I. CONSTITUCIONES IMPUESTAS

La Constitución de Bayona

El origen del Estatuto Constitucional

Los primeros años del siglo XIX fueron cruciales para la monarquía española y, por extensión, también para la Nueva España. En lo jurídico-político, el mito constitucional adquiere vida en el mundo hispánico de la mano de Napoleón con la Constitución de Bayona, pues aun cuando la valoración de este estatuto constitucional resulta aún polémica debido a las difíciles circunstancias en que pretendía adquirir validez, no pueden negarse los importantes componentes jurídico-políticos que ese texto introduce en el constitucionalismo hispanoamericano.

Tras la abdicación de Carlos IV y la renuncia de Fernando VII al trono, Napoleón creyó que era conveniente convocar a una junta de notables en Bayona a fin de ratificar la elevación de su hermano José al trono de España. Sin embargo, Joaquín Murat, convencido de que con la decadencia que sufría la monarquía española —sobre todo después del reinado de Carlos IV— se hacía necesario regenerar el marco institucional, persuadió al Emperador para que la junta también participara en la elaboración de un texto constitucional que rigiera en España y sus dominios. De esta manera, el 24 de mayo de 1808 se publicó en la Gaceta de Madrid la convocatoria para la Asamblea de Bayona. Esta convocatoria señalaba que tanto Joaquín Murat, gran duque de Berg y teniente general del Reino, como la Junta Suprema de Gobierno, habían sido instruidos por Napoleón para reunir en Bayona una diputación general de 150 personas, escogidas entre el clero, la nobleza y las otras clases de la Nación española, a fin de ocuparse de “las leyes de felicidad de toda España” y proponer las reformas y los remedios necesarios para impedir la vuelta a las desgracias que el antiguo régimen había ocasionado.

Una vez redactada la convocatoria, Murat y la junta acordaron conceder una representación en la Asamblea a las provincias de ultramar, nombrando para esos efectos a seis naturales de las colonias que residían en España: D. José Joaquín del Moral por la Nueva España, el marqués de San Felipe y Santiago por la Habana, D. Tadeo Bravo y Rivero por el Perú, D. León Altolaguirre por Buenos Aires, Ignacio Sánchez de Tejada por Santa Fe y D. Francisco Cea por Guatemala.

Como señala Carlos Sanz Cid en un profundo estudio sobre la labor de redacción y los elementos que fueron aportados a la Constitución de Bayona, las líneas generales de la convocatoria quedaban muy de acuerdo con las tradiciones de España, ya que “conservaban fiel memoria de la concurrencia de los tres estados, a la formación de las Cortes, de la reunión de varias ciudades y comarcas para componer un voto —como en Galicia— del derecho de los nobles, de algunas villas, de hacer escoger de entre su seno a alguno de los diputados, del pago de los procuradores, por las ciudades que les enviaban, de las designaciones directas en los brazos del clero y la nobleza, pero, en cambio, representaba una influencia, desacostumbrada en tales convocatorias, la manera de integrar el banco eclesiástico por el alto y bajo cleros, el llamamiento de los diputados de las provincias aforadas y, sobre todo, el lugar concedido a los altos consejos, a las universidades y cámaras de comercio, que no solamente ponía de relieve la intervención de una mano extraña, sino concretamente la influencia napoleónica”.

No obstante lo anterior, a pesar de los esfuerzos de Napoleón y Murat para que en la Junta de Bayona participaran los intelectuales españoles más ilustres, muchos de ellos —como Jovellanos o Argüelles—, al no compartir la causa francesa, no asistieron al llamado del Emperador y de los 150 diputados que de acuerdo con la convocatoria debían estar presentes en la asamblea, sólo 65 acudieron a la Junta Primera. Este número fue aumentando con las diversas reuniones de la junta hasta llegar a 91 asistentes en la última sesión, pero los concurrentes procedían en su mayoría de la nobleza y la burocracia nacional, lo que demuestra el rechazo que en diversos estratos tuvo la idea de la Asamblea y la falta de representación nacional que ésta proyectó.

La Junta de Bayona comenzó a sesionar el 15 de junio de 1808, día en que se repartieron credenciales entre los presentes, y durante las siguientes tres semanas se celebraron 12 sesiones en las que se preparó el Estatuto Constitucional definitivo. Cabe señalar que para el inicio de las sesiones de la Asamblea se presentó un proyecto original de 78 artículos que había pasado una parte importante del proceso de elaboración. Comenzando por las sesiones de gabinete, del Emperador y el secretario de Estado imperial, siguiendo por la lectura y comentarios de la Junta Suprema en Madrid y, finalmente, en Bayona, el proyecto de constitución fue examinado por los ministros españoles José de Azanza y Mariano Luis de Urquijo, así como por algunos miembros de la Asamblea, que presentaron meditados informes sobre su articulado. Raimundo Etenhard y Salinas, consejero de la Inquisición, por ejemplo, se manifestó en contra de la supresión del Santo Oficio, lo que ofrece una idea del contenido de este texto constitucional, en partes muy sustanciales, liberal.

Cinco días después de iniciadas las sesiones de la Asamblea, el 20 de junio, fue entregado a su presidente, Miguel José de Azanza, consejero de Estado y secretario del Despacho Universal de Hacienda, que ya se encontraba en Bayona desde el 28 de mayo, un proyecto de 126 artículos escritos en francés para ser discutidos durante la sesión de ese día, la III, y las siguientes. Durante la sesión V, del 22 de junio, el diputado José Joaquín del Moral, canónigo de la Santa Iglesia Metropolitana de México, natural de la Nueva España, participó de manera considerablemente valiosa y significativa, según aparece en el memorial correspondiente de las Actas de Sesiones. Merece la pena reparar en ello, pues este hecho significa la primera representación mexicana en una asamblea constituyente.

Ante el planteamiento del proyecto constitucional, en específico respecto a la igualdad de derechos entre España y las Indias, José Joaquín del Moral manifiesta su escepticismo, como se muestra en cita que rescata Eduardo Martiré en la que se lee: “esa igualdad de derechos les ha sido acordada desde hace muchos años [a los americanos] y a pesar de todo, a falta de pormenores en la declaración, los gobiernos y la Corte misma han procedido siempre en todas sus disposiciones con los americanos como si ellos no fuesen iguales a los europeos, sino casi como si fuesen sus esclavos”. Del Moral exige de esta manera que se cumpla efectivamente la predicada igualdad y que ésta se respete.

En la junta se respiraba un ambiente de opresión y, se entiende, por eso cada uno de los representantes debía moderar prudentemente sus pretensiones; pero Del Moral, atrayéndose la atención de la junta, parecía sostener sus peticiones en el incontestable argumento de que, para lograr mayor sujeción sobre la Indias, sería necesario conceder a sus naturales mayores libertades, a la altura de los tiempos, de manera que la nueva autoridad fuera ganada por su benignidad. Además, respecto a la representación, no sólo aplaudió la presencia de diputados indianos en las instituciones de gobierno de la monarquía, sino que también exigió que su representación fuera efectiva y, con energía, se manifestó en contra de la excesiva exacción fiscal a la cual se sometía a las Indias, y reclamó que se permitiera realmente el despliegue de la industria americana. La representación de la Nueva España en los debates de Bayona reflejaba, de esta forma, algunos de los anhelos más sentidos de los habitantes de las provincias de Ultramar.

Ahora bien, después de varias revisiones y debates sobre el proyecto de constitución, en la sesión del 30 de junio el presidente de la junta, Miguel José de Azanza, presentó al secretario de Estado imperial, Hugo Maret, las Actas de Sesiones en doble texto: castellano y francés. Los amanuenses de Maret elaboraron dos documentos de trabajo, que incluían las propuestas votadas conforme el proceso verbal y, anexos a la minuta, 40 pliegos con artículos propuestos, redactados en la forma sugerida por la Asamblea, con indicación de votos en pro y en contra. El Emperador y el secretario Maret prepararon un documento definitivo de 146 artículos, que estuvo listo el 5 o 6 de julio, siendo fechado el 6.

Al final, el Emperador introdujo una modificación para incluir el nombre del nuevo monarca, José Bonaparte, “por la Gracia de Dios, Rey de las Españas y las Indias”. El día 7 de julio la Asamblea celebró su última reunión, la sesión XII, en la que el futuro rey de España pronunció en castellano las siguientes palabras, que reproduce Sanz Cid:

He tenido por conveniente presentarme, antes de vuestra separación en medio de vosotros, que reunidos a consecuencia de acontecimientos extraordinarios, a que todas las naciones están expuestas en diferentes épocas, y por orden del Emperador, nuestro augusto hermano, habéis dado muestras de que vuestras opiniones son las de su siglo. El resultado de ellas le veréis admitido en el Acta Constitucional que se os va a leer ahora. Ésta será la que liberte a la España de las agitaciones y destrozos de que daba bastante indicio la sorda inquietud que agitaba la nación largo tiempo había.

La efervescencia, que todavía reina en algunas provincias, no podrá menos de calmar luego que los pueblos entiendan hallarse establemente cimentadas la religión, la integridad y la independencia de su país, y reconocidos sus más preciosos derechos; luego que ven en las nuevas instituciones las semillas de la prosperidad de su patria, beneficio que las naciones vecinas han comprado a precio de mucha sangre y muchas desgracias…

Terminado su discurso y asumiendo el nuevo rey el papel de restaurador del orden y promotor de las anheladas reformas para la prosperidad de la monarquía, José Bonaparte entregó la Constitución al presidente de la Asamblea, quien la puso en manos de un secretario para que la leyera en voz alta desde el principio hasta el final. Posteriormente, los presentes juraron solemnemente y José I juró ante el arzobispo de Burgos observar y hacer observar la Constitución, conservar la integridad y la independencia de España y sus posesiones, respetar y hacer respetar la libertad individual y la propiedad, y gobernar solamente con la mira del interés, de la felicidad y de la gloria de la Nación española.

Desde los discursos de clausura de la Asamblea, y en el propio juramento, se elevó un primer principio constitucional: poner la autoridad bajo la Ley. De hecho, esto se reflejaba en las primeras líneas del texto constitucional, que también proyectaron su naturaleza de pacto entre los españoles y el Emperador:

En el nombre de Dios Todopoderoso: Don José Napoleón, por la gracia de Dios, Rey de las Españas y de las Indias:

Habiendo oído a la Junta nacional, congregada en Bayona de orden de nuestro muy caro y muy amado hermano Napoleón, Emperador de los franceses y Rey de Italia, protector de la Confederación del Rhin, etcétera.

Hemos decretado y decretamos la presente Constitución, para que se guarde como ley fundamental de nuestros Estados y como base del pacto que une a nuestros pueblos con Nos, y a Nos con nuestros pueblos.

La Constitución de Bayona se presentaba entonces como el documento destinado a legitimar al nuevo rey y, recurriendo al supuesto consentimiento de la junta nacional, pretendía dar validez al nuevo ordenamiento.

Contenido del texto de Bayona

El Estatuto Constitucional de Bayona contenía algunos valores jurídico-políticos que merecen ser analizados. En primer lugar, este texto era un precipitado de la evolución constitucional de lo que genéricamente se ha llamado Les constitutions de l’Empire. Incluía elementos de la formulación constitucional de las repúblicas europeas creadas durante el dominio francés; por ejemplo, en el Título I, que se refería a la religión, se preveía que en España y en todas las posesiones españolas, la religión católica, apostólica y romana, sería la religión del rey y de la Nación, y no se permitiría ninguna otra. Esta disposición, además de ser uno de los compromisos napoleónicos en la cesión de derechos que hizo Carlos IV a su favor, recordaba el artículo 1° de la Constitución de la República italiana de 1802.

La Constitución de Bayona comprendía también entre los órganos de gobierno instituciones propias de la monarquía, si bien la disposición orgánica respondía al diseño particular del gobierno napoleónico. En este sentido, se fortalecía el Ejecutivo frente a un Legislativo en extremo dividido. Esta tendencia que acabadamente expresaba la Constitución del año XII o Imperial, se reprodujo en el Estatuto Constitucional de Bayona, dando un notable predominio al monarca, José I.

Las antiguas instituciones de la monarquía, las Cortes y el Consejo de Estado participaron de esta manera en la organización del nuevo gobierno, al lado de otras instituciones extrañas, para formar un conjunto fragmentado y dividido de cuerpos colegiados, que se sujetaban al mando del rey.

En el Título II, “De la Sucesión de la Corona”, se añadían las fórmulas de juramento que, si bien eran una adaptación de los juramentos de Cortes propios de la Constitución histórica de la monarquía española, aparecían en su modelo francés, de manera que el Estatuto Constitucional no era un documento completamente original, aunque, sin duda, introducía elementos del todo novedosos en el orden jurídico-político de la monarquía. Uno de estos elementos era el Senado, institución extraña a la tradición histórica, y que tenía como modelo inequívoco las constituciones napoleónicas. En el texto constitucional de Bayona, el Senado se componía por los infantes de España que tuvieran 18 años cumplidos y por 24 individuos, nombrados por el rey de entre los ministros, los capitanes generales del Ejército y la Armada, los embajadores, consejeros de Estado y los del Consejo Real. Las plazas de senador serían de por vida y el presidente de ese órgano colegiado sería nombrado por el rey. Según estas condiciones de sujeción, correspondía al Senado decidir sobre el Estado de excepción. El artículo 38 del estatuto señalaba que en caso de sublevación a mano armada, o de inquietudes que amenazaran la seguridad del Estado, el Senado, a propuesta del rey, podría suspender el imperio de la Constitución por tiempo y en lugares determinados. Además, podría, en casos de urgencia y a propuesta del rey, tomar las demás medidas extraordinarias que exigiera la conservación de la seguridad pública.

El Senado se presentaba también como garante de la libertad, pues a éste le correspondía la conservación de la libertad individual y de la libertad de imprenta. El Senado, a propuesta del rey, podía también anular por inconstitucionales las operaciones de las juntas de elección, para el nombramiento de diputados de las provincias, o las de los ayuntamientos para el nombramiento de diputados de las ciudades. El Senado, por tanto, era un brazo político del rey, que se incrustaba en el gobierno entre otras instituciones colegiadas, sometidas al monarca, como el Consejo de Estado y las Cortes. Estos dos últimos cuerpos colegiados eran en la Constitución de Bayona, como dice el historiador Miguel Artola, meras cámaras de registro de los proyectos que le presentaba la Corona. El proceso legislativo se iniciaba en el gabinete, pasaba por el Consejo de Estado y se sometía a la aprobación de las Cortes, a las que no se reconocía iniciativa legal, del mismo modo que no se preveía la posibilidad de que presentasen enmiendas. El mismo Artola añade que, bajo un carácter aparentemente liberal, se descubría una fórmula constitucional que, inspirada en la Francia napoleónica, no podía dejar de ser autoritaria. Al menos en su aspecto liberal, sin embargo, la Constitución de Bayona incluía elementos importantes que conviene valorar. Por ejemplo, el Consejo de Estado, presidido (y dominado) por el rey, se componía de 30 individuos por lo menos y de 60 cuando más. Entre sus competencias se encontraba examinar y extender los proyectos de leyes civiles y criminales, así como los reglamentos generales de administración pública; conocer las competencias de jurisdicción entre los cuerpos administrativos y judiciales; tener voto consultivo en los negocios de su dotación, etc. Este órgano estaría dividido en seis secciones (Justicia y Negocios Eclesiásticos; De lo Interior y Policía General; Hacienda; Guerra; Marina, e Indias), cada una de las cuales tendría un presidente y cuatro individuos a lo menos. Además, incluiría la representación de diputados indianos, adjuntos a la “Sección de Indias”, según lo establecía el artículo 95. Seis diputados nombrados por el rey, entre los individuos de la diputación de los reinos y provincias españolas de América y Asia, serían adjuntos en el Consejo de Estado y Sección de Indias, por lo que podía decirse que las reivindicaciones del diputado José Joaquín del Moral tuvieron su efecto en el Emperador y en la redacción final de la Constitución.

En cuanto a las Cortes, el órgano colegiado que por tradición se identificaba con la representación nacional, éstas se presentaron de forma modificada incluyendo, entre otros cambios, la representación de las Indias, lo que significaba la posibilidad del ejercicio de un derecho político anhelado por muchos americanos. Las Cortes estarían compuestas de 172 individuos, divididos en tres estamentos: el del clero, el de la nobleza y el del pueblo. El estamento del clero se colocaría a la derecha del trono, el de la nobleza a la izquierda y enfrente el estamento del pueblo.

En las Cortes, la representación indiana se ordenaba del siguiente modo: en primer lugar, de acuerdo con el artículo 91, cada reino y provincia tendría constantemente cerca del gobierno diputados encargados de promover sus intereses y de ser sus representantes en las Cortes. Estos diputados, según señalaba el artículo 92, serían 22, de los cuales dos corresponderían a la Nueva España, dos al Perú, dos al Nuevo Reino de Granada, dos a Buenos Aires, dos a Filipinas, uno a la isla de Cuba, uno a Puerto Rico, uno a la provincia de Venezuela, uno a Caracas, uno a Quito, uno a Chile, uno a Cuzco, uno a Guatemala, uno a Yucatán, uno a Guadalajara, uno a las provincias internas occidentales de Nueva España y uno a las provincias orientales.

Asimismo, el artículo 64 señalaba que del estamento del pueblo, 62 diputados corresponderían a las provincias de España e Indias. De ellos, la Nueva España participaría con dos representantes, uno de Yucatán, uno de Guadalajara, uno de las provincias internas de la Nueva España y uno de las provincias orientales, que serían nombrados por los ayuntamientos de los pueblos. Para ser nombrados, éstos deberían ser propietarios de bienes raíces y naturales de las respectivas provincias. Se evitaba así, como exigía el diputado del Moral, que las autoridades españolas intervinieran en la elección de representantes indianos. Dichas disposiciones eran algo más que reformistas; eran hasta cierto punto, formalmente al menos, revolucionarias. En esta misma dirección, el artículo 87 señalaba que los reinos y las provincias españolas de América y Asia gozarían de los mismos derechos que la metrópoli, lo que sería otra reivindicación que marca el futuro de la historia jurídico-política de la antigua monarquía de España.

Las Cortes que surgieron en Bayona, sin embargo, al igual que el Senado, no eran libres. Esto se demuestra con el hecho de que se reunirían en virtud de una convocatoria realizada por el rey, de conformidad con lo señalado en el artículo 76. El presidente de las Cortes sería nombrado por el monarca, entre tres candidatos que serían propuestos por las Cortes mismas, por escrutinio y con pluralidad absoluta de votos. En las disposiciones relativas a las Cortes, se evitaba toda interferencia en el proceso de decisión. Así, las sesiones que llevaría a cabo este órgano colegiado no serían públicas y las opiniones y votaciones no deberían divulgarse ni imprimirse.

La Constitución de Bayona también ofrecía la posibilidad del despliegue económico de las Indias. El artículo 88 señalaba al respecto que sería libre en dichos reinos y provincias toda especie de cultivo e industria. También se establecía la ruptura de monopolios al establecer en el artículo 89 que se permitiría el comercio recíproco entre los reinos y las provincias, entre sí y con la metrópoli. Por su parte, el artículo 90 disponía que no podría concederse privilegio alguno particular de exportación o importación en dichos reinos y provincias.

Al estilo de les constitutions de l’Empire, una parte importante de derechos se expresaba en el apartado “Disposiciones Generales” que, en el Estatuto Constitucional de Bayona, correspondía al Título XIII. En él se establecía que la casa de todo habitante en el territorio de España y de Indias era un asilo inviolable, por lo que no se podría entrar en ella sino de día y para un objeto especial determinado por una ley o por una orden que dimanara de la autoridad pública. Asimismo, se establecía que ninguna persona residente en el territorio de España y de Indias podría ser presa, como no fuera en flagrante delito, sino en virtud de una orden legal y escrita. En el último título aparecían artículos que apuntaban a la igualdad de obligaciones o deberes civiles. Se señalaba, por ejemplo, que los diferentes grados y clases de nobleza existentes en la época serían conservados con sus respectivas distinciones, aunque sin exención alguna de las cargas y obligaciones públicas, y sin que jamás se pudiera exigir la calidad de nobleza para los empleos civiles ni eclesiásticos, ni para los grados militares de mar y tierra.

Otras medidas innovadoras aparecen en el Título XII, denominado “De la Administración de Hacienda”, en el que se establecía que el sistema de contribuciones sería igual en todo el reino y que los privilegios concedidos a cuerpos o a particulares quedarían suprimidos.

En la Constitución de Bayona podía encontrarse también una tendencia general hacia la homogeneización jurídica. En este sentido, en el Título XI se disponía que las Españas y las Indias se gobernarían por un solo código de leyes civiles y criminales. Además, en el Título XII también se señalaba que habría únicamente un código de comercio para España e Indias.

Por lo que respecta al orden judicial, el artículo 97 señalaba que éste sería independiente en sus funciones y que la justicia se administraría en nombre del rey, por juzgados y tribunales que él mismo establecería. Por tanto, se suprimirían los tribunales que tenían atribuciones especiales y todas las justicias de abadengo, órdenes y señoría. La influencia del monarca en el ámbito judicial era también evidente, pues el rey nombraría a todos los jueces y éstos no podrían ser destituidos sino a consecuencia de denuncia hecha por el presidente o el procurador general del Consejo Real y deliberación del mismo Consejo, sujeta a la aprobación del rey.

Otro de los rasgos del Estatuto Constitucional era su carácter gradualista. El artículo 143 refería que la Constitución se ejecutaría sucesiva y gradualmente por decreto o edictos del rey, de manera que el todo de sus disposiciones se hallara puesto en ejecución antes del 1 de enero de 1813. Así, algunas libertades se pospusieron, como sucede en el caso de la libertad de imprenta, que se establecería dos años después de haberse ejecutado enteramente la Constitución.

Semejante moderación se explica por las condiciones en que aparece el Estatuto Constitucional de Bayona. De “efervescencia política”, como dice José Bonaparte en su discurso en Bayona. Por eso, se instalarían instrumentos que facilitaban expeditamente la defensa y la ofensiva militar. De este modo, el artículo 124 determinaba que habría una alianza ofensiva y defensiva perpetua, tanto por tierra como por mar, entre Francia y España. Además, en este artículo se señalaba también que un tratado especial determinaría el contingente con que hubiera de contribuir cada una de las dos potencias, en caso de guerra de tierra o de mar. Finalmente, el artículo 134 refería que si el gobierno tuviera noticias de que se tramaba alguna conspiración contra el Estado, el ministro de Policía podría dar mandamiento de comparecencia y de prisión contra los indiciados como autores y cómplices.

El documento finalizaba con las siguientes líneas: “Comuníquese copia de la presente Constitución autorizada por nuestro ministro Secretario de Estado, al Consejo Real y a los demás Consejos y Tribunales, a fin de que se publique y circule en la forma acostumbrada. Dada en Bayona a seis de julio de mil ochocientos ocho”. De esta forma, con el Estatuto Constitucional listo, José I se encaminó hacia España, rumbo a Madrid, mientras que Fernando VII, “el Deseado”, se quedaba exiliado en Francia.

La desaparición del estatuto

Debido al levantamiento general que privaba en España como respuesta a la invasión francesa, el Estatuto Constitucional de Bayona difícilmente sería obedecido. Y es que a lo que pasaba en Bayona se prestaba poquísima atención, pues se pensaba que en ello sólo participaba un gremio muy reducido de personas al servicio de Napoleón.

La imposición napoleónica, por tanto, avivó el coraje y la frustración que sentía una mayoría considerable de españoles que, desde el 2 de mayo de 1808, se puso en pie de guerra contra los ejércitos imperiales.

José I entró en Madrid el 20 de julio, y señaló para su proclamación en la villa el 25; pero sólo una reducida minoría de los españoles, los afrancesados, apoyaría al gobierno josefino y su Constitución. La mayoría, en cambio, cerró filas contra el invasor. El historiador Javier Herrero da cuenta de ello, rescatando algunas líneas publicadas en el Diario Político de Mallorca el 23 de junio, en las que se leía: “El monstruo de la Francia resolvió en su corazón tiranizar nuestra independencia por los medios más detestables, y de que no hay ejemplo en el mundo”. Por tanto, era necesaria la resistencia.

La lucha fue tenaz, vigorosa y por momentos bien conducida; con tal potencia además que en Bailén, el 19 de junio de 1808, las fuerzas imperiales, al mando de Dupont, sufrieron su primer revés.

El 26 llegaron a Madrid las noticias del triunfo de las armas españolas, propiciando la huida de José I de Madrid; pero los franceses tenían una capacidad superior para reducir y vencer la resistencia, con un ejército poderoso, probadamente victorioso, experimentado, que no dejaría fácilmente las plazas españolas. Para julio, Napoleón Bonaparte procuró abastecer mejor las tropas y duplicar el número de sus efectivos, con veteranos de la Grand Armée, y no ceder; sin embargo, el gobierno josefino se hallaba, aun con las bayonetas y los cañones, desprovisto de los medios para hacer cumplir su obra legislativa.

Campmany, en un texto que rescata Herrero, opina sobre la pretensión reformista y constitucional de los franceses, y de los afrancesados, en la ahora denominada monarquía de las Españas y las Indias, para exclamar: “Una de las causas que alegaba [Napoleón] para venir a reformarnos fue que nuestra monarquía era vieja; esto es, que no estaba a la moda francesa. ¡Qué insultante gracejo!”. Lo que pretendía la Constitución de Bayona, según Campmany, era destruir las instituciones de la comunidad política, desde sus cimientos. De este rencor participaban ampliamente los españoles y, decidido el pueblo a presentar dura resistencia a los franceses, a la vez que huérfano de toda autoridad constituida a la que se reconociera cualquier dignidad, los españoles encontraron dirección en sus autoridades locales. El ejemplo lo había dado desde mayo el alcalde de Móstoles, que no vaciló en asumir la soberanía, a falta de los reyes legítimos de la monarquía española; una soberanía que ni la Junta Suprema de Gobierno ni el Consejo de Castilla se atrevieron a asumir con el vigor y la energía que demandaba la situación. Después de las abdicaciones de Bayona y las disposiciones napoleónicas, entre mayo y junio de 1808, la rebelión, los alborotos y movimientos populares habían encontrado su centro de referencia en torno a las ciudades y las autoridades locales espontáneamente constituidas en Juntas Supremas Provinciales, que se alzaban así como instituciones nuevas que asumían sin restricciones el gobierno y el ejercicio de la soberanía. Las Juntas Provinciales se presentaban como la expresión política de la lucha contra los franceses, mientras que la guerrilla, que se originó en los momentos más difíciles, sería su expresión armada.

Representantes de las juntas, reunidos en Aranjuez el 28 de septiembre de 1808, decidieron formar una Junta Central Suprema Gubernativa del Reino que, aun cuando encontró cierta oposición como institución superior de gobierno, fue afirmando su autoridad en un conjunto institucional en el que se aglomeraban antiguas instituciones: el Consejo y Tribunal Supremo de España e Indias o consejo reunido, y las Juntas Superiores Provinciales de Observación y Defensa.

De hecho, la Junta Central, luego de recibir noticia del Estatuto Constitucional de Bayona, se preocupó por contrarrestar su influencia en el ánimo español, proponiendo y anunciando la creación de una constitución que verdaderamente expresara los sentimientos de los españoles.

De septiembre de 1808 al 31 de enero de 1810, la Junta Central se empeñó en atender simultáneamente, en su sección ejecutiva, la guerra y, en su comisión de Cortes, la convocatoria de representantes de la monarquía para deliberar sobre su destino y dar al país una constitución. La iniciativa constitucional vino de Calvo de Rozas, y la convocatoria a Cortes apareció el 22 de mayo de 1809; a partir de entonces se inició un amplio proceso de consulta y de elección de representantes que involucró a la monarquía entera, a las provincias de España y de las Indias. En las Cortes de Cádiz, finalmente, se intentará dar una constitución liberal a la monarquía. De esta manera, el Estatuto Constitucional de Bayona va desapareciendo por diversos factores exógenos y endógenos. Entre los primeros, los de mayor peso fueron su origen napoleónico y lo accidentado de su vigencia como resultado de la Guerra de Independencia; mientras que entre los segundos, el principal fue que el propio texto preveía una aplicación diferida en el tiempo que, por las circunstancias especiales por las que pasaba España, no pudo darse.

Éstos son algunos de los motivos por los que el texto constitucional de Bayona ha sido tan poco considerado en la historia del constitucionalismo español; sin embargo, no debe perderse de vista que, a pesar de ello, el Estatuto Constitucional significó una ruptura con algunas de las instituciones históricas de la monarquía española y con él se introdujo, tanto en España como en las provincias, una nueva cultura jurídico-constitucional. De hecho, Antonio-Filiu Franco Pérez, al referirse a la Constitución de Bayona, señala que este documento tiene el mérito de ser el primero en la historia del constitucionalismo que pondría de manifiesto la complejidad y naturaleza poliédrica del denominado “problema americano”.

La Constitución de Cádiz

La creación del texto gaditano

Ante la situación de inestabilidad que se vivía en España, los representantes de las Juntas Superiores Provinciales asumieron el Poder Supremo en virtud de cierto derecho primigenio de la comunidad en que residía la soberanía, y lo transfirieron a la llamada Junta Central Gubernativa, que mudó en el Consejo de Regencia, el cual, finalmente, habría de dar entrada a las Cortes nacionales en la ciudad de Cádiz, último reducto libre de España. En las Cortes de Cádiz se comenzaría entonces a definir la soberanía nacional, en principio afirmándose sobre las pretensiones napoleónicas. De hecho, por medio del decreto del 24 de septiembre de 1810, las Cortes generales declararon nula, con ningún valor ni efecto, la cesión de la Corona hecha a favor de Napoleón, no sólo por la violencia que intervino en aquellos actos injustos e ilegales, sino principalmente por faltarle el consentimiento de la Nación.

En las Cortes de Cádiz se tomó la Constitución histórica como una tendencia doctrinal que suponía la valoración e interpretación de los fundamentos jurídicos del ordenamiento político prefigurado en sus precedentes por la monarquía visigoda, y que existió del siglo XI al XVI, en el reino de León y Castilla especialmente, hasta la llegada de la Casa de Habsburgo. Una constitución política que, según Martínez Marina, se elevaba sobre dos columnas: un rey cabeza de la monarquía que ejercía el poder Ejecutivo limitada y moderadamente mediante el contrapeso de juntas nacionales, cuya autoridad se extendía a todos los asuntos políticos, económicos y gubernativos; una auténtica monarquía templada que, sin embargo, había sido destruida lentamente desde el siglo XVI por el absolutismo austriaco y el despotismo borbónico.

De esta forma, los fundamentos populares de la Constitución histórica de la monarquía (en los que además destacan algunas notas afines con nociones modernas del iusnaturalismo contractualista) daban sentido no sólo a la redefinición de la soberanía, indispensable en el proceso insurreccional contra Napoleón, sino también a las Cortes de Cádiz, señal inequívoca del renovado vigor de las antiguas leyes de la monarquía. Pero además, la referencia a una Constitución histórica o a las leyes fundamentales tuvo también la función de suprimir la referencia directa al modelo constitucional francés: el napoleónico, o el revolucionario, según el ángulo que se adopte. Hubo por supuesto, entre las muchas tendencias doctrinales que confluían en Cádiz, un rechazo generalizado del primero (el bonapartismo constitucional), y parcialmente había la que ha sido llamada una afinidad en el rechazo del segundo (el jacobinismo especialmente) entre los diputados realistas; además, entre los diputados liberales, en los que se percibía la impronta del ideario de la Ilustración francesa y del iusnaturalismo contractualista, artificialista, había matizaciones de diversa índole respecto al constitucionalismo revolucionario. Por ello, encontrar los fundamentos del cambio que buscaban las Cortes en una Constitución histórica producto del largo paso del tiempo en la vida de España fue una forma útil de justificar el contenido del texto gaditano desde una perspectiva que sería aceptada con mayor facilidad por aquéllos a quienes se dirigía.

Otro de los aspectos importantes sobre el origen de la Constitución de Cádiz fue la participación que tuvieron los representantes de las provincias americanas en las Cortes. Sobre el particular, debe mencionarse que hacia el mes de abril de 1809, en el seno de la Junta Central, se discutía la conveniencia de llamar a Cortes y que en ellas se reformase el ordenamiento jurídico; en el proyecto de Real Decreto, y en el grupo de temas a discutir sobre las posibles modificaciones constitucionales, se presentaba la posibilidad de que tanto las Américas como las demás colonias fueran iguales a la metrópoli en todos los derechos y prerrogativas constitucionales. De momento se trataba únicamente de las posibles reformas constitucionales una vez reunidas las futuras Cortes, pero pronto se iba a referir a la propia convocatoria.

La discusión sobre el modo en que se reunirían las Cortes, y por tanto a quién se debía convocar, se reducía en principio al problema de si debían formarse por estamentos o no, en dos cámaras o en una. No se discutía si los reinos de Indias debían concurrir o no a las Cortes, pero la idea no estaba del todo ausente.

Hacia el 26 de agosto de 1809, el Consejo Reunido, en el que se habían fundido los consejos de Castilla, Indias, Órdenes y Hacienda, en una nueva recomendación a la Junta Central sobre la necesidad de formar una regencia, precisamente para llamar a Cortes, observaba claramente: “Es muy justo y necesario que en este cuerpo nacional [las Cortes] tengan parte muy principal nuestras Américas, siendo tan dignas de nuestro aprecio por su fidelidad, leales servicios, donativos, amor al Rey, celo patriótico e importancia”. Este documento fue objeto de la respuesta de Lorenzo Calvo de Rozas, representante del reino de Aragón, en la que declaró expresamente la voluntad de la Junta Central de reunir a los americanos en Cortes. Pero Calvo Rozas impulsó también la pronta convocatoria a Cortes, intensificándose los debates sobre el modo de reunión. En ellos pasó nuevamente a segundo plano el problema de la representación americana, por obra de un sector, los jovellanistas, que procuraron concentrar el debate en las formas de la convocatoria, por estamentos o general, y las formas de reunión, en dos cámaras o en una asamblea general.

En medio de esa discusión, sin embargo, el 24 de septiembre el conde de Tilly presentó una posición contraria a la convocatoria de Cortes, recomendando, en todo caso —si finalmente habría de reunirse una asamblea nacional de la monarquía entera—, la inclusión de los reinos de Indias, en primer lugar, por la dependencia de España y, además, por la necesidad de construir el más amplio consenso nacional respecto a las reformas que se pretendían introducir.

En el mismo sentido, durante el último mes de 1809, Rodrigo Riquelme, representante por Granada, rescataba el antecedente del 22 de enero de 1809 en que se llamaba a los americanos a elegir y enviar vocales para integrarse a los trabajos de la Junta Central, para definitivamente convocarlos a las Cortes. En este sentido defendió que no sólo se llamara a diputados americanos a las primeras Cortes, sino que no se procediera a celebrarlas sin su concurrencia. No obstante, este punto fue rechazado porque se pensaba que el llamado, la elección y el traslado de los americanos demoraría tanto que las Cortes quedarían aplazadas indefinidamente, pero se admitió la necesidad imperiosa de la presencia americana. Sin embargo, entre los debates sobre el número y la forma en que los diputados americanos debían ser convocados a las Cortes, el 29 de enero de 1810, debido a que la Junta Central enfrentó un grave motín popular en su contra, tuvo que expedir un Real Decreto por el que transfería sus funciones a un Consejo de Regencia. En consecuencia, el proceso de convocatoria tuvo que detenerse, para quedar fuera del control del gobierno interino, que estaría encabezado desde ese momento por la Regencia. Las arduas y cuidadosas meditaciones de Jovellanos y sus críticos sobre el modo de reunir la asamblea nacional se perdieron en la confusión, para dar entrada a una convocatoria indefinida y abierta. La Regencia no discutiría por tanto sobre el modo de convocar a los representantes en el congreso, sólo pretendería retardar la reunión y finalmente no podría impedirla.

La Regencia, pues, no completó el proceso de convocatoria, concentrándose en las operaciones de guerra. En los primeros meses de su gestión, sin embargo, hizo un llamado a los americanos para participar en las Cortes, en un documento que al parecer sólo circuló en América y que tenía el propósito no de una convocatoria propiamente, sino de tranquilizar y manifestar la continuidad y estabilidad del gobierno, a pesar de sus repentinas mudanzas. El autor de ese documento parece haber sido Manuel José Quintana, quien al explicar los principios de igualdad entre americanos y españoles introdujo la idea de una Nación española a ambos lados del Atlántico, que había de reunirse en Cortes.

De esta forma, después de una serie de vicisitudes, las Cortes finalmente se reunirían, pero la Regencia, según confiesa Miguel Lardizábal en una memoria, nunca quiso que lo hiciesen: habían sido convocadas contra su voluntad, por lo que negaba su pretendida legitimidad. Aunque lo cierto es que, si bien la Regencia no quiso Cortes, tampoco interrumpió el proceso de convocatoria iniciado por la Junta Central, sino que, por el contrario, incluso lo alentó en los primeros días de febrero de 1810; tampoco lo completó, eso es verdad, y quedó pendiente el llamado a los obispos y a la nobleza. Sin embargo, sobre esta situación se observó que en las convocatorias anteriores de la Junta Central en que se omitió por las vicisitudes de la guerra el llamado a los estamentos privilegiados, se había entendido por el público que la convocatoria era para todas las clases y órdenes en general, y que de hecho se venían eligiendo prelados, dignidades eclesiásticas, grandes y nobles, así como gente del pueblo indiscriminadamente.

En este contexto, revolucionario en más de un sentido, la participación de los representantes de Indias y especialmente novohispanos no fue —como sugería el Consejo Reunido— un mero testimonio de amor y fraternidad, sino que realmente quedaron incorporados a la representación nacional y fueron un motor de reformas tanto democráticas como liberales.

El funcionamiento de las Cortes

El 17 de junio de 1810, los diputados de las juntas de León y de Cuenca, Guillermo Hualde y Conde de Toreno, respectivamente, se presentaron en la sede de la Regencia, pidiendo en nombre de todos los representantes de provincias que se hallaban en Cádiz que se tomaran todas las resoluciones y providencias necesarias para la pronta formación de las tan anunciadas Cortes. La exposición que hicieron estaba respaldada por los diputados de Galicia, Cataluña, Castilla, Asturias, Murcia, Álava y Rioja, lo que al parecer causó gran revuelo en la Regencia, especialmente en el obispo de Orense.

Al día siguiente se presentaron ante los miembros de la Regencia los representantes de la Junta de Cádiz para tratar sobre los recursos disponibles para los presupuestos del gobierno y del Ejército durante los meses de julio, agosto y septiembre, dejando al final una nota para su consideración, en la que expresaban su deseo de que se convocara cuanto antes a Cortes. No se trataba en realidad de una mera sugerencia o solicitud, sino de una exigencia a la que pronto respondió la Regencia, resolviendo que se expidiera un documento en el que se reiteraba la convocatoria, y se emplazaba a los diputados en fecha y lugar definidos: agosto de 1810, en la isla de León, en Cádiz.

El 18 de junio, pues, ordenó que se realizasen las elecciones de diputados que no estuvieran hechas y que los diputados electos fuesen durante el mes de agosto a la isla de León para que las Cortes dieran inicio una vez que estuviera reunida la mayoría de ellos. No obstante, el obispo de Orense halló un medio de dilación a esta resolución, consistente en la necesidad urgente de que se deliberaran con meditado examen las formas pertinentes y legales en el Consejo de España e Indias, confiando en la lentitud de sus deliberaciones y dictámenes; simultáneamente, en la primera semana de julio, se recibían noticias de levantamientos independentistas en las Indias, específicamente el de Caracas, lo que apuró aún más las circunstancias, pues la opinión general gaditana, a la que se sumaban los representantes de las juntas provinciales, era que la reunión de un congreso nacional detendría la crisis americana. La Regencia y el Consejo de España e Indias se negaron a admitir pareja solución, dando nuevos argumentos para aplazar la reunión de los representantes.

Un asunto a deliberar sería la elección de diputados suplentes, dado que las provincias ocupadas de la Península tendrían dificultades para elegir a los titulares y la lejanía de las provincias americanas retardaría la reunión; no obstante lo anterior, la discusión, que se fundaba en un principio de celeridad, se resolvió muy pronto. En agosto, los días 19 y 20 se fijaron y resolvieron los puntos más importantes.

Una vez reunidas las Cortes, los diputados resolvieron la forma en que debían guardarse las distinciones de los estamentos. Respecto a si se debía o no suplir a los diputados de las provincias y ciudades ocupadas por el enemigo, así como a los representantes de Indias que por la distancia no podrían presentarse inmediatamente, se decidió que entre las personas emigradas en Cádiz provenientes de las provincias españolas que no pudieran elegir libremente, y entre los naturales de América residentes o de paso en Cádiz, se eligieran suplentes, para dar inicio lo más pronto posible a las Cortes. A este efecto se formaron listas de elegibles, con base en las cuales se había de designar a los diputados suplentes.

De esta forma, la Regencia fue cediendo paulatinamente ante las presiones. Decidió en los primeros días de septiembre que se abrieran finalmente las Cortes en cuanto estuvieran juntos la mitad más uno de todos los diputados llamados al congreso, que en total sumaban 285. El 8 de septiembre, José Pablo Valiente, ministro del Consejo de España e Indias y defensor de la participación americana, particularmente de la peruana, en Cortes, se presentó en la Regencia para hacer el cómputo de los diputados presentes y los faltantes para abrir la asamblea nacional. Para completar el número sugirió que se eligieran 30 suplentes por Indias y tantos por España, a lo cual la Regencia accedió sin mayor dilación y casi con indiferencia. El día 13, cinco diputados de Cortes, luego de ser examinados sus poderes, fueron autorizados por la Regencia a examinar los poderes de los demás diputados. Simultáneamente, se realizaron las elecciones de los diputados suplentes. Entre estos últimos, los de América fueron elegidos por sorteo de unas listas previamente elaboradas y se les otorgaron todos los poderes.

El 24 de septiembre de 1810 se abrieron las Cortes. La Gaceta de la Regencia registró el histórico acontecimiento con lacónica nota en la que se leía:

Cádiz 24 de Septiembre. Hoy por la mañana en la Real Isla de León se ha dado principio a la celebración de las cortes extraordinarias de todos los reinos y dominios de España. La salva general de los buques de guerra de la bahía y de los baluartes de la plaza ha solemnizado este plausible acontecimiento, que promete las más felices consecuencias para la victoria de la causa de la nación y sólido establecimiento de su independencia y prosperidad.

La primera decisión de las Cortes Generales y Extraordinarias fue expresada vigorosamente en el decreto del mismo día, en el que declaraban que en aquellas Cortes residía la soberanía nacional. De hecho, desde su instalación, las Cortes innovaron, a falta de unas normas jurídico-públicas que regularan su accionar. En la tradición antigua de la monarquía no había ninguna especificación que aclarara o distinguiera el acto de formar, sancionar y promulgar las leyes; esto lo tendrían que resolver las Cortes recién instaladas. La cuestión era grave y sería la primera expresión de la soberanía que reclamaban. Al problema de si tenían o no la facultad o el derecho de proceder ellas solas —sin el rey— para hacer, sancionar y promulgar las leyes respondieron en su segundo decreto, del 25 de septiembre, afirmativamente; pero especificaban que los decretos y las leyes que emanaran de las Cortes debían ser publicados, para tener efecto, por el poder Ejecutivo, interpretando, sin embargo, que correspondía a las Cortes expedir las disposiciones encaminadas a explicar y facilitar la ejecución de las leyes. Esto significaba someter a la Regencia a la lógica de las Cortes, y venía siendo a la vez el resultado de la falta de previsión que había caracterizado la última etapa del proceso de reunión.

Ni la Junta Central ni tampoco el Consejo de Regencia, ni la comisión de reunión de Cortes elaboraron un reglamento para el régimen interior del congreso nacional, lo que obligó a las Cortes a formarlo, encargando a una comisión compuesta por cinco diputados que redactara un documento sobre la materia para someterlo a discusión, lo que se verificó en los primeros días de noviembre, aunque este instrumento sólo sería parcialmente cumplido desde entonces. Quedaron las Cortes prácticamente sin sujeción a ninguna norma superior o anterior en sus deliberaciones, lo que les dio sus primeros rasgos revolucionarios.

Cabe señalar que el congreso, reunido en la isla de León, va adquiriendo mayor preeminencia y asumiendo mayores competencias frente a la Regencia, es decir el poder Ejecutivo, proceso que culminará en su actividad constituyente. En este sentido, la tarea de las Cortes se centró en crear un cuerpo legislativo de carácter liberal, sobre el que se edificaría un nuevo orden social.

De hecho, desde la formación de las Cortes los diputados habían asumido el hecho de estar reunidos sin distinción de brazos o estamentos, en un plano de igualdad. Independientemente de que entre ellos hubiese nobles y clérigos, su representación correspondía a la Nación en general, y así los habían declarado desde el primer momento, en el decreto del 24 de septiembre. Las Cortes trabajaron en comisiones, de Guerra, Hacienda, Justicia, formándose una especial, por iniciativa de Antonio de Oliveros, el 20 de diciembre de 1810, para discutir y redactar el texto constitucional de la monarquía, y luego someterlo a votación de las Cortes en pleno.

De los miembros de la Comisión de Constitución, además de Fernández Almagro conviene destacar los nombres de Diego Muñoz Torrero, Agustín Argüelles, José Pablo Valiente, Pedro María Rico, Francisco Gutiérrez de la Huerta, Evaristo Pérez Castro, Alonso Cañedo, José Espiga, Antonio de Oliveros, Francisco Rodríguez de la Bárcena, Vicente Morales Duárez, Joaquín Fernández Leiva y Antonio Joaquín Pérez. Los tres últimos americanos, y el último representante por Puebla. A los ocho meses de ser nombrada la comisión, ésta dio lectura a la primera parte de su trabajo. Tardó tres meses más en presentar la continuación, y el 26 de diciembre de 1811 quedó completo el proyecto de constitución. El Preámbulo de la Constitución es especialmente interesante:

DON FERNANDO SÉPTIMO, por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía española, Rey de las Españas, y en su ausencia y cautividad la Regencia del reino, nombrada por las Cortes generales y extraordinarias, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: Que las mismas Cortes han decretado y sancionado la siguiente CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA.

En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo autor y supremo legislador de la sociedad.

Las Cortes generales y extraordinarias de la Nación española, bien convencidas, después del más detenido examen y madura deliberación, de que las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones, que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación, decretan la siguiente Constitución política para el buen gobierno y recta administración del Estado.

Las Cortes Generales y Extraordinarias, en ausencia del rey y en la situación de haber elegido ellas mismas una Regencia, titular interino del poder Ejecutivo, asumieron entonces la soberanía en nombre de la Nación. En virtud de esa soberanía decretaron y sancionaron la Constitución. Encabezaron la obra, inmediatamente en el nombre de Dios, supremo legislador, y en seguida consignaron el método, por así llamarlo, mediante el cual se elaboró el texto constitucional; y esto es lo más interesante: “Las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones… podrán llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación”. Expresando la hipótesis historicista, la existencia de unas leyes fundamentales, antiquísimas, medievales, que eran rescatadas para componer el nuevo ordenamiento, no realizaron la obra constitucional ex novo, sino siguiendo la pauta de la antigua legislación. El derecho antiguo no sólo tuvo vigorosa autoridad sino que además era bueno, valioso y adecuado para “promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación”. Hay, como se había adelantado, un esfuerzo de los diputados encargados del texto constitucional por hacerlo parecer como obra de las más antiguas leyes de la monarquía, una obra auténticamente nacional, por así decir, y no una copia de las constituciones revolucionarias francesas ni de la inglesa.

La representación americana en las Cortes de Cádiz

Los representantes de América en Cádiz constituían un partido separado en todos aquellos aspectos relacionados con sus provincias, pero también en los de carácter general que podían influir de algún modo en su patria. La tendencia liberal que mostraban los representantes americanos en las Cortes se fundaba en su tendencia a buscar la igualdad de condiciones políticas entre los habitantes de los territorios de ultramar y la Península. La igualdad de derechos y obligaciones de todos los ciudadanos en aras de la felicidad de la Nación en su conjunto fue otro de los anhelos que persiguieron los diputados americanos en Cádiz. Este criterio ilustrado, reformista, era el mismo que adoptaría la Comisión de Constitución de las Cortes de Cádiz, y así se aprobaría finalmente. Desde luego, esto sería transformador para España, pero más aún para Hispanoamérica. La Nación española se concibió de este modo como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios” y se consideró como españoles a todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y a sus hijos, por lo que todos ellos componían también la Nación.

Sobre este punto, existe una intervención interesante de José Miguel Guridi y Alcocer, nacido en el pueblo de San Felipe Iztacuixtla, representante de Tlaxcala, quien señaló:

Como la Constitución es la obra grande de las Cortes, y para cuya formación se congregaron principalmente, debe ponerse el mayor conato en que salga perfecta…

Bajo esta propuesta digo que el primer artículo no me parece una definición exacta de la nación española… Entiendo, desde luego, que no se habla de la nación formada física, sino políticamente, pues en aquel sentido, como consta del mismo nombre, sólo se entiende al nacimiento y origen… Tomado, pues, físicamente a la nación española, no es otra cosa que la colección de los nacidos y oriundos de la Península, la cual se llama España.

El diputado mexicano supera el problema de la definición física —empírica, geográfica o histórica— para centrar el concepto en la relación política, afirmando la definición de Nación como “la colección de los vecinos de la Península y demás territorios de la Monarquía…”. En el mismo debate, a continuación del mexicano, el diputado Bárcena propuso la definición para el artículo primero: “La nación española es la colección de todos los españoles en ambos hemisferios…”, extendiendo la definición nacional hacia América de manera enfática, según quedó al final establecido, pero restaba la idea de un agregado de personas adscritas a provincias y territorios distintos, aunque vinculadas. Por eso, siguiendo la intervención del diputado chileno Leyva en el sentido de que “con la debida igualdad, conseguiremos que la nación española sea perfecta”, el mexicano Guridi afirmó: “Si se dice que dos naciones suelen tener intereses contrapuestos, también los suelen tener dos provincias”, por lo que mucho convenía, en aras de la unidad, extender la idea de igualdad en el concepto de Nación.

De modo que aun cuando los diputados americanos no entraron al debate del concepto de Nación a la manera acalorada de los españoles, sí lo hicieron con peso específico en las consecuencias jurídicas de la definición acordada, en las obligaciones, y sobre todo en los derechos, que debían extenderse igualmente a los españoles de ambos hemisferios.

Los representantes americanos buscaron, además, aminorar el centralismo de la autoridad general y conseguir una mayor participación de las provincias en los asuntos públicos. Por tanto, uno de los fines que también persiguieron con ahínco los diputados americanos fue contrarrestar el abandono en que se encontraban los territorios. De hecho, el coahuilense José Miguel Ramos Arizpe, con la diputación liberal americana, defendió en las Cortes la introducción de medidas autonomistas en beneficio de las provincias que, sin embargo, fueron parcialmente admitidas por el Congreso a instancias de la mayoría española, que pugnaba por una mayor centralización.

Estas intervenciones y las demás que tuvieron, como señala Emilio O. Rabasa, califican la forma mental de los diputados de la representación americana, que buscaron organizar no sólo un nuevo modelo político para España, sino la integración debida de sus partes, con base en principios de representación, igualdad y libertad.

La Constitución de Cádiz y sus postulados

La Constitución de 1812 estaba dividida en 12 títulos. El primero de ellos contemplaba dos capítulos de suma importancia relativos a la Nación española y a los españoles. En cuanto al primer aspecto, como se ha referido, se establecía que la Nación española era la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. Además, se señalaba que ésta era libre e independiente, y que no era ni podía ser patrimonio de ninguna familia ni persona, lo que reflejaba la convicción de los doceañistas por afirmar la resistencia a Napoleón y por dejar de lado la concepción patrimonialista del Estado. De hecho, la Nación se ponía por encima del rey, y esto llevaba directamente al artículo 3°: “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”; y más aún, la Nación, titular de este derecho superior, había de establecer sus leyes fundamentales, que debían ser encauzadas o dirigidas a un fin específico (artículo 4°): “La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”. La Nación debía observar una voluntad eminentemente liberal, en el sentido moderno, individualista. Lo curioso es que este sentido moderno se presentaba en el proyecto de constitución no como producto de las ideas ilustradas y revolucionarias del siglo XVIII, tampoco como producto de Rousseau ni de Sièyes, de Locke o de Montesquieu, ni mucho menos de los jacobinos, sino, como se ha referido anteriormente, como el resultado del examen de las más profundas tradiciones jurídico-políticas de la monarquía, desde tiempos visigóticos.

El capítulo II de este Título I se refería a los españoles que, de acuerdo con el artículo 5°, eran todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas; los hijos de éstos; los extranjeros que hubieren obtenido de las Cortes carta de naturalización; los que sin ella llevaran 10 años de vecindad, ganada según la ley en cualquier pueblo de la monarquía, y los libertos a partir de que adquirieran la libertad en las Españas. De estas condiciones de nacionalidad, conviene especificar la primera, es decir, qué son en específico los dominios de las Españas. Este dato sustancial lo ofrecía el Título II “Del territorio de las Españas, su religión y gobierno de los ciudadanos españoles”, cuyo artículo 10 señalaba que el territorio español comprendía en la Península, con sus posesiones e islas adyacentes: Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África; en la América septentrional: Nueva España, con la Nueva Galicia y la península de Yucatán, Guatemala, las provincias internas de Oriente, las provincias internas de Occidente, la isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar; y en la América meridional: la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, las provincias del Río de la Plata y todas las islas adyacentes en el Pacífico y en el Atlán­tico; mientras que en Asia comprendía las islas Filipinas y las que dependían de su gobierno.

Por lo que hace a la religión, se reconocía a la católica, apostólica y romana como la única que profesaría el pueblo español y se señalaba que la Nación la protegía y prohibía el ejercicio de cualquiera otra.

En cuanto al gobierno, el capítulo III del Título II establecía una monarquía moderada hereditaria, en la que la potestad de hacer las leyes residía, conjuntamente, en las Cortes y el rey.

El capítulo IV del Título II se refería a los ciudadanos españoles que eran, en el texto gaditano, “aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios”. Eran considerados también ciudadanos aquellos extranjeros, que gozando de los derechos de español, obtuvieren de las Cortes carta especial de ciudadano, así como los hijos legítimos de los extranjeros domiciliados en las Españas, que habiendo nacido en los dominios españoles no hubieren salido nunca sin licencia del gobierno, y teniendo 21 años cumplidos se hubieran avecindado en un pueblo de los mismos dominios, ejerciendo en él alguna profesión, oficio o industria útil. A los españoles que por cualquier línea fueran habidos y reputados por originarios de África, la Constitución les exigía, para ser ciudadanos, que las Cortes les concedieran carta de ciudadanía, siempre que hubieran prestado servicios calificados a la patria o se hubieran distinguido por su talento, aplicación y conducta, con la condición de que fueran hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos, de que estuvieran casados con mujer ingenua y avecindados en los dominios de las Españas, y de que ejercieran alguna profesión, oficio o industria útil con capital propio.

El ejercicio de los derechos de ciudadano se suspendía por interdicción judicial, por declaración de deudor quebrado o deudor de los caudales públicos, por ser sirviente doméstico, por no tener empleo, oficio o modo de vivir conocido, y por hallarse procesado criminalmente.

El Título III estaba dedicado a las Cortes, al modo en que se formaban, a los criterios para la elección de diputados y a la manera en que éstos debían sesionar. Sobre la composición de las Cortes es pertinente señalar que la base para la representación nacional era la misma en ambos hemisferios y se asignaba un diputado por cada 70 000 almas o fracción mayor de 35 000. Además, si una provincia no alcanzaba el número de 70 000 habitantes, podía elegir un diputado si tenía 60 000; en caso contrario, debería unirse a la provincia inmediata para nombrar uno.

Se determinaban también en este título las facultades de las Cortes, que eran fundamentalmente legislativas, aunque se les conferían además otras, como recibir el juramento al rey, al príncipe de Asturias y a la Regencia; resolver las dudas, de hecho o de derecho, que se presentaran respecto a la sucesión al trono; elegir la Regencia cuando fuere necesario; nombrar tutor para el rey durante su minoría de edad; aprobar los tratados internacionales; conceder o negar la admisión de tropas extranjeras en el reino; fijar los gastos de la administración pública y establecer las contribuciones e impuestos; promover y fomentar la industria; hacer efectiva la responsabilidad de los secretarios del Despacho y demás empleados públicos, entre otras.

El Título IV trataba del rey y en él se establecía su inviolabilidad y su autoridad. En primer lugar se refería a que en él residía la potestad de hacer ejecutar las leyes y cuanto conducía a la conservación del orden público en lo interior, y a la seguridad del Estado en lo exterior, conforme a la Constitución y a las leyes. También le correspondía, entre otras cosas, sancionar las leyes y promulgarlas, así como expedir los decretos, reglamentos e instrucciones que creyera conducentes para la ejecución de las leyes; declarar la guerra y hacer y ratificar la paz, dando después cuenta documentada a las Cortes; nombrar a los magistrados de todos los tribunales civiles y criminales, a propuesta del Consejo de Estado; mandar los ejércitos y armadas; dirigir las relaciones diplomáticas y comerciales con las demás potencias, y nombrar los embajadores, ministros y cónsules; indultar a los delincuentes, con arreglo a las leyes; hacer a las Cortes las propuestas de leyes o reformas que creyera conducentes para el bien de la Nación, y nombrar y separar libremente a los secretarios de Estado y del Despacho.

El capítulo II de este título reglamentaba la sucesión al trono por orden de primogenitura y representación entre descendientes legítimos, varones y hembras. Las Cortes debían excluir de la sucesión a aquella persona o personas que fueran incapaces para gobernar o hubieran hecho algo por lo que merecieran perder la corona. Este título también se ocupaba del príncipe de Asturias y los demás integrantes de la familia real, estableciendo sus prerrogativas y obligaciones.

La Constitución establecía también la existencia de siete secretarios de Estado: del Estado, de la Gobernación del Reino para la Península e Islas Adyacentes, de la Gobernación del Reino para Ultramar, de Gracia y Justicia, de Hacienda, de Guerra y de Marina. Para ocupar una de estas secretarías se requería ser ciudadano en el ejercicio de sus derechos, por lo que quedaban excluidos, de esta forma, los extranjeros, aun cuando contaran con carta de ciudadanos.

Se disponía también que debía existir un Consejo de Estado compuesto de 40 individuos que fueran ciudadanos en el ejercicio de sus derechos. De esos 40 consejeros, cuatro serían eclesiásticos; cuatro Grandes de España y los restantes serían elegidos de entre los sujetos que más se hubieran distinguido por sus principales ramos en la administración y el gobierno del Estado. De los individuos del Consejo de Estado, 12 a lo menos habrían nacido en las provincias de Ultramar. Para la conformación de este consejo se dispondría en las Cortes de una lista triple de todas las clases referidas en la proporción indicada, de la cual el rey elegiría los 40 individuos que habrían de componer el Consejo de Estado, tomando los eclesiásticos de la lista de su clase, los Grandes de la suya, y así los demás.

El Título V regulaba la administración de justicia, disponiendo su organización y la competencia de cada una de las instancias encargadas de la función jurisdiccional. En él se señalaba que la potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales pertenecía exclusivamente a los tribunales. En este sentido, ni las Cortes ni el rey podrían ejercer en ningún caso las funciones judiciales, avocar causas pendientes ni mandar abrir los juicios fenecidos. También se establecían límites a la función estatal que se proyectaban como garantías para los gobernados. En el capítulo III de este título, por ejemplo, se establecía que ningún español podía ser preso sin previa información sumaria del hecho punible y mandamiento escrito del juez.

El Título VI establecía las reglas del gobierno interior de las provincias y pueblos. Sobre el particular, se establecía que para el gobierno interior de los pueblos existirían ayuntamientos compuestos de alcalde o alcaldes, los regidores y el procurador síndico, presididos por el jefe político donde lo hubiere y, en su defecto, por el alcalde o el primer nombrado entre éstos, si hubiere dos. Asimismo, se establecía que el gobierno político de las provincias residiría en el jefe superior, nombrado por el rey en cada una de ellas. Además, en cada provincia habría una diputación llamada provisional, presidida por el jefe superior.

Por su parte, el Título VII regulaba las contribuciones que, según se establecía en el código doceañista, deberían repartirse entre todos los españoles, sin distinción o privilegio alguno según sus facultades.

A la fuerza militar nacional se dedica el Título VIII. En él se establecía la existencia de una fuerza permanente, de tierra y mar, para la defensa exterior del Estado y la conservación del orden interior. También se señalaba que en cada provincia habría cuerpos de milicias nacionales compuestos de habitantes de cada una de ellas, de acuerdo con su población y circunstancias. Otro aspecto interesante contenido en este título era que ningún español podría excusarse del servicio militar cuando y en la forma que fuere llamado por la ley.

El Título IX, por su parte, se refería a la instrucción pública, y establecía que en todos los pueblos de la monarquía se establecerían escuelas de primeras letras, en las que se enseñaría a los niños a leer, escribir y contar, así como el catecismo de la religión católica, que comprendería también una breve exposición de las obligaciones civiles. Asimismo, en el texto gaditano se planteaba que se arreglaría y crearía el número competente de universidades y de otros establecimientos de instrucción que se juzgaran convenientes para la enseñanza de todas las ciencias, literatura y bellas artes. El plan general de enseñanza sería uniforme en todo el reino, y debía explicarse la Constitución política de la monarquía en todas las universidades y establecimientos literarios donde se enseñaran las ciencias eclesiásticas y políticas.

Finalmente, el Título X estaba dedicado a la observancia de la Constitución y al modo en que debía procederse para reformarla. La posibilidad de hacer variaciones en el texto constitucional, sin embargo, se encontraba limitada temporalmente, pues no podrían proponerse reformas sino hasta pasados ocho años desde que la Constitución entrara en vigor. Además, el procedimiento para llevar a cabo las modificaciones al texto constitucional era muy complejo, pues una vez propuesta una reforma se leía tres veces con intervalo de seis días en las Cortes. Posteriormente se deliberaba sobre si había lugar a discutirla y, en caso afirmativo, se procedía con las formalidades establecidas para la formación de las leyes, luego se ponía a votación tan sólo si debía admitirse el proyecto de reforma a discusión en la siguiente diputación. En este caso se discutía de nueva cuenta el proyecto en la diputación siguiente y, después de seguir las mismas formalidades que en la primera ocasión, se votaba si había lugar al otorgamiento de poderes, requiriendo la afirmativa y el voto de las dos terceras partes de los concurrentes. Aprobada la propuesta, debía ser publicada y comunicada a todas las provincias con el fin de que al nombrarse los diputados de la legislatura que las Cortes designaran, se les diera poder especial para aprobar la reforma. Una vez que esto sucedía, los diputados autorizados expresamente discutían de nuevo la reforma y si ésta era aprobada por las dos terceras partes de los diputados, entonces formaba parte de la Constitución y se publicaba en las Cortes para que, posteriormente, una diputación presentara el decreto de reforma al rey, quien lo haría publicar y circular a todas las autoridades y pueblos de la monarquía.

Vicisitudes de su vigencia

La vigencia de la Constitución de Cádiz se enfrentó a problemas tanto en la Península como en los territorios de ultramar. En la Nueva España, el texto gaditano se creó al tiempo que se presentaron los primeros movimientos independentistas. Y es que los acontecimientos del palacio imperial de Bayona durante junio de 1808 devinieron en un delicado problema jurídico-político para la monarquía entera. Para los patriotas españoles y fieles a la casa Borbón, si Carlos IV y Fernando VII abdicaron sus derechos a favor del Emperador, tal acto no fue libre ni voluntario, sino impuesto por medio de la fuerza y amenazas. Por tanto no se reconocieron ni se aceptaron y mucho menos fue válida la cesión de los derechos de Napoleón a favor de su hermano José, que no fue ni pudo ser el soberano de la monarquía.

En los reinos y provincias de Indias el problema era idéntico al de España: ausente el rey, repudiado el Emperador, el pueblo reasumió la soberanía; en la Nueva España se tuvo conocimiento de las abdicaciones y de la convocatoria de representantes para la Junta Nacional de Bayona, y el ayuntamiento de México, el martes 19 de julio de 1808, reunido en cabildo extraordinario, declaró que se tenía por insubsistente la abdicación de Carlos IV y Fernando VII hecha en Napoleón, que se desconocía a todo funcionario que viniera nombrado de España y que el virrey gobernaba por la comisión del ayuntamiento en representación del virreinato. De esta manera se dotó al gobierno de la Nueva España de los poderes para asegurar el reino e, incluso, para este objeto, le dieron facultades para hacer alianzas con otra nación.

En ausencia del rey, la Nación reasumió la soberanía. El ayuntamiento de México desconoció a los agentes imperiales y afirmó la legitimidad de las autoridades del gobierno virreinal, conservando el virrey la más alta y plena dignidad. Al negar la intrusión, las autoridades constituidas habrían de proteger el reino en el nombre de los reyes de la monarquía de España y las Indias.

Ante esta situación, se dan en la Nueva España condiciones generales de inquietud, no sólo por lo que sucede del otro lado del mar, sino por lo que sucede en el propio virreinato. Se preparó finalmente la reunión de una Junta Central del reino, pero pronto se atentó contra ella. Un grupo de comerciantes y terratenientes, al frente de peones y empleados, llevando a la cabeza a Gabriel de Yermo, realizaron un golpe de Estado el 15 de septiembre. Depusieron al virrey y persiguieron a los criollos que pretendían mayores mudanzas tendientes a la autonomía. Los españoles que violentaban la Junta —y al virrey Iturrigaray— igualmente rechazaron la invasión imperial y mostraron fidelidad a la dinastía Borbón, pero su valoración de la situación les indicaba que era más conveniente conservar al máximo el orden existente en Nueva España.

No obstante, los golpistas sustituyeron a las autoridades constituidas por otras que compartían su sentir, eligiéndolas entre los militares de máxima graduación del Ejército español y entre los máximos jerarcas de la Iglesia, y procedieron inmediatamente a la persecución política. El nuevo virrey, Pedro Garibay, dio extremadas muestras de enérgica represión, pero esto sólo sirvió para irritar a los adversarios. La idea de independencia se propagó, siempre en un doble sentido: por un lado conservando celosa fidelidad a la Corona y, por otro, impugnando la autoridad ilegítima y represora del nuevo gobierno virreinal. Así, se reunieron en varias partes criollos y algunos españoles para trazar planes de conspiración. La historia posterior se conoció, en la madrugada del 16 de septiembre de 1810, cuando el párroco de Dolores, Miguel Hidalgo y Costilla, se levantó en armas. Es la lucha de los insurgentes mexicanos contra el Consejo de Regencia y, unos días después, las Cortes de Cádiz.

Hay en general, desde el comienzo, una oposición franca frente al gobierno ilegítimo que encabeza José I, y sobre todo contra los franceses, los afrancesados y en particular las ideas francesas, ya fueran revolucionarias o bonapartistas, antirreligiosas en general. Interpretada desde esta perspectiva la invasión napoleónica que sufrió España, se acentuó en la Nueva España la desconfianza general ante los europeos, y en particular hacia los españoles, a los que se acusaba de contemporizar con el francés o de asumir el ideario político de los franceses; en este rechazo general caen las Cortes de Cádiz. Se les niega autoridad alguna y se les acusa de introducir ideas francesas; en fin, para los insurgentes la monarquía estaba en interregno y la soberanía residía en la Nación hasta el regreso del monarca legítimo; cualquier otra cosa era discutible. Es más, el 23 de febrero de 1812, Morelos dijo a los criollos que militaban en las filas realistas:

Ya no hay España, porque el francés está apoderado de ella [incluso Cádiz]. Ya no hay Fernando VII, porque o él quiso ir a su Casa de Borbón a Francia y entonces no estamos obligados a reconocerlo por Rey, o lo llevaron a fuerza y entonces ya no existe.

Unas semanas después, el mismo Morelos refiere:

¿No habéis oído decir siquiera, que lo mismo fue faltar Fernando VII… que empezar los europeos a formar Juntas para gobernarnos, ya la de Sevilla, ya la Central, ya la de la Regencia, queriendo que en cada una de ellas resida la soberanía, que ninguna de ellas tiene legítimamente? [Tampoco las Cortes de Cádiz, desde luego.] Sabed que la soberanía, cuando faltan los reyes, sólo reside en la Nación. Sabed también que toda Nación es libre y está autorizada para formar la clase de gobierno que le convenga y no ser esclava de otra.

Y precisamente las Cortes de Cádiz ni representan a la Nación ni le dan un gobierno conveniente, sino afrancesado.

Este tipo de argumentos servía para impugnar la obra constitucional gaditana desde diferentes posiciones, incluso realistas; pero las posturas insurgentes adquirieron paulatinamente una nueva forma, introduciendo el nuevo lenguaje político liberal, aprovechando selectivamente la obra jurídica gaditana.

De este modo, al parejo que se producía la obra constitucional de las Cortes de Cádiz, revolucionaria del ordenamiento jurídico de la monarquía, en la Nueva España se profundizaba la transformación, de manera paralela y aún más intensa: como lo supone la formación de la Suprema Junta Nacional y, en ella, la redacción, en junio de 1812, de los “Elementos Constitucionales” por la pluma de Rayón. En noviembre de 1813, el Supremo Congreso Nacional reunido en la ciudad de Chilpancingo proclamaría solemnemente la independencia; los “Sentimientos de la Nación” de Morelos pertenecen a esa época. Así, la Constitución de Cádiz había muerto antes de ser proyectada y redactada la Constitución de Apatzingán, de octubre de 1814, pero el espíritu de sus leyes liberales y democráticas permaneció.

Ahora bien, los virreyes encontraron sus propios motivos para hacer caso omiso de la Constitución de Cádiz. Un ejemplar autorizado de la flamante carta fue recibido en Veracruz en septiembre de 1812; el nuevo ordenamiento fue promulgado en la ciudad de México el día 30 de ese mes, siendo a la sazón Francisco Xavier Venegas virrey de la Nueva España, quien consideró prudente no aplicarlo con todo su vigor debido a la rebelión en que estaba inmerso el virreinato, y también, sobre todo, por las reducciones que el nuevo código hacía de las facultades de que disponía tradicionalmente la figura del virrey, reducido ahora a funcionario administrativo provincial.

De esta forma, al no contemplarse en el texto gaditano al virrey, la figura del jefe político de la ciudad de México reemplazó las funciones que aquél tenía, y como cualquier otro jefe político era el Ejecutivo de la provincia en que la diputación provincial tenía jurisdicción, y no más allá de sus límites. De modo que no podía intervenir en las jurisdicciones de las otras cinco diputaciones provinciales de México, siendo además directamente responsable ante el ministro de Asuntos de Ultramar en la Península. No extraña por eso que Venegas decidiera no aplicar enteramente la Constitución de Cádiz, al menos no antes de suprimir la rebelión. Pero si no puso en vigor aquellas disposiciones que estorbaban su acción militar, las Cortes de Cádiz fueron aumentando la autonomía de las diputaciones provinciales, primero con la Instrucción para los ayuntamientos constitucionales, juntas provinciales y jefes políticos superiores, del 23 de junio de 1813, en que la diputación provincial era declarada corte de última instancia en lo relativo al repartimiento de contribuciones, abastos municipales y militares, enseñanza pública y fomento de la agricultura, industria, artes y comercio.

En decretos posteriores se facultó a las autoridades provinciales para intervenir en asuntos judiciales, lo que tendía a desplazar la jurisdicción de las antiguas audiencias. Por eso tanto Francisco Xavier Venegas, que en 1812 recibió el nuevo código como virrey, como su sucesor, Félix María Calleja del Rey, que en 1813 asumió el puesto de capitán general de México, incumplieron selectivamente la Constitución, muchas veces con apoyo de los magistrados. Calleja pidió asesoría legal para una interpretación favorable del ordenamiento, pero no se halló otra solución que el incumplimiento; al comienzo de 1814 declaraba, con alguna desesperación por no poder suprimir la rebelión, y a la vez enfadado con las limitaciones de su cargo:

…ni la Constitución, ese sabio y generoso fruto de los desvelos y de la ilustración de nuestro congreso que hice poner en práctica desde el principio de mi mando, ha bastado a refrendar a los bandidos, ni a disipar la ceguedad y mala fe de los que viviendo con nosotros y tal vez a expensas del gobierno, son los enemigos más peligrosos. Notorio es cuanto estos monstruos de ingratitud y de ignorancia han querido abusar de aquel código saludable, haciéndolo servir a sus inicuas y viles intenciones.

Lo cierto es que las antiguas autoridades virreinales procurarían aplicar aquellos artículos de la Constitución que consideraban sin mayor perjuicio de su poderío formal. Muchas de estas medidas irritaron a una parte importante de la población, por ejemplo: la reorganización de los pueblos de indios en ayuntamientos constitucionales, la supresión del Juzgado General de Indios y la extensión de una fiscalidad más homogénea que, sin embargo, se precipitó sobre los fondos de las antiguas comunidades de indios, orillándolos a tomar el camino de la insurrección popular.

Estas medidas que introducía la Constitución de Cádiz pertenecían rigurosamente a la lógica de igualdad jurídica y la eliminación de protecciones y jurisdicciones especiales, decididamente orientadas a destruir el Antiguo Régimen, así como a la intención de disolver las antiguas corporaciones en una ciudadanía homogénea formada por individuos particulares iguales ante la ley, pero esto implicaba forzosamente la destrucción del edificio de la sociedad virreinal, y tal cosa no se lograría con la mera promulgación de la carta gaditana. Por eso, las autoridades erraban sin falla en la aplicación selectiva de la Constitución: cuando no enfadaban a unos con la puesta en vigor de alguna de sus leyes, aumentaban el descontento de otros con la expectativa del cumplimiento de leyes que los beneficiaban.

Las élites de comerciantes regionales así como los notables locales en las principales ciudades, al ver el negocio, procuraron la aplicación del nuevo ordenamiento administrativo, que les daba ocasión de fortalecer su autonomía. Pero el gobierno central, el de la ciudad de México, intentaría como fuera contener la dispersión del poder que introducía, de derecho, la Constitución y, de hecho, la rebelión. Llegado el momento, las antiguas autoridades virreinales recibirán con entusiasmo e inu­sitada conformidad la abolición de la obra jurídica de las Cortes de Cádiz.

Por lo que hace a la Península, la vigencia del texto gaditano no tendría mejor suerte. Y es que la postura crítica que se levantó en España por el escepticismo que causó entre muchos la idea de soberanía nacional que construyeron los doceañistas se agudizó ante el problema americano, la insurrección libertaria y la imprudencia o insensibilidad de las Cortes, en lo que observaba la ruina de la monarquía.

Lo anterior se debió a que gran parte del futuro de la monarquía estaba cifrado en las expectativas políticas que abrían las Cortes para los americanos y muchas de ellas fueron defraudadas. Más aún cuando las significativas conquistas liberales y democráticas de la Constitución de Cádiz fueron destruidas enteramente, de mano de Fernando VII, “el Deseado”, en la primavera de 1814.

Si se vuelve un poco la mirada a los acontecimientos acaecidos al comienzo del segundo decenio del siglo XIX, no es tan difícil entender por qué se presentó esta situación. Es necesario recordar que una vez concluida la Constitución de Cádiz, y a lo largo del año 1813, tanto las Cortes Generales y Extraordinarias como el gobierno gaditano entraron en crisis; se convocó para la elección y reunión de las Cortes Ordinarias; los cuerpos privilegiados, especialmente los eclesiásticos, tratarían de triunfar sobre los liberales. Hacia finales de 1813, Napoleón Bonaparte, debilitado en todos sus frentes, particularmente en Rusia, decidió propiciar el regreso de Fernando VII al trono de España y el retiro de sus tropas, negociados a cambio de la neutralidad de España frente a Francia (Tratado de Valencia, diciembre de 1813).

La Constitución de Cádiz, vigente en la monarquía desde 1812, esperaba al rey con un esquema de gobierno distinto al que había dejado con la monarquía absoluta de la que se separó en 1808. La monarquía era, como se señaló, moderada. Ciertamente se conservaban algunas prerrogativas reales, como el hecho de que la persona del rey era sagrada e inviolable, y no estaba sujeta a responsabilidad; pero su función pública quedaba sujeta a la Constitución, siempre según el arreglo de la división de poderes. Al rey le correspondía también sancionar y promulgar las leyes, que sin embargo eran formadas por el poder Legislativo, las Cortes. Aunado a esto, el hecho de que según la carta gaditana su texto no podría reformarse en ninguno de sus artículos hasta pasados ocho años después de ser puesta en práctica y que en ella se concedían amplias facultades a las Cortes hicieron que Fernando VII no se sintiera cómodo con el texto gaditano. Es por ello que los conservadores realistas, absolutistas, que habían visto con impotencia el devenir revolucionario de las Cortes, procurarían en todo caso acercarse al rey para convencerlo de la injusticia de la Constitución. Estas posiciones de rechazo a la obra gaditana y de reacción se venían formando desde 1810, desde reunidas las Cortes, y con mayor precisión desde el primer decreto que emitieron, declarando la soberanía nacional y desplazando los principios de soberanía del rey. En esta línea ideológica, por ejemplo, en 1814 Bernardo Mozo de Rosales, diputado de las Cortes por Sevilla, en los días de recepción del rey al regreso de su exilio, redactó el Manifiesto de los persas, en el que pedía la supresión de la carta gaditana. Con este manifiesto y diversas expresiones contrarias al texto constitucional de 1812 se trataba de animar al rey para que destruyera la irreligiosa e ilegal obra de las Cortes, y lo hiciera además sin temor y con el convencimiento recto de proceder conforme disponían las Santas Escrituras, la justicia y la Constitución antigua. Se intentaba también convencerlo de atacar los principios de soberanía nacional y de igualdad ante la ley, en defensa de las verdaderas libertades de los estamentos privilegiados, y de los legítimos derechos del rey como soberano; se trataba, en fin, de que regresara a la monarquía absoluta y al Antiguo Régimen.

Un real decreto del 4 de mayo de 1814 declaró nulos y con ningún efecto la Constitución y los decretos de las Cortes, y consideraba reo de lesa majestad a todo aquel que tratase de hecho, escrito o palabra de restablecerlos. Enseguida, Fernando VII se dio a la tarea de perseguir a sangre y fuego a los diputados liberales, con el Ejército reorganizado. La Constitución de Cádiz moría así, por primera vez, para renacer años después, en medio de las luchas cada vez más radicalizadas en España entre liberales y conservadores.

Casi seis años más tarde, el 1 de abril de 1820, el comandante Riego, al mando del batallón de Asturias, proclamó la Constitución de 1812 e inició un proceso revolucionario que obligaría finalmente a Fernando VII, el 7 de marzo de 1820, a jurar la Constitución.

Se convocaría nuevamente a Cortes, que profundizarían la reforma del ordenamiento jurídico; sin embargo, algunos mexicanos vieron en ello la ocasión para promover la autonomía y descentralización frente a la Península. Pero siguiendo la propuesta del zar de Rusia, en Tropau, las potencias europeas afirmaron su pretensión de intervenir ante cualquier movimiento revolucionario que amenazara el orden legítimo. Los legitimistas emprenderían acciones contra los movimientos liberales de Portugal, Nápoles y Piamonte. El congreso de Versalles consintió que Francia cruzara los Pirineos nuevamente, enviando a España un ejército de 132 000 hombres, los “cien mil hijos de San Luis”, para restaurar el Antiguo Régimen, anterior a 1808.

Las expectativas novohispanas ante las bondades de una constitución democrática y liberal de la monarquía una vez más se vieron frustradas, por lo que quedó como única vía la independencia, esta vez apoyada por algunos oficiales realistas, encabezados por Agustín de Iturbide, que había entrado en tratos con los rebeldes que debía combatir.

La Constitución de Cádiz había muerto, pero no el espíritu de sus leyes, liberales y democráticas. Desde su aprobación en 1812, y con su restablecimiento en 1820, el modelo constitucional gaditano se difundió en Europa y América; se tradujo al alemán, francés, portugués, italiano y alemán. No sólo fue conocido entonces, sino que además fue objeto de estudios críticos e incluso de imitaciones. La crítica más severa provino desde luego de los absolutistas, pero también en parte de los liberales moderados más inclinados a admirar el modelo británico; los entusiastas del texto gaditano fueron generalmente los revolucionarios y progresistas europeos, que ya veían con escepticismo el constitucionalismo francés, que había derivado en el Terror y finalmente en el Imperio. Desde cierta perspectiva romántica, la Constitución de Cádiz era ejemplo de una obra jurídica proveniente de la heroica resistencia frente a la opresión tiránica, y su víctima. Dotada de semejante prestigio, la difusión del modelo constitucional gaditano adquirió enorme vigor en la primera mitad del siglo XIX, seduciendo incluso a algunos realistas con la idea de una monarquía liberal y democrática; se trataba de una solución posible a las guerras interiores, sobre todo en aquellos lugares sin referentes constitucionales que permitieran adecuar las exigencias jurídico-públicas modernas.

En Hispanoamérica, y desde luego en México, las primeras constituciones tuvieron un referente directo en la de Cádiz, aunque sus fuentes fueron varias en lo que se refiere a la forma de gobierno, los derechos de los ciudadanos y la misma estructura constitucional. La Constitución de Cádiz, sin embargo, marcó el giro decisivo hacia esa historia constitucional propia, con una tendencia inequívoca: liberal y democrática, destinada a destruir definitivamente el Antiguo Régimen.