La propiedad es un conjunto de derechos que se define según el país y el momento. El gobierno limita los derechos de propiedad de diversas maneras, desde la reglamentación hasta, en algún sentido, la política monetaria. En cada sociedad, los derechos de propiedad se definen mediante un proceso político que determina su alcance. Es decir, tanto el pasado, reflejado en las normas vigentes, como los objetivos y el balance del poder presente definen los límites de los propietarios.
La nacionalización de los bancos puso de manifiesto el poder constitucional y real del Estado mexicano para limitar de repente los derechos de propiedad. La concepción de propiedad privada incluida en la Constitución mexicana es diferente a la de la tradición legal estadunidense, en la que el derecho a la propiedad privada se afirma de una manera más categórica. Con todo, la propiedad privada ha sido un elemento fundamental de la organización social y económica de México, salvo en el campo, donde el ejido, una especie de tenencia comunal de la tierra, ha sido de gran importancia. Sin embargo, la propiedad privada se concibe de forma limitada, dado el extenso poder autónomo legal del presidente, derivado de la Constitución de 1917, que facilita actos como la expropiación de los bancos.
Dado este marco legal de relativa incertidumbre, los propietarios necesitaban cierto grado de seguridad para invertir y ahorrar en el país. Con ese propósito se desarrolló un conjunto de reglas informales y formales, en especial después de 1940, que comprometían al gobierno a fomentar el desarrollo de los empresarios. Esas reglas lograron promover la inversión privada y el crecimiento económico.
No obstante, dado que el gobierno mantenía una reserva de poder autónomo para modificar las reglas del juego, siempre hubo una fuente de inestabilidad, la cual resurgió inicialmente durante la administración de Echeverría y volvió a aparecer, con mayor virulencia, en el último año del sexenio de López Portillo.
La expropiación de los bancos, el control del tipo de cambio y el caos económico atribuido a una política macroeconómica errónea que provocó la devaluación de los activos denominados en pesos minaron severamente las reglas informales que habían regulado la relación entre los gobiernos posteriores a la Revolución y el sector privado. Esas reglas habían funcionado bien, en particular durante tres decenios, pero no fueron sostenibles una vez que el gobierno modificó el papel del Estado en la economía.
El gobierno de De la Madrid, fuertemente endeudado y con un gigantesco déficit público como resultado de la crisis económica de 1981-1982, necesitaba la inversión y el ahorro privado para restablecer el crecimiento. El gobierno siguió una estrategia doble para recuperar la confianza de los empresarios. Con el propósito de crear reglas más estables en su relación con los propietarios, pero restringido por sus orígenes ideológicos y por la naturaleza de su apoyo político, el gobierno buscó una reforma constitucional con el objeto explícito de persuadir a la comunidad empresarial de que nacionalizaciones futuras no pudiesen ser nunca más responsabilidad única del presidente. No obstante, la reforma creó un mayor conflicto con respecto a la facultad legal del Estado mexicano para limitar o destruir los derechos de propiedad y lo distanció aún más del sector más radical de la comunidad empresarial (los más atraídos por una noción de estado de derecho más cercano al anglosajón). La decisión de la Suprema Corte de sobreseer el amparo de los banqueros acrecentó la idea de que la seguridad de los derechos de propiedad era muy endeble.
No obstante, al mismo tiempo el gobierno siguió una política económica benéfica para los intereses del sector privado, al menos para los de las grandes empresas. Esta política económica más ortodoxa estuvo acompañada por la desregulación de la economía, lo cual aumentó el alcance real de los derechos de muchos propietarios (si bien canceló ciertos “derechos” especiales, como los permisos de importación), así como por un proceso de privatización que ampliaba los espacios de acción de los propietarios y que terminaría, en el segundo sexenio, por incluir nuevamente a los bancos mediante su privatización.
El gobierno siguió interviniendo en los mercados, pero sobre todo para fomentar un ambiente propicio para los hombres de negocios, en especial los grandes empresarios. Además, una vez que no fue posible controlar la inflación simplemente restringiendo la demanda, el gobierno dio acceso a los empresarios más importantes al proceso de la toma de decisiones, por medio de los llamados pactos.
Un grupo significativo de pequeños y medianos industriales, afectados por la liberalización de la economía, trató en vano de bloquear el nuevo modelo de desarrollo desde los espacios políticos aceptados en la relación con el gobierno. Sin embargo, un grupo de empresarios más radicales, políticamente hablando, siguió resistiéndose a la naturaleza discrecional implícita en las instituciones políticas de México. Aunque el gobierno neutralizó sus demandas, fueron ampliando sus espacios de participación electoral.
El apoyo de los empresarios al gobierno se consolidó con el buen desempeño de Cárdenas en las elecciones de 1988. Esto sirvió como una fuerte señal de advertencia de lo que la democracia podría significar en México en 1988. En comparación con los cardenistas, a los que veían como una amenaza para la seguridad de su propiedad, los empresarios volvieron a considerar al gobierno priísta el mal menor. Aunque tenía un historial estatista y seguía teniendo un poder discrecional potencialmente peligroso para limitar la propiedad, el PRI estaba dando pruebas de que tenía capacidad para reformar sus políticas y lograr la gobernabilidad de la compleja sociedad mexicana, lo que, desde el punto de vista de una parte importante de los empresarios, parecía la mejor opción disponible.1
Según Rolando Vega, presidente del CCE de 1989 a 1991, México podía esperar con el nuevo pacto con el gobierno de Salinas un decenio de crecimiento sin inflación. Desde su punto de vista, esto sería posible dada la existencia de un ambiente en el que se respetaba el derecho a la propiedad, donde se le otorgaba un trato igual a la inversión extranjera y existía seguridad legal.2
Los comentarios de Vega estaban cegados por el optimismo del momento. El nuevo programa económico no fue capaz de propiciar un crecimiento estable a largo plazo, como se hizo evidente en 1995. Además, en el plano político, el país seguía bajo el control de un solo partido, no había surgido un sistema judicial independiente, los cambios legales fundamentales habían sido limitados y el presidente, al menos hasta 1997, cuando su partido perdió la mayoría en el Congreso, seguía teniendo enormes poderes discrecionales, aunque más limitados por una economía más de mercado.
A pesar de que la política macroeconómica fue más ortodoxa y de que existió un programa de liberalización, desregulación y privatización, ni De la Madrid ni Salinas, quien aceleró el programa de reforma económica, estuvieron dispuestos a alterar las bases constitucionales de la intervención estatal. Por ejemplo, para atraer los capitales extranjeros, hasta diciembre de 1993 no se creyó necesario cambiar la ley de 1973 sobre inversión extranjera; sólo el reglamento fue modificado. Aunque el nuevo reglamento de la ley era menos restrictivo y otorgaba menos poder discrecional al gobierno, la ley siguió siendo el mismo texto puesto en vigor en la administración de Echeverría.
De manera similar, para vender los bancos al sector privado el gobierno sólo revocó el párrafo quinto del artículo 28 de la Constitución, que reservaba la actividad bancaria al Estado. El gobierno no alteró los párrafos introducidos por De la Madrid a los que se habían opuesto los empresarios más radicales.
Después de la iniciativa de reforma al artículo 27 sancionada en enero de 1992, se introdujo un cambio radical: los ejidatarios que quisieran tener la posesión de su parcela como propietarios privados podrían hacerlo. La reforma facilitaba también la asociación entre la propiedad privada y el ejido y la propiedad comunal. Ahora, las empresas comerciales podían ser propietarias de tierras, sujetas a ciertos límites.
Lo más significativo es que el derecho de los campesinos a reclamar tierra fue revocado, lo cual aumenta la seguridad de la propiedad agraria.3 Sin embargo, de manera similar a lo ocurrido con otras reformas, el gobierno mantuvo la concepción de propiedad analizada en el capítulo II y no modificó el poder constitucional del presidente para expropiar definido en la ley correspondiente.
Si bien la Constitución sufrió muchos cambios en los tres sexenios de reforma económica, se respetó el concepto de propiedad vigente desde 1917. Ciertas restricciones constitucionales, como en materia eléctrica y petrolera, siguen siendo límites importantes a la política de apertura seguida por los gobiernos mexicanos desde 1983. La estrategia del gobierno consistió en hacer los menores cambios legales posibles. El gobierno optó por mantener el marco legal actual sin pagar un precio político o económico significativo. A muchos empresarios, entre ellos los más importantes, ya no les preocupan seriamente las implicaciones potenciales del texto constitucional ni la posición política dominante del gobierno y el PRI. Estaban conformes con el espacio abierto por el nuevo modelo de desarrollo.
Al gobierno le preocupó no distanciarse más de su imagen como heredero legítimo de la Revolución, que seguía siendo un símbolo de gran importancia. Aunque el gobierno buscó modificar la interpretación más estatista de la Constitución de 1917, sus principios básicos fueron mantenidos. La herencia revolucionaria seguía siendo un símbolo unificador importante en un país polarizado por grandes desigualdades. El poder discrecional del gobierno, representado por la propia Constitución, era un mecanismo útil para negociar entre grupos sociales tan desiguales.
Aunque el nuevo modelo económico otorgó a los empresarios más libertad en el mercado y ha tratado de que su manera de regular la economía sea más predecible, el gobierno no estuvo dispuesto a subordinar al presidente a una concepción liberal del estado de derecho, conforme a la cual se vería disminuido su poder discrecional. La necesidad de gobernar una sociedad compleja y desigual también fue la justificación más esgrimida para no reformar el PRI, el instrumento político creado después de la Revolución mexicana para representar, manipular y, en última instancia, controlar a los sectores populares, al menos hasta su derrota el 2 de julio de 2000.
Ahora, el Estado tiene menos propiedades e interviene menos en la economía; sin embargo, legalmente mantiene el poder autónomo para limitar los derechos de propiedad en lo futuro, puesto que las instituciones relacionadas con la seguridad legal de los derechos de propiedad de hecho permanecen inalteradas. En los años de reforma y control sobre el Congreso el gobierno no estuvo dispuesto a disminuir la base legal de su poder autónomo más de lo que se requería mínimamente. Tanto De la Madrid como Salinas y Zedillo preservaron la reserva de poder constitucional del presidente. Los límites al poder presidencial han venido más bien del mercado y del debilitamiento del PRI, que llevó a la pérdida del control del Congreso en 1997 y de la presidencia en el 2000.
De acuerdo con Adam Przeworski, la cuestión central es “si el grueso de la burguesía prefiere asumir la responsabilidad de defender sus propios intereses en condiciones competitivas o renunciar a su propia autonomía política a cambio de la protección de sus intereses económicos”.4 A pesar de la lección histórica de las administraciones de Echeverría y López Portillo, que mostraron a los empresarios la inestabilidad de los derechos de propiedad, tanto desde el punto de vista legal como de su valor, aparentemente muchos empresarios, en particular los más influyentes, concluyeron que una disputa abierta con el gobierno sobre el poder político era demasiado arriesgada y sin beneficios tan evidentes.
Un numeroso grupo de hombres de negocios aceptó de nuevo que el gobierno priísta siguiera siendo el depositario indiscutible del poder político. Creyeron que debían aceptar la división entre su poder económico y el poder político del gobierno. Los empresarios no contaban con el apoyo social para tomar el poder político o para promover un cambio de las reglas del juego formales que mejorara la estabilidad legal de los derechos de propiedad.
Si la única manera de disminuir el potencialmente peligroso poder del gobierno era mediante instituciones más democráticas, los grandes empresarios prefirieron, dado lo sucedido en las elecciones de 1988, aceptar la incertidumbre implícita en las instituciones políticas nacionales. Después de todo, aunque la democracia en México era en gran medida imperfecta, la sociedad disfrutaba de cierto grado de pluralismo, los votos se contaban de manera adecuada en algunas elecciones locales y existía cierto tipo de protección de los derechos humanos (en especial en el caso de los ciudadanos adinerados).
Una democracia en la que el derecho al voto se respetara en forma rigurosa no era una preocupación primordial de la mayoría de los empresarios en un momento en el que se consideraba que el gobierno estaba actuando “correctamente” y que el votante podía optar por candidatos defensores de políticas de otro corte. Tal fue el caso cuando la política económica de De la Madrid favoreció sus intereses y el riesgo de una intervención estatal dañina en la economía dejó de ser una cuestión importante. Para los grandes empresarios, las instituciones democráticas más competitivas introducían un grado de incertidumbre que no les gustaba.
Después de todo, los empresarios más importantes tenían acceso al proceso de formulación de las políticas económicas y disfrutaban de los beneficios de un ambiente económico estable y de regulaciones más predecibles. En esas circunstancias, el uso “amigable” que hacía el gobierno de su poder autónomo para incrementar el alcance de muchos de los derechos del conjunto que constituye la propiedad compensaba la falta de seguridad de los derechos de propiedad. A los empresarios en México les interesaba más una relación de negociación favorable que los derechos de propiedad privada absolutos (a la manera del liberalismo estadunidense).
Según Hugo Villalobos, presidente de la Concanaco en el sexenio de Salinas, una organización empresarial tradicionalmente crítica del gobierno, “los tiempos de lucha entre los sectores público y privado pertenecen al pasado, por lo que ahora sólo tienen un fin común que se llama México”.5 Lo que esta retórica frase implica es que ya existía un acuerdo básico respecto al papel del Estado en el desarrollo económico.
La recuperación de la confianza no es ajena al hecho de que el equilibrio económico entre los sectores público y privado había cambiado. Al final del sexenio de Salinas, después de ocho años de reforma económica, el gobierno gastaba menos y tenía menos empresas. El mercado se encontraba menos constreñido por las regulaciones gubernamentales. Las empresas mexicanas eran más fuertes que antes y habían diversificado una proporción significativa de sus ventas al exterior. En resumen, la economía dependía más que antes de la disposición de los propietarios a invertir y ahorrar en el país.
Debido a que la economía nacional se integraba cada vez más con la economía internacional y a que la función del mercado era cada vez más importante, los propietarios habían aumentado su poder estructural. La capacidad real del Estado para limitar repentina y profundamente los derechos de propiedad había disminuido en efecto, a pesar de las definiciones legales aún existentes.
Además, la retórica gubernamental ya no catalogaba de parasitaria la función empresarial, a la que ya considera fundamental para el desarrollo económico de México. El propio gobierno hizo severas críticas a la excesiva intervención del Estado en la economía anterior a 1982. Según la tesis salinista, para asegurar la justicia social el gobierno debía confiar en la inversión privada, a la que se considera más eficaz que su contrapartida pública. Conforme a la doctrina económica clásica, se acepta que el hecho de que los individuos busquen utilidades fomentará el interés general.
Formalmente, podía seguirse limitando la propiedad privada como antes; sin embargo, su actual importancia para posibilitar el crecimiento llevaba al gobierno a proteger los derechos de propiedad y a seguir caminos más predecibles cuando pretendiera limitar a los propietarios. Dado que el mercado es más importante que antes, el poder autónomo para limitar significativamente los derechos de propiedad tiene cada vez menos beneficios para el gobierno. El poder infraestructural, la manera de influir de manera positiva en la economía, requiere cierta cooperación de los empresarios.
A pesar de su capacidad legal para limitar los derechos de propiedad, al gobierno mexicano ya no le era fácil cambiar la estrategia de desarrollo en un futuro inmediato y salirse con la suya si relajara gravemente la disciplina fiscal. Aunque aún quedaba margen para introducir variaciones respecto a quién gana qué, incluso un gobierno de izquierda se enfrentaría a fuertes presiones para seguir adelante con políticas económicas congruentes con el actual contexto económico. El éxito de todo gobierno depende de su capacidad para mantener el equilibrio de las finanzas públicas (al que afectan tanto la tasa de inversión privada como las de crecimiento y rentabilidad) y de la disposición de los empresarios a invertir y ahorrar en el país.
Cada vez más el alcance de la política económica interna estará vinculado a las políticas que se sigan en el extranjero, en particular en los Estados Unidos. Las opciones internacionales abiertas a los inversionistas afectan el poder estructural de los empresarios. Por ejemplo: si los Estados Unidos aumentan la tasa marginal de impuestos para los más ricos, el gobierno mexicano tiene más posibilidades de aumentar también sus tasas impositivas internas.
Algunos empresarios podrían creer que sus derechos de propiedad están legalmente mejor protegidos que antes; sin embargo, esto es una ilusión. En lugar de eso, lo que había aumentado es su poder estructural, lo cual eleva los costos de emplear la ley contra ellos, y éstos, a su vez, aumentan su seguridad.
Esa seguridad satisfizo a los empresarios más influyentes. Después de todo, el gobierno había dejado efectivamente de emplear su poder discrecional contra sus intereses. Una vez más, cuando se interpreta de manera discrecional el marco legal, por lo general fue en su beneficio.
Antes de 1985, muchas veces la discrecionalidad se empleaba para proteger a los empresarios del mercado y ello compensaba la inseguridad potencial de los derechos de propiedad. Aún siguen beneficiándose de la discrecionalidad, pero el beneficio es menos importante que antes. Ahora, el fortalecimiento del mercado mediante el aumento de su poder estructural tiende a protegerlos de la discreción gubernamental dañina.
No obstante, el poder estructural implica dos debilidades principales. Primera, si el gobierno careciera de poder infraestructural para controlar la economía en medio de una crisis económica aguda, un presidente podría encontrar buenas razones (al menos a corto plazo) para emplear su poder autónomo constitucional con el propósito de limitar los derechos de propiedad. Si un gobierno mexicano considerara que la propiedad privada no está sirviendo al interés general, otra vez podría hacer uso de su capacidad constitucional para limitar la propiedad privada. En la crisis del 95 el gobierno de Zedillo optó por profundizar la reforma estructural, a pesar de las presiones políticas de todos los signos, pero esto fue más por un convencimiento personal de cuál era la política económica deseable. Segunda, el poder estructural puede proteger los intereses de los empresarios en cuanto clase. Puede obligar al gobierno a fomentar la actividad económica en general, pero no puede evitar decisiones destinadas a un empresario específico.
La seguridad de los propietarios depende en alguna medida del éxito de la estrategia económica del gobierno en turno. Si fracasa, las nuevas presiones para que haya una mayor intervención estatal encontrarán un marco institucional propicio, sujeto al modelo económico deseado por el presidente.
La seguridad arraigada en el poder político y en un modelo institucional que proteja claramente los derechos de propiedad es más estable. Una seguridad plena será, ceteris paribus, más propicia para la inversión a largo plazo que la seguridad basada en el poder estructural de los propietarios. No obstante, una seguridad legal firme es el resultado de una distribución específica del poder; no aparece en un vacío histórico. La estructura de la sociedad mexicana y el origen revolucionario del Estado y una lógica administrativa patrimonialista preponderante en nuestra historia han hecho que la seguridad legal firme no haya estado disponible para los empresarios de México. El estado legal no ha sido sustituido por el estado de derecho.
La incertidumbre resultante sobre el futuro de los derechos de propiedad puede ayudar a explicar por qué muchos empresarios importantes hayan apoyado con entusiasmo la liberalización comercial y aun el Tratado de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos y Canadá, aun cuando implicara una mayor competencia. Desde luego, hay una razón económica inmediata: el acceso al mercado de los Estados Unidos. Sin embargo, otra razón para apoyar el TLC fue que ese tratado hace que todo cambio importante posterior en la estrategia de desarrollo sea más costoso para el gobierno y, por tanto, menos probable. La redefinición de los derechos de propiedad implicaría la afectación de los propietarios tanto mexicanos como extranjeros.
Mediante el TLC, sin reformar las instituciones políticas mexicanas, los empresarios pudieron asegurar algunos de los límites al poder discrecional dañino que inicialmente habían buscado a través de su participación en los partidos políticos. En lugar de un mecanismo interno de pesos y contrapesos, aceptaron uno externo. El TLC sirve como una garantía extraterritorial para la propiedad privada.6
Con el TLC el gobierno se ata las manos en lo futuro respecto a importantes cuestiones de política económica (política comercial, industrial e indirectamente incluso monetaria). El TLC es una señal para los hombres de negocios de que los elementos clave del actual programa económico son mucho más estables, lo cual hace que la inversión a largo plazo en México sea más segura.
Para un efecto semejante, el gobierno podría haber buscado disminuir su capacidad legal para expropiar, lo cual fue la intención de las reformas constitucionales analizadas en el capítulo VI; sin embargo, las reformas fueron un fracaso, al no convencer ni a propios ni a extraños. Ninguno de los gobiernos prorreforma económica posteriores hicieron una nueva reforma constitucional más radical; no sólo porque una reforma así sería políticamente costosa en vista de la distribución de poder de la sociedad mexicana, sino porque el gobierno parece valorar esta reserva de poder discrecional que le otorga la Constitución.
El TLC tiene una ventaja adicional desde el punto de vista gubernamental: obliga a los empresarios a competir. El tratado actúa también como un freno externo a posibles apoyos del gobierno al sector privado. Con el tratado, el gobierno es menos vulnerable a las demandas de apoyo de una comunidad empresarial fuerte en una sociedad relativamente débil.
Cerca de 10 años les tomó al gobierno y a los empresarios llegar a un acuerdo después de la crisis económica y la nacionalización de los bancos de 1982. Sin embargo, ese acuerdo no implicó un cambio de fondo de las instituciones políticas mexicanas. La liberalización y la privatización no llevaron al país a un marco constitucional con derechos mejor definidos. No obstante, el TLC fue un paso importante en ese sentido, según la opinión de los grandes empresarios, dada la herencia revolucionaria de México y su doctrina constitucional, pero no vino acompañado con una modificación del sistema político.
Esto vino con la reforma electoral de 1996, en la que el gobierno dejó de controlar el proceso electoral y, sobre todo, con el 2 de julio del año 2000, cuando un candidato a la presidencia de origen empresarial, con el apoyo de empresarios de distintos tamaños y orígenes geográficos, triunfó en elecciones limpias y competidas. El tema de los derechos de propiedad ya no estuvo en el centro de la agenda. Ahora la discusión fue el control político del Estado. Con todo, la reforma económica, profundizada aún más en el sexenio de Zedillo, puso límites estructurales poderosos a la capacidad del Estado de intervenir en el ámbito económico. Un gobierno con esos límites tampoco podía ya castigar o presionar a empresarios deseosos de apoyar a Fox.
El nuevo gobierno hereda un marco constitucional aún poco liberal en materia de propiedad y que impone límites a potenciales deseos privatizadores en los llamados sectores estratégicos. Con todo, ya no es un Estado capaz de modificar las reglas del juego en materia de propiedad a su gusto. La discusión pendiente se centra más en la construcción de un Estado que proteja a los ciudadanos de la delincuencia, es decir, de organismos violentos ajenos al Estado, y en redefinir el pacto entre ciudadanos y Estado con respecto a cuántos impuestos se pagan y cómo se gastan, es decir, con respecto a los derechos y obligaciones efectivos de los ciudadanos.
1 El gobierno de los Estados Unidos, que había preconizado la necesidad de instituciones más democráticas en México, reaccionó de una manera similar. Para éste, el gobierno de Salinas era también la mejor opción disponible.
2 “Terminó el periodo de inflación, sigue el de crecimiento: R. Vega”, por Rodolfo Benítez, El Financiero, 8 de diciembre de 1989, año IX, núm. 2083, p. 8. No debemos olvidar las declaraciones similares de Abedrop, el presidente de la Asociación de Banqueros Mexicanos en 1978, citadas en la nota 92 del capítulo IV.
3 No obstante, el gobierno legaliza periódicamente la propiedad urbana de origen ilegal, lo cual disminuye la seguridad de la propiedad urbana en México. Un campo abierto a la investigación es la razón por la que el derecho de los pobres a la tierra urbana sigue siendo reconocido tácitamente y las implicaciones de ello. La importancia política de haber perdido la capacidad discrecional de regularizar tierras en el campo no debe ser desestimada. No es casual que una de las principales justificaciones del levantamiento del EZLN, dirigido por el subcomandante Marcos, fuera precisamente el que se hubiera despojado a los campesinos del derecho a reclamar la tierra.
4 Przeworski, como él mismo reconoce, sigue a Marx en esto. Véase Adam Przeworski, “Democracy as a Contingent Outcome of Conflicts”, en Jon Elster y Rune Slagstad (comps.), Constitutionalism and Democracy (Cambridge University Press, Cambridge, 1988), p. 72.
5 “Cosa del pasado, la pugna entre empresarios y gobierno”, por Jorge Roldán, El Universal, 11 de enero de 1992, año LXXVI, tomo CCC, núm. 27145, p. 1.
6 Uno de los puntos centrales en el TLC es el compromiso de no expropiar salvo en caso de utilidad pública y con compensación conforme al valor de mercado. Este último punto es el que difiere de la Constitución y de la Ley de Expropiación.