Epílogo
El futuro de la práctica occidental de la guerra
Geoffrey Parker
Desde los hoplitas griegos hasta el reactor Harrier, la guerra ha actuado como fuerza impulsora del ascenso de Occidente hacia la dominación del mundo. La historia de Occidente, tanto en sus metrópolis como en ultramar, ha girado en torno a una feroz competición por el dominio entre potencias intransigentemente ambiciosas en la cual las implacables, innovadoras y decididas desbancaron a las acomodaticias, plagiarias e indecisas.
Guerras del pasado
Pero la práctica occidental de la guerra ha supuesto siempre costes elevados. Por un lado, las muertes y sufrimientos causados en la adquisición del dominio del mundo superan cualquier descripción: la invasión y conquista del Nuevo Mundo a partir de 1492, en particular, se cobró un número aterrador de vidas y, además de provocar la destrucción de culturas y pueblos enteros de americanos nativos, impuso el traslado de millones de africanos para atender a las necesidades de los vencedores en el Nuevo Mundo. Por otra parte, hubo momentos en que las luchas endémicas entre los Estados occidentales parecieron desterrar la paz por completo: la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) devastó la mayor parte de Alemania y de muchos países vecinos; las guerras revolucionarias y napoleónicas (1792-1815) asolaron Europa desde Lisboa hasta Moscú; las dos guerras mundiales del siglo xx estuvieron a punto de destruir las civilizaciones que las habían provocado.
Este lado oscuro ha suscitado una condenación tajante. La Iliada de Homero, redactada en el siglo viii a.C. pero compuesta mucho antes, muestra ya a un comandante (Aquiles) angustiado por los costes de la acción militar que está a punto de emprender; según el relato de la Guerra del Peloponeso ofrecido por Tucídides, la asamblea ateniense sopesó igualmente en el siglo v a.C. los posibles beneficios de la propuesta de expedición contra Sicilia, comparándolos con las probables pérdidas. La historia de Roma escrita por Tácito está plagada de dirigentes vanidosos e ineficaces que derrocharon hombres y materiales al servicio de malas causas, en el lugar equivocado y en el momento inadecuado, y rezuma un cáustico escepticismo cuando describe la despiadada brutalidad que acompañaba a la victoria. Los poetas, dramaturgos y novelistas occidentales han sometido también una y otra vez a juicio, y (a veces) al ridículo, las gestas de los guerreros, desde Las troyanas de Eurípides y Lisístrata de Aristófanes hasta películas como La gran ilusión, Apocalypse Now y Salvar al soldado Ryan, o memorias personales como Tormentas de acero o Nacido el 4 de julio, pasando por los corrosivos poemas de Wilfred Owen y Siegfried Sassoon o novelas de guerra como Simplicissimus, Guerra y paz, Fields of Fire o Trampa 22. Además, desde el 390 d.C., cuando el arzobispo Ambrosio de Milán obligó al emperador Teodosio a hacer penitencia por haber masacrado a 7.000 personas en acciones de represalia, la Iglesia cristiana ha exigido también una conducta responsable tanto al declarar una guerra como al librarla –al menos entre cristianos.
La práctica de hacer a los guerreros occidentales objeto de críticas artísticas, literarias o religiosas ha suscitado constantemente debates tanto sobre las intenciones como sobre los procedimientos de los beligerantes. Sin embargo, paradójicamente, esos constantes debates, más que impedir la actitud agresiva de Occidente, la refinaron y ratificaron en muchas ocasiones, pues la necesidad de justificar cada una de las acciones ofensivas indujo a realizar cuidadosas campañas de propaganda que enardecieron la opinión pública e incrementaron el apoyo a la declaración de hostilidades, consiguiendo así que las guerras, en vez de ser menos generalizadas y destructivas, lo fueran más.
La práctica occidental de la guerra mostró también a lo largo del tiempo otras notables regularidades. En la mayoría de las épocas tratadas en la presente Historia destaca la primacía de los soldados de a pie, desde los hoplitas de la Grecia antigua hasta los reclutas de la Guerra de Vietnam: es cierto que, actualmente, la artillería, los tanques y la aviación han eclipsado un tanto a los soldados de infantería, pero ésta no ha perdido nunca su carácter esencial, ni siquiera durante la invasión de Irak de 2003. Además, la actividad más común de la infantería en la mayoría de las épocas desde el tiempo de los griegos ha sido el asedio. Occidente ha demostrado una extraordinaria predilección por las fortificaciones defensivas complejas, desde Jericó (la primera ciudad amurallada del mundo), en el 8500 a.C., hasta las trincheras del frente occidental durante la Primera Guerra Mundial; y las operaciones militares han estado dominadas por la exigencia de que, antes de continuar su avance, los ejércitos tomaran los centros fortificados, tanto si eran castillos como ciudades. Por otra parte, los asedios no sólo han sido numerosos, sino también largos: en el siglo v, París resistió cinco años a los francos mandados por Clodoveo, mientras que Ostende, en el siglo xvii, al igual que Leningrado y Sarajevo en el xx, aguantaron durante tres años, y un sinnúmero de otras plazas lo hicieron a lo largo de toda una campaña.
La capacidad logística para mantener fuerzas armadas en acción durante periodos prolongados constituye otro de los rasgos constantes de la guerra occidental. Los asedios forman también parte de otras tradiciones militares. Los ejércitos chinos, por ejemplo, procuraban sistemáticamente tomar ciudades fortificadas; pero su enorme tamaño (que superaba a menudo los 100.000 soldados) obligaba a decidir con rapidez, pues, con tantas bocas que alimentar, no se podía perder tiempo en laboriosos bombardeos preparatorios y en trabajos de atrincheramiento y minado, tan apreciados por los comandantes europeos. La mayoría de los asedios chinos concluían, por tanto, con un asalto en masa. En Occidente, en cambio, los ejércitos de tierra de más de 100.000 hombres fueron raros hasta el siglo xviii; los distintos Estados dirigían, en cambio, sus esfuerzos a aplicar planes que requerían más capital que mano de obra. Para ello se solían dedicar más recursos al desarrollo tecnológico, la disciplina y la capacidad de resistencia que a aumentar el número de tropas, según indicamos en la Introducción. Una vez que Occidente comenzó a poner su capacidad industrial al servicio de sus empresas militares en el siglo xviii, esa estrategia resultó irresistible. Así, la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial hizo que el país experimentara la expansión mayor, más rápida y más constante jamás registrada: entre 1941 y 1945, su producto interior bruto creció un 50 por 100, la producción de acero se duplicó, la construcción naval se multiplicó por diez, y la producción de aviones por once. En concreto, Estados Unidos botó en esos años 51 millones de toneladas de embarcaciones mercantes, a un ritmo de tres barcos diarios, y algunas de esas naves pasaron de la fase de inicio a la de botadura en cuatro días y medio (al menos con fines de exhibición); al mismo tiempo fabricó también un total de 300.000 aviones, alcanzando un nivel máximo de 250 diarios en 1944.
La decisión estratégica de los dirigentes norteamericanos –y de otros en distintos momentos y lugares– de poner a disposición de la guerra recursos prodigiosos fue un factor esencial para igualar las innovaciones tanto tácticas como tecnológicas realizadas con éxito por sus adversarios. A lo largo del siglo xx abundan los ejemplos de invenciones rápidas seguidas por imitaciones igualmente rápidas; el caso, tal vez, más espectacular es el que se dio en el terreno de la tecnología atómica (donde el monopolio nuclear de Estados Unidos duró sólo cuatro años, de 1945 a 1949); pero ese mismo proceso de copia se había dado también en épocas anteriores. Así, en 1314, en la batalla de Bannockburn (Escocia), las tropas de Roberts Bruce adoptaron deliberadamente contra los caballeros ingleses la misma técnica de combate de infantería empleada doce años antes con éxito en Courtrai por los soldados de a pie flamencos contra las fuerzas francesas (véanse páginas 93). De la misma manera, en los siglos xv y xvi, cada innovación en las armas de pólvora y en las fortificaciones pasaba con rapidez de un Estado a otro (véase el capítulo 6).
Aunque la mayoría de las sociedades, si no todas, han mostrado cierta capacidad para aprender de la derrota e imitar los métodos militares utilizados con acierto por sus adversarios, Occidente fue poco común en este sentido en cuatro aspectos. En primer lugar, la fragmentación política casi permanente de Europa, unida al carácter agresivo inculcado por sus valores guerreros, generó una competencia prolongada e intensa que primaba considerablemente la adaptación e innovación rápidas en el seno de unas estructuras institucionales duraderas. En segundo lugar, debido en parte al elevado coste de los cambios militares, Occidente desarrolló no sólo una base fiscal amplia, sino también una extensa red de crédito que permitió tanto un cúmulo de inventos onerosos como la distribución de su coste a lo largo de periodos más amplios. Esas razones han hecho que la historia militar de Occidente, en especial a partir de 1400, haya estado salpicada por una serie de revoluciones tecnológicas y tácticas nada baratas: las armas de pólvora, las fortalezas artilladas, el barco «acorazado», la división de blindados, las armas nucleares, las bombas «inteligentes». Y cada una de esas revoluciones ha exigido respuestas rápidas en aquellos adversarios capaces de aprovechar los recursos económicos necesarios y de reestructurar su economía para que la tecnología militar pudiera recibir apoyo suficiente.
En tercer lugar, Occidente acostumbró a juzgar las innovaciones militares en función, sencillamente, de criterios de eficacia. Algunas civilizaciones de otras regiones rechazaron determinadas tácticas o técnicas de demostrable superioridad por motivos culturales o religiosos: así, la aristocracia militar del Egipto de los mamelucos se negó a utilizar armas de fuego en combate porque no encajaban en su manera tradicional de hacer la guerra, lo cual condujo directamente al derrocamiento de los mamelucos por los turcos otomanos en 1517. Los guerreros europeos, en cambio, estuvieron siempre dispuestos a adoptar cualquier arma o táctica que les ofreciera alguna ventaja.
Finalmente, en cuarto lugar, aunque China desarrolló también la instrucción en orden cerrado para la infantería tanto en la época clásica como en el siglo xvi, los soldados occidentales demostraron una sensibilidad singular para las ventajas de «mantenerse unidos y a ritmo» (según la atinada expresión de William McNeill) mediante adiestramiento. Tucídides describía cómo los espartanos marcharon al combate en la batalla de Mantinea, el 418 a.C., «lentamente y al ritmo de la música de muchos flautistas que tocaban entre sus filas a fin de mantener el paso y avanzar de manera constante sin romper la formación». La instrucción del ejército macedonio, documentada algo más tarde por Eliano, fue la base de la adoptada en el siglo xvii por los holandeses –y más tarde por otros ejércitos occidentales–. Las maniobras en formación realizadas por el ejército romano según la descripción de Vegecio inspiraron igualmente posteriores imitaciones (veánse páginas 48 y 87). La antigua tradición occidental de la participación popular en la guerra podría explicar muy bien esta constante importancia dada a la instrucción. Tanto los ejércitos de ciudadanos de Grecia y la República romana en la Antigüedad, como las milicias de la Edad Media y los ejércitos de reclutas de Europa y Estados Unidos a partir del siglo xix, necesitaban ser «adiestrados» con rapidez para la vida militar –cosa que no ocurría con los soldados profesionales– y un mecanismo ideal para ello eran las maniobras realizadas con precisión y al unísono. Pero a esas ventajas se sumó otra durante el siglo xvii: la combinación del adiestramiento y el empleo de armas de pólvora para producir fuego por descargas, perfeccionado mediante una práctica constante, resultó ser el principal puntal de la práctica occidental de la guerra –y la clave de la expansión de Occidente– durante los tres siglos siguientes (veáse página 161).
Este hincapié en las finanzas, la tecnología, el eclecticismo y la disciplina ha otorgado a la práctica occidental de la guerra su singular capacidad de recuperación y su carácter mortífero. Por un lado, las guerras entre Estados occidentales han tendido a producir una costosa situación de tablas: la Guerra del Peloponeso en la Grecia clásica, la Guerra de los Cien Años en la Edad Media, la Guerra de los Treinta Años, la Guerra Civil norteamericana y las dos guerras mundiales fueron testigos de cómo unos Estados luchaban durante periodos mucho más prolongados de lo que la mayoría de los observadores (y participantes) habían creído posible. Por otro lado, las guerras libradas por Occidente contra otras sociedades han resultado por lo general breves y relativamente baratas, pues la fórmula occidental le proporcionaba una ventaja decisiva. En la Guerra del Peloponeso murieron muchos más griegos que los que cayeron para detener las invasiones de los persas (en la expedición contra Sicilia, del 415 al 413 a.C., perdieron la vida cerca de 40.000 atenienses, frente a sólo 192 en Maratón, el 490 a.C.); en las guerras civiles libradas entre el 43 y el 31 a.C. encontraron la muerte muchos más legionarios romanos que en todos los desastres sufridos en Germania y Partia. Por otra parte, grupos pequeños de guerreros occidentales conseguían resultados notables en el extranjero. El ejército de Alejandro Magno, formado por menos de 50.000 hombres, marchó desde Grecia hasta el Indo y destruyó un imperio de millones de personas entre el 334 y el 323 a.C. En 1650 d.C., fuerzas occidentales habían logrado controlar Siberia, la mayor parte de América, sectores de las Filipinas y otras varias islas y archipiélagos en aguas del sur y sureste de Asia, así como un rosario de enclaves comerciales y ciudades fortificadas en torno a las costas de Asia y África. En 1850 se habían sumado a esas posesiones casi toda la India y Asia austral; y en 1914 había ocurrido otro tanto con África y una gran parte de Asia sudoriental y central. Casi todas esas incorporaciones se produjeron mediante el ejercicio del poder militar en una serie de guerras cortas y decisivas.
Guerras del presente
¿Perdurará esta pauta? El sorprendente éxito inicial de las fuerzas de Gran Bretaña en las Malvinas (1982) y de la Coalición en las dos guerras del Golfo (1991 y 2003) podría dar a entender una continuidad; pero esos tres conflictos se libraron exactamente de la manera precisa para la que habían sido adiestradas las fuerzas occidentales –tomar o recuperar un territorio enfrentándose a un agresor armado convencional–. Les bastó con volver a situarse en el Atlántico Sur o en el Próximo Oriente y luchar allí en vez de hacerlo en Europa. Además, Occidente ha destacado siempre por su capacidad para enviar fuerzas militares a teatros de operaciones distantes, como en las campañas de Alejandro y César, las Cruzadas y la conquista del hemisferio occidental, la represión del Motín de la India y de los bóer, la Guerra del Pacífico y las guerras del Golfo.
En los años noventa, las fuerzas armadas de los principales Estados occidentales experimentaron una serie de cambios interrelacionados que mejoraron esa capacidad para trasladar fuerzas militares a frentes distantes1. Estos cambios se suelen conocer con el acrónimo inglés «RMA», de la expresión «Revolution in Military Affairs»2 (Revolución en Asuntos Militares), acuñada por el Office of Net Assessement del Pentágono para referirse a «la interacción entre los sistemas que recogen, procesan, fusionan y comunican información y los que aplican la fuerza militar» para posibilitar una «violencia precisa»3. La RMA consiste en la sinergia entre tres elementos: en primer lugar, unos servicios de inteligencia, vigilancia y reconocimiento puestos al día; en segundo lugar, unos recursos de mando, control, comunicación, informática y espionaje avanzados; y en tercer lugar, unas municiones guiadas con precisión. Es significativo que todos sus componentes principales hayan estado presentes durante décadas. En 1943, tanto Estados Unidos como Alemania comenzaron a emplear «armas inteligentes», dirigidas contra blancos (fijos o móviles) mediante señales de radio enviadas desde la plataforma de lanzamiento; en 1958, EEUU empezó a utilizar misiles de precisión guiados contra objetivos móviles; y una década después entraron en servicio los primeros misiles del tipo «dispara y olvídate», que no requerían ser guiados por una persona. Los satélites se utilizaron por primera vez en labores de reconocimiento en 1961, y para comunicaciones en 1965; los primeros ordenadores tácticos entraron en uso en 1966; el primer correo electrónico se envió en 1972. Sin embargo, cada uno de esos elementos se empleó operativamente de manera aislada, hasta que el hundimiento de la Unión Soviética puso fin a la amenaza nuclear (al menos temporalmente) en 1989; sólo entonces, justo a tiempo para la Guerra del Golfo, comenzaron los militares a integrar esas innovaciones en un «sistema de sistemas».
La actual RMA depende de una de las características distintivas de la práctica occidental de la guerra: una fuerte inversión en investigación y tecnología para compensar una acusada inferioridad numérica y, más recientemente, para contrarrestar la aversión a sufrir bajas. La base de las actividades de investigación tecnológica en Occidente ha sido notablemente amplia, al menos desde los tiempos de Mauricio de Nassau (véase página 161). Esas actividades dependen de la comprensión y el aprovechamiento de las regularidades e irregularidades percibidas en toda la naturaleza para crear un amplio fondo de conocimiento que se expande de manera secuencial en función de condicionamientos previos. Esto permite a distintos individuos formular preguntas y acabar dando respuestas simultáneas en muchos terrenos de investigación diferentes. Según escribía Francis Bacon en 1620, «el camino que lleva a la ciencia no es, como el que conduce a la filosofía, una senda que sólo puede ser recorrida por una sola persona en un determinado momento»4. Seis años antes, Bacon había expuesto en su Nueva Atlántida que la ciencia experimental podría realizarse en instituciones de estudio, como su imaginaria «Casa de Salomón», con un equipo de treinta y tres investigadores (sin contar los ayudantes de investigación) divididos en observadores, experimentadores, recopiladores, intérpretes y «comerciantes de luz» –personas que viajaban para recabar conocimientos–. Al cabo de no mucho tiempo, los estudiosos de la filosofía natural habían formado en Inglaterra sociedades que se atenían a las propuestas de Bacon, como el «Invisible College», que acabaría convirtiéndose en la Royal Society. Otros Estados occidentales siguieron aquella corriente.
Los conocimientos compartidos por los estudiosos occidentales en muchos ámbitos diferentes tuvieron una consecuencia importante: los descubrimientos tendían a producirse en conjuntos y, por tanto, se reforzaban mutuamente. A veces, esos racimos de descubrimientos se producían por competencia, cuando varios Estados en guerra intentaban obtener una ventaja tecnológica; en otras ocasiones, quienes se dedicaban a la investigación en lugares distintos llegaban a una misma conclusión de manera casi simultánea, sencillamente porque habían partido de premisas similares. A menudo los avances no eran predecibles, pues es raro (a pesar de la irritación experimentada por los gobiernos a lo largo del tiempo) que los descubrimientos se obtengan por encargo; no obstante, tal como predijo Bacon, la investigación paciente y los tediosos experimentos en que se basa han incrementado continuamente la suma del conocimiento científico en Occidente.
Las culturas donde falta esta base amplia –por ejemplo, las que respaldan creencias «fundamentalistas» que buscan la verdad en la revelación o el instinto y no en la experimentación, o aquellas donde el Estado se entromete en los detalles de la investigación– pueden realizar, no obstante, avances científicos; pero estos avances tenderán a ser (según expresión de Robert Merton) «técnicas aisladas»5. Los avances «aislados» se descubren normalmente por casualidad, y «aunque sus repercusiones puedan resultar, a veces, importantes, los posteriores refinamientos y adaptaciones tienden a ser limitados y no tardan en producir rendimientos decrecientes». Esto explica en parte por qué a pesar de que un señor de la guerra japonés inventó tanto la contramarcha como las descargas de mosquetería en la década de 1560 –treinta años antes de que lo hicieran Mauricio de Nassau y su primo–, ambas innovaciones no pasaron de ser unas «técnicas aisladas» que fueron abandonadas cuando Japón «dejó el fusil» a mediados del siglo xvii6.
El hecho de que la práctica de la guerra en Occidente dependiera de personas que investigaban simultáneamente en muchos terrenos conllevaba dos consecuencias importantes (o «riesgos asumidos», en el lenguaje actual). En primer lugar, todas las innovaciones significativas requieren mucho tiempo hasta su completa aplicación. Para perfeccionar el fuego por descargas hicieron falta seis años (desde un esbozo inicial de la maniobra ideado por Guillermo de Nassau en 1594, hasta su primer despliegue en acción en la batalla de Nieuwpoort en 1600) y once para desarrollar la bomba atómica (del 4 de julio de 1934, cuando Leo Szilard patentó en Londres la idea de una reacción atómica en cadena –especificando que una de sus consecuencias sería una «explosión»–, hasta el 6 de agosto de 1945, día en que estalló sobre Hiroshima la bomba «Little Boy»). El segundo «riesgo asumido», debido a la fuerte dependencia de las instituciones militares respecto de la investigación y la tecnología, es la necesidad de la participación de especialistas civiles. Según Andrew Krepinevich, analista estratégico, «las tecnologías que garantizan una revolución militar suelen desarrollarse fuera del sector militar, para ser luego “importadas” y explotadas en aplicaciones militares»7. Por un lado, algunos de sus componentes se elaboran o reciben su primer uso en países extranjeros: en este sentido, las fuerzas egipcias fueron las primeras en emplear tanto misiles tácticos como armas «inteligentes» contra un objetivo en movimiento, empleo que constituye uno de los componentes de la actual RMA. Por otro lado, ningún país aislado puede proporcionar en su totalidad la multitud de componentes requeridos por los distintos sistemas de armamento: Estados Unidos depende de Alemania, Japón y Corea del Sur en lo referente al suministro de «recambios» para sus principales armamentos.
La participación de expertos en tantos campos y especialidades supone, naturalmente, un riesgo para la seguridad. También lo supone el hecho de que muchos otros países se han dotado ya de numerosos componentes de la RMA, especialmente de programas informáticos. Para desafiar a un adversario occidental, sus enemigos no necesitan reproducir todos los elementos del «sistema de sistemas»: podrían bastarles los necesarios para dar en el blanco de uno o más componentes esenciales o para crear un grado de «fricción» tan elevado (aparte y además de las complicaciones normales que pueden poner en peligro una campaña) que Occidente pierda su ventaja decisiva. En el futuro, el origen de esa clase de amenazas no será tanto una potencia soberana cuanto un contrincante situado en el ciberespacio.
En realidad, son pocas las hostilidades recientes declaradas por potencias soberanas en las que se han utilizado arsenales de alta tecnología: al contrario, el 90 por 100 de los conflictos declarados desde 1945 han sido guerras civiles libradas con armas relativamente sencillas –pauta que continuará, probablemente, en el siglo xxi debido a que las guerras de alta tecnología, que dan prioridad a un adiestramiento riguroso, un respaldo logístico imponente y un abundante arsenal actualizado plantean exigencias que pocas sociedades pueden satisfacer–. Lamentablemente, las guerras libradas con arsenales menos avanzados, y en especial las guerras civiles, tienden a ser más brutales y a provocar más bajas civiles. En las guerras entabladas en Europa durante el siglo xix y principios del xx, las bajas militares sumaban entre el 70 y el 80 por 100 del total. En cambio, desde 1945, la mayoría de los aproximadamente cincuenta millones de personas muertas en guerra han sido civiles –cifra que ascendió al 70 por 100 en Vietnam–. Además, casi todas ellas murieron por heridas infligidas por armas baratas y de producción masiva con munición de pequeño calibre. A veces bastaban las armas tradicionales: la mayoría de los 500.000 a 800.000 tutsis muertos en Ruanda en 1994 en un periodo de tres meses perdieron la vida a machetazos.
Las matanzas de las guerras civiles tampoco fueron producto, normalmente, de una violencia masiva, de una «guerra de todos contra todos» en una sociedad irremediablemente dividida, según dieron a entender algunos en su momento (a menudo para justificar la no intervención). Estudios posteriores han revelado que en Ruanda, como en Bosnia, Kosovo, Liberia, Sierra Leona, Somalia y otros lugares, las masacres fueron obra de pequeños grupos, formados muchos de ellos por criminales profesionales. En Ruanda, por ejemplo, la cifra máxima de asesinos «duros» hutus fue de 50.000, mientras que otros 150.000, quizá, desempeñaban una función de apoyo –pero incluso esa suma total representaba sólo el 10 por 100 de la población hutu masculina de más de trece años–. La inmensa mayoría de los hutus no participó en la masacre; en consecuencia, habría sido relativamente fácil detener a quienes la llevaron a cabo. De la misma manera, aunque más de ochenta grupos de irregulares chantajearan al país en Bosnia y en Croacia en los años noventa, la mayoría eran agrupaciones reducidas. Así, el núcleo de los «Tigres», un grupo muy temido de serbobosnios dirigidos por Zeljko Raznjatovic («Arkan»), estaba formado, como máximo, por 200 hombres, la mayoría miembros del Club Oficial de Aficionados del equipo de fútbol de Belgrado Estrella Roja, cuyo presidente había sido Arkan. El grupo sumaba en conjunto menos de 1.000 miembros, que, sin embargo, asesinaron a cientos de personas, tal vez a miles, y robaron y saquearon a lo grande. Según un analista de las guerras de Yugoslavia8, la gente a la que agradaba la violencia de manera activa y «deseaba hacer daño a los demás» era sólo «entre un 1 y un 5 por 100 de cualquier población o nación». Para esa pequeña minoría, tanto de los Balcanes como de otras partes, la «guerra es una ensoñación hecha realidad», pues la ausencia de limitaciones impuestas por el gobierno le permite vivir sus sueños. Y en los noventa se vivieron, realmente, en el mundo entero.
El vínculo entre guerra civil, tecnología sencilla y brutalidad no es irrompible. La explicación dada por George Grivas para justificar las tácticas guerrilleras utilizadas por él en los años cincuenta contra el Chipre británico constituye una observación válida:
Nuestra forma de guerra, en la que cayeron unos pocos cientos en cuatro años, era mucho más selectiva que la mayoría, y hablo como alguien que ha visto campos de batalla cubiertos de muertos. No golpeábamos al azar, como el piloto de un bombardero. Sólo disparábamos contra soldados británicos, que nos habrían matado si hubiesen sido los primeros en abrir fuego, y contra civiles traidores o agentes de los servicios de espionaje9.
Pero en la mayoría de las guerras civiles se han realizado escasos intentos por distinguir entre acciones bélicas cualitativas y cuantitativas, pues los objetivos políticos pueden llevar a las fuerzas de un bando a intentar exterminar al otro, y no sólo a derrotarlo. Los estudiosos han aportado un número considerable de pruebas que dan a entender que Francisco Franco, líder de la insurrección nacionalista en España desde 1936, rechazó deliberadamente cualquier opción que pudiera haber traído consigo un fin rápido de la Guerra Civil para poder matar así al mayor número de adversarios republicanos. Las guerras civiles del sureste asiático, África, América Central y Yugoslavia –y también, en menor medida, las de Irlanda del Norte y el Líbano– se han caracterizado por unas pautas muy similares, pues la ferocidad provoca represalias y, de ese modo, acaba por institucionalizarse, desembocando en una espiral de atrocidades que descarta cualquier compromiso político. En general, estos conflictos no suelen ser tampoco susceptibles de resolverse mediante el empleo de armas complejas, pues esta clase de arsenal requiere transporte aéreo. La experiencia de Rusia en Afganistán en los años ochenta, de la campaña de bombardeo de la OTAN en Kosovo en 1999 y de la campaña aérea contra los combatientes talibanes en las montañas de Tora Bora, en Afganistán, en 2001-2002, confirmó el veredicto de la Guerra de Vietnam (1965-1973): es casi imposible erradicar unas fuerzas guerrilleras desde 4.500 metros de altura con armas convencionales.
De hecho, es difícil solucionar cualquier guerra civil, a no ser mediante la derrota completa de un bando. El problema radica en la necesidad de las partes beligerantes de alcanzar un acuerdo que les permita vivir de nuevo juntas en una única comunidad. Dada la dificultad de dividir el poder político, y puesto que los arreglos para un reparto del mismo son normalmente de breve duración, la facción más débil no suele atreverse a deponer las armas por temor a ulteriores represalias. Sólo la intervención de un poder externo capaz de negociar un acuerdo y aplicar, a continuación, sus previsiones, tiende a producir una paz de compromiso; pero a menudo, como ocurrió en los casos de Sri Lanka o el Líbano, el alto el fuego se mantiene únicamente mientras permanezca en escena un gran número de fuerzas aportadas por el negociador.
No obstante, no ha dejado de haber conflictos convencionales entre Estados soberanos –como lo atestiguan las guerras entre árabes e israelíes, los ataques de Irak contra Irán y, luego, contra Kuwait, el conflicto de las Malvinas y la invasión de Irak por las fuerzas de la Coalición en 2003–. Además, muchos gobiernos siguen invirtiendo grandes sumas de dinero en armas convencionales: Oriente Medio y el norte de África cuentan, probablemente, con más soldados, aviones, misiles y demás arsenales que cualquier otra parte del mundo, mientras que los países en vías de desarrollo gastaron en conjunto cerca de 150.000 millones de dólares en armas y ejércitos sólo en 1988, lo cual constituye un indicio de que el futuro entraña nuevos conflictos. Las guerras convencionales resultan también difíciles de terminar, a no ser que una de las partes se rinda sin condiciones. Pocos gobiernos entablan negociaciones serias mientras se hallan en lucha, pues hacerlo podría implicar debilidad, suscitar presiones internas para llegar a acuerdos o provocar disensiones con los aliados. En vez de ello, intensifican el conflicto –mediante el empleo de nuevas armas y recursos o lanzando ataques contra objetivos y frentes nuevos– y, por tanto, lo prolongan. La guerra entre Irán e Irak, que duró ocho años y causó cientos de miles de bajas, constituye una terrible advertencia del posible coste de las futuras guerras entre Estados.
Las guerras del futuro
Desde 1945 no se ha matado a nadie deliberadamente con una bomba nuclear. A pesar de que desde los años cuarenta hasta los ochenta las superpotencias acumularon inmensos arsenales, y de que en los setenta y los ochenta la respuesta inicial de las fuerzas de la OTAN a un ataque soviético contra Europa exigía el lanzamiento de armas atómicas tácticas, ambos bandos consideraron la guerra nuclear como la «peor catástrofe posible». Los otros dos o tres Estados que poseían armas atómicas, además de ellos, pensaban de la misma manera.
Sin embargo, a raíz del hundimiento de la Unión Soviética, el mundo entró en un periodo de mayor proliferación nuclear. Aparte de la Federación Rusa, tres miembros más de la Comunidad de Estados Independientes (Ucrania, Bielorrusia y Kazajistán) se convirtieron en 1991 en potencias nucleares; también lo fueron la India y Pakistán, que realizaron con éxito pruebas con armas nucleares en 1998, como lo hicieron (al parecer) Corea del Norte en 2007, e Irán en 2008. Con el tiempo, dos, tres o cuatro Estados de cada región importante del mundo conseguirán armas nucleares. La mayoría de ellos, especialmente los que cuentan con zonas densamente pobladas y fuerzas armadas reguladas con rigor, considerarán, probablemente, las bombas nucleares como el elemento disuasorio definitivo y sólo las emplearán en una situación desesperada (durante la acerba disputa por Cachemira mantenida en 2002, tanto la India como Pakistán evitaron formular amenazas nucleares). Pero otros Estados, algunos, quizá, con población muy dispersa, y otros con fuerzas armadas escasamente controladas, podrían ver la cuestión bajo una luz distinta. Además, las armas nucleares no seguirán siendo los únicos agentes de destrucción masiva. Varios Estados agresivos han mostrado interés por desarrollar armas químicas y biológicas, menos costosas y más fáciles de utilizar.
Desde un punto de vista militar, el mundo posterior a la guerra fría se parece a la situación existente después de otros conflictos importantes que concluyeron con una victoria clamorosa: al desaparecer el «imperio del mal», un sentimiento de euforia generó presiones para que se repartieran los «dividendos de la paz». Tras la Primera Guerra Mundial, el gobierno británico declaró que, «con vistas a formular cálculos para los servicios militares, debía partirse del supuesto de que, en un momento dado, no habrá ninguna guerra importante en un periodo de diez años»; esta «regla de los diez años» no se rescindió hasta 1932 y no quedó desbancada hasta 193710. Sería una precipitación por parte de los dirigentes occidentales suponer que tras la guerra fría no va a presentarse algún problema importante, tal como surgieron la Alemania nazi y el Japón imperial en los años treinta. La posibilidad de que Occidente se enfrente a otra amenaza militar considerable no será, tal vez, inminente, pero no se puede descartar permanentemente.
Además, el número y la naturaleza de las amenazas contra la seguridad internacional a las que se enfrenta Occidente se agravan. Por un lado, las causas tradicionales de la guerra –como las disputas fronterizas y las luchas por la independencia– siguen en pie. En el África subsahariana, por ejemplo, donde las fronteras coloniales fueron trazadas sin tener en cuenta la hostilidad persistente entre tribus distintas, es raro que los gobiernos funcionen como focos de lealtad, y las tensiones étnicas han producido un sinnúmero de guerras civiles en la mayoría de los cuarenta y cinco Estados de la región, al margen de si son grandes (como Nigeria, con su guerra de Biafra en 1967-1970) o relativamente pequeños (como Liberia, en situación de guerra civil desde 1990, o Sierra Leona, en estado de anarquía durante la mayor parte de los años noventa). Por otra parte, han surgido nuevas amenazas, como la creciente presión por los recursos terrestres y marítimos provocada por un crecimiento demográfico incontrolado sumado a unas cosechas cada vez menores en muchas zonas del mundo. Cualquier cosa que ponga en cuestión la salud, prosperidad, estabilidad social y paz política de un país puede contemplarse enseguida como una amenaza para su seguridad nacional y, por tanto, como una posible causa de guerra.
En estos momentos, sobre todo, los terroristas ponen en cuestión el dominio militar de Occidente. No les faltan ni dinero ni recursos: el primero proviene de los profundos bolsillos de quienes rechazan los valores occidentales; y los segundos, de las filas de quienes los odian. El terrorismo no es una novedad, por supuesto. En Occidente, las despiadadas campañas de asesinato y destrucción llevadas a cabo a finales del siglo xx por el Ejército Republicano Irlandés (IRA) en el Reino Unido y por ETA (organización separatista vasca) en España marcharon por una senda muy trillada: muchos otros, desde los extremistas protestantes y católicos de los siglos xvi y xvii hasta los anarquistas de finales del xix y principios del xx, habían actuado de modo muy similar. Sin embargo, era raro que los terroristas occidentales adoptaran la estrategia utilizada por los musulmanes libaneses en el siglo xii: asesinar a sus enemigos políticos mediante misiones suicidas. Su nombre se ha introducido en todos los idiomas de Occidente: eran los hassasin, los Asesinos. En 1983, Estados Unidos recibió un brutal recordatorio de la supervivencia de aquella tradición cuando un atentado con bomba perpetrado por musulmanes suicidas destruyó la base de los marines de EEUU en Beirut. Quince años después, varios musulmanes suicidas hicieron volar por los aires dos embajadas de África, dando muerte a 200 personas y mutilando a miles más; en 2000, los integrantes de otro grupo musulmán sacrificaron sus vidas para hacer estallar una barca cargada de explosivos junto al navío estadounidense Cole, matando a diecisiete norteamericanos e hiriendo a otros cuarenta y nueve. En el caso más espectacular de todos, quince musulmanes secuestraron al año siguiente tres aviones y los estrellaron deliberadamente contra las Torres Gemelas del World Trade Center y el Pentágono, causando la muerte de, por lo menos, 3.000 personas.
Los norteamericanos estaban ya familiarizados con el terrorismo: la prensa y las emisoras de televisión de EEUU informaban con regularidad sobre cómo las bombas del IRA habían matado y mutilado a miles de civiles en Inglaterra e Irlanda del Norte. También estaban habituados a que las cifras de bajas no fueran simétricas. En la Guerra del Golfo (1991), la Coalición perdió apenas 200 combatientes, pero dio muerte a más de 100.000 iraquíes; los norteamericanos no sufrieron tampoco pérdidas en los «ataques quirúrgicos» de 1998-1999 contra Sudán, Afganistán y Yugoslavia, mientras ellos mismos causaban, una vez más, considerables bajas. En todos esos escenarios bélicos fueron otros quienes padecieron los desastres. El 11 de septiembre de 2001, unos secuestradores que no disponían de técnicas de «invisibilidad» dirigieron con destreza contra sus objetivos tres de los cuatro aviones que habían adquirido gratis, con una precisión y un efecto destructivo iguales a los de un misil de crucero Tomahawk, que cuesta 2 millones de dólares. Aunque los secuestradores padecieron un 100 por 100 de bajas, su «índice de letalidad» superó una proporción de 200 a 1 y provocaron daños inmediatos por miles de millones de dólares –por no hablar de los costes económicos del incremento de la seguridad a partir de aquel momento y del trauma psicológico derivado del destrozo de la supuesta invulnerabilidad.
Es cierto que, incluso en este panorama tan complejo, hay consideraciones favorables a los planificadores occidentales (aparte del hecho de disponer de un inmenso arsenal nuclear). En primer lugar, según ha señalado John Keegan, los enfrentamientos del pasado se han producido generalmente en un ámbito relativamente reducido y podrían mantener esa tendencia. El agua, por ejemplo, cubre aproximadamente el 70 por 100 de la superficie del mundo (en su mayor parte en forma de océanos); sin embargo, casi todos los combates navales importantes han tenido lugar en una pequeña parte de esa extensión, y habitualmente a unas pocas millas de la costa. Hay lugares por los que se ha luchado en repetidas ocasiones –como el mar del Norte (escenario de las batallas de Sluis en 1340, de la derrota de la Armada española en 1588, de unos veinte enfrentamientos en las guerras angloholandesas del siglo xvii, de la batalla de Camperdown en 1797, y de la de Jutlandia en 1916) o los estrechos del Mediterráneo central (la batalla de Actio, en el 31 a.C., se libró notablemente cerca de la de Lepanto en 1571, que fue, a su vez, el punto exacto de la de Naupacto, el primer combate naval auténtico de la Guerra del Peloponeso)–. De manera similar, el 70 por 100, aproximadamente, de la tierra firme del planeta suele hallarse a demasiada altitud o ser demasiado fría o demasiado árida para la realización de operaciones militares; estas zonas tienen, pues, poca o ninguna historia militar. En cambio, en una reducida fracción del globo se ha desarrollado, como en el caso de los enfrentamientos navales, una actividad militar desproporcionadamente alta. Los ejércitos han luchado una y otra vez por algunos emplazamientos: la cuenca de Beocia, cerca de Tebas, en Grecia, lugar de nueve batallas entre la de Platea, el 479 a.C., y la de Queronea, el 338 a.C.; los Países Bajos; la llanura lombarda; o Sajonia. Edirne, la antigua Adrianópolis de la Turquía europea, testigo de quince batallas o asedios entre 323 y 1913, ostenta, al parecer, el récord. La explicación de este tipo de frecuencia suele ser geográfica: Edirne se halla en la última llanura de Europa, por lo que los invasores procedentes de ambas direcciones han necesitado tomarla y apoderarse de sus recursos antes de seguir avanzando. Entre los emplazamientos frecuentados por los ejércitos se hallan otras llanuras fértiles rodeadas de montañas, bosques o desiertos, junto con los accesos estrechos que conducen a ellas. La naturaleza ha ejercido, asimismo, una fuerte influencia en la actividad militar por medio del clima. Hasta fechas recientes era raro que se realizaran operaciones de éxito en los meses de invierno; e incluso en la Segunda Guerra Mundial, las lluvias anuales de marzo y octubre, designadas por los rusos con la precisa denominación de raspútitsa, o «temporada sin caminos», solían provocar el cese de cualquier movimiento militar en el frente del este y resultaron ser un impedimento aún mayor que el famoso invierno ruso.
A pesar de las continuas mejoras en la tecnología militar, las fuerzas convencionales actúan, al parecer, casi en los mismos momentos y lugares que antes (aunque, según demuestran las Malvinas, Afganistán y las guerras del Golfo, hasta los climas inhóspitos pueden acabar siendo teatros de operaciones cuando es necesario); y esta concentración geográfica simplifica de manera espectacular la tarea de planificar la guerra. Además, los actuales sistemas de vigilancia al servicio de las fuerzas occidentales constituyen un seguro desconocido anteriormente frente a las amenazas que se materializan de forma inesperada. Durante las guerras del Golfo, satélites de reconocimiento observaban el movimiento de las fuerzas enemigas, señalaban la ubicación de instalaciones militares e indicaban el grado de los daños causados; satélites de alerta temprana proporcionaban información previa sobre ataques inminentes; satélites de comunicación permitían un contacto continuo entre los cuarteles generales y las unidades en acción; y satélites meteorológicos predecían las condiciones óptimas para cualquier iniciativa. Aunque la «fricción», la «niebla» y las ambigüedades de la guerra pueden hacer peligrar en todo momento la utilización apropiada de esa masa de datos, la panoplia de instrumentos de vigilancia ha reducido sustancialmente las posibilidades de que quienes los poseen sean víctimas de una sorpresa estratégica –si bien el éxito de Israel al controlar e inutilizar el sistema de alarma anticipada de fabricación rusa, mientras sus aviones destruían un posible reactor nuclear en 2007 sirviéndose de un arma electrónica conocida por el nombre de «Suter», demuestra que la sorpresa sigue siendo posible.
Sin embargo, estos sistemas complejos, como las armas que complementan, requieren un gasto enorme. El futuro de la práctica occidental de la guerra y, por tanto, del estilo de vida de Occidente y del ventajoso sistema económico en que se sustenta depende en última instancia de tres cosas: una capacidad constante para gestionar las crisis internacionales e impedir que se conviertan en conflictos armados, cuyo resultado es siempre impredecible; la disposición continua a correr con los gastos (humanos y materiales) de la defensa frente a amenazas que no son inmediatamente visibles; y el mantenimiento del control político de las fuerzas armadas de un Estado, pues, según el memorable aforismo atribuido a George Clemenceau, arquitecto de la victoria francesa en la Primera Guerra Mundial, «la guerra es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de los militares».
En cuanto a lo primero, siempre existe el riesgo de que los Estados occidentales (u occidentalizados) repitan el error cometido tan a menudo en el pasado –dos veces en el siglo xx– y emprendan hostilidades mutuas que les lleven a descargar unos sobre otros su aterradora capacidad de destrucción. Podría ser cierto que, según ha afirmado John Mueller (un reconocido politólogo) en un estudio reciente,
la institución de la guerra se halle claramente en declive en algunos aspectos importantes. Ciertas variedades de guerra normales, en realidad clásicas –sobre todo las grandes guerras o las entabladas entre países desarrollados–, se han vuelto tan raras e improbables que se podría pensar que están cayendo en desuso, si es que no están obsoletas. La guerra internacional en sentido más general, la guerra civil convencional, la guerra colonial y la guerra civil ideológica se hallan también, al parecer, en una situación de notable declive11.
No obstante, según señala Mueller en otro lugar de su obra The Remants of War [Lo que queda de la guerra], un solo individuo carismático puede alterar esa situación. En los años treinta sólo había un dirigente que deseaba realmente la guerra: Adolf Hitler; en los primeros años del siglo xxi, sólo un dirigente mundial quería de verdad la guerra con Irak: George W. Bush. En ambos casos estalló una guerra a la que la mayor parte del mundo se oponía desesperadamente.
La segunda condición para el mantenimiento de la superioridad militar de Occidente presenta dos facetas. Por un lado, debe darse una determinación inflexible de utilizar la fuerza en circunstancias extremas, aunque ello suponga inevitablemente alguna pérdida. La intervención de Estados Unidos en Vietnam (1965-1973) y Somalia (1992-1994) se vio seriamente comprometida por la renuencia pública a aceptar bajas: la repugnancia de la población ante la vista de las «bolsas de cadáveres» que repatriaban a los soldados muertos para entregárselos a sus afligidas familias ayudó a precipitar la ignominiosa retirada. Sometido a esas limitaciones, hasta el aparato militar más poderoso y bien equipado no pasa de ser un alarde vacuo. Según la frase lapidaria de Eliot A. Cohen, destacado analista de asuntos de defensa,
una exigencia poco reflexiva de «proteger las fuerzas» como primera misión de los soldados norteamericanos, por delante de cualquier objetivo en función del cual se expondrían al peligro, refleja falta de voluntad para aceptar lo que significa el empleo de la fuerza; hoy día, el significado de esa propuesta no es dilapidar la fuerza temerariamente, sino conservarla de manera ligeramente menos temeraria12.
Por otro lado, la continuidad del éxito militar de Occidente requiere también una inversión económica elevada e ininterrumpida. La guerra de Irak, por ejemplo, costó a los contribuyentes norteamericanos 200.000 millones de dólares en 2003 y 2004, y 12.000 millones mensuales en 2008. ¿Está dispuesta la población de Estados Unidos a soportar indefinidamente esa carga –por más que las bajas militares sean escasas–, si no se tienen pruebas claras de que la operación está haciendo que el mundo y su propio país sean más seguros? En 1692, John Hampden, escritor inglés de temas políticos, planteó esa misma pregunta (y le dio respuesta) durante la gran guerra contra Luis XIV de Francia. «El nervio de la guerra», escribió, «está hecho de grandes sumas de dinero».
Nuestra costosa experiencia nos ha enseñado que los impuestos elevados son absolutamente necesarios para mantener ejércitos y armadas que son el requisito de nuestra seguridad, y para la defensa de nuestra religión y derechos civiles; no obstante, si logramos esos fines, nadie pensará a la larga que hemos pagado demasiado por ellos13.
En el siglo xxi, como en el xvii, «quién paga y por qué» es una cuestión tan esencial para la conducción de la guerra en Occidente como la de «quién lucha y por qué»; y lo más importante de todo es, quizá, una conformidad de perspectivas entre ambas cuestiones.
La tercera condición de la que depende la actual cultura militar triunfante de Occidente es un control político eficaz de las fuerzas armadas en todos los Estados. Según ha señalado Eliot Cohen, es raro que encomendar la conducción de la guerra moderna a soldados profesionales haya producido victorias duraderas. Los sucesivos gobiernos de EEUU entre 1965 y 2001, en particular, han dejado en gran medida la ejecución de la guerra en manos de sus asesores militares de mayor rango. Dichos gobiernos no escogieron a los generales adecuados, no mantuvieron con ellos un diálogo significativo sobre temas estratégicos y operacionales, y no formularon prioridades ni mantuvieron las proporciones en unos conflictos que, a fin de cuentas, no pasaban de ser secundarios. En resumen, los políticos perdieron la perspectiva de lo que necesitaban hacer para dirigir una guerra –tanto en Vietnam, donde se presenció una «mortífera combinación de estrategia inadecuada y control civil excesivamente débil», como en la Guerra del Golfo, donde los políticos aceptaron desastrosamente la estrecha definición de «victoria» propuesta por los militares como el «éxito en el campo de batalla», más que el «logro de la estabilidad en el golfo Pérsico». En cambio, fue raro que George W. Bush y su secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, escucharan un consejo que les llevase la contraria: marginaron al secretario de Estado Colin Powell, que había sido presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor durante la primera Guerra del Golfo y poseía, por tanto, un cúmulo de experiencias de detalle, y silenciaron a cualquier militar que los cuestionara. Cuando, poco antes de la invasión de Irak, el general Eric Shinseki, jefe de Estado Mayor del ejército, dijo al Comité de Servicios Armados del Senado que se necesitarían «varios cientos de miles de soldados» para ocupar con eficacia el país tras la victoria, fue ridiculizado por Paul Wolfowitz, el segundo de Rumsfeld (página 413).
Según Cohen, el éxito militar de Occidente depende de un «diálogo desigual» entre los militares y sus patronos civiles. Se trata de un «diálogo en el que ambas partes expresan sus opiniones sin tapujos, en algunos casos, incluso, de manera ofensiva, y no una vez, sino en repetidas ocasiones –un diálogo también desigual por el hecho de que la autoridad última del dirigente civil será inequívoca e incuestionable»14. Además, al prepararse para ese diálogo, los líderes occidentales que han actuado con éxito han escuchado normalmente no sólo a sus asesores militares, sino también a expertos en lingüística; no sólo a analistas de defensa, sino también a filósofos; no sólo a científicos especialistas en cohetería, sino también a historiadores. Así, la invención del fuego por descargas de mosquetería en Europa durante la década de 1590 se debió exclusivamente a que los primos Mauricio y Guillermo Luis de Nassau, tras estudiar en la universidad con Justus Lipsius, quien había pedido reintroducir la disciplina y las prácticas de las legiones romanas descritas por los autores clásicos, habían leído luego a algunos de éstos, sobre todo a Eliano (véase página 161). De la misma manera, el conde Alfred von Schlieffen dedujo su famosa estrategia del «doble cerco», o «en pinza», con la que casi se derrotó a Francia en 1914, de la lectura del vívido relato de Hans Delbrück sobre la victoria de Aníbal en la batalla de Cannas (216 a.C.), en el volumen I de su Geschichte der Kriegskunst [Historia del arte de la guerra]15. Finalmente, la tragedia de 1914 expuesta en el libro de Barbara Tuchman Los cañones de agosto tuvo una función importante en la desactivación de la crisis cubana de los misiles. El 13 de octubre de 1962, Chester Bowles, enviado especial del presidente Kennedy, preguntó al embajador ruso en Washington si había leído el libro (y cuando Dobrynin le respondió que no, Bowles pasó a resumirle los primeros capítulos)16. Dos semanas más tarde, Kennedy dijo a su hermano Bobby: «No voy a emprender un rumbo que permita a alguien escribir sobre esta época un libro comparable titulado Los misiles de octubre». («Si es que queda alguien para poder escribir después de esto», añadió melancólico17.)
Pero el «diálogo desigual» no tiene como única exigencia recabar y digerir información pertinente de todas las fuentes disponibles, incluidos los especialistas civiles –sin olvidar a los de nuestros aliados–, sino que requiere también formar, a partir de todo ello, una corriente de averiguaciones, sondeos y sugerencias para presentárselos a los militares. Aunque sólo desacreditaron a sus generales y almirantes en raras ocasiones, todos los grandes líderes de épocas bélicas –Lincoln, Clemenceau, Churchill– fueron unos criticones de primera categoría. Y todos ganaron su correspondiente guerra. El diálogo desigual no les granjeó, por supuesto, el cariño de sus generales y almirantes. Dos meses después del Día D, sir Alan Brooke, presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, escribió sobre Churchill en su diario: «Nunca he admirado y despreciado simultáneamente a un hombre tanto como a él». Churchill no vio nunca esa entrada del diario, pero de haberla visto es probable que no le hubiese importado. En una conversación con otro oficial de alta graduación que se excusaba tras discrepar «con gran convicción» de una propuesta del primer ministro, Churchill se limitó a sonreír y dijo: «Ya sabe, en la guerra no hay que ser amable, basta con tener razón»18. Su consejo es hoy tan pertinente como lo fue hace medio siglo: para mantener su ventaja militar, Occidente debe seguir «teniendo razón» –y la mejor forma de lograrlo consiste en atenerse a las tradiciones descritas en este libro.
1 L. Freedman, The Revolution in Strategic Affairs (Oxford, Oxford University Press, 1998), p. 11.
2 C. S. Gray, The American Revolution in Military Affairs: an Interim Assessment, Londres, 1997, p. 14.
3 A. W. Marshall, Director of the Office of Net Assessment, «Statement prepared for the Subcommittee on Acquisition and Technology, Senate Armed Service Committee» [EEUU], 5 de mayo de 1995. (Agradezco al Sr. Marshall haberme enviado una copia de sus importantes observaciones.)
4 Francis Bacon, Novum Organum (Londres, 1620), libro I, aforismo CXIII.
5 Robert K. Merton, «Singletons and Multiples in Scientific Discovery», en Proceedings of the American Philosophical Society, CV (1961), pp. 470-486.
6 Sobre el experimento «aislado» de Japón con la contramarcha, véase G. Parker, «From the House of Orange to the House of Bush: 400 years of Revolutions in Military Affairs», en J. A. Lynn, (ed.), Acta of the XXVIII International Conference of Military History (Wheaton, IL, 2003), pp. 40-71.
7 A. F. Krepinevich, «Cavalry to Computer. The Pattern of Military Revolution», en The National Interest (otoño de 1994), p. 39.
8 J. Mueller, The Remnants of War, Ithaca, 2004, p. 114, cita a B. Hall, The Impossible Country: a Journey through the Last Days of Yugoslavia, Nueva York, 1994.
9 Grivas, citado en R. Asprey, War in the Shadows: the Guerrilla in History, vol. 2, Nueva York, 1975, p. 992.
10 R. Larson, The British Army and the Theory of Armoured Warfare 1918-1940, Newark, 1984, p. 34.
11 Mueller, Remnants, 1; véase también la ilustración de la p. 87, que muestra la frecuencia decreciente de la guerra en 1946-2003.
12 E. Cohen, Supreme Command: soldiers, statesmen and leadership in wartime, Nueva York, 2002, p. 203.
13 J. Hampden, «Some considerations about the most proper way of raising money in the Present Conjuncture», en Cobbett’s Parliamentary History of England, vol. 5, Londres, 1809, Apéndice VI, columna liv.
14 Cohen, Supreme Command, pp. 185, 198, 209.
15 ; W. Erfurth, Der Vernichtungssieg. Eine Studie über das Zusammenwirken getrennter Heeresteile, Berlín, Mittler & Sohn, 1939, pp. 58-76.
16 US Department of State, Foreign Relations of the United States, 1961-63. XI Cuban Missile Crisis, Washington DC, 1988, pp. 26-28, «Report of conversation with Ambassador Dobrynin on Saturday, October 13 [1962]».
17 R. F. Kennedy, Thirteen Days: a Memoir of the Cuban Missile Crisis, Nueva York, Norton, 1969, p. 105. JFK citó también en una conversación con su hermano mantenida el 23 de octubre de 1962 las lecciones aprendidas del libro de Tuchman (ibid., p. 40).
18 Cohen, Supreme Command, 98, pp. 128.