will, mirando de Charlotte a Nate y de vuelta a ella—. ¿Hay algo en el mundo que vuelva más tontas a las mujeres que ver a un hombre herido?

Tessa lo miró con ojos entrecerrados.

—Quizá quieras limpiarte el resto de la sangre antes de seguir en esa dirección.

Will alzó los brazos hacia lo alto y se alejó. Charlotte miró a Tessa con una media sonrisa.

—Debo decir que me gusta cómo manejas a Will.

Tessa negó con la cabeza.

—Nadie maneja a Will.

Se había decidido rápidamente que Tessa y Nathaniel irían con Henry y Charlotte en el carruaje del Instituto; Will y Jem irían a casa en un carruaje más pequeño que les había prestado la tía de Charlotte, conducido por Thomas. Los Lightwood y el resto del Enclave se quedarían para registrar la casa de De Quincey y eliminar cualquier prueba de la batalla a fin de que los mundanos no pudieran hallar ningún rastro por la mañana. Will habría querido quedarse y tomar parte en el registro, pero Charlotte había sido inflexible. Había tragado sangre de vampiro y debía regresar al Instituto lo antes posible para empezar la cura.

Pero Thomas no permitió que Will subiera al carruaje tan manchado de sangre como estaba. Después de anunciar que volvería en «un suspiro», Thomas se había ido en busca de un trapo húmedo. Will se apoyó en el carruaje y observó cómo el Enclave salía y entraba en la casa de De Quincey igual que hormigas, rescatando papeles y muebles de los restos del fuego.

Thomas regresó con un trapo enjabonado y se lo pasó a Will; después apoyó toda su corpulencia en el carruaje, que se bamboleó por efecto de su peso. Charlotte siempre había animado a Thomas a que compartiera con Jem y Will la parte física de su entrenamiento, y con los años, Thomas había pasado de ser un chaval delgaducho a ser un hombre tan corpulento y musculoso que desesperaba a los sastres que le tomaban las medidas. Will podría ser mejor luchador, su sangre lo hacía así, pero la imponente presencia física de Thomas era difícil de pasar por alto.

A veces, Will no podía evitar recordar a Thomas cuando éste llegó al Instituto. Thomas pertenecía a una familia que llevaba años sirviendo a los nefilim, pero había nacido tan frágil que no creyeron que sobreviviera. Lo enviaron al Instituto cuando cumplió los doce años y aún era tan pequeño que no aparentaba más de nueve. Will se burló de Charlotte por querer emplearlo, pero albergó la secreta esperanza de que Thomas se pudiera quedar para que hubiera otro chico de su edad en la casa. Y habían acabado siendo más o menos amigos, el cazador de sombras y el chico sirviente, hasta que Jem había llegado y Will casi se había olvidado de Thomas por completo. Thomas nunca había parecido guardarle rencor por ello, y había seguido tratando a Will con la misma amabilidad con la que trataba a cualquier otro.

—Siempre es raro ver que se montan estos follones y que ni un solo vecino sale a echar una ojeada —decía Thomas en ese momento, mientras miraba a un lado y a otro de la calle. Charlotte siempre exigía que los criados del Instituto hablaran correctamente dentro de sus paredes, y el acento del East End de Thomas tendía a ir y venir según si él recordaba esa exigencia o no.

—Hay fuertes glamoures funcionando aquí. —Will se frotó el rostro y el cuello—. Y me imagino que bastantes de los habitantes de esta calle no son mundanos, y saben que más les vale ocuparse de sus asuntos cuando aparecen los cazadores de sombras.

—Bueno, sois un puñado de gente con un aspecto bastante terrorífico —repuso Thomas, tan ecuánime que Will sospechó que se estaba burlando—. Mañana tendrás un cardenal como una casa si no te pones un iratze ahí. Si no te molesta que te lo diga.

—Quizá quiera tener el ojo morado —replicó Will de mal humor—. ¿Se te ha pasado eso por la cabeza?

Thomas sonrió y ocupó su lugar en el asiento del cochero en la parte delantera del carruaje. Will siguió limpiándose la sangre de vampiro de las manos y los brazos. La tarea resultaba lo suficientemente absorbente como para permitirle ignorar a Gabriel Lightwood cuando el otro chico apareció de las sombras y avanzó tranquilamente hacia él, con una sonrisa de superioridad en el rostro.

—Buen trabajo ahí dentro, Herondale; ha estado bien eso de provocar un incendio —observó Gabriel—. Qué bien que estuviéramos aquí para limpiar lo que ensuciabas, o todo el plan se habría quedado en humo, igual que los restos de tu reputación.

—¿Estás insinuando que los restos de mi reputación permanecen intactos? —preguntó Will fingiéndose horrorizado—. Es evidente que he hecho algo mal. O que no lo he hecho suficientemente mal. —Golpeó en el carruaje—. ¡Thomas! ¡Debemos ir cuanto antes al burdel más cercano! Necesito escándalos y malas compañías.

Thomas soltó un bufido y masculló algo que sonaba como «tonterías», a lo que Will no hizo caso.

El rostro de Gabriel se ensombreció.

—¿Hay algo que no sea una broma para ti?

—Nada que se me ocurra.

—¿Sabes? —dijo Gabriel—, hubo un tiempo en que pensé que podríamos ser amigos, Will.

—Hubo un tiempo en el que pensé que era un hurón —soltó Will—, pero resultó que sólo eran los vapores del opio. ¿Sabías que tiene ese efecto? Porque yo no.

—Creo que quizá deberías pensar si tus chistes sobre el opio son divertidos o de buen gusto —replicó Gabriel—, dada la… situación de tu amigo Carstairs.

Will se quedó inmóvil.

—¿Te refieres a su discapacidad? —preguntó sin cambiar el tono de voz.

Gabriel parpadeó confuso.

—¿Qué?

—Así es como lo llamaste. En el Instituto. Su «discapacidad». —Will tiró el trapo manchado de sangre—. Y aún te preguntas por qué no somos amigos.

—Sólo me preguntaba —dijo Gabriel en un tono más bajo— si quizá alguna vez te has hartado.

—¿Hartado de qué?

—De comportarte como lo haces.

Will se cruzó de brazos. Los ojos le brillaban peligrosos.

—Oh, nunca me harto —replicó—. Lo que, dicho sea de paso, es lo que tu hermana me dijo cuando…

La puerta del carruaje se abrió de golpe. Una mano salió disparada, agarró a Will por la camisa y lo metió adentro. La puerta se cerró ruidosamente tras él, y Thomas, sentado muy tieso, cogió las riendas de los caballos. En seguida, el carruaje avanzaba hacia la noche, mientras Gabriel se quedaba allí plantado, furioso, y lo observaba alejarse.

—¿En qué estabas pensando? —Jem, después de dejar a Will en el asiento opuesto del carruaje, meneó la cabeza; lo ojos plateados le brillaban en la oscuridad. Sujetaba el bastón entre las piernas, y apoyaba la mano suavemente sobre la tallada cabeza de dragón. El bastón había pertenecido al padre de Jem, Will lo sabía, y había sido diseñado para él por un armero cazador de sombras de Pekín—. Provocando así a Gabriel Lightwood…, ¿por qué lo haces? ¿De qué te sirve?

—Ya has oído lo que ha dicho de ti…

—No me importa lo que diga de mí. Es lo que piensan todos. Sólo que él tiene el valor de decirlo. —Jem se inclinó hacia adelante y apoyó la barbilla en la mano—. ¿Sabes?, no puedo ser eternamente tu desaparecido instinto de supervivencia. Algún día tendrás que aprender a arreglártelas sin mí.

Will, como siempre, hizo como si no le hubiera oído.

—Gabriel Lightwood no es una gran amenaza.

—Entonces, olvídate de él. ¿Hay alguna razón en particular por la que vayas mordiendo a los vampiros?

Will se tocó la sangre seca de la muñeca, y sonrió.

—No se lo esperan.

—Claro que no. Porque saben lo que pasa cuando uno de nosotros bebe de su sangre. Seguramente, ellos sí que creen que tienes más sentido común.

—No parece que esa creencia les sirva de nuevo, ¿no crees? No les hace ningún bien.

—Pues se diría que tampoco es que te haga mucho bien a ti. —Jem miró pensativo a Will. Era el único que nunca perdía los nervios con él. Hiciera lo que hiciera éste, la reacción más extrema que parecía capaz de provocar en Jem era una ligera exasperación—. ¿Qué ha pasado ahí dentro? Estábamos esperando la señal…

—El maldito Fosfor de Henry no ha funcionado. En vez de lanzar una ráfaga de luz, prendió fuego a las cortinas.

Jem hizo un ruido de risa contenida.

Will lo miró enfadado.

—No tiene gracia. No sabía si ibais a aparecer o no.

—¿De verdad crees que no íbamos a entrar a por ti cuando toda la casa se ha puesto a arder como una antorcha? —preguntó Jem razonable—. Podrían haber estado asándote en un espetón, por lo que sabíamos.

—Y Tessa, la muy tonta, debía salir por la puerta con Magnus, pero no se marchaba…

—Su hermano estaba encadenado a una silla en esa sala —indicó Jem—. No estoy seguro de que, en su lugar, yo me hubiera marchado.

—Veo que has decidido no darte cuenta de la cuestión.

—Si la cuestión es que había una chica guapa en la sala y te estaba distrayendo, entonces creo que entiendo perfectamente la cuestión.

—¿Crees que es guapa? —Will estaba sorprendido; Jem muy pocas veces opinaba sobre esas cosas.

—Pues claro, y tú también lo crees.

—La verdad es que no me he fijado.

—Venga ya, claro que te has fijado, y yo me he fijado en que tú te has fijado.

Jem sonreía. A pesar de la tensión de la batalla, esa noche se le veía saludable. Tenía color en las mejillas, y sus ojos eran de un plateado oscuro y constante. Había veces, cuando la enfermedad empeoraba, que el color se le iba de los ojos y éstos se le quedaban horriblemente pálidos, casi blancos, con una mota oscura por pupila en el centro, una mota de ceniza en medio de la nieve. En momentos como ésos también deliraba, y Will lo había sujetado mientras se sacudía y gritaba en otro idioma, y los ojos se le ponían en blanco, y siempre que eso pasaba, Will pensaba que ya estaba, que Jem iba a morir esa vez. Incluso a veces pensaba en lo que haría después, pero no podía imaginárselo, no más de lo que podía recordar su vida antes de llegar al Instituto. No soportaba pensar demasiado en esas cosas.

Sin embargo, había otras veces, como ésa, cuando miraba a Jem y no le veía ninguna señal de la enfermedad, en las que se preguntaba cómo sería encontrarse en un mundo en el que Jem no se estuviera muriendo. Y también era mejor no pensar en eso. En su interior, había un terrible espacio oscuro del que surgía el miedo, una voz negra que sólo podía silenciar con ira, riesgo y dolor.

—Will. —La voz de Jem lo sacó de sus desagradables pensamientos—. ¿Has oído una sola palabra de lo que te he estado diciendo estos últimos cinco minutos?

—La verdad es que no.

—No tenemos que hablar de Tessa si no quieres, ya lo sabes.

—No es Tessa. —Eso era cierto. Will no había estado pensando en ella. Prefería evitarlo; lo único que necesitaba era voluntad y práctica—. Uno de los vampiros tenía un siervo humano que me atacó. Lo he matado —explicó Will—. Sin ni siquiera pensarlo. Sólo era un estúpido niño humano, y lo he matado.

—Era un nocturnal —repuso Jem—. Se estaba transformando. Era cuestión de tiempo.

—Sólo era un niño —repitió Will. Volvió el rostro hacia la ventana, aunque el brillo de la luz mágica dentro del carruaje significaba que lo único que podía ver era su propio rostro mirándolo en el reflejo—. En cuanto lleguemos a casa, me voy a emborrachar —añadió—. Creo que voy a tener que hacerlo.

—No, no vas a hacerlo —le contradijo Jem—. Sabes exactamente qué pasará cuando lleguemos a casa.

Y porque Jem tenía razón, Will se enfurruñó.

Por delante de ellos, en el primer carruaje, Tessa se hallaba sentada sobre el banco de terciopelo frente a Henry y Charlotte; ellos hablaban en susurros sobre la noche y cómo había ido. Tessa dejó que las palabras pasaran por ella, sin prestarles atención. Sólo habían muerto dos cazadores de sombras, pero la fuga de De Quincey era un desastre, y a Charlotte le preocupaba que el Enclave la culpara por ello. Henry hacía ruiditos tranquilizadores, pero Charlotte parecía inconsolable. Tessa se hubiera sentido mal por ella, si hubiera tenido la energía necesaria para sentir algo.

Nathaniel estaba medio tumbado sobre Tessa, con la cabeza en su regazo. Ella se inclinó y le acarició el sucio cabello con los dedos enguantados.

—Nate —le llamo, en una voz tan baja que esperó que Charlotte no pudiera oírla—. Ya está. Ya ha pasado todo.

Nathaniel sacudió las pestañas y abrió los ojos. Alzó la mano, con las uñas rotas y los nudillos hinchados y retorcidos, y entrelazó los dedos con los de ella.

—No te vayas —dijo con voz rota. Cerró los ojos de nuevo; era evidente que la conciencia le iba y venía, suponiendo que eso fuera estar consciente—. Tessie… quédate.

Nadie más la llamaba así; Tessa cerró los ojos, tratando de contener las lágrimas. No quería que Charlotte, ni ningún otro cazador de sombras, la viera llorar.