IV. LA DEFINICIÓN DEL ESTADO

Estatuto provisional del Imperio Mexicano

Los años previos

Nombrados los individuos de la Regencia, surgió la duda sobre la conveniencia de que Agustín de Iturbide resultara ser presidente de la Soberana Junta Gubernativa a la vez que regente primero, por lo que se resolvió que debía cesar en el anterior cargo para dar entrada a la elección de un nuevo presidente, recayendo la elección en el obispo de Puebla, el camaleónico Joaquín Pérez, hábil para tomar diferentes colores como diputado en las Cortes gaditanas. Se aceptó además que siempre que concurriera a la junta Iturbide tendría preferencia sobre la presidencia. En principio, la Regencia quedaba reglamentada según el diseño institucional de las Cortes españolas, por el cual los regentes resultaban prácticamente subordinados al poder Legislativo, a las Cortes o, en el caso mexicano, a la Junta Gubernativa, pero los mecanismos de tal diseño desde el primer momento quedaron entorpecidos: el primer regente, Iturbide, asumía una posición eminente sobre la junta.

También se resolvió que el cargo de presidente de la Regencia no era, en la augusta persona de Iturbide, incompatible con el mando del ejército, debiéndolo conservar como generalísimo de las Armas del Imperio de Mar y Tierra. De este modo quedaba en posición privilegiada sobre todos los miembros del nuevo gobierno. Esto ocasionó ciertos problemas dentro de la junta hasta la instalación del Congreso que redactaría las Bases Fundamentales de la Constitución del Imperio Mexicano.

La convocatoria a ese congreso también presentó algunas peculiaridades. Desde un principio se empezó a discutir sobre las modificaciones pertinentes a la convocatoria que proponía la Constitución de Cádiz. De hecho, Carlos María de Bustamante, como se lee en el número 3 de La Avispa de Chilpancingo, señaló: “Yo no alcanzo cómo pueda ser esta materia de discusiones, ni tampoco cómo los señores del gobierno pueden haberse persuadido de que hay necesidad de trabajar sobre un punto que tenemos allanado por la constitución española, sin que haya que hacer más sino añadir o quitar ciertas cosas, por cuanto esta América está felizmente en el goce de su libertad e independencia”.

La Constitución de Cádiz sería un modelo útil en la solución de la convocatoria, pero la primera semana de octubre de 1821 se leía un dictamen de la comisión encargada que consultaba a la junta si habría lugar para exponer variaciones convenientes en lo relativo a elecciones, modificando aquella constitución, y se votó por la afirmativa; en las siguientes semanas se propusieron otras posibles adecuaciones y el 30 de octubre un vocal pidió la palabra para decir que, siendo éste uno de los asuntos más interesantes, su discusión debía prolongarse y que en su concepto debía adoptar la Soberana Junta otros principios y bases para la convocatoria de Cortes, distintos y aun contrarios a los que proponía la Constitución española. Se decidió esperar el comentario de la Regencia, pero Bustamante, como otros tantos constitucionalistas, veía en estas discusiones una alarmante actitud, frívola, inútil. Esto se ve reflejado de nueva cuenta en La Avispa de Chilpancingo:

¿No es de reparar que establecido en dicha constitución [de Cádiz] el modo con que deben convocarse las Cortes, nuestra Junta esté oyendo dictámenes, y consultando a la comisión sobre la materia, ya agotada y examinada por el juicio y crisol de aquellos hombres ilustrados y beneméritos? ¿Por qué hemos de cerrar los ojos para no ver la radiante luz que nos ilumina sobre lo que más nos interesa? ¿Por qué nos hemos de echar a volar por esos trigos, a proyectar sobre lo que otros ya han meditado? ¿Por qué hemos de adoptar teorías alegres, propias para gobernar una República de Platón, y de todo punto impracticable?… No puede pues decirse sin faltar a la justicia que la constitución española es “tiránica”, ni menos “tan defectuosa que debemos separarnos de su senda”, para llamar a nuestros representantes según sus fórmulas y principios, hasta que nuestras Cortes adopten otros mejores y más análogos a nuestro estado.

Ciertamente, la Constitución gaditana no era perfecta, ni mucho menos lo más a propósito según el principio de unión que defendía el Plan de Iguala; era notable el problema que introducía en términos de igualdad, negando derechos de ciudadanía a las castas, como observa la junta en su sesión del 31 de octubre:

[Se] hizo la proposición siguiente: “Aunque en el artículo 12 de los Tratados de Córdoba se previene que la Junta gobierne interinamente conforme a las leyes vigentes, en el artículo 14 que reside en ella el poder legislativo para los casos que puedan ocurrir y que no den lugar a esperar la reunión de las Cortes, y el 21 del Plan de Iguala que se proceda en los delitos con total arreglo a la Constitución Española, todo lo cual parece indicar que no hay arbitrio en la misma Junta para desviarse de lo que está dispuesto, si no es aquel caso prevenido; sin embargo, en materia de elecciones y convocación de Cortes se manifiesta un concepto contrario ya porque en el artículo 12 del Plan se declaran los individuos que componen las castas, y éste es un caso nuevo que no se comprende en la Constitución, como porque en el 24 del mismo Plan y en el 10 y 13 de los Tratados se manda que la Junta prescriba las leyes justas, el modo y método de las elecciones: lo que hace creer que deberá o podrá variar el antiguo adaptado, y se le da facultad para hacerlo, y así lo entiende la Comisión, y aun la Regencia anunciándonos un proyecto para las elecciones. En atención a todo lo cual pido se declare si en efecto puede o no variar, o alterar el método o plan de las elecciones, y convocatoria para las Cortes, a fin de que se proceda sin equivocación en esta materia importante y se resuelva con la prontitud que se desea.

La proposición fue admitida para discusión, aunque quedó pendiente el dictamen de la Regencia, abriendo la oportunidad a Iturbide de variar a voluntad la convocatoria.

Era de temer, efectivamente, que con el pretexto de corregir las injusticias de las Cortes de Cádiz —en las que los diputados españoles procuraron excluir a las castas de la ciudadanía para evitar una sobrerrepresentación americana— ocurriera una alteración general del texto constitucional en tan delicada materia, por eso Bustamante observó también, como consta en La Avispa de Chilpancingo:

No negaré que en dicha constitución [de Cádiz] se advierte la mayor injusticia en cuanto a la representación que se le quita a nuestras castas, y que sabia y políticamente les concede el Plan de Iguala. He leído la sabia disertación que sobre esto escribió el benemérito Padre [Servando Teresa de] Mier, y aún la tengo con no pocos rasgos de la historia secreta de dichas Cortes; pero es bien sabido que el objeto que en esto se llevó fue evitar que las Américas, por su mayor población, fuesen la parte “integrante” de la Monarquía, y España la parte “subjetiva” de ella. Mas este agravio se repara fácilmente fijándose el gobierno en el censo de la población…

Se trataba de una pequeña modificación, introduciendo una representación proporcional, en condiciones de igualdad, incluidas las castas y, como lo pedía el Plan de Iguala, los extranjeros. Sin embargo, al sugerirse la corrección de la Constitución gaditana se introducía una polémica que excedía las adecuaciones menores, llevando la cuestión al punto de partida y utilizando todo argumento superado, no importa si era razonable o plausible, hasta proponer la reunión por estamentos.

Finalmente, la propuesta de convocatoria presentada sería admitida por la junta con ligeras variaciones. Merece la pena comentarla brevemente; en ella, el generalísimo proyecta un Congreso dividido, no en los tres estamentos del Antiguo Régimen, sino de acuerdo con una fórmula mucho más complicada: en clases, separado categóricamente en mineros, eclesiásticos, labradores, comerciantes, literatos, títulos, militares, artesanos, audiencias, universidades y pueblo. El proyecto lo mandó imprimir Iturbide para darlo a conocer a la opinión con el título Pensamiento que en grande ha propuesto el que lo suscribe como un particular, para la pronta convocatoria de las próximas Cortes, bajo el concepto de que se podrá aumentar o disminuir el número de representantes de cada clase, conforme acuerde la Junta soberana con el Supremo Consejo de Regencia. La última parte era interesante, ya que el concepto “acuerdo” aseguraba a Iturbide su intervención en el debate, lo que le permitiría dominar la discusión de los vocales cualquiera que fuera.

En la convocatoria el espíritu corporativo del Antiguo Régimen triunfaría sobre cualquier lógica igualitaria; pudo allanar toda oposición en la junta, logrando el acuerdo necesario al mediar noviembre. La convocatoria se promulgó el 17 de noviembre, extendiendo el sufragio a los varones de todas las clases y castas que habían cumplido 18 años de edad, con una primera elección en los ayuntamientos para nombrar un elector de partido; los electores de partido se reunirían en la cabecera de partido para nombrar a su vez un elector de provincia; los electores de provincia se reunirían en la cabecera de la provincia para elegir diputados al Congreso, en número determinado por la misma convocatoria. Se trataba de elecciones por grados, harto complicadas.

Las especificaciones eran muchas; por ejemplo, en las provincias de México, Guadalajara, Veracruz, Puebla, Nueva Vizcaya, Sonora, Valladolid, Oaxaca, Zacatecas, San Luis Potosí, Guanajuato y Yucatán se elegirían tres diputados —un eclesiástico, un militar y un magistrado—, además, cada tres partidos de provincia elegirían un diputado, pero en México se elegiría forzosamente un minero, un título y un mayorazgo, en Guadalajara un comerciante, en Puebla un artesano, en la Nueva Vizcaya un labrador, en San Luis Potosí un empleado, en Guanajuato un minero, en Yucatán un empleado y el resto se podía elegir libremente, siempre que no fueran eclesiásticos, magistrados, letrados o militares.

Las dudas sobre el método de elección llegaron a la junta a finales de diciembre, provenientes de todo el Imperio, pero la reunión del Congreso era inminente y si era necesario se procedería a elegir suplentes; la reunión debía efectuarse semanas después, en febrero, en la ciudad de México.

Iturbide finalmente imaginó una nueva división del Constituyente, con su reunión en dos salas. En la solución bicameral tendría, según señala Rocafuerte en su Bosquejo ligerísimo de la Revolución de México, al menos dos ventajas muy claras el generalísimo:

La primera formar una sala de sus partidarios, compuesta de eclesiásticos y militares, según se ve en su plan; y la otra que cuando se juntasen las dos salas, como que cada presidente era igual a otro, no podría ninguno de ellos presidir al Congreso pleno, y entonces por necesidad habían de buscar a un presidente que lo fuera también de ellos, cuyo lugar pensaba obtener Iturbide, para de este modo presidir el Congreso, y dirigirle a su antojo, como lo estaba haciendo con la inepta Junta provisional.

El generalísimo se sentiría obligado, por lo pronto, a mostrar al público sus buenas intenciones y disipar cualquier suspicacia sobre sus ambiciones reales.

Las Bases Constitucionales aceptadas por el segundo Congreso mexicano

El 21 de febrero, la junta examinó los poderes de los representantes que habían llegado a la ciudad de México. Para el 22 se tenían 78 diputados propietarios y seis suplentes examinados en sus poderes y aprobados sin nota, y con el conocimiento de que había 10 diputados en la ciudad que no habían presentado sus credenciales; para sumar la mitad más uno de los diputados necesarios se acordó nombrar 15 suplentes, de los lugares más alejados de la capital: Guatemala, Mérida, Arizpe, Nuevo Reino de León, Coahuila, Texas, Nuevo México, Alta California y Baja California. El 24 se reunían en palacio 102 diputados con la Junta Provisional Gubernativa y la Regencia del Imperio; se dirigieron a la santa iglesia de la Catedral, donde fueron recibidos por la Diputación Provincial, el Ayuntamiento, la Audiencia, las corporaciones, la oficialidad y las comunidades religiosas de la capital. Esos diputados adoptaron ese mismo día las Bases Constitucionales que debían regir su actuación.

En ellas se señalaba que en el Congreso residía la soberanía nacional y, en consecuencia, declaraban, siguiendo la línea de los textos precedentes, que la religión católica, apostólica, romana sería la única del Estado, con exclusión de cualquier otra. Además, se adoptaba para el gobierno la monarquía moderada constitucional con la denominación del Imperio mexicano.

El Congreso además llamaba al trono del Imperio, conforme a la voluntad general, a las personas designadas en los tratados de Córdoba y se reservaba el ejercicio del poder Legislativo en toda su extensión, lo que significaba que su tarea no sería simplemente constituyente, sino que tendría para sí también la función legislativa ordinaria. Asimismo, se delegaba interinamente el poder Ejecutivo en las personas que componían la Regencia y el Judicial a los tribunales existentes.

Otro punto fundamental en las bases era la declaración que en ellas se hacía de la igualdad de derechos civiles para todos los habitantes libres del Imperio, sin importar su origen.

Finalmente, en este documento se condicionaba a la Regencia para entrar en funciones a la prestación del siguiente juramento, que resumía su esencia:

¿Reconocéis la soberanía de la nación mexicana, representada por los diputados que ha nombrado para este Congreso Constituyente? —Sí, reconozco—. ¿Juráis obedecer sus decretos, leyes, órdenes y constitución que éste establezca, conforme al objeto para que se ha convocado? ¿Y mandarlos observar y ejecutar? ¿Conservar la independencia, libertad e integridad de la nación, la religión católica, apostólica, romana con intolerancia de otra alguna [conservar el gobierno monárquico moderado del Imperio, y reconocer los llamamientos al trono, conforme al tratado de Córdoba], y promover en todo el bien del imperio? —Sí, juro—. Si así lo hiciereis, Dios os ayude, y si no, os lo demande.

Los empeños del Congreso Constituyente del Imperio mexicano

El generalísimo intentaría subordinar al Congreso, pero no eliminarlo: lo necesitaba, aunque limitado. Le interesaba la legitimidad que podía darle, lo necesitaba antes que limitado, dócil y obsequioso, que consintiera sus proyectos y que los aprobara en nombre de la Nación soberana; todo eso lo consideraba valioso el generalísimo y no le sería difícil conseguirlo, ganando además la opinión pública a su favor. Una forma de avanzar en sus propósitos sería someter a presión al Congreso, primeramente inflando las expectativas en torno a sus labores. En la arenga que dirigió a los diputados el 24 de febrero, en la instalación del Constituyente, les impuso una misión imposible, recuperar el Paraíso:

Bajo los auspicios de V. M. reinará la justicia, brillarán el mérito y la virtud; la agricultura, el comercio y la industria, recibirán nueva vida; florecerán las artes y las ciencias; en fin, el Imperio vendrá a ser la región de las delicias, el suelo de la abundancia, la patria de los cristianos, el apoyo de los buenos, el país de los racionales, la admiración del mundo y monumento eterno de las glorias del Primer Congreso Mexicano.

Quizá eran palabras sinceras, de entusiasmo, pero no dejaban de ser un optimismo ferozmente reñido con la realidad, una inspirada lista de deseos, anhelos, fantasías imposibles o al menos suficientemente improbables para no creer en ellas.

Así comenzaban las labores del Constituyente, que trabajó en diversas comisiones establecidas por materia, entre las que se pueden mencionar la de Reglamento Interno del Congreso, la de Constitución, la de Hacienda, la de Relaciones Exteriores, de Relaciones Interiores o de Gobernación, de Guerra, de Justicia, de Negocios Eclesiásticos, de Instrucción Pública, de Comercio, de Minas, de Agricultura, de Colonización, de Policía, de Instrucción, además de la comisión encargada de ofrecer la Corona a los príncipes llamados por los Tratados de Córdoba, así como la de Festividades Nacionales. Se formarían también otras comisiones tratando de racionalizar los trabajos del Congreso, pero la organización y los tiempos de cada una de ellas fue variable, tanto como la diligencia y competencia de sus miembros.

Las comisiones recibían los asuntos que el Congreso no podía resolver o tratar; cuando finalmente tenían algún dictamen, los diputados lo discutían, y a veces lo aprobaban, o no, devolviéndose a comisiones; la Regencia en ocasiones era consultada, se discutían los pareceres de varios y frecuentemente no había decisión. Los temas a debatir eran los mismos que ocuparon a la junta, con otros; había un cúmulo de asuntos que los vocales no resolvieron.

El Constituyente entendió, como la junta, temas tan polémicos como el restablecimiento de la Compañía de Jesús y, como aquélla, no pudo definir su posición de inmediato. Discutió largamente sobre los sueldos, que sería una de sus preocupaciones permanentes. Los aranceles de comercio fueron también tema de aquel Constituyente; es decir, además de la Constitución que supuestamente era su principal objeto, debía imaginar los reglamentos, inventarlos o improvisar soluciones provisionales, como la junta, puesto que los reglamentos en rigor debían derivar de la Constitución todavía existente.

El fomento de la industria y de los cultivos fue otro de los temas del Constituyente, y algunos diputados trabajaron en él, al tiempo que otros debatían sobre los derechos de los pulques, el arreglo de la renta del tabaco o las medidas de población de Texas y las Californias; todo eso mientras algunos representantes atendían las disputas entre Guatemala y Nicaragua, las quejas de los ayuntamientos, la pacificación de los indios del norte, el comercio con Estados Unidos o la reforma de la Universidad, y otros trataban simultáneamente la multitud de dudas en torno a la organización de las diputaciones provinciales.

Otro aspecto relevante y muy discutido fue la esclavitud. En este sentido, la comisión respectiva, en uno de sus dictámenes, señaló lo siguiente: “La comisión al pronunciar la palabra Esclavos, recuerda el hecho más degradante de la especie humana”; sin embargo, sus conclusiones fueron en cierto modo contradictorias. Declaraban los vocales que, no obstante los más ilustrados conceptos del derecho natural y su afinidad al espíritu de las benignas leyes que convenían a los mexicanos: “No quiere decir esto [que] se pongan en libertad de luego a luego los que están dentro del territorio del Imperio”. Lo que proponía aquella comisión era que no se admitiera la introducción de ningún esclavo en el Imperio y, para precaver el fraude, los dueños de esclavos debían declarar en los ayuntamientos la lista de los que tenían. Se proponía un rescate de los esclavos en los siguientes términos: “Debiéndose respetar la propiedad de los dueños de esclavos… continuarán éstos en la esclavitud, entre tanto las Diputaciones Provinciales oyendo a los Ayuntamientos y con la intervención del Gobierno eligen medios convenientes para rescatarlos con total arreglo a lo dispuesto por las leyes, contando como uno de los principales la filantropía de los dueños”. Pero si se diera el rescate: “Procurarán los Ayuntamientos persuadir a los esclavos rescatados, no desamparen las fincas en que se hayan [sic], sino que permanezcan en ellas voluntariamente”. Quizá lo más importante de estas medidas era desde luego la prohibición de nuevos esclavos, y otra, en palabras de los vocales: “El parto de la esclava en todo extremo y caso, es libre”. Quedaban abolidos los servicios forzosos y el servicio personal de los “ciudadanos indios”. El Congreso Constituyente no fue más lejos durante marzo, abril y mayo. El día de su instalación hizo la siguiente declaración solemne: “El Congreso Soberano declara la igualdad de derechos civiles en todos los habitantes libres del Imperio, sea el que quiera su origen en las cuatro partes del mundo”. Se extendió así la igualdad a todos los habitantes libres, pero no a los esclavos. Las castas obtenían la igualdad de derechos, y en eso el Congreso adelantaba a las Cortes de Cádiz lo que en su constitución habían negado.

Otro de los asuntos relativos a la libertad que debió tratar el Congreso se refiere a una serie de disposiciones que la junta había promovido con objeto de frenar el contrabando, y cuya aplicación derivó en abusos tremendos. El 15 de marzo de 1822 se leía en el Constituyente una proposición del diputado Marín “sobre que no allanen las casas por sospechas de contrabando”. Carlos María de Bustamante insistía al día siguiente en que “se previniese a la regencia se abstuviera de librar órdenes para catear y allanar casas de los particulares, como se había verificado en la del comerciante Valdés… resolución que ha alarmado a este público, como violenta e intempestiva”; respaldó Marín su intervención otra vez: “Pidiendo que no se permitiese el cateo de allanamiento de las casas, para extraer de las mismas los contrabandos de Tabaco, sino que entrando éstos por las principales calles de los poblados se invigilasen y aprehendiesen en ellas”. Otra vez, las soluciones del Legislativo chocaban con la realidad política, esta vez contra el ánimo violento de las autoridades, especialmente las militares, ansiosas de ocasiones propicias para el botín.

Uno más de los temas tratados por los diputados del Constituyente fue el arreglo de la hacienda. Al respecto, en la sesión del 1 de marzo de 1822, Echenique explicó:

dado en el sistema de Hacienda, y cuya marcha se halle fijada por principios exactos de economía política: todos los desvelos del augusto Congreso deben tender hacia este esencial objeto, si hemos de conservar el Imperio, tener constitución, leyes, libertad y cuanto exige la armonía social para su estar… Sin Hacienda no lograremos llenar tan recomendables objetos; y no tendremos Hacienda si no enseñamos a inspirar confianza… Los medios de adquirirla no son desconocidos a V. M. [el Congreso]: una estricta economía en la administración; franqueza y liberalidad en las resoluciones; exactitud y escrupulosidad en los contratos, y cumplimiento de las obligaciones: últimamente, señor, un celo de V. M. hacia los beneméritos acreedores del Estado: no aquel celo tan proclamado, y jamás demostrado con que generalmente se han desacreditado los gobiernos, sino un celo de hecho que convenza y acredite al mundo la eficacia y esfuerzos de V. M. a corresponder a la interesante porción de ciudadanos con quienes se halla obligado el Imperio.

La proclamación imperial

Durante los primeros meses de su existencia —marzo, abril y las primeras semanas de mayo— el Congreso parecía enredado en una situación verdaderamente complicada: por una parte, la economía del Imperio seguía estancada, la minería, los obrajes, la agricultura, el comercio no daban signos de recuperación, y esa situación generalizada impedía a los diputados formular reglas fiscales estables, equitativas y practicables que dotaran al gobierno de los recursos mínimos para enderezar su autoridad; por otra, la astringencia de recursos introducía fuertes presiones en todos los ramos de la administración, en los ámbitos central y local, intensificadas por la demanda de recursos para el ejército. Este último justificaba sus demandas ante el aumento de amenazas internas y externas, levantamientos en el Imperio y el posible ataque de potencias extranjeras. El riesgo de invasión era el más grave, aunque no estaba desconectado de las posibles divisiones internas que el enemigo pudiera capitalizar; el Congreso consideraba de primera importancia el ánimo de las naciones extranjeras, centrando su atención en la respuesta que pudiera dar España a los Tratados de Córdoba: en caso de no aceptarlos era previsible un frente adverso a la independencia de parte de España y Francia, o tal vez una alianza mayor entre las potencias europeas; en caso de aceptar los tratados —aunque fuera lo menos probable—, era previsible que los conflictos entre iturbidistas, republicanos y borbonistas crecieran. Entre tanto, la incertidumbre tenía paralizado el Congreso.

El Constituyente, en consecuencia, no centraba sus labores en la redacción de una Constitución; había una comisión encargada, pero en abril el diputado Iriarte manifestaba sus dudas “entendiendo que la Comisión de Constitución estaba detenida hasta saber qué príncipe se ha de llamar al trono”.

Las amenazas, sin embargo, seguían aumentando y el ejército necesitaba armas y hombres para enfrentar enemigos potenciales. El Congreso no podía eludir entonces sus reclamos, siempre formulados en tono patético, sufriente, culpando a los diputados. Así, el 18 de marzo se informó al Constituyente “sobre deserciones de la tropa por falta de socorros y riesgo de que la caballada muera por no dársele los piensos de ordenanza”, y tres días después: “Que la tropa muere de hambre”. Para entonces, hacia la última semana de marzo, el Congreso había pedido a la Regencia ejecutar un dictamen aprobado sobre los sueldos del ejército, pero el Ejecutivo no obedecía el reglamento fijado, oponiéndole objeciones, tomando la opinión de una Junta de Generales encabezada por Iturbide. De esta forma las tensiones aumentaron y se polarizaron las posiciones del Congreso y la Regencia, que hacía suyos los reclamos del ejército, como que interesaban a Iturbide.

Las amenazas crecieron y con el movimiento de Dávila y los españoles que se reunieron en San Juan de Ulúa, las cosas se complicaron pues se consideraban una amenaza a la independencia. Esto hizo que el Constituyente mexicano procurara en adelante atender con urgencia los asuntos relativos al ejército, aceptando con temor el posible intento de reconquista. Ante esta situación, Iturbide se dirige a la Regencia el 15 de mayo para exponer su posición frente a las amenazas internas y externas del Imperio:

Ya he dicho repetidas veces que la patria peligra, que por todas partes está amenazada, que tiene enemigos dentro y fuera de sus términos, que son sus asesinos los que aludan, queriendo persuadir de que hay que temer, y que su libertad e independencia está asegurada.

Pidió Iturbide un ejército en pie para defender el Imperio, compuesto por 35 000 hombres, una fuerza insostenible con los recursos existentes, excesiva tal vez, pero que se justificaba, siempre según la valoración que hacía el generalísimo de las amenazas inminentes.

Pero mientras el Congreso ponderaba y deliberaba sobre la amenaza militar, el ejército definirá su postura. El 19 de mayo de 1822 se reunieron los diputados en sesión extraordinaria para conocer las consecuencias de este movimiento, encabezado por Iturbide y los iturbidistas, apoyado por la Regencia y el ejército.

Comenzó la sesión del Constituyente con la lectura de un oficio del ministro de Guerra, fechado a las 4:30 de la mañana del mismo día, que daba cuenta de las representaciones del ejército y el cual pedía al Ejecutivo mandar reunir al Congreso para darle a conocer el siguiente manifiesto, dirigido a la Regencia:

Los regimientos de Infantería y Caballería del ejército Imperial Mexicano existentes en esta capital, en masa y con absoluta uniformidad, han proclamado al serenísimo Sr. Generalísimo Almirante, Presidente de la Suprema Regencia D. Agustín de Iturbide, Emperador de la América Mexicana. Este pronunciamiento se ha seguido con las demostraciones más vivas de alegría y entusiasmo por el pueblo de esta capital, reunido aún en sus calles. Los Generales, Jefes y Oficiales que subscriben, se ocupan en conservar el orden y tranquilidad pública; y al mismo tiempo han creído de su deber manifestar a V. M. esta ocurrencia; para que tomándola en consideración, delibere sobre punto de tanta importancia.

Enseguida se leyó otro documento firmado por Iturbide, fechado el día anterior:

Mexicanos: Me dirijo a vosotros como un ciudadano que anhela el orden y ansía vuestra felicidad infinitamente más que la suya propia. Las vicisitudes políticas no son males cuando hay por parte de los pueblos la prudencia y la moderación de que siempre disteis prueba. El Ejército y el pueblo de esta capital acaban de tomar partido: al resto de la nación corresponde aprobarle o reprobarle: yo en estos momentos no puedo más que agradecer su resolución y rogarles, sí, mis conciudadanos, rogaros, pues los mexicanos no necesitan que yo les mande, que no se dé lugar a la exaltación de las pasiones, que se olviden los resentimientos, que respetemos las autoridades, porque un pueblo que no las tienen o que las atropella es un monstruo… La Nación es la patria: la representan hoy sus diputados: oigámosles: no dejemos un escándalo al mundo… La ley es la voluntad del pueblo: nada hay sobre ella; entendedme, y dadme la última prueba de amor que es cuanto deseo, y lo que colma mi ambición…

El Congreso debía responder entonces a la “prueba de amor” que pedía Iturbide. Más de 90 diputados había reunidos, y mucha gente alrededor que gritaba “¡Viva el emperador!”; la muchedumbre se alborotó aún más con la entrada del generalísimo. Algunos diputados, sorprendidos, encabezados entre otros por Guridi y Alcocer, propusieron consultar a las provincias, que con el voto de dos terceras partes de todas ellas se podría determinar la opinión del Imperio.

Las condiciones hacían entonces aceptable la proclamación imperial de Iturbide, salvando la dignidad del Congreso. Ante esta situación, se planteó una serie de posicionamientos dentro del Congreso de iturbidistas y borbonistas, que se alinearon en sus puntos coincidentes frente a los republicanos, por definición antimonárquicos; igualmente de iturbidistas y republicanos frente a los borbonistas, que idealizaban al príncipe europeo.

En general, toda intervención adversa a la proclamación de Iturbide fue suprimida por silbidos y abucheos; las otras fueron exaltadas en sus conclusiones por el aplauso, reduciéndose la discusión a la cuestión de si los poderes del Congreso eran bastantes para proceder a la proclamación; en un momento de mucho bullicio se pidió orden y comenzó la votación, al grito de “Viva el Emperador, viva Agustín primero”. Resultó del escrutinio que 67 diputados votaron por la proclamación inmediata y 15 por la consulta a las provincias. Publicada la votación, con un muy significativo gesto —que recuerda el día de la instalación del Constituyente—, el presidente del Congreso cedió a Su Majestad Ilustrísima el asiento que le correspondía bajo el solio. Iturbide dejó el salón en medio del entusiasmo general, como emperador de los mexicanos.

La disolución del Congreso y el reglamento

La proclamación imperial había sido cuestionada por algunos tanto en forma como en fondo, lo que podía considerarse como un elemento que permitía vaticinar los problemas que enfrentaría; sin embargo, eso no fue lo decisivo para el fracaso fulminante del Imperio. Era un imperio falso. Era un imperio en construcción, prácticamente inexistente, imaginario; sin apoyo popular y sin estructura política; que carecía de los recursos necesarios para afirmar su autoridad y poder; al que le faltaban los medios institucionales, materiales y humanos tanto para controlar los monopolios fiscal y de las armas como para lograr la obediencia; sin capacidad alguna para garantizar el cumplimiento del derecho.

Por ello, la forma en que había de organizarse el imperio proyectado fue la primera cuestión de los diputados, comenzando con su forma de gobierno. El artículo 3° del Plan de Iguala decía que la independiente Nación mexicana sería una “monarquía moderada con arreglo a la Constitución peculiar y adaptable” del país. Formar esa Constitución era, consecuentemente, el objeto del Congreso convocado por la Suprema Junta Provisional Gubernativa, según el artículo 12 de los Tratados de Córdoba. Pero lo único que se tenía de la proyectada Constitución en el momento de la proclamación de Iturbide eran las llamadas Bases Fundamentales de la Constitución del Imperio, que comprendían tanto el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba como algunas disposiciones provisionales de la junta y del Congreso, que, en lo que no les fuera contrario, dejaban vigente la Constitución de Cádiz.

Así, la Constitución de Cádiz era el modelo de los borbonistas constitucionalistas —y el paradigma de la época para una “monarquía constitucional”, como pedían las bases fundamentales de la Constitución del Imperio en lo que tocaba a la forma de gobierno—; pero esa Constitución ahora se adecuaba a los intereses inmediatos de los iturbidistas, en el papel.

Poco había escrito “en el papel” a la verdad. La Constitución estaba por hacerse y había una legislación confusa, contradictoria, que el Emperador juraba guardar: “La Constitución que formare dicho Congreso, y entre tanto la española que está vigente, y así mismo las leyes, órdenes y decretos que ha dado, y en lo sucesivo diere el repetido Congreso”, que en suma producía una realidad jurídica de total incertidumbre.

Pero la existencia de muchos ordenamientos o, mejor, la inexistencia de un único ordenamiento firme, estable, era tan sólo una parte del problema. Lo preocupante de la situación era la inobediencia generalizada de la ley, cualquiera que ésta fuera.

El Congreso entonces comenzó a enfrentar problemas tendientes a disminuir su legitimidad. Se repartió entre el público, por ejemplo, un papel con el título “Hay algunos diputados cuyo nombramiento es nulo” y algún diputado comentó: “Ya se han publicado otros de igual naturaleza en los que se ataca nada menos que la capacidad legal del soberano Congreso. Si es cierto que en el seno de Vuestra Soberanía hay diputados cuya elección sea viciada, las leyes en que éstos tomen parte irán marcadas con el sello de nulas”. Pero el ataque contra los diputados llegó del gobierno durante el mes de agosto. Así se proyectaron para muchos las intenciones del emperador Iturbide: debilitar y dividir la fuerza de oposición.

Lo que siguió a este hecho fue el arresto de 14 diputados, entre ellos Mier, Bustamante, Fagoaga, Lombardo, Carrasco, Sánchez Tagle y otros sospechosos de conspiración. El Congreso se reunió el 27 de agosto de 1822 en sesión extraordinaria y secreta; su presidente leyó un oficio dirigido al capitán general de la provincia:

He tenido repetidos avisos de que existen en esta corte rumores de alguna consideración, y aun de haberse visto tropa armada en la casa de algunos señores diputados con el destino de prenderlos, atentándose de este modo contra la seguridad del soberano Congreso. V. E. sabe muy bien la inviolabilidad de que están revestidos, y a V. E. como que tiene el mando de las armas de esta provincia, le hago responsable en nombre de la nación de todas las infracciones de leyes que se cometieren, como Presidente del Congreso, mientras éste puede deliberar sobre la pública tranquilidad; y la recomiendo entre tanto a V. E. como encargado de la de esta Corte.

También se leyó la respuesta que le había hecho llegar el mismo capitán el día 27: “Debo decirle, que habiendo recibido órdenes de S. M. I. por conducto del Excmo. Sr. Ministro de Estado y Relaciones Interiores… he procedido consiguiente a ellas”. Por su parte, el Ministerio de Relaciones informaba a los diputados libres del Congreso:

En efecto se ha verificado [el arresto] con arreglo a los artículos 170 y 171 de la Constitución, como complicados en la conspiración que se estaba al estallar contra el actual sistema de gobierno, según resulta evidentemente comprobado en la causa formada con que se dará cuenta al soberano Congreso, por lo respectivo a sus individuos, luego que se concluyan las diligencias que activamente se están practicando; pudiendo entretanto la representación nacional descansar tranquila…

El Congreso llamó al ministro, que se limitó a justificar la medida de acuerdo con el artículo 170 de la Constitución de Cádiz: “La potestad de hacer ejecutar las leyes reside exclusivamente en el Rey, y su autoridad se extiende a todo cuanto conduce a la conservación del orden público en lo interior, y a la seguridad del Estado en lo exterior, conforme a la Constitución y a las leyes”. Los diputados alegarían el 172, contra Iturbide, sus ministros y oficiales:

Las restricciones de la autoridad del Rey son las siguientes: …Undécima. No puede el Rey privar a ningún individuo de su libertad, ni imponerle por sí pena alguna. El secretario del Despacho que firme la orden, y el juez que la ejecute, serán responsables a la Nación, y castigados como reos de atentado contra la libertad individual. Sólo en el caso de que el bien y seguridad del Estado exijan el arresto de alguna persona, podrá el Rey expedir órdenes al efecto; pero con la condición de que dentro de cuarenta y ocho horas deberá hacerla entregar a disposición del tribunal o juez competente.

Las 48 horas de que hablaba la ley pasarán. Para finales de octubre, los diputados tendrían que alegar la primera de las restricciones de la autoridad regia, según la misma Constitución gaditana: “Artículo 172… No puede el Rey impedir bajo ningún pretexto la celebración de las Cortes en las épocas y los casos señalados por la Constitución, ni suspenderlas ni disolverlas, ni en manera alguna embarazar sus sesiones y deliberaciones. Los que le aconsejasen o auxiliasen en cualquiera tentativa para estos actos, son declarados traidores, y serán perseguidos como tales”.

La medida de Iturbide victimizaba y reorientaba los sentimientos a favor de los diputados. Por ello, y ante la disminución de su poder por los decretos de formación del Consejo de Estado y el Supremo Tribunal de Justicia, recurriría a medidas extraordinarias, propiamente dictatoriales, concentrando todos los poderes. El 31 de octubre se presentó al salón de los diputados un brigadier, interrumpiendo la sesión, y mientras sacaba un reloj, dijo al presidente del Congreso:

Excelentísimo Señor: Sírvase Vuestra Excelencia dar sus órdenes a fin de que el Comandante de la Guardia se ponga con la ropa de su mando a las órdenes del jefe que se presenta con una [orden] mía al efecto. Y lo traslado a usted a fin de que dé el más exacto cumplimiento de esta imperial determinación…

Señor Comandante de la Guardia del Congreso… Si el Congreso no está disuelto diez minutos después de haber V. S. entregado el adjunto oficio a su Presidente, hará V. S. saber a éste que usará la fuerza para dar cumplimiento a lo prevenido. Si a pesar de esta intimación dentro de otros diez minutos continúa reunido, procederá V. S. en efecto a disolverlo militarmente…

[Oficio] Agustín, por la Divina Providencia y por el Congreso de la nación, primer Emperador constitucional de México, y gran Maestre de la Orden Imperial de Guadalupe, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: Tomé a mi cargo la Independencia de la patria: el término de esta empresa es verla constituida; mientras no llegue, soy responsable del éxito; éste es inasequible por no haber llegado el Congreso constituyente sus deberes con la preferencia que exigen las circunstancias críticas de la nación; para libertarla de los grandes males que la amenazan, es preciso tomar medidas enérgicas con que se logre tan importante fin. De esta clase son las siguientes:

Primero. Quedará disuelto el Congreso en el momento en el que se le haga saber este decreto.

Segundo. Continúa la representación nacional, ínterin se reúne un nuevo Congreso, en una junta compuesta de dos diputados de cada provincia de las que tienen mayor número, y de uno en las que sea único, y ocho suplentes cuyas personas designaré.

Sexto. La Junta se reunirá para comenzar sus funciones el día 2 del próximo noviembre, a las diez de la mañana…

Lo tendré entendido para su cumplimiento y dispondréis se imprima, publique y circule. Rubricado de imperial mano.

Después del arresto de algunos diputados y de la disolución formal del Congreso, quiso el Emperador conservar la “representación nacional”, con una institución hecha para las circunstancias, llamada Junta Nacional Instituyente. Iturbide eligió a los diputados que debían permanecer, nombrando no sólo de entre sus favoritos o incondicionales aliados, sino incluso de entre la oposición, aunque moderada, incluido por ejemplo Bocanegra. El 2 de noviembre se reunieron 47 individuos con fines contradictorios, según establecían las Bases Orgánicas de la Junta Nacional Instituyente: debían convocar un nuevo Congreso, como lo proponía, entre otros, Lorenzo de Zavala; debían también formar un proyecto de Constitución.

Pero la capacidad de acción de la Junta Instituyente sería nula por las circunstancias que gravitan sobre el Imperio. El Emperador intentaría al menos someter a la junta, imponiendo en su reglamento interno que, en delitos de lesa Majestad Divina o humana, no gozarían los diputados de fuero ni privilegio alguno, sino que serían juzgados como del común. En diciembre, Andrés Quintana Roo presentó a la Junta Instituyente una ley, aprobada sin dificultad, que dotaba en lo sucesivo al gobierno de instrumentos bastantes para abreviar los procedimientos contra aquellos involucrados en maquinaciones contra el Imperio o contra la sagrada persona del Emperador. Para entonces se conocían levantamientos que inquietaban al gobierno y que, efectivamente, producirían meses después, en marzo de 1823, su ruina.

Durante la última semana de 1822 y la primera de 1823 se presentaba a la Junta Instituyente un proyecto constitucional; aquí coincidirán Bocanegra y Zavala: no era momento para discutir constituciones; además, la junta no tenía la representación nacional. Los proyectistas firmantes fueron Toribio González, Antonio José Valdés y Ramón Martínez de los Ríos; llevaba el título de “Proyecto de Reglamento Político de Gobierno del Imperio Mexicano”, con fecha del 18 de diciembre, y contenía a la cabeza la siguiente declaración:

Porque la Constitución española es un código peculiar de la nación de que nos hemos emancipado: porque aun respecto de ella ha sido el origen y fomento de las horribles turbulencias y agitaciones políticas en que presente se halla envuelta… y porque… el emperador ha manifestado la urgentísima necesidad que tenemos de un reglamento propio para la administración, buen orden y seguridad interna y externa del Estado, mientras que se forma y sanciona la Constitución política que ha de ser la base fundamental de nuestra felicidad y la suma de nuestros derechos sociales: la Junta Instituyente acuerda sustituir a la expresada Constitución española el reglamento político que sigue…

Otros asuntos —los mismos arrastrados en el último año: hacienda y ejército— ocuparon a la Junta Nacional Instituyente, pero en enero-febrero de 1823 se discutió en general el proyecto; el 14 de febrero se venció la resistencia de los opositores: la junta aprobaría que tenía poderes bastantes para expedir el reglamento; la Constitución española no podía seguir rigiendo los destinos del Imperio y, en ese sentido, se concretaba el artículo 1° del proyecto: “Desde la fecha en que se publique el presente Reglamento, queda abolida la Constitución española en toda la extensión del Imperio”. Contiene 100 artículos, que comenzaron a discutirse el 18; se debatió el exordio, se aprobó. Pero el articulado no podría discutirse debido a los trastornos del momento: la junta se concentró con toda preferencia en la convocatoria del nuevo Constituyente.

El “Proyecto de Reglamento Político de Gobierno del Imperio Mexicano”, también conocido en la historia constitucional mexicana como “Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano”, pese a proponer la derogación de la Constitución gaditana en su primer artículo, en el artículo 2° señalaba:

Quedan, sin embargo, en su fuerza y vigor las leyes, órdenes y decretos promulgados anteriormente en el territorio del imperio hasta el 24 de febrero de 1821, aunque no pugnen con el presente reglamento, y con las leyes, órdenes y decretos expedidos, o que se expidieren en consecuencia de leyes, órdenes y decretos expedidos o que se expidieren en consecuencia de nuestra Independencia.

Habría una comisión que se encargaría de depurar las leyes expedidas por las Cortes españolas, adecuándolas al reglamento. Éste se ajustaría en cierto modo a las bases fundamentales de la Constitución del Imperio, adecuando algunos artículos a la situación histórica concreta, determinada en alto grado por las polémicas políticas que en el Imperio se suscitaban. En el artículo 3° se defendía la “garantía religiosa”, conservando, según el artículo 4°, todos los fueros y preminencias del clero regular y secular, con lo que se restableció la orden de los jesuitas. El 5° se refería a la independencia y la forma de gobierno:

La nación mexicana es libre, independiente y soberana: reconoce iguales derechos en las demás que habitan en el globo: y su gobierno es monárquico-constitucional representativo y hereditario, con el nombre de Imperio mexicano.

La garantía de la unión se defendía enseguida: “Art. 6. Es uno e indivisible [el Imperio], porque se rige por unas mismas leyes en toda la extensión de su territorio, para la paz y armonía de sus miembros…”, y en el 7°: “Son mexicanos sin distinción de origen todos los habitantes del Imperio, que en consecuencia del glorioso grito de Iguala han reconocido la Independencia…”.

Declaraba también algún principio que pretendía ser liberal, y no: “Art. 9. El gobierno mexicano tiene por objeto la conservación, tranquilidad y prosperidad del Estado y sus individuos, garantizando los derechos de libertad, propiedad, seguridad e igualdad legal, y exigiendo el cumplimiento de los deberes recíprocos”. Pero inmediatamente lo limitaba, siempre en atención a las circunstancias del día:

Art. 10. La casa de todo ciudadano es un asilo inviolable. No podrá ser allanada sin consentimiento del dueño o de la persona que en el momento haga veces de tal, que no podrá negar a la autoridad pública para el desempeño de sus oficios. Eso se entiende en los casos comunes; pero en los delitos de lesa Majestad Divina y humana, o contra las garantías, y generalmente en todos aquéllos en que el juez, bajo su responsabilidad, califique que la ligera tardanza que demandan estas contestaciones puede frustrar la diligencia, procederá al allanamiento del modo que estime más seguro…

Y en el siguiente artículo también se hacía la acotación: “Art. 11. La libertad personal es igualmente respetada. Nadie puede ser preso ni arrestado sino conforme a lo establecido en la ley anterior…”. El 12 declaraba: “La propiedad es inviolable…”, pero inmediatamente: “Art. 13. El Estado puede exigir el sacrificio de una propiedad particular para el interés común legalmente justificado…”. El artículo 17 presentaba las mismas precauciones:

Nada más conforme a los derechos del hombre, que la libertad de pensar y manifestar sus ideas: por tanto, así como se debe hacer un racional sacrificio de esta facultad, no atacando directa ni indirectamente, ni haciendo, sin previa censura, uso de la pluma en materias de religión y disciplina eclesiástica, monarquía moderada, persona del Emperador, independencia y unión, como principios fundamentales, admitidos y jurados por toda la nación desde el pronunciamiento del Plan de Iguala, así también en todo lo demás, el gobierno debe proteger y protegerá sin excepción la libertad de pensar, escribir por la imprenta cualquier [sic] conceptos o dictámenes, y empeña todo su poder y celo en alejar cuantos impedimentos puedan ofender este derecho que mira como agrado.

Los artículos 18 y 19 introducían las disposiciones oportunas que habrían de perfeccionar la censura. El gobierno que —según el artículo 5°— era “monárquico-constitucional representativo y hereditario”, se componía de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, siendo los tres “incompatibles en la misma persona o corporación” (artículo 23). Sin embargo, también aquí había límites notables al principio enunciado. El poder Legislativo, siempre según el reglamento, lo formaba la Junta Nacional Instituyente provisionalmente y estaba sujeto a unas “Bases Orgánicas” (artículo 25), dadas en forma de reglamento por el Emperador el 2 de noviembre de 1822. El punto 1 de dichas bases daba a la junta la iniciativa constitucional, pero el 5 señalaba que: “La Junta conservará para su representación el ejercicio del poder legislativo en todos los casos que… proponga como urgente el poder ejecutivo”.

No sólo el Emperador tenía la iniciativa de ley, sino que en todo debate parlamentario, incluido el Constituyente, podía presentar oradores a la junta (punto 6). El punto 2 de las bases prevenía la lucha de opiniones en el proceso constituyente, y en especial procuraba evitar el enfrentamiento con el Emperador, dándole toda preferencia: “Acompañará al proyecto de Constitución la correspondiente Ley Orgánica que determine… y satisfaga al interesante objeto de preservar los choques y razonamientos de los poderes legislativo y ejecutivo en este punto, para lo cual, procederá de acuerdo con el último”. El poder Ejecutivo residía en el Emperador, y entre sus facultades podía establecer los tribunales de justicia que fueran necesarios y nombrar a los jueces a propuesta del Consejo de Estado (artículo 30, fracción 9). De este modo el “Proyecto de Reglamento Político de Gobierno del Imperio Mexicano” devolvía al Emperador todas las facultades que el disuelto Congreso le había regateado.

La Junta Nacional Instituyente no discutiría el articulado del reglamento del Imperio, ni el Ejecutivo presionaría para su aprobación y promulgación. Levantamientos armados lo impedirían. Lo que se tenía en lugar de la Constitución era, como lo diría Bocanegra, una improvisada “monarquía de imitación y en papel”.

El Plan de Veracruz y el Acta de Casa Mata

La inestabilidad en el Imperio se acentuó cuando el general Lemour sustituyó al general Dávila en Veracruz, que permanecía en la fortaleza de San Juan de Ulúa y que, como resultas, a finales de octubre inició hostilidades. En noviembre, el Emperador no sólo firmaba un decreto de guerra contra España, sino que tendría que salir precipitadamente hacia Jalapa. En este punto, la tempestad se precipitó y se comenzó a dar una serie de acontecimientos que harían que el Emperador, ni siquiera con una Junta Instituyente a modo, no pudiera vencer las penurias económicas ni los predicamentos ocasionados por los españoles en la fortaleza de Veracruz.

De regreso a la ciudad de México había nuevos motivos de desvelo. El brigadier Antonio López de Santa Anna, después de una accidentada entrevista con Iturbide en Jalapa, el 2 de diciembre, lanzó una proclama: se alzaba con su regimiento apoyado tanto por jefes y oficiales como por los soldados, desconociendo en lo inmediato el mando del capitán general, mariscal de campo, Echávarri, a quien el Emperador había puesto como comandante en jefe de la División del Sur. Guadalupe Victoria bajó por esos días de la sierra y Santa Anna lo nombraría generalísimo. El levantamiento se propagó.

El 6 de diciembre, Victoria y Santa Anna hicieron un pronunciamiento, el Plan de Veracruz. El documento manifiestaba la defensa de la religión (artículo 1°), la independencia (artículo 2°), la soberanía nacional representada por el Congreso (artículo 3°) y la libertad para decidir la forma de gobierno (artículos 4° y 5°):

Art. 6. A éste [el soberano Congreso] toca única y exclusivamente examinar el voto de las Provincias, oír a los sabios y escritores públicos, y, en fin, después de maduro examen, declarar la forma de su Gobierno, fijar los primeros funcionarios públicos y dictar sus leyes fundamentales sin que persona alguna, sea de la graduación que fuese, pueda hacerlo, pues la voluntad de un individuo o de muchos sin estar legítimamente autorizados al efecto por los pueblos, jamás podrá llamarse la voz de la Nación.

Art. 7. Lo mismo es que el Congreso Constituyente nada haya declarado, que el haberlo hecho con violencia y sin libertad.

Art. 8. Según lo expuesto, es evidente que, habiendo D. Agustín de Iturbide atropellado con escándalo al Congreso de su mismo seno… faltando con perfidia a sus solemnes juramentos, y prevaliéndose de la intriga y la fuerza, como es público y notorio, para hacerse Emperador, sin consultar tampoco el voto general de los pueblos, la tal proclamación es a todas luces nula, de ningún valor ni efecto, y mucho más cuando para aquel acto de tanto peso, del que iba a depender la suerte de la América, no hubo Congreso por haber faltado la mayor parte de los diputados.

Se declaraba nula la coronación; no debían por tanto obedecerse las órdenes del Emperador —quien tendría que responder ante la Nación por sus crímenes (artículo 9°)—, pero además, no había ninguna autoridad legítimamente constituida (artículo 13). Debía reunirse en consecuencia el soberano Congreso (artículo 14) en total libertad (artículo 15), y entonces constituir el poder Ejecutivo, de manera provisional, hasta que se declarara la constitución permanente del Estado (artículo 16). El Plan de Veracruz recibió algunas aclaraciones en su proclamación sobre la unión de europeos y americanos, la igualdad y libertad, pero también el respeto de los fueros eclesiásticos; anunciaba además la creación de un Ejército Libertador formado por los cuerpos ya existentes que aceptaran el plan. Interesa la aclaración:

Vigésima-segunda. Por último, todo lo que se previene en el presente Plan, ha de entenderse sin perjuicio de las altas facultades del soberano Congreso, el que, ya reconocido libre, podrá hacer las variaciones convenientes, según lo pide la naturaleza de los asuntos que en él se refieren, pues estamos muy lejos de imitar arbitrariedad y conducta de aquella que se han querido arrogar lo que sólo es privativo a la soberanía nacional.

De este modo no sólo se presentaba una opción constitucional libre de las ataduras de las bases fundamentales de la Constitución del Imperio mexicano, con sus lastres dogmáticos, insostenibles ya, del Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, sino que el Plan de Veracruz desvinculaba de sus propios principios al Constituyente: “Todo lo que se previene en el presente Plan, ha de entenderse sin perjuicio de las altas facultades del soberano Congreso”. Tal flexibilidad sería decisiva.

Un mes después, en enero, el prestigio de distinguidos insurgentes, Nicolás Bravo y Vicente Guerrero, se sumó, como lo cita Manuel Calvillo en La República federal mexicana. Gestación y nacimiento, al Plan de Veracruz. Desde Chilapa, el 13 de enero, expresan su sentir:

Penetrados de los clamores que la Nación reclama y suspira por su libertad, tenemos hoy la noble osadía de negar la obediencia al que se nombra Emperador, porque siendo nulo como es el acto de su proclamación, no estamos en el caso de sostenerla… sólo aspiramos por nuestra libertad, por la restitución de nuestro Congreso Constituyente, que es la única legítima representación nacional y que se halla ultrajada en los más ominosos términos… Restituido pues nuestro Congreso, y en actitud de obrar, declarará libre y espontáneamente por medio de la Constitución, la clase de gobierno que nos ha de regir.

Guerrero y Bravo, sin embargo, ofrecían otra perspectiva del levantamiento contra el Emperador. Afirmaban que el ejército que se había puesto en armas y reclamaba la libertad era el mismo Ejército Trigarante, y reclamaban que se cumpliera el Plan de Iguala al menos en el punto que prometía una representación nacional libre, con la reinstalación del Congreso.

Mientras la Junta Instituyente se debatía entre el arreglo de la hacienda y el “Proyecto de Reglamento Político de Gobierno del Imperio Mexicano”, el 1 de febrero, en el cuartel general de Casa Mata —cerca de Veracruz—, los oficiales al mando de las tropas imperiales —encabezadas por Echávarri—, que tenían órdenes de sofocar a los pronunciados, dejaron de combatir y pronunciaron el Acta de Casa Mata, que expresaba la adhesión de 34 generales a favor de la reinstalación del Congreso. Este documento fue enviado al Emperador para su atenta consideración: “Artículo 1. Siendo inconcuso que la soberanía reside esencialmente en la Nación, se instalará el Congreso a la mayor brevedad”.

El Acta de Casa Mata señalaba también que el ejército no atentaría jamás contra la persona del Emperador, porque lo consideraba como decisivamente adicto a la representación nacional. Además, el ejército tomaría sus cuarteles en las villas o lugares que exigiesen las circunstancias, sin que pudiera disolverse con ningún pretexto, sin el consentimiento del soberano congreso, porque éste era el único apoyo sobre el que ese órgano colegiado podía contar para la libertad de sus deliberaciones.

Lo decisivo del Acta de Casa Mata era, de esta forma, su significado militar: las tropas imperiales y los rebeldes podían pactar —como sucedió, al día siguiente, el 2 de febrero— quedando unidas las divisiones del ejército que comandaban ambos bandos para avanzar hacia el centro del Imperio. En Oaxaca, Guadalajara, Guanajuato, San Luis Potosí, Querétaro, Michoa­cán… se extendió la aversión a Iturbide y la Adhesión al Acta de Casa Mata, que además proponía la reinstalación del Congreso, el cual debía convocar a una nueva representación nacional, introduciendo para las provincias el incentivo de participar en su formación. Combatido en todos los frentes, el 4 de marzo de 1823, el Emperador decretó la reinstalación del Congreso; tres días después se juntarían los diputados.

El 7 del mismo mes se reuniría el Congreso: 54 diputados del Constituyente; lo primero en sus sesiones será informarse sobre los últimos acontecimientos, en especial atenderían el Acta de Casa Mata, enviando comisionados a tratar con sus jefes; pero no fueron aceptados sus acercamientos. El Ejército Libertador avanzaría hasta situarse a la vista de México, para forzar la abdicación del Emperador, propuesta al Congreso el 20 de marzo de 1823. Las palabras, lastimosas, patéticas del Emperador fueron pocas:

Segundo. La corona la admití con suma repugnancia, sólo por servir a la Patria; pero desde el momento en que me entreví que su conservación podría servir sino de causa, al menos de pretexto para una guerra intestina, me resolví a dejarla. No hice yo abdicación de ella, porque no había representación nacional reconocida generalmente, y por lo mismo era inútil toda gestión sobre la materia, y aun habría sido tal vez perjudicial; hay ya el reconocimiento, y hago por tanto la abdicación absoluta.

Tercero. Mi presencia en el país será siempre pretexto para desavenencias, y se me atribuirán planes en que nunca pensara y para evitar aun más la remota sospecha, me expatriaré gustoso y me dirigiré a una nación extraña.

Cuarto. Diez o quince días serán suficientes para arreglar mis asuntos domésticos y tomar medidas para conducir a mi familia en unión mía…

El Congreso no admitiría la abdicación de la corona de México. Rechazaría la existencia de tal corona y declararía inexistente la coronación: cosa imaginaria y sin realidad jurídica alguna; a Iturbide se le conduciría a Veracruz, a la Antigua. Desde ahí, el 11 de mayo se embarcó en un buque inglés. Un día regresaría a México, pero no al Imperio.

La Constitución de 1824

El Plan de la Constitución Política de la Nación Mexicana

El Acta de Casa Mata, como ya se mencionó, fue una respuesta ante los ataques de Iturbide hacia el Congreso, pues con la disolución de ese órgano colegiado se dio un vacío de representación nacional que afectó profundamente a la Nación. Frente a ello, Agustín de Iturbide trató de corregir el camino y aminorar las protestas que se le presentaban restituyendo el Congreso por medio de un decreto expedido el 4 de marzo de 1823; sin embargo, los antiguos diputados tuvieron que afrontar nuevos problemas para tratar de sentar las bases de organización que sirvieran a una nación que se enfrentaba a un gran número de vicisitudes. Uno de los temas que ocupó en buena medida la atención de los diputados fue la instauración del nuevo congreso. Para tal efecto, Bocanegra acordó dictar las bases constitucionales que deberían regir el trabajo de la asamblea a fin de que, posteriormente, se publicara la convocatoria para el nuevo congreso que se encargaría de elaborar el texto constitucional. No obstante lo anterior, las circunstancias hicieron que el 21 de mayo se invirtiera este orden y, por el voto de 71 diputados a favor y 33 en contra, se determinó que la convocatoria del nuevo constituyente se estableciera en primer término y, posteriormente, se dictaran las bases constitucionales.

Una vez aprobada la convocatoria, el Congreso se ocupó de la redacción de las bases constitucionales; el 28 de mayo se presentó el Plan de la Constitución Política de la Nación Mexicana. Este documento —firmado por José del Valle, Juan de Dios Mayorga, Servando Teresa de Mier, José Mariano Marín, Lorenzo de Zavala, José María Ximénez, José María Bocanegra y Francisco María Lombardo— estableció en sus líneas preliminares:

El congreso de diputados elegidos por la nación mexicana, reconociendo que ningún hombre tiene derecho sobre otro hombre, si él mismo no se lo ha dado: que ninguna nación puede tenerlo sobre otra nación, si ella misma no se lo ha otorgado: que la mexicana es por consecuencia independiente de la española y de todas las demás, y por serlo tiene potestad para constituir el gobierno que asegure más su bien general…

De esta forma, el Plan de la Constitución Política de la Nación Mexicana, con el fin de dar respuesta al descontento que a raíz de la independencia mostraron las provincias, señalaba, en primer término (punto primero), que “La nación mexicana es la sociedad de todas la provincias del Anáhuac ó N. España, que forman un todo político”. Inmediatamente después, establecía una serie de derechos a favor de los ciudadanos que la componían, entre los que se encontraban el de libertad, que era, según el texto, el de “pensar, hablar, escribir, imprimir y hacer todo aquello que no ofenda los derechos de otro”; el de igualdad, que fue definido como el derecho de “ser regidos por una misma ley sin otras distinciones que las establecidas por ella misma”; el de propiedad que era contemplado como el de “consumir, donar, vender, conservar o exportar lo que sea suyo, sin más limitaciones que las que designe la ley”, y el de “no haber por ley sino aquella que fuese acordada por el congreso de sus representantes”.

Pero al tiempo que establecía derechos, el texto también determinaba deberes a los ciudadanos. El primero de ellos, siguiendo la línea de la intolerancia religiosa propia del constitucionalismo nacional de la época, era profesar la religión católica, apostólica y romana como la única del Estado. Asimismo, se establecían los deberes de respetar a las autoridades legítimamente establecidas, de no ofender a los semejantes y de cooperar para el bien general de la Nación.

Otro de los elementos a destacar en el plan era la concepción de que en él se reflejaba la soberanía. Ésta pertenecía a la Nación y era única, inalienable e imprescriptible. En uso de esta soberanía, se establecía que la Nación mexicana era una república representativa y federal, que ejercía sus derechos por medio: “1º, de los ciudadanos que eligen á los individuos del cuerpo legislativo; 2º, del cuerpo legislativo que decreta las leyes; 3º, del ejecutivo que las hace cumplir á los ciudadanos; 4º, de los jueces que las aplican en las causas civiles y criminales; 5º, de los senadores que las hacen respetar a los primeros funcionarios”.

La instrucción era otro de los temas trascendentes en el plan, pues en él podía leerse que la ilustración era el origen de todo bien individual y social. Con el fin de difundirla y adelantarla, se hacía mención de que todos los ciudadanos podían formar establecimientos particulares de educación, que se sumarían a los institutos públicos que existirían: uno central en el lugar que designara el cuerpo legislativo, y otro provincial en cada una de las provincias.

El plan, sin embargo, no alcanzó a ser discutido, aunque sus postulados fueron retomados por el Congreso y, por tanto, influyó en la redacción del texto constitucional de 1824.

El Acta Constitutiva de la Federación Mexicana

El 27 de octubre de 1823 se reunieron 62 diputados con el fin de iniciar los trabajos preparatorios y, algunos días después, el 7 de noviembre, se designó como presidente del nuevo Congreso a Miguel Guridi y Alcocer, en ceremonia solemne en la que estuvo presente el Supremo Poder Ejecutivo.

Los trabajos del Congreso, como anunció el presidente de éste en la ceremonia de instalación de la asamblea, comenzarían al día siguiente para elaborar el texto fundamental que la Nación demandaba. En ese Congreso ya no existía un partido monárquico, pero, eso sí, en los partidos centralista y federalista había destacados personajes. En el primero figuraban los diputados Becerra, Jiménez, Mangino, Cabrera, Espinosa, Mier, Ibarra y Paz, mientras que en el segundo pueden mencionarse a Ramos Arizpe, Rejón, Vélez, Gordoa, Gómez Farías y García Godoy.

Miguel Ramos Arizpe fue nombrado presidente de la Comisión de Constitución, lo que ya anunciaba los resultados que finalmente se tendrían en las labores del Constituyente. Y es que ante la historia reciente era evidente que el régimen que debía adoptarse era el republicano; sin embargo, lo que no quedaba claro era cuál de las dos visiones contrapuestas que ocuparon los debates prevalecería: el de una República centralista o una federal. Finalmente, prevaleció la idea federalista y se redactó un proyecto de Acta Constitutiva de la Federación compuesto por 36 artículos influidos por las ideas de Rousseau y Montesquieu, de las contenidas en la Constitución de 1812, del constitucionalismo francés y de parte del angloamericano. En este texto se presentaba un esbozo de la incipiente Nación mexicana que serviría como modelo para las discusiones que dieron origen a la Constitución de 1824.

Hay quienes dicen que la reunión del Congreso se debió a la presión de las provincias, que reclamaban un diseño constitucional acorde con sus necesidades; sin embargo, otros, como fray Servando Teresa de Mier, señalaban que el hecho de que no se hubieran concluido los trabajos del primer Congreso se debía a que el momento que se vivía bajo la sombra de Iturbide no era el más benéfico. En este sentido, el padre Mier señaló en su profecía sobre la Federación mexicana:

Permítaseme notar aquí, que aunque algunas provincias se han vanagloriado de habernos obligado a dar este paso y publicar la convocatoria, están engañadas. Apenas derribado el tirano se reinstaló el Congreso, cuando yo convoqué a mi casa una numerosa reunión de Diputados, y les propuse que declarando la forma de gobierno republicano, como ya se habían adelantado a pedirla varios diputados en proporciones formales, y dejando en torno del gobierno, para que lo dirigiese, un Senado provisional de la flor de los liberales, los demás nos retirásemos convocando un nuevo Congreso. Todos recibieron mi proposición con entusiasmo y querían hacerla al otro día en el Congreso. Varios diputados hay en vuestro seno de los que concurrieron y pueden servirme de testigos. Pero las circunstancias de entonces eran tan críticas para el gobierno, que algunos de sus miembros temblaron de verse privados un momento de las luces, el apoyo y prestigio de la representación nacional. Por este motivo fue que resolvimos trabajar inmediatamente un proyecto de bases constitucionales, el cual diese testimonio a la nación, que si hasta entonces nos habíamos resistido a dar una constitución, aunque Iturbide nos la exigía, fue por no consolidar su trono; pero luego que logramos libertarnos y libertar a la nación del tirano, nos habíamos dedicado a cumplir el encargo de constituirla…

Y en efecto, Servando Teresa de Mier y otros diputados, como ya se vio, habían trabajado arduamente en la consolidación del Plan de la Constitución Política de la Nación Mexicana, del que se retomarían muchos postulados durante la redacción del Acta Constitutiva.

En los trabajos en los que se discutió el acta se presentaron temas que provocaron importantes debates y otros en los que hubo consenso de inmediato. Entre estos últimos se encontraba el relativo a la religión católica, que en el proyecto recogió la esencia de los antecedentes inmediatos:

Artículo 4º. La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra.

Otros aspectos, sin embargo, no se resolvieron de forma tan sencilla. Si bien es cierto que la idea de que la Nación adoptara la forma de una república popular fue aprobada por unanimidad, otros temas fueron objeto de intenso debate. El hecho de que se adoptara una república “federal” provocó opiniones encontradas entre los diputados que discutieron el Acta Constitutiva. Así, por ejemplo, Berruecos hizo patente su desconfianza en la forma federal, al señalar que la Nación no se encontraba en estado de decidirse expresamente por el federalismo, ya que el pueblo no estaba instruido en lo que hacía a las desventajas de ese sistema, por lo que proponía pasar, en primer término, por una república central. Finalmente, la denominación de “federal” se aprobó por 72 votos contra 10, pero en este rubro se presentaron debates muy acalorados.

Sobre la soberanía, surgieron en los debates interpretaciones diversas. Ramos Arizpe, por ejemplo, refirió que la soberanía era la suma de los derechos de los individuos que componían la Nación, mientras que Guridi y Alcocer insistía en que debía asentarse en el proyecto que la soberanía residía radicalmente en la Nación y que era inalienable e imprescriptible. Por su parte, Tereno replicó: “Radicalmente u originariamente quiere decir [la soberanía] que en su raíz, en su origen tiene la Nación este derecho, pero que no es derecho inherente a ella y esencialmente expresa que ese derecho coexiste, ha coexistido y coexistirá siempre en la Nación”. Después de estos argumentos, en el Acta Constitutiva finalmente se estableció que: “La soberanía reside radical y esencialmente en la nación, y por lo mismo pertenece exclusivamente a ésta el derecho de adoptar y establecer por medio de sus representantes la forma de gobierno y demás leyes fundamentales que le parezca más conveniente para su conservación y mayor prosperidad, modificándolas o variándolas, según crea convenirle más”.

Se refería asimismo a que el poder supremo de la federación estaba dividido para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. El Legislativo se ejercía en dos cámaras que componían el Congreso General y el Ejecutivo se depositaría por la Constitución en el individuo o individuos que ésta señalara. Por su parte, el poder Judicial correspondería a una Corte Suprema de Justicia y a los tribunales que se establecerían en cada estado.

Las constituciones de los estados, según este proyecto, no podían oponerse a lo establecido en el Acta Constitutiva ni a lo que estableciera la Constitución general; sin embargo, se contemplaba la posibilidad de que las legislaturas estatales organizaran provisionalmente su gobierno interior y, entretanto sucediera esto, se observarían las leyes vigentes.

El resultado de los trabajos del Congreso, como se dijo, fue el Acta Constitutiva, que finalmente se aprobó el 31 de enero de 1824. Con ella se comenzó a forjar una nueva nación con base en la experiencia que se había acumulado en ambos lados del Atlántico.

El nacimiento de la Constitución de 1824

Después de la elaboración del Acta Constitutiva, se comenzó a discutir en el Congreso Constituyente el proyecto de Constitución que fue aprobado el 3 de octubre de 1824. El texto constitucional fue promulgado finalmente el 4 de ese mes y año y publicado al día siguiente con el nombre de Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos.

La Constitución de 1824 constituye el momento fundacional de nuestra identidad política; es, al mismo tiempo, el primer ejercicio de proyección ideológica para la construcción del futuro político de una nación que todavía estaba por construirse. Y es que la conformación del texto de 1824 afronta como su principal cuestión la consolidación de la identidad nacional, las organizaciones políticas intermedias, el nexo entre gobernantes y gobernados.

Después de la Colonia y de la experiencia imperial, el vacío existente en esa relación sólo podía colmarse con la idea de la representatividad en los diversos ámbitos de gobierno como fuente de poder público. Sin este elemento, cualquier proyecto de constitución hubiera sido nulo; era necesario establecer, de una vez por todas, un gobierno emanado de la Nación como elemento sustancial de la política.

Mucho se ha dicho sobre las influencias que se dejaron sentir en la Constitución de 1824. El tema de la representatividad permite apreciar el hecho de que existía un verdadero ejercicio de originalidad en su creación. Autores de orígenes diversos y de conclusiones igualmente distintas, como David Brading y Edmundo O’Gorman, coinciden en señalar la originalidad de las ideas, interpretaciones y fenómenos que tuvieron como consecuencia la creación de la Constitución de 1824, coincidencia que echa por tierra la afirmación que vio en el primer texto constitucional mexicano la copia extralógica de la Constitución estadounidense, y que sirvió de fundamento para los fallidos proyectos centralistas.

El constitucionalismo norteamericano es universalista, busca su origen en la lucha de la humanidad por su emancipación, ni siquiera se reconoce como heredero de la revolución británica, sino como hijo legítimo de la Ilustración. Por ello, Thomas Paine, en sus escritos políticos, dice que el Congreso de Virginia tenía “…el poder de volver a empezar el mundo… la causa de América es en gran medida la causa de toda la humanidad”. Por su parte, el Constituyente de 1824 pretendía resolver problemas nacionales por medio de instituciones nacionales, buscaba encontrar el mejor gobierno y la mejor forma de Estado para el país. Brading señala, por ejemplo, que Mier y Bustamante, aunque herederos también, como los colonos norteamericanos, de las ideas ilustradas, prefirieron una expresión histórica, religiosa e intensamente particularista, dirigida al ansia criolla de libertad que no cesaba de pensar en los dramáticos acontecimientos de la conquista y en las figuras de Cortés y Moctezuma; la Nación mexicana, entonces, nació para crear y hacer funcional la unión de los criollos y las castas en contra de los peninsulares. El paso siguiente lo constituía la construcción de un gobierno propio, que representara y expresara los sentimientos nacionales y que pudiera satisfacer sus necesidades.

Los constituyentes de 1824 se encontraron en un momento histórico difícil, acaso el más difícil de la historia nacional. Por una parte, el desastre del primer imperio y la mascarada iturbidista habían conducido a una dramática atomización de las fuerzas políticas, económicas y militares; por otra, la Nación se encontraba también dividida, desorientada y en evidente riesgo de caer en una guerra de castas que habría hecho posible la restauración de los borbones o una dispersión de lo que hoy es el territorio nacional.

Con ese panorama, la única salida posible era la construcción del Estado mediante un ejercicio inédito en la historia mexicana, la creación de las instituciones a partir de una auténtica constitución. Y así se hizo, con 171 artículos con sus propias historias y polémicas.

Las ideas contenidas en la norma fundamental

La Constitución de 1824 comenzaba señalando que era el Congreso General Constituyente de la Nación Mexicana el órgano que decretaba la constitución en desempeño de los deberes que le habían impuesto sus comitentes para fijar su independencia política, establecer y afirmar su libertad, y promover su prosperidad y gloria. Esto se hacía, según el propio Preámbulo del texto constitucional: “En el nombre de Dios Todopoderoso, autor y supremo legislador de la sociedad”.

Las líneas con que se iniciaba la Constitución dejaban entrever claramente gran parte de los postulados fundamentales que en ella se desarrollarían. Prueba de ello es que en su primer artículo se señalaba: “La Nación Mexicana es para siempre libre e independiente del gobierno español y de cualquiera otra potencia”. Con ello quedaba establecida de manera clara la independencia de España y el nacimiento de una nueva nación.

Inmediatamente después se establecía cuál era el territorio que comprendía: el del virreinato llamado antes Nueva España, el que se decía capitanía general de Yucatán, el de las comandancias llamadas antes provincias internas de Oriente y Occidente, y el de la Baja y Alta California, con los terrenos anexos e islas adyacentes en ambos mares. Este territorio se dividía en los estados y territorios establecidos en el artículo 5°, en el que se señalaban “el estado de las Chiapas, el de Chihuahua, el de Coahuila y Tejas, el de Durango, el de Guanajuato, el de México, el de Michoacán, el de Nuevo León, el de Oajaca, el de Puebla de los Angeles, el de Querétaro, el de San Luis Potosí, el de Sonora y Sinaloa, el de Tabasco, el de las Tamaulipas, el de Veracruz, el de Xalisco, el de Yucatán y el de los Zacatecas; el territorio de la Alta California y el de Santa Fe de Nuevo México. Una ley constitucional fijará el carácter de Tlaxcala”.

La religión era otro de los aspectos torales en la Constitución de 1824. El artículo 3º señalaba que en la Nación mexicana la religión era y sería perpetuamente la católica, apostólica y romana. Y se agregaba que esta religión sería protegida por leyes sabias y justas, prohibiéndose el ejercicio de cualquier otra. De nueva cuenta, la tradición que se venía presentando en nuestro país sobre la intolerancia de cultos se veía reflejada en el texto constitucional.

Uno de los artículos con mayor discusión por su contenido fue el 4°, que señalaba que la Nación mexicana adoptaba para su gobierno la forma de república representativa, popular y federal. Sobre este artículo caben diversos comentarios, pues en él se establecían tanto una nueva forma de Estado como de gobierno. Por lo que hace al republicanismo, como ya se ha dicho, éste no fue tan discutido, pues las condiciones para establecerlo eran muy favorables. En primer lugar, la historia reciente hacía que la República se considerara como una opción viable ante los problemas que enfrentaron la monarquía y el Imperio; en segundo lugar, al ser el primer texto fundamental de la Nación mexicana, no existían lazos que lo forzaran a adoptar una determinada ingeniería constitucional, por lo que podía elegirse sin mayores ataduras la forma republicana. Además, como refiriera Emilio O. Rabasa en su obra La evolución constitucional en México, el republicanismo, hasta entonces considerado herético, comenzó a desbordarse por el territorio nacional; pero aún más importante que este hecho fue que la República era el complemento indispensable a la federación por la que clamaban las provincias.

Por lo que hace a la representatividad, es evidente que se trató de uno de los grandes temas en la Constitución de 1824. Si se quería que los poderes federal y local obraran a la vista del pueblo y no como representantes del despotismo, era necesario que la soberanía residiera en el pueblo y que el ejercicio del poder se realizara por medio de representantes elegidos popularmente, esto es, la conformación de la voluntad pública tal como hoy la conocemos. Al mismo tiempo, si se quería también que esos representantes se equilibraran unos con otros, no había mejor solución que un régimen federal basado en el sistema representativo.

Para el Constituyente, era necesaria una manifestación de la voluntad soberana de la Nación, de modo que se efectuara el acto creador del Estado y de sus instituciones, dejando en manos del pueblo la posibilidad de su evolución por conducto de sus representantes.

Ya el Acta Constitutiva de la Federación Mexicana señalaba en su artículo tercero que la titularidad de la soberanía recaía en la Nación y le reconocía su derecho exclusivo para establecer, por medio de sus representantes, la forma de gobierno y las leyes fundamentales de la República; este artículo tuvo su complemento en el 171 de la Constitución:

Jamás se podrán reformar los artículos de esta Constitución y del Acta Constitutiva que establecen la libertad e independencia de la nación mexicana, su religión, forma de gobierno, libertad de imprenta y división de poderes supremos de la federación y de los estados.

De hecho, el debate por la representatividad en la Constitución de 1824 estuvo acompañado de un fenómeno político de grandes dimensiones que incluyó a todas las provincias y que llevó, entre julio de 1823 y enero de 1825, a que cada una de ellas estableciera sus propios congresos constituyentes que las transformarían en estados federados. Esto significa que la representatividad nació como un reclamo tanto de las fuerzas políticas como de la propia población que anhelaba participar en la toma de las decisiones más importantes para la vida de la Nación.

Algunos diputados, como Gómez Farías, contaban con importantes ejercicios de consulta en sus provincias. De hecho, Valentín Gómez Farías publicó en ese momento su texto Voto general de los pueblos de la Provincia Libre de Xalisco, denominada hasta ahora Guadalajara, sobre constituir su forma de Gobierno en República Federada, documento en el que consignó más de 100 votos de corporaciones, pueblos y ayuntamientos a favor de la federación.

Este ejercicio de consulta, que podría considerarse democrático o no, muestra que en la Constitución de 1824 había una relación directa entre sus conclusiones políticas y la búsqueda de su legitimidad. Con ello se iba más allá del principio de que la Constitución debía reflejar el equilibrio de las fuerzas políticas, para establecer que sus enunciados tendrían que ser también legítimos. Al argumento de Gómez Farías se suman voces como la de Manuel Diego Solórzano, diputado por Valladolid.

Por otra parte, el debate en torno a la representatividad de los órganos de gobierno se centraba en la capacidad de los mexicanos para crear instituciones propias adecuadas a su espíritu y necesidades, principio cuestionado por Carpio y Mier, entre otros. A ellos respondieron diputados como Juan de Dios Cañedo, señalando que “alegar la falta de ilustración es tomar el efecto por la causa”, lo que identificaba la política liberal que buscó, desde sus primeros momentos, mejorar las condiciones de vida de la población.

Es importante hacer notar que la defensa del principio representativo, como se repetirá en el federalismo, se inclinaba por la formación de un movimiento político del México independiente que desencadenaría su marcha histórica, aun al costo de no lograr objetivos inmediatos.

Juan Bautista Morales señalaba la conciencia con que los constituyentes de 1824 realizaron su trabajo. En su participación dijo:

Las conmociones son indispensables en toda transición política y las padece España por su Constitución. En México no existe aún el pacto por falta de Constitución y se vive en estado de provisionalidad. Si la nación no sabe lo que es la federación, tampoco sabe lo que es la república central ni la monarquía; y si ello es razón para no concederla también lo será para no dar ningún gobierno. Mas la nación desea la federación y ello basta. La ilustración será efecto y no causa del sistema; no obstante, existe esa voluntad como lo demuestran las proclamaciones federales mismas… si se alegan y los hábitos y las costumbres de trescientos años, será necesario que venga un Borbón a regirnos bajo el gobierno absoluto, porque en él nacimos y nos educamos.

Estas palabras reflejaban además uno de los grandes temas que se afrontaron al discutir la Constitución de 1824: el federalismo. Mientras que los centralistas argumentaban en contra de la forma federal el hecho de que las entidades federativas no eran autosuficientes en el ámbito económico, que con el federalismo se enfrentarían múltiples poderes al poder central o que la federación provocaría gastos y dispendios innecesarios, los federalistas veían en la constitución de una federación una oportunidad para encontrar una nueva forma de organización que implicaría mayores ventajas, una forma para evitar la concentración exagerada del poder que traería prosperidad para la Nación, además de una forma de quitar presión a los reclamos de provincias como Yucatán, Jalisco, Veracruz, Puebla y Querétaro, que buscaban mayor autonomía. Finalmente, el federalismo prevalecería pues Ramos Arizpe y los federalistas buscaban suprimir cualquier atisbo de absolutismo y otorgar a las provincias que salían del yugo de España, y que habían sufrido su abandono, un mayor poder de autodeterminación en el ámbito político.

La división de poderes, contemplada en el artículo 6° fue también otro tópico fundamental en la Constitución de 1824. Este tema no se presentó como un asunto que causara gran polémica o debates acalorados, pues para los constituyentes era evidente la necesidad de evitar que el poder estuviera concentrado. De esta forma, se dividió el supremo poder de la federación en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Sin embargo, sí hubo posiciones encontradas en lo que se refiere a la asignación de funciones a cada uno de estos poderes. Algunos diputados cuestionaron las atribuciones propuestas al Legislativo respecto a los estados de la federación. Así, Solórzano, al referirse a las facultades señaladas en el artículo 50 (por mencionar algunas: promover la ilustración, fomentar la prosperidad y proteger y arreglar la libertad política de imprenta), señalaba:

Yo no impugnaré el artículo por el medio que lo han impugnado los demás señores el día de ayer, esto es, porque limita las facultades de los demás estados; yo lo impugno por otro lado: me parece que son demasiado laxas y extensas y que siendo el principal objeto de una constitución dividir los poderes para dar una regla y norma fija del gobierno, debe señalar las facultades propias de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial; porque si no hace esta distinción de facultades no habrá distinción de poderes y por consiguiente no se podrán éstos dividir.

Otros debates se dieron también sobre el origen y la composición de los poderes. Sobre el primer punto, como señala José Antonio Aguilar Rivera, algunos diputados como Covarrubias pensaban que el poder Judicial “no es más que una emanación del Ejecutivo, o de éste y el Legislativo”. A ello respondió Manuel Crescencio Rejón:

Se dice que el poder Judicial es una emanación del poder Ejecutivo y de ninguna manera debía ponerse entre los otros. En ese caso, el poder Ejecutivo también podría decirse que era emanación del Legislativo, principalmente cuando el segundo es el que nombra al primero. Si acaso el poder Judicial, estuviese organizado lo mismo que en la constitución española o la de los Estados Unidos del Norte, podría decirse que el poder Judicial era una emanación del Legislativo y el Ejecutivo: pero cuando el poder Judicial se arregla de un modo particular en el proyecto que tenemos presentado al Congreso, ya de ninguna manera puede decirse que emana ni mediata ni inmediatamente del poder Ejecutivo; porque las legislaturas son las que en un día que señalará el Congreso, procederán a la elección de ciertas personas que compongan una suprema Corte de Justicia… De aquí resulta que ya el poder Judicial de la federación, no toma su origen inmediatamente del poder Ejecutivo, sino inmediatamente del pueblo, de quien también lo recibe el poder Ejecutivo.

Por lo que se refiere a la composición de los poderes, el Legislativo se depositó en dos Cámaras, concepción que fue tomada de una propuesta de fray Servando Teresa de Mier, quien planteó en la sesión del 11 de junio de 1823:

Considerando que las provincias desean y exigen la división de la representación nacional en dos cámaras, para que en la segunda, compuesta por la base del número de provincias, se neutralice y equilibre la preponderancia de algunas provincias tan populosas como la de México han de obtener una sola cámara compuesta por la base de la población.

La Cámara de Diputados se componía de representantes elegidos en su totalidad cada dos años, por los ciudadanos de los estados (artículo 8°), de acuerdo con una base poblacional (artículo 10). Por cada 80 000 almas, de acuerdo con el texto constitucional, se nombraría un diputado, o bien por una fracción que pasara de 40 000; sin embargo, el estado que no tuviera esta población nombraría de igual modo a un representante (artículo 11). Por su parte, el Senado estaría compuesto (artículo 25) por dos senadores de cada estado, elegidos por mayoría absoluta de votos por sus legislatura y renovados por mitad de dos en dos años. Los senadores nombrados en segundo lugar cesarían al final del primer bienio, y en lo sucesivo los más antiguos (artículo 27).

Par ser elegido diputado se requería tener 25 años cumplidos (artículo 19) y 30 para senador (artículo 28). No podían ser diputados ni senadores quienes hubieren sido privados o a quienes se les hubieran suspendido sus derechos políticos. Tampoco podían serlo los funcionarios de la federación, los gobernadores de los estados, los comandantes generales, los arzobispos, los obispos o los vicarios generales (artículos 18 a 24 y 26 a 20); sin embargo, no existía la prohibición para los sacerdotes seculares o regulares.

Las Cámaras tenían encomendadas las funciones legislativas y las de gran jurado de las acusaciones que se hicieran en contra del presidente de la República y sus ministros, los magistrados de la Suprema Corte y, en caso de infracciones a la constitución, a las leyes o disposiciones federales, contra los gobernadores de los estados (artículo 38); sin embargo, correspondía exclusivamente a la Cámara de Diputados fungir como gran jurado cuando el presidente o sus ministros fueran acusados por actos en que hubieren intervenido el Senado o el consejo de gobierno en razón de sus atribuciones y en los casos de acusación contra el vicepresidente, por cualquiera de los delitos que cometiera durante el tiempo de su destino (artículo 39). Los diputados y senadores, además, eran inviolables por sus opiniones manifestadas en el desempeño de su encargo y jamás podrían ser reconvenidos por ellas (artículo 42).

El Ejecutivo, por su parte, se depositaba en el presidente de la República (artículo 74) y existía también un vicepresidente en el que recaerían, en caso de imposibilidad física o moral del presidente, todas las facultades y prerrogativas de éste (artículo 75). Para ser presidente o vicepresidente se requería ser ciudadano mexicano por nacimiento, con 35 años cumplidos al tiempo de la elección y residente en el país (artículo 76). Estaba prohibida la reelección del presidente antes del cuarto año en que éste hubiere cesado en sus funciones (artículo 77). La duración de los cargos de presidente y vicepresidente era de cuatro años (artículo 95).

El presidente tenía a su cargo diversas funciones, principalmente de carácter administrativo, entre las que pueden mencionarse publicar, circular y hacer guardar las leyes y los decretos del Congreso general; dar reglamentos, decretos y órdenes para el mejor cumplimiento de la Constitución, acta constitutiva y leyes generales; poner en ejecución las leyes y los decretos dirigidos a conservar la integridad de la federación y a sostener su independencia en lo exterior, así como su unión y libertad en lo interior; nombrar y remover libremente a los secretarios de despacho; disponer de la fuerza armada permanente de mar y tierra y de la milicia activa para la seguridad interior y defensa exterior de la federación; declarar la guerra en nombre de los Estados Unidos Mexicanos, previo decreto del Congreso General; convocar al Congreso a sesiones extraordinarias, etcétera (artículo 110).

En la Constitución de 1824 no se conocía la suspensión de garantías, quizá para evitar la invasión de la esfera competencial de los demás poderes; sin embargo, esto causó desacuerdos, como se desprende de una de las intervenciones del diputado González Angulo en uno de los debates:

Hay ciertos principios fundamentales asentados, no sólo en el acta, sino en todo sistema representativo, que no deberían atacarse, como el de la división de poderes; pero trayéndolos expresamente al proyecto que ahora se discute, yo en ese concepto voy a oponerme a él, precisamente en este punto… Yo estoy y estaré siempre por la división de poderes; pero me veo en la necesidad de hacer estas observaciones. Aquí, apenas hubo un ligero movimiento, cuando nosotros mismos hemos dado una lección práctica a los pueblos, diciéndoles que la división de los poderes es insuficiente e insignificante para los casos de revolución; que hay una necesidad de revestir al poder Ejecutivo con facultades extraordinarias, que se rocen con los otros poderes. Esto yo lo venero; pero también deduzco esta consecuencia: que los poderes no siempre deben estar separados; el poder Legislativo con todas sus atribuciones, el poder Ejecutivo y el poder Judicial con las suyas, no son suficientes en todos casos, y por consiguiente, no pueden hacer la felicidad de la patria en los momentos difíciles.

Los debates, sin embargo, reflejaron la desconfianza que de alguna manera se tendría en la figura del Ejecutivo. De hecho, el artículo 112 planteaba una serie de restricciones a la figura presidencial, entre las que se encontraban no poder privar a ninguno de su libertad ni imponerle pena alguna ni ocupar la propiedad de ningún particular ni corporación, ni turbarle en la posesión, uso o aprovechamiento de ella, salvo en los casos en que fuere necesario para un objeto de conocida utilidad general, caso en el cual requeriría la aprobación del Senado y, en sus recesos, del Consejo de Gobierno, indemnizando siempre a la parte interesada a juicio de hombres buenos elegidos por ella y el gobierno. El presidente tampoco podía impedir las elecciones ni salir del territorio de la República durante su encargo y un año después.

Otra de las formas en que se pretendía controlar al Ejecutivo era establecer un órgano moderador: el Consejo de Gobierno. Dicho consejo estaría compuesto por la mitad de individuos del Senado, uno por cada estado, y tendría por presidente nato al vicepresidente (artículos 113 y 115). Las atribuciones de este órgano, de acuerdo con el artículo 116, eran, entre otras: velar por la observancia de la Constitución, del acta constitutiva y las leyes generales; acordar por sí o a propuesta del presidente la convocatoria a sesiones extraordinarias y hacer al presidente las observaciones que creyera conducentes para el mejor cumplimiento de la Constitución y de las leyes de la Unión.

El poder Judicial estaba compuesto por la Corte Suprema de Justicia, los Tribunales de Circuito y los Juzgados de Distrito (artículo 123). La primera se integraría por 11 ministros distribuidos en tres salas y un fiscal; el Congreso General podría aumentar o disminuir su número si lo juzgase conveniente (artículo 124). Para ser elegido integrante de la Corte Suprema se requería estar instruido en la ciencia del derecho a juicio de las legislaturas de los estados, tener 35 años cumplidos, ser ciudadano natural de la república o nacido en cualquier parte de América que antes de 1810 dependía de España y que se hubiera separado de ella, con tal que tuviera la vecindad de cinco años cumplidos en el territorio de la República (artículo 125). La Corte Suprema de Justicia tenía jurisdicción, entre otros, en los conflictos entre estados o entre un estado y vecinos de otro; en los pleitos originados en concesiones de tierras hechas por diversos estados; en los que se presentaran por contratos celebrados por el gobierno federal; en las contiendas de jurisdicción entre tribunales federales y entre éstos y los de las entidades federativas; en algunas causas entre el presidente y vicepresidente de la República; en negocios civiles y criminales de empleados diplomáticos y cónsules, así como en las infracciones a la Constitución (artículo 137).

En la Constitución de 1824 no existía un título dedicado a los derechos, sin embargo, sí se contemplaba la protección de algunos de ellos (como la igualdad, la libertad de imprenta o la de expresión) de manera dispersa y difusa a lo largo del texto constitucional.

Éste es contenido de la primera Constitución elaborada en territorio mexicano que entraría en vigor y con la que nació la república representativa, popular y federal. Al promulgarse la Constitución de 1824 se logró definir el ser de la identidad política de México, decisión hecha en su momento y de acuerdo con su posibilidad histórica, como afirmó O’Gorman, pero con la firmeza suficiente para iniciar la historia constitucional como la República que seguimos siendo.

La abrogación del texto constitucional

Después de la aprobación de la Constitución de 1824, las expectativas que se tenían de los cambios constitucionales eran muchas. El optimismo se respiraba entre diversos actores sociales y se pensaba que las condiciones institucionales que el Constituyente había construido eran las apropiadas para que el país avanzara sin tropiezos. El texto constitucional era visto como la luz que conduciría a la construcción de un país que tenía todo de su lado para andar la senda del progreso y la prosperidad. Guadalupe Victoria, quien había sido elegido titular del Ejecutivo, realizó el 10 de octubre de 1824 un manifiesto sobre la necesidad de preservar el Pacto Federal para evitar la anarquía, en el que se plasmaban su ánimo y la convicción de que nuestro país avanzaría bajo el nuevo régimen político:

Los recomendables esfuerzos del Supremo Poder Ejecutivo que acaba de entregarme el mando, la constante actividad con que ha trabajado por consolidar la administración, el prestigio que debía causar en los pueblos ver el timón de los negocios en manos de hombres tan recomendables por su patriotismo y por sus señaladas virtudes han producido los efectos que admiramos en el estado actual, después de los tristes y turbulentos días que precedieron al tiempo de la tranquilidad.

En estas circunstancias todo parece anunciar el orden, abundancia y prosperidad: la Constitución Federal nacida en estos días del seno del Congreso general, viene a dar la última mano al hermoso edificio de la sociedad mexicana. La subordinación y disciplina en el Ejército; la uniforme marcha de los estados de la Federación; la afluencia de extranjeros en nuestras poblaciones interiores; el movimiento que reciben los diversos géneros de industria de sus brazos laboriosos; la laudable hospitalidad con que son acogidos por los hijos del país; la innumerable concurrencia de sus buques en nuestros puertos de uno y otro mar; el interés que las grandes potencias toman directamente en la consolidación de nuestras instituciones para dar el ejemplo de reconocimiento de nuestra existencia política; la tendencia de la opinión a mantenerlas y perfeccionarlas; los progresos que se advierten en las primeras fuentes de nuestra riqueza; la masa de luces y conocimientos que diariamente se extiende sobre nuestro horizonte, todo, conciudadanos, debe darnos esperanzas muy lisonjeras de que la Nación no retrogradará durante el tiempo de mi administración. Mi alma se llena de inefable placer al contemplar que puedo de alguna manera contribuir a dar estabilidad, aumento y permanencia a estos preciosos bienes…

Todo el nuevo mundo presenta una existencia llena de vida y de grandes esperanzas a la faz del universo; pero al entrar México en la enumeración de los Estados que han hecho su independencia de la Europa, ésta parece respetar en él su futura opulencia y el poder inmenso que va a conducirla al primer rango entre todos los pueblos libres…

En el federalismo y la colaboración de las entidades federativas también se centraban muchas de las esperanzas del primer presidente constitucional de la República, pues para finalizar su manifiesto refirió:

No quiero terminar esta alocución sin tocar una lección importante para todos los hijos del Anáhuac. Adoptado el sistema federal por el voto unánime de los pueblos y regularizado en la sabia constitución que acaba de darnos el Congreso General, no podrá olvidarse, amados compatriotas, lo que en ocasión semejante decía el inmortal Washington a sus conciudadanos: “Si los estados no dejan al Congreso General ejercer aquellas funciones que indudablemente le ha conferido la constitución, todo caminará rápidamente a la anarquía y confusión. Necesario es para la felicidad de los estados que en alguna parte se haya depositado el supremo poder, para dirigir y gobernar los intereses generales de la Federación; sin esto no hay unión y seguirá muy pronto el desorden… Que toda medida que tienda a disolver la unión, debe considerarse como un acto hostil contra la libertad e independencia americana y que los autores de estos actos deben ser tratados como corresponde”.

Ved aquí en pocas palabras reasumidos los elementos de nuestra organización social. Permitidme que me atreva a usar para con vosotros el mismo idioma de aquel hombre inmortal que tantos derechos reunió al amor y veneración de sus compatriotas: mi débil voz se hará escuchar al anunciar con el más profundo respeto al héroe del Norte y no temo ser censurado cuando me cubra su augusta sombra.

Sin embargo, el optimismo, las esperanzas y las expectativas de Guadalupe Victoria, que eran compartidas por un gran número de mexicanos, se toparon con una realidad muy cruda que llevó al naciente país por un rumbo muy distinto, en el que privaron el desaliento y la incertidumbre. Las causas de esta situación fueron varias, pues en el país pervivía una serie de problemas y contradicciones que no habían sido resueltas y que provocaron un alto grado de inestabilidad política. En primer lugar, muchos sectores de la sociedad que habían aceptado regirse según las reglas del sistema federal y el nuevo régimen construido con base en el texto constitucional se dieron cuenta de que sus privilegios podían verse amenazados. A esto se sumó el hecho de que la economía en el país no avanzaba, pues la estructura heredada del régimen colonial y el ínfimo desarrollo que se había dado a partir de la independencia, por la pérdida de la fuerza de trabajo y la inestabilidad que ocasionó, evitaron que se cumplieran todas las expectativas de progreso económico. El campo también enfrentaba problemas serios debido a que la mayor parte de quienes lo trabajaban vivía en pobreza extrema, lo que provocaba delincuencia e inseguridad.

Las malas e insuficientes vías de comunicación, la falta de un banco y de moneda flexible, así como la mala distribución de la población hicieron también que los problemas crecieran. El progreso no llegó en los primeros años del federalismo y, ante la ausencia de los abundantes recursos fiscales de los que se había gozado en la Colonia, el gobierno se vio obligado a pedir préstamos a comerciantes y potencias extranjeras que después le sería muy difícil cubrir. Las reclamaciones y amenazas derivadas del incumplimiento de sus obligaciones constriñeron al gobierno a sostener un numeroso ejército; sin embargo, las malas condiciones en que éste se encontraba también provocaron inconformidades entre la milicia, lo que dio origen a una serie de levantamientos. Todas estas situaciones, aunadas a la agitación política provocada por las medidas que se emplearon para contrarrestarlas, hicieron que el descontento entre la población, pero sobre todo entre ciertos grupos, aumentara. Ante lo que se tomaba como el fracaso del federalismo, los grupos centralistas cobraron mayor fuerza y, dado que las condiciones hacían propicia la idea de modificar el sistema normativo y encontrar una nueva forma de organizar la sociedad y el gobierno, se pensó que la mejor forma de conseguir el progreso era contrarrestar las debilidades del federalismo. Así, con la institución de un nuevo Congreso, cuya composición era muy diferente a la de aquel que le había antecedido, se inició una serie de discusiones que terminarían con el primer federalismo mexicano. El golpe final se daría con la transformación del Congreso General en el Constituyente, que daría vida, en 1836, a un régimen centralista de acuerdo con el diseño establecido en las Siete Leyes Constitucionales.