La revolución mexicana empezó en los últimos días de lo que con frecuencia se ha llamado el periodo clásico del imperialismo, cuando las grandes potencias luchaban por ganar posiciones para el conflicto que todas ellas esperaban. La revolución alcanzó su clímax durante la primera guerra mundial. Cuando la fase armada de la revolución amainó con la caída de Carranza en 1920, el panorama internacional había cambiado hasta hacerse irreconocible. El poderío de los Estados Unidos había aumentado en un grado sin precedentes. Política y económicamente los Estados Unidos habían instaurado su hegemonía en el continente americano y ahora ejercían en el Viejo Mundo una influencia que nunca antes habían tenido.
El rostro del Viejo Mundo también había cambiado totalmente. Alemania estaba derrotada. El imperio austrohúngaro se había disuelto. A pesar de su victoria, la Gran Bretaña y Francia salieron sumamente debilitadas de la matanza y la devastación de la primera guerra mundial. La revolución bolchevique había dejado sentir su influencia mucho más allá de las fronteras de Rusia.
¿Qué efecto tuvo este trastorno internacional en las políticas de las grandes potencias respecto a la revolución mexicana antes de la primera guerra mundial, durante la misma y en el periodo inmediatamente posterior? ¿Cómo afectaron esas políticas el desarrollo mismo de la revolución? Éstas son las principales preguntas que este libro ha tratado de contestar. Claramente relacionada con ellas existe una segunda serie de preguntas. ¿Qué influencia ejercieron los intereses económicos relacionados con México en las políticas de sus respectivos gobiernos y en los revolucionarios mexicanos?
Estas preguntas son más fáciles de contestar por lo que toca a la revolución de Madero y a su gobierno, pero se hacen más complejas cuando se refieren al periodo posterior a su caída. Cuando la revolución maderista estalló en 1910, fue considerada por los gobiernos de todas las grandes potencias y por los intereses económicos extranjeros en México simplemente como otro golpe más en la clásica tradición latinoamericana, sin profundas implicaciones sociales. Su actitud frente a la revolución dependió de la relación que habían mantenido con el gobierno de Díaz y con el grupo gobernante de los “científicos”. Los gobiernos de Inglaterra y Francia y sus respectivos intereses financieros, resintieron profundamente la revolución maderista, pues temían perder la preeminencia de que habían gozado durante el porfiriato. Las actitudes frente a Madero tanto en los Estados Unidos como en Alemania fueron mucho más contradictorias. En tanto que algunos intereses norteamericanos y alemanes consideraban a Díaz como el único verdadero garantizador de la paz y el orden en México, otros establecieron vínculos con el movimiento maderista. Las compañías petroleras norteamericanas esperaban que, con la ayuda de Madero, podrían trastocar la política probritánica de Díaz. El Deutsche Südamerikanische Bank de Alemania, en particular, había forjado estrechas ligas económicas con la familia Madero y esperaba sacar provecho de una victoria revolucionaria. En general, tanto el gobierno de Taft en Washington como el de la Alemania imperial vieron en un principio la revolución maderista con una disposición mucho más favorable que la de sus homólogos británicos y franceses.
Hacia 1912 se había hecho claro que Madero había desencadenado fuerzas sociales que no podía controlar. Los gobiernos de las grandes potencias y la gran mayoría de los intereses económicos extranjeros apoyaron entonces el golpe que derrocó al gobierno de Madero. Sólo hubo desacuerdos respecto a quién debía sustituirlo. Los europeos favorecían a Huerta en tanto que el embajador norteamericano Henry Lane Wilson prefería a Félix Díaz. En general, sin embargo ésta fue la única ocasión en el transcurso de la revolución mexicana en que todas las grandes potencias y sus respectivos intereses económicos se mostraron unánimes en sus actitudes frente a los conflictos internos de México.
Al iniciarse la segunda fase de la revolución mexicana en la primavera de 1913, surgieron profundas diferenecias entre las potencias europeas y el recién elegido presidente norteamericano, Woodrow Wilson. Esta vez los europeos comprendieron que tenían por delante una revolución social y se propusieron aplastarla con el gobierno militar de Huerta, que habían ayudado a llevar al poder. En cambio Woodrow Wilson, después de ciertas vacilaciones, se propuso aprovechar la revolución para hacer de México un modelo para toda América Latina y tal vez para todos los países subdesarrollados. Quería convertir a México en una democracia parlamentaria con elecciones libres y transferencias ordenadas del poder. Wilson se oponía a las transformaciones sociales que pudieran amenazar el sistema de libre empresa, pero era partidario de algún tipo de reforma agraria, sin especificar nunca a costa de quién y de qué manera debía realizarse. Quería que se garantizaran las propiedades de los inversionistas norteamericanos y que México limitara la influencia de los gobiernos y los intereses económicos europeos, que él consideraba imperialistas. Wilson deseaba que México se volviera hacia los Estados Unidos en busca de consejos y orientación.
Las potencias europeas en México estaban tan inhibidas por su temor a contrariar a los Estados Unidos y por sus crecientes rivalidades mutuas, que sus políticas fracasaron completamente. Después del estallido de la primera guerra mundial en julio de 1914, las políticas de todas las grandes potencias en México quedaron subordinadas a los imperativos de la guerra. En ese momento empezó a producirse un profundo cambio en las actitudes de las potencias europeas frente a los movimientos revolucionarios.
En el transcurso de la primera guerra mundial, acicateadas por su intenso conflicto, las potencias europeas empezaron a hacer por fin lo que los Estados Unidos habían venido haciendo durante más de una década y media: tratar de poner a los movimientos nacionalistas y revolucionarios de todos los matices al servicio de sus propias estrategias mundiales. La intervención de los Estados Unidos en Cuba en 1898 había revelado las grandes posibilidades que ofrecían tales intentos. Mediante su ingenioso apoyo al movimiento independentista cubano contra España, los Estados Unidos habían logrado, sin gran sacrificio de hombres ni de materiales, convertir a la isla en un apéndice semicolonial propio. En 1914 las potencias europeas siguieron el ejemplo: Alemania brindó su apoyo a los movimientos nacionalistas y/o revolucionarios en Irlanda, la India y el Cáucaso, e incluso le tendió una mano amiga a los revolucionarios rusos cuando le permitió a Lenin pasar a través de Alemania a su regreso del exilio. De manera similar, los aliados brindaron ayuda a los movimientos nacionalistas en Austria-Hungría y en el imperio otomano e incluso enviaron a uno de los suyos, Lawrence de Arabia, a organizar el levantamiento árabe contra los turcos. Los rebeldes y disidentes a quienes las grandes potencias ayudaron no eran, en su mayoría, agentes de dichas potencias, sino más bien dirigentes comprometidos con sus propias causas que simplemente trataban de lograr en una escala menor lo que las grandes potencias estaban tratando de lograr en una escala algo mayor. No eran meros peones ignorantes de la política de poder; ellos mismos estaban tan deseosos de explotar el conflicto entre las grandes potencias como éstas de explotar los conflictos entre los rebeldes y sus enemigos.
México es un caso especialmente notable en este sentido porque estaba experimentando un intenso conflicto interno al mismo tiempo que gran parte del resto del mundo estaba librando la primera guerra mundial. Como resultado de la guerra, la mayoría de las grandes potencias intentaron aprovechar el conflicto interno de México, mientras que los dirigentes mexicanos, tanto revolucionarios como contrarrevolucionarios, trataron de aprovechar el conflicto mundial.
Entre la caída de Madero y el fin de la primera guerra mundial, tres potencias intentaron influir en escala masiva en los acontecimientos que se desarrollaban en México: la Gran Bretaña, Alemania y los Estados Unidos. La política británica tuvo sus repercusiones más importantes en México entre 1913 y 1914, y la de Alemania entre 1915 y 1919. La política de los Estados Unidos fue de importancia decisiva en México durante todo el transcurso de la revolución.
Las intervenciones de la Gran Bretaña y Alemania en los asuntos mexicanos fueron en gran medida indirectas y encubiertas, mientras que las de los Estados Unidos fueron más directas y abiertas. La Gran Bretaña y Alemania lograron mantener buenas relaciones en forma continua con las facciones que apoyaron (los británicos con Huerta durante todo su régimen, y Alemania con Carranza desde mediados de 1916 hasta su derrocamiento); no así los norteamericanos. Durante breves periodos, los europeos ejercieron una influencia considerable en las facciones que patrocinaron. A la larga, sin embargo, sólo los Estados Unidos influyeron de manera decisiva en el desarrollo de la revolución mexicana.
Entre las grandes potencias, la Gran Bretaña siguió la política más coherente en México entre 1910 y 1920. Sin considerar ni siquiera remotamente la opción de enviar a un Lawrence a influir en los revolucionarios mexicanos, se opuso a todas las facciones revolucionarias durante esos diez años y apoyó consecuentemente a los grupos contrarrevolucionarios. La convicción, expresada por el representante diplomático británico Thurston, de que lo que México necesitaba era “un gobierno de hombres blancos”, era compartida por los funcionarios más responsables del Ministerio de Relaciones Exteriores británico. El racismo, sin embargo, no fue el principal determinante de la política británica. La estrecha relación de los intereses británicos con las fuerzas porfiristas, así como las fluctuantes alianzas de los revolucionarios con los Estados Unidos y con Alemania, influyeron fuertemente en el papel desempeñado por la Gran Bretaña. En general, la coherencia de la política británica corrió pareja con su ineficacia.
Durante un breve periodo, entre marzo y noviembre de 1913, pareció que la Gran Bretaña, al apoyar a Huerta, había logrado en México una influencia mayor aún que la que había ejercido en tiempos de Porfirio Díaz. Las relaciones de la Gran Bretaña con Huerta han sido objeto de controversia y de interpretaciones contradictorias tanto entre los políticos como entre los historiadores. En 1913 Woodrow Wilson y sus más íntimos asesores se convencieron de que los diplomáticos británicos en México, y sobre todo el ministro británico, Sir Lionel Carden, estaban ejerciendo una influencia decisiva en Huerta, alentándolo a resistir las presiones norteamericanas y a permanecer en el poder, y ello con el pleno consentimiento del Ministerio de Relaciones Exteriores en Londres y de los intereses económicos británicos. Algunos historiadores se han inclinado a desechar estas interpretaciones, ya que no ha sido posible encontrar entre los papeles de Woodrow Wilson o de sus colaboradores prueba alguna que las confirme de manera concluyente. En los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores británico tampoco se ha hallado nada definitivo al respecto.
La información obtenida en fuentes alemanas y francesas no sólo confirma las sospechas de Wilson en cuanto a la política y las intenciones británicas, sino que revela que la política británica en México fue aún más antinorteamericana de lo que el presidente había pensado. Según el representante alemán en México, Paul von Hintze, probablemente el mejor informado y el más inteligente de los diplomáticos acreditados en México, la influencia de Sir Lionel Carden sobre Huerta era tan grande que éste no hacía nada sin consultar al ministro británico. Hintze pensaba que su colega británico era casi patológicamente antinorteamericano.
Según los expertos del Ministerio de Asuntos Extranjeros de Francia, la aliada más estrecha de Inglaterra, la actitud de Carden no era en modo alguno un fenómeno aislado. Gozaba del apoyo de poderosos intereses económicos británicos y de importantes sectores del gobierno británico. De hecho, tanto Hintze como los funcionarios del Ministerio francés creían que los británicos estaban promoviendo una guerra entre el régimen de Huerta y los Estados Unidos en 1913. La alianza de la Gran Bretaña con Huerta no sólo fue un fracaso, sino que resultó contraproducente. Los Estados Unidos se vengaron impidiendo la penetración económica británica en otros países latinoamericanos, como por ejemplo Colombia. Sobre todo la tenacidad de Huerta, que los británicos habían alentado, hizo que Wilson se acercara a sus adversarios revolucionarios. Entre marzo y octubre de 1913 Wilson se había mostrado dispuesto a aceptar una solución que hubiera permitido a alguno de los colaboradores de Huerta, como por ejemplo Federico Gamboa, asumir la presidencia de México. Tal solución habría asegurado un régimen huertista sin Huerta. Después de octubre de 1913, cuando Huerta disolvió el Congreso y se hizo reelegir, Wilson dio todo su apoyo a los constitucionalistas, haciendo prácticamente inevitable su victoria.
Después del comienzo de la primera guerra mundial, la capacidad de la Gran Bretaña para influir en México se vio coartada radicalmente por la necesidad de concentrar todos sus esfuerzos y recursos en la guerra. Al mismo tiempo, el número y la fuerza de sus adversarios en México aumentaron notablemente. Profundamente indignados por el apoyo británico a Huerta, los revolucionarios mexicanos de todos los matices mostraron poco respeto por los diplomáticos y los bienes británicos en México. Tanto los intereses económicos como el gobierno de los Estados Unidos trataron de aprovechar la primera guerra mundial para debilitar la influencia económica y política británica en México. Al mismo tiempo, la Gran Bretaña tuvo que enfrentar la creciente influencia alemana en México.
En la guerra en tres frentes que los británicos libraron en México de 1914 a 1918 contra los revolucionarios mexicanos, los Estados Unidos y los alemanes, sufrieron una serie de derrotas, con una sola notable excepción. Fueron incapaces de impedir que el gobierno de Carranza hiciera de las propiedades británicas el único objetivo de su política de confiscaciones masivas de propiedades extranjeras en México. Aunque los campos petroleros británicos no fueron afectados, los bancos y los ferrocarriles de propiedad británica fueron confiscados por el gobierno mexicano y el gobierno de Londres no pudo ejercer ninguna represalia. Los múltiples planes urdidos tanto por los militares como por el Ministerio de Relaciones Exteriores británicos para derrocar a Carranza mediante un golpe apoyado en los elementos militares conservadores del país se vinieron abajo cuando los Estados Unidos se negaron a colaborar. Al igual que en toda América Latina, durante la primera guerra mundial los Estados Unidos socavaron la influencia económica británica en México por todos los medios posibles.
Fue contra los alemanes que los británicos se apuntaron uno de sus pocos éxitos importantes en México, al descifrar el telegrama de Zimmermann y al leer los mensajes secretos que los alemanes enviaban a sus agentes. Estos éxitos británicos tuvieron un fuerte impacto en la política norteamericana respecto a la guerra europea. Pero en México, a pesar de su amplio conocimiento de las actividades alemanas, los británicos no pudieron impedir que los alemanes ejercieran una influencia cada vez mayor en la prensa, el ejército y el gobierno.
Uno de los aspectos más desconcertantes de la política británica en México es el hecho de que, a pesar de sus enormes éxitos en el campo del espionaje (su conocimiento de las claves secretas en México se complementaba con su infiltración en los servicios clandestinos alemanes en ese país), los británicos fueron incapaces de valorar correctamente las intenciones alemanas entre agosto de 1917 y abril de 1918. En un momento en que los alemanes habían renunciado a provocar una guerra mexicano-norteamericana y en lugar de ello estaban concentrando sus esfuerzos en una penetración económica y política de México, los británicos predijeron una y otra vez un inminente ataque germano-mexicano a los Estados Unidos que nunca se materializó, y debido a eso su credibilidad ante el gobierno norteamericano quedó muy mal parada.
Los militares británicos estaban tan convencidos de las interpretaciones erróneas de sus servicios secretos que en mayo de 1918 plantearon el asunto al gabinete de guerra y formularon proyectos cuya realización era absolutamente imposible. Esos errores de interpretación tuvieron otras consecuencias. Impidieron que el gobierno británico aceptara las propuestas conciliadoras de Carranza que sus propios intereses petroleros apoyaban enérgicamente y que hubieran retrasado, aunque probablemente no evitado, la erosión de la fuerza económica de la Gran Bretaña en México.
En noviembre de 1913, Sir William Tyrell, un íntimo colaborador del ministro de Relaciones Exteriores, Edward Grey, visitó los Estados Unidos y conferenció con Wilson y Bryan sobre el problema mexicano. Bryan acusó al gobierno británico de obedecer los dictados de las compañías petroleras británicas. Tyrell rechazó con vehemencia esas imputaciones, pero el gobierno británico nunca negó el hecho de que consideraba que su deber principal en los países subdesarrollados era la defensa de los intereses económicos británicos. Las potencias europeas no estaban dispuestas a aceptar el concepto de diplomacia misionera que postulaba Woodrow Wilson.
Los encargados de formular la política británica se veían enfrentados a serios problemas cuando había choques de intereses entre las compañías británicas o cuando los intereses de esas compañías chocaban con la estrategia general de la Gran Bretaña. Entre marzo y noviembre de 1913, no se presentó ningún conflicto de esa índole. Los intereses británicos en México apoyaban unánimemente a Huerta y éste parecía tan fuerte que daba la impresión de que Wilson tarde o temprano se vería obligado a reconocerlo.
A fines de 1913, cuando se hizo claro que Huerta no podría pacificar el país, los intereses bancarios y ferroviarios británicos exigieron la rectificación de la política de apoyo a Huerta. Esta demanda se planteó precisamente cuando el Ministerio de Relaciones Exteriores británico se sentía más preocupado por la posibilidad de un distanciamiento entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña en un momento de crecientes tensiones en Europa. En esta coyuntura, el gobierno británico le retiró su apoyo a Huerta y pareció ceder ante las presiones norteamericanas. Esta capitulación no fue del todo auténtica. Los diplomáticos británicos trataron en realidad de contraponer en provecho propio a las partes en conflicto. Mientras el Ministerio de Relaciones Exteriores exhortaba a Huerta a que renunciara y les decía a los norteamericanos que dejarían de apoyarlo, Sir Lionel Carden lo instaba a permanecer en el poder. Al mismo tiempo, un consorcio británico encabezado por el futuro primer ministro Neville Chamberlain enviaba subrepticiamente a Huerta las armas que necesitaba a bordo de barcos alemanes. Esta política beneficiaba esencialmente a las compañías petroleras británicas, que se habían visto mucho menos afectadas por la guerra civil en México que los ferrocarriles y los bancos británicos. El principal objetivo de las compañías petroleras, en opinión del bien enterado ministro alemán Hintze, era proteger las concesiones y propiedades que habían adquirido. Una posible opción, que Carden consideró seriamente, consistía en dividir al país dejando el sur y los campos petroleros en manos de Huerta. Otra posibilidad, más realista, era la de apoyar a Huerta hasta que los Estados Unidos aceptaran oficialmente garantizar las concesiones petroleras de los británicos. Esta política tuvo éxito y en junio de 1914 el gobierno norteamericano declaró que no reconocería ningún cambio en el sistema de propiedades petroleras en México que pudiera producirse como resultado de la victoria de los revolucionarios.
La armoniosa relación entre el gobierno británico y sus grupos económicos más importantes sufrió su primera ruptura importante a fines de 1917, y las divergencias resultantes se prolongaron durante todo el año siguiente. Un fuerte conflicto estalló entre los intereses de las compañías petroleras británicas en México y lo que el gobierno británico consideraba sus intereses estratégicos generales. Enfrentado a una creciente presión mexicana y norteamericana. Lord Cowdray trató de vender sus propiedades a la Standard Oil o bien de lograr un acercamiento británico con Carranza. El gobierno británico vetó ambas opciones, por razones estratégicas. Este conflicto sólo se resolvió después de la guerra, cuando Cowdray pudo venderle sus propiedades petroleras a una poderosa compañía anglo-holandesa, la Royal Dutch Shell.
La Gran Bretaña logró retener sus principales posiciones —sobre todo los campos petroleros— y obtener de los Estados Unidos un reconocimiento limitado de algunos de sus principales intereses. En 1914 los Estados Unidos se comprometieron a no aprovecharse de una eventual expropiación de los intereses petroleros británicos, y en 1918 Wilson convino en dar a los intereses británicos y franceses el 50% de los votos, y por lo tanto el poder de veto, en un proyectado comité internacional de banqueros formado para negociar con México. Ello no obstante, el poder del que los británicos habían gozado tradicionalmente en México, sus vínculos especiales con los gobernantes del país y su reconocido papel como un baluarte contra el expansionismo norteamericano, desaparecieron para siempre.
La segunda potencia que había disfrutado de relaciones especiales con la élite porfiriana era Francia. Al igual que su aliado británico, Francia fue incapaz de influir de manera importante en los acontecimientos de México durante la revolución. A diferencia de la Gran Bretaña, nunca lo intentó. El gobierno y los intereses financieros franceses se oponían a la revolución mexicana con igual vehemencia que los británicos. Se habían beneficiado tanto como ellos, si no más, de sus estrechas ligas con la oligarquía porfirista. Vieron con buenos ojos el golpe de Huerta y apoyaron a éste durante los primeros meses de su gobierno, esperando un retorno a un régimen dictatorial y estable semejante al de Díaz. Cuando estas esperanzas resultaron vanas, los franceses, a diferencia de los británicos, decidieron que la mejor solución para sus intereses sería una completa hegemonía norteamericana en México. Como tenían pocas inversiones en el ramo de las materias primas, no temían la competencia norteamericana.
Lo que el gobierno y los financieros franceses deseaban ante todo era un gobierno mexicano capaz de pagar los enormes préstamos que le habían hecho al gobierno de Díaz. Un gobierno mexicano dominado por los Estados Unidos habría tenido los medios y el deseo de cumplir con todas las obligaciones financieras del país. El mayor problema que la diplomacia francesa enfrentó en los años de la revolución no fue el de encontrar la forma de influir en el desarrollo de México, sino el de mantenerse al margen del creciente conflicto británico-norteamericano en torno a México. Por una parte, los franceses no podían expresar abiertamente su muy real apoyo a la supremacía norteamericana en México sin crearse graves conflictos con su mejor aliado, que era Inglaterra. Por otra parte, no veían ninguna razón para apoyar los designios antinorteamericanos de los británicos. En consecuencia, los esfuerzos de la diplomacia francesa oscilaron entre intentos de conciliar las políticas británica y norteamericana en México y el abandono de toda iniciativa cuando advertía que tales intentos eran inútiles.
Sólo cuando se trató de combatir la expansión alemana en México entre 1916 y 1918 intentaron los franceses poner en práctica una política activa. Por carecer de una red de espionaje y, sobre todo, del acceso a las claves alemanas que tenían sus aliados británicos y norteamericanos, los franceses sólo pudieron desempeñar un papel secundario en esta lucha.
En vista de la evidente impotencia del gobierno francés para influir en el desarrollo de los acontecimientos en México, Francia fue la única de las grandes potencias donde no se produjo ningún conflicto importante entre el gobierno y los círculos empresariales y entre los círculos empresariales mismos, en torno a la política relativa a México.
A diferencia de la Gran Bretaña, para la cual México era un fin en sí mismo, Alemania formuló su política mexicana pensando en objetivos globales mucho más vastos. A diferencia de los británicos, los alemanes le imprimieron cambios radicales a su táctica en el transcurso de la revolución. Pasaron de una política de total oposición a todos los movimientos revolucionarios a una política que trataba de utilizar esos movimientos para sus propios fines. En consecuencia, su influencia en los revolucionarios mexicanos fue mucho mayor que la de cualquier otra potencia europea. Pero fue una influencia poco duradera. A la larga, los alemanes no ejercieron mayor influencia que los británicos o los franceses en el transcurso de la revolución.
La injerencia de Alemania en los asuntos mexicanos ha sido la menos comprendida de todas. Tanto su papel como uno de los principales explotadores de esa revolución cuanto sus esfuerzos por desempeñar ese papel han estado envueltos en el misterio durante mucho tiempo. De ahí que el presente libro haya prestado una atención especial a las actividades alemanas en México. La injerencia de Alemania en México tanto durante el porfiriato como en el periodo revolucionario puede dividirse en cuatro etapas claramente diferenciadas. Hasta 1898 Alemania siguió una política de expansión económica activa sin objetivos políticos. Entre 1898 y 1914 Alemania empezó a incluir cada vez más a México en sus diversas estrategias mundiales. Entre 1914 y 1917 hizo todo lo posible por utilizar tanto a los grupos revolucionarios como a los contrarrevolucionarios para provocar una guerra entre los Estados Unidos y México. Por último, después de 1917 se propuso utilizar su influencia con los revolucionarios para hacer de México un cuasi protectorado alemán.
Hasta 1898 el proceso de la expansión alemana en México no fue muy diferente del que tuvo lugar en otros países de América Latina, con la excepción de la Argentina, el Brasil y Chile, adonde había emigrado un gran número de alemanes. El primer impulso a la expansión en México provino de los comerciantes alemanes, pero fueron los bancos alemanes los que aceleraron realmente el proceso. En este periodo, los empresarios alemanes lograron en dos ocasiones la supremacía en sectores vitales de la economía de México: durante los últimos años de la década de 1870 en el comercio exterior, y entre 1888 y 1898 en las finanzas públicas. Tal supremacía temporal no produjo, sin embargo, ventajas políticas duraderas. Si los banqueros y los diplomáticos alemanes abrigaron alguna vez la esperanza de que México llegaría a depender de Alemania en la misma forma que muchos países asiáticos y africanos, el tiempo los desilusionó. La causa de esta decepción fueron los Estados Unidos, cuya proximidad y avasallante presencia económica en México marcó límites muy estrictos a las ambiciones alemanas.
Esto no quiere decir, sin embargo, que Alemania se encontrara durante este periodo en algún tipo de conflicto abierto con los Estados Unidos. Antes al contrario, pues en realidad los desarrollos económicos alemán y norteamericano no chocaron, sino que siguieron trayectorias paralelas. En tanto que el rival directo de los Estados Unidos en México era Inglaterra, el de Alemania era Francia. Dondequiera que las empresas alemanas tenían intereses importantes, chocaban con un competidor francés: los comerciantes alemanes rivalizaban con los comerciantes franceses, los fabricantes de armas alemanas con los fabricantes de armas franceses, los bancos alemanes con los bancos franceses.
El año de 1898 marcó una nueva etapa en las relaciones germano-mexicanas, pues fue entonces cuando México se transformó de un mero campo de inversiones en un instrumento de política internacional. Hasta 1898, la política alemana había sido determinada primordialmente por los intereses económicos de los empresarios alemanes. Después de esa fecha empezó a ser regida por los intereses políticos más amplios de Alemania. La consecuencia de esta transformación para los empresarios alemanes no fue en modo alguno clara. Los intereses políticos globales de Alemania determinaron a partir de entonces que sus esfuerzos fomentaran o restringieran los intereses comerciales de Alemania en México.
Después de 1898 las condiciones en México empezaron a parecer favorables para el logro de uno de los objetivos políticos a largo plazo de Alemania: el de desafiar la supremacía norteamericana en América Latina. A primera vista, México no parecía en modo alguno un lugar propicio para hacer tal cosa, pues los intereses norteamericanos eran más fuertes allí que en cualquier otro país latinoamericano. Económicamente, México era casi un apéndice de los Estados Unidos: el 40% de todas las inversiones norteamericanas en el extranjero se hallaban allí. Políticamente, México se encontraba en el centro de la esfera de influencia norteamericana, siendo casi la piedra angular de la Doctrina Monroe: los Estados Unidos no habían tomado a la ligera la invasión francesa de 1861-67 y la toleraron sólo porque tenían las manos atadas por su propia guerra civil.
Lo que hacía que las circunstancias en México fueran mucho más favorables para un desafío europeo a la Doctrina Monroe de lo que a primera vista podía parecer, era que Inglaterra tenía un prominente interés económico en la región. Si bien Alemania siempre había estado a la espera de una oportunidad para subvertir la Doctrina Monroe, no se atrevió, pese a las instigaciones de los pangermanistas y de la Marina, a hacerlo sola. Cualquier empresa de esa naturaleza tenía que ser una operación conjunta anglo-alemana, porque Alemania no quería enfrentarse sola a los Estados Unidos y porque contaba con un conflicto entre Inglaterra y los Estados Unidos. Venezuela, en 1902, había ofrecido la primera oportunidad para un desafío anglo-alemán conjunto a los Estados Unidos. El desafío fracasó por la vigorosa reacción norteamericana. A partir de entonces Inglaterra se había mostrado renuente a provocar una reacción similar. En México, sin embargo, los intereses económicos de Inglaterra eran, a juicio de Alemania, demasiado importantes para que esta renuencia prevaleciera. Lo que hacía pensar que las circunstancias en México eran más favorables aún era el deseo del gobierno mexicano de fortalecer las inversiones europeas como un contrapeso a los Estados Unidos. Y lo que parecía hacerlas todavía más propicias era el creciente antagonismo norteamericano-japonés en el que los alemanes esperaban involucrar a México. Los gobernantes de Alemania habían concebido a este respecto planes de gran alcance que iban desde una alianza germano-norteamericana con una posible ocupación conjunta de México hasta la utilización de México para provocar una guerra entre los Estados Unidos y el Japón.
El estallido de la revolución mexicana sorprendió a los diplomáticos y comerciantes alemanes tanto como a los de todas las demás grandes potencias. En un principio pensaron que se trataba de un simple golpe de Estado con cierto apoyo popular, que fortalecería al sistema político y económico existente. Al igual que los diplomáticos británicos y franceses en México, los representantes alemanes en ese país temieron que Madero se mostrara más deferente que Porfirio Díaz frente a los Estados Unidos. A diferencia de los británicos y los franceses, sin embargo, algunos comerciantes y diplomáticos alemanes consideraron que tenían mucho que ganar con la caída de los “científicos” del poder político. Los nuevos gobernantes de México tenían menos vínculos económicos con los británicos y los franceses y ligas más estrechas con los financieros alemanes que sus predecesores porfirianos. Se podía esperar, pues, y así sucedió en efecto, que favorecieran a los intereses alemanes en mayor grado que sus antecesores.
Los intereses de los banqueros, financieros y otros empresarios alemanes no impidieron que los representantes diplomáticos de Alemania utilizaran a la revolución mexicana en beneficio de objetivos de política internacional que, en última instancia, podrían haberlos perjudicado. Los representantes alemanes lanzaron una intensa aunque disimulada campaña propagandística en favor de una alianza germano-norteamericana contra el Japón, con una consiguiente ocupación de México por los Estados Unidos.
Muchas de estas consideraciones, sin embargo, pasaron a segundo plano cuando los diplomáticos alemanes se convencieron de que Madero no era capaz de controlar a las fuerzas populares que había movilizado en las primeras etapas de la revolución. El ministro alemán en México, Paul von Hintze, se volvió contra Madero y participó en su derrocamiento. Cuando Hintze comprendió que su proceder había beneficiado principalmente a los Estados Unidos y que el régimen de Huerta era “un instrumento de la embajada norteamericana”, intentó dar marcha atrás y salvar la vida de Madero.
Fue durante el régimen de Huerta, de marzo de 1913 a junio de 1914, cuando la diplomacia alemana desplegó una actividad sin precedentes en México y trató de utilizar a ese país para los fines de su política mundial. Durante este periodo, por primera vez desde la crisis venezolana, se hicieron serios esfuerzos por impugnar la supremacía de la Doctrina Monroe fomentando una intervención conjunta en México por parte de Alemania. La propuesta de “cooperación amistosa” de Hintze, aprobada ya por el Ministerio de Relaciones Exteriores alemán, habría convertido a México en un protectorado europeo-norteamericano y habría sentado un precedente para toda América Latina. Esta política, sin embargo, con su concepción totalmente equivocada de los objetivos norteamericanos y de la significación de la revolución mexicana y su torpe injerencia en los asuntos internos de México, fracasó por completo.
Los gobernantes de Alemania también esperaban que la cooperación con la Gran Bretaña en México y en muchas otras cuestiones secundarias pudiera contrarrestar la profunda hostilidad que la agresiva política exterior de Alemania y sobre todo su programa de rearme naval estaban suscitando en la Gran Bretaña. Esta esperanza se frustró, como se frustraron también las esperanzas alemanas de que Huerta pudiera aplastar al movimiento revolucionario.
La malhadada política revelada por el telegrama de Zimmermann ha sido descrita como una improvisación de tiempos de guerra, sin ninguna relación con la diplomacia alemana de preguerra. Los esfuerzos de los diplomáticos alemanes entre 1905 y 1913 por utilizar a México para crear hostilidades entre el Japón y los Estados Unidos, los intentos complementarios de hacer que los Estados Unidos invadieran a México como parte de tal conflicto, las esperanzas de utilizar a México para intensificar las tensiones británico-norteamericanas, y las propuestas alemanas de una invasión conjunta de México por las grandes potencias demuestran que las intrigas posteriores de Zimmermann tenían hondas raíces en las anteriores políticas alemanas.
Desde mediados de 1914 hasta 1917, México fue considerado por los gobernantes alemanes como un mero instrumento para influir en la política norteamericana, como un lazo, por decirlo así, con el cual atar a los Estados Unidos al continente americano. La ya importante injerencia de Alemania en los asuntos internos de México desde los comienzos del siglo xx palideció en comparación con la intensa actividad desplegada en ese país por los alemanes durante los primeros tres años de la primera guerra mundial: la conspiración con Huerta, las operaciones de sabotaje en un país neutral, el intento de conspiración con Villa para provocar la intervención norteamericana, las innumerables provocaciones armadas en la frontera, las conjuras militares contra Carranza y, sobre todo, el telegrama de Zimmermann. Lo que más impresiona de la política alemana en este periodo es que, al mismo tiempo que se basaba en una realpolitik descarnada, no tenía nada de realista. Alemania cometió un craso error de apreciación tanto en lo tocante a su posible aliado, México, como a su enemigo, los Estados Unidos. A cambio de un ataque mexicano contra los Estados Unidos, Alemania le prometió a México tres estados norteamericanos. Cuando esa oferta no convenció al comprador, simplemente se cambió el precio en la etiqueta del producto, con base en el supuesto de que en última instancia Carranza no podría “negarse a sí mismo” la oportunidad de atacar a los Estados Unidos.
El telegrama de Zimmermann, en la medida en que la historiografía alemana le presta alguna atención, es despachado como una aberración en la política alemana, un capricho personal de Zimmermann, o bien se le considera un intento legítimo por parte de Alemania para ganar aliados en caso de una guerra con los Estados Unidos. Ninguna de estas dos interpretaciones es correcta. Por lo que toca a la primera, los archivos alemanes revelan muy claramente que el telegrama de Zimmermann fue en realidad la culminación de una larga serie de intentos concertados por parte de los principales formuladores de la política exterior alemana con el fin de comprometer a México en una guerra con los Estados Unidos. Jagow dio órdenes de incitar a Villa a atacar a los Estados Unidos. Falkenhayn aprobó una conspiración con Huerta. El mismo emperador recomendó enviar el telegrama y Ludendorff agregó su consentimiento. Por lo que toca a la segunda interpretación, las declaraciones de Zimmermann ante el Reich-stag después de la publicación de su telegrama demuestran inequívocamente que su oferta de alianza a Carranza no era genuina. De lo que se trataba era de empujar a Carranza a una guerra con los Estados Unidos para abandonarlo después a sus propios recursos … excepto en el caso sumamente improbable de que el Japón entrara como tercer miembro en la alianza germano-mexicana.
Después de 1917 Alemania volvió a modificar significativamente su política mexicana. Ya no se proponía como objetivo principal inmovilizar a los Estados Unidos en una guerra fronteriza con México. Después del fracaso de la guerra submarina ilimitada y de la oferta de alianza a Carranza, se elaboraron nuevos planes en relación con México. El nuevo objetivo era someter a México, convirtiéndolo en una especie de protectorado alemán. En sus informes, Eckardt habla en términos muy francos de “asumir el control de México”. Organizando una amplia red de espionaje que se infiltrara tanto en el ejército como en el gobierno mexicanos, adueñándose de sectores importantes de la prensa, y colocando agentes en las juntas directivas de las compañías extranjeras no alemanas en México, Alemania esperaba preparar el terreno para una especie de “conquista” de México que se completaría por medio de cuantiosos préstamos e inversiones alemanes después del fin de la guerra mundial.
A pesar de tales proyectos de los gobernantes alemanes, las relaciones que Alemania estableció con México en 1917 y 1918 no fueron relaciones de subyugación y dominación. Alemania sencillamente no tenía el poder suficiente para imponer ese tipo de relación. En términos prácticos, lo que se dio fue una colaboración que se asemejaba a una alianza extraoficial entre los dos gobiernos. Esta colaboración se basaba, por una parte, en las expectativas de ambos gobiernos para el futuro. Carranza contaba con la ayuda económica y diplomática de Alemania en la posguerra (o antes en caso de un conflicto con los Estados Unidos). Alemania esperaba dominar a México después de la guerra, o cuando menos asegurarse importantes concesiones en la explotación de las materias primas de ese país. Por otra parte, esta alianza se basaba también en consideraciones muy inmediatas. A cambio de la neutralidad mexicana y de la disposición de Carranza a permitir que los agentes del servicio secreto alemán utilizaran a México como base de operaciones contra los Estados Unidos, el gobierno mexicano esperaba ayuda económica y moderación militar respecto a las actividades alemanas de sabotaje en México.
México nunca recibió ninguna ayuda económica. Alemania no estuvo dispuesta a conceder más que un préstamo de diez millones de pesetas españolas a México en el transcurso de la guerra, y ni siquiera esta modestísima suma pudo enviarse a México desde el otro lado del Atlántico. La moderación militar alemana, sin embargo, fue de vital importancia para México. El gobierno alemán, desoyendo los consejos de los agentes del Estado Mayor alemán en México, decidió renunciar al único medio efectivo de que aún disponía para debilitar el esfuerzo de guerra de los aliados y provocar una intervención militar norteamericana en México: las operaciones de sabotaje efectivas y en gran escala en los campos petroleros.
¿Qué influencia ejerció Alemania en el desarrollo de la revolución mexixicana? Si bien la propaganda alemana fue muy efectiva en cuanto a la creación de simpatías proalemanas en la población mexicana, Alemania ejerció muy poca influencia en la política interna del gobierno mexicano. En los pocos casos en que intentó hacerlo oponiéndose a la Constitución de 1917 o tratando de lograr una reconciliación entre el gobierno de Carranza y la Iglesia católica, fracasó. La neutralidad de México en la primera guerra mundial no fue primordialmente el resultado de las presiones alemanas (aunque el complot de Eckardt con los generales no careció de efecto), sino del nacionalismo de la nueva élite mexicana.
Si bien las esperanzas de una victoria alemana fortalecieron la oposición de Carranza a los Estados Unidos, su política no cambió sustancialmente después de la derrota de Alemania.
La influencia más importante que Alemania ejerció en el desarrollo de los acontecimientos en México no fue resultado de su política mexicana sino de su participación en la primera guerra mundial. Fue la creciente posibilidad de una guerra con Alemania lo que movió a Wilson a retirar incondicionalmente la expedición punitiva de territorio mexicano y lo que impidió toda intervención armada subsiguiente en los asuntos internos de su vecino del sur hasta fines de 1918.
Al igual que sus colegas británicos, los formuladores de la política alemana tuvieron que enfrentarse a repetidos conflictos en torno a qué política había de aplicarse en México. En el caso británico, los conflictos se produjeron entre quienes consideraban a Alemania como el principal enemigo de Inglaterra y quienes, como Carden y más tarde Cowdray, aunque sin decirlo nunca abiertamente, temían más a la expansión norteamericana que a la alemana.
En el caso de Alemania, el conflicto en torno a la política mexicana se dio entre quienes veían a México como un fin en sí mismo y quienes lo consideraban como un medio para lograr objetivos globales. En 1914 los comerciantes y los banqueros alemanes favorecían una ocupación norteamericana de México como la única manera de estabilizar al país y ponerlo en condiciones de pagar su deuda externa. El Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania se oponía enérgicamente a dicho objetivo por razones de política y estrategia generales. En 1917-19 el Estado Mayor abogó en favor de la ejecución de operaciones de sabotaje en gran escala en México. Tanto las autoridades civiles como los intereses económicos alemanes que tenían sus esperanzas puestas en una política de expansión económica en gran escala en México después de la guerra impidieron la realización de esos planes.
La derrota de Alemania en la primera guerra mundial frustró temporalmente sus propósitos expansionistas en México. Algunos años más tarde, sin embargo, los nazis revivieron los proyectos de la Alemania imperial, pero sus logros fueron mucho menos “impresionantes” que los de los representantes del kaiser.
De haber sido otro el desenlace de la primera guerra mundial, ¿hubiera podido Alemania alcanzar alguno de los objetivos que se había fijado en México y subyugar a este país cuando menos en cierta medida? Esta posibilidad no puede descartarse del todo en vista del enorme poder que Alemania de hecho había acumulado en México. Su control de la prensa mexicana, su encubierta influencia en el ejército mexicano y las simpatías que había cultivado en la población podrían haber sido utilizados como instrumentos para fortalecer el poderío alemán en ese país. Sin embargo, las exageradas esperanzas de Eckardt, que expresó en 1917 cuando escribió: “el legado de Cortés está en venta, comprémoslo”, no hubieran podido realizarse bajo ninguna circunstancia.
Entre todas las grandes potencias, los Estados Unidos parecieron seguir la política más contradictoria respecto a la revolución mexicana. Cada una de las facciones victoriosas en México entre 1910 y 1919 gozó de la simpatía, y en algunos casos del apoyo directo, de las autoridades norteamericanas en su lucha por el poder. En cada caso, el gobierno de Washington no tardó en volverse contra sus nuevos amigos con la misma vehemencia que había expresado al apoyarlos.
El régimen de Taft, en un principio, vio con gran simpatía la revolución de Madero. Algunos historiadores sostienen que Taft incluso le dio apoyo encubierto. Un año más tarde, el mismo régimen rectificó su posición y, en febrero de 1913, su embajador Henry Lane Wilson desempeñó un papel decisivo en el golpe que derrocó a Madero y llevó al poder a Huerta.
Woodrow Wilson tomó medidas más enérgicas aún e intervino de manera todavía más drástica en los asuntos de México a fin de expulsar a Huerta del puesto que el embajador norteamericano le había ayudado a ocupar. En su lucha contra Huerta, Woodrow Wilson apoyó tanto a Pancho Villa como a Venustiano Carranza. Poco después se volvió contra Villa y ayudó a Carranza a infligirle una derrota decisiva. A continuación casi llegó a una guerra con Carranza.
Esta consecuente inconsecuencia norteamericana tenía un común denominador: el hecho de que cada facción mexicana, una vez llegada al poder, ponía en práctica políticas que tanto el gobierno de Washington como los grupos económicos norteamericanos consideraban perjudiciales para sus intereses.
Este común denominador no tuvo la misma importancia en todos los casos. Fue decisivo, sin embargo, en lo tocante al régimen de Taft. Éste vio con simpatía la revolución de Madero, considerándola como un golpe de Estado más en la clásica tradición latinoamericana; y esperaba que el nuevo gobernante de México pondría fin a la política proeuropea seguida por Díaz. Cuando Madero empezó a cobrar impuestos a las propiedades norteamericanas, cuando se abstuvo de dar a las empresas norteamericanas el tipo de apoyo que éstas habían esperado, y cuando pareció incapaz de controlar a las fuerzas sociales que había movilizado, el régimen de Taft se volvió contra él.
Cabe poca duda de que la oposición de Woodrow Wilson a Huerta se exacerbó debido a las estrechas ligas de éste con Inglaterra. Sin embargo, éste no fue el principal motivo de la oposición de Wilson al dictador mexicano o de su alianza con los revolucionarios mexicanos. La idea de Wilson de una diplomacia misionera lo llevó a abrazar la causa de los revolucionarios con la intención de modelarlos a su propia imagen.
A fines de 1915 Wilson parecía haber logrado en buena medida sus propósitos, ya que había contribuido en forma decisiva a la derrota tanto de Huerta como del ala más radical de los revolucionarios.
Si bien Carranza rechazó la tutela del presidente norteamericano y la supremacía de los Estados Unidos, en 1915 y 1916 pareció poner en práctica una política que en muchos aspectos coincidía con los deseos y las aspiraciones de Wilson. Carranza se mostró tan comprometido como aquél con el sistema de libre empresa y con la propiedad privada. No sólo no expresó aspiraciones socialistas, sino que empezó a devolver a sus antiguos dueños numerosas propiedades que habían sido confiscadas. Su régimen parecía ser el primero en la historia de México, desde la década de 1880, que no había establecido relaciones estrechas con las potencias europeas, cuyo apoyo a Huerta había suscitado el profundo resentimiento de Carranza. Entre todas las potencias europeas, Carranza desconfiaba especialmente de Alemania debido a las intrigas de ésta con Huerta y con funcionarios villistas, encaminadas a provocar una intervención norteamericana en México.
Aunque el gobierno de Carranza había decretado, en 1915 y a principios de 1916, algunos nuevos impuestos y restricciones a las compañías norteamericanas, éstos no eran todavía muy severos. Wilson abrigaba la esperanza de que el éxito de las negociaciones sobre un préstamo entre Carranza y los bancos norteamericanos pondría fin a dichas restricciones y daría lugar al establecimiento de estrechas relaciones económicas entre el nuevo gobierno mexicano y los Estados Unidos.
El ataque de Villa a Columbus, Nuevo México, el 8 de marzo de 1916, basado en la convicción del jefe guerrillero de que Carranza estaba sacrificando la independencia de México a los Estados Unidos, puso fin a la segunda luna de miel entre Carranza y Wilson. La expedición punitiva que Wilson envió a México no sólo llevó a los dos países al borde de la guerra, sino que puso fin a la política wilsoniana de alineamiento con grupos revolucionarios. La expedición punitiva provocó una ola tan fuerte de nacionalismo antinorteamericano que, cuando fue retirada de México en febrero de 1917, dejó tras sí un país en el que ninguna de las facciones revolucionarias, por mucho que se hubieran odiado entre sí, quería ni podía reanudar la antigua política de alianza con los Estados Unidos. Wilson nunca consideró seriamente la opción, favorecida por el gobierno británico, de alinearse con los contrarrevolucionarios mexicanos entre 1916 y 1918. Éstos no sólo habían sido derrotados y estaban desprestigiados, sino que Wilson, y esto era lo más importante, no confiaba en ellos. No había un solo dirigente conservador que en algún momento no hubiera apoyado a Huerta y no se hubiera opuesto al presidente norteamericano entre 1913 y 1914. De tal suerte, Wilson pensaba que no le quedaba ningún aliado potencial en México. En este periodo la política norteamericana en México volvió a los métodos tradicionales y Wilson desplazó su celo misionero a otras partes del mundo. El cuasi bloqueo económico que Wilson le impuso entonces a México sólo contribuyó a atizar el fuego del resentimiento antinorteamericano y a echar al gobierno de Carranza y a la mayoría de sus generales en brazos de Alemania.
Desde 1916 hasta fines de 1918 los objetivos de la política norteamericana consistieron esencialmente en mantener a México tranquilo mientras durara la primera guerra mundial y en proteger los intereses económicos norteamericanos. Para este fin se recurrió tanto a la intervención militar (la expedición punitiva, que el régimen de Wilson intentó utilizar no sólo para destruir a Villa sino para obligar a Carranza a dar garantías a los intereses norteamericanos) como a las sanciones económicas. El gobierno norteamericano expresó entonces su oposicio;n al tipo de reformas sociales que tanto Wilson como Bryan habían favorecido con tanta energía en 1913 y 1914.
Una de las pocas supervivencias de la anterior diplomacia “idealista” de Wilson en México fue su negativa a llevar a cabo una intervención militar en ese país después del retiro de la expedición punitiva. Pero esta política no se debió únicamente, en modo alguno, a su actitud frente a México; fue en igual medida, cuando menos, un producto de los compromisos cada vez mayores de los Estados Unidos en el resto del mundo. Una intervención en México en 1917-18 habría dificultado gravemente la participación de los Estados Unidos en la guerra europea. Más adelante le habría asestado un golpe más fuerte aún a la difícil lucha de Wilson durante la posguerra por mantener y reforzar los compromisos de los Estados Unidos en ultramar.
Al igual que en Inglaterra y en Alemania, el problema de qué política debía seguirse en México creó fuertes conflictos en el seno del gobierno norteamericano, entre las autoridades civiles y las militares, entre el gobierno y algunos grupos económicos, y entre los grupos económicos mismos. Estos conflictos ya se habían presentado en el periodo de la revolución maderista. En tanto que los intereses agrícolas norteamericanos, así como la mayoría de las empresas medianas, habían estado a favor de apoyar a Díaz a todo trance, los intereses petroleros parecieron apoyar a Madero. Aún no es posible determinar si el progresivo enfriamiento de las relaciones entre Taft y Díaz se debió a las presiones ejercidas por los intereses petroleros o fue simplemente el resultado de la política proeuropea de Díaz.
En los Estados Unidos, como en Europa, los últimos meses del gobierno de Madero constituyeron el único periodo en el transcurso de la revolución mexicana en que se logró un consenso respecto a la política en México. Tanto el embajador Henry Lane Wilson y todos los intereses económicos norteamericanos en México, grandes y pequeños, como Taft y Knox deseaban la caída de Madero. Las discrepancias sólo tenían que ver con los medios que debían utilizarse para conseguirla. A diferencia de los intereses económicos norteamericanos, ni Taft ni Knox deseaban que los Estados Unidos intervinieron en México.
El dramático viraje de la política mexicana de Wilson y su negativa a reconocer a Huerta, no se diga ya a apoyarlo, pareció contrariar la política mexicana de los grandes intereses económicos norteamericanos. Pero tal desacuerdo duró poco, y la imagen de Woodrow Wilson como un combatiente aislado en una lucha solitaria tanto contra Huerta como contra todos los intereses norteamericanos en México, es engañosa. En marzo y abril de 1913 las principales compañías norteamericanas interesadas en México habían intentado convencer a Wilson de que reconociera a Huerta. En el verano de ese mismo año, la mayoría de ellas empezó a apoyar plenamente la política de su presidente y a alinearse con diferentes facciones revolucionarias.
Este viraje no se debió a que los petroleros o los mineros norteamericanos se hubieran convertido súbitamente al concepto wilsoniano de diplomacia misionera, aunque tampoco tenían razón para discrepar de muchos de los objetivos proclamados por Wilson, como la consolidación del sistema de libre empresa en México o la protección de las inversiones norteamericanas. El cambio en la actitud de los intereses económicos se debió a muchos otros factores. En parte se trataba de una adaptación y una reacción a las condiciones existentes. Una vez que los revolucionarios dominaron la mayor parte del norte de México, las compañías mineras que tenían sus más importantes inversiones en dicha región no tuvieron más remedio que llegar a algún tipo de acuerdo con ellos. La colaboración cada vez mayor de Huerta con los intereses europeos, sobre todo los británicos, contribuyó sin duda a la creciente hostilidad de las compañías petroleras norteamericanas hacia su régimen. Con todo, el apoyo que los intereses económicos norteamericanos dieron a Woodrow Wilson y a los revolucionarios mexicanos se debió también a otras consideraciones: si bien la lucha armada les acarreó pérdidas a los intereses mineros y agrícolas norteamericanos (aunque las compañías petroleras apenas sufrieron a causa de la guerra civil en México), les permitió a las más importantes de esas compañías adquirir tierras y recursos a muy bajos precios, comprándoselos a los atemorizados propietarios mexicanos que temían la confiscación de sus bienes por los revolucionarios o a las compañías extranjeras de mediana magnitud que no tenían los recursos financieros necesarios para capear la tormenta. Las compañías petroleras confiaban en que la derrota de Huerta induciría a Cowdray a vender sus propiedades en México. Sobre todo, las grandes compañías norteamericanas veían la política de Wilson como un preludio al establecimiento de algún tipo de protectorado norteamericano en México. Algunas de ellas favorecían la intervención militar en México, en tanto que otras deseaban la partición del país en dos mitades, una del norte y otra del sur, con los revolucionarios norteños desempeñando un papel similar al de los “revolucionarios” panameños de 1903 que separaron a Panamá de Colombia. Todas esperaban que los Estados Unidos cuando menos impondrían a México una especie de Enmienda Platt como la impuesta a Cuba. A fines de 1914 la renuencia de Woodrow Wilson a poner en práctica tal política tuvo como resultado un considerable enfriamiento de relaciones entre su administración y los intereses económicos norteamericanos en México.
Entre 1915 y 1918 las relaciones entre Wilson y los intereses norteamericanos encabezados por las compañías petroleras fueron mucho más complejas. Ambas partes coincidían respecto a ciertas exigencias mínimas de esos intereses. El Departamento de Estado protestó, con todos los medios de que disponía salvo la intervención, contra la aplicación de la Constitución de 1917 y el cobro de impuestos a las empresas norteamericanas. También se opuso a los intentos de Carranza de arrebatarle a Peláez el control de la región petrolera. En 1916 el gobierno norteamericano trató de utilizar la presencia de la expedición punitiva en México para obtener del gobierno mexicano garantías para las empresas norteamericanas.
El gobierno de Wilson, sin embargo, se opuso enérgicamente a lo que podría llamarse los objetivos máximos de las grandes corporaciones, especialmente de las compañías petroleras. A diferencia de algunos funcionarios de su administración, Wilson se negó a apoyar los complots de las compañías norteamericanas para remplazar al gobierno mexicano por ciertos funcionarios mexicanos con los cuales habían llegado a acuerdos secretos. Wilson se opuso a la conspiración de Canova y Félix Díaz en 1916, a la intriga de Canova e Iturbide en 1917 y a la trama de Robles Domínguez en 1918, en todas las cuales estaban implicadas algunas de las principales corporaciones norteamericanas en México. El presidente norteamericano también rechazó, entre 1917 y 1920, todas las presiones de esas compañías en favor de una ocupación total o parcial de México. Esta actitud se debió tanto a la oposición de Wilson a convertir a México en un protectorado norteamericano cuanto a ciertas consideraciones estratégicas. Cualquier intervención en México mientras durara la guerra mundial habría perjudicado el esfuerzo de guerra de los Estados Unidos en ultramar. Esta posición de Wilson era compartida por algunos de los grandes intereses norteamericanos, especialmente los bancos cuyo principal campo de acción era Europa.
Al intentar una valoración de la compleja relación entre la política de Wilson y las corporaciones norteamericanas en México, debe subrayarse que el presidente norteamericano nunca se enfrentó a una oposición unánime de los “grandes negocios” en lo tocante a su política mexicana. Incluso en 1919, ya terminada la guerra mundial, cuando algunas grandes corporaciones norteamericanas organizaron una campaña sin precedentes en favor de la intervención de los Estados Unidos en México, con el apoyo de poderosos grupos en el Senado encabezados por Albert B. Fall y de miembros de la administración entre los que figuraba el secretario de Estado Lansing, siempre hubo muy importantes intereses económicos que siguieron oponiéndose a una intervención norteamericana en México. Las compañías mineras norteamericanas habían llegado a un acuerdo con Carranza, en tanto que algunos de los banqueros más importantes, que tenían compromisos cada vez mayores en el exterior, no deseaban que los Estados Unidos se empantanaran en México. Esta actitud favorable de algunos grupos empresariales hacia la política mexicana de Wilson se veía reforzada por el hecho de que, intervención aparte, el gobierno de Washington estaba haciendo todo lo que podía (y lo que cualquier otro gobierno norteamericano hubiera podido hacer) para proteger los intereses norteamericanos de los nacionalistas mexicanos.
Al igual que los gobernantes europeos Wilson tuvo que enfrentarse a un sector militar que exigía una política agresiva en México. Después de la intervención norteamericana en Veracruz en 1914, el secretario de la Guerra, Garrison, preconizó la ocupación de todo México; y en 1916, Pershing, aun cuando su expedición punitiva perseguía inútilmente a Villa por las áridas extensiones de Chihuahua, en medio de una población cada vez más hostil, había propuesto una política parecida. Debido al papel tradicionalmente menos importante que los militares desempeñaban en los Estados Unidos en comparación con sus colegas europeos, a Wilson le resultó mucho más fácil controlarlos que a los gobiernos civiles europeos. Una vez que los Estados Unidos entraron en la primera guerra mundial, el interés de los militares se desplazó drásticamente de México al otro lado del Atlántico y los conflictos de Wilson con sus jefes militares prácticamente cesaron.
¿ Qué influencia tuvo la política de Wilson en el desarrollo de la Revolución Mexicana? Cabe poca duda de que la ayuda directa, y más aún la indirecta, que los Estados Unidos dieron a los revolucionarios mexicanos en 1914 y 1915 contribuyó a su victoria, pero ¿en qué medida determinó también su política social?
En términos ideológicos, éste no fue ciertamente el caso. La Constitución de 1917 impugnó principios y supuestos básicos sostenidos no sólo por grandes corporaciones norteamericanas, sino por el Departamento de Estado y el propio Woodrow Wilson. Limitó drásticamente los derechos de los extranjeros en México y, bajo ciertas circunstancias, autorizó la confiscación de sus propiedades. Declaró que el Estado tenía el derecho de expropiar latifundios con el fin de llevar a cabo una reforma agraria.
En la práctica, sin embargo, la revolución mexicana hasta 1920 produjo resultados muy diferentes de los de otras grandes revoluciones en el siglo xx. No sólo no hubo expropiaciones en gran escala de propiedades extranjeras, sino que las inversiones norteamericanas hacia 1920 eran mayores de lo que habían sido al comenzar la revolución en 1910. Al desplazar a los intereses europeos, el capital norteamericano había logrado una supremacía económica en México como nunca antes había disfrutado.
A diferencia de otras revoluciones sociales en las que los campesinos participaron, la estructura agraria de México permaneció fundamentalmente inalterada. Las grandes haciendas y la mayoría de sus propietarios sobrevivieron al periodo revolucionario en mucho mejores condiciones que los campesinos.
¿Qué relación tuvieron estos hechos con la política norteamericana en México?
Para dar respuesta a esta pregunta debemos examinar el carácter de las fuerzas que salieron vencedoras de la guerra civil de 1914-15.
Como he tratado de demostrar, lo que generalmente se conoce como la revolución mexicana en los años de 1910 a 1920 no constituyó una sola revolución sino una serie de revoluciones y revueltas muy diferentes entre sí y centradas en los estados de Morelos, Chihuahua, Coahuila y Sonora. Fuera de esos estados, los movimientos revolucionarios fueron en general menos importantes y estuvieron subordinados al liderazgo de uno de los cuatro estados mencionados. En Morelos tuvo lugar una revolución campesina. En Chihuahua se dio una revolución populista en la que las clases bajas y medias del estado se unieron para combatir a las clases altas y expropiaron las propiedades de estas últimas. Miembros de las clases bajas desempeñaron un papel decisivo, pero de ninguna manera exclusivo, en su dirección. En Coahuila se produjo una rebelión mucho más conservadora de hacendados revolucionarios con participación de la clase media y cierto apoyo de la clase baja. En Sonora ocurrió algo parecido, pero allí la influencia de los hacendados revolucionarios fue más débil y la de las clases medias más fuerte que en Coahuila. A medida que estos movimientos trascendieron los límites de sus estados de origen, empezaron a buscar aliados en otras partes del país, aliados que frecuentemente tenían ideas y orígenes sociales muy diferentes. En este momento algunos de los movimientos empezaron a transformarse y algunos de sus objetivos y propósitos se modificaron. El movimiento menos afectado por tales cambios fue el zapatista, dado que apenas trascendió los límites de Morelos y sus alrededores.
Pero incluso el zapatismo tuvo que hacer ciertas concesiones cuando se aventuró fuera de sus bastiones agrarios e intentó ocupar algunas ciudades más grandes. Sus tropas campesinas no estuvieron dispuestas a permanecer como guarnición en la ciudad de Puebla, y Zapata tuvo que recurrir a una incómoda alianza con antiguas tropas federales para este fin.
El movimiento de Villa se alió con fuerzas heterogéneas fuera del estado de Chihuahua, que iban desde los campesinos radicales de Zapata hasta Maytorena y sus aliados conservadores, e incluso los antiguos oficiales federales que habían reunido una fuerza formada por los restos del ejército federal en Baja California. Los revolucionarios de Coahuila y Sonora procuraron ampliar su base ganándose el apoyo no sólo de las clases altas del centro de México sino también de los campesinos libres y los trabajadores urbanos de esa región. En el sur y el sudeste de México buscaron y obtuvieron el apoyo de los peones de las grandes haciendas que vivían en condiciones de semiesclavitud.
Como era natural, el proceso de buscar adeptos que ampliaran su base de apoyo y de satisfacer otros tipos de aspiraciones modificó el carácter y los objetivos originales de estos movimientos, empañando algunas de las importantes diferencias que habían existido anteriormente entre ellos, aunque sin borrarlas por completo. Ciertas diferencias fundamentales quedaron en pie. A pesar de la oposición de su ala conservadora, la gran mayoría de la dirección convencionista permaneció fiel a su objetivo de expropiar las grandes propiedades agrícolas. Por el contrario, a pesar de las tendencias radicales de algunos de sus miembros, el movimiento constitucionalista logró llevar a cabo, con poca oposición, la devolución masiva de haciendas expropiadas a sus antiguos propietarios.
El núcleo dirigente del movimiento constitucionalista, que gobernó a la mayor parte de México después de la derrota de la Convención en 1914-15, se componía esencialmente de dos grupos. El primero lo formaban los miembros revolucionarios de la vieja clase terrateniente porfiriana. Su papel y su importancia disminuyeron constantemente entre 1915 y 1920. Su jefe y portavoz más importante fue Venustiano Carranza. El segundo grupo cuya influencia iba en ascenso, consistía esencialmente en miembros de lo que, a falta de mejor nombre, podría llamarse la clase media, predominantemente norteña, muchos de cuyos dirigentes se habían transformado, en el transcurso de la revolución, en una nueva burguesía. El más prominente entre ellos, Alvaro Obregón, no fue de ninguna manera el único que se hizo de grandes propiedades agrícolas y de cuantiosos intereses comerciales como resultado de los cambios revolucionarios.
Ambos grupos se habían propuesto eliminar la supremacía económica y política de la vieja oligarquía mexicana, pero no había entre ellos y esa oligarqua un antagonismo irreconciliable como el que había separado a la burguesía triunfante en Francia de los terratenientes tradicionales de ese país. Los revolucionarios franceses, incluidos sus sucesores bonapartistas, nunca devolvieron las tierras a sus dueños tradicionales como lo hicieron en México los constitucionalistas victoriosos.
De hecho, a pesar del carácter radical de la Constitución, los gobernantes de México hasta 1920, entre los cuales los hacendados revolucionarios todavía desempeñaban un papel esencial, trataron de emular muchas de las políticas que Porfirio Díaz siguió después de tomar el poder en 1876.
Los problemas que entonces enfrentó Díaz no eran muy distintos de los que enfrentó Carranza después de su victoria en 1915. El país que Día? tuvo que gobernar era un país desunido, grandes porciones del cual estaban dominadas por poderosos caudillos locales. Miles de antiguos soldados que habían combatido contra los franceses merodeaban por el campo mexicano y había que someterlos a algún tipo de control. Muchos de los miembros de la clase alta tradicional que habían estado vinculados con los predecesores de Díaz se opusieron a su golpe y pensaron que él no sería capaz de garantizarles las nuevas propiedades que muchos de ellos habían adquirido como resultado de la guerra civil contra la Iglesia. En el campo internacional, México se hallaba más aislado que nunca. Los Estados Unidos se habían negado a reconocer al nuevo gobierno y le exigían al mismo importantes concesiones políticas. Como resultado de la guerra contra Maximiliano, las tradicionales relaciones de México con las grandes potencias europeas se habían roto, y en un principio éstas no habían reconocido a! régimen de Díaz.
A despecho de esos obstáculos, Porfirio Díaz, a la vuelta de unos cuantos años, logró no sólo consolidar sino incluso fortalecer tremendamente al Estado y obtener el apoyo de las clases altas del país y de todas las potencias extranjeras importantes.
Aunque no cedió a las presiones políticas de los Estados Unidos, consiguió primero el reconocimiento de ese país y más tarde el apoyo norteamericano por medio de grandes concesiones económicas a los capitalistas e inversionistas norteamericanos. Los nuevos ingresos que Díaz logró obtener gracias a las crecientes inversiones extranjeras le permitieron fortalecer al Estado mexicano y dar mejores garantías que nunca a los terratenientes mexicanos y a otros miembros de la clase alta en lo tocante a sus propiedades y a sus derechos tradicionales. Ese Estado recién fortalecido fue también un instrumento por medio del cual Díaz logró dominar a los caudillos locales. Pudo marginarlos del poder político y disolver sus ejércitos privados. Compró su aceptación concediéndoles oportunidades casi ilimitadas de enriquecimiento personal. Al transformar a los caudillos tradicionales en capitalistas, Díaz les dio mayores motivos para defender la estabilidad del país: el valor de sus propiedades y la disponibilidad de los préstamos extranjeros dependían de ella.
Díaz intentó impedir el control norteamericano unilateral acercándose a los gobiernos y a los inversionistas europeos y atrayéndolos por todos los medios posibles.
Gracias a tales métodos, el dictador mexicano obtuvo el apoyo de los gobiernos y del capital extranjeros en un tiempo relativamente breve. La mayoría de las clases altas de México le dieron su apoyo, y hasta finales del siglo XIX incluso los miembros descontentos de esas clases, con muy pocas excepciones, se negaron a rebelarse o a desafiar su poder directamente.
Hubo un sector frente al cual Díaz se mostró intransigente y al cual negó cualquier tipo de concesión: las clases bajas de la sociedad. Aplicó uniformemente una política de represión contra todos y cada uno de los movimientos de protesta del campesinado y de la clase obrera industrial.
Existen fuertes indicios de que Carranza, después de lograr tanto la victoria militar como el reconocimiento norteamericano en octubre de 1915, intentó aplicar una política similar en México.
Al igual que Díaz, se mantuvo intransigente ante los Estados Unidos en lo referente a cualquier tipo de concesiones políticas. Pero en el aspecto económico estuvo dispuesto a negociar con los Estados Unidos un préstamo que habría garantizado no sólo los derechos y las propiedades norteamericancs, sino que probablemente habría hecho posible una mayor influencia norteamericana en México. Al igual que Díaz, Carranza esperaba contrarrestar la influencia económica norteamericana invitando a otras potencias a invertir en México, sólo que en el caso de Carranza las potencias invitadas fueron otras. Concentró sus esfuerzos primero en el Japón y después en Alemania. Al igual que Díaz, Carranza tuvo que enfrentarse al problema de controlar las enormes fuerzas militares que la revolución había engendrado y a los caudillos locales y regionales que las encabezaban.
Carranza intentó resolver esos problemas por medios parecidos a los que había utilizado el antiguo dictador, a saber, fortaleciendo el Estado y contraponiendo a los caudillos entre sí. También les permitió a esos caudillos enriquecerse por cualesquiera medios que tuvieran a su disposición, confiando en que al convertirlos en capitalistas impediría que se levantaran contra él.
Por último, al igual que Díaz, hizo todo lo posible por atraerse a las clases altas y especialmente a los hacendados.
El principal medio utilizado por Carranza para lograr este fin fue la devolución de las propiedades confiscadas a sus antiguos dueños. Para sacar el máximo partido de esta operación, se aseguró de que fuera únicamente el gobierno central el que pudiera devolver los bienes expropiados, y no los jefes militares locales. También se ocupó de que el proceso de devolución durara de dos a tres años, lo cual aumentaba la dependencia de los hacendados respecto de la buena voluntad de su régimen.
A diferencia de Díaz, Carranza estuvo dispuesto a hacer con palabras lo que ninguno de los dos se propuso cumplir en los hechos: hacer concesiones a las clases bajas. Pero en términos prácticos, la vistosa retórica revolucionaria de Carranza contrastó violentamente con las duras medidas represivas que tomó contra esas clases bajas a principios de 1916, poco después de su triunfo en la guerra civil.
Y sin embargo Carranza, al poner en práctica esas políticas, nunca alcanzó el éxito de Díaz en cuanto a la estabilización y la consolidación de su dominio sobre todo el país. Una de las razones de que las políticas de Díaz no le dieran los mismos resultados a Carranza fue el hecho de que éste nunca logró obtener el apoyo económico de los Estados Unidos con que había contado a fines de 1915 y comienzos de 1916. El ataque de Villa a Columbus en marzo de 1916 y la consiguiente entrada de la expedición punitiva de Pershing en territorio mexicano dieron al traste con esas esperanzas. La expedición, al llevar a México al borde de la guerra con los Estados Unidos, dejó tras sí una cauda tal de hostilidad y desconfianza que en el periodo inmediatamente posterior ningún dirigente mexicano pudo intentar un acercamiento con los Estados Unidos. Los intentos de acercamiento con el Japón y Alemania por parte de Carranza no produjeron beneficios o ingresos económicos que compensaran la pérdida del apoyo norteamericano.
Otro motivo de que las políticas de Díaz no les sirvieran a los fines de Carranza fue, por supuesto, la fuerza y la magnitud de los movimientos populares a los que uno y otro tuvieron que enfrentarse. Si bien Villa y Zapata habían sido derrotados en sus intentos de tomar el poder a escala nacional, seguían siendo jefes regionales poderosos. Y en el seno del mismo movimiento carrancista, como resultado de las promesas sociales hechas en 1915 y de la constitución que promulgó en 1917, habían surgido movimientos radicales tanto entre el campesinado como entre los trabajadores industriales. A pesar de los intentos de represión gubernamental, esos movimientos crecieron notablemente en fuerza y combatividad entre 1915 y 1920.
A fin de cuentas fue el fracaso de su estrategia porfiriana lo que motivó la caída de Carranza. Los nuevos dirigentes que entonces asumieron el poder en el país, y que esencialmente constituían la nueva burguesía surgida de la clase media norteña, no rompieron por completo con la política de Carranza en lo tocante a los hacendados y a las clases altas de México. No hicieron ningún intento masivo de destruir su poder económico. Pero sí se propusieron remediar lo que consideraban las dos debilidades principales del régimen de Carranza. Lograron un arreglo, cuando menos provisional, con los Estados Unidos. Y expresaron una auténtica disposición a satisfacer cuando menos algunas de las demandas de reforma social allí donde existían fuertes e importantes movimientos populares. Así hicieron finalmente las paces con los restos del movimientos zapatista y con Villa y repartieron muchas más tierras entre los campesinos que las que repartió Carranza durante todo su gobierno.
¿Se debieron a presiones externas las políticas económicas y sociales conservadoras, y sobre todo su obstinada negativa a llevar a cabo una reforma agraria que fuera más allá de los gestos simbólicos? ¿Se debió su victoria, y la consiguiente derrota de la facción convencionalista, a las acciones del gobierno de Wilson o de los grandes intereses norteamericanos?
Cabe poca duda de que sin las presiones norteamericanas se habrían impuesto mayores contribuciones y restricciones a las propiedades norteamericanas. Los inversionistas norteamericanos habrían tenido que renunciar a sus derechos como extranjeros y someterse a múltiples controles. Con todo no hay pruebas de que ni Carranza ni los demás jefes de las facciones victoriosas hayan tenido en mente ningún programa ambicioso de nacionalización o aspiraciones socialistas de algún género. Aparte las restricciones y las contribuciones que impusieron a las propiedades extranjeras, probablemente habrían tratado de diversificar las inversiones y de atraer inversionistas de otros países, especialmente de Alemania y posiblemente del Japón.
En lo tocante a la reforma agraria, ro hay pruebas de que ni Carranza ni los principales jefes de su movimiento hayan recibido presiones externas que les impidieran llevar a cabo tales reformas. Sencillamente no tenían deseos de modificar la estructura agraria del país. Pero el hecho de que Carranza pudiera seguir tal política y ganar la supremacía sin tener que hacerle concesiones importantes al campesinado, sí tuvo que ver, aunque sólo indirectamente, con la política norteamericana. Poco después del estallido de la rebelión constitucionalista, en mayo de 1913, Delbert G. Haff. en un memorándum sobre la situación mexicana presentado a Woodrow Wilson en nombre de algunos de los principales intereses norteamericanos en México, había señalado: “Los constitucionalistas prácticamente […] carecen de recursos, es decir, de fondos, y han agotado la mayor parte de las fuentes donde pueden obtenerlos”. Pocos meses después, en virtud de su alianza con el gobierno de Wilson y algunos intereses económicos norteamericanos, los constitucionalistas resolvieron este problema. Nó sólo recibieron contribuciones importantes de parte de los intereses económicos norteamericanos sino que se les permitió vender sus productos y comprar armas al otro lado de la frontera (éste fue el caso aun antes de que Wilson levantara el embargo sobre la venta de armas a México).
Sin estos fondos los revolucionarios del norte habrían tenido que hacer lo que Zapata hizo en el sur: recurrir a la guerra de guerrillas. Esto a su vez habría implicado, como en Morelos, un grado tal de participación y control campesinos que la reforma agraria habría sido inevitable. En lugar de ello, Carranza, gracias a su alianza con los Estados Unidos, obtuvo los medios para librar una guerra convencional y para organizar un ejército regular que pronto perdió su base popular y se convirtió en un ejército profesional sin escrúpulos que le impidieran luchar contra el campesinado.
La situación podría haber sido muy diferente si la Convención hubiese ganado la guerra civil en México. Si bien dentro de la facción convencionista había fuerzas poderosas que se oponían a la reforma agraria, sus dirigentes principales, Villa y Zapata, favorecían profundas reformas sociales y se oponían enérgicamente a la devolución de latifundios que Carranza estaba efectuando. El problema esencial consiste, pues, en saber si la derrota de la Convención fue directa o indirectamente el resultado de la presión extranjera, la intervención extranjera o la oposición extranjera. No cabe duda de que Carranza recibió importante ayuda norteamericana. El retiro de las fuerzas de ocupación norteamericanas de Veracruz en un momento en que Carranza podía ocupar la ciudad le dio una base de operaciones de importancia decisiva. Los impuestos pagados por las compañías petroleras constituyeron también una gran ayuda económica a su movimiento. Al permitir que las tropas carrancistas atravesaran territorio norteamericano para atacar a Pancho Villa en Agua Prieta, Woodrow Wilson sin duda ayudó al presidente mexicano a infligirle su última gran derrota a Villa. Con todo, esta ayuda no fue decisiva. La ocupación de Veracruz ayudó a Carranza a sobrevivir, pero no aseguró su victoria. Las aportaciones económicas de las compañías petroleras fueron importantes para su movimiento, pero otras compañías norteamericanas, sobre todo las empresas mineras, estaban ayudando a Villa al mismo tiempo. Si bien cabe poca duda de que la batalla de Agua Prieta significó la derrota final de Villa, las batallas decisivas en las que éste perdió su supremacía militar, Celaya y León, se libraron antes de que los Estados Unidos hubieran reconocido y ayudado a su enemigo. No fue la influencia directa, sino más bien la indirecta, de los Estados Unidos la que resultó decisiva para el resultado final de la guerra civil que asolaba a México. A diferencia de la ayuda que Carranza recibió de los Estados Unidos, la que éstos le dieron a Villa resultó fatal para el mismo. El hecho de que Villa pudiera vender los productos de las haciendas confiscadas en los Estados Unidos y adquirir así armas al otro lado de la frontera, le impidió llevar a cabo una reforma agraria en gran escala en las primeras fases de su movimiento. Como resultado de ello, se desencadenó una serie de acontecimientos que acabaron por aislar a Villa del campesinado que constituía la base de su movimiento. Los administradores que Villa designó para que se hicieran cargo de las haciendas confiscadas tenían un interés personal en evitar la reforma y constituyeron una de las bases de la facción conservadora del villismo. La creciente dependencia de Villa respecto de las armas adquiridas en los Estados Unidos determinó que su reconocimiento por los norteamericanos fuera cada vez más necesario y por lo mismo le impidió llevar a cabo reformas sociales radicales que éstos consideraran antagónicas a sus intereses. El apoyo financiero de las compañías norteamericanas le permitió imprimir grandes cantidades de papel moneda cuyo valor dependía cada vez más de la actitud de esas compañías. Esto tuvo un doble efecto. Por una parte, lo hizo sumamente vulnerable a cualquier pérdida de confianza de parte de los intereses financieros norteamericanos. Por otra parte, le dio los medios necesarios para transformar su ejército popular en un ejército profesional. Esto, a su vez, hizo menos urgente para él la realización de reformas sociales inmediatas. El resultado de todos estos factores, la decisión de posponer la reforma agraria, no sólo condenó a Villa a la derrota al hacerle perder el apoyo de los campesinos, sino que también significó el aplazamiento de la reforma agraria en la mayor parte de México por muchos años. En este aspecto, la política de Woodrow Wilson de patrocinar a grupos revolucionarios tuvo en efecto resultados de largo alcance.
¿En qué medida pudo la facción revolucionaria victoriosa utilizar para sus propios fines las contradicciones y la lucha entre las grandes potencias?
Si bien los constitucionalistas triunfantes estaban menos divididos entre sí que sus adversarios convencionalistas, distaban de ser un grupo homogéneo. A pesar de sus divergencias, la gran mayoría de los constitucionalistas coincidían en ciertos objetivos básicos de su política interna y externa. Todos querían romper el monopolio del poder que la élite porfirista había ejercido y ampliar las bases del poder político en México. Todos querían remplazar al ejército federal con el nuevo ejército surgido de la revolución. La gran mayoría de los vencedores quería conservar el sistema de libre empresa y se oponían a las reformas sociales radicales inmediatas tales como el reparto de tierras en gran escala. No hay pruebas de que la abrumadora mayoría de los revolucionarios victoriosos se opusiera con energía a la devolución de las haciendas confiscadas a sus antiguos propietarios.
En el aspecto internacional, la mayoría de los grupos dentro del movimiento constitucionalista quería limitar la influencia tanto económica como política de los gobiernos extranjeros (especialmente el norteamericano) y de las compañías extranjeras.
Los constitucionalistas lograron alcanzar sus objetivos nacionales. Destruyeron el poder político (pero no el económico) de los antiguos “científicos”. Disolvieron el ejército federal y lo sustituyeron con el que había surgido de la revolución, aunque en gran medida pronto dejó de ser un ejército revolucionario. Mantuvieron el sistema de libre empresa y derrotaron a sus rivales convencionalistas cuyos jefes preconizaban profundas e inmediatas reformas agrarias.
Para lograr estos objetivos pudieron servirse de la ayuda directa e indirecta tanto del gobierno de Wilson como de las grandes compañías norteamericanas que operaban en México.
Tuvieron mucho menos éxito en el logro de algunos de sus objetivos internacionales. La influencia económica de los Estados Unidos creció en vez de disminuir en el transcurso de la revolución. Las corporaciones norteamericanas, especialmente las compañías petroleras, alcanzaron una preeminencia de la que nunca antes habían gozado en México, a pesar de las disposiciones de la Constitución de 1917. Los intereses británicos y franceses, que se habían visto muy debilitados como resultado tanto de la primera guerra mundial cuanto de la revolución mexicana, no querían y en buena medida no podían reasumir el papel que habían desempeñado antes de 1910, como contrapeso a la influencia norteamericana. Los esfuerzos mexicanos por convencer a los japoneses de que hicieran grandes inversiones en su país fracasaron, y el acercamiento a Alemania no tuvo éxito en términos económicos. Ello no obstante, en otro terreno relacionado con lo anterior los gobernantes mexicanos tuvieron un éxito notable. Lograron mantener la independencia política de México en un periodo en que estuvo en mayor peligro que nunca desde la guerra con los Estados Unidos en 1846-48 y la intervención francesa. Los intereses económicos y los militares norteamericanos exigieron muy diversas formas de intervención en México. El gobierno de Wilson intervino repetidas veces en los asuntos internos de su vecino del sur. En 1913 Wilson le propuso a Carranza el envío de tropas norteamericanas al norte de México. En 1914 ordenó la ocupación de Veracruz. En 1915 jugó con la idea de imponerle a México un presidente escogido por los Estados Unidos, y en 1916 envió la expedición punitiva a Chihuahua y luego trató de condicionar su retiro, haciéndolo depender del otorgamiento de concesiones políticas por el gobierno de Carranza. Si cualquiera de esas intervenciones hubiese tenido éxito, el resultado habría sido sin duda lo que William Tyrrel, diplomático británico de alto nivel y simpatizante de Wilson, había pronosticado: un virtual protectorado norteamericano.
Durante todo este periodo los alemanes intentaron, o bien provocar una guerra mexicano-norteamericana, que habría conducido inevitablemente a una ocupación de México por los Estados Unidos, o bien, para citar al ministro alemán von Eckardt, “comprar el legado de Cortés” y convertir a México en una colonia alemana. Los diplomáticos franceses consideraron la posibilidad de someter a México por hambre, en tanto que el Estado Mayor británico pidió una reunión especial del gabinete de guerra para proponer el derrocamiento del gobierno revolucionario y la restauración de la oligarquía porfirista en el poder.
En esta situación compleja y sumamente peligrosa para México, la tenacidad de Carranza, su disposición a llegar hasta el borde de la guerra y su sutil aprovechamiento de las contradicciones dentro de las grandes potencias y entre ellas, obtuvieron resultados considerables. Se opuso al envío de tropas norteamericanas a México en 1913 y a la ocupación de Veracruz en 1914, aunque ambas medidas tenían por objeto apresurar su victoria. Tres veces llevó a su país al borde de la guerra con los Estados Unidos. En el verano de 1916 ordenó a sus tropas resistir por la fuerza cualquier nuevo avance de la expedición de Pershing en México. En el otoño de 1916, desoyendo los consejos de sus generales más importantes, incluido Obregón, se negó a ratificar un acuerdo con los Estados Unidos que habría logrado el retiro de la expedición punitiva pero que habría restringido de manera evidente la independencia de su país. Su último acto de audacia fue el de permitir que los servicios secretos alemanes operaran en y desde México en el verano de 1917. Esto pudo haber redundado fácilmente en duras represalias norteamericanas.
Carranza tuvo éxito en cada una de las tres fases. Como resultado de su tenacidad en 1916, los Estados Unidos retiraron su expedición punitiva incondicionalmente en febrero de 1917.
El permiso que el presidente mexicano concedió a los servicios secretos alemanes para operar en su país en 1917-18 conjuró el peligro de una posible intervención norteamericana. También evitó el peligro mucho mayor de que los alemanes emprendieran acciones de sabotaje en gran escala en los campos petroleros, lo que casi inevitablemente hubiera provocado la ocupación norteamericana de la región petrolera.
No cabe duda de que Carranza les hizo amplias promesas a los intereses económicos norteamericanos y al gobierno de Wilson en 1913-14, así como a los alemanes en 1917-18 a cambio de su apoyo. Pero nunca las cumplió ni parece haber querido hacerlo.
Cuando fue expulsado de la presidencia en 1920 dejó tras sí una trayectoria histórica de suma ambigüedad. Había impedido, sin duda alguna, la realización de las transformaciones sociales por las cuales habían luchado v muerto tantos mexicanos en la tormentosa década de 1910. Pero también había hecho otro tanto por mantener la independencia de su patria frente al creciente intervencionismo de las grandes potencias.