II. TEXTOS PRECONSTITUCIONALES

Los lineamientos de López Rayón

Contexto

Las ideas de libertad surgidas en América hicieron que hacia 1810, en Guanajuato, se reunieran en torno al intendente Juan Antonio Riaño el corregidor de Querétaro, Miguel Domínguez, y su esposa María Josefa Ortiz, además de Ignacio Allende, capitán del Regimiento de la Reina de San Miguel, y los oficiales Juan Aldama y Mariano Abasolo, junto con el cura del pueblo de Dolores, Miguel Hidalgo y Costilla, ex rector del Colegio de San Nicolás Obispo, de Valladolid. Su idea era derrocar el gobierno erigido tras el conocido golpe que se fraguó contra el virrey Iturrigaray y convocar la anhelada Junta Central del reino de la Nueva España, compuesta por representantes de las provincias, que debía gobernar en nombre del rey.

Estos planes tenían algo ya novedoso, intensamente beligerante y decisivo: la exclusión de los españoles. No eran pocos los que se entusiasmaban con la idea; era evidente el ánimo de los criollos, con su peculiar patriotismo, pero también el de otros que se sentían oprimidos por los peninsulares: los trabajadores rurales y urbanos del Bajío y los indios animados por los curas en el círculo de sus parroquias. La rebelión tenía fecha, para octubre de 1810; sin embargo, el 13 de septiembre las autoridades descubrieron la conspiración, persiguieron y arrestaron al grupo de Querétaro. María Josefa Ortiz de Domínguez se las arregló para advertir a Aldama, que inmediatamente se trasladó a Dolores. Miguel Hidalgo y Costilla, con el mismo Aldama y Allende decidieron encender la rebelión. Era domingo, día de mercado, sonaron las campanas muy temprano por la mañana y ese día el cura de Dolores exhortó al pueblo a levantarse. Había en sus palabras no sólo una invitación que movía al interés (la abolición de los impuestos y la paga de un jornal), sino también y, sobre todo, una promesa casi mesiánica: el fin de la injusticia, de la miseria sufrida durante tres siglos.

Se trataba de reivindicaciones populares que venían acumulándose, que coincidían con las posiciones criollas de rechazo a lo español, en sus abusos y opresiones sobre la Nueva España; finalmente, se centraba la prédica del padre Hidalgo en una situación histórica concreta: la invasión napoleónica a la Península. Todo ello era oportuno y así lo muestra el éxito asombroso de la convocatoria. En Dolores, los alzados tomaron por sorpresa a las autoridades y cerca de 700 marcharon hacia San Miguel el Grande. Comenzaba así una larga lucha cuya culminación sería la independencia nacional.

Durante el tiempo de esa lucha por la libertad se dio una serie de acontecimientos trascendentales que influyeron en el constitucionalismo mexicano. El 21 de marzo de 1811, en una emboscada, el general Calleja apresó a los primeros caudillos insurgentes. Hidalgo fue juzgado, degradado como sacerdote, condenado a muerte y, el 30 de julio, fusilado. El cura José María Morelos, sin embargo, continuaba la lucha en el sur y lo hacía con brillantes triunfos militares, logrando amplia adhesión popular; en abril había fundado una provincia independiente, Tecpan, donde cobraba rentas nacionales. También López Rayón seguía la lucha libertaria y trabajaba por la definición política del movimiento rebelde: la reunión de un Congreso nacional. Un paso adelante iban los rebeldes de Caracas. En los primeros días del mes de julio, Simón Bolívar propugnaba en la Junta Patriótica formada por los insurgentes declarar en el Congreso nacional la independencia de España.

En el verano de 1811, el movimiento insurgente de la Nueva España, pese al revés de Hidalgo, se orientaba a una definición similar a la de Caracas. Sin embargo, conservaría por un tiempo el reconocimiento de Fernando VII. La independencia en los términos absolutos que se promovían al sur del continente tardaría en llegar, pero el camino estaba abierto.

La Junta de Zitácuaro

Morelos ejercía poderes soberanos sobre los espacios que iba ocupando, no sólo prodigando leyes libertarias, sino también mandando acuñar moneda en julio de 1811. Rayón promovía por su parte la reunión de una Junta Nacional. En un comunicado dirigido al general Calleja, fechado el día 22 de abril de 1811, Ignacio López Rayón y José María Liceaga expresaron lo siguiente:

La piadosa América intenta erigir un congreso nacional o junta nacional, bajo cuyos auspicios conservando nuestra legislación eclesiástica y cristiana disciplina, permanezcan ilesos los derechos del muy amado Sr. D. Fernando VII, se suspenda el saqueo y la desolación… La notoria utilidad de este congreso nos excusa exponerla…

Rayón escribía esta nota para conocer la opinión del enemigo, Calleja, respecto a la posibilidad de acordar la formación de la junta. El general realista respondió con ironía y sarcasmo, sugiriendo una condición inaceptable: la rendición de los insurgentes. Pero en los primeros días de julio de 1811, Rayón escribió a Morelos exponiéndole oficiosamente la notoria utilidad de la formación de la Junta Nacional, concertando la alianza de los insurgentes en la consecución de este objetivo, para apuntalar la lucha militar. José María Morelos respondió un mes después, el 13 de agosto, desde Tixtla:

En oficio de 13 de este julio, me dice V. E. desea saber el estado en que me hallo para realizar la idea de que formemos una junta a la que se sujeten todos los comisionados y jefes de nuestro partido, para embrazar los trastornos que la conducta de muchos de ellos originan a la Nación y la anarquía que se deja ver y será irreparable entre nosotros mismos.

Morelos indica a Rayón que a las tropas que acaudilla, el Ejército del Sur, las tiene bajo control. Hace una relación de su fuerza efectiva, pero sigue su respuesta y concentra el dictamen que se le pide en la utilidad que tendría en lo militar, en lo conveniente que sería para unir esfuerzos y recursos materiales para fortalecer y dirigir las campañas contra el virrey:

En cuanto a formar la Junta, parece que estábamos en un mismo pensamiento y muchos días ha que la he deseado para evitar tantos males por los que nada hemos progresado, y por ellos he padecido hambres y desnudeces hasta llegar el caso de vender mi ropa de uso… por socorrer las tropas.

Rayón pensaba en principio en una junta suprema formada por cinco miembros; uno de ellos debía ser el “Rayo del Sur”, Morelos. La guerra le impedía acudir, pero aceptaba la idea:

Esta Junta es legítima, por lo menos respecto de este rumbo de mi cargo, por ser consentimiento de todos estos pueblos y oficiales, y por dirigirse a su objeto esencial primario.

Un mes más tarde, en agosto, Ignacio López Rayón, el cura José Sixto Verdusco —enviado por Morelos— y José María Liceaga declararon el establecimiento de la Suprema Junta Nacional Americana. Es interesante el encabezado de su primer bando, fechado en Zitácuaro, pueblo de la intendencia de Michoacán:

El Sr. D. Fernando Séptimo y en su real nombre la Suprema Junta Nacional Americana instalada para la conservación de sus derechos, defensa de la Religión Santa e indemnización y libertad de nuestra oprimida Patria.

Fernando VII sigue vivo para la junta. Impedido civilmente, sin embargo, la junta representa sus derechos, el catolicismo y los intereses de la patria: rey, religión y patria. El discurso mantiene la clave del interregno extraordinario, pero añade en sus principios axiomáticos la reivindicación libertaria. De manera progresiva, la idea patriótica, independentista, desplaza lo demás.

Esto se vio reflejado en el actuar de la junta cuando en la Península ocurrieron cambios que hicieron inminente el regreso de Fernando VII. Ante esta situación, los insurgentes y el ejército virreinal, enemigos intratables, se pronunciaron en nombre del mismo rey. La Junta Suprema de Zitácuaro parecía conciliar el regreso de Fernando VII y la definición autónoma, libre, de los destinos nacionales. También las Cortes de Cádiz participaron de ese optimismo: esperaban al “Deseado”, y su nombre aparecía encabezando papeles, oficios, pronunciamientos, decretos y hasta el propio texto constitucional. Pero en la Nueva España, José María Morelos comenzó a considerarlo innecesario; se impacienta. Rayón tendría que ofrecer alguna explicación larga de por qué la Junta Suprema dice permanecer fiel a Fernando VII. Es una estratagema:

Habrá sin duda reflejado V.E. que hemos apellidado en nuestra junta el nombre de Fernando VII… nosotros ciertamente no lo hubiéramos hecho, si no hubiéramos advertido que nos surte el mejor efecto: con esta política hemos conseguido que muchas de las tropas de los Europeos desertándose se hayan reunido a las nuestras; y al mismo tiempo que algunos de los americanos vacilantes por el vano temor de ir contra el rey, sean los más decididos partidarios que tenemos.

Es una carta reservada de Rayón para Morelos, fechada el 4 de septiembre. Tiene importancia porque aclara los sentimientos de la junta respecto a sus objetivos. Lo primero es seguir la lucha, no por el príncipe, sino por la independencia. Esto es decisivo, pues la Junta Suprema decía representar los derechos del rey, pero en realidad representaba otra cosa: los derechos de la patria, y de ellos no podía disponer arbitrariamente. Eso decía lo que sigue: la Junta Suprema no se sentía obligada a obedecer a Fernando VII, porque no sería justo. El fin, pues, era la independencia, y a ese objeto servía tan sólo el nombre del rey.

Los elementos de Rayón

En el verano de 1812 no existía aún una ruptura definitiva de la Nueva España y España, pero se resquebrajaba la unidad política conforme se definían los límites del concepto de Nación que querían los insurgentes. Se organizaban en torno a la Suprema Junta Nacional y el más destacado de todos ellos en lo militar la reconocía. El 28 de junio de 1812, José María Morelos recibió de la junta el grado de capitán general, algo más que un honor para él:

El título de Capitán General con que Su Majestad [la junta] se ha servido agraciarme, lo he aceptado, como dictado de la Providencia Divina.

Comenzó en junio de ese año la más importante campaña militar del “Rayo del Sur”, que culminaría seis meses después, en noviembre, con la toma de la ciudad de Oaxaca, capital del obispado y la intendencia, al sur del virreinato novohispano. Mientras tanto, el licenciado Rayón procuraba conducir la guerra en el norte, pero sobre todo intentaría dar cierto sentido jurídico a la empresa insurgente. Imaginaba un horizonte de estabilidad conformado según cierto ordenamiento constitucional.

Escribió un ensayo, una primera aproximación, un proyecto constitucional: los “Elementos Constitucionales”. Este documento es del verano de 1812 y tiene el máximo interés porque en él Rayón expresa la primera idea de un ordenamiento jurídico-político para la Nación; quizá no de forma brillante, ni tampoco exhaustiva, pero sí con una convicción que es necesario destacar: la necesidad de dotar a la Nación de los fundamentos de su libertad. No es una idea constitucional perfecta. Desde luego hay en ella equívocos, contradicciones entre la tradición monárquica, católica y el impulso independiente, democrático, liberal; esto es lo interesante, los apuntes de Rayón señalan un momento certero, que se proyectó hacia el futuro. Como dice al final del preámbulo:

No es una legislación lo que presentamos… pero manifestar a los sabios cuáles han sido los sentimientos y deseos de nuestros pueblos y cuáles sus solicitudes es lo mismo que hacerlo con los principios de una Constitución.

El preámbulo —en sí una justificación— comenzaba por reclamar la legitimidad de la junta, partiendo de la situación de ausencia del rey y acudiendo al principio de representación nacional, en que residía la soberanía (“Nosotros… tenemos la indecible satisfacción y el alto honor de haber merecido a los pueblos libres de nuestra patria componer el supremo Tribunal de la Nación y representar la majestad que sólo reside en ellos”). Esto suponía la negación de las Cortes españolas: “La independencia de la América es demasiado justa aun cuando España no hubiera sustituido al gobierno de los Borbones el de unas juntas a todas luces nulas, cuyos resultados han sido conducir a la Península al borde de su destrucción. Todo el universo, comprendidos los enemigos de nuestra felicidad, han conocido esta verdad”. La junta persigue entonces la felicidad.

Es el discurso insurgente de Hidalgo, con añadiduras que se habían ido incorporando en los últimos meses, desde la formación de la Junta de Zitácuaro, pero adquiría una formulación positiva. La religión, que era, con la patria y el rey, una de las primeras reivindicaciones insurgentes, encabezaba los “Puntos de nuestra Constitución”, como la concebía Rayón: “1. La religión católica será la única, sin tolerancia de otra”, considerando la continuidad de la estructura eclesiástica (“2. Sus ministros por ahora serán y continuarán dotados como hasta aquí”), siendo apostólica y romana, defendiendo además su disciplina con una institución especial: “3. El dogma será por la vigilancia del Tribunal de la Fe”. De modo que el proyecto constitucional se afirmó como fuertemente conservador en el aspecto religioso, sin contemplar la libertad de cultos, manifestándose intolerante, hacia el interior y el exterior: “26. Nuestros puertos serán francos a las naciones extranjeras, con aquellas limitaciones que aseguren la pureza del dogma”. Hasta ese punto, Rayón era bastante claro, y también en la declaración fundamental: “4. La América es libre e independiente de toda otra nación”. Pero introdujo alguna ambigüedad enseguida, al tratar sobre los poderes públicos: “5. La soberanía dimana inmediatamente del pueblo, reside en la persona del Señor Don Fernando VII y su ejercicio en el supremo Consejo Nacional Americano”. Aparentemente chocaban los principios de soberanía popular y monárquica, si bien la soberanía dimanaba (provenía) del pueblo y residía (radicaba) en el rey. Pero el origen de la soberanía era indiscutible, y también su valor (“6. Ningún otro derecho a esta soberanía puede ser atendido, por incontestable que parezca, cuando sea perjudicial a la independencia o felicidad de la Nación”). La solución insurgente era la misma que declaraban las Cortes, y tanto éstas como la junta se proclamaron depositarias de los derechos soberanos y decían representar plenamente a la Nación (valor superior inatacable: “27. Toda persona que haya sido perjura a la Nación… se declarará infame y sus bienes pertenecientes a la Nación”).

En cuanto a la afirmación de que la soberanía residía en la persona del rey, pareciera no tener importancia, estando preso en Bayona. Por eso la junta, que representaba a la Nación, reclamaba el ejercicio de la soberanía, y del mismo modo que las Cortes asumía de manera privilegiada la facultad de establecer el derecho: “21. Aunque los tres poderes, Legislativo, Ejecutivo y Judicial, sean propios de la soberanía, el Legislativo lo es inherente, que jamás podrá comunicarlo”. De cualquier manera, carecía el punto 5 del proyecto de Rayón de una afirmación categórica, clara y distinta, sobre el carácter independiente de la Nación, que genéricamente llamaba América (no Nueva España, ni mucho menos México): desvinculada de cualquier otra nación, sí, pero no del rey. En la Nación se originaba la soberanía, pero residía en una persona que no podía ejercer sus derechos, por tanto los asumía el Supremo Congreso Nacional Americano, sin restricciones.

Rayón proponía también la creación de un “Protector Nacional”, acaso inspirado en las constituciones napoleónicas, nombrado por los representantes (punto 17) y que tenía la iniciativa legislativa: “18. El establecimiento y derogación de las leyes y cualquier negocio que interese a la nación deberá proponerse en las sesiones públicas por el Protector Nacional ante el Supremo Congreso en presencia de los representantes”. No abunda el proyecto en el proceso legislativo, ni tampoco en la elección de los representantes, sin embargo, es claro que se remitía a los ayuntamientos de los pueblos: “23. Los representantes serán nombrados cada tres años por los ayuntamientos respectivos, y éstos deberán componerse de las personas más honradas y de proporción, no sólo de las capitales, sino de los pueblos del distrito”. Incluía el proyecto constitucional al menos tres puntos que señalaban su tendencia igualitaria, siguiendo el ejemplo de Hidalgo: “24. Queda enteramente proscrita la esclavitud”, y liberal en el sentido de defender los derechos de la persona: “31. Cada uno se respetará en su casa como en un asilo sagrado”, y también era liberal la segunda parte de este punto, aun previniendo la posible excepción: “Se administrará con las ampliaciones y restricciones que ofrezcan las circunstancias, la célebre Ley Corpus haves [sic] de la Inglaterra”. Se ampliaban estos derechos, aunque también con excepciones, siguiendo el ejemplo de las Cortes: “29. Habría una absoluta libertad de imprenta en puntos puramente científicos y políticos, con tal que estos últimos observaran las miras de ilustrar y no de zaherir las legislaciones establecidas”. Cerraban los “Elementos Constitucionales” con un párrafo entusiasta:

El pueblo americano, olvidado por unos, compadecido por otros y despreciado por la mayor parte, aparecerá ya con el esplendor y dignidad de que se ha hecho acreedor por la bizarría con que ha roto las cadenas del despotismo… hemos hecho sustituir la abundancia a la escasez, la libertad a la esclavitud y la felicidad a la miseria. ¡Bendecid, pues, al Dios de los destinos que se ha dignado mirar con compasión su pueblo!

Este párrafo, sin duda, expresaba la intención transformadora de la sociedad por obra del nuevo ordenamiento jurídico-político y resumía la finalidad que perseguían los Elementos de Rayón.

Los “Sentimientos de la Nación”

Circunstancias históricas

En septiembre de 1812, Morelos escribió a Rayón para sugerirle transformar la Suprema Junta Nacional en un congreso, señalándole que consideraba que éste se había de componer de representantes por lo menos de las provincias episcopales y los principales puertos. Morelos tenía además una estrategia para el logro de este objetivo: el número de cinco componentes de la junta lo entendía en un sentido político-militar, cuatro de ellos situados en los puntos cardinales y uno en el medio como enlace. Organizar cuatro ejércitos que protegieran por los cuatro vientos el nuevo gobierno. Rayón, por su lado, tenía otra idea: pretendía dirigir —como cabeza de la Junta Suprema— la guerra, trataba de asumir la autoridad, intentaba mandar y ordenar, lo que le atrajo crecientes conflictos en su relación con los demás jefes: a Morelos le envía un visitador incómodo y a los otros miembros de la junta, Liceaga y Verdusco, los bloquea.

En noviembre, poco antes de marchar sobre Oaxaca, Morelos escribió a Rayón para hacerle ver otra vez la necesidad de elegir al quinto vocal de la junta y le pedía que se le quitara la máscara a la independencia porque, según señalaba, ya era de todos conocida la suerte de Fernando VII. Esta máscara se refería sin duda a las ambigüedades del discurso insurgente respecto a la fidelidad al rey. Insistió en ello en un escrito posterior, también de noviembre, en el que comentó el proyecto constitucional del licenciado Rayón: “La proposición del Sr. D. Fernando VII es hipotética”, y en una carta personal al mismo: “Por lo respectivo a la soberanía del Sr. D. Fernando VII, como es tan pública y notoria la suerte que le ha cabido a este grandísimo hombre, es necesario excluirlo para dar al público la Constitución”. Otro de los apuntes de Morelos que a los “Elementos Constitucionales” interesa es el tocante a la formación del gobierno: en lugar de un solo “Protector Nacional”, Morelos propuso que hubiese uno de ellos por cada obispado. Es un punto de discrepancia. Los dos caudillos tenían un enemigo común, y más: mientras Rayón consideraba que la Constitución debía defender la religión católica sin tolerancia de otra, Morelos afirmaba que la toma de Oaxaca era obra de la “Guadalupana”; si uno se conservaba fiel al monarca, el otro, pese a su intención de desenmascarar la insurgencia, decía en Oaxaca obedecer a una junta que era legítima depositaria de los derechos del cautivo monarca. Pero las diferencias las abrirá el modo en que uno y otro querían organizar el naciente gobierno.

Cuando Morelos tomó Oaxaca, parecía que no había mayor divergencia con Rayón. Exigió el juramento de la ciudad a la Junta Suprema prácticamente en los mismos términos de los “Elementos Constitucionales”, más o menos:

¿Reconocéis la Soberanía de la Nación Americana, representada por la Suprema Junta Nacional Gubernativa de estos dominios? ¿Juráis obedecer los decretos, leyes y Constitución que se establezca, según los santos fines porque ha resuelto armarse y mandar observarlos y hacerlos ejecutar? ¿Conservar la Independencia y Libertad de la América? ¿La religión Católica, Apostólica Romana? ¿Y el Gobierno de la Suprema Junta Nacional de la América? ¿Restablecer en el trono a nuestro amado rey, Fernando VII? ¿Mirar en todo por el bien del Estado y particularmente de esta Provincia?

Pero los comentarios a los puntos constitucionales que en cartas personales formulaba Morelos parecían inquietar a Rayón; le molestaban quizá, o no le eran indiferentes en todo caso, porque lo paralizaron durante meses. En enero de 1813, Morelos se dirigió a Rayón en los siguientes términos:

Estoy pendiente de la última expurgación sobre nuestra Constitución, cuyos Elementos devolvía V. E. con las adiciones que pudieron advertir mis cortas luces. Se pasa el tiempo y se aventura mucho… para no desquiciarnos, se hace preciso que V. E. me remita a toda diligencia la que ha de regir.

Y por entonces, Rayón va enfrentando nuevos asuntos. De hecho, hacia comienzos de 1813 entró en pleito con los otros dos vocales de la junta, Liceaga y Verdusco, con motivo de las campañas que emprendieron por iniciativa propia, desconociendo su autoridad: Verdusco avanzó temerariamente en Valladolid, donde fue derrotado con altos costos para los insurgentes, y Liceaga conoció su suerte en manos de Agustín de Iturbide, poniendo en riesgo a la propia junta. Rayón, como presidente de ésta, ministro universal de la Nación, amagó con destituirlos, desarmarlos y aprehenderlos. Ante esto, Morelos quedó como la única referencia para los insurgentes, debilitado Rayón y la misma junta.

El “Rayo del Sur” continuó la lucha, pero a la vez trató de definirla políticamente. En mayo escribió a Rayón sobre la necesidad de reunirse para reformar la Junta Gubernativa. Dueño de Oaxaca, decidió tomar el puerto de Acapulco, en el camino se libró definitivamente de Fernando VII y, conforme se abría el horizonte de la independencia, reconoció que era necesario, urgente, cerrar las expectativas en torno a la organización del gobierno y el ordenamiento jurídico. Evitar mayores divisiones y construir instituciones. Siguiendo la iniciativa de Carlos María de Bustamante, decidió sustituir la junta por un auténtico Congreso Nacional.

La iniciativa de Bustamante tuvo un valor importante. No sólo sugería ampliar democráticamente la representación nacional, sino que por ese medio adquiriera mayor legitimidad el gobierno, mayor fuerza también, tanta que le fuera posible sujetar a los hombres de armas que por su violencia desprestigiaban el movimiento insurgente ante la mirada pública. Se trataba de formar una instancia superior capaz de conformar las voluntades, construir el Estado, de las raíces de la Nación. No había duda de su utilidad, pero ¿dónde y cuándo?: pronto, y en Oaxaca, dice Bustamante; sin embargo, Morelos prefiere Chilpancingo.

Desde Acapulco, el 28 de junio de 1813 lanzó Morelos la primera convocatoria para la reunión del congreso: que los pueblos en cada subdelegación del territorio bajo control insurgente eligieran un elector, para que promoviera los derechos de la provincia que representaba, quien debería reunirse en una Junta General de Representantes en Chilpancingo, el 8 de septiembre de 1813. Morelos advertía a los electores:

Que sus votos deberán recaer precisamente en sujeto americano de probidad y de conocidas luces, recomendable por su acendrado patriotismo y, si posible es, nativo de la misma provincia, como que va a ser miembro del Congreso, defensor y padre de todos y cada uno de los pueblos de su provincia, para quienes debe solicitar todo bien y defenderlos de todo mal.

Este plan, razonable, preciso, posible para la formación del congreso, disgustó al licenciado Rayón, que se sintió desplazado.

La junta que presidía sería inminentemente sustituida y sus “Elementos Constitucionales” tuvieron que ser desestimados en lo que tocaba al gobierno. El 12 de julio, Morelos comentó en carta para Bustamante la reacción descompuesta, necia, orgullosa del licenciado: “Aunque el señor Rayón se desentiende de estar citado y emplazado por mí… para el día 8 de septiembre en el pueblo de Chilpancingo, lugar seguro y en el que ninguno de los concurrentes reside —para que no se diga que el uno manda más que el otro—, y centro de las distancias; pero no valdrá este estímulo… se le han hecho tres citaciones, y a las dos últimas de junio y julio no podrá negar que las ha recibido”. El 3 de agosto, Morelos reprende a Rayón, que se empeñaba en reclamar su autoridad: “Veo que, reasumiendo en sí todos los poderes con el pretexto de salvar a la patria, quiere que ésta perezca”.

El encono aumentó, en perjuicio de Rayón, quien se quedó solo defendiendo su proyecto constitucional, que consideraba si no definitivo, sí al menos el que conduciría seguramente a la Constitución. Ante esta situación, la polémica entre la junta y el congreso se resolvió por la disminución política de Rayón y la potencia ganada por Morelos, por la fuerza y por la capacidad de convocatoria, de seguridad y de confianza que infundía el Rayo del Sur”; tenían dos cosas en común al menos: se trataba de la lucha por los derechos de la Nación y de la Constitución que habían de regir sus destinos.

Bustamante y, antes que él, fray Vicente de Santa María, y posiblemente otros, trabajaron en un proyecto constitucional completo; tenían además el ejemplo reciente de una legislación liberal, que podía ser perfeccionada: la de Cádiz. Comenzó entonces a cobrar significado la idea moderna de Nación, como concepto en torno al cual se organizaban el gobierno y el ordenamiento jurídico-político.

En primer lugar, interesaba a Morelos la organización del gobierno, los poderes públicos emanados por supuesto de la Nación y, en principio, el Ejecutivo. El carácter que Morelos imaginaba para este último era, desde luego, militar, y si bien había de ser elegido por los representantes de la Nación, sólo eran elegibles los oficiales de más alta graduación. Para septiembre se redactó un plan, un reglamento más completo para la organización del gobierno de Chilpancingo, publicado el día 11.

La idea de Nación, según puede leerse en el exordio del reglamento, era la justificación de todo:

Convencido —dice Morelos— de la necesidad de un Gobierno Supremo que, puesto al frente de la Nación administre sus intereses, corrija los abusos y restablezca la autoridad e imperio de las leyes… un cuerpo representativo de la Soberanía Nacional, en cuya sabiduría, integridad y patriotismo podamos librar nuestra confianza y la absoluta dirección de la empresa en que nos ha comprometido la defensa de nuestros derechos imprescriptibles.

La Nación tenía entonces unos derechos absolutos, perpetuos, de los cuales se derivaban los poderes públicos que habían de componer el gobierno y, por lo tanto, serían la clave del discurso en Chilpancingo.

No aparecía aún, sin embargo, la idea de Rousseau sobre la voluntad general, pero había un voluntarismo que se manifestaba al parecer vigorosamente, una voz que se alzaba sobre las demás: la del “Rayo del Sur”, que, según denunciaba la primera persona en que estaba escrito el exordio, pretendía interpretar el sentir de la Nación, que ni era el de la Nueva España, ni el de México aún, sino el de América. En Chilpancingo estaban citados los representantes de las provincias de la América septentrional, que habían de designar la persona que ocupara el poder Ejecutivo, en los términos antes dichos, y conservando, reteniendo, el poder Legislativo.

Finalmente, el reglamento del congreso contemplaba cierta, confusa, división de poderes: limitaba sus facultades, atribuciones y relaciones ordenando los procedimientos operativos del gobierno, incluso programando sus actividades una vez instalado. En el punto 17 de éste se señalaba incluso que

Procederá el Congreso con preferencia a toda otra atención, a expedir con la solemnidad posible un decreto declaratorio de la independencia de esta América respecto de la Península española, sin apellidarla con el nombre de algún monarca, recopilando las principales y más convenientes razones que la han obligado a este paso, y mandando que se tenga esta declaración por Ley fundamental del Estado.

Se trataba de una aproximación a un ordenamiento constitucional propio de la Nación que imaginaban los insurgentes. Poseía unos derechos, sí, pero permanecía aún en el estatus de una idea abstracta sin referencia concreta al gobierno (que aún no existía como tal) o al territorio (más allá del dominio insurgente). Carlos María de Bustamante redactó el discurso que Morelos pronunció en la apertura del Congreso de Chilpancingo, el 14 de septiembre de 1813. Estas palabras eran una primera exposición en la que se describía la Nación: se comenzaron a imaginar sus componentes, sus ligaduras, sus fundamentos histórico-políticos.

¡Morir o salvar la patria! fue la exclamación con que se introdujo la idea de Nación: patriotismo criollo que se venía transformando en nacionalismo insurgente, representado, y esto es lo interesante, por los heroicos caudillos del Anáhuac: referencia que remitía a la denominación antigua de México, el valle donde los primeros mexicanos erigieron su civilización.

La mención del Anáhuac implicaba la ruptura con el pasado inmediato y la certidumbre de un nuevo comienzo histórico: la recuperación del tiempo remoto, original de la Nación, la única historia significativa y válida, imaginada con esplendor y ahora con libertad sobre todo. Este retorno al origen se relacionaba con otros símbolos que aparecían en el discurso de apertura del congreso.

De esta manera se convocaba a los mexicanos de la antigüedad para que asistieran al acto en que se reivindicaban todos los daños perpetrados en su contra, y en contra de la Nación por extensión: “¡Genios de Moctezuma, Cacama, Cuauhtémoc, Xicoténcatl y Calzontzin, celebrad en torno de esta augusta asamblea… el fausto momento en que vuestros ilustres hijos se han congregado para vengar vuestros ultrajes y desafueros y librarse de las garras de la tiranía y fanatismo que los iba a sorber para siempre”. No es el nacimiento de una Nación nueva, sino su renacimiento: al año de la conquista, 300 años atrás, en 1521, sucedió el de la libertad, 1813: “En aquél se apretaron las cadenas de nuestra servidumbre en México-Tenochtitlan; en éste se rompen para siempre en el venturoso pueblo de Chilpancingo”. Y es un retorno a la comunidad política original, auténtica: “Vamos a restablecer el Imperio mexicano, mejorando el gobierno”. La Nación adoptó cierta forma cultural, histórica, bajo supuestos políticos concretos, de realización de ideales de justicia y libertad, según una forma jurídica.

Esto último lo expresaba ya el célebre discurso de Morelos, conocido como los “Sentimientos de la Nación”, también leído en la apertura del congreso, el 14 de septiembre de 1803.

Trascendencia

Los “Sentimientos de la Nación” constituyeron un proyecto constitucional propiamente en el que se definía la independencia: “1. Que la América es libre e independiente de España y de toda otra nación, gobierno o monarquía”; también se afirmaba claramente la soberanía nacional y la forma de su ejercicio: “5. Que la soberanía dimana inmediatamente del pueblo, el que sólo quiere depositarla en el Supremo Congreso Nacional Americano, compuesto de representantes de las provincias en igualdad de números”.

Este documento sugería también una organización del gobierno contraria al despotismo, evitando la concentración de poderes, y liberal, por eso: “6. Que los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial estén divididos en los cuerpos compatibles para ejercerlos”; y liberal también al pronunciarse por la protección de la persona y sus propiedades: “17. Que a cada uno se le guarden sus propiedades y respete en su casa como en un asilo sagrado”; igualitaria además, principio básico de la forma democrática: “15. Que la esclavitud se proscriba para siempre y lo mismo la distinción de castas, quedando todos iguales, y sólo distinguirá a un americano de otro el vicio y la virtud”; suprimiendo los rastros del dominio opresor español: “22. Que se quite la infinidad de tributos, pechos e imposiciones que nos agobian”. Pero no rompió del todo con la tradición, pues se manifestaba intolerante en lo que a libertad de cultos se refería: “2. Que la religión católica sea la única sin tolerancia de otra”.

Los “Sentimientos de la Nación” finalmente se orientaban hacia una definición en la que el derecho no sólo se consideraba un valor superior, en su orientación general, homogeneizadora, universalista (“13. Que las leyes generales comprendan a todos, sin excepción de cuerpos privilegiados; y que éstos sólo lo sean en cuanto al uso de su ministerio”; si bien la redacción de este punto dejaba abierta la puerta a la excepción, a las leyes particulares y al privilegio de ciertos cuerpos: los religiosos y militares, por ejemplo), sino que además consideraba la legislación, en ánimo típicamente ilustrado, factor de progreso, de transformación social, de cambio histórico: “12. Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben de ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto”. La idea moderna de constitución, de esta forma, comenzó a cristalizar en la insurgencia.

De manera que la Nación rescató la historia en que cifraba la razón de su existir, única, singular: no la española, sino la más remota, primordial, el antiguo Anáhuac: espejo del porvenir también. La revolución era así completa, un retorno al origen: pero, además, lo esencial precedía la existencia, la Nación tenía sentimientos que el “Rayo del Sur” interpretaba en forma de preceptos que habían de guiar la redacción de una constitución destinada a definir objetivamente la existencia de la Nación.

La Constitución de Apatzingán

La formación del texto constitucional

El 6 de noviembre de 1813, el Congreso instalado en Chilpancingo hizo constar en un acta solemne la Declaración de Independencia en la que se determinó “rota para siempre jamás y disuelta la dependencia del trono español” y, a finales de ese año, Morelos, nombrado por el Congreso Nacional titular del Ejecutivo del naciente gobierno, autónomo, libre de España, iniciaba una campaña militar para afirmar por las armas la obra insurgente; sin embargo, su desenlace fue imprevisto, y súbito. El 25 de diciembre se dio la derrota de los insurgentes en Valladolid a manos de Iturbide, que se iba convirtiendo paulatinamente en el persecutor de quienes estaban del lado de la insurrección.

Las derrotas que fueron sufriendo los insurgentes hicieron que hacia finales de enero, en Chilpancingo, los diputados dispusieran mulas para cargar la imprenta y la tesorería del Congreso. El abogado Rayón condujo la caravana y Vicente Guerrero la escoltó hasta el encuentro con Morelos, en febrero de 1814. El día 26, en Tlacotepec, fueron embestidos por Armijo, perdiendo equipajes, provisiones, archivos, planos, sellos, municiones y la imprenta en piezas. Comenzaba así el peregrinaje del Congreso. Las plazas insurgentes fueron cayendo, conforme los caudillos eran capturados y fusilados. Hacia mediados de marzo, el Congreso intentó recomponerse:

La Nación se reanima con asombro —así comienza un documento del 14 de marzo—; a su vista, y en todas partes, la constancia incansable de los guerreros hace renacer la fuerza que preconizaba arruinada la jactancia engañadora de nuestros tiranos. ¿Qué importa que los desastres de la guerra hayan interrumpido por algún tiempo el curso de nuestras victorias?… ¿Se extinguió el odio a la tiranía que alarmó la Nación y la mantiene en la arena a despecho de los reveses?

La lucha sigue y el gobierno permanece, pero notablemente modificado:

Cuando en su primera instalación se indicó la división de Poderes, todavía estaban informes los establecimientos primitivos de donde emana la justa separación de sus atribuciones; y el cuerpo legislativo, no asignadas aún sus facultades, creyó que su primera obligación era arreglarlas por los principios luminosos y seguros que han guiado a las naciones libres en la formación de sus gobiernos. La autoridad ejecutiva, depositada interinamente en el Generalísimo de las Armas, volvió al Congreso, para salir de sus armas más perfeccionada y expedita. Sin convulsiones, sin reyertas ni discordias, han coincidido todos en las mismas opiniones, y a vista de la patria moribunda, todos han acudido a salvarla.

De manera que el Congreso tomó el poder Ejecutivo, quitándoselo a Morelos. Los vocales habían aumentado a 16, para “dar a sus deliberaciones más peso, a sus sanciones más autoridad y a la división y equilibrio de poderes más solidez y utilidad”, como si el número les diera mayor fuerza, admitiendo la lógica de la representación; de ahí que el propósito político que se fijaron fue también abrir la participación, proponiendo la creación de una institución que conservara su prestigio mitológico, aunque siempre perfeccionable. El gobierno permanecía, esto es lo decisivo, no se rompía ni dividía mientras se conservara unido el Congreso.

La separación de Morelos del poder Ejecutivo fue una medida drástica, sí, pero no se procuró con ello disminuir el poder personal del caudillo, debilitado para entonces, sino precisamente fortalecer en general el gobierno: suprimir la confusión abierta por el diseño original de sus instituciones, en especial, la división de poderes y su funcionamiento; producir confianza, seguridad, por la unanimidad de propósitos; cerrar la incertidumbre abierta por las últimas y tremendas derrotas del ejército insurgente, y en última instancia atraer en unas Cortes a los jefes rebeldes y sus clientelas locales y regionales. El Congreso se había internado en la provincia de Michoacán. En Uruapan se estacionó casi tres meses, hasta que, acosado por los realistas, se refugió en haciendas que halló por su camino. Morelos en todo momento procuró proteger el Congreso con la fuerza que fue capaz de recuperar, asegurando, contra las expectativas de Calleja, la unión del movimiento insurgente.

El 1 de junio, Liceaga, a nombre del Congreso, publicó un Manifiesto en el que expresaba precisamente la constancia y solidez de sus proyectos. En él se planteaba que no había disensiones entre los insurgentes y se anunciaba la elaboración de una constitución provisional, liberal y democrática:

Para la consecución de tan importantes fines, la comisión encargada de presentar el proyecto de nuestra Constitución interina, se da prisa para poner sus trabajos en estado de ser examinados y en breves días veréis, ¡oh pueblos de América!, la carta sagrada de libertad que el Congreso pondrá en vuestras manos, como un precioso monumento que convencerá al orbe de la dignidad del objeto a que se dirigen vuestros pasos. La división de los tres poderes se sancionará en aquel augusto código; el influjo exclusivo de uno sólo en todos o alguno de los ramos de la administración pública, se proscribirá como principio de la tiranía; las corporaciones en que han de residir las diferentes potestades o atribuciones de la soberanía, se erigirán sobre sólidos cimientos de la dependencia y la vigilancia recíprocas; la perpetuidad de los empleos y los privilegios sobre esta materia interesante, se mirarán como detractoras de la forma democrática de gobierno. Todos los elementos de la libertad han entrado en la composición del reglamento provisional, y este carácter os deja ilesa la imprescriptible libertad de dictar en tiempos más felices la Constitución permanente con que queráis ser regidos.

Respecto a la aclaración sobre el supuesto conflicto entre los jefes, Morelos añadió, en respuesta a su redactor Liceaga:

Señor: Nada tengo que añadir al Manifiesto que V. M. ha dado al pueblo sobre puntos de anarquía mal puesta; lo primero, porque V. M. lo ha dicho todo; lo segundo, porque cuando el señor habla, el siervo debe callar… Digan cuanto quieran los malvados; muevan y promuevan todos los resortes de su malignidad los enemigos, que yo jamás variaré de un sistema que justamente he jurado, ni entraré en una discordia que tantas veces le he huido. Las obras acreditarán estas verdades.

Y es verdad, Morelos admitió la autoridad del Congreso, aun cuando pudiera afectar su condición personal y guardándose reservas, suspicacias terribles respecto al licenciado Rayón; también los vocales, a salto de mata, durmiendo al raso, trabajando debajo de los árboles a veces, sufriendo padecimientos, honrarían las palabras francas del “Siervo de la Nación”, que habría de morir defendiendo el Congreso.

Para agosto de 1814, los vocales seguían en su periplo itinerante una ruta azarosa, desde Chilpancingo, pasando errantes por las poblaciones de Chichihualco, Tlacotepec, Tlalchapa, Guayameo, Huetamo, Tiripitío, Santa Efigenia, Apatzingán, Tancítaro y Uruapan. Tenían para entonces avanzada la Constitución, pero sería hasta octubre, tras su regreso a Apatzingán, cuando se llevaran a cabo los juramentos solemnes del nuevo código.

Los fundamentos de la Constitución de Apatzingán

El día 22 de octubre de 1814 fue promulgado el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, con el siguiente proemio:

El Supremo Congreso Mexicano, deseoso de llenar las heroicas miras de la Nación, elevadas nada menos que al sublime objeto de sustraerse para siempre de la dominación extranjera, y sustituir al despotismo de la monarquía de España un sistema de administración que, reintegrando a la Nación misma en el goce de sus augustos imprescriptibles derechos, la conduzca a la gloria de la independencia y afiance sólidamente la prosperidad de los ciudadanos, decreta la siguiente forma de gobierno, sancionando ante todas las cosas los principios tan sencillos como luminosos en que pueden solamente cimentarse una constitución justa y saludable.

El Decreto Constitucional de Apatzingán contenía 242 artículos, divididos en dos apartados. El primero de ellos era propiamente dogmático, titulado “Principios o elementos constitucionales”, seguramente siguiendo en esta denominación a Rayón, pero adoptando la forma sistemática en que fue organizada la constitución estadounidense —de 1776-1777—, con su primera parte de Declaration o Bill of Rights, y también las francesas —desde luego con sus variaciones, de 1791, 1793, 1795 (o del Año III)— con su Declaración de Derechos.

El Decreto de Apatzingán pretendía eso precisamente, establecer desde el comienzo del texto los principios en que se basaba el ordenamiento jurídico-político: introducir el concepto moderno de Nación para definir la soberanía, el mecanismo representativo de su ejercicio, así como la división de poderes y definir de una vez los derechos individuales y las obligaciones de la ciudadanía.

El segundo apartado correspondía a la parte orgánica —o Frame of Government en la estadounidense—, titulado “Forma de gobierno”, que estructura a partir de la anterior, según el principio de división de poderes, la integración y facultades de los poderes públicos, incluyendo una definición del territorio que abrazaba el Estado y la organización de los procesos en que se realizaría el sufragio, siguiendo en este punto a la Constitución de Cádiz, estableciendo juntas de parroquia, de partido y de provincia.

El primer apartado, “Principios o elementos constitucionales”, contenía seis capítulos, el primero de ellos con un artículo único, en que se expresaba intensamente una de las reivindicaciones fundamentales de la insurgencia desde su inicio: capítulo I, “De la religión. Artículo 1º. La religión católica apostólica romana es la única que se debe profesar en el Estado”. Cierto que la Constitución de Cádiz se pronunciaba en un sentido similar (“Art. 12. La religión de la Nación Española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra”), pero en su Título II, capítulo II, no a la cabeza del texto constitucional y refiriendo este principio a la identidad de la Nación; en virtud de ello asumía su protección, diferencia que pareciera apenas de matiz y de orden: en el decreto mexicano se afirmaba la intolerancia religiosa inmediatamente como fundamento del Estado, que, en rigor, precedía la definición positiva de la Nación.

El capítulo II de la primera parte se titulaba “De la soberanía”. En él se comenzaba con la definición política del concepto: “Artículo 2º. La facultad de dictar leyes y de establecer la forma de gobierno, que más convenga a los intereses de la sociedad, constituye la soberanía”; “Artículo 3º. Ésta es por su naturaleza imprescriptible, inenajenable e indivisible”. La afirmación de la soberanía nacional se presentaba en dos proposiciones:

Artículo 4º. Como el gobierno no se instituye para honra o interés particular de ninguna familia, de ningún hombre ni clase de hombres, sino para la protección y seguridad general de todos los ciudadanos, unidos voluntariamente en sociedad, éstos tienen derecho incontestable a establecer el gobierno que más les convenga, alterarlo, modificarlo, y abolirlo totalmente, cuando su felicidad lo requiera.

Artículo 5º. Por consiguiente la soberanía reside originariamente en el pueblo, y su ejercicio en la representación nacional compuesta de diputados elegidos por los ciudadanos bajo la forma que prescriba la constitución.

El artículo 4º del decreto es interesante por sus influencias y también por la utilización, decididamente revolucionaria, que hacía de los conceptos prestados: se reconocían los rastros de afirmaciones insurgentes afines, sin embargo, debía mucho al artículo 2º de Cádiz, muy sentido debido a las abdicaciones de la familia Borbón a favor de Napoleón: “La Nación española […] no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. Los constitucionalistas mexicanos tuvieron la misma precaución: la amenaza era la misma, sin embargo no la referían a la Nación en abstracto, sino al gobierno, rechazando enfáticamente la monarquía.

En Apatzingán se sustituyó significativamente la Nación que obsesionó a los diputados de Cádiz por el gobierno que aparecía en la Declaración de Independencia de Estados Unidos: “Los gobiernos han sido instituidos entre los hombres para asegurar estos derechos [naturales], y derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados”; conserva además su sentido revolucionario: “Cuando cualquier forma de gobierno se hace destructiva de estos fines, el pueblo tiene derecho a alterarla y abolirla, y a instituir un nuevo Gobierno fundado en tales principios y organizando sus poderes en la forma más idónea posible para llevar a cabo su seguridad y felicidad”. Pero hay diferencias.

Los constitucionalistas mexicanos sustituyeron en el artículo 4º los derechos naturales que estructuraban y justificaban los postulados originales, estadounidenses primero, después franceses, por la “protección y seguridad general de todos los ciudadanos, unidos voluntariamente en sociedad”.

De modo que el Congreso mexicano dio prioridad al valor de la seguridad, como lo exigía la situación de guerra prevaleciente, sin despreciar las útiles abstracciones metodológicas del constitucionalismo moderno; también en el artículo 4º, los ciudadanos formaban un contrato o pacto social voluntario, y también tenían unos derechos naturales, que sin embargo aparecieron hasta avanzado el decreto, en el primero de los 16 artículos que componían el capítulo V, “De la igualdad, seguridad, propiedad y libertad de los ciudadanos. Artículo 24. La felicidad del pueblo y de cada uno de los ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad. La íntegra conservación de estos derechos es el objeto de la institución de los gobiernos, y el único fin de las asociaciones políticas”. La influencia fue aquí indirectamente gaditana (otra vez, al sustituir “Nación” por “gobierno”: “Artículo 4. La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen… Artículo 13. El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación…”), pero sobre todo francesa; proviene de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789: “Artículo 2º. El objeto de toda sociedad política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Esos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”, y directamente de la Declaración de 1793, que suprime el derecho de resistencia: “Artículo 1º. El gobierno se instituyen para garantizar al hombre el goce de sus derechos naturales e imprescriptibles”; “Artículo 2º. Estos derechos son la igualdad, la libertad, la seguridad, la propiedad”. La redacción es la misma, pero invertida.

El primer derecho que se afirmaba en el decreto era eminentemente revolucionario; en el artículo 4º, los ciudadanos unidos en sociedad “tienen derecho incontestable a establecer el gobierno que más les convenga, alterarlo, modificarlo, y abolirlo totalmente, cuando su felicidad lo requiera”.

Este principio político fundamental, sobre la autodeterminación, fue tomado directamente de la declaración estadounidense, también producto de un proceso de ruptura frente a otro gobierno, el inglés, y de creación de uno totalmente nuevo, y propio. Aquí tomaron distancia los mexicanos respecto a los españoles, al recordar que fue rechazado en Cortes el postulado del proyecto para el “Artículo 3º. La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga”, con lo que quedó partida la oración, sin el complemento final.

La solución de Cádiz seguía a la francesa, refiriendo los derechos de la soberanía a la Nación. En Apatzingán, el orden se invierte: si “establecer la forma de gobierno que más convenga […] constituye la soberanía”, y si los ciudadanos “tienen derecho incontestable a establecer el gobierno”, por tanto “la soberanía reside originariamente en el pueblo” o la Nación, compuesta por la unión de aquellos ciudadanos.

La parte dogmática del decreto, “Principios o elementos constitucionales”, sugiere una construcción democrático-liberal. El artículo 5º define su carácter democrático: la soberanía residía originalmente en la Nación y se ejercía por representación, elegida por los ciudadanos según lo definía la legislación, en condiciones de igualdad (artículo 6º); aunque el Congreso, consciente de posibles objeciones, tomaba la precaución de admitir con el pretexto de la guerra y los impedimentos del momento, siguiendo el ejemplo de las Cortes Extraordinarias españolas, la representación supletoria (artículo 7º) , con “tácita voluntad de los ciudadanos”.

La ciudadanía merece varios capítulos de la primera parte del decreto, pero en lo esencial se refería a ella el “Capítulo III. De los ciudadanos. Artículo 13. Se reputan ciudadanos de esta América todos los nacidos en ella”. “Artículo 14. Los extranjeros radicados en este suelo que profesaren la religión católica, apostólica, romana, y no se opongan a la libertad de la Nación, se reputarán también ciudadanos de ella, en virtud de carta de naturaleza que se les otorgará, y gozarán de los beneficios de la ley”. El artículo 12 sugería ya la orientación liberal del decreto, disponiendo la división de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial: “No deben ejercerse ni por una sola persona, ni por una sola corporación”.

Quedaba perfilado así el carácter del primer intento constitucional de México, el proyecto más completo sin duda del periodo insurgente. Los capítulos V y VI de la primera parte eran también interesantes. De los 16 artículos (del 24 al 40) que comprendía el capítulo V, “De la igualdad, seguridad, propiedad y libertad de los ciudadanos”, conviene comentar algunos en que se aprecian las convicciones políticas de los diputados de Apatzingán.

El artículo 25 incluía ya la destrucción de las distinciones hereditarias, que en el caso americano se proyectaban sobre los oficios públicos (“es contraria a la razón la idea de un hombre nacido legislador o magistrado”), exaltando la igualdad y, en un sentido republicano, admitiendo los reconocimientos y el prestigio sólo mediante el despliegue de las virtudes, los talentos y el mérito, siempre en beneficio público: “Ningún ciudadano podrá obtener más ventajas que las que haya merecido por servicios hechos al Estado”. Merecen atención los artículos destinados a proteger a la persona, por su definición liberal:

Artículo 28. Son tiránicos y arbitrarios los actos ejercidos contra un ciudadano sin las formalidades de la ley.

Artículo 29. El magistrado que incurriere en este delito será depuesto, y castigado con la severidad que mande la ley.

Artículo 30. Todo ciudadano se reputa inocente, mientras no se declara culpado.

Artículo 31. Ninguno debe ser juzgado ni sentenciado, sino después de haber sido oído legalmente.

Artículo 32. La casa de cualquier ciudadano es un asilo inviolable: sólo se podrá entrar en ella cuando un incendio, una inundación, o la reclamación de la misma casa haga necesario este acto…

También liberal es la protección de la propiedad privada:

Artículo 34. Todos los individuos de la sociedad tienen derecho a adquirir propiedades, y disponer de ellas a su arbitrio con tal que no contravengan la ley.

Artículo 35. Ninguno debe ser privado de la menor porción de las que posea, sino cuando lo exija la pública necesidad; pero en este caso tiene derecho a una justa compensación.

Estos artículos tenían precedentes claros en fuentes estadounidenses y francesas, pero adoptaban una significación en el momento histórico concreto en que se elaboró el Decreto de Apatzingán, durante la lucha contra el absolutismo; en especial pertenecía a las reivindicaciones insurgentes más auténticas de la libertad de empresa: “Artículo 38. Ningún género de cultura, industria o comercio puede ser prohibido a los ciudadanos, excepto los que forman la subsistencia pública”, si bien se sugiere la planeación de una política económica de Estado. Igualmente se compromete el Estado en la educación, en su proyección ilustrada: “Artículo 39. La instrucción, como necesaria a todos los ciudadanos, debe ser favorecida por la sociedad con todo su poder”. Finalmente, derivado del anterior y completando los derechos del ciudadano, se hacía un pronunciamiento por la libertad de expresión, si bien con graves restricciones religiosas, políticas y morales: “Artículo 40. En consecuencia, la libertad de hablar, de discurrir y de manifestar sus opiniones por medio de la imprenta, no debe prohibirse a ningún ciudadano, a menos que en sus producciones ataque el dogma, turbe la tranquilidad pública u ofenda el honor de los ciudadanos”. Las definiciones del decreto fueron liberales, pero en más de un punto moderadas.

El artículo único del capítulo VI, “De las obligaciones de los ciudadanos”, expresaba la situación extraordinaria, de guerra, que enmarcaba los postulados anteriores: “Artículo 41. Las obligaciones de los ciudadanos para la patria son: una entera sumisión a las leyes, un obedecimiento absoluto a las autoridades constituidas, una pronta disposición a contribuir a los gastos públicos, un sacrificio voluntario de los bienes, y de la vida, cuando sus necesidades lo exijan. El ejercicio de estas virtudes forma el verdadero patriotismo”. A pesar de las condiciones extraordinarias que imponía el enfrentamiento bélico, existía en Apatzingán la determinación de afirmar la supremacía del derecho, el Rule of Law inglés, la volonté générale de Rousseau, y las penas necesarias, útiles y proporcionadas de Beccaria:

Artículo 18. La ley es la expresión de la voluntad general en orden a la felicidad común: esta expresión se enuncia por los actos emanados de la representación nacional.

Artículo 19. La ley debe ser igual para todos, pues su objeto no es otro, que arreglar el modo con que los ciudadanos deben conducirse en las ocasiones en que la razón exija que se guíen por esta regla común.

Artículo 20. La sumisión de un ciudadano a una ley que no aprueba, no es un comprometimiento de su razón ni de su libertad; es un sacrificio de la inteligencia particular a la voluntad general.

Artículo 23. La ley sólo debe decretar penas muy necesarias, proporcionadas a los delitos y útiles a la sociedad.

Ciertamente, la filiación doctrinal de estos artículos fue clara; de Rousseau era la idea de que “la ley es la expresión de la voluntad general” (también: “La sumisión de un ciudadano a una ley que no aprueba… es un sacrificio de la inteligencia particular a la voluntad general”), que se identificaba con la Nación en su concepto jurídico-político moderno: se “enuncia por los actos emanados de la representación nacional”. El objeto de la felicidad común, fin supremo a que apuntaba la legislación, correspondía típicamente al optimismo ilustrado, y venía expresado de manera constante en los discursos de Hidalgo, como ya se ha destacado. Pero además, la ley, según el decreto, estructuraba racionalmente las acciones de los ciudadanos, definiendo el carácter plenamente moderno de la constitución, racional-normativo.

La parte orgánica, “Forma de gobierno”, se organizaba a partir de los artículos precedentes, de la parte dogmática, y especialmente del artículo 27 antes citado: “La seguridad de los ciudadanos consiste en la garantía social: ésta no puede existir sin que fije la ley los límites de los poderes, y la responsabilidad de los funcionarios públicos”. La garantía social así definida, centrada en la defensa de los derechos del ciudadano, correspondía a la definición de constitución democrático-liberal, como indicaba el artículo 16 de la Declaración francesa de 1789: “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada, ni determinada la separación de poderes, carece de Constitución”. Subraya este carácter la responsabilidad de los funcionarios públicos, para cuya realización se tomaba de las instituciones indianas el Juicio de Residencia, con un tribunal especial, como forma de control ministerial.

El único poder constituido en el momento de promulgación del decreto era el Congreso, por eso a partir de esta institución se crearon y organizaron los demás poderes, según el capítulo II, “De las supremas autoridades. Artículo 44. Permanecerá el cuerpo representativo de la soberanía del pueblo con el nombre de Supremo Congreso Mexicano. Se crearán además dos corporaciones, la una con el título de Supremo Gobierno, y la otra con el de Supremo Tribunal de Justicia”. El Supremo Congreso se componía de diputados elegidos uno por cada provincia (artículo 48), y se organizaba el sufragio a la manera de la Constitución de Cádiz, por juntas electorales de parroquia, partido y provincia (capítulos V-VII del Decreto Constitucional de Apatzingán; en la Constitución de Cádiz: “Capítulo II, del nombramiento de diputados de Cortes, Art. 34. Para la elección de los diputados de Cortes se celebrarán juntas electorales de parroquia, de partido y de provincia”, y también capítulos III-V). Los diputados, según el artículo 44, eran “iguales todos en autoridad”.

En la división de poderes destacaba la preponderancia notoria del poder Legislativo. Baste decir que según el capítulo VIII, “De las atribuciones del supremo congreso”, le correspondía: “Artículo 103. Elegir los individuos del Supremo Gobierno, los del Supremo Tribunal de Justicia, los del de Residencia, los secretarios de estas corporaciones, y los fiscales de la segunda, bajo la forma que prescribe este Decreto, y recibirles a todos el juramento correspondiente para la posesión de sus respectivos destinos”. El Congreso nombraría también a los representantes diplomáticos (artículo 104) y a los generales del ejército (artículo 105); examinaría, discutiría, sancionaría, interpretaría y derogaría las leyes (artículo 106); declararía la guerra y arreglaría la paz (artículo 108), y establecería la fiscalidad (artículo 113).

El poder Ejecutivo quedaba muy debilitado, fraccionado. Cabe señalar que, según el capítulo X, “Del Supremo Gobierno. Artículo 132. Compondrán el Supremo Gobierno tres individuos […] serán iguales en autoridad, alternando por cuatrimestres en la presidencia, que sortearán en su primera sesión para fijar invariablemente el orden con que hayan de turnar, y lo manifestarán al Congreso”. Y como se dijo ya, según el capítulo XI, “De la elección de individuos para el Supremo Gobierno. Artículo 151. El Supremo Congreso elegirá en sesión secreta por escrutinio en que haya examen de tachas, y a la pluralidad absoluta de votos, un número triple de los individuos que han de componer el Supremo Gobierno”. El Congreso le otorgaba una serie de atribuciones y funciones, todas ellas reguladas por el poder Legislativo, militares sobre todo, y también, señalaba el “Artículo 163. Cuidar de que los pueblos estén proveídos suficientemente de eclesiásticos dignos, que administren los sacramentos, y el pasto espiritual de la doctrina”. Una serie de medidas fuertemente restrictivas, del artículo 166 al 174, completaban la configuración del poder Ejecutivo.

El Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana era, por su título, de carácter instituyente y abundaba en declaraciones en ese sentido, de creación de un nuevo gobierno, y también de afirmación autonomista: “Artículo 9º. Ninguna Nación tiene derecho para impedir a otra el uso libre de su soberanía. El título de conquista no puede legitimar los actos de la fuerza: el pueblo que lo intente debe ser obligado por las armas a respetar el derecho convencional de las naciones”. La ruptura frente a la forma política española, la monarquía, se expresaba por supuesto en el traslado total del poder supremo, en el que se condensaban los derechos de la soberanía, del rey a la Nación. Tal sustitución, para ser más expresiva, si se puede, la acompañaron los vocales de Apatzingán de los valores sustantivos, máximos, de la majestad soberana, así: “Artículo 10º. Si el atentado contra la soberanía del pueblo se cometiese por algún individuo, corporación o ciudad, se castigará por la autoridad pública como delito de lesa nación”, y también: “Artículo 15. la calidad de ciudadano se pierde por crimen de herejía, apostasía y lesa nación”.

El delito de lesa majestad se convertía en uno de lesa nación, y esa nación adquiría una composición propia, los ciudadanos mexicanos, un nombre además y una objetivación territorial en que se definían los límites espaciales de su jurisdicción, y del alcance de la norma constitucional emanada de su voluntad. En el capítulo I de la parte orgánica, “De las provincias que comprende la América Mexicana. Artículo 42. Mientras se haga una demarcación exacta de esta América Mexicana, y de cada una de las provincias que la componen, se reputarán bajo de este nombre, y dentro de los mismos términos que hasta hoy se han reconocido, las siguientes: México, Puebla, Tlaxcala, Veracruz, Yucatán, Oaxaca, Tecpan, Michoacán, Querétaro, Guadalajara, Guanajuato, Potosí, Zacatecas, Durango, Sonora, Coahuila y nuevo reino de León”. El concepto de Nación va perdiendo así su definición abstracta.

Importancia y vigencia

El concepto de Nación contenido en este Decreto Constitucional correspondía a cierta idea que los insurgentes venían construyendo, desde sus precedentes patrióticos, criollos, de identidad fortalecida por oposición a lo español y por el romanticismo en la construcción de una comunidad imaginaria, que comenzaba a llamarse México: recuperar la historia remota, antigua, original, auténtica ubicada en el mítico Anáhuac, al tiempo que los constitucionalistas elevaban la unidad y autodeterminación de la Nación al nivel de valor supremo, sustituyéndolo por su contrario, el rey, y se afirmaba simultáneamente la libertad individual y la igualdad, en la definición misma de Nación, compuesta por ciudadanos iguales ante la ley con derechos indestructibles de seguridad, libertad, propiedad; rompiendo, en suma, las fuentes de legitimidad del poder político, relacionadas con el dominio español, en que se concentraban, por el contrario, los valores negativos del pasado —aislando la religión y la lengua como atributos propios— y del porvenir: en lo español se identificaban los obstáculos concretos de la realización de la felicidad de la Nación. Para la consecución de este fin, cuya condición era la independencia, desde luego, se promulgaba el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, como orgullosamente declararon los diputados de la provincias mexicanas a sus conciudadanos, los mexicanos, al día siguiente de la solemne sanción, juramento y promulgación, el 23 de octubre de 1814:

La profesión exclusiva de la religión católica, apostólica y romana, la naturaleza de la soberanía, los derechos del pueblo, la dignidad del hombre, la igualdad, seguridad, propiedad, libertad y obligaciones de los ciudadanos, los límites de las autoridades, la responsabilidad de los funcionarios, el carácter de las leyes: he aquí, mexicanos, en qué estriba la forma de nuestro gobierno. Los principios sencillos que se establecen para ilustrar aquellos grandiosos objetos, descifran el sistema de nuestra revolución, demuestran evidentemente la justicia de nuestra causa, alumbran los senderos que han de seguirse para el logro de nuestra independencia.

A decir verdad, el logro de la independencia estaba aún lejos. El Supremo Gobierno de Apatzingán estaba diseñado según el esquema de un triunvirato, siguiendo el modelo francés de la Constitución de 1799, o del Año VIII, en el cual el gobierno se atribuía a tres cónsules.

No obstante, la aplicación no fue ni podía ser la misma, porque no otorgaba el peso del poder Ejecutivo a un sobresaliente primer cónsul, y porque en definitiva no concurrían en ninguno de los tres miembros del Supremo Gobierno mexicano —José María Morelos, José María Liceaga y José María Cos— las cualidades de Napoleón Bonaparte, que precisamente sería el primer cónsul francés, quien hizo el cargo vitalicio en la Constitución de 1802, o del Año X, abriendo el camino al artículo 1º de la de 1804, o del Año XII, en que se leía: “El Gobierno de la República se confía a un Emperador”, declarando hereditaria semejante dignidad. La guerra dispersaría el poder Ejecutivo, y también impediría el funcionamiento del Legislativo, mientras permanecía sin organización el Judicial.

El Decreto Constitucional no tendría vigencia; en todo caso serviría para desunir, en su momento más vulnerable, el movimiento insurgente; se trataría de desvirtuar el Congreso por no cumplir rigurosamente con la letra de ley: las facciones se alzarían en defensa de la Constitución. Pero, en lo que interesa, los postulados de Apatzingán marcaron referencias democrático-liberales con las que se ensayaría en México, a partir de entonces, una vez y otra más.