VII. LA CONSTITUCIÓN DE 1917

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos

Los prolegómenos de la Constitución de 1917

Después de la caída del Imperio y de la reinstalación del gobierno nacional en la ciudad de México era necesario restablecer el orden constitucional; sin embargo, dadas las circunstancias que se habían vivido en el país durante los años recientes, Juárez consideró necesario hacer una serie de ajustes constitucionales para el mejor funcionamiento del gobierno. Por ello, en agosto de 1867, al tiempo que se convocaba a elecciones para la integración de los poderes de la Unión, se apelaba al pueblo para que expresara su voluntad sobre los cambios constitucionales que se proponían desde la presidencia.

La convocatoria, expedida el 14 de agosto, señalaba que la prórroga del mandato de Juárez como presidente constitucional se había dado por la imprescindible necesidad de las circunstancias de la guerra y que, como se consignara en el decreto del 8 de noviembre de 1865, se entregaría el gobierno al nuevo presidente, pues al restablecerse en toda la República la acción del gobierno nacional era posible que el pueblo eligiera a sus mandatarios con absoluta libertad. Pero además de esto, como se anticipaba, en el cuarto de sus puntos la convocatoria señalaba que si bien la constitución podía ser adicionada y reformada —lo que no debería hacerse en tiempos ordinarios sino por los medios establecidos en ella por la experiencia de la grave crisis que acababa de pasar la Nación—, parecía oportuno hacer una especial apelación al pueblo, para que en el acto de elegir a sus representantes expresara su libre y soberana voluntad sobre si quería autorizar al próximo Congreso de la Unión para que pudiera adicionar o reformar la carta federal sin pasar por las formalidades que exigía la propia norma fundamental en algunos puntos determinados, que podían ser importantes para afianzar la paz y consolidar las instituciones, por referirse al equilibrio de los poderes supremos de la Unión y al ejercicio normal de sus funciones. En la convocatoria se señalaba que parecía oportuno comprender en la apelación al pueblo que se expresara también su voluntad sobre los mismos puntos de reforma en las constituciones particulares de los estados. Esos puntos se encontraban establecidos en el punto noveno de la convocatoria y eran los siguientes:

Primero. Que el poder legislativo de la Federación se deposite en dos cámaras, fijándose y distribuyéndose entre ellas las atribuciones del poder legislativo.

Segundo. Que el presidente de la República tenga facultad de poner veto suspensivo á las primeras resoluciones del poder legislativo, para que no se puedan reproducir, sino por dos tercios de votos de la cámara ó cámaras en que se deposite el poder legislativo.

Tercero. Que las relaciones entre los poderes legislativo y ejecutivo, ó los informes que el segundo tenga que dar al primero, no sean verbales, sino por escrito; fijándose si serán directamente del presidente de la República, ó de los secretarios del despacho.

Cuarto. Que la diputación ó fracción del congreso que quede funcionando en sus recesos, tenga restricciones para convocar al congreso á sesiones extraordinarias.

Quinto. Que se determine el modo de proveer á la sustitución provisional del poder ejecutivo, en caso de faltar á la vez el presidente de la República y el presidente de la Corte Suprema de Justicia.

El órgano encargado de realizar el escrutinio de los votos emitidos sobre estas reformas sería el Congreso de la Unión, que se declararía autorizado para hacerlas si resultase por la afirmativa la mayoría absoluta del número total de los votos emitidos sobre las modificaciones a la Constitución en las elecciones primarias.

La convocatoria fue acompañada de una circular elaborada por Lerdo de Tejada, en la que se explicaba que el gobierno tenía la convicción de que los cinco puntos propuestos eran muy importantes para el mejor régimen administrativo, por lo que el gobierno satisfacía la conciencia de su deber con someterlos libremente a la resolución soberana del pueblo, para que la mayoría en la República resolviera si estas reformas podían hacerse o no en la Constitución federal, y para que la mayoría del pueblo de cada estado resolviera lo que considerara pertinente sobre las reformas en sus constituciones locales.

En la circular se indicaba que en tiempos ordinarios, para resolver sucesivamente sobre los puntos especiales que indicara la experiencia, no sería prudente sino ocurrir a los medios ordinarios de reforma establecidos en la misma Constitución; sin embargo, se consideraba que esos medios serían lentos, tardíos e inoportunos para resolver el conjunto de reformas que eran necesarias para la marcha normal de los poderes públicos. Por tanto, ya que la Nación iba saliendo de una crisis terrible y dolorosa, lo que aconsejaba la razón como lo más prudente, y lo que enseñaba la historia como práctica cotidiana en otros países, en épocas de crisis nacional, era apelar directamente al pueblo, con objeto de que, aleccionado ya por la experiencia, meditara y resolviera lo que considerara conveniente para asegurar su paz, tranquilidad y bienestar.

Además, se consideraba que en la elección del mejor medio para proponer las reformas no podía existir cuestión de legalidad, porque la voluntad libremente manifestada de la mayoría del pueblo era superior a cualquier ley, pues éste era la primera de sus fuentes. Y esto se confirmaba ya que si la propia Constitución reconocía que la libre voluntad del pueblo siempre podía cambiar esencialmente aun la forma de su gobierno, sería un absurdo que algunos mostrasen tanto celo por no modificar en nada la Constitución, pretendiendo negar al pueblo el derecho de autorizar al Congreso para reformarla. Pero los argumentos contenidos en la convocatoria y en la circular no fueron suficientes y, a pesar de que la propuesta de reformas provenía de Benito Juárez —quien había hecho triunfar la causa republicana—, debido a las rivalidades políticas que se acentuaban por la víspera del proceso electoral, estas reformas no se llevaron a cabo en ese momento. No obstante lo anterior, las reformas se concretarían más adelante, si no en la presidencia de Juárez, sí con toda la influencia de su legado.

Las elecciones se llevaron a cabo y el 8 de diciembre de 1867 el Congreso abrió sesiones, y declaró a Benito Juárez presidente constitucional el 20 de diciembre. La situación que se vivía en el país no daba cabida a la normalidad constitucional, por lo que ésta tuvo que aplazarse aun cuando el 12 de abril de 1868 el gobierno anunció que el orden constitucional estaba restablecido. Y es que, por ejemplo, Yucatán había sido declarado en Estado de sitio desde enero y en mayo el Congreso se había visto obligado a decretar la suspensión de garantías. En 1869, debido a la inseguridad en los caminos, hubo también suspensión de garantías para plagiarios y salteadores, y el 17 de enero de 1871 se declaró Estado de sitio y se suspendieron garantías en Querétaro, Zacatecas y Jalisco. Ese año se celebraron de nueva cuenta elecciones presidenciales en las que participaron Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz. Juárez fue el ganador en los comicios y Lerdo ocuparía la presidencia de la Suprema Corte de Justicia, por lo que le correspondería la vicepresidencia de la República.

El triunfo de Juárez causó el descontento de Díaz, quien se levantó dictando el Plan de la Noria, en el que señalaba que la “reelección indefinida, forzosa y violenta del Ejecutivo federal” había puesto en peligro las instituciones nacionales. Para él, en el Congreso, una mayoría regimentada por medios reprobados y vergonzosos había convertido la representación nacional en una cámara cortesana, obsequiosa y resuelta siempre a seguir los impulsos del Ejecutivo. Además, señalaba que la reelección indefinida era un mal de menos trascendencia por la perpetuidad de un ciudadano en el ejercicio del Poder que por la conservación de las prácticas abusivas, de las confabulaciones ruinosas y por la exclusión de otras inteligencias e intereses que eran las consecuencias necesarias de la inmutabilidad de los empleados de la administración pública.

Para dar fuerza a sus argumentos, Porfirio Díaz señaló en el plan:

Durante la Revolución de Ayutla salí del colegio a tomar las armas por odio al despotismo; en la Guerra de Reforma combatí por los principios, y en la lucha por la invasión extranjera sostuve la Independencia Nacional hasta reestablecer al Gobierno en la Capital de la República.

En el curso de mi vida política he dado suficientes pruebas de que no aspiro al poder, a encargo ni empleo de ninguna clase; pero he contraído también graves compromisos para con el país por su libertad e independencia, para con mis compañeros de armas con cuya cooperación he dado cima a difíciles empresas, y para conmigo mismo de no ser indiferente a los males públicos… Combatiremos, pues, por la causa del pueblo, y el pueblo será el único dueño de su victoria. “Constitución del 57 y libertad electoral” será nuestra bandera; “menos Gobierno y más libertades” nuestro programa.

Porfirio Díaz reclamaba además en el plan que la elección de presidente de la República fuera directa, personal y que no pudiera ser elegido ningún ciudadano que el año anterior hubiera ejercido, por un solo día, autoridad o encargo cuyas funciones se extendieran a todo el territorio nacional. Con este objetivo apelaba al pueblo en los siguientes términos:

No convoco ambiciones bastardas ni quiero avivar los profundos rencores sembrados por las demasías de la administración. La insurrección nacional que ha de devolver su imperio a las Leyes y a la moral ultrajadas, tiene que inspirarse de nobles y patrióticos sentimientos de dignidad y justicia. Los amantes de la Constitución y de la libertad electoral son bastante fuertes y numerosos en el país de Herrera, Gómez Farías y Ocampo, para aceptar la lucha contra los usurpadores del sufragio popular.

Que los patriotas, los verdaderos constitucionalistas, los hombres del deber, presten su concurso a la causa de la libertad electoral, y el país salvará sus más caros intereses. Que los mandatarios públicos, reconociendo que sus poderes son limitados, devuelvan honradamente al pueblo elector el depósito de su confianza en los periodos legales, y la observancia estricta de la Constitución será verdadera garantía de paz, que ningún ciudadano se imponga y perpetúe en el ejercicio del poder, y ésta será la última revolución.

Díaz tenía razón en esta última afirmación, lo que no imaginaba era que la revolución que más tarde se gestaría tendría entre sus causas precisamente sus pretensiones de perpetuarse en el poder. Pero lo importante en este punto es que después de su levantamiento Díaz sería derrotado y se vería obligado a abandonar el país.

Juárez murió el 18 de julio de 1872 y su sucesor fue Sebastián Lerdo de Tejada, quien se hizo cargo de la presidencia y, posteriormente, sería elegido para el periodo que concluiría en 1875. Lerdo de Tejada, como ya se ha visto, logró importantes reformas a la Constitución, entre las que destacaban la reinstauración del Senado y la elevación a rango constitucional de las Leyes de Reforma; sin embargo, el país aún se encontraba en un periodo difícil, por lo que también tuvo que hacer uso de facultades extraordinarias y de la suspensión de garantías. En este contexto se llegaba a las elecciones de 1875, a las que se presentó el propio Lerdo de Tejada, quien logró que el Congreso lo declarara presidente para el periodo que comprendía los años de 1876 a 1879. No obstante lo anterior, Lerdo tuvo que enfrentar las impugnaciones tanto de José María Iglesias —que argumentaba que las elecciones eran nulas por haberse llevado a cabo en lugares en los que existía suspensión de garantías— como de Porfirio Díaz, quien defendía de nueva cuenta la no reelección.

Díaz se levantó esta vez mediante el Plan de Tuxtepec, en el cual se declaraban como leyes supremas de la República la Constitución de 1857, el acta de reformas promulgada el 25 de septiembre de 1873 y la ley del 14 de diciembre de 1874. Además, en el plan se desconocía a Lerdo de Tejada como presidente y se señalaba que tendría también el carácter de ley suprema la no reelección del presidente de la República y de los gobernadores de los estados, mientras se conseguía elevar este principio al rango de reforma constitucional por los medios legales establecidos en la Constitución. Después de la derrota de las fuerzas del gobierno en Tecoac, Sebastián Lerdo de Tejada se vio obligado a dejar el país y Porfirio Díaz, después de una breve presidencia interina a cargo de Juan N. Méndez, logró que se le reconociera como presidente de la República. Así comenzaba el primer periodo de Díaz al frente del gobierno del país.

El 1 de diciembre de 1880, Manuel González sucedió a Porfirio Díaz en el gobierno hasta 1884, año en que este último vuelve al gobierno, pues el periodo presidencial de González hacía posible que se presentara a las elecciones en virtud de que, en caso de contar con el favor de los electores, su reelección no sería inmediata. De esta forma comenzaba un largo periodo de gobierno que, mediante una serie de reformas a la Constitución para permitir la reelección inmediata rechazada años atrás por el propio Díaz, se prolongaría hasta mayo de 1911.

El camino hacia la Constitución de 1917: el Plan de San Luis

Con Díaz llegó un periodo en que un solo personaje dominaba la vida pública nacional, con un claro ascenso al principio. Por su experiencia, Porfirio Díaz buscó y consiguió convertirse en líder nato del partido liberal, centralizando la política y persiguiendo por diversos medios la conciliación en el país. Como menciona Javier Garciadiego al referirse al Porfiriato, contra quienes pronosticaron que no tendría la capacidad para encabezar la política nacional, Díaz pronto demostró tener un instinto político inigualable que, sumado a sus experiencias biográficas y a las condiciones nacionales e internacionales, fue suficiente para consolidarlo en el poder. Así comenzó una época de continuidad gubernamental, en que la política se centraba en pocas manos, y de progreso, que, sin embargo, se fueron erosionando con el paso del tiempo.

A partir de la primera década del siglo XX, el gobierno de Díaz se vio envuelto en una crisis que no pudo superar. Diversos factores contribuyeron a este hecho y entre ellos pueden recordarse el ejercicio arbitrario del poder por parte de Porfirio Díaz, los favores que otorgaba a ciertos sectores y las persecuciones que llevaba a cabo contra otros que no eran sus partidarios o que buscaban un poco de justicia social o económica con actos que el régimen nunca estuvo dispuesto a tolerar. Esto ocasionó divisiones en la sociedad y un clima de tensión por el cierre de espacios políticos de expresión, lo que se convertiría en elementos fundamentales de la decadencia del gobierno. En el ámbito político, las cosas también fueron complicándose para el gobierno de Díaz y como muestra basta mencionar que en agosto de 1900 Camilo Arriaga invitó al Partido Liberal para celebrar un congreso el 5 de febrero de 1901, en el que las resoluciones incidían principalmente en aspectos como la lucha contra el clero, la libertad de prensa y la libertad municipal. Estos temas y la forma en que fueron abordados constituían una afrenta a la forma de gobernar de Porfirio Díaz. Las críticas al gobierno aumentaban por parte de la oposición, la prensa y los diversos clubes que se iban formando; al mismo tiempo aumentaban también los destierros, los encarcelamientos o las salidas del país de quienes se oponían a Díaz. En este escenario, la oposición lanzó en 1906 el “Programa y manifiesto del Partido Liberal Mexicano”, en el que se presentaban varias de las reformas políticas que se defendían, como la reducción del periodo presidencial a cuatro años, la supresión de la reelección para el presidente y los gobernadores, las restricciones a los abusos del clero católico y reformas en materia de libertad de prensa, así como una serie de reivindicaciones en materia social, como la jornada máxima de ocho horas y un salario mínimo o la declaración obligatoria de la instrucción hasta la edad de 14 años, con lo que el gobierno se obligaba a impartir protección, en la forma que le fuera posible, a los niños pobres que por su miseria pudieran perder los beneficios de la enseñanza. Este plan fue de gran importancia en esa época y abonó al deterioro de la imagen política de Porfirio Díaz.

Otro de los detonantes de mayor fuerza de la caída del general Díaz fue su edad, ya que ello implicaba pensar qué pasaría con el país ante la eventual ausencia del presidente, por lo que se buscó preparar una transición controlada mediante la reinstauración de la vicepresidencia, para que fuera precisamente el titular del Ejecutivo quien eligiera a su sucesor.

Con esta maniobra política se buscaba calmar los ánimos en la arena política, pero para el Porfiriato el efecto fue el contrario. Díaz, contra todos los pronósticos, no eligió como vicepresidente al general Bernardo Reyes, quien contaba con fuerte apoyo de la población, sino a Ramón Corral, integrante del grupo de los científicos y exgobernador de Sonora. Los reyistas entonces se radicalizaron y comenzaron a presionar a Díaz, lo que tuvo como consecuencia que, después de una serie de acontecimientos políticos, el naciente movimiento antirreeleccionista adquiriera una fuerza que no se esperaba.

Este movimiento encontró en Francisco I. Madero su figura principal. Con él, como señalara Felipe Tena Ramírez, surgió un caudillo que tenía la obstinación del iluminado y los fervores del apóstol. Contrario en principio al recurso de las armas, Madero se convirtió en el ideólogo del antirreeleccionismo y, con los recorridos que realizó por el país, fue ganando adeptos para su movimiento. De esta forma y ante la actitud de Díaz frente a sus opositores, la Convención Nacional Independiente de los partidos aliados Nacional Antirreeleccionista y Nacionalista Democrático designó como candidato a Madero para contender frente a Porfirio Díaz, quien a pesar de haber declarado a la prensa estadounidense que al concluir su periodo presidencial no aceptaría otro, finalmente decidió presentarse en las elecciones de 1910. Con la obsesión por mantenerse en el poder, de la que no había podido despojarse, Díaz intentó cerrar cualquier posibilidad a la oposición, encarcelando a Madero por un cargo insostenible. De esta forma, a pesar de los múltiples reclamos de fraude electoral se declaró reelecto, lo que hizo que los opositores consideraran la insurrección como única vía ante la opresión provocada por la dictadura que se vivía en el país.

Madero, después de fugarse de prisión el 5 de octubre de 1910, formuló en San Antonio, Texas, el Plan de San Luis Potosí, en el que se exhortaba a los mexicanos a tomar las armas y arrojar a los usurpadores del poder bajo la proclama “Sufragio Efectivo. No Reelección”. Dentro del plan se señalaba que tanto el poder Legislativo como el Judicial estaban completamente supeditados al Ejecutivo; que la división de poderes, la soberanía de los estados, la libertad de los ayuntamientos y los derechos del ciudadano sólo existían escritos en la Constitución, pero casi podía decirse que constantemente reinaba la Ley Marcial, pues la justicia, en vez de impartir su protección al débil, sólo servía para legalizar los despojos que cometía el fuerte. De hecho, Madero afirmaba:

[L]os jueces, en vez de ser los representantes de la justicia, son agentes del Ejecutivo, cuyos intereses sirven fielmente; las Cámaras de la Unión, no tienen otra voluntad que la del Dictador. Los Gobernadores de los Estados son designados por él, y ellos, a su vez, designan e imponen de igual manera las autoridades municipales.

De esto resulta que todo el engranaje administrativo, judicial y legislativo, obedece a una sola voluntad, al capricho del General Porfirio Díaz, quien en su larga administración ha mostrado que el principal móvil que lo guía, es mantenerse en el poder a toda costa.

Y más adelante, después de indicar que esta situación ocasionó profundo malestar a la República y que los males que en el país se vivían se agravaron con el empeño decidido del general Díaz de imponer a la Nación un sucesor, se planteaba que estas circunstancias motivaron el que muchos mexicanos se lanzaran a la lucha, intentando reconquistar la soberanía del pueblo y sus derechos en el terreno netamente democrático. Además, respecto al proceso electoral de 1910, en el plan se señalaba:

[L]a actitud del pueblo antes y durante las elecciones, así como después de ellas, demuestra claramente que rechaza con energía al Gobierno del Gral. Díaz y que si hubieran respetado sus derechos electorales, hubiese sido electo para Presidente de la República.

Con estos prolegómenos, Madero, haciéndose eco de la voluntad nacional, declaraba ilegales las elecciones, con lo que entendía que la República quedaba sin gobernantes legítimos y, por tanto, asumía provisionalmente la presidencia de la República mientras el pueblo designaba a sus gobernantes conforme a la ley. De esta forma, según el plan, en primer término se declararon nulas las elecciones de presidente y vicepresidente de la República, magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, así como de diputados y senadores celebradas en junio y julio de 1910. Asimismo, se desconocía al gobierno de Díaz y todas las autoridades cuyo poder debía emanar del voto popular; sin embargo, para evitar hasta donde fuera posible los trastornos inherentes a los movimientos revolucionarios, se declaraban vigentes todas las leyes promulgadas para la administración y sus reglamentos, a excepción de aquellas que manifiestamente se hallaran en pugna con los principios proclamados en el propio plan.

Además de la Constitución y las leyes vigentes, en el plan se declaraba también como ley suprema de la República el principio de no reelección del presidente y vicepresidente de la República, gobernadores de los estados y presidentes municipales, en tanto se hicieran las reformas constitucionales respectivas. Dado que el movimiento antirreeleccionista había agotado distintas vías con el gobierno de Díaz para intentar dar inicio a la democratización del país, y que sus partidarios no habían obtenido más que represión, oídos sordos o negativas tajantes, en el plan se señalaba el día 20 del mes de noviembre, de las seis de la tarde en adelante, como la fecha en la cual todos los ciudadanos de la República tomarían las armas para arrojar del poder a las autoridades que se encontraban en el gobierno. En caso de que las autoridades presentaran resistencia armada, se les obligaría por la fuerza de las armas a respetar la voluntad popular, pero en ese caso las leyes de la guerra serían rigurosamente observadas. En el mismo sentido, las autoridades que opusieran resistencia a la realización del plan serían enviadas a prisión para que se les juzgara por los tribunales de la República cuando la revolución hubiera terminado.

El nombramiento de gobernadores provisionales de cada estado que hubiera sido ocupado por las fuerzas de la revolución sería hecho, de acuerdo con el plan, por el presidente provisional. Estos gobernadores tendrían la estricta obligación de convocar a elecciones para gobernador constitucional del estado tan pronto como fuera posible, a juicio del presidente provisional. Sólo se exceptuaban de esta regla los estados que por dos años hubieran sostenido campañas democráticas para cambiar de gobierno, pues en esos casos se consideraría como gobernador provisional a quien hubiera sido candidato del pueblo, siempre que se adhiriera activamente al plan.

De acuerdo con el último punto del Plan de San Luis, las nuevas autoridades dispondrían de todos los fondos que se encontraran en las oficinas públicas para los gastos de guerra, llevando las cuentas con toda escrupulosidad. En caso de que estos fondos no fueran suficientes para los gastos de la guerra, se contratarían empréstitos, ya fueran voluntarios o forzosos, de los cuales también se llevaría cuenta escrupulosa y se otorgarían recibos en la forma debida a los interesados, a fin de que al triunfar la revolución se restituyera lo prestado.

En las disposiciones transitorias del plan se contenían también aspectos que es necesario considerar para tener una visión más clara del movimiento revolucionario. En ellas se establecía, por ejemplo, que todos los jefes, tanto civiles como militares, harían guardar a las tropas la más estricta disciplina, pues ellos serían responsables ante el gobierno provisional de los desmanes que cometieran bajo su mando, a menos que justificaran que no les había sido posible contener a sus soldados pero que hubieran impuesto a los culpables el castigo merecido. Las penas más severas serían aplicadas a los soldados que saquearan alguna población o que dieran muerte a prisioneros indefensos.

Además de estas disposiciones, en el plan se señalaba que en el caso de que el General Díaz dispusiera que fueran respetadas las leyes de la guerra y que se tratara con humanidad a los prisioneros que cayeran en sus manos, tendría su vida a salvo; sin embargo, esto no obstaría para que respondiera ante los tribunales por la forma en que había manejado los caudales de la Nación y cumplido con la ley.

Las palabras finales con las que Madero se dirigiría a los me­xicanos en el Plan de San Luis dan prueba de las circunstancias que animaron el movimiento revolucionario y de lo que con él se pretendía. Estas palabras fueron:

CONCIUDADANOS: Si os convoco para que toméis las armas y derroquéis al Gobierno del Gral. Díaz, no es solamente por el atentado que cometió durante las últimas elecciones, sino por salvar a la patria del porvenir sombrío que la espera, continuando bajo su dictadura y bajo el gobierno de la oligarquía científica, que sin escrúpulos y a gran prisa están absorbiendo y lapidando los recursos Nacionales, si permitimos que continúen en el poder, en un plazo muy breve habrán completado su obra; habrán llevado al pueblo a la ignorancia y lo habrán envilecido; le habrán chupado todas sus riquezas y dejándolo en la más absoluta miseria; habrán causado la bancarrota de nuestras finanzas y la deshonra de nuestra patria, que débil, empobrecida y maniatada, se encontrará inerte para defender sus fronteras y sus instituciones.

Por lo que a mí respecta, tengo la conciencia tranquila y nadie podrá acusarme de promover la revolución por miras personales, que esté en la conciencia nacional, que hice todo lo posible por llegar a un arreglo pacífico y estuve dispuesto hasta renunciar a mi candidatura, siempre que el Gral. Díaz hubiese permitido a la Nación designar aunque fuese al Vicepresidente de la República; pero dominado por incomprensible orgullo y por inaudita soberbia, desoyó la voz de la patria y prefirió precipitarla en una revolución antes de ceder un ápice, antes de devolver al pueblo un átomo de sus derechos, antes de cumplir, aunque fuese en las postrimerías de la vida, parte de las promesas que hizo en la Noria y Tuxtepec.

Él mismo justificó la presente revolución, cuando dijo: “Que ningún ciudadano se imponga y perpetúe en el ejercicio del poder y ésta será la última revolución”.

Si en el ánimo del General Díaz hubiesen pesado más los intereses de la Patria, que los sórdidos intereses de él y de sus consejeros, hubiera evitado esa revolución, haciendo algunas concesiones al pueblo; pero ya que no lo hizo… ¡tanto mejor! El cambio será más rápido y más radical, pues el pueblo mexicano, en vez de lamentarse como un cobarde, aceptará como un valiente el reto, y ya que el General Díaz pretende apoyarse en la fuerza bruta para imponerle un yugo ignominioso, el pueblo recurrió a la misma fuerza bruta para sacudir ese yugo, para arrojar a ese hombre funesto del poder y para reconquistar su libertad.

CONCIUDADANOS: No vaciléis, pues, un momento: tomad las armas, arrojad del poder a los usurpadores, recobrad vuestros derechos de hombres libres y recordad que nuestros antepasados nos legaron una herencia de gloria, que no podemos mancillar. Sed como ellos fueron: “invencibles en la guerra, magnánimos en la victoria”.

Sufragio Efectivo. No Reelección.

San Luis Potosí, octubre 5 de 1910

Con este llamado, en noviembre de 1910 comenzaría la Revolución mexicana. Este movimiento, sin embargo, no estalló como aspiración de un nuevo orden constitucional; antes bien, el proceso de nacimiento de la Constitución de 1917 partía del agotamiento del modelo porfirista, en cuanto a su capacidad de resolver problemas reales de convivencia política, y para dar salida a las inéditas manifestaciones de una sociedad que se había diferenciado poderosamente desde aquella hora en que había visto la luz la primera constitución de Querétaro.

El 20 de noviembre, día marcado por Madero para que el pueblo tomara las armas, la respuesta de éste no tuvo gran fuerza pues sólo se vivieron algunos pequeños levantamientos que fueron minimizados por la opinión pública. Pero ese inicio vacilante sería el preámbulo de una serie de levantamientos que aumentaban mes con mes, hasta que en abril se convirtieron en un verdadero problema para Díaz que el ejército no pudo contener. De hecho, en mayo de 1911 los rebeldes se levantaron en Ciudad Juárez y las fuerzas federales cayeron derrotadas, con lo que el grupo revolucionario obligó a negociar la capitulación del gobierno. Porfirio Díaz se vio entonces constreñido a renunciar a la presidencia y salió del país, en tanto se conformó un gobierno de transición en el cual el presidente interino sería Francisco León de la Barra. Después de este hecho se llevaron a cabo las elecciones en que triunfó Francisco I. Madero, a quien acompañó, como vicepresidente, José María Pino Suárez.

Los esfuerzos de Madero en la presidencia por tratar de mantener dentro del diálogo democrático a las distintas fuerzas divergentes que existían en el país, sin embargo, no rendiría los frutos esperados. De hecho, dado que muchos grupos no coincidían con las políticas maderistas, más temprano que tarde comenzaron a mostrar su oposición al gobierno de quien había encabezado el movimiento antirreeleccionista. Entre estos grupos se encontraba parte de la prensa, algunos grupos militares y ciertos movimientos sociales, como los encabezados por Emiliano Zapata y Pascual Orozco, quienes, insatisfechos por la lentitud de las reformas en el ámbito social, se pronunciaron contra el gobierno maderista. En este contexto se pronunció el Plan de Ayala, por medio del cual se desconocía a Madero como presidente de la República, se pedía la restitución de tierras usurpadas pagando indemnización y la dotación de ejidos y tierras mediante expropiación, así como la asignación de éstas a las viudas y huérfanos de revolucionarios.

Con pretensiones totalmente distintas se sublevaron también otros grupos, entre los que se cuentan los encabezados por los porfiristas Bernardo Reyes y Félix Díaz. Estos levantamientos serían controlados y tanto Reyes como Díaz fueron enviados a prisión; sin embargo, en febrero de 1913 un grupo de militares federales, dirigidos por el general Manuel Mondragón, dio inicio en la capital a un levantamiento armado a favor de los generales que habían sido encarcelados. Ambos fueron liberados, aunque Reyes murió al tratar de entrar a Palacio Nacional en el primer día del acontecimiento conocido como la Decena Trágica; por su parte, Félix Díaz se encerró en la Ciudadela y, posteriormente, participó junto con el embajador de Estados Unidos, Henry Lane Wilson, en la definición de la traición que encabezaría Victoriano Huerta y que tuvo como resultado la aprehensión de Madero y Pino Suárez.

Estos acontecimientos incidieron de manera muy importante en el curso de la historia nacional, pues en prisión Madero y Pino Suárez tuvieron que renunciar a sus cargos, con lo que Huerta tomo el poder después de la renuncia de Pedro Lascuráin, quien estuvo al frente del Ejecutivo sólo por 45 minutos. Después de las renuncias de Madero y Pino Suárez, el gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, promulgó un decreto por el que la legislatura estatal desconocía el gobierno de Huerta y, más tarde, la legislatura de Sonora haría lo mismo. Los asesinatos de Madero y Pino Suárez, ocurridos el 22 de febrero de 1911, desataron diversas reacciones en todo el país. Carranza organizó un ejército al que se le dio el adjetivo de constitucionalista porque con él se pretendía restaurar el orden constitucional roto por las acciones de Huerta. Al gobernador de Coahuila se sumaron también otros grupos al frente de personajes como Villa y Álvaro Obregón; por su parte, Emiliano Zapata también desconoció el gobierno del usurpador.

De esta manera, como reacción ante los acontecimientos que originaron una nueva etapa de luchas en el país, el 26 de marzo de 1913 se firmó el Plan de Guadalupe, en el que se desconocía a Victoriano Huerta como presidente de la República, a los poderes Legislativo y Judicial de la federación, y a los gobiernos de los estados que aún reconocieran a los poderes federales 30 días después de publicado el plan. Asimismo, en este documento se nombraba como primer jefe del Ejército Constitucionalista a Venustiano Carranza y se establecía que al ocupar dicho cuerpo armado la ciudad de México, el propio Carranza o quien lo hubiere sustituido en el mando se encargaría interinamente del poder Ejecutivo. En el plan se señalaba también que quien ocupara la presidencia interina convocaría a elecciones generales cuando se hubiera consolidado la paz y asumiría el cargo de gobernador provisional en los estados cuyos gobiernos hubieron reconocido al de Huerta, convocando a elecciones locales después de que hubieran tomado posesión de sus cargos los ciudadanos electos para ejercer los poderes de la federación.

La idea que se tenía al firmar el plan era, antes que nada, la de derrotar al usurpador, para después dar paso a las reformas necesarias en el país. Lo primero se cumplió cuando en Teoloyucan, el 13 de agosto de 1914, se pactó la entrega de la capital y la disolución del ejército federal, con lo que el camino para las reformas que afectarían el ámbito social se abría.

El Ejército Constitucionalista entró en la ciudad de México el 15 de agosto de 1914 y Venustiano Carranza llegó cinco días más tarde. Ya en la capital, el 5 de septiembre, Carranza convocó a una convención de gobernadores y generales con mando de fuerza que debía reunirse a partir del primer día de octubre. El jefe del Ejército Constitucionalista leyó ante la convención un trascendental mensaje en el que se señalaba que los mandos del ejército habían convenido implantar las reformas sociales y políticas que eran imprescindibles para colmar las aspiraciones del pueblo en sus necesidades de libertad económica, de igualdad política y de paz orgánica. Entre éstas se encontraban el aseguramiento de la libertad municipal, la resolución del problema agrario, la limitación de horas de trabajo y el mejoramiento de las condiciones económicas de la clase obrera, reformar los aranceles y la legislación bancaria y dar al matrimonio su verdadero carácter de contrato civil.

Días después la convención se trasladó a Aguascalientes por considerar que esta ciudad era neutral y que en ella se contaría con la presencia de otros grupos revolucionarios, como la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur. A partir del 10 de octubre, los trabajos de este cuerpo colegiado se desarrollarían en el Teatro Morelos de la capital de Aguascalientes, con la presencia de representantes de todos los grupos revolucionarios que, después de algunos días, designarían como presidente interino a Eulalio Gutiérrez. Esta designación no fue aceptada por Carranza y con ello se confirmó la escisión entre los constitucionalistas y los grupos encabezados por Villa y Zapata. No obstante lo anterior, todos estos grupos coincidían en que eran imperantes diversas reformas en el ámbito social; de hecho, el 12 de diciembre de 1914 Carranza expidió en Veracruz una serie de adiciones al Plan de Guadalupe que apuntaban en esa dirección. Así, en el artículo 2° del decreto mediante el cual se daban estas modificaciones se señalaba:

El Primer Jefe de la Revolución y Encargado del Poder Ejecutivo, expedirá y pondrá en vigor, durante la lucha, todas las leyes, disposiciones y medidas encaminadas a dar satisfacción a las necesidades económicas, sociales y políticas del país, efectuando las reformas que la opinión pública exige como indispensables para establecer un régimen que garantice la igualdad de los mexicanos entre sí; leyes agrarias que favorezcan la formación de la pequeña propiedad raíz; legislación para mejorar las condiciones de vida del peón rural, del obrero, del minero y, en general, de las clases proletarias; establecimiento de la libertad municipal como institución constitucional; bases para un nuevo sistema de organización del Ejército, reforma de los sistemas electorales para obtener la efectividad del sufragio; organización del Poder Judicial independiente, tanto en la Federación como en los estados; revisión de las leyes relativas a la explotación de minas, petróleo, aguas, bosques y demás recursos naturales del país, para destruir los monopolios creados por el antiguo régimen y evitar que se formen otros en el futuro; reformas políticas que garanticen la verdadera aplicación de la Constitución de la República y, en general, todas las demás leyes que se estimen necesarias para asegurar a todos los habitantes del país la efectividad y el pleno goce de sus derechos y la igualdad ante la ley.

Las reformas con contenido social que, hay que decirlo, ya habían comenzado en algunas entidades de la República, continuaron por parte de los constitucionalistas a partir de las adiciones al Plan de Guadalupe. De esta forma, por medio de diversos decretos se expidieron, entre otras, la Ley del Municipio Libre y la del Divorcio, la Ley Agraria y la Obrera, la de reformas al código civil y la de abolición de las tiendas de raya. Dichas reformas se daban en una época en que se consideró en suspenso la vigencia de la Constitución de 1857.

Más tarde, como señala Tena Ramírez, una vez que los villistas habían sido vencidos y los zapatistas relegados a su región de origen, llegó el tiempo de restablecer el orden constitucional. Para ello se abrían varios caminos: en primer lugar la restauración lisa y llana de la Constitución de 1857, lo que podría obstruir la reforma político-social que se había iniciado; la revisión de la norma fundamental mediante el procedimiento establecido en ella, algo que demoraría o menoscabaría la reforma y, finalmente, la reunión de un congreso constituyente, encargado de reformar la Constitución o de expedir una nueva. Entre estas opciones, pensando que aplazar las reformas era ponerlas en peligro, se decidió que la mejor solución era convocar a un Congreso Constituyente a efectos de, en palabras de Palavicini, “constituir a la revolución”.

La instalación del Congreso Constituyente de 1917 y el proyecto de Venustiano Carranza

El 14 de septiembre de 1916, Venustiano Carranza emitió un decreto con el que se modificaban algunos de los artículos del decreto del 12 de diciembre de 1914, mediante el cual se adicionaba el Plan de Guadalupe. Este decreto fue de suma importancia porque en él se adelantaba la convocatoria al Congreso Constituyente.

En sus considerandos, el decreto señalaba que la primera jefatura había tenido siempre el deliberado y decidido propósito de cumplir con toda honradez y eficacia el programa revolucionario, por lo que había expedido disposiciones directamente encaminadas a preparar el establecimiento de aquellas instituciones que hicieran posible y fácil el gobierno del pueblo y que aseguraran la situación económica de las clases proletarias, las cuales habían sido las más perjudicadas con el sistema de acaparamiento y monopolios adoptado por gobiernos anteriores. Asimismo, se disponía que se proyectaran todas las leyes ofrecidas en el artículo 2° del decreto mediante el que se adicionaba el Plan de Guadalupe, en especial las relativas a las reformas políticas que debían asegurar la verdadera aplicación de la Constitución de la República y la efectividad y el pleno goce de los derechos de todos los habitantes del país; sin embargo, se manifestaba que al estudiar con atención esas reformas se había encontrado que si bien algunas de ellas no afectaban la organización y funcionamiento de los poderes públicos, sí había en cambio otras que tenían que tocar forzosamente éste y aquélla, así como también que de no hacerse estas últimas reformas seguramente se correría el riesgo de que la Constitución de 1857, a pesar de la bondad indiscutible de los principios en que descansaba y del alto ideal que aspiraba a realizar el gobierno de la Nación, continuaría siendo inadecuada para la satisfacción de las necesidades públicas y muy propicia para volver a entronizar otra tiranía igual o parecida a las que con demasiada frecuencia había tenido el país.

Por las razones aludidas, se estimaba indispensable hacer esas reformas; sin embargo, para evitar que los enemigos de la Revolución las combatieran y a fin de evitar el aplazamiento de aquellas que eran necesarias para obtener la concordia de todas las voluntades y la coordinación de todos los intereses, por una organización más adaptada a la situación que se vivía en esa época en el país y, por lo mismo, más conforme con el origen, antecedentes y estado intelectual, moral y económico del pueblo mexicano, a efecto de conseguir una paz estable implantando de una manera sólida el reinado de la ley, es decir, el respeto de los derechos fundamentales para la vida de los pueblos y el estímulo a todas las actividades sociales, se hacía indispensable buscar un medio que, al satisfacer estas dos necesidades, no mantuviera indefinidamente la situación extraordinaria en que se encontraba el país a consecuencia de los cuartelazos que habían producido la caída del gobierno legítimo, los asesinatos de los supremos mandatarios, la usurpación huertista y los trastornos causados por la defección del Ejército del Norte.

Al plantear así el problema, según se lee en el decreto, se consideraba que el único medio de alcanzar esos fines era convocar a un Congreso Constituyente, por cuyo conducto la Nación expresara de manera indubitable su soberana voluntad, pues de este modo, a la vez que se discutirían y resolverían en la forma y vía más adecuadas todas las cuestiones que desde hacía tiempo estaban reclamando una solución que lograra satisfacer ampliamente las necesidades públicas, se obtendría que el régimen legal se implantara sobre bases sólidas en tiempo relativamente breve y en términos de tal manera legítimos que nadie se atrevería a impugnarlos.

La convocatoria al Constituyente, de acuerdo con lo planteado en los considerandos del decreto, no era contraria a los procedimientos que se establecían en la Constitución de 1857 para su reforma, porque éstos no podían constituir una limitación al ejercicio de la soberanía por el pueblo, ya que dicha soberanía residía en éste de manera esencial y originaria, por lo mismo ilimitada, según lo reconocía el artículo 39 de la misma Constitución. Además se manifestaba, en corroboración de este planteamiento, que nadie había puesto en duda la legalidad del Congreso Constituyente que había expedido la Constitución de 1857, ni mucho menos puesto en duda la legitimidad de ésta a pesar de que para expedirla no se habían seguido las reglas que la Constitución de 1824 fijaba para su reforma, por lo que no podría explicarse que por igual causa se objetara la legalidad de un nuevo Congreso Constituyente y la legitimidad de su obra.

Con el fin de acallar las voces que podrían hacer desconfiar a la opinión pública indicando el peligro de tocar la Constitución de 1857, en este documento se declaraba que con las reformas que se proyectaban no se trataba de fundar un gobierno absoluto, sino que se respetaría la forma de gobierno establecida, reconociendo de la manera más categórica que la soberanía de la Nación residía en el pueblo y que era éste el que debía ejercerla para su propio beneficio; que el gobierno, tanto nacional como de los estados, seguiría dividido para su ejercicio en tres poderes, que serían verdaderamente independientes, y, en una palabra, que se respetaría escrupulosamente el espíritu liberal de la Constitución, a la que sólo se quería purgar de los defectos que tenía, ya por la oscuridad o contradicción de algunos de sus preceptos, ya por los huecos que había en ella o por las reformas que con el deliberado propósito de desnaturalizar su espíritu original y democrático se le habían hecho en el pasado.

Con estos prolegómenos, el decreto establecía en su artículo 4º:

Habiendo triunfado la causa constitucionalista y estando hechas las elecciones de Ayuntamientos en toda la República, el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, encargado del Poder Ejecutivo de la Unión, convocará a elecciones para un Congreso Constituyente, fijando en la convocatoria la fecha y los términos en que habrá de celebrarse y el lugar en que el Congreso habrá de reunirse… Para formar el Congreso Constituyente, el Distrito Federal y cada Estado o Territorio nombrarán un diputado propietario y un suplente por cada sesenta mil habitantes o fracción que pase de veinte mil, teniendo en cuenta el censo general de la República de 1910. La población del Estado o Territorio que fuere menor de la cifra que se ha fijado en esta disposición, elegirá, sin embargo, un diputado propietario y un suplente.

Para ser elegido diputado al Congreso Constituyente serían necesarios los mismos requisitos exigidos por la Constitución de 1857 para ser diputado al Congreso de la Unión y no podrían serlo, además de los individuos que tuvieren los impedimentos establecidos en esa norma fundamental, los que hubieran ayudado con las armas o sirviendo en empleos públicos a los gobiernos o facciones hostiles a la causa constitucionalista.

En el decreto se establecía también que una vez instalado el Congreso Constituyente, el primer jefe del Ejército Constitucionalista le presentaría un proyecto de constitución reformada para que se discutiera, aprobara o modificara, en la inteligencia de que dicho proyecto comprendería las reformas dictadas y las que se expidieran hasta que se reuniera ese cuerpo constituyente. Además, se determinaba que éste no podría ocuparse de otro asunto y que debía desempeñar su cometido en un periodo que no excedería de dos meses. Una vez concluido su encargo, se expediría la Constitución para que el jefe del poder Ejecutivo convocara, conforme a ella, a elecciones de poderes generales en toda la República. Terminados sus trabajos, el Congreso Constituyente se disolvería.

Parte de la clase política se sorprendió por el anuncio de Carranza y esa sorpresa aumentó cuando sólo cinco días después de expedido el decreto se lanzó la convocatoria formal al Constituyente. Como menciona Ferrer de Mendiolea, en ella se contenía una reglamentación de las labores del Congreso elaborada por los abogados de la primera jefatura o de la secretaría de Gobernación que se antojaba demasiado minuciosa; pero en ello no podía verse sino la intención de facilitar las labores del Congreso, a fin de evitar discusiones sobre asuntos reglamentarios, dada la brevedad de tiempo que se le había dado para el desempeño de sus labores. Y es que en la convocatoria se señalaba la ciudad de Querétaro como el lugar en que debía reunirse el Constituyente; se establecía que la elección de los diputados que lo conformarían sería directa y se llevaría a cabo el 22 de octubre de 1916 en los términos que establecía la ley electoral que se expidió en esa misma fecha; se determinaban los censos y la división territorial que servirían como base en las elecciones; se enumeraban las causas de inelegibilidad al cargo de diputado del Congreso Constituyente, y se consignaba que las sesiones de este órgano colegiado se regirían por el reglamento interior de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, con las modificaciones que el mismo Congreso Constituyente creyere oportuno hacerle, por razón de su objeto especial en sus tres primeras sesiones.

Asimismo se señalaba que el propio Congreso Constituyente calificaría las elecciones de sus miembros y resolvería las dudas que hubiere sobre ellas, además de establecer que éstos no podrían ser molestados por las opiniones que emitieran en el ejercicio de su cargo y gozarían de fuero constitucional durante el tiempo que éste durara. En la convocatoria también se determinaba quiénes serían considerados vecinos de un estado para efectos de la elección a diputado; se señalaba el quórum que debía existir para los trabajos del Constituyente, la existencia de una junta preparatoria del Congreso que tendría lugar el 20 de noviembre de ese año, la forma en que protestarían su cargo los integrantes del Congreso y la remuneración que debían percibir durante el tiempo de sus funciones

En la convocatoria se establecía que el primer jefe del Ejército Constitucionalista concurriría al acto solemne de la instalación del Congreso Constituyente y en él presentaría el proyecto de constitución reformada; este proyecto sería discutido y una vez que hubieran concluido las labores del Congreso, se firmaría la Constitución y se citaría a sesión solemne, para que en ella sus miembros protestaran cumplirla fiel y patrióticamente. También protestaría el cumplimiento de la Constitución ante el propio Congreso el jefe del Ejército Constitucionalista, y ante los funcionarios correspondientes todas las autoridades y empleados civiles y militares de la República.

Después de una enorme actividad propagandística por parte de los constitucionalistas, la convocatoria se fue conociendo en el país y los grupos políticos se prepararon para tomar parte en la lucha electoral. Incluso algunos de ellos, que en principio eran contrarios a la idea de convocar un Constituyente, cambiaron de opinión cuando se intensificó la propaganda a favor del nuevo Congreso. Se empezaron a preparar entonces las diversas fuerzas políticas —la mayoría de carácter liberal— para contender en las elecciones que se efectuaron el 22 de octubre de 1916. En general las elecciones fueron tranquilas, aunque se consignaron algunas irregularidades ante los jueces de distrito y no pudo llevarse a cabo la votación en 28 distritos.

Después de celebrarse diversas juntas preparatorias, el 30 de noviembre de 1916 se eligió la mesa directiva del Congreso Constituyente, que quedó integrada por Luis Manuel Rojas como presidente, Cándido Aguilar como primer vicepresidente y Salvador González Torres como segundo vicepresidente. Como secretarios fueron elegidos Fernando Lizardi, Ernesto Meade Fierro, José María Truchuelo y Antonio Ancona Albertos, mientras que como prosecretarios fueron designados Jesús López Lira, Fernando Castaños, Juan de Dios Bojórquez y Flavio A. Bórquez. Después de rendir protesta, el presidente del Congreso tomó la de los diputados al Congreso Constituyente, para hacer la siguiente declaratoria:

El Congreso Constituyente de los Estados Unidos Mexicanos, convocado por el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, Encargado del Poder Ejecutivo de la Unión, en decreto de 19 de septiembre próximo pasado, queda hoy legítimamente constituido.

Intervinieron después de la declaratoria Alfonso Cravioto, Francisco J. Múgica, Juan N. Frías, Alonzo Romero, Alfonso Herrera, Cándido Aguilar, Manuel Herrera, Emiliano P. Nafarrate, Cayetano Andrade, Marcelino Dávalos y Antonio de la Barrera. De esta forma se preparaba la instalación del Congreso que daría vida al texto constitucional de 1917.

El primer día de diciembre de 1916, en el Teatro Iturbide y sus alrededores se respiraba un ánimo inusual causado por las expectativas que llevaba consigo el inicio de los trabajos del Constituyente. En un recinto que Jesús Romero Flores describió como “lujosamente engalanado”, el diputado López Lira comenzó a pasar lista minutos antes de las cuatro de la tarde. De esta forma, con una asistencia de 151 diputados se declaró abierta la primera sesión del Congreso a la que, cumpliendo con lo señalado en la convocatoria, acudió Venustiano Carranza. Después de que el presidente del Congreso declarara abierto el periodo único de sesiones del Constituyente, el jefe del Ejército Constitucionalista leyó un memorable discurso en el que explicaba las causas y los motivos del proyecto de reformas que sometía a consideración de los diputados.

En su mensaje ante el Constituyente, Carranza señaló que la Constitución de 1857 llevaba indiscutiblemente, en sus preceptos, la consagración de los más altos principios, reconocidos al fulgor del incendio que había producido la revolución más grande presenciada en el mundo en las postrimerías del siglo xviii, sancionados por la práctica constante y pacífica que de ellos se había hecho por Inglaterra y Estados Unidos. Sin embargo, señalaba también que desagraciadamente los legisladores de 1857 se habían conformado con la proclamación de principios generales que no procuraron llevar a la práctica, acomodándolos según las necesidades del pueblo mexicano para darles pronta y cumplida satisfacción, de manera que la Constitución tenía en general el aspecto de fórmulas abstractas en que se habían condensado conclusiones científicas de gran valor especulativo, pero de las que no había podido derivarse sino poca o ninguna utilidad positiva.

Así anticipaba Carranza sus críticas al modelo constitucional derivado de la carta de 1857. Para él, los derechos individuales que la Constitución declaraba eran la base de las instituciones sociales y habían sido conculcados de una manera casi constante por los diversos gobiernos que desde la promulgación de aquélla se habían dado en la República. El primer jefe del Ejército Constitucionalista consideraba también en su mensaje que las leyes orgánicas del juicio de amparo, lejos de haber llegado a un resultado pronto y seguro, no habían hecho otra cosa que embrollar la marcha de la justicia, haciendo casi imposible la acción de los tribunales; además, agregaba que el recurso de amparo, establecido con un alto fin social, se había desnaturalizado hasta convertirse en arma política. Tampoco se había cumplido el principio de división del ejercicio del poder público, pues tal división sólo había estado, por regla general, escrita en la ley, en abierta oposición con la realidad, en la que, de hecho, todos los poderes se habían ejercido por una sola persona. Igualmente había sido una promesa vana el precepto que consagraba la federación de los estados que formaban la República mexicana, estableciendo que ellos debían ser libres y soberanos en cuanto a su régimen interior, ya que la historia del país demostraba que, por regla general y salvo raras ocasiones, esa soberanía no había sido más que nominal, porque el poder central era el que siempre había impuesto su voluntad, limitándose las autoridades de cada estado a ser los instrumentos ejecutores de las órdenes emanadas de aquél. Finalmente, Carranza señalaba que había sido vana también la promesa de la Constitución de 1857 relativa a asegurar a los estados la forma republicana, representativa y popular, pues a la sombra de ese principio los poderes del Centro habían, entre otras cosas, dejado que en cada entidad federativa se entronizaran verdaderos cacicazgos.

Después de este análisis sobre las razones por las que era necesario convocar a un Congreso Constituyente, Carranza hizo una síntesis de las reformas que proponía. Señalaba, por ejemplo, que se daría a las instituciones sociales su verdadero valor, se orientaría convenientemente la acción de los poderes públicos y se terminarían hábitos y costumbres sociales y políticas, es decir, procedimientos de gobierno que hasta esas fechas no habían podido fundamentarse, debido a que si el pueblo mexicano no creía en un pacto social en que reposara toda la organización política, ni en el origen divino de un monarca, sí comprendía bien que las instituciones que tenía, si bien proclamaban altos principios, no se amoldaban a su manera de sentir y de pensar y carecían por completo de vida por un despotismo militar enervante y por explotaciones inicuas que habían arrojado a las clases más numerosas a la desesperación y a la ruina. Por ello, el jefe del Ejército Constitucionalista proponía cambios a fin de otorgar a los derechos las garantías debidas, para establecer instrumentos de seguridad social, modernizar el procedimiento criminal, regular aspectos relacionados con la propiedad y tenencia de la tierra, combatir los monopolios, fortalecer el municipio, hacer efectiva la división de poderes, etc. Una vez expuestas las reformas que planteaba, Carranza terminaba su mensaje a los diputados constituyentes con las siguientes palabras:

El Gobierno de mi cargo cree haber cumplido su labor en el límite de sus fuerzas, y si en ello no ha obtenido todo el éxito que fuera de desearse, esto debe atribuirse a que la empresa es altamente difícil y exige una atención constante que me ha sido imposible consagrarle, solicitado, como he estado constantemente, por las múltiples dificultades a que he tenido que atender.

Toca ahora a vosotros coronar la obra, a cuya ejecución espero os dedicaréis con toda la fe, con todo el ardor y con todo el entusiasmo que de vosotros espera vuestra patria, la que tiene puestas en vosotros sus esperanzas y aguarda ansiosa el instante en que le deis instituciones sabias y justas.

Querétaro, Qro. 1 de diciembre de 1916

Así concluyó Carranza su discurso frente a un Congreso Constituyente de lo más heterogéneo en cuanto a ideologías y a las actividades de sus integrantes.

Al día siguiente se efectuó la primera sesión ordinaria en la que se designó una comisión encargada de dictaminar las iniciativas que se habían presentado para reformar el Reglamento Interior del Congreso de la Unión. El 4 de diciembre se comenzó a discutir el proyecto de reformas al reglamento y en la siguiente sesión se aprobaron las comisiones de Administración, Corrección de Estilo, Diario de los Debates y Archivo y Biblioteca. Para conformar la Comisión de Constitución se propuso como presidente a José Natividad Macías, pero hubo oposición a su nombramiento por parte de diversos diputados, ya que éste había participado en la redacción del Proyecto de Reformas. Por este motivo, tanto la elección de esa comisión como la de las dos secciones del Gran Jurado tuvieron que aplazarse. Mientras que la elección de la primera y segunda comisiones del Gran Jurado se efectuaron en la sexta sesión ordinaria, no fue sino hasta la siguiente que se eligió la Comisión de Constitución, después de declinar la presidencia del Congreso la facultad de proponerla. La comisión quedó integrada finalmente por Enrique Colunga, Francisco J. Múgica, Luis G. Monzón, Enrique Recio y Alberto Román. En esa misma sesión se leyó el Proyecto de Constitución reformada propuesto por Carranza, que se turnó de inmediato a la Comisión de Constitución para su dictamen. En la siguiente reunión del Congreso, que se realizó el 11 de diciembre de 1916, se leyeron tanto el preámbulo como los dictámenes de los artículos 1º a 4º propuestos por la Comisión de Constitución, con lo que se iniciaban los debates en los que se discutiría el proyecto de Carranza y que tendrían como resultado la Constitución que hasta la fecha nos rige.

El proceso constituyente: principios rectores y decisiones fundamentales del texto constitucional

El Constituyente comenzó sus sesiones ordinarias teniendo como base un proyecto de reformas que buscaba mejorar la manera en que se protegían los derechos y dar estabilidad al país mediante el fortalecimiento de algunas instituciones de primer orden; sin embargo, los principales reclamos que eran fruto de la Revolución, relacionados con temas como la tenencia de la tierra o las condiciones de trabajo, se trataban en el proyecto de manera un tanto ligera, por lo que la propuesta de Carranza fue objeto de fuertes críticas tanto dentro como fuera del Constituyente.

Las fracciones parlamentarias que integraban el Constituyente estaban identificadas sobre todo con grupos extremos: las izquierdas exaltadas y progresistas, bajo el liderazgo de Álvaro Obregón, estaban compuestas por individuos que habían peleado en los campos de batalla y que buscaban, como primer punto de su agenda, la destrucción del pasado reciente, mientras que las derechas moderadas, lideradas por Carranza, estaban conformadas sobre todo por exdiputados renovadores, técnicos jurídicos y políticos profesionales. Sin embargo, debe anotarse que la mayoría de los diputados era libre de partidismos y podía fungir como fiel de la balanza entre los grupos más radicales.

Del proyecto original de Carranza permanecieron los cambios en la organización política del país, mientras que los artículos fundamentales se debieron al ala jacobina; ello trajo consigo la incorporación de propuestas y demandas de las diversas corrientes revolucionarias.

El texto constitucional confirmó el sistema federal conformado por estados autónomos en su régimen interior y mantuvo la separación de poderes. Constituyó un poder Legislativo en dos cámaras —de manera congruente con su renovado ímpetu federalista— y proveyó de gran fuerza al Ejecutivo como mecanismo de estabilidad y paz. Continuó también la tradición constitucional mexicana al reconocer la soberanía popular como base del sistema democrático; sin embargo, el ámbito en el que se presentarían diferencias mayores entre el texto de 1857 y el del constituyente de 1917 sería el de las garantías individuales y sociales. En el texto de 1917 se mantienen las libertades individuales reconocidas en la Constitución de 1857, pero se amplían tanto en su sentido jurídico como en el ámbito de su aplicación y en su forma de cumplimiento. Y es que desde el discurso que Carranza pronunció el 1 de diciembre de 1916, el jefe del Ejército Constitucionalista había mostrado su disposición para establecer una definición más clara y precisa de las garantías individuales a fin de alcanzar una protección efectiva de los derechos por medio de la separación clara de las esferas del individuo y la autoridad.

Con la idea de conseguir una más eficaz protección de los derechos, se realizaron diversas reformas que inyectaban una nueva concepción sobre éstos más acorde con el positivismo que defendía gran parte de los constituyentes. Así, el artículo 1º se modificó de tal manera que en él ya no se establecía que los derechos del hombre eran la base y objeto de las instituciones sociales, sino que se consignaba que en la República todo individuo gozaría de las garantías que otorgaba la Constitución, las cuales no podrían restringirse ni suspenderse sino en los casos y con las condiciones establecidas en el propio texto constitucional. En este sentido, Carranza propuso un cambio importante al suprimir la excepción contemplada en el texto original de la Constitución de 1857 en la que se establecía que la suspensión no abarcaba aquellas garantías que aseguraban la vida del hombre. Se pensaba que con esa excepción la medida podría perder su fuerza y eficacia en casos extremos como los que se presentaban en caso de rebelión.

Con el artículo 3º se dieron algunos de los debates más interesantes que hicieron que incluso Carranza se presentara a escuchar los argumentos que los constituyentes emplearon para cambiar su proyecto. Originalmente, Carranza había propuesto que ese artículo estableciera la plena libertad de enseñanza, señalando que sería laica la que se diera en los establecimientos oficiales de educación y gratuita la enseñanza primaria, elemental y superior que se impartiera en los mismos establecimientos. Sin embargo, este proyecto planteado por Carranza no prosperó y la primera Comisión de Constitución —tuvo que instalarse una segunda durante las labores del Constituyente para que éste lograra cumplir con su cometido en el tiempo marcado para ello— decidió no aprobarlo, cambiándolo por el siguiente:

Artículo 3º. Habrá libertad de enseñanza; pero será laica la que se dé en los establecimientos oficiales de educación, lo mismo que la enseñanza primaria, elemental y superior que se imparta en los establecimientos particulares. Ninguna corporación religiosa, ministro de algún culto o persona perteneciente a alguna asociación semejante podrá establecer o dirigir escuelas de instrucción primaria, ni impartir enseñanza personalmente en ningún colegio. Las escuelas primarias particulares sólo podrán establecerse sujetándose a la vigilancia del gobierno.

La enseñanza primaria será obligatoria para todos los mexicanos y en los establecimientos oficiales será impartida gratuitamente.

Esta propuesta, que fue acompañada por Francisco J. Múgica, Alberto Román, Enrique Recio y Enrique Colunga, tampoco se reflejaría en el texto constitucional definitivo, pues hubo oposición y argumentos contra la redacción propuesta por la Comisión de Constitución. De hecho, uno de los integrantes de esta comisión, Luis G. Monzón, argumentó, en uno de los extremos más radicales, que la enseñanza religiosa contenía ideas abstractas que no podían ser asimiladas por la niñez y que ésta podía contrariar su desarrollo psicológico natural o deformar su espíritu, por lo que el Estado debía proscribir toda enseñanza religiosa en escuelas oficiales o particulares. Más moderado fue Alfonso Cravioto, quien para atemperar el anticlericalismo, que consideraba reflejado en exceso dentro del dictamen de la comisión, señaló que las ideas vertidas en él no aplastaban la frailería, sino algunos derechos fundamentales del pueblo mexicano. Y es que a su entender la libertad de enseñanza debía considerarse como un derivado de la libertad de opinión, de esa libertad que para la autonomía de la persona humana era la más intocable, la más intangible y la más amplia. Con planteamientos en esa dirección, Cravioto pedía que se rechazara el dictamen propuesto.

Hubo también argumentos mediantes los cuales se intentó hacer que prevaleciera el proyecto de Carranza. Algunos de los más destacados en ese sentido fueron los de Félix F. Palavicini, quien señalaba que la comisión se había equivocado en la redacción propuesta para el artículo 3º por falta de lectura del proyecto de la constitución, pues en su opinión el asunto de fondo no era saber que se combatía al clero, sino preguntarse si se iba a modificar por completo el credo liberal que habían empleado como bandera o si se iba a sostener que un individuo por sólo pertenecer a una congregación no podía enseñar francés o inglés. De esta manera, Palavicini expresa su reproche frente a la comisión, por el hecho de que ésta no hubiese guardado el debido respeto al primer jefe y hubiese rechazado de plano el articulado por él propuesto.

Finalmente, después de una serie de discusiones sobre los alcances del artículo 3º, el 16 de diciembre se discutió su nueva redacción, cuyo dictamen fue aprobado por 99 votos a favor por 58 en contra. La redacción final de este artículo fue la siguiente:

Artículo 3º. La enseñanza es libre; pero será laica la que se dé en los establecimientos oficiales de educación, lo mismo que la enseñanza primaria, elemental y superior que se imparta en los establecimientos particulares. Ninguna corporación religiosa, ni ministro de algún culto, podrán establecer o dirigir escuelas de instrucción primaria.

Las escuelas primarias particulares sólo podrán establecerse sujetándose a la vigilancia oficial.

En los establecimientos oficiales se impartirá gratuitamente la enseñanza primaria.

El artículo 5º, referente al trabajo, fue otro de los preceptos que mayores discusiones provocó en el Constituyente. En su proyecto, Carranza proponía un texto con escasas innovaciones respecto a la Constitución de 1857, dado que se dejaba el desarrollo de la materia laboral al legislador secundario. La propuesta del jefe del Ejército Constitucionalista se planteaba en los siguientes términos:

Artículo 5º. Nadie podrá ser obligado a prestar trabajos personales sin la justa retribución y sin su pleno consentimiento, salvo el trabajo impuesto como pena por la autoridad judicial.

En cuanto a los servicios públicos, sólo podrán ser obligatorios, en los términos que establezcan las leyes respectivas, el de las armas, los de jurado y los cargos de elección popular, y obligatorias y gratuitas las funciones electorales.

El estado no puede permitir que se lleve a efecto ningún contrato, pacto o convenio que tenga por objeto el menoscabo, la pérdida o el irrevocable sacrificio de la libertad del hombre, ya sea por causa del trabajo, de educación o de voto religioso. La ley, en consecuencia, no reconoce órdenes monásticas, ni puede permitir su establecimiento, cualquiera que sea la denominación u objeto con que pretendan erigirse.

Tampoco puede admitirse convenio en el que el hombre pacte su proscripción o destierro, o en que renuncie temporal o permanentemente a ejercer determinada profesión, industria o comercio.

El contrato de trabajo sólo obligará a prestar el servicio convenido por un periodo que no exceda de un año, y no podrá extenderse en ningún caso a la renuncia, pérdida o menoscabo de cualquiera de los derechos políticos y civiles.

Esta propuesta fue aprobada por la Comisión de Constitución con algunas modificaciones. La más importante era la adición de un último párrafo en que se establecía que la jornada máxima de trabajo no excedería de ocho horas aunque éste hubiera sido impuesto por sentencia judicial y se consignaba el descanso hebdomadario obligatorio y la prohibición del trabajo nocturno en las industrias a los niños y a las mujeres. Con las disposiciones contenidas en este párrafo se planteaba un gran avance al constitucionalizar aspectos fundamentales en el ámbito laboral; no obstante lo anterior, la propuesta no dejó satisfecha a la asamblea, pues se cuestionaba el hecho de que Carranza tratara como un aspecto secundario una de las demandas que se había defendido con mayor fuerza durante la Revolución. Se presentaron dos dictámenes por parte de la comisión que fueron objetados, pues, por un lado, había un grupo de diputados que consideraba incorrecto introducir en un texto constitucional aspectos como la jornada de trabajo, las condiciones de higiene en los centros laborales o el salario mínimo. Comenzó así una serie de discusiones en las que el dictamen del artículo 5º fue impugnado, pues se consideraba que éste no resolvía los problemas de la clase trabajadora.

Héctor Victoria, quien fuera mecánico en los ferrocarriles de Yucatán, argumentaba que el problema obrero no se estaba tratando en el Constituyente con el respeto y la atención que se merecía, pues a su juicio era necesario que en el artículo 5º se fijaran las bases constitucionales sobre las que los estados tendrían la libertad de legislar en materia de trabajo. Eran tantas las expectativas de algunos legisladores que incluso se propuso crear un artículo especial en el que se tratara la materia laboral. Alfonso Cravioto fue quien hizo la propuesta argumentando lo siguiente:

Estoy de acuerdo con el criterio general de la Comisión, ésta no ha andado tan desacertada al pretender establecer ciertas bases reglamentarias dentro del artículo 5º. Vengo a insinuar la conveniencia de trasladar la cuestión obrera a un artículo especial para mejor garantía y mejor seguridad a los trabajadores.

Cravioto señaló también que además de las reformas meramente políticas que la Revolución había proclamado por conducto del primer jefe, tenían que abordarse las reformas sociales de los renovadores y, por el bien del pueblo, era válido intercalar asuntos reglamentarios en el derecho constitucional. De esta forma, Cravioto propuso que la comisión retirara del artículo 5º todas las cuestiones obreras para que con amplitud se presentara un artículo especial que, en sus palabras, sería el más glorioso. Y es que para él:

Así como Francia, después de su revolución ha tenido el alto honor de consagrar en la primera de sus cartas magnas los inmortales derechos del hombre, así la revolución mexicana tendrá el orgullo legítimo de mostrar al mundo que es la primera en consignar en una Constitución los sagrados derechos de los obreros.

Después de relevantes intervenciones por parte de algunos diputados constituyentes, como José Natividad Macías, el presidente de la comisión, Francisco J. Múgica, preguntó si debía agregarse al artículo 5º todo lo que no se había puesto en la comisión o si debía hacerse un capítulo especial para incluir estas cuestiones. Finalmente, como resultado de la respuesta que se dio a la interrogante de Múgica, el dictamen se retiró de la comisión y, posteriormente, en una serie de reuniones fuera de la Cámara se dio vida al proyecto del artículo 123, con la participación de un buen número de diputados que buscaban incluir en el texto constitucional un capítulo que contuviera garantías de carácter social en beneficio de los trabajadores. De esta forma, el 13 de enero de 1917 se presentó a la asamblea el proyecto de reforma al artículo 5º, en el cual, siguiendo un plan trazado por el diputado Pastor Rouaix en unión de José I. Lugo, jefe de la Dirección del Trabajo de la Secretaría de Fomento, Colonización e Industria, se proponían las bases constitucionales para normar la legislación del trabajo de carácter económico en la República.

El proyecto fue planteado como el Título VI, dedicado en exclusiva al trabajo, que contenía solamente un artículo con 28 fracciones en las que se fijaba la duración de la jornada nocturna, así como aquella que deberían cubrir los mayores de 12 y los menores de 16 años; se regulaba el trabajo de las mujeres durante el embarazo; se contemplaban diversas disposiciones relacionadas con el salario mínimo y se consignaba su inembargabilidad; se establecía el descanso semanal obligatorio; se determinaba que a trabajo igual debía corresponder salario igual, y se planteaba la responsabilidad de los patrones por los accidentes del trabajo. Se contemplaba también la coligación tanto de los obreros como de los patrones; se establecían el derecho de huelga y los paros, y se consignaban los consejos de conciliación y arbitraje para resolver los conflictos que se presentaran entre el capital y el trabajo. En resumen, se contemplaba una serie de disposiciones de derecho individual y colectivo del trabajo que darían una nueva identidad al texto constitucional planteado al Constituyente.

El dictamen se turnó a la Comisión de Constitución, que solamente agregó algunas fracciones al artículo 123 propuesto, contenido en un nuevo título al que se denominó “Del trabajo y la previsión social”. En ese dictamen se incluyó también el artículo 5º, que continuó contemplando ciertos aspectos en materia laboral, por lo que después de una amplia discusión en la asamblea y de varias semanas en juntas particulares, ambos artículos quedaron aprobados por unanimidad, con 163 votos, en la sesión del 23 de enero de 1917.

Otra discusión interesante dio inicio en la vigésima sesión ordinaria del 22 de diciembre de 1916. En ella se presentó el dictamen del artículo 9º en el que se contemplaba la propuesta de la comisión respecto al derecho de asociación. Esta propuesta no contemplaba un largo párrafo incluido en el proyecto de Carranza que enumeraba diversas causas por las que una reunión que se consideraba ilegal podía disolverse. De hecho, el diputado Von Versen impugnó la reglamentación del proyecto, aludiendo que con el pretexto de evitar reuniones ilegales se habían disuelto varias agrupaciones de trabajadores durante la dictadura. En el mismo sentido, el diputado Enrique Colunga, al hablar por parte de la comisión, señaló que todos los casos que se planteaban en el proyecto eran inútiles y podían provocar la suspicacia de una autoridad arbitraria. Es con base en argumentos como los señalados que finalmente se aprobó el artículo 9º constitucional por 127 votos a favor del dictamen y 26 en contra, contemplando que no podía coartarse el derecho de asociarse o reunirse pacíficamente con cualquier objeto lícito. Este derecho, sin embargo, podía ejercerse en los casos que implicaran los asuntos políticos del país sólo por los ciudadanos de la República. En el artículo aprobado —que hasta la fecha no ha sido modificado—, además de señalarse que ninguna reunión armada tiene derecho de deliberar, se estableció que no se consideraría ilegal y no podría ser disuelta una asamblea o reunión que tuviera por objeto hacer una petición o presentar una protesta por algún acto a una autoridad, si no se proferían injurias contra ésta ni se hacía uso de violencia o amenazas para intimidarla u obligarla a resolver en el sentido que se deseaba.

Con el fin de proteger de manera más efectiva las garantías individuales, en el proyecto de Carranza se propuso reformar los artículos 14 y 16 constitucionales para definir de mejor manera sus alcances. Estos artículos contemplaban la irretroactividad de la ley, así como otras garantías de legalidad y de debido proceso. Dado que los datos del informe que presentó el presidente de la Suprema Corte de Justicia en 1905 arrojaban cifras preocupantes, debido a que se registraba un rezago de aproximadamente 4 500 amparos, se pensó en reformar los artículos señalados para garantizar una interpretación restrictiva que permitiera disminuir este número. Había quienes proponían que se reformara el artículo 14 para evitar que los intereses particulares se pusieran por encima del interés social, proyectado en las limitaciones que era necesario imponer a los derechos individuales; sin embargo, había otro grupo, más numeroso, que consideraba que para evitar las malas prácticas en las que había caído el amparo no era necesario reformar este precepto, sino simplemente realizar reformas de carácter procesal, pues el amparo era una institución fundamental para la defensa de la constitución que había logrado contener la violencia ante las constantes violaciones de derechos cometidas durante el siglo XIX. Finalmente, dado que la propuesta de Carranza atendía en cierta forma ambas posiciones, el proyecto se aprobó por unanimidad; de hecho, la comisión se ciñó a dar las razones por las que el precepto propuesto por el jefe del Ejército Constitucionalista mantenía en esencia los planteamientos contenidos en la Constitución de 1857, aunque estaba redactado de manera más clara y precisa. Así, se determinaba que no se daría efecto retroactivo a ninguna ley en perjuicio de persona alguna y que nadie podría ser privado de la vida, de la libertad o de sus propiedades, posesiones o derechos sino mediante juicio seguido ante los tribunales previamente establecidos, en el que se cumplieran las formalidades esenciales del procedimiento y conforme a las leyes expedidas con anterioridad al hecho. Además, se señaló también que en los juicios del orden criminal quedaba prohibido imponer, por simple analogía, y aun por mayoría de razón, pena alguna que no estuviera decretada por una ley exactamente aplicable al delito de que se tratara. Por último, en este precepto se señalaba que en los juicios del orden civil la sentencia definitiva debía ser conforme a la letra o a la interpretación jurídica de la ley, y a falta de ésta se fundaría en los principios generales del derecho.

La redacción del artículo 16 de la constitución de 1857 había causado también interpretaciones diversas que incidieron en la concepción que se tenía sobre la legitimidad y competencia de las autoridades, por lo que se buscaba acotar la extensión de la protección que otorgaba este precepto. De esta forma, después de reiterarse en la Constitución de 1917 que nadie podía ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles y posesiones sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente que fundara y motivara la causa legal del procedimiento, se determinó que no podría liberarse ninguna orden de aprehensión o detención, sino por la autoridad judicial, sin que precediera denuncia, acusación o querella de un hecho determinado que la ley castigara con pena corporal. La excepción que se planteaba a estos supuestos eran los casos de flagrancia, en los que cualquier persona podía aprehender al delincuente, poniéndolo sin demora a disposición de la autoridad inmediata. Asimismo, se determinaba que sólo en casos urgentes, cuando se tratara de delitos que se perseguían de oficio y no hubiera en el lugar ninguna autoridad judicial, la autoridad administrativa podía decretar la detención de un acusado, poniéndolo inmediatamente a disposición de aquélla. También se estableció que toda orden de cateo debía ser expedida de forma escrita por la autoridad judicial y que la autoridad administrativa podría practicar visitas domiciliarias únicamente para cerciorarse de que se hubieran cumplido los reglamentos sanitarios y de policía, así como exigir la exhibición de los libros y papeles indispensables para comprobar que se hubieran acatado las disposiciones fiscales. De esta manera se intentó conseguir un equilibrio entre la protección de la libertad y la persecución de los delincuentes, así como en los alcances de la actuación de las autoridades administrativas frente a la esfera privada de los particulares.

Las prácticas arbitrarias en los procedimientos penales durante la segunda mitad del siglo XIX y en los primeros años del XX hicieron que se planteara la necesidad de una reforma profunda al sistema penal. Carranza lo expresaba así al hacer patente que las leyes de la época habían adoptado el Ministerio Público simplemente de forma nominal, pues la función asignada a los representantes de éste tenía carácter meramente decorativo para la recta y pronta administración de justicia. Para el jefe del Ejército Constitucionalista, además, los jueces habían sido desde la consumación de la independencia iguales a los de la Colonia, pues habían desnaturalizado las funciones de la judicatura por medio de verdaderos asaltos contra los reos. Carranza recordaba los abusos cometidos por jueces que, ansiosos de renombre, veían con positiva fruición que llegase a sus manos un proceso que les permitiera desplegar un sistema completo de opresión, en muchos casos contra personas inocentes y en otros contra la tranquilidad y el honor de las familias, sin respetar en sus inquisiciones ni las barreras mismas que terminantemente establecía la ley. Con este diagnóstico, se propuso al Constituyente un proyecto cuyo objetivo era sentar nuevas bases constitucionales para regir el procedimiento penal. Por medio de ellas, además de sentarse las bases para la consolidación del principio de aplicación exacta de la ley penal y señalarse diversas garantías de seguridad jurídica, se planteó el establecimiento del sistema penitenciario que sería organizado por los gobiernos de la federación y de los estados en sus respectivos territorios sobre la base del trabajo como medio de regeneración (artículo 18). Además, se estableció que cuando ocurriera una detención, ésta no podría exceder el término de tres días, en el cual se expresarían el delito que se imputaba al acusado, sus elementos constitutivos, el tiempo, lugar y circunstancias de ejecución, así como los datos que arrojara la averiguación previa, los que debían ser bastantes para comprobar el cuerpo del delito y hacer probable la responsabilidad del acusado (artículo 19). Se redefinieron y ampliaron también las garantías del acusado (artículo 20) y para fortalecer la procuración de justicia se determinó en el texto constitucional que el Ministerio Público sería la autoridad exclusiva para la investigación de los delitos, auxiliada por la policía judicial, que estaría bajo su autoridad y mando inmediato (artículo 21). En los debates sobre este último precepto, los argumentos expuestos para otorgar al Ministerio Público la competencia para investigar los delitos estaban relacionados con la necesidad de desprender esta institución de su carácter de auxiliar del juez para, con ello, dar autonomía al poder Judicial frente al Ejecutivo y responsabilizar a la autoridad administrativa de la persecución de los delitos.

Una más de las decisiones que el Constituyente tomó como parte de la fisonomía que quería otorgarle al texto constitucional fue la de mantener la pena de muerte en la Constitución, que, sin embargo, quedaba prohibida por delitos políticos y sólo podía imponerse al traidor a la patria en guerra extranjera, al parricida, al homicida con alevosía, premeditación y ventaja, al incendiario, el plagiario, al salteador de caminos, al pirata y a los reos de delitos graves del orden militar.

Se presentaron también debates interesantes respecto al artículo 24 constitucional, cuyo dictamen fue objeto de un voto particular del diputado Enrique Recio. Para este constituyente, el precepto tratado debía ser más radical, al prohibir la confesión auricular y exigir que los sacerdotes fueran ciudadanos mexicanos por nacimiento y casados si eran menores de 50 años. La importancia del tema no era menor en la época, al punto de que Miguel Alonzo Romero señaló que no se haría labor revolucionaria en tanto no se resolviera satisfactoriamente el tema religioso. Los debates de este artículo 24, así como los que tenían que ver con el 129 (que se convertiría finalmente en el 130), fueron intensos y abarcaron aspectos diversos. En el caso de este último se propuso una adición para que la Nación no pudiera conceder el uso de templos a los ministros de los cultos que reconocieran autoridad, jurisdicción o dependencia de alguna soberanía o poder extranjero. En las discusiones tuvo éxito el hecho de abogar por que se dejara a las legislaturas locales la reglamentación del número de ministros de culto, igual que el de cualquier profesionista. En el texto constitucional se estableció que todo hombre era libre para profesar la creencia religiosa que más le agradara y para practicar las ceremonias, devociones o actos del culto respectivo, en los templos o en su domicilio particular, siempre que no constituyeran un delito o falta penados por la ley. Asimismo, se consignó que todo acto religioso del culto público debería celebrarse dentro de los templos, que estarían siempre bajo la vigilancia de la autoridad (artículo 24).

Por otra parte, en el artículo 130 se señaló que el Congreso no podría dictar leyes que establecieran o prohibieran una religión y se determinó que el matrimonio era un contrato civil, por lo que tanto esta figura como todos los demás actos del estado civil de las personas serían de la exclusiva competencia de los funcionarios y autoridades del orden civil, y tendrían la fuerza y validez que las mismas les atribuyeran. De conformidad con este precepto, la ley no reconocía personalidad alguna a las agrupaciones religiosas denominadas iglesias y los ministros de cultos debían ser considerados como personas que ejercían una profesión, por lo que estarían directamente sujetos a las leyes que sobre la materia se dictaran.

Para reafirmar la separación entre la Iglesia y el Estado se establecía también en el texto constitucional que los ministros de los cultos nunca podrían, en reunión pública o privada constituida en junta, ni en actos de culto o de propaganda religiosa, criticar las leyes fundamentales del país, de las autoridades en particular o en general del gobierno. Los ministros de culto tampoco tendrían voto activo ni pasivo, ni derecho de asociarse con fines políticos. La regulación en el ámbito constitucional fue tan amplia que incluso se señalaba que para dedicar al culto nuevos locales abiertos al público se necesitaba permiso de la Secretaría de Gobernación, oyendo previamente al gobierno del estado. En el texto constitucional se estableció a su vez que las publicaciones periódicas de carácter confesional, ya fuera por su programa, por su título o simplemente por sus tendencias ordinarias, no podrían comentar asuntos políticos nacionales ni informar sobre actos de las autoridades del país, o de los particulares, que se relacionaran directamente con el funcionamiento de las instituciones públicas; asimismo, se prohibía estrictamente la formación de toda clase de agrupaciones políticas cuyo título tuviera alguna palabra o indicación cualquiera que la relacionara con alguna confesión religiosa. Tampoco podrían celebrarse en los templos reuniones de carácter político y los ministros de culto no tendrían la posibilidad de heredar por sí ni por interpósita persona, ni recibir por ningún título un inmueble ocupado por cualquier asociación de propaganda religiosa, de fines religiosos o de beneficencia. La Constitución estableció además la incapacidad legal de los ministros de culto para ser herederos, por testamento, de los ministros del mismo culto o de un particular con quien no tuviera parentesco dentro del cuarto grado. Con estas disposiciones se pretendía confirmar la laicidad plasmada en las Leyes de Reforma.

Los aspectos relacionados con la propiedad, las expropiaciones y el dominio directo de la Nación sobre ciertos bienes tuvieron también un lugar especial en el Constituyente. En el discurso que pronunció el primer día de diciembre de 1916, Carranza abordaba estos temas al explicar el artículo 27 de la Constitución de 1857:

…además de dejar en vigor la prohibición de las Leyes de Reforma sobre la capacidad de las corporaciones civiles y eclesiásticas para adquirir bienes raíces establece también la incapacidad en las sociedades anónimas, civiles y comerciales, para poseer y administrar bienes raíces, exceptuando de esa incapacidad a las instituciones de beneficencia pública y privada, únicamente por lo que hace a los bienes raíces estrictamente indispensables y que se destinen de una manera inmediata y directa al objeto de dichas instituciones, facultándolas para que puedan tener sobre los mismos bienes raíces capitales impuestos e intereses, los que no serán mayores en ningún caso del que se fije como legal y por un término que no exceda de diez años.

La necesidad de esta reforma se impone por sí sola, pues nadie ignora que el clero, incapacitado para adquirir bienes raíces, ha burlado la prohibición de la ley, cubriéndose de sociedades anónimas; y como por otra parte, estas sociedades han emprendido en la república la empresa de adquirir grandes extensiones de tierra, se hace necesario poner a este mal un correctivo pronto y eficaz, porque, de lo contrario, no tardaría el territorio nacional en ir a parar, de hecho o de una manera ficticia, en manos de extranjeros.

En otra parte se os consulta la necesidad de que todo extranjero, al adquirir bienes raíces en el país, renuncie expresamente a su nacionalidad, con relación a dichos bienes, sometiéndose en cuanto a ellos, de una manera completa y absoluta, a las leyes mexicanas, cosa que no sería fácil de conseguir respecto de las sociedades, las que, por otra parte, constituyen, como se acaba de indicar, una amenaza seria de monopolización de la propiedad territorial de la República.

Finalmente, el artículo en cuestión establece la prohibición expresa de que las instituciones de beneficencia privada puedan estar a cargo de corporaciones religiosas y de los ministros de cultos, pues de lo contrario, se abriría nuevamente la puerta al abuso.

Estas líneas demuestran el interés de Carranza por dar más agilidad a los procedimientos de expropiación y por acotar de manera más precisa los derechos de propiedad tanto de las corporaciones religiosas como de los extranjeros y de las sociedades anónimas. Sin embargo, el proyecto del Ejecutivo dejaba de lado algunos temas que los constituyentes consideraban imprescindible abordar en el texto final, pues al establecerse el nuevo orden constitucional, muchas de las normas preconstitucionales dictadas por Carranza podían ser atacadas por medio del amparo. De esta forma se pensó tomar el camino constitucional para resolver estos problemas. Por ello, en la 61ª sesión ordinaria del 25 de enero se turnó a la primera Comisión de Constitución una iniciativa sobre el artículo 27 firmada por 18 diputados en la que se señalaba que este precepto tendría que ser el más importante de todos los contenidos en la Constitución. Se señalaba también que en este artículo tendrían que establecerse por fuerza los fundamentos sobre los cuales debería descansar todo el sistema de los derechos que pueden tenerse a la propiedad raíz comprendida dentro del territorio nacional. Esta idea de los diputados del Constituyente que participaron en la iniciativa se reflejaba de la siguiente manera:

Es preciso abordar todos los problemas sociales de la Nación, con la misma entereza y la misma resolución con que han sido resueltos los problemas políticos internacionales. Si, pues, la Nación ha vivido cien años con los trastornos producidos por el error de haber adoptado una legislación extraña e incompleta en materia de propiedad, preciso será reparar ese error, para que aquellos trastornos tengan fin. ¡Qué mejor tarea para el H. Congreso Constituyente, que reparar un error nacional de cien años! Pues bien, eso es lo que nos proponemos con la proposición concreta que sigue a la presente exposición y que pretendemos sea sometida a la consideración del mismo H. Congreso.

Y más adelante, para justificar la propiedad de la Nación propuesta, en la iniciativa se planteaba:

Al decir que la proposición que hacemos anuda nuestra legislación futura con la colonial, no pretendemos hacer una regresión, sino al contrario. Por virtud precisamente de existir en dicha legislación colonial el derecho de propiedad absoluta del Rey, bien podemos decir que ese derecho ha pasado con el mismo carácter a la Nación. En tal concepto, la Nación viene a tener el derecho pleno sobre las tierras y aguas de su territorio, y sólo reconoce u otorga a los particulares el dominio directo, en las mismas condiciones que la República después lo ha reconocido u otorgado. El derecho de propiedad así concebido es considerablemente adelantado, y permite a la Nación retener bajo su dominio, todo cuanto sea necesario para el desarrollo social, como las minas, el petróleo, etc., no concediendo sobre esos bienes a los particulares, más que los aprovechamientos que autoricen las leyes… El proyecto que nosotros formulamos, reconoce las tres clases de derechos territoriales que real y verdaderamente existen en el país: la de la propiedad privada plena, que puede tener sus dos ramas, o sea la individual y la colectiva; la de la propiedad privada restringida de las corporaciones o comunidades de la población y dueñas de tierras y aguas poseídas en comunidad, y las de las posesiones de hecho, cualquiera que sean su motivo y su condición.

Con esta iniciativa, en la que participaron también Andrés Molina Enríquez, abogado consultor de la Comisión Nacional Agraria, y José I. Lugo, jefe de la Dirección del Trabajo en la Secretaría de Fomento, se pretendía “preparar para la Nación una era de abundancia, de prosperidad y ventura”. Teniendo esta idea en mente, se redactó el dictamen de la comisión, en el que a la vez que se proponían diversos aspectos innovadores sobre la propiedad, se hacía notar que los antecedentes históricos de la concentración de la propiedad raíz habían creado entre los terratenientes y jornaleros una situación que al momento de la discusión tenía muchas semejanzas con la establecida durante la época colonial entre los conquistadores y los indios encomendados. Con el dictamen sobre la mesa comenzó la discusión, en la que se expuso que la cuestión agraria era el problema capital de la revolución y el que más debía interesar al Constituyente, porque estaba en la conciencia de todos los revolucionarios que si no se resolvía debidamente este asunto, continuaría la guerra. Sobre estas bases se introdujeron al derecho de propiedad cambios importantes que reflejaban los anhelos de uno de los grupos más importantes que había participado en la Revolución.

Las decisiones fundamentales que contemplaba el artículo 27 pueden resumirse, como señala Ignacio Marván al estudiar las rupturas y continuidades del Constituyente de 1917, en cinco puntos fundamentales. El primero de ellos es la definición de que la propiedad originaria de tierras y aguas correspondía a la Nación, con lo que se reforzaba el principio de que la propiedad estaría sujeta a las modalidades dictadas por el interés público. El segundo punto es la definición como bienes de la Nación de las aguas del mar territorial y las interiores, así como de todos los minerales del subsuelo. El tercero de estos puntos es el señalamiento de que el dominio directo de los bienes del subsuelo corresponde a la Nación, con lo que se prescribía que estos bienes no eran objeto de propiedad particular y que su explotación estaría siempre sujeta a concesión. Con esta disposición se elevó a rango constitucional el artículo 1º de la Ley Minera de 1909 y se incorporó el petróleo a este régimen de propiedad. El cuarto de los puntos fundamentales contenidos en el artículo 27 fue la especificación de las prohibiciones o requisitos para adquirir dominio de tierras y aguas en los casos de extranjeros, corporaciones religiosas, civiles o bancos y sociedades mercantiles. Con ello, siguiendo a Marván, se retomaron y desarrollaron las propuestas que ya venían en el proyecto de constitución presentado por Carranza, en el sentido de profundizar y ampliar lo que ya estaba establecido en el artículo 27 de la Constitución de 1857. En lo que se refiere a la situación de los extranjeros, se elevó a rango constitucional la circular número 81 de la Secretaría de Fomento, la cual establecía como requisito para adquirir el dominio de tierras, aguas y sus accesiones o para obtener concesiones de explotación de minas, aguas o combustibles minerales en la República mexicana, que se debía convenir ante la Secretaría de Relaciones Exteriores que se les considerarse como nacionales respecto de dichos bienes y no invocar, por lo mismo, la protección de sus gobiernos por lo que a ellos se refiere. Finalmente, el quinto de estos puntos es la definición de los principios y de las bases generales tanto para la restitución o dotación de tierras a los pueblos como para el fraccionamiento de las grandes propiedades rurales. Y es que, como señala también Ignacio Marván, puede afirmarse con rigor que en el aspecto agrario el artículo 27 es literalmente una síntesis dialéctica generada de la confrontación política y militar entre las diferentes luchas por la tierra y de las propuestas de reparto que, de manera secuencial, se fueron desarrollando en el curso de la Revolución.

En el artículo 28, por otra parte, se prohibieron los monopolios, los estancos y la exención de impuestos; además, se estableció que no habría prohibiciones a título de protección a la industria, exceptuándose únicamente las relativas a la acuñación de moneda, a los correos, telégrafos y radiotelegrafía, a la emisión de billetes por medio de un solo banco, que controlaría el gobierno federal, así como a los privilegios que por determinado tiempo se concedieran a los autores y artistas para la reproducción de sus obras, y a los que, para el uso exclusivo de sus inventos, se otorgaran a los inventores y perfeccionadores de alguna mejora.

Sobre la nacionalidad, en la Constitución de 1917 se distinguió a los mexicanos por nacimiento y por naturalización. Entre los primeros se consideraban a los hijos de padres mexicanos, nacidos dentro o fuera de la República, siempre que en este último caso los padres fueran mexicanos por nacimiento. Asimismo, se reputaban mexicanos por nacimiento los que nacieran en la República de padres extranjeros si en el año siguiente a su mayoría de edad manifestaban ante la Secretaría de Relaciones Exteriores que optaban por la nacionalidad mexicana y comprobaban ante aquélla que habían residido en el país los últimos seis años anteriores a dicha manifestación. Este último supuesto provocó opiniones encontradas, pues mientras algunos se pronunciaban en contra de él al considerar peligroso que algunas personas conservaran dos nacionalidades y que la reglamentación de los supuestos para adquirir la nacionalidad mexicana debía dejarse a la Ley de Extranjería, otros se pronunciaban por admitir como mexicanos por nacimiento a todos aquellos hijos de extranjeros que, al nacer aquí y aprender nuestro idioma y nuestras costumbres, manifestaran, al llegar a la mayoría de edad, su deseo de adquirir la nacionalidad mexicana en lugar de conservar la nacionalidad de origen de sus padres. Finalmente, como ya se dijo, prevaleció este último supuesto en el que el ius soli adquiría un peso trascendental.

Por lo que hace a los mexicanos por naturalización, se consideraban como tales los hijos que de padres extranjeros y que nacieran en el país optaran por la nacionalidad mexicana, sin haber tenido la residencia de seis años que se pedía para los mexicanos por nacimiento. También serían mexicanos por naturalización los que hubiesen residido en el país cinco años consecutivos, tuvieran un modo honesto de vivir y obtuvieran carta de naturalización por parte de la Secretaría de Relaciones Exteriores, así como todos aquellos indolatinos que se avecinaran en la República y manifestaran su deseo de adquirir la nacionalidad mexicana.

Los artículos 39 y 40 permanecieron como se encontraban en la Constitución de 1857. De esta forma, de acuerdo con el artículo 39, la soberanía nacional residiría esencial y originariamente en el pueblo y todo poder público dimanaría del mismo y se instituiría para su beneficio. Además, se señalaba en el artículo 40 que era voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, federal, compuesta de estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior, pero unidos en una federación establecida según los principios de la ley fundamental.

El artículo 41, por su parte, permanecía prácticamente inalterado, con lo que la soberanía se continuaba ejerciendo por medio de los poderes de la Unión y de los estados en los términos respectivamente establecidos por la Constitución federal y las particulares de los estados, las que en ningún caso podrían contravenir las estipulaciones del pacto federal.

Sobre el territorio, uno de los aspectos interesantes contemplados en el proyecto de Carranza era su intención de ampliar los límites del Distrito Federal. Para el Constituyente se evidenciaba que los propósitos del primer jefe eran militares, políticos y civiles, ya que el Valle de México era una extensión territorial que contaba con defensas naturales propias, que lo hacían, en cierto modo, inaccesible, por lo que se debía aprovechar esas fortificaciones naturales. Con la extensión de carácter territorial se pretendía hacer de la ciudad de México una formidable plaza fuerte que sería el último reducto, la última línea de defensa del país en el caso de una resistencia desesperada en alguna guerra extranjera. El artículo 44 del proyecto establecía: “El Distrito Federal se compondrá del territorio que actualmente tiene, más el de los distritos de Chalco, de Amecameca, de Texcoco, de Otumba, de Zumpango, de Cuautitlán y la parte de Tlalnepan­tla que queda en el Valle de México, fijando el lindero con el Estado de México, sobre los ejes orográficos de las crestas de la serranía del Monte Alto y el Monte Bajo”. La propuesta de Carranza, sin embargo, no fue aceptada, debido a los incidentes que se presentaban en el Constituyente cada vez que se abordaban aspectos territoriales, por lo que la comisión modificó el artículo 44 y propuso que el Distrito Federal estuviera compuesto por el territorio con el que contaba y, en caso de que los poderes federales se trasladaran a otro lugar, se erigiría en el estado del Valle de México, con los límites y la extensión que le asignara el Congreso general.

Por otra parte, en la Constitución de 1917 se mantuvo la división de poderes en Legislativo, Ejecutivo y Judicial, depositándose el primero en un Congreso bicameral; sin embargo, hubo diversas reformas respecto a las facultades de cada uno para lograr un mayor equilibrio entre ellos.

La Cámara de Diputados estaría compuesta, según el artículo 51, por representantes de la Nación, electos en su totalidad cada dos años. La elección sería directa (artículo 54) y correspondería un diputado propietario por cada 60 000 habitantes o por una fracción que pasara de 20 000, de acuerdo con el censo general del Distrito Federal y el de cada estado y territorio. La población del estado o territorio que fuese menor que la fijada en este artículo elegiría, sin embargo, un diputado propietario (artículo 52). Por su parte, la Cámara de Senadores se compondría de dos miembros por cada estado y dos por el Distrito Federal, nombrados en elección directa (artículo 56). Cada senador duraría en su encargo cuatro años y la cámara se renovaría por mitad cada dos (artículo 58). Durante los recesos del Congreso habría una Comisión Permanente compuesta por 15 diputados y 14 senadores, nombrados por sus respectivas cámaras la víspera de la clausura de las sesiones.

Respecto al Ejecutivo, éste se depositaba en un solo individuo al que se denominaría presidente de los Estados Unidos Mexicanos. Su elección sería directa, la duración de su encargo de cuatro años y, para evitar muchos de los problemas que había originado la lucha revolucionaria, se establecía expresamente que éste nunca podría reelegirse (artículos 81 y 83).

El ejercicio del poder Judicial se depositaría en una Suprema Corte de Justicia y en Tribunales de Circuito y de Distrito. La Suprema Corte de Justicia de la Nación se compondría de 11 ministros y funcionaría, de acuerdo con el texto original, siempre en tribunal pleno y sus audiencias serían públicas, con excepción de los casos en que la moral o el interés público así lo exigieran (artículo 94). Sobre la integración del poder Judicial, en el Constituyente se discutió la posibilidad de que sus miembros fueran elegidos por el pueblo, sin embargo, finalmente se decidió que los integrantes de la Suprema Corte fueran nombrados por el Congreso de la Unión en funciones de colegio electoral, siendo indispensable que concurrieran cuando menos las dos terceras partes del número total de diputados y senadores. La elección se haría en escrutinio secreto y por mayoría absoluta de votos; los candidatos serían previamente propuestos, uno por cada legislatura estatal y, si no se obtuviera la mayoría absoluta en la primera votación, se repetiría entre los dos candidatos que hubieran obtenido más votos (artículo 96). Por su parte, los magistrados de circuito y los jueces de distrito serían nombrados por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, durarían cuatro años en el ejercicio de su encargo y no podrían ser removidos de éste sin previo juicio de responsabilidad o por incapacidad para desempeñarlo. Se estableció también un título dedicado a las responsabilidades de los funcionarios públicos, en el cual se determinaba que los senadores y diputados del Congreso de la Unión, los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, los secretarios de despacho y el procurador general de la República serían responsables por los delitos comunes que cometieran durante el tiempo de su encargo y por los delitos, faltas u omisiones en que incurrieran en el ejercicio de ese mismo cargo. Además, los gobernadores de los estados y los diputados de las legislaturas locales serían responsables por violaciones a la Constitución y leyes federales. En cuanto al presidente de la República, éste sólo podría ser acusado durante el tiempo de su encargo por traición a la patria y delitos graves del orden común (artículo 108).

En el Constituyente se determinó también (artículo 115) que los estados adoptarían para su régimen interior la forma de gobierno republicano, representativo y popular, teniendo como base de su división territorial y de su organización política y administrativa el municipio libre, que sería administrado por un Ayuntamiento de elección popular directa.

Por lo que se refiere al régimen de distribución de competencias, se determinó en el artículo 124 que todas aquellas facultades que no estuvieran expresamente concedidas por la Constitución a los funcionarios federales se entenderían reservadas a los estados. La supremacía constitucional se consignó en el artículo 133, que, retomando lo establecido en el artículo 126 de la Constitución de 1857, referiría que la propia carta fundamental, las leyes del Congreso de la Unión que emanaran de ella y todos los tratados hechos o que se hicieran por el presidente de la República, con aprobación del Congreso, serían la ley suprema de toda la Unión. Asimismo, permanecía la disposición relativa a que los jueces de cada estado se arreglarían a dicha Constitución, leyes y tratados, a pesar de las disposiciones en contrario que pudieran existir en las constituciones o leyes de los estados.

Para reformar o adicionar la Constitución, se mantenía en el artículo 135 la misma fórmula contenida en la de 1857, es decir, se requería que el Congreso de la Unión, por el voto de las dos terceras partes de sus individuos presentes, acordara las adiciones o reformas, y que éstas fueran aprobadas por la mayoría de las legislaturas de los Estados.

Finalmente, la inviolabilidad constitucional se consignó en el artículo 136, el cual señalaba que la Constitución no perdería su fuerza y vigor, aun cuando por alguna rebelión se interrumpiera su observancia. Además, con este precepto se indicaba también que en caso de que por cualquier trastorno público se estableciera un gobierno contrario a los principios sancionados en el texto constitucional, tan luego como el pueblo recobrara su libertad se establecería su observancia, y con arreglo a ella y a las leyes que en su virtud se hubieren expedido serían juzgados tanto los que hubieren figurado en el gobierno emanado de la rebelión como los que hubieren cooperado con ella.

Una vez terminados los debates, el diputado Gerzayn Ugarte pronunció un discurso de despedida en el que señalaba que la Constitución sería para el futuro el lábaro de las libertades y el principio de la reconstrucción nacional, sobre la base de la libertad y el respeto al derecho de todos. Posteriormente, por encargo de Carranza, entregó a los diputados la pluma con la que fuera suscrito el Plan de Guadalupe, para que firmaran el texto constitucional.

Francisco J. Múgica contestó este discurso manifestando a los constituyentes que habían cumplido su deber y exhortándolos a que cayeran en el campo de batalla defendiendo la Constitución, de la misma manera que aquellos que habían caído defendiendo las cláusulas del Plan de Guadalupe. Acto seguido se inició un breve debate sobre los últimos puntos que debían considerarse y de inmediato se procedió a la firma de la Constitución. Una vez concluido este acto se levantó la sesión permanente y, más tarde, en una ciudad revestida con sus mejores galas, pero sobre todo de los anhelos de progreso y ventura de la patria, se llevó a cabo la sesión de clausura del Congreso Constituyente.