III. NACIMIENTO DE UNA NACIÓN

El Plan de Iguala

Los acontecimientos que dieron origen al Plan

Fernando VII expidió un real decreto el 4 de mayo de 1814 por el que se declararon nulos y sin efecto alguno la Constitución y los decretos de las Cortes; sin embargo, en enero de 1820 el comandante Riego, al mando del batallón de Asturias, proclamó la Constitución de 1812 e inició una serie de acciones revolucionarias que obligaron al rey a jurar la Constitución de Cádiz el 7 de mayo de 1820. Estos acontecimientos hicieron que poco tiempo después, el 17 de agosto de 1820, Vicente Guerrero escribiera al jefe realista Carlos Moya:

Como considero a V.S. bien instruido en la revolución de los liberales de la Península, aquellos discípulos del gran Porlier… Riego y sus compañeros, no me explayaré sobre esto, y si paso a manifestarle que éste es el tiempo más precioso para que los hijos de este suelo mexicano, así legítimos como adoptivos, tomen aquel modelo, para ser independientes no sólo del yugo de Fernando, sino aun del de los españoles constitucionales.

Nótese bien, “los hijos de este suelo mexicano, así legítimos como adoptivos”, los americanos españoles, unidos en la independencia del rey y de los “españoles constitucionales”; esto propone el caudillo insurgente, invicto además, al militar realista.

No aceptar la decisión de Fernando VII, que proclamaba la Constitución de Cádiz, y rechazar a los constitucionales, eso mismo pensaban el virrey Juan Ruiz de Apodaca, algunos magistrados del tribunal superior del virreinato, la Audiencia, con el terrible Bataller al frente, algunos oficiales, clérigos… Se reunían secretamente en la casa de ejercicios de San Felipe Neri, La Profesa: imaginaban el modo de declarar nulas las últimas decisiones de Fernando VII, por haber sido forzadas —como en 1808—, ni libres ni voluntarias. Se preparaba en consecuencia un plan independentista: las autoridades virreinales se harían del mando hasta que Fernando VII recuperara sus plenos derechos soberanos, o bien que algún miembro de la familia real se trasladara a México para asegurar la monarquía, que se conservaran las leyes e instituciones de Indias y que se rechazara cualquier otro vínculo con la España de los constitucionales.

Se trataba, como el de Vicente Guerrero, de un plan: algo debía hacerse, o era el momento para hacer algo, ésa era la intuición que se tenía al conocerse en la Nueva España que Fernando VII había jurado la Constitución. La noticia llegó a Veracruz el 29 de abril y ahí mismo, el 26 de mayo, los comerciantes del puerto obligan al gobernador Dávila a jurar la Constitución. Una semana después, presionado por el ejemplo, escéptico del posible resultado, temeroso quizá, el virrey Apodaca se vio en la situación de admitir la Constitución también, el 31 de mayo, con el aplauso desconcertado de muchos, el entusiasmo más o menos sincero de otros y con el optimismo de varios más. No obstante, los conjurados de La Profesa siguen su plan: la condición para negar la Constitución era la independencia de España —la de los liberales—, luego llamarían a Fernando VII o a un miembro de la familia real para restablecer la monarquía en la Nueva España, asegurar los mandos existentes y sus intereses, perpetuar el statu quo. La contrarrevolución requería sin embargo un jefe, criollo de preferencia.

Un clérigo propondría temerariamente al entonces coronel Agustín de Iturbide. El 10 de enero de 1821, el jefe realista propuso al jefe rebelde un cese al fuego con las siguientes condiciones: sujeción al gobierno, con la esperanza —y esto es novedad— de que las justas demandas libertarias de América fueran debidamente escuchadas en las Cortes españolas; la respuesta de Guerrero sería la decisiva, una semana después: “Hasta esta fecha llegó a mis manos la atenta de usted de 10 del corriente, y como en ella me insinúa que el bien de la patria y el mío le han estimulado a ponérmela, manifestaré los sentimientos que me animan a sostener mi partido. Como por la referida carta descubrí en usted algunas ideas de libertad, voy a explicar las mías con franqueza…”. Sigue una exposición de los motivos de la insurgencia mexicana, puesta sobre el horizonte de la libertad, que debería ser la misma de Iturbide: “Usted equivocadamente ha sido nuestro enemigo… si entra en conferencia consigo mismo, conocerá que siendo americano, ha obrado mal, que su deber le debe lo contrario, que su honor le encamina a empresas más dignas de su reputación militar, que la patria espera de usted mejor acogida, que su estado le ha puesto en las manos fuerzas capaces de salvarla, y que si nada de esto sucediera, Dios y los hombres castigarían su indolencia”. La negociación sería posible.

Iturbide al menos tenía esa impresión, y acertó: respondió de inmediato, a vuelta de correo, para proponerle una reunión, cuyo resultado sería el Plan de Iguala, del 24 de febrero. El documento presentaba un discurso nuevo: no era insurgente ni tampoco realista; proclamaba la monarquía, pero también la independencia; intentaba armonizar intereses, enderezarlos reconociendo tres valores: religión, independencia y unión. El Plan de Iguala no sería una constitución, pero fijaba los principios de la primera organización política de un nuevo Estado: México.

Contenidos

Los que examinen el Plan de Iguala, sobre todo “teniendo presentes las circunstancias en que se hallaba la nación mexicana”, dice Lorenzo de Zavala, “convendrán en que fue una obra maestra de política y de saber”. La independencia era la base de este documento, pero también la unión entendida como concordia necesaria para la paz. Los tres principios del compromiso fundador de México serían entonces: religión, independencia y unión entre criollos y españoles, que daban nombre al Ejército Trigarante, integrado por el ejército insurgente y el realista. Tal sería la unión que se proclamaba, decisiva para la paz desde luego. La religión era el elemento común que los ligaba sin discusión: “1º. La Religión de la Nueva España es y será católica, apostólica, romana, sin tolerancia de otra alguna”, eso decía el punto primero del Plan de Iguala, que afirmaba enseguida el principio insurgente, al que se unían los realistas: “2º. La Nueva España es independiente de la antigua y de toda otra potencia aun de nuestro continente”. Se proclamaba entonces la independencia del reino, al que correspondería la siguiente forma de gobierno, con un texto constitucional propio: “3º. Su gobierno será una monarquía moderada con arreglo a la Constitución peculiar y adaptable del reino”. Consagraba el plan el ordenamiento monárquico pero también representativo. Se trataba de un reino independiente con una monarquía templada, regulada constitucionalmente.

Este texto respetaba la legitimidad borbónica: “4º. Será su emperador el señor D. Fernando VII”, y en caso de no presentarse personalmente Fernando en los tiempos que fijen las Cortes o el Congreso —en el mismo artículo se mencionaban indistintamente— serían llamados los infantes de la casa Borbón de España, y en esto debía ceder Guerrero. Pero todo podía caber en el arreglo político de Iguala.

Quedaba acordado que mientras se formaran las Cortes y llegara el futuro emperador a quien se ofrecía la corona, se crearía —reproduciendo las soluciones que pretendían atender la situación del interregno extraordinario abierto una década atrás, poco más, en 1808— una Junta Gubernativa compuesta por vocales, que tendría la obligación de convocar a los representantes del reino y mirar por el cumplimiento del plan; y en caso de que Fernando VII no “se dignare venir”, y mientras no se resolviera quién sería coronado emperador, la junta mandaría sin más en nombre de la Nación (puntos 5-8). Es la solución de compromiso, y en ella la solución insurgente permanecía vigente, la junta gobernaría en nombre de la Nación soberana, y también las Cortes, una vez reunidas.

“Las Cortes establecerán enseguida la Constitución del Imperio Mexicano” (punto 11), mientras tanto, en cuanto a la parte de lo criminal en la legislación, “se procederá en los delitos con total arreglo a la Constitución española” (punto 21). El Plan de Iguala expresaba, debido a sus contradicciones, las tensiones polémicas que se procuraba conciliar, así como las oposiciones de los grupos enfrentados, que renunciaban a la lucha para negociar una existencia común, pacífica, y así se aceptaba la Constitución de Cádiz y se prometía otra Constitución.

Si la guerra fue producto de la desunión, ahora se procuraba la unión adoptando el concepto de ciudadanía, y de igualdad por tanto, como lo querían los insurgentes: “12. Todos los habitantes de la Nueva España, sin distinción alguna de europeos, africanos ni indios, son ciudadanos de esta monarquía…”; el gobierno asumió un sentido de protección a la libertad de esos ciudadanos: “Las personas de todo ciudadano y sus propiedades serán respetadas y protegidas por el gobierno”, apoyado por el ejército unido: “9. Este gobierno será sostenido por el ejército de las Tres Garantías”, de acuerdo con las siguientes condiciones, que aseguraban los tres postulados básicos del plan:

16º Se formará un Ejército protector que se denominará de las Tres Garantías porque bajo su protección toma, lo primero, la conservación de la religión católica, apostólica, romana, cooperando de todos los modos que estén a su alcance para que no haya mezcla alguna de otra secta y se ataquen oportunamente los enemigos que puedan dañarla: lo segundo, la Independencia, bajo el sistema manifestado: lo tercero, la unión íntima de americanos y europeos, pues garantizando bases tan fundamentales de la felicidad de Nueva España, antes de consentir la infracción de ellas se sacrificará dando la vida del primero al último de sus individuos.

Se trataba de un plan que, como observa Lorenzo de Zavala, conciliaba todos los intereses y hacía callar las pretensiones particulares de los que querían la república y de los que deseaban la monarquía absoluta. El Plan de Iguala también establecía el esquema para el primer ordenamiento constitucional de México: cada uno de sus puntos se orientaba hacia una definición de la forma de gobierno y, sobre todo, lo más importante, en la medida en que gozaba del reconocimiento de las fuerzas políticas en lo esencial, la independencia, permitía el desarrollo de la construcción jurídico-política de México. La Constitución de Cádiz, reestablecida en 1820, había sido considerada por los mexicanos no como un fin, sino como un medio más eficaz para lograr la independencia. Y si bien permaneció vigente y sobre sus leyes se avanzó en el diseño de un ordenamiento propio, el destino de México sería otro.

En el entendimiento de sus posibilidades, los más decididos independentistas, Guerrero a la cabeza, habían comprendido que en sus pretensiones no convenía reñir con los españoles, sino que, por el contrario, debían procurar contar con ellos para todo, y así fue para obtener sin más derramamiento de sangre la independencia; en 1821, la antigua monarquía se desintegró.

Los Tratados de Córdoba

Marco histórico

El 24 de febrero de 1821, Iturbide exclamó, dirigiéndose al Ejército Trigarante que había jurado el Plan de Iguala:

No teniendo enemigos que batir, confiemos en el Dios de los Ejércitos que lo es también de la paz, que cuando como hoy se ha formado este cuerpo de fuerzas combinadas, de europeos y americanos, de disidentes y realistas, seamos unos meros protectores de la obra grande que hoy he trazado, la cual retocarán y perfeccionarán los Padres de la Patria. ¡Asombrad a las Naciones de la culta Europa: vean que la América Septentrional se emancipó sin derramar una sola gota de sangre! En el transporte de vuestro júbilo decid: ¡Viva la Religión santa que profesamos! ¡Viva la América Septentrional e Independiente! De todas las naciones del Globo. ¡Viva la Unión que hizo nuestra felicidad!

El jefe político, antes virrey de la Nueva España, Juan Ruiz de Apodaca y los conspiradores de La Profesa quedaban desde luego sorprendidos por el giro de los acontecimientos, calificados como extraordinarios e inimaginables; Apodaca escribía el 7 de marzo al gobierno español: “Un suceso tan inesperado llenó de asombro y consternación a esta capital [de la Nueva España] como a mí”, pero los diputados novohispanos en Madrid tal vez no se extrañaban. Conforme el Plan de Iguala ganaba la adhesión prácticamente total de la Nueva España, en junio, la diputación americana lanzaba en las Cortes de Madrid un proyecto sobre el autogobierno dentro del marco constitucional gaditano, que hacía referencia a la nueva revolución, llamándola temible, pero no inesperada.

Si las Cortes y el rey desestimaban la amenaza revolucionaria, la independencia del antiguo virreinato novohispano se hacía un hecho incontrastable, irreversible. Ya no se trataba de una amenaza. Los diputados novohispanos, amigos de los liberales, algunos vinculados por las reuniones de las logias masónicas, conseguirían la destitución de las autoridades virreinales despóticas de la última década, logrando el nombramiento como capitán general y jefe político superior de la Nueva España de un liberal comprometido, amigo de las reformas en la monarquía. Don Juan O’Donojú, recientemente nombrado virrey de la Nueva España, sería la sexagésima tercera “imagen” del rey de España en México, y la última de la colonia. Había seguido la carrera de las armas, distinguiéndose en la guerra contra las tropas francesas, y ocupó el Ministerio de Guerra. El regreso de Fernando VII significó para él, como para muchos doceañistas, conocer la prisión en Mallorca, durante cuatro años, y ser condenado a permanecer fuera de la Corte y los sitios reales durante otros tantos años. Los liberales del Trienio lo promovieron para suceder a Apodaca.

De las instrucciones con que desembarcó en Veracruz, la principal sería la relativa al gobierno político, pues se le pedía velar sobre la puntual observancia de la Constitución política de la monarquía y los decretos de las Cortes. Debía entonces procurar el cumplimiento de las leyes relativas a la formación de los ayuntamientos constitucionales y las diputaciones provinciales, procurando siempre enderezar su autoridad por la “opinión”, no por las armas. Asimismo debía mediar con prudencia en los conflictos abiertos durante la última década.

Pero al entrar en la Nueva España se encontraría con que las voluntades no estaban encontradas. Ya no existía la situación de guerra, el antagonismo y la oposición amigo/enemigo, sino que los pareceres estaban conciliados en torno al Plan de Iguala. El Ejército Trigarante entraría sin disparar un solo tiro en las poblaciones de Guanajuato, Valladolid, Guadalajara, San Juan del Río y Querétaro. De suma importancia sería para tales triunfos, por una parte, la incertidumbre que mostraron las autoridades españolas una vez cimbradas por el anuncio de Iguala —el desconcierto de Apodaca que se ha señalado antes, y que se hizo extensivo a los militares realistas que quedaban bajo su mando—, pero también, por otro lado, la difusión —favorecida por la libertad de imprenta— de las noticias en torno al Plan de Iguala y los progresos heroicos del Ejército Trigarante.

El día 30 de julio llegaba el jefe político de la Nueva España, recién nombrado por el gobierno español, al puerto de Veracruz. Como se lee en las Páginas escogidas de Lorenzo Zavala:

O’Donojú era de aquellos hombres fáciles que no se obstinan contra los acontecimientos, sino que, por el contrario, acomodándose a las circunstancias, procuran sacar provecho de ellas para sí y para la causa que representan. A su arribo a las costas de México conoció el estado de la opinión y supo los progresos rápidos de las armas de los independientes. Se percató desde el momento de que sería inútil oponer a aquel torrente los débiles esfuerzos de un poder agonizante y que la resistencia sólo produciría mayores calamidades que las que por desgracia habían desolado aquellas bellas comarcas.

No había, de hecho, posibilidad de resistir: el 3 de agosto, la ciudad de Puebla se rindió en manos de los rebeldes, impidiendo cualquier paso de O’Donojú de Veracruz hacia la ciudad de México que, inminentemente, sería sitiada; durante la primera semana de agosto las fuerzas de Iturbide se apoderaban de Oaxaca y, bajo el mando de Antonio López de Santa Anna, también de Veracruz, con excepción del puerto, en que permanecía reflexivo y sin salida O’Donojú:

Consideró —continúa Lorenzo de Zavala—… que entrando en un convenio racional con el caudillo mexicano sacaría condiciones ventajosas para la familia reinante en España y aseguraría los derechos civiles y políticos de los españoles residentes en el país, además de las ventajas comerciales que podrían conseguirse sobre los tratados… veía más conforme con la marcha de la civilización un arreglo definitivo entre los dos países, que ofreciese conveniencias recíprocas.

La postura de O’Donojú no podía ser, a la verdad, otra; el ejército realista del que tomaba el mando había desertado, permaneciendo fiel en Veracruz y en la ciudad de México, pero sin posibilidad inmediata de recomponerse; por eso, sigue Lorenzo de Zavala: “Sobreponiéndose a todas las preocupaciones, y aun a la consideración más imperiosa, que es el punto de honor militar, en lucha con la adopción de un nuevo orden de cosas, resolvió entrar con Iturbide en tratados que asegurasen la independencia del reino de México y ofreciesen a la Península indemnizaciones compatibles con el estado de la opinión”. Manifestó que era hombre de convicciones liberales y consciente de la justicia de la causa de los rebeldes, para llamar a Iturbide a sentarse en la mesa de negociaciones, quien aceptó con las siguientes consideraciones: citar al representante del gobierno español en la villa de Córdoba, punto intermedio entre Veracruz y la capital de la Nueva España, próxima a la ciudad de Puebla, y además, para reforzar su superioridad militar mandó establecer un cuartel en las afueras de la ciudad de México y ordenó rodear la capital. En estas condiciones, el jefe político superior y capitán general de la Nueva España tenía poco que perder, por lo que tomó camino para encontrarse el 23 de agosto de 1821 con Agustín de Iturbide, jefe del Ejército Imperial de las Tres Garantías. No hubo discusión en la villa de Córdoba. Los acuerdos fueron rápidos, lo que aceleró la consumación de la independencia, quizá porque efectivamente el Plan de Iguala era más o menos afín a la propuesta autonomista de los diputados americanos en las Cortes —que probablemente conocía O’Donojú— o quizá porque, en un juicio benévolo, el enviado español obraba con prudencia, obligado en todo caso por la necesidad. El Plan de Iguala no sólo fue ratificado, sino que sería la base de los Tratados de Córdoba.

Las disposiciones de los Tratados de Córdoba

En los Tratados de Córdoba se hablaba de una nación soberana e independiente que se llamaría Imperio mexicano. Conforme al Plan de Iguala, además, se anunciaba en los tratados como forma de gobierno del Imperio mexicano una monarquía templada, sujeta a la representación de la Nación, calificada como soberana, y a los límites constitucionales que fijara: “2. El gobierno del Imperio será monárquico constitucional moderado”, cuyo titular sería —según el punto 3— Fernando VII u otro príncipe español de la dinastía Borbón, o algún otro que sería designado por las Cortes mexicanas. La indeterminación en este inciso pareciera hasta cierto punto genial: cualquier solución sobre el titular del poder Ejecutivo era admisible, siempre que no fuera contraria a la independencia y soberanía nacionales, neutralizando toda polémica sobre una definición más concreta y precisa. Según el punto 4: “El emperador fijará su corte en México, que será la capital del Imperio”, definiendo el centro espacial del nuevo ordenamiento político, desatando los lazos de la monarquía, si bien en el punto 5 se explicaba el modo en que se ofrecería la “corona” a la familia Borbón: se recomendaba “la prosperidad de ambas naciones… la satisfacción que recibirán los mexicanos en añadir este vínculo a los demás de amistad con que podrán y quieran unirse a los españoles”. También los tratados anunciaban la formación de unas Cortes representativas de la Nación mexicana, pero a la vez reconocían la Constitución española de 1812.

De hecho, no sólo la Constitución de 1812 se aceptaba como ley de la nueva nación, sino que el proceso de convocatoria de las Cortes mexicanas reproducía el proceso histórico-jurídico de la formación de las Cortes de Cádiz, estableciendo de acuerdo con el modelo una Junta Suprema, similar a la Junta Central:

6. Se nombrará inmediatamente conforme al espíritu del Plan de Iguala una Junta compuesta de los primeros hombres del Imperio por sus virtudes, por sus destinos, por sus fortunas, representación y concepto, de aquellos que están designados por la opinión general, cuyo número sea bastante considerable para que la reunión de luces asegure el acierto en sus determinaciones, que serán emanaciones de la autoridad y facultades que les concedan los artículos siguientes.

7. La Junta de que se trata el artículo anterior se llamará Junta Provisional Gubernativa.

No sólo se trataba de una institución que permitía —como en España durante el interregno abierto por la invasión napoleónica— cubrir la ausencia del rey, así como de las demás instituciones y autoridades monárquicas derivadas, con un órgano de gobierno supremo, al que se pretendía dotar de legitimidad, pero temporalmente, sino que precisamente se trató de un arreglo político de transición, en el que se integraron las antiguas autoridades, en condiciones diversas, y las nuevas: el teniente general O’Donojú sería miembro de la Junta Provisional Gubernativa —punto 8—, y enseguida se señalaba: “9. La Junta Provisional de gobierno tendrá un presidente nombrado por ella misma y cuya elección recaerá en uno de los individuos de su seno, o fuera de él, que reúna la pluralidad absoluta de sufragios”.

Era un intento por ofrecer una solución de continuidad entre el antiguo régimen y el nuevo, y esto debía explicarse a los mexicanos de algún modo: “10. El primer paso de la Junta Provisional de gobierno será hacer un manifiesto al público de su instalación y motivos que la reunieron, con las demás explicaciones que considere convenientes para ilustrar al pueblo sobre sus intereses y modo de proceder en la elección de diputados a Cortes …”.

Se anunciaban las Cortes, pero antes, como en el expediente histórico-jurídico español, antecedente y modelo del que tenía curso en México, se anunció también la formación de una Regencia, nombrada por la Junta Provisional, compuesta igualmente por tres individuos, en la que habría de residir el poder Ejecutivo (punto 11). La junta era efectivamente provisional y gobernaba interinamente: “Instalada la Junta Provisional, gobernará interinamente conforme a las leyes vigentes en todo lo que no se oponga al Plan de Iguala y mientras las Cortes formen la Constitución del Estado” (punto 12). Los tratados diseñaban el esquema de gobierno, completando el orden de composición de la Regencia y sus facultades, y tenían como primer objeto convocar a Cortes (punto 13), en espera de la coronación del emperador. Entre tanto se nombraba la Regencia, la junta asumía el poder Legislativo y lo conservaba como consultivo o auxiliar hasta la reunión de Cortes (punto 14). Y el punto 15 introducía la siguiente observación, expresión de la singular situación jurídica que entonces se presentaba:

Toda persona que pertenece a una sociedad, alterado el sistema de gobierno o pasando el país a poder de otro príncipe, queda en el estado de libertad natural para trasladarse con su fortuna a donde le convenga, sin que haya derecho para privarle de esa libertad… En este caso están los europeos avecindados en N. E. y los americanos residentes en la península; por consiguiente, serán árbitros a permanecer adoptando esta o aquella patria o a pedir su pasaporte, que no podrá negárseles, para salir del reino…

De este modo se ofreció una salida decorosa, no violenta, a aquellos no conformes con el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, quedando excluidos los funcionarios públicos y militares “desafectos a la independencia mexicana” (punto 16), que debían sujetarse a la salida que les otorgara la Regencia una vez formada.

Finalmente, según el punto 17, se comprometía O’Donojú a utilizar su autoridad e influencia para solicitar la rendición pacífica de las tropas realistas en la ciudad de México. Ciertamente, como ha apuntado Silvia Martínez del Campo Rangel, pueden cuestionarse las facultades o la legitimidad de O’Donojú para firmar los tratados, pero de hecho apagó toda resistencia de las autoridades realistas que, escandalizadas, recibían las noticias de Córdoba en la ciudad de México, allanando todos los obstáculos al Ejército Trigarante en su marcha hacia la capital del antiguo virreinato. Los tratados fueron celebrados el 24 de agosto de 1821, y el 31, no sabemos si resignado o satisfecho, O’Donojú informaba al gobierno de Madrid, en carta dirigida al secretario de Estado y de Despacho de la Gobernación de Ultramar, que la independencia era ya indefectible y que él mismo había experimentado lo que sabía hacer un pueblo que quería ser libre. Era preciso por tanto, en palabras de O’Donojú, acceder a que la América fuera reconocida como nación soberana e independiente y que se llamara en lo sucesivo Imperio mexicano.

Acta de Independencia del Imperio Mexicano

La adopción del Acta de Independencia

El oficial Novella, al mando de las tropas realistas en la ciudad de México, recibió un correo de O’Donojú con el documento firmado en Córdoba y convocó a una reunión de las corporaciones de la ciudad. Las consultó sobre la situación y la respuesta fue unánime, aunque tal vez resignada: la rendición se consideraba necesaria, inminente y la independencia inevitable. El Ayuntamiento de la ciudad de México se dirigía a Novella el 3 de septiembre: “Que la Salud pública exige ya imperiosamente que hablemos con el lenguaje de la verdad; que menospreciando cualquier peligro personal… digamos lo que interesa tanto a la nación y lo que es indispensable para salvar a esta populosa capital”. La opinión general y la autoridad legítima de la Corona, representada por O’Donojú, asistían a la independencia, sobre todo: “La voluntad de la nación no puede estar más decidida, y no se le puede hacer oposición lícitamente”. El Ayuntamiento recomendaba la rendición por convenir a México y a España, pero además las posibilidades de las armas realistas y su posición defensiva serían nulas ante el avance del Ejército Trigarante.

El 13 de septiembre, Novella se rindió y pidió una entrevista con el enviado español: examinó sus credenciales y lo reconoció como capitán general legítimo, pero también como jefe político superior de la Nueva España —según el esquema constitucional de la monarquía de España, no bajo los supuestos de Córdoba—, por lo que puso la guarnición realista a sus órdenes; O’Donojú dispuso enseguida que las tropas evacuaran la plaza, para que al día siguiente se trasladasen con Iturbide hacia la villa de Tacubaya, pasando antes por la Hacienda de los Morales.

Entonces, Iturbide procedió a nombrar a quienes habían de componer la Junta Provisional, el nuevo gobierno en los términos prescritos en Córdoba. Quiso Iturbide formar una junta plural, con miembros procedentes de todos los partidos, que merecían de la opinión el mejor concepto por sus luces y honradez reconocida; la mayoría de los individuos que finalmente fueron elegidos eran sin embargo residentes de la ciudad —miembros del cabildo, ex regidores y miembros de la Audiencia, y varios eclesiásticos de alta jerarquía—, no sólo por su proximidad a los acontecimientos que se venían sucediendo, sino también por ser el centro del nuevo Imperio y, sobre todo, el último en abrir sus puertas al victorioso Ejército Trigarante.

Una vez nombrados los miembros de la junta por Iturbide, se reunieron en sesión preparatoria. Desde su primera sesión, la Junta Gubernativa enfrentó retos y desafíos inmensos, pero con entusiasmo y optimismo inicial sin comparación, como el que sus miembros comenzaban a gobernar un país que salía de la guerra y que entraba en una nueva era histórica, la independencia, dueño de sus propios destinos. Suplían los miembros de la junta su inexperiencia real de gobierno, en los términos de independencia absoluta, con el modelo histórico-jurídico de España.

La Junta Central formada en Aranjuez tras la invasión napoleónica, en 1808, como autoridad suprema en ausencia del rey, entonces secuestrado en Bayona, depositaria además de la soberanía nacional, era el referente institucional para la organización de la Junta Gubernativa formada en México en 1821, también como autoridad suprema de la Nación soberana e independiente.

No sólo se trataba de una denominación igual, ambas llamadas Juntas Gubernativas Superiores; en principio, para atender los asuntos importantes adecuadamente, la junta mexicana consideró necesario formar comisiones, exactamente como lo hiciera la junta española, siguiendo primero las Instrucciones del Conde de Floridablanca a la Junta de Murcia, para la elección de la Suprema Central del Reyno, comunicadas a la de Cataluña, y publicadas, de agosto de 1808, algunas de las recomendaciones del Consejo de Castilla, y los posteriores apuntes Sobre la institución del gobierno interino redactados por don Gaspar Melchor de Jovellanos.

El texto de Jovellanos proporcionaba precisamente un esquema de distribución de las actividades de la Junta Central, organizada por comisiones, separadas en materias para su más eficaz atención. Por supuesto, las actividades y por tanto las comisiones tendrían que ser, dada la diversa circunstancia histórica y la naturaleza de las funciones de cada institución, necesariamente diferentes, pero ante problemas similares de gobierno las respuestas serían similares o iguales, adecuadas a las condiciones históricas del Imperio mexicano. Si el Consejo de Castilla recomendó a la Junta Central de España en 1808 la formación de una Regencia —institución histórica de la monarquía a la que se recurría en periodos de interregno, muerte, minoría de edad o caso de incapacidad del rey—, como finalmente se estableció en las vísperas de la reunión de las Cortes de Cádiz en 1810, también la Junta Gubernativa del Imperio mexicano, en aquella primera sesión preparatoria del 22 de septiembre de 1821, disponía una comisión encargada de la formación de los reglamentos de la junta y de la Regencia del Imperio.

La Regencia se mencionaba en el Plan de Iguala —si bien como posible institución sustitutiva de la Junta Gubernativa una vez reunidas las Cortes, mientras se resuelve qué emperador debía coronarse—, pero su creación ya se prevenía en los Tratados de Córdoba, como primera tarea de la Junta Gubernativa una vez reunida, compuesta de tres personas, en quienes habría de residir el poder Ejecutivo, gobernando en nombre del monarca hasta que éste empuñara “el cetro del Imperio”. Los encargados de la comisión de reglamento de la junta y de la Regencia debían además hacer la clasificación o definición de su carácter, representación y atribuciones respectivas.

Una comisión de suma importancia, la segunda en formarse, sería aquélla tocante a la cuestión del reconocimiento y pago de la deuda pública; la tercera correspondería al asunto delicadísimo de señalar premios y distinciones militares al ejército; finalmente, habría una comisión sobre empleos públicos: el problema era si se admitirían los despachos que al respecto traía consigo O’Donojú, o cualquier otro proveniente de la Corte de Madrid.

Se trató, en esa primera sesión, de dar forma al nuevo gobierno imperial. El 25 de septiembre se acordaron las siguientes proposiciones sobre la Junta Gubernativa y la Regencia:

1º Que la Junta tendrá exclusivamente el ejercicio de la representación nacional hasta la reunión de Cortes.

2º Que la Junta provisional gubernativa tendrá por este atributo de gubernativa, todas las facultades que están declaradas a las Cortes, por la Constitución política de la Monarquía Española, en todo lo que no repugne a los Tratados de la Villa de Córdoba.

3º Que las decisiones de la Junta por su atributo legislativo, serán las que declaran dichos Tratados, entendiéndose provisionales, para la reforma del Congreso de la Nación [que] estime conveniente.

4º Que la Regencia tendrá las facultades que obtuvo la Regencia de España por el último de los tres reglamentos que se formaron en lo que no repugne a los tratados de Córdoba.

6º Que para la división de comisiones permanentes se adapte la propuesta de la comisión… de este modo. Primera: De relaciones interiores. Segunda: De Exteriores. Tercera: De Justicia y lo Eclesiástico. Cuarta: De Hacienda. Quinta: De Guerra.

7º Que las comisiones permanentes, o fijas en dichos ramos, las distribuirá el primer Jefe.

La proposición primera acordada por la Junta Gubernativa definía su carácter representativo, otorgándole el atributo precisamente característico de las Cortes españolas —según la Constitución de 1812, artículo 27: “Las Cortes son la reunión de todos los diputados que representan la Nación…”—, si bien el método arbitrario de elección de sus miembros no la calificaba como tal en rigor; era una junta entonces que reclamaba la representación de la Nación soberana, provisionalmente; esto es importante: “Hasta la reunión de Cortes”, como decía la misma proposición primera. Hasta la reunión de Cortes, la Junta Gubernativa provisional, según la segunda proposición, tenía “todas las facultades que están declaradas a las Cortes por la Constitución política de la Monarquía Española, en todo lo que no repugne a los Tratados de la Villa de Córdoba”, de modo que quedaba constituida como autoridad máxima.

La Regencia, según la cuarta proposición acordada, estaba reglamentada por el Decreto de las Cortes españolas del 22 de enero de 1812, por el que se diseñaba la Tercera Regencia y que sin embargo conservaba los rasgos esenciales de las anteriores ligeramente modificados: los regentes eran nombrados y cesados libremente por las Cortes; la Regencia era responsable ante las Cortes; las competencias de la Regencia serían determinadas por las Cortes, si bien tal disposición propició en España severos conflictos entre el Ejecutivo, representado por la Regencia, y el Legislativo, conflictos que desde luego también se reproducirán en el devenir de los acontecimientos del Imperio mexicano.

Concertadas las primeras disposiciones de la Junta Gubernativa, se dispuso todo para que el Ejército Trigarante entrara finalmente en la Ciudad de México, con todos los cuerpos que lo componían, formando una columna que marchó desde Chapultepec y a cuya cabeza avanzaba Iturbide. En su obra La consumación de la Independencia, Lorenzo de Zavala escribió: “El día 27 de septiembre de 1821, once años once días desde el grito dado en el pueblo de Dolores, entró en México el ejército trigarante en medio de las aclamaciones del pueblo y de una alegría general”. Nunca se había visto en la ciudad un ejército tan numeroso, de más de 15 000 hombres, la mitad de ellos de caballería, unos uniformados y condecorados, otros vestidos de paisanos, los “pintos del sur”, veteranos de la revolución acaudillada por Hidalgo en 1810.

Sin embargo, como comenta el propio Lorenzo de Zavala en la obra citada, había también signos de preocupación: “Iturbide era el ídolo a quien se tributaban todos los homenajes, y los generales Guerrero y Bravo, nombres venerables por sus antiguos servicios, casi estaban olvidados en aquellos momentos de embriaguez universal. Se percibían algunas veces los gritos de ‘viva el emperador Iturbide’”. En la mañana del 28 de septiembre, convocados por el primer jefe del Ejército Trigarante, se reunieron los miembros electos de la Junta Gubernativa en el Palacio Nacional para acudir a la Catedral de la ciudad de México y rendir juramento según la siguiente fórmula:

¿Juráis por Dios nuestro Señor, y estos Santos Evangelios, observar y guardar fielmente los Tratados ajustados en 24 de agosto de 1821 en la Villa de Córdoba entre el Excmo. Sr. Primer jefe del ejército trigarante con la representación del Imperio Mexicano, y el Excmo. Sr. D. Juan O’Donojú con el carácter y representación de Jefe Superior Político y Capitán General de este Reino, nombrado por S. M. C. [Su Majestad Católica], referentes al Plan de Iguala, en que se hizo el pronunciamiento de la independencia del mismo Imperio, y además desempeñar exactamente vuestro encargo de Vocal de la Junta provisional gubernativa establecida en consecuencia de lo ordenado en los mismos Tratados? Sí juro. Si así lo hiciereis, Dios lo premie; y si no, os lo demande.

De la Catedral se trasladaron a la Sala del Cabildo de la ciudad para elegir a su presidente, recayendo la elección con absoluta pluralidad de votos en el mismo Agustín de Iturbide, caudillo indiscutible en esas horas primeras de México.

Por la tarde, reunidos los vocales y su presidente, se hizo la declaración solemne de la independencia del Imperio mexicano, momento definitivo de aquella Junta Gubernativa, de todo cuanto se trató en su corta existencia:

La nación mexicana, que por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre el uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido.

Los heroicos esfuerzos de sus hijos han sido coronados, y está consumada la empresa eternamente memorable que un genio superior a toda admiración y elogio, amor y gloria a su patria, principió en Iguala, prosiguió y llevó al cabo arrollando obstáculos casi insuperables.

Restituida, pues, cada parte del Septentrión al ejercicio de cuantos derechos le concedió el Autor de la naturaleza y reconocen por inajenables y sagrados las naciones cultas de la tierra, en libertad de constituirse del modo que más convenga a su felicidad y con representantes que puedan manifestar su voluntad y sus designios, comienza a hacer uso de tan preciosos dones y declara solemnemente por medio de la Junta Suprema del Imperio, que es nación soberana e independiente de la antigua España, con quien en lo sucesivo no mantendrá otra unión que la de una amistad estrecha en los términos que prescribieron los tratados: que entablará relaciones amistosas con las demás potencias, ejecutando respecto de ellas cuantos actos pueden y están en posesión de ejecutar las otras naciones soberanas: que va a construirse con arreglo a las bases que en el Plan de Iguala y Tratados de Córdoba estableció sabiamente el primer jefe del ejército imperial de las Tres Garantías; y en fin, que sostendrá a todo trance y con el sacrificio de los haberes y vidas de sus individuos (si fuere necesario) esta solemne declaración hecha en la capital del Imperio a 28 de septiembre de 1821, primero de la independencia mexicana.

En la misma sesión se procedió a elegir a los cinco miembros de la Regencia, quedando compuesta por el mismo Iturbide como presidente, don Juan de O’Donojú como segundo regente, el gobernador de la mitra de Valladolid, don Manuel de la Bárcena como tercer regente, y don Isidro Yánez y don Manuel Velásquez de León como cuarto y quinto regentes, formando el cuerpo que debía ejercer el poder Ejecutivo. Lo que sigue son los empeños y, sobre todo, las primeras dificultades en la construcción del Estado.