INTRODUCCIÓN GENERAL
Para una persona nacida en México en los últimos, digamos, cuarenta años, la mayor parte de su vida consciente ha acontecido en medio de zozobras o penalidades de la economía. Su infancia transcurrió mientras México experimentaba el crecimiento espasmódico de los años setenta, favorecido por el auge del petróleo. Antes de entrar a la adolescencia, esta persona seguramente supo, al menos por las conversaciones de los adultos a su alrededor, de la gravísima crisis de la deuda, la devaluación y la nacionalización bancaria que marcaron el primer lustro de los años ochenta, y experimentó luego las consecuencias de la estabilización: la política de austeridad, los recortes, la disciplina fiscal. Vivió el cambio en el modelo económico: la liberalización, la desregulación, la apertura al exterior, y quizá compartió el optimismo efímero de inicios de los noventa, cuando México iba a ser, ahora sí, un país próspero y desarrollado. Probablemente lo celebró hasta que ese optimismo se estrelló contra el muro de una nueva crisis, a fines de 1994, provocada en parte por las mismas fuerzas que generaron la ilusión del desarrollo unos años atrás. Nuestro sujeto debió vivir una vez más el costo de la recuperación: la austeridad, los recortes, la disciplina fiscal, y la renovada promesa de una economía emergente que no llegaba a consolidarse, que no acababa de aparecer. Ya en su madurez presenció la reprivatización bancaria y la activación del Fobaproa como recurso para evitar el colapso financiero, así como los cambios políticos que no han modificado mayormente el modelo de crecimiento, pero tampoco han conllevado la decisión necesaria para profundizar en las reformas que ese mismo modelo requiere para funcionar de manera eficiente. Y como para confirmar que no vivirá una década sin crisis, esta persona ha atestiguado, antes de cumplir sus cuarenta años, la cuarta depresión económica de su vida, la que comenzó en 2008 y aún no da señales de haber llegado a su fin.
Una mirada de largo plazo permite constatar que la vida económica de México no siempre fue así. No significa que haya sido mejor o peor, simplemente que fue distinta. Por ejemplo, en el siglo anterior a los hechos referidos (digamos, entre 1870 y 1970), México adoptó dos modelos de crecimiento, y en ambos experimentó varias décadas de ascenso económico sostenido. Así, entre 1880 y 1929, en el marco de un modelo impulsado por las exportaciones, hubo crisis económicas de distinta magnitud en 1885, 1891, 1901 y 1907 (para no hablar de la gran crisis sociopolítica que representó la Revolución mexicana, de consecuencias económicas complejas que no cabe mencionar aquí). En aquellas crisis se produjeron, como era de esperar, caídas en la inversión y en la actividad productiva, pero casi siempre fueron contrarrestadas por fases de intensa expansión económica, de manera que unos pocos años más tarde se había recuperado el nivel previo a la recesión, retornando a la senda de crecimiento de largo plazo. Para lo que aquí nos ocupa, sólo la década de 1920 es comparable con los últimos cuarenta años, en el sentido de que el crecimiento fue volátil y no dejó un saldo acumulativo positivo. En 1929, la crisis más grave que había sufrido el sistema capitalista hasta tiempos recientes provocó en México (como en otros países de América Latina) un cambio en el patrón de crecimiento hacia uno impulsado por la industria, que se consolidó en los años cuarenta y estuvo vigente hasta la década de 1980. Durante esta época hubo también perturbaciones económicas de distinta magnitud (crisis en 1937, recesión en 1945, desaceleración entre 1957 y 1961, para desembocar en la volatilidad y los desequilibrios de los años setenta), las cuales no impidieron, sin embargo, que tuviera lugar la fase más prolongada de crecimiento económico en la historia del país. Como el crecimiento es un fenómeno acumulativo, en ambas etapas el resultado fue un aumento en el nivel de la actividad económica y del bienestar general (aun cuando este último no necesariamente se difundiera en forma equitativa entre todos los mexicanos). Esto ya señala una diferencia perceptible frente al saldo del pasado reciente, caracterizado por un crecimiento modesto o una elevada volatilidad.
Si dirigimos la mirada a un periodo aún más antiguo, encontraremos diferencias notables respecto a todo lo dicho hasta ahora. Antes de 1870, la economía mexicana poseía muchos de los rasgos característicos de una economía tradicional, con fuerte predominio de la agricultura, amplias franjas de consumo fuera del sector mercantil y fases de crecimiento seguidas por otras de desaceleración o estancamiento prolongado, con el resultado de un crecimiento acumulativo generalmente pobre. El periodo posterior a la independencia es particularmente representativo en este sentido. Pese a un arranque promisorio, la desorganización de la hacienda pública, la fragmentación territorial y la debilidad del Estado y de las instituciones crearon condiciones poco propicias para que la economía se recuperara de los efectos negativos de la guerra de independencia y se encaminara hacia un proceso de avance sostenido. Aunque el tema es materia de debate y es posible que hubiera fases de modesta aceleración, éstas fueron seguidas por otras de retroceso, de manera que tanto el nivel de la actividad económica como las dimensiones de la economía mexicana no eran mucho mayores en 1870 de lo que habían sido en la última fase del periodo colonial.
Respecto a la colonia, es posible identificar etapas de transformación económica considerable. Mencionemos, para ejemplificar, la que convirtió la gran diversidad de sistemas económicos y sociales precoloniales en un sistema, así fuera frágilmente unificado, cuyo rasgo común era la sujeción a la metrópoli española y la inserción en las redes globales de la época. No todos los cambios fueron positivos ni favorecieron una mejor organización económica. Por ejemplo, la conquista misma produjo una pérdida demográfica de enormes proporciones, y la reorganización de la propiedad territorial condujo a la formación de grandes haciendas que impidieron secularmente la formación de un mercado de tierras. Otros sí propiciaban la generación de riqueza, como la conformación de un mercado interno colonial organizado en torno a la producción minera que sostenía polos de actividad económica significativa y vinculaba el reino con la economía internacional. Durante este largo periodo hubo etapas de expansión económica, como la que se produjo en la segunda mitad del siglo XVI como resultado del auge de la producción minera, o la que tuvo lugar en el siglo XVIII por efecto de los cambios en la organización económica introducidos con las reformas borbónicas. Se presentaron también épocas de crisis o estancamiento, que pueden ejemplificarse con la depresión de comienzos del siglo XVII, cuya profundidad y duración son materia de debate en la historiografía. Se entiende, no obstante, que todo ello ocurría en el marco de una sociedad y una economía premodernas, en las que las fases de expansión no alcanzaban a producir un salto cualitativo hacia el crecimiento económico moderno.
Todo ello, qué duda cabe, difiere considerablemente de lo que sucede en la economía actual. Y sin embargo, un vistazo hacia el pasado también permite descubrir que no todo lo que ocurre en el presente es completamente nuevo: no lo son las crisis económicas ni las distintas fórmulas adoptadas para salir de ellas. Tampoco lo es la disputa acerca de las sendas de crecimiento, ni el debate sobre el papel que debe desempeñar el Estado en la actividad económica. Más aún, contra lo que más de alguno pensaría, no es ésta la primera vez que se habla de la fragilidad fiscal del Estado mexicano ni que se señalan la desigualdad y el bajo nivel educativo de la población como obstáculos al crecimiento de la economía. El endeudamiento, los impuestos, la importancia de las leyes, los mercados, los precios y salarios, los factores internos y externos en el desempeño económico, son temas que han estado presentes de una u otra forma a lo largo de la historia de México. Conocer su incidencia a lo largo del tiempo nos ayuda a entender mejor los problemas de hoy. Y esto es precisamente lo que se propone este volumen: brindar una mirada de largo plazo acerca de la economía mexicana proporcionando los elementos de información y de interpretación suficientes para que el lector pueda formarse un juicio acerca de lo que ha sido nuestro pasado y de la manera en que la trayectoria anterior ha contribuido a moldear la situación actual.
Los capítulos que se presentan en este libro fueron publicados originalmente como parte de la Historia económica general de México. De la Colonia a nuestros días, obra editada por El Colegio de México y la Secretaría de Economía en 2010. No obstante, han sido revisados y en casi todos los casos ampliados de modo sustancial, a fin de ofrecer una versión sintética del contenido de aquella obra y al mismo tiempo enlazar los capítulos entre sí para proporcionar continuidad y fluidez al nuevo conjunto. En aquella publicación estos capítulos aparecían como introducciones panorámicas a cada uno de los cuatro grandes periodos en que se dividía analíticamente el objeto de estudio, y que se integraban por estudios monográficos que abarcaban en profundidad las principales dimensiones de la economía de cada periodo. En cambio, en este volumen se presentan como una aproximación general al tema, en una extensión que resulta apropiada para lectores que se acercan por primera vez a los problemas de la historia económica de nuestro país, o para estudiantes de distintos niveles, desde la enseñanza media hasta la educación superior. Además de los cambios realizados en el contenido de los capítulos, se han añadido en esta ocasión varios mapas que sirven al propósito de ilustrar las transformaciones territoriales que ha experimentado México a lo largo de su historia. En este último aspecto contamos con el apoyo de Emelina Nava, del Departamento de Sistemas de Información Geográfica de El Colegio de México, a quien agradecemos siempre por su buena disposición y por la calidad de su trabajo.
El libro se compone de cuatro capítulos, ordenados cronológicamente. En el primero de ellos, Bernd Hausberger ofrece una caracterización general del periodo colonial desde la conquista hasta mediados del siglo XVIII. Explica cómo, a pesar de que los conquistadores buscaron reproducir la sociedad señorial de la que provenían, sus necesidades de abastecimiento y sobrevivencia los obligaron tanto a preservar ciertos aspectos de la economía indígena que los proveía de alimentos, como a organizar un sector exportador que les permitiera encauzar recursos para la corona e importar todo lo que no había en el espacio novohispano. Por cuanto este sector giraba en torno a la producción de plata, ello condujo a la formación de circuitos mercantiles internos y promovió una dinámica económica propia. Todo esto ocurrió en el marco de un orden monárquico que buscaba la centralización de su poder, con una política que se ha caracterizado como un absolutismo temprano, y que colocaba a la Nueva España en el contexto de un imperio y de un sistema económico que rebasaba sus propias fronteras. Este orden inicial se vio sacudido por la crisis del siglo XVII, como resultado de la cual se reestructuraron los términos del vínculo colonial en el sentido de una mayor autonomía y un mayor acceso a posiciones de mando para los grupos locales, fenómenos que encontrarían un límite y serían en parte revertidos con las reformas borbónicas de mediados del siglo XVIII.
El segundo capítulo, a cargo de Carlos Marichal, plantea los agudos contrastes que caracterizaban la economía colonial en la segunda mitad del siglo XVIII: una economía de antiguo régimen en la que la opulencia creada por la riqueza minera ocultaba la profunda desigualdad existente en el virreinato. El aumento de la población, la producción minera, el comercio interno y los diezmos agrícolas deben ser valorados como factores positivos durante el régimen borbónico, pero no evitaron el atraso tecnológico, el estancamiento salarial y varias devastadoras crisis agrarias que agobiaron a la población. Por otra parte, se analizan los costos extraordinariamente altos para la Nueva España de ser la colonia americana más rica en términos fiscales, siendo obligada a cubrir enormes gastos de otras colonias y de la metrópoli. En seguida, el capítulo aborda el proceso de independencia y sus secuelas, y sugiere que junto a las rupturas que ésta trajo consigo, hubo claras continuidades respecto al periodo colonial tardío. Las principales rupturas se produjeron en las esferas fiscal y financiera, que se vieron dislocadas en forma severa y duradera por efecto de la separación, en tanto las mayores líneas de continuidad se manifestaron en la economía real, con la agricultura como actividad predominante y la minería como el sector estratégico para la economía monetaria y para el intercambio con el exterior.
El tercer capítulo, escrito por la autora de estas líneas, se ocupa del periodo 1856-1929, el cual arranca de un punto bajo en la vida económica del país, en el que todos los indicadores muestran una economía pequeña, escasamente integrada y relativamente cerrada frente al mundo exterior. En ese contexto, se destaca el ciclo de cambios institucionales de carácter liberal que, junto con la inserción en la economía internacional, sentó las bases de la vasta transformación económica que tuvo lugar en los siguientes decenios, y que se produjo en el marco de un modelo de crecimiento impulsado por las exportaciones. Se argumenta que la Revolución mexicana provocó perturbaciones transitorias en este proceso, pero no modificó ni el patrón de crecimiento ni el curso de la transición. Fue, en cambio, la crisis internacional de 1929 la que produjo una clara ruptura, al liquidar ese modelo de desarrollo y acelerar el pasaje a uno que completaría la transición hacia la economía moderna.
El cuarto y último capítulo se debe a la autoría de Enrique Cárdenas. El autor reconoce tres etapas en el “dilatado” siglo XX (1930-2009): una de crecimiento económico sostenido, sustentado en un modelo de sustitución de importaciones, que va desde la recuperación de la crisis de 1929 hasta la década de 1970; otra de crisis económica (tras una década de estancamiento que constituía una clara señal de agotamiento del modelo de crecimiento), que representó al mismo tiempo la transición a un nuevo modelo, y una tercera, que arrancó en el segundo lustro de 1980 y no ha concluido, caracterizada por la realización de reformas económicas estructurales —que, sin embargo, han sido incompletas— y la incorporación de México a la globalización, y cuyo saldo ha sido un lento crecimiento económico. El autor destaca el papel de las políticas públicas en las distintas fases y coyunturas, así como la influencia de factores políticos en el desempeño de la economía mexicana. Para concluir, revisa la (falsa) disyuntiva entre alternativas de crecimiento, inscribiéndola en un debate actual que se aviva a la luz de una nueva crisis económica.
Esperamos que en este formato la historia de la economía mexicana llegue a un público más amplio y contribuya a la generalización de un conocimiento básico sobre esta dimensión de la vida del país. El objetivo es que el libro promueva una mejor comprensión y un debate informado acerca de las posibles soluciones y las alternativas que México tiene para alcanzar un nivel de desarrollo compatible con su potencial económico.
SANDRA KUNTZ FICKER