V. EL CONTENIDO DEL ESTADO

Las Siete Leyes Constitucionales de 1836

Los antecedentes de las Siete Leyes

Antes de que la Constitución de 1824 fuera aprobada había una marcada resistencia al federalismo por parte de ciertos grupos que tenían la intención de organizar al país de manera central. Sus ideas diferían de las contempladas en el texto constitucional de 1824 no tanto porque consideraran el federalismo como un mal sistema, sino más bien porque pensaban que era inadecuado para el país. En su opinión, no se podía transitar del autoritarismo colonial al sistema federal de forma drástica, por lo que la mejor opción para el México naciente era un sistema unitario. Luciano Becerra, por ejemplo, con su voto particular de 1823 reflejó la suspicacia que tenía hacia el régimen federal:

La república federada, Señor, en la manera en que se propone el proyecto, con estados libres, soberanos e independientes, es un edificio que amenaza ruina y que no promete ninguna felicidad a la nación. No es una máquina sencilla y de una sola rueda que nada tiene en qué tropezar, ni que le impida seguir sus movimientos; es una máquina complicada y que se compone de otras tantas ruedas, cuántos son los congresos provinciales, de las que bastará que se pare una o tome dirección contraria para estorbar su movimiento y aun causar su destrucción.

La idea de que el federalismo no era la mejor forma de organización se hizo más fuerte en la medida que el sistema constitucional establecido en la Constitución de 1824 se iba erosionando. Algunas de las causas de esta situación ya se han adelantado, pero a ellas debe sumarse, como señala Reynaldo Sordo, que desde “el primer año de su funcionamiento, se pudo apreciar que, a pesar de las reglas claras de la Constitución General, en los Estados existían interpretaciones diferentes del sistema, que podían variar desde el confederalismo hasta el federalismo moderado”. Además, la legalidad constitucional “fue subvertida por razones de hecho: partidismo, demagogia, legalismo, abuso de los términos voluntad general y opinión pública, corrupción en los procesos electorales, justificaciones de salud pública o seguridad nacional y, sobre todo, extralimitaciones en el ejercicio de las funciones públicas, principalmente del poder Legislativo”. Todas estas circunstancias acentuaron la reticencia al texto constitucional de 1824 y provocaron el cambio en el sistema constitucional que se dio en 1836.

El sistema constitucional sólo vivió momentos de estabilidad durante los primeros años del gobierno de Guadalupe Victoria, pero pronto se empezarían a hacer patentes las dificultades que enfrentarían las instituciones para el manejo de los problemas que vivía la Nación. La inestabilidad se acentuó con las posiciones contrapuestas de dos logias masónicas que surgieron como formas novedosas de organización que defendían ideales divergentes. Por un lado, la logia yorkina, que se conformaba fundamentalmente por quienes defendían el federalismo y que, como ha señalado Carmen Blázquez, contaba entre sus partidarios con importantes políticos de provincia, miembros de las oligarquías regionales. Sus filas se nutrían con integrantes de los estratos medios de la sociedad, como burócratas, profesionistas medios, empleados del comercio y pequeños propietarios de tiendas y talleres artesanales. Por otro lado, se encontraba la logia escocesa, a la que se adhirieron aquellos que se habían manifestado partidarios del régimen centralista y quienes se identificaban con el “partido” de los iturbidistas, del clero, de los monárquicos y de los españoles. En esta logia, siguiendo de nueva cuenta a Blázquez, se agrupaban grupos de propietarios, junto con altas jerarquías eclesiásticas y militares que pretendían la centralización del poder político como condición indispensable para concentrar a su vez los flujos mercantiles que habían controlado desde la ciudad de México en los tiempos coloniales.

Los yorkinos tenían entre los fundamentos de su actividad política la defensa de la independencia y la consolidación del sistema federal, por lo que, según refiere Michael Costeloe, arribaron a la conclusión de que había que desplazar de los cargos públicos o cerrar el paso a todos aquellos que consideraban opositores a tales propósitos. Por su parte, los escoceses tenían en mente frenar las intenciones políticas de sus adversarios, buscando la mayoría en el congreso nacional y en las legislaturas de los estados. Poco a poco, las pugnas entre estos dos grupos fueron creciendo, hasta llegar a un punto muy álgido cuando los yorkinos emprendieron una serie de acciones que concluyeron en la prohibición avalada por el Congreso General de que los hispanos ocuparan cargos públicos, así como en la expulsión de hispanos peninsulares del país. Estas medidas se apoyaban en un sentimiento antiespañol latente provocado por los intentos de conspiración en los que habían participado algunos de ellos y por la animadversión que provocaba entre parte de la población que éstos conservaran muchos de sus antiguos privilegios económicos.

Las controversias entre estos grupos se reflejaron también en las elecciones que se dieron al final del periodo presidencial de Guadalupe Victoria. En ese proceso electoral, tanto yorkinos como escoceses trataron de convertirse en el grupo político predominante en el Congreso nacional y en los órganos legislativos locales. Y dado que la designación del titular del Ejecutivo se haría tomando en cuenta los votos emitidos en los congresos locales, la contienda electoral se volvió una prioridad en las entidades federativas. Por los federalistas yorkinos el candidato propuesto fue Vicente Guerrero, mientras que los escoceses propusieron a Manuel Gómez Pedraza.

Las elecciones se llevaron a cabo y, a pesar de que se esperaba el triunfo de los yorkinos en las legislaturas estatales, los resultados favorecieron por un escaso margen a los escoceses, pues 11 congresos votaron a favor de Gómez Pedraza y sólo nueve por Guerrero (el resto de los votos se distribuyó entre Anastasio Bustamante, Ignacio Godoy y Melchor Múzquiz). Ante los resultados, la reacción de los yorkinos no se hizo esperar e iniciaron una campaña con la que buscaban denunciar la ilegalidad de los resultados de la elección, argumentando que las legislaturas estatales habían ido en contra de la voluntad de las personas que representaban. Además, impulsaron también actos diversos a lo largo del país con el fin de impedir que la victoria de Gómez Pedraza fuera reconocida. A estas medidas se sumó la intervención de Santa Anna y el ejército, que con el Plan de Perote demandaron que se frenaran las intrigas de los enemigos de la independencia, esto es, de los escoceses. Finalmente, tras una serie de disturbios y cierta resistencia, la Cámara de Diputados, sin autoridad para hacerlo, reconoció a Vicente Guerrero y Anastasio Bustamante como presidente y vicepresidente, respectivamente.

El hecho se dio de acuerdo con lo establecido en el Título IV de la Constitución, pues la Cámara de Diputados tenía que hacer la calificación de la elección de presidente. En este sentido, formó la comisión correspondiente —integrada por diputados pertenecientes al partido yorkino— para realizar el dictamen de la elección presidencial. Este documento señalaba que las legislaturas habían contrariado la voluntad general expresada contra Gómez Pedraza y, por tanto, al no poder ignorar estos clamores determinó, en primer lugar, que se calificaba como insubsistente y sin ningún efecto la elección de éste y que se consideraban como subsistentes los votos de las legislaturas por otras personas distintas a él. Por tanto, como se adelantó, la Cámara de Diputados consideró a Vicente Guerreo como presidente.

Con este hecho, desde las propias instituciones se hacía a un lado el régimen constitucional. Esto provocó que la inestabilidad que se vivía en el país se acentuara y que el sistema constitucional comenzara a disolverse entre un cúmulo de acontecimientos que sucedieron a la elección de 1928.

El ejercicio del gobierno por parte de Guerrero no fue sencillo, pues tuvo que afrontar situaciones adversas que ocasionaron una marcada reticencia hacia el titular del Ejecutivo. Cesar Navarro señala, entre estas circunstancias, que Guerrero tendría que

enfrentar la crítica situación en la que había caído la administración del gobierno. El déficit del gasto público iba en aumento y los créditos en el exterior se encontraban prácticamente clausurados desde 1827, a partir de que el gobierno federal se había declarado insolvente para amortizar los intereses sobre los préstamos contraídos anteriormente. Además, como consecuencia del intento de reconquista española que se tuvo que enfrentar, la recaudación de los derechos de las aduanas que en ese entonces aportaban un poco más de la cuarta parte de los ingresos públicos, disminuyeron en forma alarmante. Ello condujo a una nueva expulsión de los españoles y a la imposición de préstamos a los estados de la federación, lo cual avivó la oposición existente a su gobierno.

Las desfavorables circunstancias que enfrentó Guerrero lograron reunir a los escoceses, a la oligarquía propietaria y a un segmento del propio ejército en contra de el caudillo insurgente. De hecho, Anastasio Bustamante dictó en 1829 el Plan de Jalapa, mediante el que se destituyó a Guerrero y se apropió de la presidencia.

Con Bustamante llegó al gobierno un grupo de personas a quienes se les conoció como los “hombres de bien”, pues para algunos el cambio en el gobierno implicaba el triunfo del orden, la civilización y la propiedad sobre la anarquía, la demagogia y la usurpación. Sin embargo, ante el trato preferente que Bustamante dio a ciertos estratos de la sociedad y el clero, la estabilidad de su mandato se erosionó rápidamente y surgió un movimiento opositor que congregó a varios grupos e individuos, entre los que se encontraban Santa Anna, los federalistas y los militares.

En este contexto, se alzaron ciertos grupos y algunos congresos de los estados se pronunciaron por el regreso de Gómez Pedraza para concluir el mandato presidencial para el que había sido nombrado en 1828. Bustamante se vio obligado de esta forma a firmar los Convenios de Zavaleta en 1832, con los que se reconocía a Gómez Pedraza como titular del Ejecutivo. El Congreso nacional fue también disuelto y se convocó a elecciones para renovarlo; también se eligieron nuevos integrantes de las legislaturas locales que, a su vez, designarían al presidente y vicepresidente de la República. La recomposición de fuerzas políticas hizo que el cargo de presidente fuera ocupado por Santa Anna, mientras que de la vicepresidencia se haría cargo Valentín Gómez Farías.

Así comenzaron los trabajos del quinto Congreso al inicio de 1833. Santa Anna, sin embargo, arguyendo problemas de salud, se retiró a su hacienda en repetidas ocasiones, dejando a Gómez Farías al frente del Ejecutivo. Desde esta posición, el jalisciense emprendió un programa de reformas encaminado a terminar con los remanentes del pasado colonial. Según José María Luis Mora, en esa época consejero de Gómez Farías, con estas reformas se pretendía impedir la existencia de

pequeñas sociedades dentro de la general con pretensiones de independencia respecto de ella: por último, lo que no se quería era que los poderes sociales destinados al ejercicio de la soberanía se hiciesen derivar de los cuerpos o clases existentes, sino, por el contrario, que los cuerpos creados o por crear derivasen su existencia y atribuciones del poder soberano preexistente y no pudiesen, como los ciudadanos particulares, alegar ni tener derechos contra él.

De esta manera, las reformas se dirigieron a una parte del cuerpo social con gran poderío económico y político: la Iglesia católica. Se secularizaron las misiones de California; se creó una dirección de control general de la enseñanza; se cerró el Colegio de Santa María de Todos los Santos y se suprimió la Pontificia Universidad de México; cesó la coacción civil para el cumplimiento de los votos monásticos; se anuló la última provisión de canonjías y se estableció la ley de curatos vacantes; se dio el ejercicio del Patronato Eclesiástico por el gobierno de la República con las mismas atribuciones con las que lo había ejercido la Corona española; se cedieron a los estados las propiedades que habían pertenecido a los jesuitas; se desamortizaron los bienes de manos muertas, y se prohibió la venta de propiedades eclesiásticas sin conocimiento y aprobación de la autoridad civil.

Las reformas emprendidas también afectaron al ejército, pues aunque no se propuso la eliminación del fuero militar, sí se ordenó la disolución de varios cuerpos del ejército que se habían comprometido en sublevaciones en contra de las instituciones de la República.

Todo esto generó descontento y provocó revueltas en el país, encabezadas por la oposición conservadora bajo el grito de “religión y fueros”. Para combatir esa oposición contra las reformas, el Congreso expidió la llamada “Ley del Caso”, mediante la que se ordenó el destierro de decenas de individuos contrarios a la actitud reformadora. El artículo primero de la ley establecía: “El gobierno hará que inmediatamente se proceda asegurar para expeler del territorio de la república por seis años a los individuos siguientes y cuantos se encuentren en el mismo caso sin necesidad de nuevo decreto”. La discrecionalidad contenida en esa norma se convertía en un arma muy poderosa que, sin duda, constituía una negación del orden constitucional. En este sentido, Miguel Santamaría, en su Apelación al sentido común de los mexicanos, señaló: “Queda por aquel Firmón al general Santa Anna, o a su lugarteniente D. Valentín Gómez Farías plena e ilimitada autoridad de expulsar a cuantos se hallan en el mismo caso que los ya proscritos; y ¿cuál es este caso que no especificó el llamado Congreso, puesto que pronuncia condenaciones en términos que por respeto a la justicia y a los progresos de las luces, no se acostumbra ya ni aun en los dominios del Sultán otomano? Este caso no es otro sino en el que se halle todo mexicano que teniendo sentimientos de dignidad rehúsa inclinar el cuello al yugo de la demagogia”.

Como consecuencia de todos estos acontecimientos comenzaron a darse diversas asonadas en contra de las autoridades reformistas. Estas revueltas hicieron que finalmente se diera el regreso de Santa Anna que, sin embargo, fue desafiado por el Congreso, lo que hizo que aquél terminara con sus actividades y lo diera por cerrado; además, Gómez Farías dejó la vicepresidencia y salió del país.

En ese escenario se volvió a convocar a elecciones, pero esta vez sin seguir las formas contempladas en la Constitución de 1824. Nuevamente el orden constitucional se veía reducido; lo que es más, la convocatoria daba la posibilidad de que se otorgaran amplias facultades a los congresistas, algo que favoreció la idea de cambiar el régimen federalista. No obstante lo anterior, el nuevo Congreso se dedicó en su primera etapa a emprender acciones tendientes a restaurar la tranquilidad del país. En el ínter, sin embargo, empezaron a surgir pronunciamientos contrarios al régimen federal y críticas fuertes a las medidas que habían sido tomadas durante el reformismo. Para muchos, el sistema constitucional se había pasado por alto y la Nación se encontraba en estado de naturaleza; en consecuencia, tenía el poder para volverse a constituir de acuerdo con nuevas formas, con el fin de enmendar los daños que había dejado el régimen federal contemplado en la Constitución de 1824. Ésta fue la semilla para que en 1835 se publicara una ley por la que el Sexto Congreso General se convertiría en Constituyente.

El Congreso Constituyente y las Bases Constitucionales

La idea de que era necesario cambiar el régimen constitucional se gestó durante varios años. En ese proceso, además de los grupos que se vieron desfavorecidos por las medidas de los reformistas y de quienes pugnaban por un sistema unitario, los gobiernos locales mostraron también su descontento ante la inestabilidad que privaba en el país. Se pensaba que la falta de equilibrio entre los poderes de la Unión con preponderancia del Congreso, las deficiencias o la falta de adecuación del federalismo a la realidad mexicana, así como la violación constante de los derechos humanos desde las instituciones habían creado un ambiente que era difícil soportar. Lucas Alamán, por ejemplo, en su Examen imparcial de la administración de Bustamante, al presentar un análisis del régimen constitucional que se había implantado con la Constitución de 1824 hace una fuerte crítica —quizá excesiva— del modelo implantado por alejarse de las condiciones del país:

El modelo que se tuvo a la vista para la redacción de nuestra Constitución Federal fue la Constitución de los Estados Unidos del Norte, mas es una equivocación el creer que el ejecutivo de nuestra república está constituido de la misma manera que el de los Estados Unidos… El modelo, como arriba se ha dicho que se tomó para constituir a la nación fueron los Estados Unidos pero de este modelo apenas se tenía alguna tintura y lo que se había visto practicar de alguna manera era la Constitución española que en sí misma no era otra cosa que una imitación de la Asamblea Constituyente de Francia y ésta el resultado de todos los extravíos metafísicos de los filósofos especulativos del siglo pasado… La constitución que dio a la Francia la Asamblea Constituyente y que copiaron servilmente las Cortes de Cádiz, no sólo no distinguió debidamente los poderes, no sólo no estableció un equilibrio conveniente entre ellos sino que debilitando excesivamente al ejecutivo, trasladó al legislativo toda la autoridad, creando en lugar del poder absoluto del monarca un poder tan absoluto como aquél, y enteramente arbitrario, sin que hubiese para contenerlo ninguno de los frenos que podrían en alguna manera impedir la arbitrariedad de los monarcas.

Aunadas a las críticas que en lo individual hacían intelectuales, políticos, personas que se encontraban o habían pasado por el gobierno y la sociedad en general, a partir de 1830 las legislaturas de los estados, siguiendo lo establecido en el artículo 166 de la Constitución de 1824, comenzaron a hacer observaciones sobre determinados artículos del texto constitucional. Las propuestas fueron variopintas, pero de ellas se desprendía el desencanto por el régimen federal y las disposiciones de la Constitución. Para 1835 esto era evidente en varios estados y prueba de ello es la proposición que el diputado del Congreso del estado de Oaxaca, Manuel María Gauna, hizo llegar a su legislatura, en la que se reflejaba el ánimo de los congresos locales. En esta proposición, Gauna expresaba que el sistema federal había dividido el país en lugar de unirlo, manteniendo el germen de las disensiones civiles. Además, refería que después de tan largos y costosos sacrificios por un gobierno contrario a la felicidad de los mexicanos debía procurarse una nueva organización que pudiera asegurar los gozos sociales, la paz y la prosperidad. Gauna mostraba de esta forma su ánimo respecto a la implantación de un nuevo sistema:

Hagamos siempre uso de nuestra razón para aplicar a nuestro suelo la forma de gobierno más análoga a nuestras necesidades y costumbres sin perder de vista el resultado de nuestra experiencia en la actual administración. Unión y más unión debe ser el constante deseo de todo mexicano: la unión por medio de un gobierno central, es lo que constituye la fuerza; la fuerza es la que ha de fijar la independencia, y ha de contener a los enemigos de ella y de una libertad arreglada, pues en el estado de intolerancia política y de miseria en que nos hallamos reducidos es, a no dudarlo, el sistema federal el más cruel enemigo que puede presentarse a nuestra felicidad.

En los ayuntamientos la situación no era distinta, pues muchos de éstos se pronunciaban en contra del régimen del 24. En Guadalajara se dirigió un documento al Congreso del estado para que éste iniciara ante las cámaras la variación de la forma de gobierno argumentando los diversos ataques que había sufrido el texto constitucional a partir de la instauración del federalismo. Para la representación de este ayuntamiento, las legislaturas estatales habían echado mano de todo: destrozado y aniquilado fortunas y propiedades, limitando la libertad individual, la moral pública, la legislación y la religión.

Es en este contexto que el Congreso, como se adelantó, se convertiría en constituyente para dar inicio al cambio constitucional. Sin embargo, el primer problema con el que se enfrentaba era justificar su calidad de constituyente y poder, de esta forma, librar la cláusula de intangibilidad establecida en el artículo 171 de la Constitución, que prohibía la reforma de los artículos contenidos en ella y del acta constitutiva que establecían la “libertad e independencia de la Nación Mexicana, su religión, forma de gobierno, libertad de imprenta, y división de los poderes supremos de la federación y de los Estados”. Al respecto, Reynaldo Sordo señala que los centralistas, al ser una minoría en el Congreso, tuvieron que desarrollar una teoría sobre el poder Constituyente, para poder convencer a las personas de las otras fuerzas políticas de que el sexto Congreso Constitucional Federal se podía convertir en un Constituyente. Refiriéndose al dictamen de marzo de 1835 sobre los poderes conferidos a los diputados, firmado por Carlos María Bustamante, Sordo señala que la argumentación de los centralistas seguía un orden lógico: la Nación se encontraba en estado de naturaleza y había reasumido su soberanía, por tanto, podía constituirse de la manera que considerara más conveniente a su felicidad, salvando los derechos naturales imprescriptibles del hombre. En el dictamen mencionado, Bustamante aducía:

Si la nación, dice Vattel, se halla mal con su constitución, tiene derecho a mudarla… Los que pretenden hacer valer la especie de que son inmutables en toda su extensión los objetos comprendidos en el artículo 171 del código federal, quieren suponer que los legisladores de 1824 tuvieron facultad para ligar a todas las generaciones y legisladores sucesivos de una manera irrevocable, o lo que es lo mismo, que la soberanía de la nación fue enajenada desde entonces para no volver a residir jamás en su legítimo dueño… todas las disposiciones políticas son eventuales, porque cesante ratione, cesat lex: la perpetuidad sólo se ha concedido a las leyes naturales.

Eso por lo que hace a la Cámara de Diputados, pero en el Senado se elaboró otro dictamen en el que se establecían las causas por las que era necesario cambiar el régimen constitucional y las razones por las que se consideraba que esto podía hacerse. La comisión del Senado que elaboró el dictamen señaló al respecto:

El estado actual de la Nación, las convulsiones repetidas en ella ha tantos años con la mayor frecuencia, exigen imperiosamente examinar el origen de tantos males, por si descubierto se puede oponer un dique a tan fatal corriente. Cansados los pueblos de transferir de uno para otro bienio las esperanzas de bienestar que tantas veces se les había prometido, quisieron al fin desatarse de los vínculos con que ellos mismos se habían ligado, por si era posible llegase el venturoso día de gozar y acabar de padecer. La prosperidad de las naciones está tan íntimamente unida con su sistema de legislación, que las peñas más áridas y escarpadas montañas se transforman en floridas campiñas bajo la influencia de leyes sabias y adecuadas a los pueblos que las han de observar; así como las más fértiles regiones se convierten en inhabitados desiertos, cuando un régimen débil para ejecutar el bien, y omnipotente para hacer el mal, ahuyenta la seguridad y hace desaparecer la confianza. El continente mexicano destinado por la naturaleza a figurar en el globo, acaso como el más rico entre las naciones, no sólo ve estacionaria su prosperidad, sino que la siente retrogradar de día en día, a proporción que se aleja de la fecha que se le había fijado como principio para desarrollar los gérmenes de su riqueza y engrandecimiento.

La comisión continuó haciendo un recuento de las dificultades que enfrentó la República a partir de 1824:

Los frecuentes ataques dados a la seguridad individual, la continua alarma en que viven unos respecto de otros, la irregularidad de una legislación tan complicada que es ya imposible compilarla para formar un cuerpo, la multiplicidad de las contribuciones y mal repartimiento de ellas, la impunidad de los delitos comunes, la funesta inviolabilidad para cometer de los políticos, y por último, la facilidad de crear un delincuente necesario, ¿no son caracteres inequívocos de un pueblo mal constituido? ¿Son éstos los feos rasgos con que se puede bosquejar nuestra historia de once años contados desde 1824 hasta el presente? ¿No son éstos los que apurando por último el común sufrimiento dieron por resultado fijar primero la atención nacional, examinar en seguida su situación, y acabar por procurarse un remedio a costa de cualquier sacrificio?

Después de señalar los problemas que se vivían, se ofrecieron argumentos para justificar la facultad que tenía el Congreso para cambiar el sistema constitucional:

La comisión ha discurrido hasta aquí acerca de la necesidad que hay de dar una nueva Constitución, sin desconocer por esto que acaso se abre la puerta para que de cada uno de los Congresos futuros se exija una nueva Carta; mas las circunstancias nos han puesto en la triste situación de elegir entre males, ¿entre éstos cuál es mayor, formar una Constitución nueva, o no tener alguna? No parece difícil adoptar el extremo más razonable de esta disyuntiva. Las más notorias infracciones de Constitución, la ilegitimidad ¿no se ha introducido hasta los poderes supremos de la Nación? ¿No ha sucedido lo mismo con una gran mayoría de las legislaturas de los Estados? ¿No es cierto igualmente que otras han abandonado las sillas temiendo ofender por más tiempo la vista de aquellos para quienes antes habían dictado leyes? Todo manifiesta que el pueblo agobiado de sus pesares, ha suplantado la Carta fundamental al imperio de las circunstancias, y reasumido de nuevo su imprescriptible Soberanía. Ha dejado de ser la Carta de 1824.

¿Mas de dónde viene al Congreso actual la facultad de constituir nuevamente a la Nación? Del mismo origen de donde le vino la de reformar el pacto, sin sujetarse a los trámites designados en él. En las naciones no constituidas, no hay más reglas que aquellas que dicta la equidad y prefijan los incontestables derechos del hombre: el religioso respeto a éstos de donde dimana el común bienestar, afianza la perpetuidad de las leyes e inviolabilidad de las Constituciones. Sígase este sendero en la futura, y ella sobrevivirá no sólo a la generación actual, sino también a las venideras…

Los argumentos ofrecidos sirvieron para justificar la conversión del Congreso en constituyente. No todos estaban conformes con estos planteamientos, entre ellos Bernardo Couto, quien manifestaba que aun cuando para él era una verdad innegable que ninguna Nación de la tierra debía ni podía ser regida por una manera de gobierno hacia la que tuviera una repugnancia fija y bien expresada, para él no era claro que nuestro país se encontrara en ese caso respecto del sistema federal. Sin embargo, la mayoría prevaleció y el Congreso encargó el proyecto de reformas a una comisión compuesta por Miguel Valentín, José Ignacio de Anzorena, José María Cuevas, Antonio Pacheco Leal y Francisco Manuel Sánchez Tagle. Esta comisión presentó algunos días después las bases para la nueva constitución, con las que se dejaba de lado el sistema federal.

En estas bases se señalaba que la Nación mexicana era una, soberana e independiente, y que no profesaba ni protegía otra religión que la católica, apostólica, romana, ni toleraba el ejercicio de otra alguna. El sistema gubernativo seguía siendo, de acuerdo con el artículo 3º, el republicano, representativo y popular, pero ya no se contemplaba como federal. La división de poderes también se conservaba y el Congreso seguía dividido en dos cámaras, una de diputados y otra de senadores. El ejercicio del poder Ejecutivo residiría, de conformidad con las bases, en un presidente por elección popular indirecta y periódica, mientras que el del poder Judicial residiría en una corte suprema de justicia y en los tribunales y jueces que establecería la ley constitucional.

En donde había cambios era en la organización territorial, pues según se establecía en las Bases Constitucionales expedidas por el Congreso Constituyente, el territorio nacional se dividiría en departamentos, sobre las bases de población, localidad y demás circunstancias conducentes. Para el gobierno de esos departamentos habrían gobernadores y juntas departamentales que serían elegidas popularmente. El poder Ejecutivo de los departamentos residiría en el gobernador, con sujeción al Ejecutivo supremo de la Nación. Las juntas departamentales serían el consejo del gobernador y estarían encargadas de determinar o promover cuanto condujera al bien y prosperidad de los departamentos, y tendrían facultades económico-municipales, electorales y legislativas. El poder Judicial en este nivel territorial se ejercería hasta la última instancia por tribunales y jueces residentes en los departamentos, nombrados o confirmados por la alta corte de justicia de la Nación, con intervención del supremo poder Ejecutivo y de las juntas departamentales, así como de los tribunales superiores.

Las leyes y reglas para la administración de la justicia en lo civil y criminal serían las mismas en toda la Nación y lo serían igualmente las que establecieran contribuciones generales. Finalmente, las bases dejaban en una ley secundaria la sistematización de la hacienda pública en todos sus ramos y el método de cuenta y razón, así como la organización del tribunal de cuentas y la jurisdicción económica y contenciosa en este ramo.

Las Siete Leyes y sus disposiciones

Después de la elaboración de las Bases Constitucionales se comenzó la redacción de un cuerpo normativo que establecería el nuevo sistema constitucional. Este cuerpo finalmente se discutió y aprobó después de los trabajos del Constituyente de octubre de 1835 y 1836, ante la ausencia de Santa Anna, quien tuvo que alejarse debido a la sublevación de los colonos texanos. La comisión redactora de la Constitución cambió la forma en que se presentaba el texto constitucional y aprobó las Siete Leyes, en las que se sentaban las bases de lo que sería un nuevo régimen constitucional, que buscaba ofrecer soluciones a los problemas que enfrentaba el país con base en la realidad que en él se vivía.

La primera de estas leyes se refería a los derechos y obligaciones de los mexicanos y los habitantes de la República. En ella se determinaba quiénes eran considerados mexicanos y se establecía una serie de derechos a su favor, con lo que se buscaba que los habitantes del país no volvieran a sufrir las arbitrariedades que se presentaron durante el tiempo del reformismo, mientras se pretendía conseguir la estabilidad del país. De hecho, la preocupación que se tenía por la ruptura del orden constitucional que se dio durante la vigencia de la Constitución de 1824 se refleja en una de las expresiones de Juan Cayetano Portugal, quien después de darse cuenta de los alcances e implicaciones de leyes como la de expulsión de los españoles señaló en un discurso publicado por El Sol el 6 de diciembre de 1827:

Desgraciadamente las comisiones, con el pretexto de medidas salvadoras de la sociedad en su independencia, han confundido una soberanía constitucional con la soberanía absoluta de los déspotas. ¡Y es un escándalo ver que éste es el fruto de las luces y liberalismo de unos representantes de los pueblos y defensores de las libertades públicas! ¡Qué descrédito para nuestra forma de gobierno!, qué mengua para nuestra constitución y acta constitutiva si ese dictamen fuera aprobado.

La inconformidad que causó el hecho de que se confiscara un buen número de propiedades no sólo a las corporaciones, sino también a los particulares, así como la intención de justificar estos actos y otros más, como los derivados de la Ley del Caso, por medio de leyes y actuaciones institucionales, hizo que en la primera de las leyes se pensara en establecer de forma expresa una serie de derechos para los mexicanos. Estos derechos eran: “I. No poder ser preso sino por mandamiento de juez competente dado por escrito y firmado, ni ser aprehendido sino por disposición de las autoridades a quienes correspondiera esta facultad de acuerdo con la ley”. Se exceptuaban de esta previsión el caso de los delitos in fraganti, en el que cualquier persona podía ser aprehendida, aunque siempre con la consigna de presentarla ante un juez u otra autoridad pública. “II. No ser detenido más de tres días por autoridad ninguna política, sin ser entregado al fin de ellos, con los datos para su detención, a la autoridad judicial, ni por ésta más de diez días, sin proveer el auto motivado de prisión”. En caso de que esto sucediera ambas autoridades serían responsables por el abuso que hicieran de los referidos términos. “III. No ser privado de su propiedad, ni del libre uso y aprovechamiento de ella en todo ni en parte. Cuando algún objeto de general y pública utilidad exigiera lo contrario, siempre y cuando esta circunstancia fuera calificada por el Presidente y sus cuatro ministros en la capital, por el gobierno y junta departamental en los Departamentos, y el dueño fuera indemnizado”. “IV. No poder catear sus casas y sus papeles, más que en los casos y con los requisitos literalmente prevenidos en las leyes”. “V. No poder ser juzgado ni sentenciado por comisión ni por otros tribunales que los establecidos en virtud de la Constitución, ni según otras leyes que las dictadas con anterioridad al hecho que se juzgara”. “VI. No podérsele impedir la traslación de sus personas y bienes a otro país, con la condición de que no dejara descubierta en la República ninguna responsabilidad y, respecto a los bienes, que se cubriera la cuota que se estableciera en las leyes”. “VII. Poder imprimir y circular, sin necesidad de previa censura, sus ideas políticas”. Además de estos derechos, la Primera Ley establecía también que los mexicanos gozarían de todos los demás derechos civiles que se establecieran en las leyes secundarias.

Al mismo tiempo que contemplaba derechos, esta ley también establecía una serie de obligaciones a los mexicanos. En primer lugar, se tenía que profesar la religión de la patria (la católica), observar la Constitución y las leyes, así como obedecer a las autoridades. Otras obligaciones consignadas eran la de cooperar con los gastos del Estado mediante las contribuciones que establecieran las leyes, así como defender la patria y cooperar con el sostén y restablecimiento del orden público cuando la ley y las autoridades a su nombre lo llamaren.

Un aspecto más en el que el texto de 1836 se distanciaba del de 1824 era que en él se determinaba quiénes eran considerados ciudadanos del país. En este sentido, un requisito que llama la atención es que, para ser ciudadano de la República, la Primera Ley constitucional establecía que era necesario contar con una renta anual por lo menos de cien pesos, procedentes de “capital fijo o mobiliario, o de industria o trabajo personal honesto y útil a la sociedad”. La inclusión de este requisito tenía relación directa con los derechos que se establecían para los ciudadanos: votar en todos los cargos de elección popular directa y poder ser votado para los mismos, siempre que se cumpliera con las cualidades que las leyes exigieran en cada caso. Y es que los reformadores, como menciona Catherine Andrews, partieron de la idea de que la raíz de la inestabilidad gubernamental de los primeros años de la vida nacional se encontraba en el hecho de que los cargos públicos estaban en manos de los menos preparados. Lo anterior porque, desde ese punto de vista, siguiendo lo señalado por Andrews, “la clase no propietaria, además de su natural ignorancia, también carecía de las virtudes necesarias de un servidor público. Por no tener recursos propios, ambicionaba el poder para buscar su beneficio personal y no del país y, asimismo, por no tener nada que perder en caso de una asonada, estaban siempre dispuestos a usar la intriga, la rebelión y la violencia para alcanzar sus metas”.

En esta misma dirección se señalaban las causas de suspensión de los derechos particulares del ciudadano, entre las que se encontraban, además de la minoridad y el hecho de enfrentar una causa criminal, el estado de sirviente doméstico y no saber leer ni escribir desde el año de 1846 en adelante. Los derechos del ciudadano se perdían, asimismo, en los casos en que se perdiera la cualidad de mexicano: por sentencia judicial que impusiera pena infamante; por quiebra fraudulenta calificada; por ser deudor calificado en la administración y manejo de cualquiera de los fondos públicos; por ser vago, mal entretenido o no tener industria o modo honesto de vivir, así como por imposibilitarse para el desempeño de las obligaciones de ciudadano por la profesión del estado religioso.

Otro aspecto importante previsto en esta ley era que, según lo previsto en su punto 12, los extranjeros introducidos legalmente en la República gozarían de todos los derechos naturales, y además de los que se estipularan en los tratados para los súbditos de sus respectivas naciones; sin embargo, éstos tendrían la obligación de respetar la religión y sujetarse a las leyes del país en los casos que pudieran corresponderles.

La segunda de las leyes constitucionales contemplaba también una innovación importante: la inclusión en el marco institucional del Supremo Poder Conservador. Por medio de este poder se pretendía lograr el equilibrio de poderes que no había sido conseguido con la Constitución de 1824. De esta forma, el Supremo Poder Conservador tendría facultades de control a fin de lograr que los principios teóricos de la división de poderes se hicieran posibles. Este poder se depositaría en cinco individuos, de los que se renovaría uno cada dos años, y que tendrían las siguientes facultades: declarar la nulidad de una ley o decreto cuando fueran contrarios a un artículo expreso de la Constitución y le exigieran dicha declaración el Ejecutivo, la Suprema Corte de Justicia o parte de los miembros del poder Legislativo; declarar, a petición del poder Legislativo o por la Suprema Corte de Justicia, la nulidad de los actos del poder Ejecutivo, cuando fueran contrarios a la Constitución o a las leyes; declarar en el mismo término la nulidad de los actos de la Suprema Corte de Justicia, excitado por alguno de los otros dos poderes, y sólo en el caso de usurpación de facultades; declarar por excitación del Congreso general la incapacidad física o moral del presidente de la República; suspender a la Suprema Corte de Justicia, excitado por alguno de los otros dos poderes supremos, cuando desconociere alguno de ellos o tratara de trastornar el orden público; suspender hasta por dos meses las sesiones del Congreso general, o resolver que se llamara a ellas a los suplentes, por igual término, cuando conviniera al bien público y lo excitara para ello el supremo poder Ejecutivo; restablecer constitucionalmente cualquiera de dichos tres poderes, o a los tres, cuando hubieran sido disueltos revolucionariamente; declarar, excitado por el poder Legislativo, previa iniciativa de alguno de los otros dos poderes, cuál era la voluntad de la Nación, en cualquier caso extraordinario en que fuera conveniente conocerla; declarar, excitado por la mayoría de las juntas departamentales, cuándo estaría el presidente de la República en el caso de renovar todo el ministerio por el bien de la Nación; dar o negar la sanción a las reformas a la Constitución que acordara el Congreso, con las previas iniciativas, y en el modo y forma que estableciera la ley constitucional respectiva; calificar las elecciones de los senadores y nombrar el primer día de cada año a 18 letrados para juzgar a los ministros de la Suprema Corte de Justicia y de la marcial, en el caso y con los previos requisitos constitucionales para esas causas.

Las resoluciones del Supremo Poder Conservador requerían la absoluta conformidad de por lo menos tres de sus miembros y éstos no serían responsables de sus operaciones más que frente a Dios y la opinión pública, y sus individuos en ningún caso podrían ser juzgados ni reconvenidos por sus opiniones.

A partir de sus funciones y de la condición de sus integrantes se pretendía que el Supremo Poder Conservador fuera un poder neutral que vigilara el cumplimiento del orden constitucional y que restableciera el equilibrio que se había perdido ante los excesos del Legislativo durante los años del régimen federal.

Las leyes Tercera, Cuarta y Quinta se referían a los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, respectivamente. Por lo que hace al primero de ellos, se conservó el sistema bicameral, aunque con diferencias importantes que pretendían ser un contrapeso al poder del órgano legislativo. En este sentido, se disponía que todas las leyes, por lo que se refería al Legislativo, se propusieran en la Cámara de Diputados, atribuyendo al Senado únicamente la función de aprobar o desaprobar los proyectos enviados por la cámara de origen, sin poder alterarlos o modificarlos. La iniciativa de ley se otorgaba también al presidente de la República en todas las materias, a la Suprema Corte de Justicia, en lo relativo a la administración de su ramo, y a las juntas departamentales en lo que respecta a impuestos, educación pública, industria, comercio, administración municipal y variaciones constitucionales.

El número de diputados y la forma de elegirlos también cambiaron a fin de formar un congreso más pequeño. La base para la elección de diputados era la población: un diputado por cada 150 000 habitantes, y por cada fracción de 80 000. Los departamentos que no tuvieran este número elegirían, sin embargo, un diputado.

Se estableció también otro tipo de requisitos para ser diputado, entre los que se incluían ser mexicano por nacimiento o natural de cualquier parte de la América que en 1810 dependía de España y que fuera independiente, si se hallaba en la República al tiempo de su emancipación. Se establecían también como requisitos ser ciudadano mexicano en ejercicio de sus derechos, natural o vecino del departamento que lo elegiría, tener 30 años cumplidos el día de la elección y contar con un capital (físico o moral) que produjera una renta anual de por lo menos 1 500 pesos.

El Senado, por su parte, estaría compuesto de 24 senadores que se elegirían por medio de un proceso complejo en el que participaban la Cámara de Diputados, el gobierno en junta de ministros, la Suprema Corte de Justicia, las juntas departamentales y el Supremo Poder Conservador. Para ser senador se requería ser ciudadano mexicano en ejercicio de sus derechos, mexicano por nacimiento, tener 35 años cumplidos el día de la elección y un capital (físico o moral) que produjera al individuo por lo menos 2 500 pesos anuales.

Como se nota, los requisitos censitarios para ocupar un puesto en el Congreso, lo mismo que para obtener la calidad de ciudadano, marcan un rasgo característico de la Constitución de 1836 que ha sido objeto de fuertes críticas, pero que en esa época se pensó como una solución para mejorar la calidad de las decisiones en el ejercicio institucional.

Además de la reducción en número y de los requisitos para sus integrantes, en el texto de 1836 se señalaban también prohibiciones expresas. Así, el Congreso general no podía: dictar una ley o decreto sin las iniciativas, intervalos, revisiones y demás requisitos exigidos por la ley y el reglamento del Congreso; proscribir a algún mexicano o imponerle alguna pena directa o indirectamente; privar de su propiedad a individuos o corporaciones seculares o eclesiásticas; dar a alguna ley, que no fuera puramente declaratoria, efecto retroactivo o que tuviera lugar directa ni indirectamente en casos anteriores a su publicación; privar o suspender a los mexicanos de sus derechos declarados en las leyes constitucionales, y reasumir en sí o delegar en otros, por vía de facultades extraordinarias, dos o los tres poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial.

Las críticas a los excesos del Legislativo y la debilidad de un Ejecutivo que no contaba con las facultades necesarias para actuar provocaron cambios en la Cuarta Ley respecto a este poder. Se seguía depositando el ejercicio del poder Ejecutivo en una sola persona, pero esta vez su encargo sería de ocho años, el doble respecto a la Constitución de 1824 y el más largo periodo que se ha tenido en el constitucionalismo mexicano. Siguiendo con los complejos métodos de elección, se determinó que la del Ejecutivo se llevara a cabo mediante ternas elaboradas por el Ejecutivo saliente, la Suprema Corte y el Senado, que pasarían a la Cámara de Diputados. Ésta, el día siguiente, escogería tres individuos de los especificados en dichas ternas, y remitiría la terna resultante a todas las juntas departamentales. Estos órganos colegiados, a su vez, elegirían un individuo de entre los tres contenidos en la terna que se les remitiera y, la persona que obtuviera el mayor número de votos sería declarada presidente. En caso de empate se señalaba que el presidente sería elegido por sorteo entre quienes hubieran obtenido la misma cantidad de votos. El presidente que terminara su mandato podía resultar reelecto siempre que fuera propuesto en las tres ternas, fuera elegido como uno de los de la terna de la Cámara de Diputados y obtuviera el voto de las tres cuartas partes de las juntas departamentales.

Los requisitos para ser elegido presidente, al igual que ocurrió con diputados y senadores, también aumentaron. Se exigía ser mexicano por nacimiento y estar en ejercicio de los derechos de ciudadano; tener 40 años cumplidos el día de la elección; contar con un capital físico o moral que le produjera al individuo anualmente 4 000 pesos de renta; haber desempeñado alguno de los cargos superiores civiles o militares; no haber sido condenado en proceso legal por crímenes o malversación de los caudales públicos, y residir en la República al tiempo de la elección.

Entre las prerrogativas del Ejecutivo también se contempló en esta ley el dar o negar la sanción a las leyes y decretos del Congreso general, salvo en los casos que el mismo texto constitucional establecía; no poder ser acusado criminalmente durante su presidencia y un año después por ninguna clase de delitos cometidos antes o mientras fungiera como presidente, más que en los términos previstos en la norma constitucional; no poder ser procesado sin previa declaración de ambas cámaras, y elegir y remitir a las cámaras oradores que manifestaran y apoyaran la opinión del gobierno, en todos los casos en que la importancia del asunto hiciera, a su juicio y al del consejo, oportuna esta medida.

El número de atribuciones al Ejecutivo también aumentó considerablemente y se estableció un Consejo de Gobierno que, a diferencia del implantado en la Constitución de 1824, sería permanente y estaría constituido de forma corporativa por dos eclesiásticos, dos militares y nueve personas de las demás clases de la sociedad. Entre las funciones principales de este órgano colegiado se encontraba dar al gobierno su dictamen en todos los casos y asuntos que se le exigiera.

Por lo que hace al poder Judicial, la Quinta Ley establecía que sería ejercido por una Suprema Corte de Justicia, por los tribunales superiores de los departamentos, por los de Hacienda que establecería la ley y por los juzgados de primera instancia. La Suprema Corte se compondría de 11 ministros y un fiscal, que ocuparían el cargo a perpetuidad y tendrían un número mayor de facultades que las establecidas para los integrantes de la Corte en la Constitución de 1824.

Para ser elegido integrante de la Suprema Corte no se establecía una renta mínima ni la cualidad de mexicano por nacimiento en algunos casos, como tratándose de los hijos de padre mexicano por nacimiento que, habiendo nacido casualmente fuera de la República, se hubieran establecido en ella desde que entraron en el goce del derecho de disponer de sí. Sin embargo, se establecían otros requisitos más gravosos que en la Constitución de 1824, como la edad de 40 años y ser letrado y en ejercicio de esa profesión por 10 años al menos.

Otra de las novedades importantes de la Quinta Ley era que la Suprema Corte se erigía en Corte marcial para conocer de la segunda y tercera instancias de los negocios civiles en los que participarían los comandantes generales de los departamentos, así como de sus causas criminales en todas sus instancias y en la segunda y tercera en lo que se refería a las causas pertenecientes a todos los individuos del fuero militar.

La división del territorio de la República y el gobierno interior de sus pueblos se encontraban contemplados en la Sexta Ley. En ella se dividía la República en departamentos, distritos y partidos. El gobierno interior de los departamentos estaría a cargo de los gobernadores, pero éstos se encontrarían sujetos al gobierno central. Los gobernadores serían nombrados por éste a propuesta, en ternas de las juntas departamentales, sin obligación de sujetarse a ellas en los departamentos fronterizos y podría devolverlas una vez en los demás. Los gobernadores tendrían facultades ejecutivas, durarían en su encargo ocho años y podrían reelegirse.

En cada departamento existiría también una junta compuesta por siete individuos a los que se exigían los mismos requisitos que para ser diputado, quienes durarían cuatro años en su cargo. Estas juntas departamentales tendrían principalmente facultades legislativas, consultivas y económicas. En la Sexta Ley se estableció además una serie de restricciones para los gobernadores y las juntas departamentales, que no podrían imponer contribuciones sino en los términos expresados en la propia ley o adoptar medida alguna para levantamiento de fuerza armada sino en el caso para el que expresamente estuvieran facultadas por las leyes.

En cada cabecera de distrito habría también un prefecto nombrado por el gobernador y confirmado por el gobierno central, que duraría en su encargo cuatro años con la posibilidad de reelegirse. A estos prefectos les correspondía cuidar en su distrito del orden y la tranquilidad pública, cumplir y hacer cumplir las órdenes del gobierno particular del departamento y velar por el cumplimiento de las obligaciones de los ayuntamientos, y en general por todo lo concerniente al ramo de policía.

También se establecía la existencia de ayuntamientos en las capitales de departamento, en los lugares donde los había en 1808, en los puertos cuya población llegara a 4 000 almas y en los pueblos que tuvieran 8 000. En los que no hubiere esa población, existirían jueces de paz. Estarían a cargo de los ayuntamientos: la policía de salubridad y comodidad; el cuidado de las cárceles, de los hospitales y casas de beneficencia que no fueran de fundación particular, de las escuelas de primera enseñanza que se pagaran con los fondos del común, de la construcción y reparación de puentes, calzadas y caminos, y de la recaudación e inversión de los propios y arbitrios; la promoción del adelantamiento de la agricultura, industria y comercio, y el auxilio a los alcaldes en la conservación de la tranquilidad y el orden público en su vecindario, todo con absoluta sujeción a las leyes y reglamentos. Los jueces de paz, por su parte, estarían encargados de la policía y ejercerían, en sus pueblos, las mismas facultades que quedaban detalladas para los alcaldes y las designadas para los ayuntamientos.

Finalmente, la Séptima Ley constitucional señalaba que en seis años, contados desde la publicación de la Constitución, no se podría hacer alteración a ninguno de sus artículos y que sólo al Congreso general le correspondía resolver las dudas respecto a los artículos constitucionales.

La decadencia del centralismo

Con la aprobación de las Siete Leyes, la Nación mexicana adquiría un nuevo rostro marcado por su carácter unitario y central; sin embargo, a pesar de las expectativas que para algunos significaba el marco constitucional de 1836, los problemas del país seguían siendo los mismos. Pronto se haría evidente que las causas de muchas de las complejas situaciones que se vivían no eran, como se pensaba, propias del sistema federal o del diseño institucional establecido en la Constitución de 1824; la inestabilidad política siguió, las revueltas se acentuaron y la lucha entre centralistas y federalistas se mantuvo en diversos ámbitos. Pero, además a ello, se sumó una serie de consecuencias derivadas del cambio de régimen y la nueva organización administrativa que esto implicó. Las modificaciones que se dieron en el sistema de administración de justicia, así como el nuevo sistema de rentas públicas de los departamentos causaron inconformidad entre ciertos sectores, y si a esto sumamos las nuevas reglas fiscales que no tuvieron los efectos deseados, así como el hecho de que se privilegió a grupos de agiotistas y personajes adinerados, la mezcla de circunstancias creó un panorama muy poco alentador para el sistema centralista.

Hubo también amenazas que incrementaron las dificultades para gobernar de quienes actuaban según el nuevo marco institucional diseñado en 1836. Entre ellas deben recordarse el conflicto con Texas, que no concluyó sino hasta después de que ese territorio se anexara a Estados Unidos; la Guerra de los Pasteles con Francia, que tuvo como consecuencia la aceptación de convenios que los galos impusieron a nuestro país y que implicaban una serie de privilegios para los franceses que ejercían el comercio en México, y las intenciones separatistas de Yucatán. Todas estas circunstancias mermaron la credibilidad y fomentaron la división de la clase política en diversos sectores. Felipe Tena Ramírez señala la existencia de cuatro grupos en aquella época: el de los centralistas como Carlos María de Bustamante, que simplemente sostenían la Constitución de 1836; el de los centralistas que, sin variar el sistema, pedían reformas en el complicado mecanismo gubernamental que las Siete Leyes establecían; el de los federalistas moderados que, como Gómez Pedraza, propendían a la restauración del sistema de 1824, y el de los federalistas radicales encabezados por Gómez Farías, para quienes no bastaba el sistema federal y pensaban que era necesario contemplar una serie de reformas profundas continuando con la línea que se había seguido en años anteriores al texto constitucional de 1836.

Ante esta situación, como señala también Tena Ramírez, Anastasio Bustamante pedía en 1838 la fusión de los partidos, haciendo que todos transigieran, sin triunfar, sus respectivas pretensiones y dejando para después de la guerra (con Francia) cualquier arreglo o reforma que conviniese a las instituciones. La petición de Bustamante, sin embargo, no encontraría eco entre los actores políticos y su gobierno empezaría a perder fuerza día con día. Esto hizo que Santa Anna, después de la acción que emprendió contra los franceses, en la que perdió la pierna izquierda, recuperara algo de la estima que había perdido después de los sucesos de Texas, lo que hizo que volviera a la presidencia en 1839. Este periodo en que Santa Anna estuvo al frente del Ejecutivo fue muy corto, pero esto no obstó para que iniciara las acciones necesarias a fin de que se redactara una nueva Constitución. Presentó ante el Consejo de Gobierno una iniciativa para que el Congreso reformara las Siete Leyes, aun cuando no hubiera transcurrido el tiempo establecido en ellas para que se dieran las reformas. La iniciativa fue aprobada y esta circunstancia hizo que el Supremo Poder Conservador, como guardián de las Siete Leyes, estudiara si era posible reformarlas. El pronunciamiento de este órgano colegiado fue el siguiente:

El Supremo Poder Conservador ha venido en declarar y declarar que es voluntad de la nación, en el presente estado de cosas, que sin esperar el tiempo que ordena y que prefija la constitución para las reformas en ella, se pueda proceder a las que se estimen convenientes; especialmente a las relativas al arreglo de la hacienda, a la administración de justicia y a la subsistencia de los departamentos y autoridades respectivas: pero con las dos calidades siguientes: 1a. Que en las que se intenten se ha de proceder por las vías del modo, y con total arreglo de lo que prescribe la 7a. ley constitucional; 2a. Que se respetarán y guardarán como hasta aquí, invariablemente, estas bases cardinales de la actual constitución: libertad e independencia de la patria, su religión, el sistema de gobierno representativo popular; la división de poderes que reconoce la misma constitución, sin perjuicio de ampliar o restringir sus facultades según se creyere oportuno, y la libertad política de la imprenta.

Con estas palabras, el Supremo Poder Conservador abría la puerta a una serie de propuestas tendientes a cambiar el sistema constitucional. Y es que el orden establecido en 1836 había mostrado no ser la panacea por las dificultades que enfrentaba el país y entraría en un proceso de decadencia que haría que su existencia durara pocos años.

Las Bases Orgánicas de 1843

Los proyectos previos

Después de que el Supremo Poder Conservador dictaminara que era posible proponer reformas al texto de 1836 se comenzaron a fraguar propuestas para redefinir el sistema constitucional. Incluso se pensó que, ante los problemas que se habían presentado con los sistemas federal y central, debía volverse a implantar en México el régimen monárquico. Propuestas como ésta no tuvieron el eco necesario, pero hubo otros proyectos que influyeron en buena medida en la actividad constituyente. Uno de estos proyectos fue el presentado el 30 de junio de 1840 por una comisión formada por los diputados José María Jiménez, Pedro Barajas, Demetrio del Castillo, Eustaquio Fernández y José Fernando Ramírez. En este proyecto se mantenía la división del territorio nacional en departamentos, distritos y partidos; se establecía asimismo un catálogo más amplio de derechos de los mexicanos y se determinaban expresamente los derechos y obligaciones de los extranjeros en una sección dedicada a este tópico. Se preveía también la clásica división tripartita de los poderes con un Legislativo bicamaral, pero no se contemplaba el Supremo Poder Conservador, que había sido objeto de críticas constantes referidas tanto a su existencia como a sus facultades y el ejercicio que había hecho de éstas. Dicha situación se refleja en el voto particular que el diputado José Fernando Ramírez dio al proyecto de reformas constitucionales. En él, el diputado Ramírez negó la facultad del Supremo Poder Conservador de sancionar las reformas que se hicieran antes del tiempo que prefijaba la Constitución e incluso la de declarar que era voluntad de la Nación que éstas se anticiparan. Además, José Fernando Ramírez señalaba:

…desde la primera conferencia, manifesté paladinamente mi opinión en contra de la existencia de un Poder tan privilegiado como el Conservador: monstruoso y exótico en un sistema representativo popular, en que toda la garantía que tienen los ciudadanos respecto de sus funcionarios, es la responsabilidad que contraen éstos con sus desaciertos, y que esa responsabilidad sea efectiva y no nominal: por lo que siempre he juzgado que un funcionario sin esa responsabilidad pueda realizarse de algún modo, es un funcionario peligroso y que no presta ninguna garantía. La comisión se inclinaba á la continuación del referido Poder, y yo entonces propuse que en caso que hubiera un Poder Conservador, fuera eventual y no permanente respecto de las personas que habían de componerlo en cada caso particular que se presentase, ofreciendo que á su vez indicaría el modo en que debía organizarse; pero concluyendo con que mi dictamen era que no figurase en el proyecto de reformas ni un solo artículo de la segunda ley constitucional. La mayoría de la Comisión reservó este punto para meditarlo con más detención, y ahora propone que lo resuelvan las Juntas Departamentales. Y tanto por las razones que varias veces he manifestado, cuanto por la que he asentado antes, de que ese Poder puede dar motivo á que se pongan en contradicción la voluntad presunta de la Nación con la verdadera y realmente manifestada, sería un inconsecuente si no expusiera que mi voto es que no haya Supremo Poder Conservador.

Con su voto particular, el diputado Ramírez, al tiempo que expresaba su oposición al Supremo Poder Conservador, pugnaba por fortalecer la Suprema Corte de Justicia dotándola de mayores atribuciones. En este sentido, Ramírez proponía que la Corte tuviera la facultad de promulgar leyes y decretos pertenecientes a su ramo; ser oída en las iniciativas que hicieren los otros poderes o las Juntas Departamentales sobre administración de justicia, y nombrar a los magistrados de los tribunales superiores de los departamentos a propuesta en ternas por parte de los gobernadores y las Juntas Departamentales.

Otro aspecto crucial en el voto particular de José Fernando Ramírez era la propuesta de otorgar por primera vez la facultad de controlar la constitucionalidad de las leyes a la Suprema Corte de Justicia. La propuesta contemplaba que cuando el supremo gobierno o la cuarta parte de los diputados, la tercera parte de los senadores presentes que compusieran las cámaras o la tercera parte de las Juntas Departamentales reclamaran alguna ley como anticonstitucional, la Suprema Corte resolvería la cuestión en juicio contencioso. Lo mismo sucedería si los diputados, senadores o Juntas Departamentales reclamaran algún acto del Ejecutivo.

La tarea de reformar la Constitución a partir de 1840 se dio con altibajos, pero el primero de enero de 1841, al abrirse el periodo legislativo, tanto el presidente de la República como el Congreso solicitaron a las cámaras el estudio del proyecto de reformas. El presidente del Congreso, Pedro Barajas, señaló:

Las leyes constitucionales, con una combinación desgraciada en algunas de sus partes, entorpecen muchas veces los negocios públicos, y dejan al Congreso y al gobierno imposibilitados para cumplir con sus obligaciones, sujetándolos a otros poderes que revisen sus actos y fallen contra ellos sin apelación.

Al final de este periodo se acordó también prorrogar las sesiones ordinarias para abordar las reformas constitucionales. No obstante lo anterior, la labor del Congreso no fue muy efectiva y Bustamante se vio obligado a recomendar una vez más al Congreso que realizara las reformas a la Constitución con prontitud.

La situación del país, sin embargo, provocó un giro en la actividad del Congreso respecto a las reformas. En agosto de 1841, el general Mariano Paredes y Arrillaga inició una revuelta en Jalisco que contó con el apoyo de diversos sectores de la población, en especial el de los grandes comerciantes, pues había prometido derogar el gravamen de 15% establecido en el gobierno de Bustamante para la importación de mercancías del exterior. Entre las acciones que emprendió, Paredes dictó un plan que tenía como objetivo convocar un congreso nacional extraordinario con atribuciones exclusivas para reformar la Constitución. Pero la situación en el occidente del País no era la única crítica; al mismo tiempo, en la ciudad de México el general Gabriel Valencia se levantaba en armas y, el 4 de septiembre de 1841, proclamó un plan cuyos puntos eran los siguientes:

1º. Libre la capital, se reunirá en el acto una junta del pueblo como en los antiguos comicios de Roma, para designar el ciudadano que haya de ejercer el Ejecutivo interinamente.

2º. El Ejecutivo convocará inmediatamente al Congreso que haya de constituir a la nación, con facultades tan amplias como son necesarias.

3º. El Ejecutivo provisional se arreglará para dar la convocatoria a la misma ley que sirvió para la congregación del Congreso constituyente que se reunió en 1823.

4º. El Congreso, para no distraerse de las atenciones de su soberana misión no se ocupará de otro asunto, pues que anuladas todas las reglas, bastará ocurrir entretanto a los principios de derecho común que se llaman garantías y que serán inviolables.

5º. Para asistir el Ejecutivo con sus consejos, nombrará la misma junta popular, otra de veinticuatro ciudadanos, naturales de todos los Departamentos, que serán reemplazados por los que ellos designen, luego que les sea posible.

6º. El Ejecutivo provisional será responsable al primer Congreso constitucional, de todos sus actos, declarándose nulo desde ahora todo el que fuere contrario a la religión santa que profesamos, a la independencia que proclamó Hidalgo y consumó Iturbide, el sistema republicano, sobre el cual es unísono el voto de la nación, a las garantías individuales y a todo lo que constituye un gobierno liberal, en que se excluyen los avances del despotismo y los desórdenes de la licencia.

7º. El poder judicial ejercerá con absoluta independencia, conforme a las leyes, sus funciones puramente judiciales.

8º. Se guardará con las naciones extranjeras el derecho internacional hasta sus ápices, haciendo consistir nuestro orgullo en la independencia absoluta de todo poder extraño y en el fiel cumplimiento de los tratados.

9º. Procurará la nación el decoro en todas sus transacciones y la más rígida fidelidad en todas sus promesas.

A este plan se sumó Santa Anna, quien estaba en desacuerdo con la administración de Bustamante.

La confluencia de los pronunciamientos de Paredes, Valencia y Santa Anna hizo que Bustamante se encontrara entre la espada y la pared, pues no contaba con los elementos para combatir a los generales sublevados y temía las consecuencias políticas que los levantamientos acarrearían. Esta situación provocó que Santa Anna se dirigiera a Puebla con 4 000 hombres y, ante la amenaza, Bustamante se puso al frente de un conjunto de personas para enfrentar a las fuerzas enemigas. Sin embargo, Santa Anna siguió avanzando hasta llegar a Tacubaya, lugar en el que firmó las bases con las que, aludiendo a la voluntad de la Nación, estableció que deberían cesar los poderes supremos y nombró una junta que tendría el encargo de designar al nuevo presidente de la República, que a su vez convocaría a elecciones de nuevos diputados, quienes tendrían la encomienda de constituir la Nación en la forma que mejor conviniera. Las bases fueron ratificadas por los representantes del gobierno de Bustamante, que firmaron los Convenios de La Estanzuela el 6 de octubre. Así terminaba una etapa más de la historia de nuestro país: la experiencia centralista se dejaba atrás y se empezaba a construir un camino hacia un nuevo régimen constitucional.

La Junta de Representantes, cuyos integrantes habían sido nombrados por Santa Anna, designó a este último presidente provisional de la República y, al poco tiempo, expidió la convocatoria para el constituyente. La convocatoria se caracterizó por ser amplia y liberal, lo que propició que el Congreso estuviera integrado por una mayoría de federalistas liberales de corte moderado, entre los que destacaban José María Lafragua, Mariano Riva Palacio, Mariano Otero, Manuel Gómez Pedraza y Octaviano Muñoz Ledo.

La composición del Congreso adelantaba una posición favorable al federalismo, lo que de algún modo era contrario al ánimo tanto de Santa Anna como de los militares. Esto se hizo evidente en los pronunciamientos de Santa Anna, quien señaló que la multiplicación de Estados independientes y soberanos era precursora indefectible de la ruina del país. Pero la oposición de ciertos grupos no pudo detener los debates que, en torno al federalismo, se presentaron en el Congreso.

Sin embargo, los diputados del Congreso, aun cuando coincidían en que debía adoptarse la forma federal, tenían diferencias en diversos aspectos. Incluso dentro de la Comisión de Constitución, conformada por Antonio Díaz Guzmán, Joaquín Ladrón de Guevara, José Fernando Ramírez, Pedro Ramírez, Juan José Espinosa de los Monteros, Mariano Otero y Octaviano Muñoz Ledo, se notaron estas diferencias, pues en agosto, cuando se leyó ante el Congreso el proyecto de constitución redactado por la comisión, también se dio a conocer el voto particular dado por Otero, Espinosa de los Monteros y Muñoz Ledo, con el que se proponía un proyecto diferente. Si bien ambos proyectos coincidían en contemplar a México como una república popular representativa, la idea de añadir el adjetivo “federal” suscitó controversias en la comisión, pues la mayoría lo consideraba como un término impropio y peligroso. En la propuesta de la minoría también se incluía el diseño incipiente del control de la constitucionalidad, debido a la influencia que en la redacción de éste tuvo Mariano Otero.

El proyecto aprobado por la mayoría se sometió a discusión en octubre, pero ante la insistencia de los federalistas no fue aprobado, por lo que tuvo que volver a la comisión. Esto fue tomado por algunos como una actitud de insubordinación del Congreso respecto a las ideas contrarias al federalismo que sostenía Santa Anna. Con ello, al darse cuenta de que las circunstancias le eran adversas, Santa Anna se alejó de la ciudad de México y el 26 de octubre tomó posesión como presidente Nicolás Bravo.

En este contexto, la Comisión de Constitución redactó un nuevo proyecto de constitución cuya discusión se inició el 14 de noviembre. El proyecto fue aprobado en lo general, pero provocó la reacción de los conservadores que lo atacaron por su contenido liberal, y es que de él se desprendían atisbos sobre libertad de cultos y tolerancia religiosa, pues sólo se prohibía el ejercicio de religiones distintas a la católica de manera pública; también se declaraba libre la enseñanza privada y se fortalecía la libertad de prensa. Las críticas a este proyecto no se hicieron esperar. Así, en Huejotzingo se dictó un acta en la que se señalaba:

…no se derrocó la administración creada por las mezquinas leyes de 1836 para elevar al poder a los partidos y menos al que bajo el brillo sorprendente de una exagerada libertad ha causado sobre la patria los males todos que aún nos agobian, sino para fundar su bienestar y felicidad sobre bases sólidas, aprovechando los grandes elementos que puso en acción el celo, patriotismo, energía, prudencia del ilustre general Santa Anna. Que si la constitución de 1824, no siendo tan exagerada como el proyecto que se discute, ni la obra de una facción, produjo, sin embargo, las guerras civiles, la exaltación de las pasiones, las persecuciones… mayores y sin límites deben ser los males que ocasionará [este] proyecto…

En el mismo sentido, el general Tornel, ministro de Guerra, señalaba que el proyecto de constitución era un código de anarquía y que con el manto del progreso se aceleraba en él la destrucción de la sociedad. Además, refería de manera tajante que este proyecto conduciría al triunfo de la cruel e intolerante demagogia de 1828 y 1833.

Los ataques entonces fueron constantes y se agudizaron con la idea de que el Congreso se alejaba con su trabajo de las exigencias del pueblo. El resultado fue que la prensa que simpatizaba con el gobierno ejerció también fuertes críticas al proyecto y los departamentos se unieron para pedir el desconocimiento del Congreso. Además, se planteaba que el Constituyente fuera sustituido por una junta de “notables” que sería la encargada de redactar la nueva constitución.

Las manifestaciones en contra de las labores del Congreso rindieron frutos y, finalmente, el 19 de diciembre Nicolás Bravo desconoció al Constituyente, enterrando con ello un nuevo intento federalista.

La Junta Nacional Legislativa y las Bases Orgánicas del 43

Disuelto el Congreso, Nicolás Bravo nombró en diciembre de 1842 a las 80 personas que integrarían la Junta Nacional Legislativa, cuya tarea sería elaborar las bases constitucionales que darían una nueva fisonomía al régimen constitucional mexicano. Como presidente de este órgano colegiado fue nombrado el general Valencia, quien también formaría parte de la Comisión de Constitución, al lado de Cayetano Ibarra, Manuel Baranda, Sebastián Camacho, Manuel de la Peña y Peña, Simón de la Garza y el arzobispo de México.

El 6 de enero de 1843 se instaló la junta y ese mismo día Nicolás Bravo pronunció el discurso de apertura de sus trabajos, en el que refería que la Nación acababa de pasar una crisis que había impedido que, después de 22 años, ésta pudiera fijar sus destinos. Para él, este hecho se debía a que no se había aceptado tomar un partido filosófico capaz de acercar y conciliar los extremos de las opiniones y de los intereses entre los diversos grupos de la sociedad mexicana. Sin embargo, también para él, las tendencias del movimiento iniciado en Jalisco en 1841 y que se consumó en Tacubaya se encaminaron notoriamente a buscar el medio que se aproximara tanto a los goces de la libertad racional y justa como a los beneficios del orden templado, que no debería confundirse jamás con el despotismo. Esto no se logró debido a las condiciones del país, pero, en palabras de Bravo, un sacudimiento más fuerte consiguió que esta situación cambiara:

Anatematizadas definitivamente las facciones que han destrozado el seno de la Patria, tiempo es ya de consagrar á la libertad los cultos debidos, en altares limpios de sangre. La paz pública y el orden se afianzarán, haciendo que las leyes no sean el martirio de las costumbres, porque las mejores instituciones son las que retratan fielmente el genio de los pueblos.

Con estas palabras como preámbulo, Bravo definiría la tarea de la junta:

Vuestra misión es, ciudadanos honrados por la opinión de vuestra patria, señalar las bases sencillas y naturales de su organización política. No temáis que la confianza de la Nación os abandone, porque os sobra ciencia para conocer sus intereses más caros, y patriotismo para sostener con firmeza la adopción de los principios que ilustran á las seriedades en este siglo, y recomiendan su moralidad.

El Ejecutivo, que lleva el timón en días tan difíciles, tiene un propósito firme, y es el de ser leal á su juramento de hacer el bien de la Nación: lo procura incesantemente, y confía en que el Supremo Autor y Legislador de las naciones, atenderá benignamente á las necesidades de la mexicana, y que os inspirará medios adecuados para establecer su gloria y su ventura.

A este discurso dio respuesta el general Gabriel Valencia, presidente de la junta, quien señaló que las “revoluciones son un mal, pero un mal necesario en ciertas épocas de la vida de las naciones, y pueden convertirse en un bien cuando los pueblos saben proveerse de sus terribles lecciones, formando sobre sus escombros las bases de su felicidad y futura grandeza”. De esta forma, Valencia mostraba su optimismo en los trabajos de la junta:

Sí señores; yo veo en este augusto recinto y en esta solemnidad memorable, los mejores garantes de mis esperanzas y las de los verdaderos amigos de la libertad.

Yo veo á mi lado y al frente del Gobierno al benemérito ciudadano que habiendo luchado largo tiempo contra los enemigos de la independencia y sobrevivido á nuestros disturbios lamentables, y á quien habiendo tocado una parte no pequeña de las públicas calamidades, no ha desmentido sus votos en favor de la libertad: yo veo en esta honorable reunión las virtudes y los talentos amaestrados por la experiencia, y que representando diversas, y pudiera decirse, todas las opiniones, se han empleado en todos tiempos en procurar la felicidad nacional; yo veo que en los semblantes de ese pueblo sensato y circunspecto, se trasluce la confianza que le inspiran los hombres que tantas veces han merecido sus sufragios, ó contribuyeron á su independencia, ó empuñaron la espada por su libertad; y veo, por último, en su retiro, al General ilustre á quien el voto público puso al frente de la Nación en los momentos críticos del movimiento regenerador iniciado en Jalisco, decidido á afianzar irrevocablemente la libertad y el orden que apetecen a los pueblos y que solamente ha ofrecido sostener á la faz de la República.

Y esta reunión de circunstancias me hace asegurar felizmente y prometerme que los trabajos legislativos de la honorable Asamblea de que soy órgano, serán contados entre las obras benéficas que la posteridad mexicana verá con respeto y gratitud.

Así se daba inicio a los trabajos de la Junta Nacional Legislativa, que se integraba, entre otros, por personajes como Manuel Díez Bonilla, José de Caballero, Pedro Escobedo, José Miguel Garibay, Antonio de Icaza, Antonio Pacheco Leal, Manuel Payno Bustamante, Andrés Pizarro, José María Puchet, Andrés Quintana Roo, Luis Zuloaga, Manuel Dublán, Mariano Pérez Tagle, José Lázaro Villamil y José María Cora.

La junta, en las sesiones del 3 y 6 de febrero, comenzó a discutir el proyecto de reglamento interior que la regiría y en la sesión del 20 de marzo de 1843 se dio lectura al proyecto de bases de organización para la República mexicana. Este proyecto comenzó a discutirse en la sesión del 8 de abril y cada uno de sus artículos fue aprobado, casi siempre mediante consenso general. Sólo tres de ellos fueron aprobados por poca diferencia de votos: el que permitía que se otorgaran facultades extraordinarias al Ejecutivo, el que le daba a éste el derecho de veto y el que se refería a la forma en que se podían realizar modificaciones a la Constitución.

Después de más de 50 sesiones de trabajo, el 7 de junio se nombró una comisión para que se encargara de presentar al presidente de la República el proyecto de bases orgánicas, que fue devuelto con observaciones dos días después. Finalmente, el 12 de junio Valencia presentó a Santa Anna, quien había vuelto a la presidencia, las Bases Orgánicas pronunciando el siguiente discurso:

Excelentísimo Señor:

La Junta Nacional Legislativa tiene el honor de poner por conducto de esta Comisión en manos de V. E. las Bases Orgánicas de la República.

Bien persuadida la Junta de que si el resultado de sus tareas no puede ser la obra más perfecta en su línea para la reorganización de la Nación Mexicana, lo está también de que no ha omitido diligencia ni sacrificio alguno á fin de que en ellas se contenga todo lo más conveniente á sus circunstancias particulares y lo más adecuado á constituir y perpetuar su felicidad social.

Sus individuos todos se tendrán por satisfechos plenamente, si han podido contribuir de algún modo á cimentar en su país, la paz y la concordia, la libertad y el orden.

En este acto, Santa Anna recibió las bases expresando su satisfacción y júbilo, pues veía en ellas “una áncora para las esperanzas de la Nación” y confiaba en que por medio de ellas se afianzarían las libertades, el orden y la paz pública. Ese día se festejó con el tedeum, ceremonias y salvas de artillería.

Las sesiones de la Junta Nacional Legislativa se cerraron el 13 de junio de 1843 con un discurso de Santa Anna al que respondió Manuel Baranda. En la respuesta al discurso de Santa Anna, Baranda manifestaba que la Nación mexicana se regiría por el orden constitucional, con lo que se establecía el reinado de los principios y el imperio de la ley; con ello —continuaba Baranda—, la sociedad tomaría forma, se aseguraría la libertad, se afirmaría el orden y comenzaría una nueva época en la que el pueblo se colocaría a la altura de la civilización y reclamaría las miradas y simpatías de las naciones cultas.

Rasgos característicos

Las Bases Orgánicas de la República Mexicana se componían de 202 artículos contenidos en 11 títulos. El primero de éstos se refería a la Nación mexicana, su territorio, la forma de gobierno y la religión. En él se establecía (artículo 1°) que la Nación mexicana, en uso de sus prerrogativas y derechos, adoptaría para su gobierno la forma de república representativa y popular. Asimismo, siguiendo la tradición centralista, el territorio de la República se dividiría (artículo 4°) en departamentos y éstos, a su vez, en distritos, partidos y municipalidades.

Por lo que hace a la división de poderes, en las Bases Orgánicas desaparecía el Supremo Poder Conservador y se regresaba a la clásica división tripartita de poderes. En este sentido, el artículo 5° señalaba que la suma del poder público residía esencialmente en la Nación y se dividía para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Además, agregaba que no podrían reunirse dos o más poderes en una sola corporación o persona, ni depositarse el Legislativo en un solo individuo.

Ahora bien, por lo que hace a la religión, a diferencia de los proyectos de 1842, en las Bases Orgánicas se volvía a la intolerancia, pues el artículo 6° señalaba que la Nación profesaba y protegía la religión católica, apostólica y romana con exclusión de cualquier otra.

En el Título II, referente a los habitantes de la República, se establecían los derechos y las obligaciones con que éstos contaban. Por lo que hace a los primeros, los avances que se dieron en las bases fueron muy significativos, pues el artículo 9° estableció un amplio catálogo que incluía, por vez primera en un texto constitucional mexicano, la prohibición de la esclavitud (fracción I), estableciendo que la persona que entrara al territorio de la Nación se consideraría libre y quedaría bajo la protección de las leyes. En este título también se establecía que nadie podía ser molestado por sus opiniones y que todos tenían el derecho de imprimirlas y circularlas sin necesidad de previa calificación o censura (fracción II). También se fijaban garantías de seguridad jurídica al establecerse (fracción V) que nadie podía ser aprehendido sino por mandato de algún funcionario investido por la ley con facultades para ello. Además, de acuerdo con la fracción VI, ninguna persona podía ser detenida sino por mandato de autoridad competente, dado por escrito y firmado que se otorgaría cuando obraran contra ella indicios suficientes para presumirla autor del delito que se perseguía. De acuerdo con la fracción VII de este artículo, ningún detenido podía ser retenido más de tres días por la autoridad política sin ser entregado con los datos correspondientes al juez de su fuero.

En el Título II también se establecía que no podría catearse la casa ni registrarse los papeles de ninguna persona, sino en los casos y con los requisitos literalmente establecidos en las leyes (artículo 9°, fracción XI). Además, no podría gravarse a nadie con otras contribuciones distintas a las establecidas o autorizadas por el poder Legislativo o por las asambleas departamentales (fracción XII).

La propiedad de los individuos y las corporaciones se consideraba inviolable y, en consecuencia, de conformidad con lo señalado en la fracción XIII del artículo 9°, nadie podía ser privado ni turbado en el libre aprovechamiento de la que le correspondiera según las leyes. Sin embargo, cuando algún objeto de utilidad pública exigiera su ocupación, se podría dar paso a ésta, previa indemnización, en el modo que señalara la ley.

Los mexicanos (fracción XIV) podrían salir del país y trasladar sus bienes a otro, siempre y cuando no se dejara descubierta en la República responsabilidad de ningún género y se cubrieran por la extracción de bienes los derechos establecidos en la ley.

Por lo que hace a los extranjeros, no se contemplaba una igualdad en el goce de los derechos respecto a los mexicanos, pero las bases establecían (artículo 10) que gozarían de los derechos que les concedieran las leyes y sus respectivos tratados.

El Título II contemplaba también una disposición expresa que imponía la obligación a los habitantes de la República de observar la Constitución y las leyes, así como de obedecer a las autoridades.

En su Título III, las bases otorgaban la calidad de mexicanos a todos los nacidos en cualquier punto del territorio de la República y los que nacieran fuera de ella de padre mexicano; los extranjeros que hubieran obtenido carta de naturalización, y a quienes, sin haber nacido en la República, se hallaban avecindados en ella en 1821 y no hubieran renunciado a su calidad de mexicanos, así como a los que siendo naturales de Centroamérica cuando perteneció a la Nación mexicana se hallaban en el territorio de ésta y desde entonces hubieran continuado residiendo en él (artículo 11). Todos los mexicanos tendrían la obligación (artículo 14) de contribuir a la defensa y los gastos de la Nación.

La calidad de mexicano se perdía (artículo 16) por naturalizarse en país extranjero; por servir bajo la bandera de otra nación sin licencia del gobierno, y por aceptar empleo o condecoración de otro gobierno sin permiso del Congreso.

Por otra parte, en el artículo 18 se señalaba quiénes eran considerados ciudadanos de la República. En las Bases Orgánicas se mantuvo la necesidad de una renta mínima para ser considerado ciudadano, pues en ellas se determinaba: “Son ciudadanos los mexicanos que hayan cumplido diez y ocho años, siendo casados, y veintiuno si no lo han sido, y que tengan una renta anual de doscientos pesos por lo menos, procedente de capital físico, industria o trabajo personal honesto”. Sin embargo, siguiendo este mismo artículo, los congresos constitucionales podrían arreglar, según las circunstancias de los departamentos, la renta que en cada uno de éstos se requiriera para gozar de los derechos de ciudadano. Entre estos derechos se contemplaban (artículo 19) el de votar en las elecciones populares y, cuando cumplieran con los requisitos señalados por las leyes, el de ser nombrados para los cargos públicos y los de elección popular. No obstante, estos derechos se suspendían, de acuerdo con el artículo 21, por el estado de sirviente doméstico; por el de interdicción legal; por estar procesado criminalmente; por ser ebrio consuetudinario, tahúr de profesión, vago o por tener una casa de juegos prohibidos, y por no desempeñar los cargos de elección popular, careciendo de causa justificada, en cuyo caso la suspensión duraría el tiempo que debiera desempeñar el encargo. La pérdida de los derechos de ciudadano se presentaba por sentencia que impusiera pena infamante; por quiebra declarada fraudulenta; por malversación o deuda fraudulenta contraída en la administración de cualquier fondo público, y por el estado religioso.

El poder Legislativo, de acuerdo con el artículo 25 del Título IV, se depositaba en una cámara de diputados y otra de senadores, pero se establecía que éste también se depositaba en el presidente de la República, aunque únicamente por lo que se refería a la sanción de las leyes. La Cámara de Diputados se compondría de representantes elegidos por los departamentos sobre una base poblacional: uno por cada 70 000 habitantes o por fracción mayor a 35 000 habitantes (artículos 26 y 27). Para ser diputado se requería (artículo 28) ser natural del departamento que lo eligiera o vecino de él con residencia mínima de tres años; estar en ejercicio de los derechos de ciudadano; tener 30 años cumplidos al tiempo de la elección, y una renta anual efectiva de 1 200 pesos, procedente de capital físico o moral.

Por su parte, la Cámara de Senadores se componía de 63 individuos, de los cuales dos tercios serían elegidos por las asambleas departamentales y el otro tercio por la Cámara de Diputados, el presidente de la República y la Suprema Corte de Justicia de la Nación (artículos 31 y 32). Para ser senador se requería ser mexicano de nacimiento o, si no se había nacido en el país, hallarse en los supuestos que la misma Constitución establecía; ser mayor de 35 años, y tener una renta anual notoria o sueldo que no bajara de 2 000 pesos, a excepción de los que se eligieran para llenar el número asignado a las cuatro clases: agricultores, mineros, propietarios o comerciantes y fabricantes. También se requería tener una propiedad raíz de más de 40 000 pesos (artículo 42). Las bases, de esta forma, conservaban requisitos censitarios tanto para diputados como para senadores, lo que para muchos demostraba su carácter elitista y ponía en entredicho el carácter representativo del poder Legislativo.

En las Bases Orgánicas, el Ejecutivo se vio fortalecido por medio de disposiciones que buscaban darle un mayor peso en el sistema institucional. Éste se depositaba en una persona denominada presidente de la República, que duraría cinco años en sus funciones (artículo 83). El presidente era jefe de la administración general de la República y tenía encomendados especialmente el orden y la tranquilidad en lo interior y la seguridad en lo exterior. Para cumplir con estas funciones contaba principalmente con facultades ejecutivas, de nombramiento, de iniciativa y de vigilancia. Asimismo, se apoyaba para realizar sus funciones en cuatro ministerios: de Relaciones Exteriores, Gobernación y Policía, de Justicia, Negocios Eclesiásticos, Instrucción Pública e Industria, de Hacienda y de Guerra y Marina.

Algunas de las facultades que se destacan en el fortalecimiento del Ejecutivo fueron: poder rechazar, con la anuencia del Congreso, las listas de candidatos a gobernadores que le enviaran los departamentos, así como la posibilidad de obtener facultades extraordinarias y cuidar que la administración de justicia por los tribunales y jueces fuera pronta.

El Ejecutivo, de acuerdo con el artículo 86, tenía la facultad de guardar la Constitución y las leyes, y hacerlas guardar por toda clase de personas sin distinción alguna y hacer que a los tribunales se les dieran todos los auxilios respectivos para la ejecución de las sentencias y providencias judiciales.

El poder Judicial, según se establecía en el Título VI, se depositaba en una Suprema Corte de Justicia, en los tribunales superiores y jueces inferiores de los departamentos, y en los demás que establecieran las leyes. Subsistirían además los tribunales especiales de hacienda, comercio y minería, en los términos establecidos en el artículo 115.

La Suprema Corte de Justicia estaría compuesta (artículo 116) por 11 ministros y un fiscal. Para ser ministro de la Corte (artículo 117) se requería ser ciudadano en ejercicio de sus derechos; tener 40 años cumplidos; ser abogado recibido y haber ejercido su profesión por espacio de 10 años en la judicatura o 15 en el foro con estudio abierto, y no haber sido condenado judicialmente en proceso legal por algún crimen o delito que tuviera impuesta pena infamante. Entre las facultades de la Suprema Corte estaban: conocer todas las instancias de los juicios criminales y las causas civiles contra funcionarios públicos; conocer las causas de responsabilidad de los magistrados de los tribunales superiores de los departamentos; dirimir las competencias que se suscitaran entre los tribunales y juzgados de diversos departamentos o fueros; escuchar las dudas de los tribunales sobre la inteligencia de alguna ley y, juzgándolas fundadas, iniciar la declaración correspondiente. La Corte también podía presentar iniciativas de acuerdo con el artículo 53, pero sólo en las materias de su ramo.

El Título VII se refería al gobierno de los departamentos. En él se establecía que cada uno de los departamentos tendría una asamblea compuesta de un número de vocales que no sería mayor de 11 ni menor de siete (artículo 131). Los vocales, que deberían tener 25 años cumplidos y contar con las demás cualidades requeridas para ser diputado del Congreso, durarían cuatro años en su encargo y se renovarían por mitad cada dos.

Entre las facultades que tenían las asambleas departamentales pueden mencionarse: arreglar la inversión y contabilidad de la hacienda del departamento; crear fondos para establecimientos de instrucción, utilidad o beneficencia pública; disponer la apertura y mejora de los caminos del departamento y cuidar de su conservación, estableciendo en ellos peajes para cubrir sus costos; fomentar la enseñanza pública en todos sus ramos, creando y dotando establecimientos literarios; reglamentar el contingente de hombres que el departamento debía dar para el ejército; cuidar la salubridad pública; fomentar la agricultura y la industria; establecer y organizar los tribunales superiores y juzgados inferiores; presentar al Congreso iniciativas de ley; consultar al gobierno en todos los asuntos en que éste lo exija, y decretar la fuerza de policía que debía haber en el departamento.

En cada uno de los departamentos habría un gobernador nombrado por el presidente de la República a propuesta de las asambleas departamentales y que duraría cinco años en su encargo (artículo 136). Los gobernadores de los departamentos serían los encargados de cuidar la conservación del orden público dentro del departamento; publicar las leyes y los decretos del Congreso Nacional, y los decretos del presidente de la República para que fueran cumplidos dentro del territorio en que ejercían sus funciones; publicar y hacer cumplir los decretos de las asambleas departamentales, y remitir al gobierno supremo los decretos de éstas.

En lo que se refería a la administración de justicia en los departamentos, cada una de estas entidades territoriales contaría con tribunales superiores de justicia y jueces inferiores. De acuerdo con el artículo 146, todos los negocios que comenzaran en los juzgados inferiores de un departamento terminarían dentro de su territorio en todas las instancias.

Las Bases Orgánicas también regulaban la materia electoral con un título —el VIII— dedicado a establecer los lineamientos para la celebración de elecciones, el cómputo de los votos y los órganos encargados de las funciones electorales. Por su parte, en el Título IX se establecían disposiciones generales sobre la administración de justicia, entre las que destacaban la prohibición de la pena de confiscación de bienes y de la existencia de más de tres instancias, y el hecho de que la pena de muerte se impusiera sin aplicar ninguna otra especie de padecimientos físicos que importaran más que la simple privación de la vida. Por lo que hacía a la Hacienda Pública, ésta se dividiría, según el Título X, en general y departamental. La hacienda se arreglaría conforme a la ley, de manera que se distribuyeran las rentas en las dos partes expresadas a fin de que las asignadas a los departamentos fueran proporcionales a sus gastos.

Finalmente, la reforma de las bases estaba regulada en el Título XI, que establecía que en cualquier momento podrían hacerse alteraciones o reformas a éstas y, en las leyes que se dieran sobre esta materia, se observaría todo lo prevenido respecto de las leyes comunes, sin más diferencia que para toda votación, sea la que fuere, no se habrían de requerir ni más ni menos de dos tercios de votos en las dos cámaras.

El camino hacia el fin de las Bases Orgánicas del 43

Una vez que se juraron las Bases Orgánicas se convocó a elecciones, en las que los federalistas moderados predominaron y se eligió a Santa Anna como presidente. Los años que siguieron, sin embargo, no fueron fáciles para el veracruzano, pues ocurrió una serie de acontecimientos que provocaron inestabilidad en el país, entre los que pueden mencionarse rebeliones constantes, las amenazas de Texas, los intentos de separación de Yucatán, desorganización administrativa y problemas financieros. Este contexto marcó la vida de las Bases Orgánicas e hizo que las personas al frente del gobierno tomaran una serie de acciones que provocaron el descontento entre ciertos grupos. Por ejemplo, para afrontar los problemas económicos se establecieron cargas contributivas muy grandes a los departamentos, se impusieron elevados empréstitos y se decretaron medidas que afectaron a los grupos económicos de mayor riqueza e incluso al clero. Todo esto provocó el disgusto de la población, lo que acentuó los problemas que se presentaban ante las amenazas externas; sin embargo, la reacción de Santa Anna se hizo manifiesta con un gobierno que dejaba de lado las disposiciones de las Bases Orgánicas y trataba de imponerse por medio de la fuerza.

El Congreso trató de poner frenos a Santa Anna haciendo que cumpliera las disposiciones de las bases, pero ante estos desencuentros la respuesta fue el intento de Valentín Canalizo, presidente interino de toda la confianza de Antonio López de Santa Anna, de disolver el Congreso. En esa ocasión, sin embargo, el Legislativo opuso resistencia y el 6 de diciembre de 1844, al grito de “Constitución y Congreso” ordenó que se hiciera prisionero a Canalizo y que se desaforara a Santa Anna. Finalmente, éste fue encarcelado en Perote y más tarde se le destinó al exilio en Cuba.

Siguiendo lo establecido en el artículo 91 de las Bases Orgánicas, quedó al frente del Ejecutivo el presidente del Consejo de Gobierno, José Joaquín de Herrera, quien trató de evitar cualquier enfrentamiento armado con Estados Unidos. Esta posición ante el conflicto hizo que muchos federalistas moderados se alejaran de él y que sus detractores lo acusaran de pretender vender Texas y prefirieran prepararse para una guerra con Estados Unidos. De hecho, Mariano Paredes y Arrillaga, quien era comandante del ejército de reserva en San Luis Potosí, se pronunció en diciembre de 1845, acusando a Herrera de no brindar al ejército el apoyo que requería y se dirigió al centro del país para tomar el poder. Gran parte de las asambleas legislativas lo desconocieron, pero Paredes se impuso y llegó al poder.

Una vez en el gobierno, Paredes, con el apoyo de los monárquicos, encargó a Lucas Alamán la redacción de una convocatoria para la elección de un nuevo congreso constituyente. Éste estaría conformado por nueve grupos de interés: 38 diputados serían para los propietarios de fincas rústicas y urbanas, así como de la industria agrícola; 20 para los comerciantes; 14 corresponderían a los empresarios mineros y la misma cantidad a los empresarios de la industria de las manufacturas, a quienes ejercían profesiones literarias, a los magistrados y a los funcionarios públicos, y 20 serían tanto para el clero como para el ejército.

La primera reunión del Congreso tuvo lugar el 9 de junio de 1846, pero sus labores durarían muy poco tiempo y se limitarían a reconocer el estado de guerra por el conflicto con Estados Unidos, sin llevar a cabo ningún tipo de acción para redactar una nueva constitución.

Las pretensiones monárquicas de Paredes, por tanto, no se reflejaron en lo constitucional y su convicción de que sólo un trono podía salvar a México de la anarquía y de la ambición de Estados Unidos se fue desvaneciendo ante las derrotas que se sufrieron frente al ejército estadounidense. Además, las reacciones que produjeron los anhelos de Paredes fueron contundentes, por lo que para calmar los ánimos hubo declaraciones a favor de la República y Nicolás Bravo, en su carácter de vicepresidente, presentó al Congreso una propuesta para que se declarara en receso y para que las Bases Orgánicas continuaran como la Constitución de la República. Estos intentos, sin embargo, no calmaron los ánimos de los grupos contrarios a Paredes y el 4 de agosto el general Mariano Salas se pronunció en la Ciudadela por restaurar el federalismo. Al pronunciamiento de Salas se sumó Valentín Gómez Farías, quien firmó una circular con el general en la que se denunciaba como traición a la independencia los proyectos de monarquía y se solicitaba la reunión de un nuevo congreso constituyente conforme a las disposiciones de 1824. Así comenzaba el fin de la corta vida de las Bases Orgánicas.

El Acta Constitutiva y de Reformas de 1847

Una aproximación histórica

Con el alzamiento del general Salas se dieron también las condiciones para el regreso de Cuba de Santa Anna, quien desembarcó en Veracruz el 16 de agosto de 1846. Para estar conforme con el grupo que había permitido su regreso, Santa Anna mostró una postura liberal que se orillaba al federalismo, al tiempo que rechazaba las ideas monárquicas. Se fraguaba así una alianza entre los federalistas y Santa Anna, a quien seguía un grupo de militares que le guardaban fidelidad. Esta unión, según señala Torcuato S. di Tella al analizar la política nacional y popular de nuestro país en aquella época, tenía fines evidentes: los federalistas necesitaban que Santa Anna se hiciera cargo de la jefatura del ejército mientras ellos concentraban sus esfuerzos en la reorganización política del país; por su parte, Antonio López de Santa Anna tuvo la oportunidad de regresar a México en condiciones muy favorables para intentar recuperar su prestigio militar y recomponer su menguado poder político, independientemente de su genuina o ficticia coincidencia con sus aliados federalistas.

Con estos objetivos en mente, Santa Anna partió en septiembre hacia San Luis Potosí para organizar la resistencia contra las tropas estadounidenses. Más tarde, a pesar de las vicisitudes que enfrentó, fue elegido presidente y Gómez Farías fue nombrado su vicepresidente.

Se restableció entonces la constitución federal de 1824 en tanto se formulaba una nueva. Para alcanzar este objetivo, el 22 de agosto se dispuso mediante decreto que el Congreso, además de sus funciones de constituyente, estuviera plenamente autorizado para dictar leyes sobre todos los ramos de la administración pública que fueran de su competencia y tuvieran por objeto el interés general. De esta forma, en un ambiente marcado por el conflicto con Estados Unidos, el Congreso abrió sus sesiones el 6 de diciembre de 1846. En este Congreso, como señala Tena Ramírez, dominaban los moderados, a quienes seguían los puros y los conservadores. Entre los primeros se encontraban personajes como Lafragua, Muñoz Ledo, Espinosa de los Monteros, Lacunza, Riva Palacio, Ceballos, Cardoso, Comonfort, Herrera, Zubieta y Otero. Entre los puros pueden mencionarse a Gómez Farías, Rejón, Juárez, Valle y Carbajal, mientras que entre los conservadores sólo ingresó al nuevo Congreso Ignacio Aguilar y Marocho.

El 29 de noviembre se publicaron los dictámenes de 1831 y 1832 referentes a las reformas a la Constitución de 1824, tomando en consideración las iniciativas que desde el año de 1826 se habían acumulado en los archivos de los congresos mexicanos.

Después de la instalación del Congreso y durante sus sesiones, sin embargo, se produjeron hechos que condicionaron las labores de este órgano colegiado. Dado que Santa Anna tuvo que asumir el mando del ejército para dirigir la guerra que había sido declarada por Estados Unidos, Valentín Gómez Farías quedó al frente del gobierno y, para enfrentar las penurias económicas que se vivían en el país y cubrir los gastos que se derivaban de la guerra, dictó una serie de medidas que autorizaban obtener recursos mediante la hipoteca o subasta de los bienes del clero. Las acciones de Gómez Farías despertaron la oposición no sólo de la Iglesia y los grupos conservadores, sino también de parte de los liberales moderados y de algunos de los gobiernos y legislaturas estatales. Así comenzó, el 27 de febrero de 1847, la llamada rebelión de los “polkos”, pues se decía que quienes la apoyaban favorecían al presidente de Estados Unidos, James K. Polk. Frente a esta reacción, Santa Anna regresó a la ciudad, asumió la presidencia, suspendió las medidas de Gómez Farías y aprovechó la ocasión para convencer al Congreso de que desapareciera el cargo de vicepresidente.

Estos acontecimientos condicionaron la actividad del Congreso, pero al final se lograrían cambios diametrales en el diseño constitucional del país. En ello, la labor constituyente del Congreso, pero sobre todo de la Comisión de Constitución, integrada por Espinosa de los Monteros, Rejón, Otero, Cardoso y Zubieta, fue fundamental. Sin embargo, el consenso no era la regla ni dentro del Congreso ni de la propia comisión. De hecho, el 15 de febrero de 1847 ya se habían dado muestras de esta situación, pues un grupo de 38 diputados encabezados por Muñoz Ledo propusieron que estuviera en vigor sin modificaciones la Constitución de 1824, hasta en tanto ésta no se reformara por medio de los procedimientos que ella misma establecía, pues se pensaba que la proximidad de las tropas estadounidenses podría hacer que la República no se constituyera. Esta situación implicaba que el Congreso en funciones no tuviera facultades para hacer cambios constitucionales; sin embargo, Rejón, Cardoso y Zubieta retomaron las inquietudes de los diputados, proponiendo en su dictamen que debía declararse como única la Constitución de 1824, pero mientras no se publicaran todas las reformas que determinara hacerle el Congreso. El dictamen señalaba lo siguiente:

La mayoría de la comisión de Constitución opinaba no abrir dictámen sobre la proposicion presentada el 15 de febrero último por treinta y ocho señores diputados, mientras no se resolviese sobre la amnistía propuesta por el gobierno á consecuencia de la insurreccion de varios cuerpos de la Guardia Nacional de esta ciudad en el próximo pasado marzo. Expúsolo así el Congreso; pero desechado su dictámen, vése ahora en la precisión de emitir su juicio sobre la citada proposición.

Impacientes los señores diputados porque de una vez se fije la Constitución del país, por si desgraciadamente las circunstancias no permitiesen decretar la que el actual Congreso ha sido llamado á formar, han clamado por la de 1824, llegando á solicitar hasta que sea la única que rija mientras se reforma con arreglo á los artículos que sobre el particular se hallan consignados en ella. Justos sus recelos, de los que también participa la mayoría de la comisión, cree ésta que puede llenarse el objeto que se proponen con declarar el citado código vigente, ya sin las modificaciones del decreto del 21 de diciembre próximo pasado, y mientras ésta se reforma por la actual representación nacional.

Así se logrará que en el evento desgraciado de que el presente Congreso no pueda cumplir con la parte más importante de su misión, no quede la República inconstituida; y se le dejará por otro lado expedito para hacer las importantes reformas que la experiencia ha manifestado deben hacerse en la referida Constitución.

Así que la comisión concluye presentando al exámen y resolución del Congreso las siguientes proposiciones:

1. Se declara que el pacto de Federación celebrado por los Estados Unidos Mexicanos en 1824, es la única Constitución legítima del país, cuya observancia y cumplimiento obliga estrictamente á los actuales supremos Poderes de la Unión, á los Estados y á cada uno de los habitantes de la República, mientras no se publiquen todas las reformas que determine hacerle el presente Congreso.

Como económica. La Comisión de Constitución presentará á la mayor posible brevedad su dictámen sobre las citadas reformas.

Acompañando el dictamen de la mayoría, se presentó también el voto particular de Mariano Otero, en el que el diputado jalisciense exponía su preocupación por las condiciones que se presentaban en México. Para Otero, al igual que para los demás miembros de la comisión, era en extremo conveniente que se fijara cuanto antes, de manera definitiva, la organización política del país por medio de una norma fundamental y, además, consideraba que no podía negarse la conveniencia de adoptar el texto constitucional de 1824; sin embargo, a su entender éste debía ser reformado en ciertos puntos para lograr las mejoras que demandaban la seguridad y el progreso de las instituciones del país y para evitar que pudiera presentarse de nueva cuenta el triste desenlace que tuvo la Constitución de 1824. En este sentido, Mariano Otero manifestó:

La necesidad de reformar la Constitución de 1824 ha sido tan generalmente reconocida como su legitimidad y su conveniencia. En ella han estado siempre de acuerdo todos los hombres ilustrados de la República, y han corroborado la fuerza de los mejores raciocinios con la irresistible evidencia de los hechos. ¿Quién al recordar que bajo esa Constitución comenzaron nuestras discordias civiles, y que ella fue tan impotente contra el desorden, que en vez de dominarlo y dirigir la sociedad, tuvo que sucumbir ante él, podrá dudar que ella misma contenía dentro de sí las causas de su debilidad y los elementos de disolución que minaban su existencia? Y si pues esto es así, como lo es en realidad ¿será un bien para nuestro país el levantarla sin más fuerza ni más vigor que antes tenía, para que vuelva á ser una mera ilusión su nombre? ¿No sería decretar la ruina del sistema federal restablecerlo bajo las mismas condiciones con que la experiencia ha demostrado que no puede subsistir, y precisamente hoy que existen circunstancias mucho más desfavorables que aquellas que bastaron para destruirlo? Ni la situación de la República puede ya sufrir por más tiempo un estado incierto y provisional: la gravedad de sus males, la fuerza con que los acontecimientos se precipitan, demandan pronto y eficaz remedio; y pues que él consiste en el establecimiento del orden constitucional, no menos que en la conveniencia y solidez de la manera con que se fije, parece fuera de duda que es de todo punto necesario proceder sin dilación á las reformas.

Otero expresaba de esta forma la intención que tenía de que se aprobara una serie de reformas a la Constitución de 1824.

En este escenario, durante la sesión celebrada el 16 de abril de 1847, el Congreso rechazó el dictamen presentado por la mayoría y, en consecuencia, el día 22 comenzó la discusión del voto particular de Mariano Otero. Las ideas de Otero tuvieron tal efecto en el Congreso que, con ciertas modificaciones y adiciones que fueron acogidas por su autor, se aprobó el Acta de Reformas que finalmente sería jurada el 21 de mayo y publicada al día siguiente.

Las normas del Acta

El Acta Constitutiva y de Reformas, sancionada por el Congreso Extraordinario el 18 de mayo de 1847, fue un documento breve (estaba conformado por sólo 30 artículos) que contenía una serie de cambios fundamentales a la estructura constitucional proyectada por los constituyentes de 1824. En primer lugar, hubo modificaciones de suma importancia en materia de democracia participativa al extender la condición de ciudadano a todo mexicano, por nacimiento o por naturalización, que hubiere llegado a la edad de 20 años, que tuviera un modo honesto de vivir y que no hubiera sido condenado en proceso penal a pena infamante. Esta disposición muestra el carácter liberal del Acta de Reformas, pues en ella no se exigía más una renta como condición para otorgar la calidad de ciudadano. Este avance democrático se debió en gran medida a los planteamientos de Otero, quien en su voto particular señalaba:

La idea de exigir cierta renta, como necesaria para gozar de los derechos de ciudadano, idea recomendada por algunos escritores de acreditado liberalismo, y adoptada también en algunas de nuestras leyes constitucionales, no me parece conveniente porque nunca puede darse una razón que justifique más bien una cuota que otra; y principalmente porque estimando esa cuota como una garantía de moralidad y de independencia para que fuera justa sería necesario variarla, respecto de las diversas profesiones y de las diferentes localidades de la República, lo cual sería tan embarazoso que se haría imposible.

Además, siguiendo las ideas de Otero, con el fin de que el pueblo participara de manera constante en los negocios públicos por los medios pacíficos de la discusión y para colocar a los representantes bajo el influjo de sus propios comitentes, se otorgó en el artículo 2° el derecho de los ciudadanos de votar en las elecciones populares, de ejercer el derecho de petición y el de reunión para discutir los negocios públicos, así como el de pertenecer a la Guardia Nacional. La forma de ejercer estos derechos, la manera de probar la posesión de la cualidad de ciudadano y las formas convenientes para declarar su pérdida o suspensión se establecerían, de acuerdo con el artículo 4°, por medio de leyes constitucionales, que en términos de la propia acta no podrían alterarse ni derogarse, sino mediando un espacio de seis meses entre la presentación del dictamen y la discusión en la cámara de origen. Se pretendía así que las leyes que regularan estos aspectos no fueran iguales, sino superiores a todas las demás leyes secundarias. Por ello se establecía un periodo de seis meses entre la presentación del dictamen y su discusión, pues se pensaba que de esta forma se libraría a estas leyes de los malos efectos de la precipitación y se facilitaría al Congreso el auxilio de una detenida discusión por medio de la prensa y de todos los órganos de la voluntad pública.

Por lo que hace a los derechos del hombre, el artículo 5° del acta señalaba que una ley fijaría las garantías de libertad, seguridad, propiedad e igualdad de que gozarían todos los habitantes de la República y establecería los medios para hacerlas efectivas. La ley que fijaría esas garantías sería también, según el artículo 27, de carácter constitucional, lo que le daría un grado mayor que el del resto de las leyes del país. Al respecto, debe señalarse que con la idea de proteger los derechos de las personas se elaboraron dos proyectos de ley: el primero de ellos por José María Lafragua, quien presentó su propuesta el 21 de julio de 1848, mientras que el segundo fue redactado por Mariano Otero, Manuel Robledo y Domingo Ibarra, quienes lo presentaron ante el Senado el 29 de enero de 1849. Ninguno de estos proyectos fue aprobado en su totalidad; sin embargo, como menciona Héctor Fix Zamudio al analizar este tema, es muy probable, por su similitud, que éstos hubieran servido como antecedentes de la extensa declaración de derechos que apareció en la sección quinta —Garantías Individuales— que se incorporó al Estatuto Orgánico Provisional de la República Mexicana, y que éste, a su vez, sirviera como antecedente directo del Título I, sección I, de la Constitución de 1857.

En el Acta Constitutiva y de Reformas se estableció también la creación del estado de Guerrero, que estaría compuesto, según se consignaba en el artículo 6°, por los “distritos de Acapulco, Chilapa, Tasco y Tlapa y la Municipalidad de Coyucan”.

Por otra parte, se mantenía en el acta la idea de un Legislativo bicameral, compuesto por una cámara de diputados y una de senadores. Sobre la primera, siguiendo las ideas que expresó Mariano Otero en su voto particular, se hicieron algunas modificaciones respecto a la Constitución de 1824 relacionadas con su número y las condiciones de elegibilidad. Por lo que hace al número, éste se aumentaba, pues según lo establecido en el artículo 7° se elegiría un diputado por cada 50 000 almas o por fracción que pasara de 25 000. En este sentido, Otero expresaba en su voto particular:

…la Constitución de 1824, fijando la base de un diputado por cada ochenta mil habitantes, estableció la Cámara popular menos numerosa que hemos tenido; y en esto debe reformarse. La Cámara de Diputados tiene en los mejores países constitucionales un crecido número de individuos, porque solo así expresa el elemento democrático, reúne gran cantidad de luces, representa todos los intereses, todas las opiniones, y no queda expuesta á que sobreponiéndose algunos pocos, el arbitrio de la minoría pueda gobernar.

Para ser elegido diputado se eliminaba el requisito de vecindad establecido en la Constitución de 1824, pues el Acta de Reformas establecía que para ocupar el cargo se requería únicamente tener 25 años, estar en ejercicio de los derechos de ciudadano y no hallarse al tiempo de la elección en las excepciones que marcaba la Constitución, es decir, estar privado de los derechos de ciudadano o tenerlos suspendidos, ocupar cargos como el de presidente de la federación, secretario de despacho u oficial de las secretarías, empleado de hacienda cuyo encargo se extendiera a toda la federación, ser integrante de la Suprema Corte de Justicia, gobernador de los estados o territorios, comandante general o arzobispo, entre otros.

En cuanto al Senado, además de los integrantes de esa cámara que eran elegidos por cada estado, se establecía que habría un número igual al de los estados, a propuesta del Senado, de la Suprema Corte de Justicia y de la Cámara de Diputados, al votar por diputaciones. Asimismo, se consignaba que este órgano colegiado se renovaría por tercios cada dos años, alternando en ellos, año por año, la elección de los estados, con la que debería verificarse por el nuevo tercio que se establecía.

Otro de los cambios que se daba para la Cámara alta fue que para ser senador se requería tener carrera pública en cargos de alta jerarquía como el de presidente o vicepresidente constitucional de la República, secretario de Despacho, gobernador de algún estado, integrante de las cámaras, enviado diplomático, ministro de la Suprema Corte, juez, magistrado, jefe superior de Hacienda o general efectivo.

En materia de responsabilidades de los altos funcionarios, el Acta de Reformas también estableció cambios importantes. Así, se otorgó a la Cámara de Diputados la facultad exclusiva de erigirse en Gran Jurado para declarar, por mayoría simple, si era procedente formar causa contra los altos funcionarios a quienes la Constitución o las leyes les concedían fuero (artículo 12). Si se declaraba que había lugar a la formación de causa, cuando el delito era común, se pasaría el expediente a la Suprema Corte, y si fuera de oficio, el Senado se erigiría en jurado de sentencia y se limitaría a declarar si el acusado era culpable o no. Para esta declaración se exigía una mayoría calificada de tres quintas partes de los individuos presentes y, en caso de que se hiciera la declaración, la Suprema Corte designaría la pena correspondiente de acuerdo con lo establecido en la ley.

En el procedimiento de formación de las leyes también hubo modificaciones. Dado que para que una propuesta se convirtiera en ley bastaba, según el texto de 1824, el voto de dos tercios de la cámara de origen, unido al de poco más de un tercio de la revisora, a fin de restaurar el equilibrio entre las cámaras se contempló que en ningún caso podría tenerse por aprobado un proyecto de ley con menos de la mayoría absoluta de votos de los individuos presentes en cada una de las cámaras (artículo 14).

Otro de los cambios importantes contemplados en el Acta de Reformas fue la supresión de la vicepresidencia. El artículo 15 de ese documento establecía: “Se derogan los artículos de la Constitución que establecieron el cargo de Vicepresidente de la República, y la falta temporal del Presidente se cubrirá por los medios que ella establece, para el caso de que faltaran ambos funcionarios”. Con la eliminación del cargo de Vicepresidente se pretendía evitar los problemas que había ocasionado la existencia de esa figura, principalmente por su forma de elección, en la cual fundamentalmente quien había perdido la presidencia ocupaba ese cargo.

El control de la constitucionalidad fue otro de los temas fundamentales tratados en el Acta de Reformas. En primer término, se otorgó al Congreso la facultad de declarar nula toda ley de los estados que atacara la Constitución o las leyes generales; sin embargo, esta declaración sólo podría presentarse en la Cámara de Senadores (artículo 22). Asimismo, de conformidad con lo señalado en el artículo 23, se estableció que dentro de un mes tras ser publicada una ley del Congreso General, ésta fuera reclamada como anticonstitucional por el presidente, de acuerdo con su ministerio, por 10 diputados, seis senadores o por tres legislaturas, la Suprema Corte sometería la ley al examen de las legislaturas, las que en tres meses y precisamente en un mismo día darían su voto al respecto. Las declaraciones sobre el particular se remitirían a la Suprema Corte, la que publicaría el resultado, con lo que quedaba anulada la ley si así lo resolviera la mayoría de las legislaturas. Al tratar este tema, Mariano Otero en su voto particular señaló:

…es indispensable dar al Congreso de la Unión el derecho de declarar nulas las leyes de los Estados que importen una violación al Pacto federal, ó sean contrarias á las leyes generales; porque de otra manera el poder de un Estado sería superior al de la Unión, y el de ésta se convertiría en una mera irrisión. Pero para evitar que se hagan declaraciones imprudentes, ya se consulta que estas leyes solo pueden iniciarse en la Cámara de Senadores, la cual representa el principio federativo en toda su fuerza, y da las mejores garantías de calma y circunspección; y además se establece que la mayoría de las Legislaturas de los Estados tenga el derecho de decidir en todo caso si las resoluciones del Congreso general son ó no anticonstitucionales. De esta manera cada Estado en particular está sometido á la Unión y el conjunto de todos será el árbitro supremo de nuestras diferencias y el verdadero poder conservador de las instituciones.

Además de la facultad para declarar nulas las leyes, otro aspecto de enorme importancia que contemplaba el Acta Constitutiva era la inclusión en ella del juicio de amparo, cuyo antecedente podía encontrarse en la Constitución yucateca de 1841, cuyo proyecto fue elaborado por Manuel Crescencio García Rejón.

El acta de 1947 señalaba en su artículo 25: “Los Tribunales de la Federación ampararán á cualquiera habitante de la República en el ejercicio y conservación de los derechos que le conceden esta Constitución y las leyes constitucionales, contra todo ataque de los Poderes Legislativo y Ejecutivo, ya de la Federación, ya de los Estados; limitándose dichos tribunales á impartir su protección en el caso particular sobre que verse el proceso, sin hacer ninguna declaración general respecto de la ley ó del acto que lo motivare”. En este artículo se empleó la palabra “amparo” para hacer referencia a la protección que se brindó frente a actos y leyes de autoridades federales y locales. La fórmula empleada por Otero en el Acta Constitutiva y de Reformas de 1847 tuvo tal importancia que se ha conocido durante mucho tiempo con el apellido de su autor. La “fórmula Otero” contemplaba, como se desprende del artículo referido, que la protección de los tribunales se circunscribía al caso particular sobre el que se había iniciado el proceso, esto es, que el efecto de las sentencias era inter partes. Sobre esta forma de protección del particular frente a leyes y actos de autoridad, Otero expresaba en su voto particular:

Los ataques dados por los poderes de los Estados y por los mismos de la Federación á los particulares, cuentan entre nosotros por desgracia numerosos ejemplares, para que no sea sobremanera urgente acompañar el restablecimiento de la Federación con una garantía suficiente para asegurar que no se repetirán mas. Esta garantía sólo puede encontrarse en el poder judicial, protector nato de los derechos de los particulares, y por esta razón el solo conveniente. Aun en las monarquías absolutas, refugiada la libertad en el recinto de los tribunales, ha hecho que la justicia encuentre allí un apoyo cuando han faltado todas las garantías políticas. Un escritor profundo ha observado que la amplitud y respetabilidad del Poder Judicial era el más seguro signo de la libertad de un pueblo, y por esto yo no he vacilado en proponer al Congreso que eleve á grande altura el Poder Judicial de la Federación, dándole el derecho de proteger á todos los habitantes de la República en el goce de los derechos que les aseguren la Constitución y las leyes constitucionales, contra todos los atentados del Ejecutivo ó del Legislativo, ya de los Estados ó de la Unión.

Con este razonamiento, Otero justificaba la propuesta que se vio reflejada en el acta de 1947 y que constituyó una avance muy significativo en los procedimientos para la protección de los derechos fundamentales dentro del constitucionalismo mexicano.

Finalmente, el Acta de Reformas contemplaba que sus propios artículos, los de la Constitución federal y los del Acta Constitutiva podrían reformarse en cualquier momento, siempre que las reformas se acordaran por los dos tercios de ambas cámaras o por la mayoría de dos congresos distintos e inmediatos. Las reformas que posteriormente se propusieran para limitar en algún punto la extensión de los poderes de los estados necesitarían, además, la aprobación de la mayoría de las legislaturas. Sin embargo, esta acta contemplaba también una cláusula de intangibilidad, pues en el artículo 29 se señalaba que en ningún caso podrían alterarse los principios que establecían la independencia de la Nación, su forma de gobierno republicano, representativo, popular, federal, y la división tanto de los poderes generales como de los de los estados.

Las vicisitudes que siguieron al Acta Constitutiva

Después de jurada y promulgada el Acta Constitutiva y de Reformas, la amenaza estadounidense continuó. En agosto de 1847, los hombres que habían desembarcado en Veracruz comandados por Winfield Scott se dirigieron a la ciudad de México. En su camino a la capital, Scott fue cosechando victorias que hicieron que Santa Anna, para fortalecer la ciudad, aceptara un armisticio que duraría sólo pocos días. Una vez reiniciadas las hostilidades, el 8 de septiembre se sufrieron derrotas en Casa Mata y Molino del Rey, y el día 13, después de una heroica resistencia, caería el Castillo de Chapultepec. Un día después, el ejército estadounidense inició la ocupación de la capital del país y el 15 de septiembre la bandera de los invasores ondeaba en Palacio Nacional. Ese mismo día, Santa Anna renunció a la presidencia, que quedó en manos de Manuel de la Peña y Peña quien, ante la situación que se vivía en la ciudad de México, se trasladó a Querétaro, desde donde intentó reorganizar el gobierno.

Pero a la inestabilidad provocada por la invasión estadounidense se sumaban también otros problemas. En Yucatán, por ejemplo, se desató la “guerra de castas”, levantamiento indígena en el que los nativos mayas del sur y oriente de Yucatán se rebelaron ante la población (principalmente de criollos y mestizos) establecida en la parte occidental de la península. En consecuencia, Yucatán, que se había declarado neutral para prevenir el bloqueo de sus puertos, estaba dispuesto a anexarse a España o a Estados Unidos para sortear los problemas que enfrentaba. Esto, aunado a otras insurrecciones y ataques que se presentaban en el país, hizo que las condiciones que se vivían en el país fueran muy adversas. En este escenario, la ambición de Estados Unidos fue mayor, por lo que en México se buscó negociar la paz para evitar un desenlace del conflicto de consecuencias mayores. Por ello, el 2 de febrero de 1848 se firmaron los Tratados de la Villa de Guadalupe, mediante los cuales, además de la anexión del territorio de Texas, Estados Unidos se apoderó de California y Nuevo México, así como de partes importantes de Sonora, Chihuahua, Coahuila y Tamaulipas. Con la firma de estos tratados, se terminó el conflicto con Estados Unidos, lo que dio un respiro al gobierno mexicano.

El 3 de junio, Manuel de la Peña dejó la presidencia a José Joaquín de Herrera, quien gobernó hasta el 15 de enero de 1851; sin embargo, la inestabilidad persistía en el país y, debido a ello, tanto liberales como conservadores se propusieron posicionarse de mejor manera para concretar el proyecto de nación que perseguían. De esta forma, los ataques de los conservadores al proyecto liberal comenzaron a presentarse desde diversos frentes. En el Senado, integrado por una minoría de conservadores destacados, muchas veces prevalecían los ideales de esta tendencia ante la tibieza de cierto número de personas que apoyaban al gobierno, pero las manifestaciones en este sentido no se presentaban sólo dentro de las instituciones sino también en otros ámbitos. Lucas Alamán, por ejemplo, en un editorial de El Universal, diario que retomaba el ideario del periódico monárquico El Tiempo, defendía con orgullo el calificativo de conservador con el que se le señalaba, indicando que si a él y a quienes compartían sus ideas se les llamaba de esa forma, era porque querían conservar la vida que le quedaba a la sociedad, a la cual los liberales habían herido de muerte después de despojar a la patria de su nacionalidad, de sus virtudes, de sus riquezas, de su valor, de su fuerza y de sus esperanzas.

En 1851, después de concluido el periodo de José Joaquín de Herrera, llegó al poder el general Mariano Arista, para quien fue difícil gobernar debido a los conflictos por los que atravesaba la Nación mexicana. Además de los problemas en Yucatán, surgieron levantamientos en la Huasteca y en el istmo de Tehuantepec; en la Sierra Gorda había también problemas como consecuencia del levantamiento de grupos que exigían tierras y justicia; en el norte del país, las tribus de Estados Unidos penetraban cada vez más en territorio mexicano, y los filibusteros asediaban Sonora y Baja California. En estas circunstancias, Arista no pudo lograr mantener un equilibrio entre liberales y conservadores para lograr la conciliación que permitiera alcanzar la estabilidad que necesitaba. Incluso en 1852 se rebelaron los coroneles Blancarte y Bahamonde en contra de los gobernadores de Jalisco y Michoacán, al tiempo que exigían la destitución de Arista y que se llamara a Santa Anna. Otro de los levantamientos que se dieron en aquella época tuvo lugar en Guadalajara, con diversos sectores conservadores de la sociedad (terratenientes, comerciantes y clérigos), mediante el Plan del Hospicio del 20 de octubre de 1852. En dicho plan se establecía que cesarían en el ejercicio de sus funciones por voluntad de la Nación todos los poderes públicos que hubieran desmerecido la confianza pública y que se organizaría un poder Ejecutivo depositado en una persona que, mientras se nombrara presidente interino, restablecería el orden y la justicia en la República, afianzaría las instituciones, garantizaría la independencia y atendería la seguridad de los estados fronterizos.

Asimismo, el Plan del Hospicio establecía que al ocupar la capital las fuerzas nacionales se convocaría a los 30 días un congreso extraordinario, compuesto de dos diputados por estado, que serían nombrados conforme a la ley que había servido para elegir el Congreso de 1842. Este congreso procedería a elegir al presidente interino; llevar a cabo las reformas de la Constitución que dieran al gobierno general responsabilidad, poder conciliable con la soberanía e independencia de los estados en la administración interior; crearía y organizaría el erario de la Nación; arreglaría el comercio interior y exterior por medio de aranceles moderados; se encargaría de la defensa de los estados fronterizos contra las invasiones de los bárbaros; arreglaría las elecciones, de manera que se nulificara el aspirantismo que tantos males había causado a la República; formaría la planta general de una administración económica; reorganizaría el ejército, excluyendo la guardia nacional, y daría una ley de amnistía para todos los delitos políticos.

Estos pronunciamientos orillaron a Arista a dejar la presidencia, con lo que, por ministerio de ley, Juan B. Ceballos, presidente de la Suprema Corte, asumió el cargo. Ceballos disolvió el Congreso cuando éste pretendió enjuiciarlo por haber propuesto que se convocara a un constituyente extraordinario. Poco tiempo después, Ceballos renunció y en su lugar se designó al general Lombardini como encargado del poder Ejecutivo, con lo que se comenzaron a dar pasos para preparar el regreso de Santa Anna. De hecho, mientras Lombardini encabezaba el gobierno, Lucas Alamán escribió una carta en la que se establecían los principios que deberían fundar el proyecto que enarbolaban los conservadores; este documento fue secundado por Lombardini y posteriormente se organizaron las condiciones electorales para que Santa Anna regresara a México.

A su regreso a Veracruz, Santa Anna determinó que esta vez se arroparía por los conservadores, por lo que Lucas Alamán, buscando organizar la dictadura (que para aquel tiempo era considerada por algunos como la única vía para terminar con el descontrol que prevalecía) redactó las Bases para la administración de la República hasta la promulgación de la Constitución, de abril de 1853. De esta manera, con la vuelta de Santa Anna terminaba otra etapa del constitucionalismo mexicano.