1945-2008
XVII. El mundo de la posguerra
Williamson A. Murray y Geoffrey Parker1
El final de la Segunda Guerra Mundial introdujo un periodo de cuarenta y cinco años de paz inquieta conocida como «guerra fría». Entre las ruinas del hundimiento del Eje surgieron, para competir por la hegemonía mundial, dos superpotencias cuyas formas de gobierno representaban sistemas políticos y económicos enormemente diferentes. En cualquier otra época, esa clase de diferencias y suspicacias habría derivado en una nueva gran guerra; pero sobre aquella competencia pendía la sombra de las armas nucleares, cuya capacidad destructiva era tal que ninguno de los dos bandos se atrevió a desafiar militarmente a su adversario. Después de Hiroshima, algunos predijeron que la disuasión nuclear eliminaría las guerras, y tenían razón, en el sentido de que Estados Unidos y la Unión Soviética nunca se hicieron la guerra de manera directa. Siguieron produciéndose hostilidades, pero la mayoría fueron reflejo del colapso de los imperios coloniales de Occidente a raíz de las guerras mundiales; y aunque tanto Estados Unidos como la Unión Soviética se entrometieron en ellos, esos conflictos no pasaron de ser asuntos marginales para los intereses más amplios de las superpotencias. Al mirar al pasado vemos que una de las grandes ironías de la guerra fría fue la de haber aportado un periodo de estabilidad sin parangón durante el cual los contendientes se disuadieron mutuamente para no pasarse de la raya.
La Segunda Guerra Mundial anunció también el advenimiento de la ciencia como el factor dominante de la práctica bélica. El extraordinario desarrollo de tecnologías de apoyo para las armas estratégicas nucleares supuso un cambio fundamental en las capacidades desplegadas por los bandos opuestos en el mundo de la posguerra. Sin embargo, tal como puso de relieve Vietnam, la tecnología no podía compensar por sí sola las deficiencias políticas, estratégicas o, incluso, tácticas.
Finalmente, el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial trajo consigo la destrucción de los imperios coloniales formados en el siglo xix. La humillación de las fuerzas armadas europeas a manos de los japoneses privó de cualquier resto de legitimidad al dominio de Asia sudoriental por Occidente, aunque fueron necesarias varias guerras costosas para poner de relieve ese dato; y una vez que la marea de la liberación se hubo difundido por Asia, África no tardó en seguir sus pasos. El último imperio colonial no se disolvería hasta comienzos de los años noventa.
Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial
Mientras los japoneses se rendían en la bahía de Tokio a bordo del acorazado Missouri, el gran factor imponderable era cuánto tiempo se implicaría Estados Unidos en los asuntos que se desarrollaban fuera del hemisferio occidental. Durante la guerra, Roosevelt había dado a entender a Stalin que las tropas americanas no permanecerían en Europa más de tres años después de acabado el conflicto, y no hay duda de que el abandono de las responsabilidades por parte de Estados Unidos en 1920 contribuía escasamente a hacer pensar en un largo compromiso de los norteamericanos con Europa. Sin embargo, en 1945, Estados Unidos se impuso con su poderío económico al mundo más aún que después de la Primera Guerra Mundial, pues sólo el hemisferio occidental se había librado de la catastrófica capacidad destructiva de las armas modernas. La Ofensiva Conjunta de Bombardeo había provocado la ruina total de Alemania de punta a punta, mientas que el resto de Europa central yacía postrado después de que los ejércitos del Eje y los Aliados hubieran acabado recorriendo en el ir y venir de sus luchas el llagado paisaje europeo. Francia, desgarrada por las experiencias de Vichy y la ocupación, así como por los combates, era una sombra. La propia Gran Bretaña estaba difícilmente preparada para recuperar su posición en un mundo de poder, mientras la India, la joya de la corona del Imperio británico, se hallaba al borde de la independencia.
En el este, la Unión Soviética había salido victoriosa de su gran guerra ideológica contra la Alemania nazi, pero aquella victoria se había conseguido a un precio casi inimaginable; algo más de veinticinco millones de soldados y civiles soviéticos habían perdido la vida. El daño infligido a la economía soviética fue todavía más grave desde el punto de vista de Stalin. Aunque los soviéticos habían conquistado un gran imperio, las batallas que marcaron su avance (realizado tras cuatro años de explotación nazi) no hicieron, ni mucho menos, de Europa oriental una ganga económica. Los ataques de los Aliados llevaron también a Japón al borde de la hambruna: el verano de 1945, los norteamericanos habían convertido las ciudades e industrias japonesas en ruinas humeantes, habían echado a pique su flota mercante y reducido la economía de Japón a un nivel de subsistencia. Además, los japoneses habían destruido China de norte a sur, y, en medio de la destrucción, nacionalistas y comunistas comenzaron a pelear por los huesos de una nación destrozada.
Cuando el nuevo presidente norteamericano Harry S. Truman y sus consejeros realizaron una valoración del mundo en 1945, se dieron cuenta del daño provocado en 1920 por la retirada de EEUU. Aunque algunos comprendieron la amenaza de la Unión Soviética de Stalin, la mayoría esperaba vivir en armonía con Rusia, por lo que los primeros pasos de la política exterior de EEUU tras la Segunda Guerra Mundial combinaron los preparativos para un enfrentamiento con intentos de compromiso. Los norteamericanos se ofrecieron a extender a la Unión Soviética y Europa oriental el Plan Marshall, el paquete de ayuda que apoyó la recuperación de Europa occidental –ofrecimiento tenido en cuenta, pero rechazado, por los soviéticos por temor a que los penetrantes ojos de los norteamericanos descubrieran las debilidades de su despedazada economía–. Por otra parte, los norteamericanos enviaron sus fuerzas armadas a Grecia y Turquía en 1947, cuando la debilidad económica obligó a Gran Bretaña a retirarse. Pero todavía fue más importante el hecho de que los norteamericanos patrocinaran en 1949 la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), señal de la continuidad del compromiso militar y político de EEUU con Europa occidental.
Los norteamericanos esperaban, no obstante, que la posesión de armas atómicas les permitiera mantener sus responsabilidades a un coste bajo, y hasta el verano de 1950 redujeron sus fuerzas militares a niveles mínimos. Sin la Guerra de Corea, aquellas reducciones del poderío militar habrían obligado, probablemente, a Estados Unidos a desentenderse de sus compromisos en gran parte de Asia y Europa. En cambio, esa guerra propició en EEUU un importante esfuerzo de rearme dirigido a mantener la superioridad nuclear y la defensa de Europa occidental. El primer año de la Guerra de Corea (1950-1951), el gobierno de Truman reclutó a 585.000 hombres y llamó a filas a 806.000 reservistas y miembros de la Guardia Nacional. Al volver la vista atrás, da la sensación de que los norteamericanos exageraron las capacidades e intenciones de los soviéticos, pero en aquel momento –y, sin duda, hasta la muerte de Stalin, en 1953– la Unión Soviética dio a entender de todas las maneras posibles que constituía una amenaza directa para los valores occidentales.
Desde finales de los años cuarenta, la política exterior norteamericana estuvo orientada, por tanto, a disuadir a la Unión Soviética y contener el mundo comunista, incluida China, dentro de los territorios ocupados por él. Esta política llevó a Estados Unidos a librar dos guerras en Asia y dedicar un número importante de fuerzas a la defensa de Europa. También trajo consigo enormes inversiones en unas tecnologías cada vez más complejas, destinadas a mejorar las armas nucleares y convencionales y los sistemas de lanzamiento. Durante una gran parte de la guerra fría, Estados Unidos confió en su Fuerza Aérea (USAF según el acrónimo inglés) para disuadir a los soviéticos, aunque, con la aparición de los submarinos Polaris a mediados de los años sesenta, la armada desempeñó una función cada vez más importante en la política de disuasión.
En consecuencia, hasta finales de los años ochenta, la atención de la USAF se centró en su misión nuclear. Es cierto que ese hincapié logró su propósito de disuadir a los soviéticos; pero también puso fin a las reflexiones serias dentro de las fuerzas aéreas sobre la manera en que las nuevas capacidades técnicas del poder aéreo podían afectar al equilibrio militar en conflictos convencionales. La mayoría de los oficiales de las fuerzas aéreas consideraban que su misión era la disuasión; si no la conseguían, la guerra podía reducirse, sencillamente, a arrojar una enorme cantidad de armas nucleares. Un dicho de los años sesenta resumía esta actitud mental: «Hay que lanzarles bombas atómicas hasta que brillen en la oscuridad».
La revolución tecnológica llevada a cabo en EEUU en apoyo de su desarrollo militar tuvo un enorme impacto sobre el mundo. Desde la miniaturización de armas nucleares hasta los misiles de crucero, que podían atinar en un blanco con precisión increíble, pasando por los aviones a reacción y los misiles balísticos, capaces de recorrer distancias continentales, los norteamericanos llevaron la tecnología hasta sus límites. Este esfuerzo no se produjo siempre a expensas de la economía civil; la revolución informática de los años ochenta surgió enteramente de los proyectos de miniaturización requeridos por los programas espaciales y militares. Para los soviéticos, en cambio, la revolución tecnológica resultó una pesadilla, pues ninguno de sus aspectos aprovechaba los puntos fuertes de su economía de planificación centralizada. Las fábricas soviéticas produjeron esforzadamente durante toda la guerra fría decenas de miles de tanques, piezas de artillería, transportes blindados de personal y hasta aviones a reacción. Pero también en este terreno se planteaban problemas, pues la tecnología afectaba cada vez más incluso a la capacidad de las armas de tierra y hacía que enormes cantidades de ellas quedaran obsoletas. La Guerra del Golfo de 1991 iba a poner de relieve hasta qué punto habían quedado rezagados los soviéticos; y, sin embargo, la competencia para mantenerse a la altura de EEUU en sectores complejos como los submarinos nucleares, los misiles guiados y el potencial espacial acabó quebrantando tanto la moral como la economía de la Unión Soviética.
La Guerra de Corea
A consecuencia de ciertas decisiones fortuitas tomadas en 1945 por los dirigentes de EEUU y la Unión Soviética para desarmar a las fuerzas japonesas que se habían rendido en Corea, surgieron en esta península dos Estados distintos. En el Norte se impuso un régimen basado en el nacionalismo xenófobo y en el comunismo estalinista bajo la autoridad de Kim Il Sung. En el Sur, Syngman Rhee creó una dictadura tan xenófoba como la del norte, pero sin comunismo. A comienzos de 1950, el Sur se encontró en dificultades tanto económicas como políticas; los guerrilleros comunistas obtuvieron algunos éxitos, mientras la ayuda militar y económica norteamericana se mantenía en niveles mínimos. Inducido a error por ciertas declaraciones de EEUU, Stalin permitió a Kim Il Sung invadir el Sur. Fue una de las peores equivocaciones del dictador soviético.
En junio de 1950, los ejércitos de Corea del Norte barrieron a los surcoreanos, mal pertrechados, y a su paso comenzó una campaña asesina para depurar a Corea del Sur de su incorrecta estructura clasista. Sin embargo, la violencia comunista unió a los surcoreanos en torno a su régimen y acabó durante generaciones con cualquier posibilidad de lograr una reunificación pacífica de Corea. La invasión produjo también en los norteamericanos una reacción inesperada: el presidente Truman encomendó al ejército de EEUU la defensa de Corea del Sur. Su acción fue tan inesperada que los soviéticos, boicoteando las reuniones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, no estuvieron presentes en el debate sobre Corea; en consecuencia, los norteamericanos consiguieron arropar sus intentos de rescate con la bandera de las Naciones Unidas. Desde Japón, el general Douglas MacArthur envió a toda prisa a Corea sus tropas de guarnición, mal entrenadas y mal preparadas, que sufrieron seguidamente una serie de humillantes derrotas. En agosto, los norcoreanos habían rechazado a los norteamericanos y al resto de las fuerzas surcoreanas a un reducido perímetro en torno al puerto de Pusan, en el sureste. Allí, el frente se estabilizó, y la potencia de fuego y la aviación de EEUU causaron una terrible mortandad entre los atacantes e inhabilitaron las rutas de suministro que recorrían la península en toda su longitud.
Mapa 18. Invasión de Corea del Sur en 1950: el ejército norcoreano, generosamente abastecido con equipamiento soviético, incluidos tanques, gozaba de una enorme superioridad sobre su adversario del sur. Las fuerzas de Kim Il Sung destruyeron rápidamente a las surcoreanas y a los primeros norteamericanos que salieron a escena. Pero la potencia de fuego norteamericana y la tenacidad de los surcoreanos permitieron crear un perímetro defensivo en torno a Pusán, donde se detuvo la invasión norcoreana.
Mientras Pusan se veía envuelta en combates feroces, MacArthur lanzó uno de los golpes maestros de su carrera: dosificando sus refuerzos, desembarcó una fuerza conjunta de la armada y el ejército de tierra en Inchon, cerca de Seúl. Las condiciones de las mareas en Inchon constituyeron una pesadilla en la planificación del desembarco, y los asesores militares de MacArthur, además de la junta de jefes de Estado Mayor de EEUU, desaconsejaron realizar la operación. Pero MacArthur estaba en lo cierto; los norcoreanos no se hallaban preparados e Inchon cayó, seguida pronto por Seúl. Con la captura de la capital surcoreana, por donde pasaban las líneas de abastecimiento de Corea del Norte, la posición enemiga en torno a Pusan se vino abajo. Quienes no cayeron prisioneros huyeron en desbandada hacia el Norte.
La cuestión que se planteaba a los norteamericanos era: «Y ahora, ¿qué?». Al comienzo de la guerra, MacArthur había abogado por el rearme de los nacionalistas chinos para lanzarlos de vuelta al continente, de donde habían sido expulsados por los comunistas en 1949. Truman respondió con un no rotundo. En aquel momento, tras la victoria de Inchon, MacArthur instó a lanzar una persecución más allá del paralelo 38, hacia el interior de Corea del Norte; Truman accedió a ello. Pero el desmesurado engreimiento de MacArthur le llevó a no tener en cuenta las advertencias de la China comunista en el sentido de que no iba a tolerar un avance de EEUU más allá del río Yalu, frontera entre Corea y China. Los norteamericanos siguieron, pues, avanzando en dos ofensivas distintas hacia el Norte, y a finales de otoño los chinos intervinieron. Algunas unidades norteamericanas se derrumbaron bajo sus ataques: en el oeste, el ejército retrocedió en desbandada hacia el sur; en el este, los marines y los soldados que iban con ellos se abrieron paso luchando a través de los ejércitos chinos que los cercaban y se llevaron incluso a sus muertos en una retirada épica. Los chinos, acrisolados por años de lucha contra japoneses y chinos nacionalistas, soportaron en su avance enormes privaciones con un apoyo logístico mínimo; se movían con rapidez por el terreno montañoso de Corea del Norte, rodeando y atravesando posiciones de bloqueo establecidas por las fuerzas de las Naciones Unidas.
Cuando las fuerzas chinas se introdujeron en el sur de Seúl, MacArthur propuso opciones drásticas que iban desde ataques nucleares hasta el abandono de la península. Las relaciones entre Truman y su general estuvieron marcadas, como no es de extrañar, por un creciente distanciamiento. Según observó Omar Bradley, presidente de la junta norteamericana de jefes de Estado Mayor, refiriéndose a la propuesta de MacArthur para que Estados Unidos entablara una guerra total contra la China comunista, se trataría de «la guerra inapropiada, en el lugar inapropiado y en el momento inapropiado contra el enemigo inapropiado»2.
A comienzos de enero de 1951, la situación se estabilizó al sur de Seúl, mientras las fuerzas de la ONU, a las órdenes de Matthew B. Ridgway, el mejor general de combate de la Segunda Guerra Mundial, resolvían graves problemas morales e ideaban soluciones tácticas que hacían hincapié en la potencia de fuego para enfrentarse a los masivos ataques de los chinos. En ese momento, las largas líneas de abastecimiento de las tropas chinas sufrieron fuertes bombardeos aéreos, mientras las fuerzas de Ridgway contraatacaban y, poco después, recuperaban Seúl. En abril, los comunistas intentaron reconquistar lo que quedaba de la capital de Corea del Sur, pero no lo lograron. Esta vez, las fuerzas de las Naciones Unidas no se derrumbaron, sino que reanudaron su ofensiva después de que los chinos se hubieron agotado. Los comunistas sufrieron un número aterrador de bajas ante la abrumadora potencia de fuego norteamericana y estuvieron al borde del colapso; sus desesperadas demandas de conversaciones permitían comprender, sin duda, las serias dificultades en que se hallaban. Pero, entonces, EEUU cometió uno de sus errores más graves de la guerra fría: accedió a detener el avance e iniciar negociaciones de paz. No había, por supuesto, nada malo en iniciar las conversaciones, pero la detención de las tropas de las Naciones Unidas permitió al enemigo reagruparse, con lo cual terminó su necesidad de un armisticio.
La decisión norteamericana de acudir con la máxima rapidez posible a la mesa de paz fue reflejo de varios factores. En primer lugar, Truman consideró necesario destituir a MacArthur debido a la insistencia del general en que Estados Unidos emprendiera una estrategia de dar «prioridad a Asia» –lo cual habría llevado la guerra a Manchuria y, quizá, a la China continental–. Al desafiar al presidente, MacArthur no dejó a Truman ninguna alternativa. El presidente y sus asesores reconocieron que Corea era sólo un peón en una partida geopolítica de mayor alcance entre la Unión Soviética y Estados Unidos; deseaban la paz en Asia para centrarse en lo que consideraban el teatro de operaciones esencial de la guerra fría: Europa occidental.
No hay duda de que, en el verano de 1951, ni EEUU ni China deseaban ver cómo continuaba la Guerra de Corea; pero Stalin sí, pues se daba cuenta de que la guerra sometía a Estados Unidos a una considerable tensión. En consecuencia, las negociaciones para el armisticio se alargaron otros dos años, mientras proseguía la matanza en un frente parecido a las líneas de trincheras de la Primera Guerra Mundial. Los norteamericanos, por razones estratégicas, no aumentaron nunca sus fuerzas lo suficiente como para romper la situación de tablas, mientras que las misiones de interdicción de las fuerzas aéreas de EEUU limitaban el alcance del apoyo que podían prestar los chinos a sus fuerzas de tierra. Aquella situación de empate enfrentaba la potencia de fuego occidental a las masas de soldados revolucionarios de China.
La duración de la guerra y su falta de resultados hizo sumamente impopular a Truman ante los norteamericanos –según comentó MacArthur en el momento de su dimisión: «No hay nada que sustituya a la victoria»3–, que en noviembre de 1952 eligieron como presidente a Dwight D. Eisenhower. Su éxito electoral fue un reflejo no sólo de su popularidad, sino también de su promesa de poner fin a una lucha inacabable. Eisenhower dejó claro a los comunistas que si no daban pasos de verdad hacia la paz podría pensar en recurrir a las armas nucleares. Sin embargo, el armisticio de 1953 se debió en gran parte al fallecimiento de Stalin el anterior mes de marzo, pues los nuevos dirigentes rusos no contemplaban la escalada de la guerra con la misma desfachatez que el dictador –sobre todo porque en la Unión Soviética se estaba gestando una crisis sucesoria.
Visto a posteriori, el conflicto de Corea fue el momento crucial de la guerra fría. Hizo que Estados Unidos volviera a la competición con todo su poderío. Estabilizó la situación en Asia oriental y, al dirigir una enorme cantidad de recursos norteamericanos al desarrollo de la guerra, inició el proceso por el que Japón ascendió al rango de superpotencia económica. También generó en Estados Unidos un estado de opinión que permitió asignar fuerzas convencionales a la defensa de Europa occidental. Sin embargo, la Guerra de Corea avivó asimismo en Norteamérica las llamas de una caza de brujas anticomunista y puso fin a cualquier hipotética posibilidad de un acomodo con la Unión Soviética en el periodo posterior a Stalin.
La guerra de los treinta años: Vietnam, I parte
En el siglo xix, los franceses se expandieron hacia una zona que denominaron con el erróneo nombre de Indochina y que incluía a tres pueblos distintos: laosianos, camboyanos y vietnamitas. Estos últimos, tras haber realizado con éxito un esfuerzo tenaz para evitar las trampas culturales y políticas colocadas por la civilización china al norte del país, acabaron sucumbiendo a la tecnología y la organización francesas en el siglo xix. Pero sólo aceptaron el dominio francés a regañadientes.
A comienzos del siglo xx, la educación francesa en Vietnam producía nacionalistas afanosos dispuestos a desafiar a Francia con sus propias armas. En particular, un vietnamita que escogió como seudónimo literario el nombre de Ho Chi Minh puso en marcha una revolución que derrotó primero a los franceses y, finalmente, a los norteamericanos. De joven viajó a Europa, donde llegó a ser uno de los fundadores del Partido Comunista Francés. En las décadas de 1920 y 1930 continuó su formación trabajando para la Komintern en Moscú y, finalmente, para los comunistas chinos. Pero, al margen de cuál fuera su política o su lugar de residencia, Ho Chi Minh fue siempre un ferviente nacionalista vietnamita.
En marzo de 1945, los japoneses destruyeron los últimos vestigios del poder militar y colonial francés en Vietnam. Paradójicamente, Estados Unidos se negó a prestar cualquier apoyo a los franceses en su derrota. Seis meses más tarde los japoneses se rindieron: tropas de la China nacionalista ocuparon el Norte, mientras los británicos marchaban al sur para desarmar a las fuerzas derrotadas, pues los franceses, que se estaban recuperando de la ocupación alemana, no se hallaban aún en condiciones de regresar. En aquel vacío, las únicas fuerzas locales disciplinadas eran las de Ho Chi Minh, el Viet Minh. Al principio, los franceses reconocieron el régimen de Ho, pero la nueva Cuarta República no pudo hacer respetar su decisión política: los comandantes franceses en el terreno pusieron sus fuerzas al servicio del restablecimiento de la soberanía francesa, y, dada la intransigencia de Ho Chi Minh, no quedó más salida que la guerra. Los franceses no tardaron en imponer de nuevo su control en las ciudades, pero la resistencia vietnamita no se derrumbó, sino que los guerrilleros del Viet Minh lograron controlar con eficacia las zonas rurales y emprendieron una guerra sangrienta de golpes de mano contra las tropas francesas. En 1949, la victoria de los comunistas en China alteró el equilibrio. Su dirigente, Mao Tse-tung, proporcionó al Viet Minh una gran cantidad de armas y abundante adiestramiento, y en octubre de 1950 las fuerzas de Ho Chi Minh asestaron a los franceses una serie de golpes demoledores a lo largo de la frontera. La posición francesa en Vietnam del Norte se vino abajo.
Los norteamericanos habían adoptado hasta entonces una postura decididamente hostil ante los intentos franceses de restablecer su colonia en Asia sudoriental, pero, al desarrollarse la Guerra de Corea, EEUU envió una ayuda militar considerable, lo que permitió a los franceses resistir en el valle del Río Rojo. A comienzos de 1951, Vo Nguyen Giap, antiguo profesor de historia y en ese momento jefe del ejército de Ho Chi Minh, lanzó las fuerzas del Viet Minh contra los franceses en una ofensiva salvaje. La abrumadora potencia de fuego francesa y un liderazgo de primera categoría entre sus filas impartieron a Giap y sus comandantes una cruda lección: no podían batir a su enemigo en terreno abierto.
La guerra derivó, por tanto, hacia un callejón sin salida. Los vietnamitas controlaban la comarca en torno al valle del río Rojo y las zonas rurales de una gran parte del resto del país, sobre todo de noche. Los franceses organizaban batidas para destruir las fuerzas guerrilleras a cielo abierto, donde su potencia de fuego y su entrenamiento solían prevalecer, pero la mayoría de sus operaciones no tenían consecuencias: el Viet Minh sólo combatía en condiciones ventajosas para él. Aunque las crecientes bajas hacían cada vez más impopular la guerra en Francia, la situación de tablas se mantuvo mientras continuó la Guerra de Corea; pero al concluir este conflicto en 1953, los chinos pudieron incrementar su ayuda. Para prevenir un empeoramiento de la situación, los franceses tendieron una trampa a Giap: su objetivo era atraer al Viet Minh a una batalla donde se hiciera sentir la superior potencia de fuego francesa. A finales de 1953, un ataque aéreo sirvió para tomar Dien Bien Phu, posición que los franceses consideraban decisiva para la logística de Giap, en la esperanza de que el Viet Minh compareciera con toda su fuerza permitiendo a los soldados de elite franceses asestarle un golpe demoledor. Sin embargo, habían subestimado notablemente el refinamiento, la entrega y las capacidades de sus adversarios. En marzo de 1954, Giap atacó. Las acometidas del Viet Minh arrollaron los reductos defensivos exteriores de Dien Bien Phu, mientras su artillería dominaba las principales posiciones francesas. El reabastecimiento aéreo resultó extraordinariamente problemático, pues el Viet Minh no tardó en inutilizar el aeródromo. A principios de abril, lo único que podía haber restablecido la situación era la intervención de EEUU.
Los debates políticos en Estados Unidos giraban en torno a las cuestiones del coste estratégico, la importancia y las cargas de una guerra como aquélla, y se llegó a la conclusión de que los beneficios de conservar Vietnam para el colonialismo francés no merecían tales gastos. Así, los norteamericanos se mantuvieron como observadores mientras Dien Bien Phu y su guarnición caían derrotados. La negativa de Estados Unidos a prestar ayuda agrió por completo las relaciones francoamericanas, mientras Dien Bien Phu sellaba el destino del colonialismo francés en Asia sudoriental. Tras los acuerdos de paz firmados en Ginebra (julio de 1954), los norteamericanos impusieron en Vietnam del Sur un régimen anticomunista; sin embargo, una de las preguntas trágicas y todavía sin respuesta planteadas en los años cincuenta es cómo pensaban que podría sobrevivir un régimen así, si hasta sus propios dirigentes reconocían que debían su independencia al Viet Minh de Ho.
La Guerra de Argelia
Pocas bandas de música aparecieron para dar la bienvenida a las tropas francesas que regresaban de su derrota en Asia. Francia se embarcó, en cambio, en una nueva guerra. El 1 de noviembre de 1954, rebeldes argelinos atacaron posiciones francesas en todo el norte de África e iniciaron una lucha de liberación nacional. Sus ataques iniciales no lograron obtener una victoria rotunda, pero consiguieron el objetivo más amplio de movilizar el sentimiento árabe contra los franceses. Para complicar la situación, la numerosa población europea residente en Argelia se negó categóricamente a tolerar cualquier cambio en el estado legal del país como parte integrante de Francia. La escalada de la actividad guerrillera planteó a los franceses unos problemas similares a los que habían encontrado en Vietnam, pero, en Argelia, el FLN –Front de Libération Nationale– podía golpear también a la población europea. El resultado fueron unas respuestas violentas que sólo sirvieron para exacerbar la guerra y convertirla en un conflicto entre nacionalidades y religiones hostiles.
Algunos oficiales franceses habían regresado de Asia resueltos a no repetir los errores cometidos en Vietnam. Mostraban una comprensión coherente de la guerra revolucionaria y de la naturaleza de sus adversarios, pero su deseo de hacer de los argelinos ciudadanos de Francia chocaba con las realidades políticas tanto francesas como argelinas. El año 1956 marcó el momento crucial. Los franceses enviaron a combatir a soldados de reemplazo, cosa que nunca habían hecho en Vietnam, y aquellas tropas sin experiencia se toparon casi de inmediato con dificultades. En septiembre, el FLN llevó la guerra a las ciudades atacando directamente a civiles franceses, lo que incrementó el coste creciente de la guerra y su salvajismo. El fracaso de las operaciones anglofrancesas en el canal de Suez a comienzos de noviembre (véase página 387) fue aún más destructivo para la posición de Francia, pues el hundimiento de aquella campaña reforzó considerablemente las sospechas de muchos oficiales franceses sobre la competencia de sus dirigentes políticos.
A finales de 1956, el FLN controlaba los barrios árabes de las principales ciudades, mientras que sus atentados terroristas habían paralizado en la práctica la Argelia europea. Hasta ese momento, la seguridad urbana había corrido a cargo de la policía; el ejército era responsable de la guerra en el bled –el interior del país–. En ese momento, al venirse abajo el control de las ciudades, las autoridades francesas enviaron al ejército. En enero de 1957, los paracaidistas del general Jacques Massu se hicieron con el control de Argel e impusieron de inmediato una guerra despiadada y sin trabas contra los cuadros del FLN. Massu recurrió a la detención preventiva, los registros implacables, las patrullas constantes en la kasbah, el desprecio general a los derechos civiles y hasta la tortura contra el FLN. Fue una guerra de lo más sucio –representada sin concesiones en la película La batalla de Argel–, que acabó doblegando al FLN; pero sus métodos no mejoraron la actitud de los argelinos hacia el dominio francés. Y lo que es más importante, el empleo de la tortura restó apoyos al conflicto en la Francia metropolitana. El gobierno francés demostró su incapacidad para resolver los complejos problemas suscitados por Argelia y cayó el 15 de abril de 1958. Durante treinta y siete días no hubo un solo político capaz de formar un gobierno alternativo y la ferocidad del ejército en Argelia fue en aumento ante la falta de liderazgo político en París. El cuerpo de oficiales se negaba a perder otra guerra debido al comportamiento cobarde, según ellos, de los políticos, por lo que a mediados de mayo una muchedumbre tumultuosa apoyada por el ejército se apoderó de los edificios oficiales en Argel y exigió que Charles de Gaulle, líder del gobierno francés en el exilio durante la Segunda Guerra Mundial, se hiciera cargo de un Estado en bancarrota. El 1 de junio de 1958, De Gaulle asumió el poder en París, y a lo largo de los cuatro años siguientes mantuvo una política difícil y a menudo contradictoria respecto a Argelia. No está claro cuándo tomó la decisión de abandonar el conflicto, pero en septiembre de 1959 ofreció la «autodeterminación».
Mientras tanto permitió a los militares franceses proseguir con su hábil campaña. Aislando al FLN de sus bases de Túnez y Marruecos y utilizando con perspicacia helicópteros y formaciones móviles, el ejército francés destruyó a sus adversarios en campaña. Sin embargo, a pesar de sus éxitos militares, De Gaulle se dispuso a retirarse. Se enfrentaba al importante desafío de muchos oficiales franceses, algunos de los cuales llegaron incluso a afiliarse a una organización terrorista, la OAS (Organisation de l’Armée Secrète), que se conjuró para asesinarlo; pero De Gaulle sobrevivió y sacó a Francia del embrollo de Argelia sin una guerra civil. Los generales pudieron presumir de haber ganado el conflicto militar, pero esta actitud ignoraba el hecho fundamental de que habían perdido la guerra política. En 1962, Argelia se independizó.
Una guerra no convencional: la experiencia británica
Mientras los franceses libraban y perdían dos guerras desastrosas, los británicos salieron del proceso de descolonización relativamente indemnes. El gran reto fue la liberación de la India, superado por Gran Bretaña con una combinación de habilidad política en la metrópoli y un liderazgo militar estable y responsable en el terreno. Pero los británicos se enfrentaron también en otras partes a serios desafíos militares. En algunos vencieron; en otros actuaron con astucia. En febrero de 1948, los guerrilleros comunistas de Malasia iniciaron una campaña bien llevada para poner fin al dominio británico y crear una dictadura comunista. En los cuatro años siguientes aumentaron su fuerza y mejoraron su posición. Pero en febrero de 1952 los británicos iniciaron una campaña decisiva contra los insurgentes que se vio favorecida por varios factores. Malasia tenía dos principales comunidades étnicas, los malayos y los chinos; los comunistas obtenían casi todo su apoyo de los segundos. Además, Malasia no lindaba con ninguna nación comunista; en consecuencia, los insurgentes se encontraron con dificultades cada vez mayores para importar armas y municiones.
Los británicos reconocieron que la insurgencia era un problema político y, mientras emprendían una campaña para eliminar la guerrilla, anunciaron su intención de conceder la independencia a Malasia en un futuro inmediato. De ese modo estimulaban el nacionalismo malayo a la vez que desgajaban la comunidad china tanto de los malayos como de los guerrilleros mediante unas cuidadosas medidas políticas. Finalmente, la campaña militar corrió a cargo de unos militares que conocían la jungla mejor que su enemigo. Las condiciones de la guerra de guerrillas en Malasia llevaron a los británicos a reconstituir varias unidades especiales que tan bien habían actuado en la Segunda Guerra Mundial –en particular el Regimiento de Servicios Especiales del Aire (SAS, según sus siglas en inglés)–, y esa capacidad para librar una guerra no convencional iba a reportar considerables dividendos a las fuerzas armadas británicas en varios conflictos futuros, desde Kenia y Aden hasta el Ulster y las islas Malvinas (Falkland). En 1954, el alto mando comunista de Malasia se retiró a Tailandia y la guerra se extinguió. Los británicos habían ganado tanto la batalla política como la militar.
La guerra de los treinta años: Vietnam, II parte
En 1954, el presidente Eisenhower y sus asesores habían decidido que Vietnam no valía la sangre y el dinero que se requerirían para derrotar al Viet Minh. Sin embargo, la burocracia norteamericana no consiguió traducir esa decisión a medidas políticas y Estados Unidos se deslizó lentamente hacia la intervención al tomar decisiones ambiguas.
Los Acuerdos de Paz de Ginebra de 1954 implantaron en Vietnam del Sur un régimen anticomunista encabezado por el autocrático Ngo Dinh Diem, que combinaba los peores aspectos del colonialismo francés con un gobierno de mandarines. El régimen gozaba de escasa legitimidad en las zonas rurales, mientras que Diem y su familia se aferraban a la idea de que lo único que contaba era la lealtad al régimen. Como Saigón ocupó un lugar bajo entre las prioridades estratégicas de EEUU hasta 1961, algunos asesores militares y civiles pertenecientes a niveles inferiores de la burocracia norteamericana, la mayoría de los cuales no conocían ni a los franceses ni a los vietnamitas, ejercieron una influencia desmedida en la política y, utilizando Corea como paradigma, se esforzaron por crear un ejército convencional para derrotar una invasión convencional.
Entretanto, Ho Chi Minh y sus cohortes se afanaban por establecer en el Norte su versión del paraíso socialista estalinista y acabaron provocando entre los campesinos del valle del río Rojo un levantamiento que fue reprimido con una determinación implacable y entusiasta. Luego, en 1959, al comprobar la debilidad de Diem, lanzaron una campaña de infiltración, acción política y apoyo militar y logístico a una insurrección para derrocar el régimen de Vietnam del Sur. Comenzaron construyendo a través de Laos y Camboya una pista que los norteamericanos acabarían denominando la «ruta Ho Chi Minh». La insurgencia contra un régimen impopular, poco consciente de lo que estaba ocurriendo en las zonas rurales, se extendió con rapidez, y en el momento en que John F. Kennedy accedió a la presidencia, en 1961, y anunció que Norteamérica «pagaría cualquier precio y soportaría cualquier carga» para derrotar al comunismo, la situación en Vietnam del Sur se había descompuesto de manera alarmante. Sin embargo, la respuesta de los norteamericanos consistió en más de lo mismo: más asesores, más armas convencionales y más remedios tomados de las ciencias sociales.
Los militares de EEUU estaban escasamente preparados para enfrentarse a los retos planteados por el «Viet Cong» (denominación despectiva para designar al Viet Minh). Los comandantes de mayor graduación y los miembros del Estado Mayor aplicaron a la guerra de guerrillas sumamente politizada que se libraba en el difícil terreno de Asia sudoriental las ideas en las que se había formado el ejército de EEUU –a saber, la preparación para librar una guerra convencional masiva o nuclear contra la Unión Soviética–, y a lo largo de su participación demostraron su incapacidad para aprender las lecciones del conflicto. Un sistema de turnos de servicio militar de un año, sumado a un desconocimiento general de la cultura y el idioma vietnamitas, sirvió únicamente para reforzar esas debilidades.
Kennedy eligió como secretario (ministro) de Defensa al director de la empresa automovilística Ford. Robert Strange McNamara aportó al cargo una mentalidad de contable meticuloso y una convicción firme de que eran pocos los problemas que no podían ser resueltos por el análisis de sistemas. McNamara se aseguró de que el Ministerio de Defensa obligase a los servicios a rendir cuentas más precisas por el gasto de sus fondos; sin embargo, su deseo de eliminar cualquier ambigüedad e incertidumbre en el análisis de la defensa y en la conducción de la guerra no era en absoluto realista. Bajo su tutela, los militares norteamericanos debían guerrear en Vietnam basándose por entero en índices estadísticos: número de enemigos muertos y heridos, días de combate por batallón, toneladas de bombas arrojadas, toneladas de cargamento transportadas a través de los puertos. Las listas parecían inacabables, y todo aquello demostró no tener en esencia ningún sentido para enjuiciar el progreso de la guerra. A la larga, sin embargo, McNamara obligó a los militares de EEUU a pensar de acuerdo con su marco intelectual, y su influencia en el Pentágono no empezó a desvanecerse hasta los años ochenta.
La primera prueba a la que se enfrentaron Kennedy y McNamara –la invasión de Cuba por una brigada de exiliados organizados y entrenados por la CIA (US Central Intelligence Agency)– no había sido elegida por ellos. Aunque el proyecto se notificó al presidente inmediatamente después de su elección, en noviembre de 1960, parece ser que él mismo no puso a sus consejeros al corriente del asunto hasta después de haber tomado posesión del cargo en el siguiente mes de enero. Algunos de los asesores expresaron de inmediato su oposición, pero, según comentó más tarde el secretario de Estado, Dean Rusk (uno de los que no fueron informados hasta después del acceso al cargo), como «Kennedy nos había hecho saber a todos que no le agradaba que se le remitiera un cúmulo de memorandos», era raro que llegasen a la mesa del presidente informes críticos para con el proyecto. Ni siquiera McNamara y la Junta de Jefes de Estado Mayor plantearon objeción alguna, sino que, tal como observó posteriormente Rusk manifestando su convicción,
nunca examinaron el plan en calidad de militares profesionales. Como todo aquel montaje era una operación de la CIA, consideraron que podían limitarse a aprobarla y lavarse las manos. Pienso que si la Junta de Jefes hubiese tenido la responsabilidad de dicha operación, sus miembros habrían expresado importantes reservas: por ejemplo, habrían reconocido la gran desproporción entre el reducido tamaño de la brigada y sus amplios objetivos.
El propio Rusk, a pesar de su experiencia como director de los planes de guerra en Asia sudoriental durante la Segunda Guerra Mundial, no expuso tampoco explícitamente sus dudas
en ningún momento en nuestras sesiones de planificación. Dado el gran número de personas que tomaban asiento en el despacho del gabinete y hablaban con el presidente, me parecía que mi cometido consistía en desentrañar los puntos débiles y formular preguntas inquisitivas sobre planteamientos que se daban por supuestos. Aunque expresé en privado mi oposición ante el presidente Kennedy, tendría que haberla expuesto con claridad en las propias reuniones, pues el presidente estaba presionado por quienes deseaban seguir adelante4.
Los que «deseaban seguir adelante» no eran sólo los miembros de la CIA, sino también algunos exiliados cubanos elocuentes y adinerados que señalaban el éxito de la invasión realizada por una fuerza incluso menor a las órdenes de Fidel Castro. Argumentando que la afortunada trayectoria hacia el poder recorrida por Castro había comenzado con un desembarco en el que pereció la mitad de sus fuerzas, añadían que ahora podían tener un éxito igual contra un régimen que, según creían, había acabado siendo tan impopular como el derrocado por él. En consecuencia, en abril de 1961, con la bendición de Kennedy (pero sin el apoyo de las fuerzas armadas de Estados Unidos), 1.500 exiliados saltaron a tierra en un punto remoto conocido como Bahía Cochinos, donde las tropas de Castro, equipadas con las armas más modernas de origen ruso, no tardaron en arrollarlos.
Cada uno de los protagonistas enfrentados extrajo importantes lecciones de la operación de Bahía Cochinos. Castro llegó a la conclusión de que los Estados Unidos no se detendrían ante nada para derrocarlo y pidió a la Unión Soviética que instalara misiles balísticos de alcance medio (IRBM, según su sigla inglesa) que apuntaran a objetivos de Estados Unidos. Nikita Jruschov, el dirigente soviético, le complació encantado: en octubre de 1962, especialistas rusos se hallaban construyendo afanosamente plataformas de lanzamiento para más de 40 misiles, cuando unos aviones espía norteamericanos los localizaron y fotografiaron. También Kennedy desplegó más IRBM (operarios de la Chrysler Corporation instalaron 30 misiles Júpiter en Italia y 15 en Turquía, dirigidos todos ellos a objetivos rusos); y lo que es más importante, tomó medidas para intentar comprender por qué él y sus asesores habían cometido un error tan humillante en el asunto de Bahía Cochinos. Kennedy halló la respuesta en el denominado «pensamiento de grupo», el estilo de gestión que fomenta un sentimiento prematuro de patente unanimidad entre quienes participan en procesos decisorios –tanto de manera activa, coartando la expresión de opiniones discrepantes, como de forma pasiva, guiando los debates en el sentido de reducir al mínimo el disenso.
Aunque la mayoría de quienes discutieron cómo debía responder Estados Unidos a la amenaza de los misiles cubanos en octubre de 1962 habían aprobado la operación de Bahía Cochinos, esta vez Kennedy abandonó el «pensamiento de grupo» e hizo que sus consejeros se reunieran por separado en grupos menores y estimuló entre ellos las actitudes dubitativas, llegando a veces a abandonar la sala para evitar dominar el debate. Inicialmente, la mayoría se mostró favorable a lanzar ataques aéreos contra Cuba, a pesar del riesgo de que se desencadenara una guerra nuclear a gran escala, pero al final optaron por limitarse a bloquear la isla (para que ningún barco pudiera introducir más armas soviéticas), mientras que Kennedy y Jruschev idearon, en varias conversaciones directas por cable, una fórmula de retirada que les permitiese guardar las apariencias5. Jruschev, que había dicho en cierta ocasión: «En la próxima guerra los supervivientes envidiarán a los muertos», accedió a interrumpir el suministro de misiles a Cuba y a retirar inmediatamente de la isla todos los IRBM, personal técnico y bombarderos soviéticos que se encontraban ya allí. A cambio, Kennedy prometió que Estados Unidos levantaría el bloqueo de Cuba, no invadiría la isla y no permitiría que otros la invadieran desde su territorio. En un acuerdo aparte, pero secreto, Kennedy prometió también retirar todos los misiles Júpiter y sus técnicos de Italia y Turquía en julio de 1963 –aunque los soviéticos retiraron sus armas y personal en medio de un derroche de publicidad, mientras que los norteamericanos lo hicieron de manera discreta, dando a todo el mundo la impresión de que Estados Unidos había «vencido»–. El Présidium soviético obligó a Jruschev a abandonar el cargo en 1964, aludiendo, entre otras cosas, a su «debilidad» durante la crisis cubana de los misiles.
De ese modo, si bien John F. Kennedy cambió su postura respecto a Cuba a la luz de la experiencia, en cambio, desde sus primeros días en el cargo hasta su asesinato en noviembre de 1963, Kennedy practicó en Vietnam una política activa y emprendedora que aumentó continuamente las apuestas. El presidente y sus consejeros, entusiasmados con la idea de hacer frente al reto de Ho Chi Minh, subestimaron a sus adversarios y sobrevaloraron a sus aliados de Saigón. Pero, a medida que la ayuda y los asesores norteamericanos afluían al sur, la situación política se volvía cada vez más oscura. Los corresponsales de prensa observaban el deterioro, pero el hombre que se hallaba al frente de la campaña de asesoramiento, el general Paul Harkins, pintaba la guerra a Washington de color de rosa mientras ignoraba desdeñoso a la prensa. Hasta el otoño de 1962, los norteamericanos no acabaron de reconocer que Diem era un perdedor. Las amenazas de una retirada de EEUU desembocaron finalmente en un golpe de Estado dado por los militares vietnamitas, que hizo caer el régimen y provocó el asesinato del dictador y de su hermano.
Pero la camarilla de generales que sucedieron a Diem se mostró aún más inepta que su predecesor, y la resistencia del sur comenzó a derrumbarse en el verano de 1964. Lindon Johnson, el nuevo presidente norteamericano, tenía pocos deseos de comprometer a Estados Unidos en una guerra en Asia sudoriental, pero se negaba a admitir la derrota a manos de lo que llamaba un «país hormiga». Por tanto, en el verano de 1964 lanzó una serie de incursiones aéreas contra la flota de Vietnam del Norte en respuesta, supuestamente, a otros ataques contra destructores norteamericanos en el golfo de Tonkín. Johnson y sus consejeros esperaban que aquellos golpes hicieran desistir a los vietnamitas. Pero Ho y sus colegas no tenían intención de abandonar. Según dijeron a Bernard Fall, famoso especialista occidental en asuntos de Vietnam, no temían la potencia de fuego de los norteamericanos; al fin y al cabo, ya habían batido a los franceses. No obstante, la campaña de Johnson para su reelección basó su programa en retratar a su oponente, el senador Barry Goldwater, como un belicista. Johnson ganó, pero, según comentó más tarde un votante, «me dijeron que si votaba por Goldwater tendría guerra; voté por Goldwater, y la tuve».
A comienzos de 1965, Johnson autorizó una campaña de bombardeo contra el norte con el nombre en clave de «Rolling Thunder», que limitaba estrictamente los objetivos que podía atacar la aviación de EEUU. Visto desde ahora, es evidente que ninguna acción de Estados Unidos habría forzado a los norvietnamitas a detener la guerra contra el sur en esa fase, aunque los norteamericanos no hubiesen tenido trabas para atacar cualquier objetivo; pero «Rolling Thunder» fue una campaña absolutamente mal concebida y sin posibilidades de éxito. Johnson empujó, por tanto, a las fuerzas terrestres norteamericanas a participar directamente en la lucha por Vietnam del Sur. La conducción de la guerra se encomendó en ese momento al general Westmoreland.
Westmoreland compartía con la mayoría de los dirigentes militares norteamericanos cierto desprecio por la experiencia del pasado. Así, por ejemplo, cuando los franceses se dieron cuenta en 1964 de que una intervención de Estados Unidos en Vietnam era cada vez más probable, pusieron a disposición del gobierno norteamericano el estudio realizado después de los hechos sobre su derrota en aquel país. El volumen se halla todavía en su versión original francesa en la biblioteca de documentos confidenciales de la Universidad Nacional de la Defensa, y hay pocas pruebas de que algún militar de alta graduación o algún dirigente político lo hayan estudiado. No es de extrañar, por tanto, que los militares norteamericanos repitieran todos los errores cometidos por los franceses. También se negaron a aprender. Al enfrentarse a graves problemas tácticos y operacionales en los combates del valle de Ia Drang, entre ellos la destrucción de un batallón del 1er Regimiento de Caballería aerotransportada en la «Landing Zone Albany», Westmoreland rechazó la petición del comandante del cuerpo para que el Mando de Apoyo Militar de Vietnam (MACV) instalara un «tablero de lecciones aprendidas» para examinar las deficiencias tácticas y operacionales de las fuerzas de EEUU. En vez de ello, las unidades militares norteamericanas, dotadas de una gran potencia de fuego, se movieron a tientas durante toda la guerra por las zonas rurales, destruyendo cuanto encontraban.
Westmoreland demostró también poco interés por reformar a los militares de Vietnam del Sur, y la pacificación siguió siendo una de sus últimas prioridades, al menos hasta 1967. El MACV hizo hincapié en misiones de búsqueda y destrucción en las que las unidades norteamericanas intentaban encontrar, inmovilizar y, luego, liquidar unidades enemigas regulares; por lo demás, disuadió a sus tropas de participar en la guerra política librada en las zonas rurales. Cuando los comandantes de la infantería de marina iniciaron una estrategia de pequeñas unidades y acción civil para proteger a la población de sus sectores, el MACV impuso a su iniciativa unas limitaciones rigurosas. La actitud norteamericana estuvo dominada por los índices estadísticos, tan apreciados por McNamara. Lo que contaba eran las jornadas de acción de los batallones y el recuento de cadáveres, que adquirió una justificada mala fama. Una de las consecuencias de este planteamiento de tarjeta de puntuación fue la carnicería de My Lai, donde unos soldados norteamericanos masacraron a campesinos vietnamitas; el MACV ocultó entonces el incidente, hasta que estalló en la prensa de EEUU.
Además de las misiones de búsqueda y destrucción, los norteamericanos deforestaron comarcas enteras del país para privar al Viet Cong y a los norvietnamitas del apoyo de los campesinos, y seguidamente abandonaron a la población civil desplazada en manos de un gobierno que carecía de cualquier instalación, recursos o interés para llevar a cabo planes de reasentamiento. En otros lugares, la declaración de zonas de fuego libre permitió a la artillería y a la aviación norteamericanas destruir el paisaje y causar un aterrador número de víctimas tanto civiles como enemigas. El planteamiento fue incluso menos imaginativo de lo que lo había sido la campaña francesa, pero la imponente potencia de fuego desplegada por los norteamericanos les permitió abrigar la ilusión de una «victoria militar».
El pueblo norteamericano había acogido entusiasmado la introducción de tropas de EEUU en Vietnam, y en 1964 el Senado aprobó por un margen de ochenta y ocho contra dos la «Resolución del Golfo de Tonkín», que autorizaba incursiones contra objetivos del norte de Vietnam. En octubre de 1965, la revista Time cacareaba con entusiasmo en su artículo editorial, al hablar del incremento de fuerzas norteamericanas:
Hace sólo tres meses que los mortíferos hombrecitos del pijama negro recorrían a lo largo y ancho el territorio de Vietnam del Sur saqueando, mutilando y matando impunemente... Hoy, Vietnam del Sur vibra con un orgullo y una fuerza, y sobre todo con un espíritu, apenas creíble, si se compara con la sombría perspectiva del verano... El notable vuelco producido en la guerra es el resultado de una de las concentraciones de fuerzas militares más rápida y mayor de la historia de la guerra... Oleada tras oleada de norteamericanos con botas de combate –enjutos, lacónicos y en busca de pelea– se derraman en la playa procedentes de una armada de barcos de transporte de tropas. Día y noche, reactores rugientes y helicópteros merodeadores buscan al enemigo para sacarlo de sus pantanosas fortalezas... Los antiguos engallados cazadores del Viet Cong se han convertido en encogidas presas de caza a medida que el filo cortante de la potencia de fuego de EEUU acuchilla la espesura de la fuerza comunista6.
Johnson se esforzó duramente para mantener la popularidad de la guerra entre los norteamericanos. Se negó a llamar a filas a la Guardia Nacional o a los reservistas, y el gobierno aportó los cuerpos destinados a la guerra mediante levas, pero se trataba de unas levas que permitían a los «mejores y más brillantes» eludir por completo el servicio militar. El gobierno concedió exenciones a los hijos varones de las clases altas e instruidas, los cuales se preocuparon cuidadosamente de que dichas exenciones estuvieran listas antes de unirse a las manifestaciones en contra de la guerra. El peso del conflicto siguió recayendo sobre los hombros de los norteamericanos pobres, tanto negros como blancos. Además, Johnson y McNamara, en flagrante contraste con las acciones de Truman durante la Guerra de Corea, desguarnecieron las fuerzas militares norteamericanas en el resto del mundo para enviarlas a luchar a Asia.
La Ofensiva del Tet y el periodo posterior
Los soldados y marines norteamericanos evitaron, no obstante, la derrota del sur en 1965-1966, causando un terrible número de bajas entre sus adversarios. En 1967, los norvietnamitas modificaron su estrategia de enfrentamiento militar directo y escogieron como objetivos unidades de marina que patrullaban en la parte norte del país y disponían de menor potencia de fuego. En 1968 volvieron a cambiar su juego lanzando un ataque masivo, la Ofensiva del Tet, contra ciudades de Vietnam del Sur. Giap calculó que una operación de esas características provocaría alzamientos populares generalizados y el hundimiento de sus adversarios, como había ocurrido en sus ataques en el valle del río Rojo en 1951; pero estaba en un error. En sentido militar, la ofensiva del Tet y sus operaciones secundarias resultaron desastrosas para las tropas norvietnamitas y del Viet Cong. Los militares survietnamitas lucharon con tenacidad, para sorpresa, incluso, de sus asesores norteamericanos; el país no se sublevó, y la potencia de fuego de EEUU devastó a los atacantes. Giap reforzó su fracaso lanzando a lo largo de 1968 continuas ofensivas que fallaron de manera aún más decisiva y con un coste superior, mientras los norteamericanos y sus aliados eliminaban a todos los simpatizantes comunistas del sur, que habían mostrado sus cartas al responder al llamamiento de Ho Chi Minh.
Pero la guerra es mucho más que la suma de unas estadísticas. La ferocidad de la ofensiva del Tet introdujo en los hogares de la población norteamericana la gravedad del conflicto, mientras el gobierno de EEUU no ofrecía explicaciones estratégicas o políticas convincentes de lo que estaba haciendo. Johnson se retiró de la carrera presidencial y puso fin a la campaña aérea contra el norte, mal concebida y mal ejecutada. Westmoreland, como un disco rayado, sólo era capaz de pedir más de todo, hasta que su promoción al cargo de jefe de Estado Mayor del ejército de tierra lo sacó de Saigón.
El sustituto de Westmoreland, el general Creighton Abrams, dio muestras de mayor imaginación y sentido político en la conducción de la guerra. El MACV insistió en ese momento en la «vietnamización», y las fuerzas vietnamitas recibieron atención, armas y un adiestramiento completo. Pero era demasiado tarde, pues la presión interna había alcanzado el punto en que Estados Unidos tenía, sencillamente, que marcharse de Vietnam. Al menos, la feroz sangría infligida a los norvietnamitas y al Viet Cong en 1968 permitió cierto respiro, y el nuevo gobierno de Richard M. Nixon emprendió negociaciones con los norvietnamitas, tanto públicas como secretas. No obstante, aunque retiró soldados norteamericanos, Nixon siguió suministrando masivamente al Sur ayuda militar y política y llevó a cabo operaciones para mejorar la situación militar. En mayo de 1970, los norteamericanos efectuaron, por ejemplo, una importante invasión en Camboya para destruir las bases logísticas de los norvietnamitas. La acción logró sus objetivos militares, pero una tormenta de protestas políticas en su país puso de relieve el escaso tiempo de que disponían los norteamericanos para escapar de la guerra.
En 1972, cuando las últimas tropas de combate de EEUU salieron de Vietnam, los norvietnamitas lanzaron una invasión convencional masiva para destruir Vietnam del Sur. Su objetivo era humillar a Estados Unidos, y no sólo derrotar a quienes los norvietnamitas denominaban sus «lacayos». Una vez más volvieron a fallar en sus cálculos: la fuerza aérea norteamericana infligió unas bajas horrendas a los norvietnamitas en su avance, mientras Nixon se mostraba tan encolerizado que ordenó a la aviación y la armada emprender una gran campaña aérea contra el propio Norte. Los bombarderos de combate de EEUU, equipados con munición guiada mdiante instrumentos de precisión, destruyeron en unas semanas todos los puentes importantes de Vietnam del Norte y una gran parte de la infraestructura económica del enemigo.
Mapa 19. Asia sudoriental, 1978-1979. Estimulados por su éxito en la reunificación de Vietnam bajo su gobierno en 1975, los comunistas vietnamitas intervinieron en Camboya y Laos –tomando, en realidad, las tierras de unos pueblos a los que consideraban inferiores–. Sin embargo, unos importantes ataques lanzados por los chinos en el norte hicieron ver claramente a los vietnamitas que su megalomanía no sería aceptada sin discusión.
El colapso de la ofensiva terrestre y la destrucción de gran parte de su patria hicieron volver a los norvietnamitas a la mesa de negociaciones. En otoño, los dos bandos opuestos habían elaborado un acuerdo de paz que permitía a Estados Unidos retirarse con cierta dignidad. Los norvietnamitas, sin embargo, intentaron humillar una vez más a los norteamericanos desentendiéndose del trato en el último momento. Animado por su victoria arrolladora en las elecciones presidenciales de 1972, Nixon volvió a dar rienda suelta a la fuerza aérea de EEUU. Esta vez participaron incluso los B-52, y al hacer recuento de la ruina de su país, los norvietnamitas decidieron finalmente que la humillación de Estados Unidos por una potencia de tercera categoría no era un objetivo asequible.
No obstante, el Acuerdo de Paz de París de 1973 no logró poner fin a la guerra de Vietnam. El asunto Watergate limitó la capacidad de Nixon para ayudar a Vietnam del Sur, mientras los miembros del Congreso, ansiosos por justificarse, hicieron todo lo posible para privarlo de cualquier apoyo. En 1975, los norvietnamitas lanzaron, por tanto, otra ofensiva convencional contra el sur, que esta vez, al no contar con los suministros ni la potencia de fuego de EEUU, se vino abajo –aunque los millones de refugiados survietnamitas que huyeron de sus «liberadores» dieron a entender que el comunismo no disfrutaba, ni mucho menos, de un apoyo unánime en el sur–. Pero la actuación de los norteamericanos en 1975 fue una desgracia: la CIA no logró siquiera destruir sus archivos de espionaje en Saigón, por lo que puso en peligro a casi todos los survietnamitas que habían cooperado con Estados Unidos.
La Guerra de Vietnam fue una experiencia aleccionadora para la mayoría de los norteamericanos. Por primera vez desde 1812, un adversario había derrotado a Estados Unidos. El país había entrado en la guerra sin tomar medidas suficientes. Sus dirigentes militares o políticos no efectuaron nunca una evaluación estratégica seria de su enemigo ni de los posibles costes políticos o militares de la guerra. Los militares norteamericanos subestimaron desde el primer momento el compromiso ideológico de sus adversarios, mientras McNamara y quienes pensaban como él rechazaban con desprecio esos factores inasibles.
Al final, Estados Unidos consiguió salir del enredo; pero el coste para los valores y la autoestima norteamericanos fue demoledor. En cambio, los norvietnamitas lograron su objetivo de unificar Vietnam bajo su control, pero al conseguirlo sacrificaron generaciones enteras de su gente, así como la capacidad económica de la nación. En realidad, su victoria resulta hueca en la actualidad, si tenemos en cuenta que Vietnam es una de las naciones más pobres del mundo –en una región dominada por Taiwán, Japón, Corea del Sur, Singapur, Malasia y Hong Kong–, gracias a su intransigente sistema político y a la fanática guerra de liberación nacional emprendida por él.
Las guerras entre árabes e israelíes
Durante la Primera Guerra Mundial, los británicos prometieron a los pueblos árabes del Próximo Oriente la independencia del dominio otomano, y al movimiento sionista un hogar nacional en Palestina. Pocas decisiones de las grandes potencias han generado un mayor potencial de conflicto. En los años treinta, la emigración judía a Palestina –debida en gran parte a los sucesos ocurridos en la Alemania nazi– creó un conflicto entre árabes y judíos. Orde Wingate, un desconocido capitán británico que adquirió fama en la Segunda Guerra Mundial interviniendo en operaciones especiales, desempeñó un papel importante entre los colonos judíos al enseñarles métodos bélicos innovadores, mientras que la participación de voluntarios judíos en las fuerzas armadas durante esa misma guerra amplió todavía más los conocimientos militares de los judíos de Palestina.
En 1948, al ir en aumento los enfrentamientos entre los grupos y agotarse los recursos y la paciencia de Gran Bretaña, los británicos se retiraron de la zona. Las Naciones Unidas decretaron la partición entre ambas comunidades, pero los árabes de la zona rechazaron, al igual que las naciones árabes vecinas, un acuerdo pacífico y emprendieron operaciones militares contra el nuevo Estado de Israel. Sin embargo, no consiguieron coordinar sus ofensivas, y, a su vez, los dirigentes árabes locales carecían de sabiduría política y destreza militar. Los israelíes aplastaron la resistencia local y los ejércitos invasores y, como consecuencia de la guerra de 1948-1949, adquirieron una considerable porción de territorio que el acuerdo de las Naciones Unidas había asignado a los árabes palestinos.
Los árabes no mostraron ningún deseo de llegar a un acuerdo con el nuevo Estado israelí. En vez de ello, la mayoría de las naciones árabes expulsaron a sus minorías judías a Israel, mientras proclamaban su intención de destruir el nuevo Estado y a su población. Tras la experiencia nazi los judíos no podían permitirse tomar aquellas amenazas a la ligera. A comienzos de los años cincuenta se enfrentaron a una creciente oleada de terrorismo en sus fronteras, mientras los egipcios, al comprar armas a la Unión Soviética, parecían representar una amenaza directa para la supervivencia de Israel.
En consecuencia, cuando británicos y franceses invitaron en 1956 a los israelíes a participar en una acción militar contra Egipto, que acababa de apoderarse de forma unilateral del canal de Suez, éstos accedieron encantados. La eficiencia de las operaciones militares de Israel en 1956 contrastó fuertemente con la de los franceses y los británicos. Los israelíes bloquearon en primer lugar el paso de Mitla, en el Sinaí, mediante una combinación de paracaidistas y blindados, y a continuación fragmentaron las fuerzas egipcias. Un alto grado de adiestramiento, cohesión doctrinal y decisión moral proporcionó a los israelíes un sistema militar altamente eficaz; los ejércitos árabes, reclutados en función de un sistema de clases estratificado, y cuyos soldados y oficiales carecían de unas bases sólidas en la profesión militar, se mostraron incapaces de hacerles frente en el moderno campo de batalla.
Al cabo de una semana, los israelíes se hallaban lo bastante cerca del canal de Suez como para observar a sus aliados europeos atacar a las fuerzas egipcias en la zona del canal. Pero mientras se desarrollaban las operaciones, la Unión Soviética y Estados Unidos intervinieron y pusieron fin a la guerra. Paradójicamente, el dictador egipcio Gamal Abdel Nasser, que había perdido la guerra desde cualquier punto de vista militar, la ganó en el terreno político: su prestigio se disparó en todo Oriente Medio. Los israelíes entregaron sus conquistas en el Sinaí a una fuerza pacificadora de Naciones Unidas a cambio de promesas de que los egipcios les permitirían transitar por el estrecho de Tirán. Durante los once años siguientes, Nasser disfrutó de la gloria derivada de la crisis del canal de Suez e intentó extender su influencia por todo el mundo árabe. El dirigente egipcio encontró en la Unión Soviética un valedor deseoso de apoyar sus designios y un suministrador de equipo militar moderno, pero durante una década reconoció también la realidad de la relación entre sus fuerzas y las de Israel.
La paz concluyó en mayo de 1967 cuando Nasser llegó a creer que los israelíes estaban a punto de lanzar un ataque. A continuación pidió a la ONU que saliera del Sinaí, desplegó tropas egipcias en la zona y declaró el bloqueo del estrecho de Tirán. Jordania y Siria hicieron causa común con los egipcios, y la mayoría de los analistas militares creyeron que el Estado judío tenía pocas posibilidades frente al poder militar árabe. Israel se movilizó, mientras Estados Unidos, totalmente empantanado en Vietnam, abdicaba de sus responsabilidades de mantener el acuerdo de 1956.
El 5 de junio de 1967 los israelíes atacaron. Los bombarderos de combate israelíes, que salían en vuelo hacia el Mediterráneo y se internaban luego en Egipto a baja altura para evitar ser detectados, destruyeron la fuerza aérea egipcia en una serie de incursiones matutinas. Tras haber hecho añicos la potencia aérea del enemigo, la aviación israelí se dedicó a dar apoyo a las fuerzas de tierra. Enfrentándose a los egipcios, los blindados israelíes aislaron la franja de Gaza, mientras otras unidades cruzaban hacia el interior del Sinaí, donde, en una demostración constante de su extraordinaria disposición a correr riesgos, los israelíes penetraron en las posiciones egipcias, las superaron y, a continuación, fueron más allá. Aquellas posiciones no tardaron en derrumbarse, y cuando los tanques y vehículos egipcios huían hacia el canal atravesando el paso de Mitla, la aviación israelí remató la matanza. En cuatro días, los israelíes habían alcanzado el canal de Suez y tenían en sus manos todo el Sinaí.
Poco después de que Israel atacara Egipto, los jordanos se unieron al conflicto. Al igual que los soviéticos, fueron engañados por las afirmaciones egipcias de que su aviación había destruido la fuerza aérea israelí. La magnitud de la derrota de Egipto no se conoció con claridad hasta el tercer día, pero para entonces era demasiado tarde para los jordanos, que habían sufrido su propia derrota. Los combates comenzaron en Jerusalén, donde los israelíes habían emplazado tres brigadas. Los jordanos lucharon bien en pequeñas unidades, pero no fueron un adversario a la altura de los israelíes en el plano operacional. El 7 de junio los israelíes controlaban Cisjordania.
Tras derrotar a Egipto y Jordania, Israel se dirigió contra Siria. Hasta entonces, los sirios habían limitado sus acciones militares a cañonear los asentamientos israelíes situados por debajo de los Altos del Golán. El 9 de junio, tras haberse desplegado de nuevo, los israelíes atacaron los Altos y, en tres días de feroces combates, se apoderaron del Golán y de la región contigua. El ejército sirio se retiró, destrozado a Damasco, y la Guerra de los Seis Días llegó a su fin. En menos de una semana, los israelíes habían humillado a tres ejércitos árabes y a unas fuerzas aéreas mucho más poderosas. Su éxito se había basado en la creación de un ejército auténticamente occidental, un ejército cuyos soldados y oficiales actuaban como parte de un equipo estrechamente trabado, con una confianza implícita entre los distintos niveles de mando. Pero, sobre todo, los israelíes eran conscientes de que la guerra requiere profesionales cabales –individuos que no sólo se entrenan con dureza, sino que dedican a su carrera unos estudios intelectuales serios–, además de los últimos avances tecnológicos.
Sin embargo, la Guerra de los Seis Días llevó a los israelíes a sobrevalorar su ventaja estratégica, así como el significado de sus victorias operacionales y tácticas. A diferencia de 1956, retuvieron todos los territorios conquistados, convencidos de que los árabes no se atreverían a desencadenar otra guerra en un futuro previsible. La intransigencia israelí fue también un reflejo de la árabe. Los egipcios emprendieron a lo largo del Canal una guerra de desgaste que difícilmente podía predisponer a los israelíes a negociar, mientras que una serie de atentados terroristas en todo el mundo provocaba en ellos una cólera aún mayor.
Así pues, los israelíes adoptaron una actitud dura con los árabes, y, dadas las escasas perspectivas de negociación, los egipcios no tuvieron más remedio que pensar en ulteriores acciones militares. El nuevo dirigente egipcio, Anuar Sadat, respondía poco al carácter autosatisfecho tan característico de su predecesor y de otros dirigentes árabes. En 1973, Egipto y Siria habían convenido lanzar un ataque por sorpresa contra posiciones israelíes; esta vez transmitirían las mínimas advertencias posibles. Paradójicamente, los servicios de espionaje de EEUU e Israel captaron muchas señales que indicaban la posibilidad de un ataque árabe, pero continuaron firmemente convencidos de lo inconcebible de una acción semejante.
El 6 de octubre de 1973, festividad del Yom Kipur, Día de la Expiación, los israelíes se dieron cuenta por fin de lo que estaba a punto de suceder, pero sólo pudieron iniciar la movilización y esperar a que las tropas en posición de vanguardia pudieran resistir unas pocas jornadas. A las 2.05 de la tarde de aquel mismo día, un masivo ataque aéreo egipcio y un bombardeo artillero de igual magnitud golpearon las posiciones de vanguardia israelíes en el canal de Suez. Los egipcios lanzaron a continuación un asalto general para recuperar el canal y empujar a los israelíes al desierto: la operación, ensayada hasta los mínimos detalles, atravesó la línea Bar Lev y aisló los puestos fortificados israelíes. La brigada blindada de reserva emplazada a orillas del Canal contraatacó sin apoyo de la infantería o de la artillería y sufrió un número de bajas demoledor. La aviación de Israel intentó intervenir, pero los israelíes habían prestado poca atención a la experiencia de los norteamericanos en Vietnam, con las refinadas defensas antiaéreas diseñadas por los soviéticos, y, al carecer de equipamiento electrónico para contrarrestar la acción de los sistemas soviéticos, sus aviones atacantes sufrieron también fuertes pérdidas.
Los israelíes habían aprendido de la Guerra de los Seis Días la errónea lección de que los blindados podían operar en solitario, en vez de formar parte de un equipo conjunto integrado por varias armas. Los primeros días de la Guerra del Yom Kipur pusieron de relieve los errores de este planteamiento. Los israelíes no tardaron en adoptar de nuevo, en medio del conflicto, una forma de guerra más coherente, pero pagaron caro haber interpretado mal las lecciones del último conflicto.
La única medida defensiva adoptada por los israelíes antes de la guerra fue trasladar a los Altos del Golán otra brigada blindada de reserva. En el norte del Golán, los israelíes perdieron su puesto avanzado en el monte Hermón, pero la 7ª Brigada Blindada desbarató el ataque de dos divisiones sirias. En el sur, los sirios estuvieron a punto de recuperar los Altos, pero el éxito de Israel en el norte le permitió concentrar sus reservas en el amenazado sector sur y contener a los sirios. Luego, un contraataque general arrojó a éstos más allá de la línea inicial y ofreció a los israelíes la posibilidad de avanzar hacia Damasco.
Esta situación forzó a los egipcios a salir de sus defensas antiaéreas y antitanques y entablar una guerra de movimientos con los israelíes. En una batalla de tanques en campo abierto, la mayor desde la sostenida en Kursk treinta años antes, los israelíes destrozaron a los atacantes. Luego, contraatacaron exponiéndose a enormes riesgos. Tras pasar al otro lado del Canal, acabaron instalando una cabeza de puente en la orilla occidental; desde allí dieron rienda suelta a sus blindados. Dirigiéndose al sur, los tanques israelíes eliminaron los puestos de misiles antiaéreos y llegaron casi a cercar el III Ejército de Egipto. En ese momento, la guerra concluyó; ambos bandos pudieron cantar victoria, y, partiendo de esta base, se firmó finalmente un tratado de paz entre Egipto e Israel gracias a los buenos oficios de los norteamericanos.
La Guerra del Yom Kipur había pillado por sorpresa a los israelíes, cuya confianza excesiva, junto con la infravaloración de sus adversarios, había colocado a su nación en una posición extraordinariamente peligrosa; pero, una vez que recuperaron el equilibrio, demostraron ser unos virtuosos en adaptar sus capacidades y su doctrina a la realidad del combate. Los árabes lucharon con valentía; pero como las organizaciones de combate son un reflejo de las sociedades que las generan, sus fuerzas mostraron considerables flaquezas en el campo de batalla moderno y tecnológico. Las líneas divisorias entre clases, la falta de destrezas educativas y técnicas, y las debilidades en la cultura militar profesional tuvieron como consecuencia fallos importantes. Sin embargo, las máximas repercusiones de la Guerra del Yom Kipur de 1973 se debieron a la decisión de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) de apoyar el esfuerzo militar árabe paralizando primero la producción petrolífera, y aumentando luego el precio del petróleo en un 250 por 100. El objetivo era disuadir a Occidente en su apoyo a Israel; el efecto fue el de desencadenar una gran recesión mundial, mientras aumentaban, al mismo tiempo, de forma espectacular los ingresos y la influencia política de los Estados miembro –en especial los de los principales productores a orillas del golfo Pérsico.
Las guerras del Golfo
La reacción de los militares norteamericanos ante la derrota de Vietnam fue de hosca incredulidad. El consumo extendido de drogas y unas actitudes cercanas a un claro conflicto racial en el seno de las fuerzas armadas de EEUU exacerbaron el clima sombrío reinante; para restablecer la situación, hizo falta todo lo que quedaba de los años setenta. En la década de 1980, sin embargo, varios factores contribuyeron a un renacimiento del poder militar norteamericano. Una vez desaparecidas las magulladuras, una gran parte del cuerpo de oficiales examinó las lecciones de la guerra perdida, mientras que la publicación de una espléndida traducción del tratado de Clausewitz Sobre la guerra propició una actitud seria de autoexamen. Además, una mejora masiva de las fuerzas militares de EEUU impulsada por el presidente Ronald Reagan a partir de 1981 introdujo una revolución tecnológica en la práctica de la guerra. Finalmente, una pequeña operación contra un movimiento radical en la isla caribeña de Granada puso al descubierto algunos importantes puntos débiles de las fuerzas militares norteamericanas, en particular en el ámbito de la cooperación entre diversas armas.
La mejora introducida por Reagan tenía por objeto preparar a las fuerzas norteamericanas para hacer frente a los soviéticos tanto en el campo de batalla convencional como en el nuclear. Esta guerra no estalló nunca, y el derrumbamiento de la Unión Soviética a partir de 1989 puso en marcha unas medidas de recortes militares; pero apenas se habían puesto en marcha estas nuevas medidas, cuando las fuerzas militares hallaron un empleo en el golfo Pérsico. Tras el hundimiento soviético, otros Estados dieron muestra de unas ambiciones inmensas y creyeron que el final de la guerra fría traía consigo oportunidades favorables.
Sadam Husein inició su ascenso al poder en Irak como activista del Baaz, un partido de derechas. Sadam sobrevivió al sanguinario mundo de la política iraquí para convertirse en el feroz dictador de una nación desgarrada por la inseguridad. Cuando Irán se sumió en una aparente anarquía tras la toma del poder por ideólogos religiosos en 1979, Sadam Husein invadió a su vecino para aprovecharse de la situación. Sin embargo, sometidas a unos violentos contraataques iraníes, las fuerzas militares de Irak retrocedieron hasta su territorio. A continuación se desencadenó una guerra feroz y aparentemente interminable, en la que dos tiranías implacables, una de ellas reforzada por la ideología baazista y la otra por el fundamentalismo islámico, pretendieron destrozar a su adversario. Los iraquíes compraron grandes cantidades de armamento y tecnología soviéticos y occidentales; los iraníes contaban con el entusiasmo religioso y enviaron a decenas de miles de jóvenes a limpiar con sus pies campos minados. En 1988, una serie de ataques iraquíes cuidadosamente planificados acabó aplastando a los iraníes, pero, a pesar de las adquisiciones de productos de tecnología soviética y occidental, el éxito de Irak fue más bien un reflejo de las debilidades de su adversario que de su propia competencia militar.
Mapa 20. La Guerra del Golfo, 1990-1991. En 1990, en un intento por conseguir nuevos recursos con los cuales poder liquidar las deudas contraídas en su guerra de ocho años contra Irán, el presidente iraquí Sadam Husein invadió a otro vecino, Kuwait, y se lo anexionó. Las Naciones Unidas presionaron a Sadam para que se retirara, y al negarse éste, el presidente de Estados Unidos, George Bush, reunió una amplia coalición de Estados, cuyas tropas liberaron Kuwait en 1991. La invasión, sin embargo, se detuvo en la frontera con Irak, por lo que Sadam Husein pudo sobrevivir en el poder, aunque las sanciones económicas de los vencedores, las «zonas de exclusión aérea» militar y los «inspectores de armas» le impidieron llevar adelante sus programas de preguerra para el desarrollo de misiles y armas nucleares, químicas y biológicas.
Para Sadam Husein, la «victoria» sobre Irán ofrecía la posibilidad de ejercer el control económico y político sobre Oriente Medio. Como líder del partido Baaz, su objetivo era reparar los antiguos agravios infligidos al mundo árabe e islámico por los intrusos occidentales durante los cinco siglos anteriores. Cargado de deudas contraídas en la guerra con Irán y considerando inconcebible que EEUU recurriera a su fuerza militar, Sadam atacó al contiguo país de Kuwait, pequeño pero rico en petróleo, en el verano de 1990. Su invasión se desarrolló como un reloj, y la resistencia kuwaití se derrumbó en menos de un día. Como respuesta, Estados Unidos y sus aliados occidentales desplegaron en el Golfo una enorme cantidad de fuerzas militares. Pero todo ello impresionó escasamente a los iraquíes, quienes no creyeron hasta el final que EEUU se atreviera a golpear a los vencedores de la guerra entre Irán e Irak. Según dijo sin rodeos Sadam Husein a la embajadora norteamericana en julio de 1990, «viven ustedes en una sociedad que no puede aceptar 10.000 muertos en una sola batalla»7. Sobre todo, los iraquíes despreciaban la idea de que la tecnología pudiera desempeñar una función significativa en la guerra.
En realidad, la tecnología destruyó a los iraquíes. En las primeras diez horas de la guerra, una combinación de aviones Stealth, misiles de crucero, guerra electrónica y proyectiles guiados con precisión hizo pedazos en enero de 1991 el complicado sistema de defensa aérea iraquí. Durante las semanas siguientes, una ofensiva aérea golpeó la infraestructura militar de Irak, destrozó las fuerzas terrestres del país e infligió unos daños mínimos a las poblaciones civiles. Entre los comandantes de la coalición se suscitaron considerables disputas acerca del daño causado por aquellos ataques aéreos, pero, al final, las medidas cuantificables no resultaron significativas: cuando las fuerzas terrestres de los aliados penetraron en Irak, el enemigo se rindió tras oponer una resistencia mínima, pues los ataques aéreos habían hecho pedazos su moral.
Algunos planificadores de las fuerzas aéreas sostuvieron que no era necesario realizar una campaña terrestre, pero no tenían en cuenta la necesidad política de que las fuerzas de tierra de los aliados derrotaran a los iraquíes e impidieran a Sadam poder afirmar que su ejército se había mantenido imbatido e intacto en el campo de batalla. No obstante, según observó después de la guerra un general retirado de la infantería de marina norteamericana: «Fue la primera vez en la historia que una campaña terrestre actuaba apoyando una campaña aérea». Para muchos analistas, la guerra demostró, sencillamente, una vez más la superioridad tecnológica de la fuerza militar occidental sobre la de las naciones del Tercer Mundo. Sin embargo, la superioridad tecnológica sigue siendo sólo una parte de la ecuación; el curso de las hostilidades da a entender desde 1945 que otros importantes factores adicionales afectan todavía al resultado de las guerras modernas. El adiestramiento, la disciplina y la organización deben sustentar de manera especial las acciones de las fuerzas militares. Ésa ha sido la esencia de la conducción occidental de la guerra desde el tiempo de los griegos. En Irak, las fuerzas de la Coalición poseían las ventajas mencionadas. Y sus adversarios, no.
Las repercusiones de la victoria
La rapidez de la victoria de las fuerzas de la Coalición en la «Operación Tormenta del Desierto» –menos de cuatro días de combate en tierra bastaron para obligar a los iraquíes a emprender una retirada precipitada de Kuwait– sorprendió, al parecer, al gobierno norteamericano, que aún no había decidido cuándo ni cómo concluir la guerra. El 27 de febrero, el presidente Bush, sin haber consultado, por lo visto, a su comandante en el teatro de operaciones, declaró que a media noche entraría en vigor un alto el fuego –debido, según se decía, a que la guerra en tierra habría durado para entonces exactamente cien horas–. Aquella decisión resultó catastrófica por tres razones: en primer lugar, y en contra de los primeros informes, las fuerzas de la Coalición no habían sellado aún la frontera entre Kuwait e Irak, lo que permitió escapar a muchos soldados de Sadam Husein; en segundo lugar, una gran parte de las unidades de elite de la «Guardia Republicana» habían salido del atolladero y se hallaban listas y con capacidad para proteger el régimen frente a la oposición interna; y en tercer lugar, aunque Kuwait era ya libre, la guerra no había hecho nada por mejorar «la seguridad y estabilidad del golfo Pérsico» –uno de los objetivos de guerra declarados por el presidente de EEUU–. En el armisticio acordado poco después, los norteamericanos entregaron a sus derrotados adversarios otro bien inestimable: el uso ininterrumpido de sus helicópteros. Así, cuando los kurdos, en el norte de Irak, y la población chiita, en el sur, se rebelaron contra Sadam Husein confiando en anteriores promesas de apoyo por parte de EEUU, Sadam los aplastó con facilidad utilizando armas químicas y biológicas, además de las convencionales, para masacrarlos por decenas de miles –a algunos ante los ojos escandalizados de los soldados norteamericanos.
Los comandantes norteamericanos tenían otras prioridades. Obsesionados todavía por el estigma de la derrota en Vietnam, se opusieron resueltamente a cualquier intervención prolongada en Irak, tanto mediante la ocupación de sus provincias meridionales como apoyando a los insurgentes. Su deseo, en cambio, era cantar victoria con la mayor rapidez y ostentación posibles (¡algunos quisieron celebrar las conversaciones de armisticio a bordo del acorazado Missouri, donde los japoneses se habían rendido en 1945!), y a continuación volver corriendo a casa para los desfiles triunfales. Sadam Husein permaneció, por tanto, en el poder, a pesar de que las sanciones económicas paralizaron la reconstrucción durante la posguerra (provocando la muerte de decenas de miles de civiles iraquíes por enfermedad y penuria), mientras que las inspecciones de armamento realizadas por la ONU y las patrullas de los sectores norte y sur de Irak (las llamadas «zonas de prohibición de vuelo») realizadas por aviones de la Coalición impedían cualquier recuperación militar. Aunque Sadam Husein se negaba periódicamente a admitir a los inspectores y disparaba de vez en cuando algún misil contra los aviones de la Coalición, nunca recuperó la capacidad militar que había tenido antes de la guerra. No obstante, EEUU dejó en la península Arábiga, sede de los lugares más sagrados del islam, un número considerable de unidades armadas a modo de «fuerza de reacción rápida» por si surgían nuevos problemas en el Golfo –a pesar de que su presencia continuada constituía una gran ofensa para muchos musulmanes.
La impresión de imbatibilidad de las armas norteamericanas creada por la Tormenta del Desierto se desvaneció rápidamente. A finales de 1992, unos 33.000 soldados (28.000 de ellos norteamericanos) marcharon a Somalia con un mandato de la ONU para impedir una hambruna y detener una guerra civil entre facciones rivales. De manera tal vez inevitable, acabaron inmiscuyéndose en los conflictos internos y, tras un intento chapucero de capturar a uno de los señores de la guerra locales en octubre de 1993, los milicianos de este caudillo tendieron una emboscada y asesinaron a 18 soldados norteamericanos, hirieron a 78 y capturaron a uno. También derribaron dos helicópteros Blackhawk. En ese momento, la pulla lanzada por Sadam Husein –«viven ustedes en una sociedad que no puede aceptar 10.000 muertos en una sola batalla» (página 393)– resultó ser una exageración: la opinión pública de Estados Unidos consideró intolerables incluso dieciocho muertes y exigió la retirada inmediata. A comienzos de 1994, el nuevo presidente de EEUU, Bill Clinton, actuando exactamente de la misma manera que el presidente Reagan tras el asesinato de casi 200 pacificadores en Líbano diez años antes, hizo volver a todas las fuerzas restantes estadounidenses. Aunque el incidente del «derribo del Blackhawk» se convirtió en el elemento central de un libro, una película y un juego de ordenador populares8, todos los norteamericanos vivirían lamentando la posterior muestra de debilidad.
Y también muchas otras personas. El presidente Clinton, temeroso de que la opinión pública no tolerara ya más bajas norteamericanas en operaciones humanitarias, se negó a intervenir en 1994, cuando bandas de milicianos, soldados y policías de la población hutu, mayoritaria en Ruanda, masacró en cuestión de semanas a entre 500.000 y 800.000 miembros de la minoría tutsi y obligó a huir a otros dos millones. Aquel mismo año, Clinton hizo también todo lo posible por evitar enviar soldados para poner fin a los excesos de un régimen asesino en Haití (y, luego, retiró tan pronto como pudo las fuerzas de EEUU) y se negó a enviar una fuerza de pacificación para detener el genocidio primero en Bosnia y, a continuación, en Kosovo, principalmente para evitar poner en peligro a soldados norteamericanos (página 398).
Las guerras de Chechenia
Es muy difícil que la intervención humanitaria en estos conflictos salvajes hubiera supuesto algún riesgo para la seguridad de Estados Unidos, pues, en 1991, la Unión Soviética –que había sido anteriormente el único rival posible en la escena mundial– se había desintegrado en una Comunidad de Estados Independientes de los que sólo el más extenso (la Federación Rusa) seguía recibiendo órdenes de Moscú. A raíz de la descomposición de la Unión Soviética surgieron varios conflictos militares, sobre todo en el Cáucaso y los Balcanes.
Casi de inmediato se produjeron disputas entre Moscú y el «Extranjero próximo» (según la expresión con que Moscú designaba el círculo de Estados incluidos antiguamente en la Unión). La mayoría de ellas, incluidas las referentes al control de la flota del mar Negro y a los emplazamiento nucleares sobre suelo no ruso, se resolvieron pacíficamente (aunque Ucrania, Bielorrusia y Kazajistán se convirtieron en ese momento en potencias atómicas); pero unas pocas desembocaron en guerras, en especial allí donde los separatistas consiguieron explotar las pasiones étnicas y religiosas. El peor conflicto se produjo en Chechenia, región de la Federación Rusa en las montañas del Cáucaso. El millón de chechenos, la mayoría musulmanes, organizados en «clanes», se ufanaba de una larga tradición de autonomía y rebeliones desde su incorporación a Rusia en el siglo xix y se negó a reconocer la autoridad de Moscú. Sus líderes declararon, en cambio, la independencia y comenzaron a perseguir a la minoría rusa, la mayoría de cuyos miembros vivía en la capital, Grozny (que significa «La Terrible» y había sido una fortaleza construida por los primeros invasores rusos), o en su entorno. Muchos huyeron. Luego, en 1993, estalló la guerra civil entre los distintos grupos musulmanes de Chechenia, lo que indujo a Moscú a enviar tropas para salvaguardar el orden (y mantener también el control de los fundamentales oleoductos que atravesaban la región). Aunque los blindados rusos lograron tomar las ciudades, resultaron, sin embargo, incapaces de derrotar a los chechenos en las montañas.
La guerra de Chechenia estuvo acompañada de una brutalidad generalizada y causó unas 70.000 bajas, incluidas algunas matanzas de adversarios capturados por soldados rusos. Esto sirvió para unir a todos los chechenos contra los invasores, hasta que, en 1996, reforzados por combatientes musulmanes extranjeros, los rebeldes lanzaron una contraofensiva y recuperaron Grozny. En agosto de 1996, el comandante ruso de la zona, que no deseaba destruir la ciudad para volver a tomarla, negoció un alto el fuego y retiró sus tropas: Chechenia fue de nuevo independiente en todo menos en el nombre. Durante la breve paz posterior, extremistas chechenos realizaron atentados terroristas en Moscú y apoyaron las actividades de grupos musulmanes en otras partes de la Federación para liberarse del control moscovita, hasta que, en 1999, el presidente ruso Borís Yeltsin envió a 100.000 soldados para restablecer el control. Al despliegue le siguió un nuevo baño de sangre en el que Grozny y otras ciudades quedaron prácticamente destruidas, mientras los chechenos seguían dominando con firmeza en las montañas. Además, militantes chechenos continuaron perpetrando numerosas acciones terroristas, entre ellas el asesinato en 2004 del presidente nombrado por Rusia, el derribo de dos aviones comerciales rusos, numerosos atentados suicidas con bomba por toda la Federación y la toma de una escuela llena de alumnos, padres y maestros. En este caso, la incompetencia tanto de los terroristas como de las fuerzas rusas que rodeaban la escuela tuvo como resultado la muerte de más de 300 rehenes (la mitad de ellos niños), a los que se sumaron más de 500 heridos.
Las guerras de los Balcanes
El hundimiento de la URSS hizo que en Yugoslavia, una federación de seis repúblicas (Serbia, Croacia, Macedonia, Bosnia-Herzegovina, Eslovenia y Montenegro) que había mantenido unidas un régimen comunista autoritario, rebrotaran profundas divisiones étnicas. Tras la muerte del fundador de la federación en 1980 surgieron divisiones internas, y la economía, agobiada por deudas internacionales, inflación y un paro creciente, decayó. Las elecciones multipartidistas celebradas en 1990 en algunas repúblicas constituyentes pusieron en primer plano a personalidades nacionalistas en Eslovenia y Croacia, preparando así el terreno para su declaración simultánea de independencia en junio de 1991. El gobierno central yugoslavo, dominado por el líder serbio Slobodan Milosevic, se lanzó al ataque; pero en enero de 1992, después de mucho derramamiento de sangre y una gran destrucción, las fuerzas de paz de la ONU y los diplomáticos norteamericanos le obligaron a reconocer la secesión de ambos Estados.
A renglón seguido estalló una guerra civil en Bosnia-Herzegovina, la república con mayor diversidad étnica de la antigua Yugoslavia. Los serbios de Bosnia deseaban continuar unidos a Belgrado, mientras que los musulmanes y croatas bosnios presionaban a favor de la independencia. A partir de abril de 1992, cada uno de los tres grupos étnicos procuró «limpiar» de todos sus adversarios las zonas sometidas a su control, y los serbios emprendieron, con el apoyo de Belgrado, una campaña especialmente feroz en la que, como práctica habitual, mataban a los hombres no serbios con quienes se topaban y violaban sistemáticamente a las mujeres de otras etnias. En el lapso de un año, las fuerzas serbias controlaban en torno al 70 por 100 de Bosnia. También bloqueaban la capital, Sarajevo, en poder del gobierno encabezado por los musulmanes; pero a pesar de la hambruna y las numerosas pérdidas, la ciudad resistió más de tres años –uno de los asedios más largos de la historia occidental.
En marzo de 1994, el presidente Clinton convenció a los bosnios musulmanes y croatas para que formaran una federación, pero los serbobosnios rechazaron cualquier compromiso. Las tropas de las Naciones Unidas mantuvieron en Bosnia sudoriental cinco «zonas seguras» para refugiados musulmanes (véase mapa), pero tenían órdenes de actuar con neutralidad; los soldados de la ONU podían emplear la fuerza para proteger entregas de ayuda, pero no para defender a aquellos a quienes iba destinada dicha ayuda. En 1995, unidades de policía y milicianos serbobosnios a las órdenes de Ratko Mladic decidieron aprovechar la situación y cercaron las zonas de seguridad de la ONU, incluida Srebrenica, una ciudad próxima a la frontera con Serbia protegida únicamente por 200 soldados holandeses equipados con armas ligeras. El 6 de julio, las fuerzas de Mladic comenzaron a bombardear la ciudad con su artillería, y tres días después mataron a un holandés de las fuerzas de pacificación y tomaron a otros catorce más como rehenes. Para entonces, las instalaciones de la ONU, cercadas con alambre de espino, albergaban a unos 5.000 refugiados, más otros 20.000 reunidos en el exterior. El 11 de julio, el comandante holandés, Ton Karremans, solicitó a la OTAN un ataque aéreo sobre las posiciones serbobosnias, pero Mladic amenazó con asesinar a los rehenes holandeses en cuanto comenzaran a caer las bombas. Karremans se vino abajo, y Mladic introdujo a sus hombres en Srbrenica al final de aquel mismo día, insistiendo en que todos los musulmanes debían entregar las armas si deseaban que se les garantizara la seguridad.
Mapa 21. La guerra civil yugoslava, 1991-1995. Cuando la Federación Yugoslava comenzó a desintegrarse, Eslovenia y Croacia realizaron en 1991, de forma simultánea, una declaración de independencia, lo que provocó una despiadada guerra de siete meses, al intervenir las fuerzas de Serbia para proteger, supuestamente, a la minoría étnica serbia en Croacia. En Bosnia-Herzegovina, donde musulmanes y croatas bosnios exigían la independencia a pesar de una enconada oposición de los serbobosnios, estalló otra salvaje guerra civil. Cada grupo étnico procuró «limpiar» de todos sus adversarios las zonas bajo su control y los serbios sitiaron durante tres años la capital, Sarajevo, en poder del gobierno encabezado por los musulmanes. En 1995, una ofensiva serbia renovada motivó la intervención de la OTAN, lo que condujo a una paz incómoda (los Acuerdos de Dayton), que dejó a Bosnia dividida entre tres grupos étnicos y completamente devastada por los cuatro años de guerra.
Algunos musulmanes bosnios, previendo las consecuencias, huyeron a las montañas, donde los serbios comenzaron a cañonearlos y, finalmente, les dieron caza. Entretanto, Mladic supervisó la separación de los demás hombres en edad militar, a quienes hizo prisioneros, del resto de las personas, a las que permitió marchar a salvo. A continuación, ofreció liberar a los rehenes holandeses y permitir la retirada de las fuerzas de pacificación, una vez entregados sus armas, provisiones y suministros médicos. Para salvar a sus soldados, Karremans aceptó las condiciones y abandonó a todos los musulmanes que se hallaban todavía en su cuartel general, a quienes los hombres de Mladic no tardaron en asesinar, junto con todos los demás que pudieron encontrar, sepultando sus cuerpos en fosas comunes antes de proseguir su avance sobre el resto de las «zonas de seguridad». En Srebrenica perecieron más de 8.000 musulmanes bosnios –unos por disparos de armas cortas y granadas, y otros, durante su huida, a causa del hambre, el calor y las heridas–. Fue la mayor atrocidad militar cometida en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, cincuenta años antes.
Las fosas superficiales aparecieron en imágenes tomadas por satélite dadas a conocer por el gobierno de Clinton al mes siguiente, y periodistas de EEUU no tardaron en poner al descubierto las pruebas de las masacres. Los aviones de guerra de la OTAN iniciaron tardíamente una campaña de bombardeo que obligó a los serbios a retirarse, mientras fuerzas de tierra croatas aprovechaban la oportunidad para invadir y conquistar territorio. En noviembre, abandonados por Milosevic, los serbobosnios se plegaron a la presión, respaldada por los norteamericanos, y aceptaron un acuerdo que condujo a la creación de dos frágiles miniestados: una república serbia y una federación musulmanocroata, cada una de ellas con una economía destrozada. Un «Alto Representante» de la ONU supervisó el proceso de paz en Sarajevo. La Guerra de Bosnia, de tres años de duración, se había cobrado 250.000 vidas (20.000 personas más siguen desaparecidas, probablemente muertas), mientras que en agosto de 1995 se habían registrado como refugiados de la antigua Yugoslavia más de dos millones de personas, la mitad de ellas, aproximadamente, procedentes de Bosnia.
En 2002, las Naciones Unidas dieron a conocer casi simultáneamente un presupuesto de recuperación de 12,5 millones de dólares para mejorar las viviendas, la infraestructura y la economía local de Srebrenica, y el Instituto Holandés para la Documentación de la Guerra publicó un informe detallado que culpaba a la ONU y al gobierno de Holanda de no haber impedido la masacre. El gobierno holandés dimitió en pleno, dando un ejemplo de humildad sin precedentes entre los políticos. Mientras, los holandeses acogieron un Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY), creado en 1993 por una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU. Hasta finales de 2007, el Tribunal ha encausado a más de 160 personas por crímenes de guerra, de las cuales ha juzgado a más de 100, entre ellas al dirigente serbio Slobodan Milosevic, primer ex jefe de Estado sometido a juicio ante una corte internacional por actos en el desempeño de su cargo9. Milosevic, al igual que la mayoría de los serbios, negó clamorosamente que se hubiesen producido atrocidades en Bosnia (o, incluso, en cualquier otro lugar) durante las guerras desencadenadas por él en Yugoslavia; pero las desgarradoras declaraciones de más de 5.000 testigos, la exhumación de los cadáveres de muchas víctimas y la publicación de fotografías y filmaciones que mostraban su muerte por asesinato hicieron que ese punto de vista resultara insostenible. En junio de 2004, las autoridades serbobosnias admitieron por fin que sus fuerzas de seguridad habían perpetrado de hecho la masacre de Srebrenica, y al año siguiente –una década después de los asesinatos masivos– confirmaron que unidades de la policía de la propia Serbia habían tomado también parte en ella.
Milosevic hubo de hacer frente a otros cargos motivados por una guerra distinta. En 1990 había puesto fin a la semiautonomía disfrutada en el seno de Serbia por Kosovo, una provincia fundamental para la identidad nacional serbia, habitada mayoritariamente por musulmanes, y, tras seis años de una resistencia pasiva, en general, un grupo de militantes musulmanes formó el Ejército de Liberación de Kosovo (el UÇK, según sus siglas en albanés), consagrado a obtener la independencia. En 1998, en respuesta a los ataques del UÇK contra los serbios de la región, Milosevic aprobó un conjunto de represalias que obligaron a huir a cientos de miles de musulmanes, proceso denominado ufanamente por él con la expresión de «limpieza étnica». La amenaza de una intervención armada de la OTAN condujo a la celebración de negociaciones de paz a lo largo del invierno de 1998-1999; pero aunque los dirigentes kosovares se declararon dispuestos a aceptar la autonomía dentro de Serbia como un compromiso temporal, junto con un posterior referéndum de independencia, Milosevic rechazó el trato y ordenó reanudar la limpieza étnica.
Los aviones de la OTAN realizaron unas 10.000 salidas en la primavera de 1999 y lanzaron ataques contra las principales ciudades y unidades serbias situadas en Kosovo, con la esperanza de obligar a Belgrado a aceptar el acuerdo de paz. La misión fracasó. A pesar, incluso, de que sus bombas provocaron enormes daños materiales, como los aviones de la OTAN volaban a 2.500 o más metros de altitud para evitar los disparos desde tierra, la habilidosa utilización de métodos de camuflaje permitió a las fuerzas serbias conservar intacta la mayor parte de su armamento. Siempre que la noche o el mal tiempo obligaban a los aviones de la OTAN a permanecer en tierra, las unidades serbias destacadas en Kosovo seguían matando, violando, saqueando e incendiando impunemente. Cuando Milosevic admitió, por fin, la derrota (más por presiones diplomáticas de los rusos que por las once semanas de bombardeos de la OTAN), el número de musulmanes huidos de Kosovo era de unos 600.000, y se había asesinado a miles de hombres y violado a miles de mujeres. Las fuerzas serbias no se marcharon y el UÇK no depuso sus armas hasta que, en junio de 1999, entraron en la provincia 40.000 soldados de la OTAN (KFOR). Aunque las cuatro guerras de Milosevic se habían emprendido con el pretexto de proteger la patria serbia, dejaron en ruinas una gran parte de Yugoslavia. La reconstrucción no comenzó hasta que la oposición serbia expulsó a Milosevic de su cargo el año 2000 y lo envió a La Haya para ser juzgado por crímenes de guerra ante el TPIY.
Otras víctimas de la guerra
Las atrocidades de la guerra de los Balcanes no fueron las únicas. Los escalofriantes sucesos de Srebrenica, Kosovo y demás lugares de la antigua Yugoslavia tuvieron sus paralelos en otras guerras civiles libradas a finales del siglo xx y comienzos del xxi: en Asia, en Sri Lanka y algunas partes de Indonesia; y en África, en Argelia, Angola, Eritrea, Etiopía, Liberia, Ruanda, Sierra Leona, Somalia, Sudán y Zaire (conocida también como República Democrática del Congo). Cada uno de esos conflictos provocó una inmensa destrucción humana y material. Así, en los diez años de la guerra de Zaire (1996-2006), el conflicto interestatal más grave de la historia del África moderna, intervinieron tropas de nueve Estados, y las acciones afectaron directamente a las vidas de 50 millones de congoleños: los muertos llegaron casi a los 4 millones (la mayoría, por hambre y enfermedades provocadas por la guerra, más que por los propios combates); varios millones más huyeron de sus hogares para convertirse en refugiados en su propia nación o en países vecinos. Pero, incluso después de concluir las matanzas, todos los países sufrieron trastornos económicos, exacerbados por una tasa de natalidad muy elevada que incrementó con el tiempo el número de jóvenes para los cuales la integración en un grupo de milicianos constituía a menudo la única posibilidad de supervivencia –al menos a corto plazo.
En muchos países musulmanes de Asia central y occidental, el elevado índice de nacimientos generó muchos más jóvenes que los que podían absorber las economías locales. En Afganistán y Pakistán, en particular, muchos varones de edad juvenil hallaron sustento material y espiritual en escuelas religiosas (madrasas), donde se imbuían de una ideología radical que demonizaba a Occidente y a su principal aliado en Oriente Medio, el Estado de Israel. La ocupación ininterrumpida por parte de los israelíes de zonas conquistadas a sus vecinos árabes en 1967 (página 389) y la proliferación de asentamientos judíos en ellas provocaron un rencor apasionado entre muchos musulmanes y una campaña de desobediencia civil (llamada Intifada, de una palabra árabe que significa «convulsión») entre los árabes palestinos a partir de 1987. Cientos de personas perdieron la vida en un ciclo de matanzas y represalias. A mediados de los años noventa, la paz pareció posible durante un tiempo, cuando, sometidos a una intensa presión por parte del presidente Clinton, los dirigentes palestinos e israelíes acordaron la creación de un autogobierno transitorio para Cisjordania y la Franja de Gaza; pero los palestinos rechazaron un plan ulterior para crear en la región dos Estados independientes.
El año 2000 comenzó una segunda Intifada, y los atentados suicidas palestinos con bombas y los lanzamientos de misiles israelíes causaron pérdidas significativas de vidas y propiedades y una invasión de los territorios controlados por la Autoridad Palestina, invasión lanzada por las fuerzas terrestres israelíes en busca de militantes. El ciclo de violencia reforzó a estos últimos, y, en 2006, unas elecciones democráticas tuvieron como resultado una mayoría de escaños para Hamás (acrónimo de Harakat alMuqawama alIslamiyya, Movimiento de Resistencia Islámico, pero que en árabe significa también «fervor»), organización entre cuyos objetivos políticos declarados se incluían destruir a Israel e izar «el estandarte de Alá sobre cada centímetro de Palestina». Israel y sus aliados occidentales congelaron en ese momento los activos e ingresos pertenecientes a la Autoridad Palestina, lo que provocó caos político, penuria económica y una desesperación creciente. Los choques armados entre israelíes y palestinos fueron en aumento.
Israel se enfrentó también a un importante problema de seguridad en su frontera septentrional. En 1982, en respuesta a los ataques lanzados contra sus territorios por exiliados palestinos instalados en el Líbano, las fuerzas israelíes invadieron y ocuparon el sur del país. La ocupación estimuló la formación de nuevos grupos militantes musulmanes, entre ellos Hezbolá (en árabe, «Partido de Dios»), y el año 2000, debido en parte al éxito de las tácticas de guerrilla de este grupo, Israel retiró sus fuerzas del sur del Líbano. Tampoco esto consiguió traer la paz, y los ataques de Hezbolá con cohetes e incursiones continuaron hasta que, en julio de 2006, Israel contraatacó por tierra, mar y aire. Una campaña de un mes de duración provocó grandes trastornos y devastación en Líbano, pero Hezbolá siguió atacando objetivos en el interior del territorio israelí, hasta que un alto el fuego impuesto por las Naciones Unidas puso fin a los combates. La capacidad de Hezbolá para adquirir y desplegar misiles complejos de fabricación rusa e iraní unida a la imposibilidad de las fuerzas de tierra israelíes para imponerse, hizo comprender que la paz no duraría mucho. No obstante, el hecho de que Israel pudiera introducirse en Siria (que apoyaba abiertamente a Hezbolá) e inutilizar todos su sistema defensivo mientras sus reactores destruían una supuesta instalación nuclear en septiembre de 2007 demostró que seguía teniendo ventaja en la guerra convencional.
Aunque las hostilidades continuaron entre Israel y algunos de sus vecinos, en los años noventa concluyeron varios conflictos de larga duración en otras partes del mundo. En América Latina, las guerras civiles de Nicaragua, El Salvador y Guatemala cesaron mediante negociaciones, mientras que, en Perú, la captura del dirigente del movimiento maoísta «Sendero Luminoso» dio fin a una importante insurrección. En Irlanda del Norte, donde las tropas británicas habían luchado en vano desde 1969 para poner término a la violencia armada entre militantes protestantes y católicos, la mediación de EEUU ayudó a concertar en 1988 el «Acuerdo de Viernes Santo», con el que acabaron en gran parte las matanzas. Cuando el progreso hacia la paz llegó más tarde a un punto muerto, la decisión de EEUU de congelar los activos de todas las organizaciones sospechosas de ayudar al terrorismo (página 410) privó a los católicos norirlandeses de un apoyo esencial, y en mayo de 2007 sus líderes ocuparon cargos de gobierno, junto con sus antiguos rivales, en una administración de «poder compartido». Dos meses después lograron uno de sus objetivos principales: el ejército británico se retiró del Ulster tras el despliegue ininterrumpido más largo de su historia, con una duración de treinta años.
Lecciones no aprendidas
Estas «guerras sucias» de los años noventa revelaron varios puntos débiles significativos en la práctica occidental de la guerra. En primer lugar, la impotencia de la OTAN para detener la «limpieza étnica» en Kosovo mostró importantes limitaciones en la eficacia de los bombardeos aéreos. Un informe británico sobre la incapacidad para poner fin a la insurgencia en Irak llegaba a la siguiente conclusión ya en 1922: «Los aeroplanos no pueden por sí solos obligar a rendirse a las tribus hostiles o derrotarlas»10. La experiencia, primero de Francia y luego de Estados Unidos, en Vietnam confirmó plenamente ese veredicto; y en la propia Guerra del Golfo, la presencia de las «botas sobre el terreno» resultó esencial para expulsar a las fuerzas iraquíes de Kuwait. Los ataques aéreos, sea cual sea la «precisión quirúrgica» lograda y tanto si son realizados por aparatos de alas fijas como por helicópteros, no pueden eliminar enteramente por sí solos a unos adversarios imaginativos y resueltos. La campaña de Kosovo confirmó también un segundo legado. Como es comprensible, el presidente Clinton se mostró sumamente reticente a poner en peligro a soldados norteamericanos en los Balcanes, pues los serbios no representaban una amenaza clara e inmediata para la seguridad de EEUU. Lo que no se entiende tanto es que hiciera publicidad de su reticencia declarando públicamente que no asignaría tropas de tierra a Kosovo –permitiendo así a Milosevic saber que podía poner impunemente en práctica sus planes asesinos–. Por tanto, aunque la estrategia de Clinton garantizaba que ni un solo norteamericano moriría en la campaña de Kosovo, reforzó también la sensación producida en Somalia de que EEUU no estaba ya dispuesto a enviar sus tropas a una guerra terrestre.
La segunda innovación en los conflictos de los años noventa se dio en los reportajes de guerra. Sadam Husein había permitido a periodistas occidentales permanecer en Bagdad durante la Guerra del Golfo y enviar informaciones en directo (aunque sujetas a censura), lo que permitía a sus asombrados públicos ver las películas obtenidas por equipos de cámaras que filmaban aviones de la Coalición al despegar de sus bases y, a continuación, secuencias tomadas por sus colegas cuando esos mismos aviones evitaban el fuego antiaéreo iraquí y dejaban caer sus bombas sobre la capital. Cuatro años después, aunque Borís Yeltsin prohibió la entrada de periodistas extranjeros en la zona de guerra de Chechenia, permitió a reporteros rusos «incrustarse» entre sus tropas y emitir filmaciones y comentarios, incluso cuando la invasión quedó empantanada. Además, la difusión de internet dio a los chechenos la posibilidad de transmitir al mundo imágenes que presentaban la crueldad de los invasores y la vacuidad de las reiteradas afirmaciones de «victoria inminente» lanzadas por Moscú. Así lo hicieron también cuando, en 1999, las fuerzas rusas volvieron a llevar a cabo su segunda invasión; e igualmente los partidarios de Slobodan Milosevic, quien organizó conciertos de rock durante los bombardeos aéreos de la OTAN para demostrar tanto su desprecio hacia el enemigo como la imprecisión del bombardeo. Milosevic no podía controlar, sin embargo, a los periodistas extranjeros. Así, por ejemplo, dos días después de que las imágenes por satélite revelaran la existencia de posibles fosas comunes en torno a Srebrenica en 1996, David Rohde, del Christian Science Monitor, contrató a un traductor y un chófer y, actuando casi a solas, dio a conocer al mundo los campos de la muerte. Los gobiernos en guerra no pudieron seguir ocultando sus atrocidades al mundo en general –al menos en zonas por las que ese mundo mostraba alguna preocupación.
Finalmente, tanto las operaciones de Chechenia como la de Somalia demostraron lo extremadamente difícil que es aplastar con medios convencionales a guerrilleros muy motivados que combaten en zonas –especialmente si son urbanas– que conocen mucho mejor que las tropas invasoras. Esta guerra asimétrica resultaba desventajosa para los invasores por dos razones. Por un lado, el elevado grado de adiestramiento y el armamento de «alta tecnología» característicos de la guerra moderna hacen relativamente difícil convertir para uso militar recursos humanos y económicos de utilización civil; pero esto no es así en el caso de unos militantes capaces de emplear armamento de «baja tecnología» contra la infraestructura o contra posiciones aisladas de los invasores. Por otro lado, cuanto más dure la resistencia, más oportunidades tendrán los resistentes de recibir refuerzos. Así, los muyahidines («luchadores», en árabe) acudieron de todo el mundo a Afganistán, Chechenia y Somalia. Los miembros de una pequeña organización de fundamentalistas musulmanes conocida como Al Qaeda («La base»), que comenzaron a operar en Sudán y estaban dirigidos por el carismático líder saudí Osama bin Laden, tuvieron un papel destacado entre esos muyahidines. A comienzos de 1992, Bin Laden publicó una fatua (edicto religioso) en la cual convocaba a todos los musulmanes a emprender una guerra santa contra los soldados occidentales que habían «ocupado» tierras islámicas (en especial, Arabia). Somalia fue su primer campo de pruebas y Bin Laden dio continuidad al éxito de los muyahidines en aquel país apoyando campañas similares en Chechenia, Bosnia y otros lugares. No obstante, hizo hincapié desde el primer momento en que para poder ganar la batalla no había que limitarse a cortar «la cabeza de la serpiente» –en alusión a los Estados Unidos de América–; así pues, observó con interés el intento fallido, realizado en 1993 por una célula islamista, de derribar las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York haciendo estallar un camión lleno de explosivos. Aquel fracaso no sólo puso al descubierto la reacción despreocupada, complaciente y confusa de Estados Unidos tras sufrir un ataque directo, sino que incitó también a los dirigentes de Al Qaeda a dedicar una atención más intensa a las debilidades estructurales del mencionado Centro11.
Atentado contra Estados Unidos
Al principio, Bin Laden buscó «objetivos fáciles», como unas instalaciones militares conjuntas de instrucción de Arabia Saudí y EEUU, donde los activistas de Al Qaeda hicieron estallar en 1995 un coche bomba que mató a cinco norteamericanos; pero también pensaba en estrategias de mayor alcance. Dos años después, sus agentes compraron un cilindro que contenía, según creían, uranio de uso armamentista, pues, tal como explicaba amablemente uno de ellos, «es fácil matar a más gente utilizando uranio»12. Para entonces, las demandas internacionales para que Sudán entregara a Bin Laden le habían llevado a huir a Afganistán. Cuando llegó allí, los distintos grupos de combatientes se disputaban el control del país, pero en 1996 Kabul, la capital, cayó en poder de los talibanes (extremistas musulmanes sunitas, árabes en su mayoría, y no afganos), que acogieron encantados a Bin Laden, les concedieron a él y a sus asociados libertad de movimiento y les permitieron instalarse y dirigir campamentos donde entre 10.000 y 20.000 reclutas devotos musulmanes de todo el mundo aprenderían cómo atentar contra intereses occidentales.
Sin embargo, sólo un número relativamente bajo de reclutas fueron considerados «dignos» de convertirse en miembros plenos de Al Qaeda, pues si en Sudán Bin Laden se había limitado a proporcionar entrenamiento, armas y fondos que permitieran a otros grupos llevar a cabo los atentados de hecho, en ese momento trazó planes para golpear él mismo «la cabeza de la serpiente». En febrero de 1998 dictó otra fatua en la cual afirmaba que Estados Unidos había declarado la guerra a Dios y su Profeta, y hacía constar que asesinar a norteamericanos era ahora «un deber personal de todo musulmán, que podrá llevar a cabo en cualquier país donde le sea posible hacerlo». Poco después, en una entrevista para la televisión norteamericana, volvió a insistir en que «es mucho mejor para cualquiera matar a un solo soldado norteamericano que derrochar esfuerzos en otra actividad», aunque añadió de inmediato: «No hacemos diferencias entre militares o civiles. Por lo que a nosotros respecta, todos constituyen un blanco»13. El siguiente agosto, terroristas suicidas de Al Qaeda condujeron dos camiones llenos de explosivos hasta el interior de las embajadas de EEUU en Nairobi (Kenia) y Dar es Salaam (Tanzania), los hicieron estallar y mataron a 12 norteamericanos y a otras 200 personas, además de herir a varios miles (casi todos ellos africanos). Bin Laden se atribuyó de inmediato la responsabilidad y, luego, temiendo la venganza norteamericana, buscó refugio en la zona rural de Afganistán. Dos semanas después, misiles de crucero Tomahawk disparados desde barcos de guerra alcanzaron una fábrica sudanesa que producía, supuestamente, gas nervioso para Al Qaeda y varios de sus campamentos de instrucción de Afganistán. Los misiles causaron grandes daños y mataron a entre 20 y 30 personas, pero Bin Laden no fue una de ellas.
En 1999, Al Qaeda planeó otra operación pensada para matar norteamericanos y convencerles así de que se retiraran del sagrado suelo de Arabia. Al principio se pensó en atacar un petrolero mediante una barca cargada de explosivos, pero Bin Laden cambió el objetivo por un buque de guerra de EEUU. En enero de 2000, un equipo suicida intento hundir uno en el puerto de Adén, pero su barca se fue a pique mientras navegaba; ocho meses más tarde, otro equipo consiguió dañar –aunque no hundir– el barco de EEUU Cole mientras se hallaba anclado en dicho puerto, mató a 17 marineros norteamericanos e hirió a otros 40. Bin Laden se escondió una vez más para evitar el previsto golpe de venganza, pero en este caso no se produjo ninguno.
Dos factores explican la falta de respuesta clara por parte de EEUU. En primer lugar, tres semanas después del atentado contra el Cole, Estados Unidos celebró unas elecciones presidenciales que concluyeron en un resultado discutido. Durante más de un mes, la nación centró su atención en si George W. Bush sería o no el sucesor de Bill Clinton en la presidencia, lo que hizo prácticamente imposible coordinar otro ataque con misiles contra Afganistán. En segundo lugar, aunque se hubiera pensado en lanzar un ataque, los servicios de espionaje de EEUU y las autoridades militares temían que la acción directa –en especial en ausencia de pruebas inmediatas de una implicación de Bin Laden– pudiera provocar una reacción islámica. Todos en Washington recordaban el veredicto de la revista londinense The Economist cuando dijo tras los ataques de 1998 que sólo el tiempo diría si los misiles «habían generado 10.000 nuevos fanáticos donde probablemente no había ninguno»14. También recordaban el escándalo organizado en todo el mundo al año siguiente, cuando una bomba de la OTAN cayó, al parecer por error, sobre la embajada china en Belgrado. Sin embargo, a pesar, incluso, de que Estados Unidos no tomó ninguna represalia provocativa, el atentado contra el Cole funcionó como una poderosa herramienta de reclutamiento para Al Qaeda. Bin Laden dio instrucciones a la Comisión de Medios del movimiento para preparar un vídeo propagandístico que incluía una recreación de la operación, varias secuencias de campamentos de instrucción e imágenes de los sufrimientos de los musulmanes en Palestina, Indonesia y Chechenia. Los campamentos de Afganistán no tardaron en recibir una nueva oleada de celosos reclutas.
Bin Laden pensaba ya en otros objetivos. Mientras George W. Bush se centraba, primero, en hacerse con la presidencia y, luego, en crear un «escudo antimisiles» para proteger a Estados Unidos de la amenaza de un ataque catastrófico repentino –pues el número de países con armas nucleares seguía creciendo: Israel y Corea del Norte, cuatro Estados en la antigua Unión Soviética, India y Pakistán–, Al Qaeda preparaba otra operación audaz y mortífera. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros del grupo secuestraron tres aviones comerciales poco después de despegar y los lanzaron contra las Torres Gemelas del World Trade Center, en Nueva York, y contra el Pentágono, en Washington. Los pasajeros de un cuarto avión secuestrado, que había despegado con retraso, conocieron a través de sus teléfonos móviles las intenciones de los secuestradores y les obligaron a estrellar el avión contra un campo en Pensilvania antes de llegar al objetivo designado. Este extraordinario acto de heroísmo salvó de una destrucción casi segura el edificio del Capitolio de EEUU o la Casa Blanca, junto con todas las personas que se hallaban en su interior aquella mañana. Aun así, con una inversión de menos de 500.000 dólares, además de sus propias vidas, los diecinueve secuestradores seleccionados por Bin Laden mataron en menos de una hora a 3.000 norteamericanos, aproximadamente (probablemente a muchos más)15, causaron daños por valor de millones de dólares y acabaron para siempre con el sentimiento de invulnerabilidad de Estados Unidos.
El Imperio contraataca
Con la excepción de Palestina, Irak y unos pocos países más que sentían escasa simpatía hacia Estados Unidos, los atentados del «11 de septiembre» (según la expresión con que acabaron conociéndose) indignaron a la opinión mundial. En Londres, los guardias del palacio de Buckingham tocaron el himno nacional norteamericano; en Aberdeen (Escocia), todos los semáforos se mantuvieron en rojo durante dos minutos en señal de solidaridad. Además, el 18 de septiembre de 2001, 58 países habían prometido ayuda (equipos y personal de búsqueda y rescate, asistencia médica y hasta soldados) para participar en una invasión de Afganistán. Dos días más tarde, el presidente Bush hizo público un ultimátum: «Los talibanes deben actuar, y además de inmediato», anunció en una alocución televisada al Congreso. «Entregarán a los terroristas o compartirán su suerte»16. Al día siguiente aprobó planes para realizar incursiones aéreas y atacar objetivos de Al Qaeda y los talibanes; fuerzas de Operaciones Especiales en conjunción con tropas de algunos señores de la guerra afganos solidarizados con Estados Unidos llevarían a cabo esas operaciones, a las que seguiría una invasión a pequeña escala efectuada por fuerzas terrestres norteamericanas estacionadas en países vecinos. Como los talibanes se negaron a entregar a Bin Laden al presidente Bush, el 7 de octubre de 2001, coincidiendo con el aniversario de la derrota de los turcos otomanos en Lepanto en 1571, comenzó el bombardeo aéreo. El régimen talibán, que se había vuelto impopular en el país y en el extranjero tras cinco años de gobierno brutal, se derrumbó en dos meses cuando EEUU y sus aliados lanzaron 6.500 misiones de ataque y fuerzas afganas opuestas a los talibanes arremetieron (ayudadas por algunas unidades norteamericanas) contra los luchadores supervivientes de Al Qaeda en las montañas de Tora Bora, a lo largo de la frontera oriental. El conjunto de la operación costó a la coalición menos de 20 muertos. Poco después, Hamid Karzai, un político exiliado, regresó a Kabul como jefe provisional del Estado, y en 2004, tras las primeras elecciones democráticas de la historia de Afganistán, se convirtió en presidente del país. El nuevo régimen dependía del apoyo de dos aliados fundamentales: por un lado, los señores de la guerra afganos que simpatizaban con él, denominados ahora «dirigentes regionales», que siguieron dominando la mayoría de las provincias del norte; y, por otro, los casi 40.000 soldados mantenidos por la OTAN y EEUU, a quienes se encomendó la tarea de mantener el orden en el resto del país. Aunque una presión militar constante, unida a la deportación y encarcelamiento de personas sospechosas de insurgencia en prisiones de la Coalición situadas en todo el mundo (principalmente en unas instalaciones improvisadas de EEUU en la bahía de Guantánamo, en Cuba), paralizaron temporalmente tanto a los talibanes como a AlQaeda, sus fuerzas se reagruparon en zonas remotas a ambos lados de la frontera con Pakistán y lanzaron numerosos ataques.
El éxito inicial de EEUU en Afganistán le devolvió el prestigio militar que había perdido en Somalia y demostró que la tecnología militar occidental podía imponerse incluso sin el apoyo de unas fuerzas terrestres considerables. Pero todo ello constituía sólo una parte de la respuesta planeada por el presidente Bush como réplica a los atentados del 11 de septiembre. El 25 de octubre de 2001, Bush firmó la 9ª Directriz Presidencial de Seguridad Nacional, titulada «Derrota de la amenaza terrorista contra Estados Unidos». La directriz preveía una guerra global contra el terrorismo, no hacía distinciones ente los terroristas y quienes los acogían, y declaraba que, en caso de necesidad, se recurriría a la fuerza militar. Una serie de anexos analizaba cada uno de los grupos terroristas contra los que se dirigía y la mejor manera de privarles de apoyos económicos e impedir que adquirieran armas de destrucción masiva. El objetivo del presidente era la «eliminación del terrorismo como amenaza para nuestra forma de vida»17. El Tesoro norteamericano congeló los activos que pudiera tener en Estados Unidos cualquier organización sospechosa de practicar el terrorismo o apoyarlo y puso fin a sus actividades económicas en el país. Entre esas organizaciones se hallaban no sólo los grupos a los que se consideraba vinculados a Al Qaeda, sino también redes que actuaban en otros lugares, incluidos los sospechosos de financiar la campaña del Ejército Republicano Irlandés (IRA) para expulsar a los británicos de Irlanda. En el extranjero, el presidente buscó pruebas de que otros regímenes favorecían a Al Qaeda y sus sospechas recayeron de inmediato sobre Irak. Otros miembros de su gobierno estuvieron de acuerdo, y algunos sostuvieron que las fuerzas de EEUU debían atacar a Afganistán e Irak simultáneamente, pues consideraban probable que Sadam Husein hubiera patrocinado de alguna manera los atentados del 11 de septiembre.
Aunque el presidente descartó un doble ataque simultáneo, sus principales asesores militares comenzaron a planear la invasión de Irak para un futuro próximo. No estaban solos. En febrero de 2002, el gobierno británico encargó un estudio sobre la existencia de armas de destrucción masiva en cuatro países, entre ellos Irak, y, poco después, el primer ministro, Tony Blair, ordenó realizar una investigación similar, que en este caso tendría como único objeto a Irak. En septiembre, Blair anunció que su gobierno publicaría un informe completo que ofrecería pruebas de que Irak poseía tanto armas de destrucción masiva como capacidad para utilizarlas, y, con unas indicaciones mínimas de la oficina del primer ministro, sus especialistas de los servicios de espionaje declararon, según se esperaba de ellos, que «los militares iraquíes estaban en disposición de desplegar armas de destrucción masiva a los 45 minutos de que se tomara una decisión en ese sentido»18.
El presidente Bush citó esta declaración –y otras afirmaciones realizadas por fuentes de espionaje norteamericanas y extranjeras– para justificar el haber designado a Irak (junto con Irán y Corea del Norte) como parte de un «eje del mal» que amenazaba la seguridad del mundo. A partir de ese momento, comenzó a retirar recursos norteamericanos (tanto militares como de espionaje) de Afganistán e intentó obtener un mandato de las Naciones Unidas y la OTAN para invadir Irak. El mandato no llegaba, y cuando Bush siguió adelante, a pesar de todo, la firme simpatía de que había sido objeto Estados Unidos a raíz del 11 de septiembre comenzó a desvanecerse y, en cambio, se produjeron en todo el mundo manifestaciones masivas contra la inminente guerra –una, celebrada en febrero de 2003 y coordinada por primera vez a través de internet, sacó a la calle a millones de personas–. España, cuyo presidente, José María Aznar, había declarado su apoyo inequívoco a la invasión y prometido enviar tropas, conoció la mayor manifestación de masas de su historia: en Madrid, un millón de personas –una tercera parte de la población de la capital– marchó contra la guerra.
Pero todo fue inútil: en marzo de 2003, el presidente Bush lanzó un ultimátum y dijo que ordenaría a las fuerzas de EEUU invadir Irak a menos que Sadam saliera del país; y en cuanto expiró el plazo, aviones de guerra norteamericanos iniciaron un espectacular bombardeo de los edificios del gobierno iraquí y otros objetivos (entre ellos un «ataque para decapitar» al propio Sadam). Luego, fuerzas de la Coalición invadieron Irak desde Kuwait (Turquía se negó a participar) y, para sorpresa de muchos observadores (especialmente en el mundo árabe), capturaron Bagdad en menos de tres semanas. En la mayoría de las zonas cesó la resistencia organizada, y aunque Sadam Husein y muchos de sus principales consejeros desaparecieron, las fuerzas de la Coalición habían detenido a la mayoría de ellos (incluido Sadam Husein) a finales de 2003.
Al cabo de poco tiempo, algunas de las «lecciones no aprendidas» en las guerras de los años noventa alteraron ese cuadro de color de rosa. El presidente Bush y sus asesores más próximos pasaron por alto, sobre todo, el hecho de que las guerras libradas con éxito por Estados Unidos en el pasado –la Segunda Guerra Mundial y la de Corea, así como la de los Balcanes– habían desembocado a menudo en compromisos sin plazo fijo que duraron décadas y costaron miles de millones de dólares. Así pues, esa posibilidad no formó parte de sus planes. Semejante incapacidad tan mayúscula para aprender de la historia merece un examen más detallado. El presidente presentó tres justificaciones para invadir Irak: primero, que Sadam Husein poseía «armas de destrucción masiva» que amenazaban la paz mundial; segundo, que apoyaba a Al Qaeda y a otros grupos terroristas internacionales, con lo que constituía una amenaza para la seguridad norteamericana; y finalmente, que sustituir por una democracia a un dictador que había lanzado ya dos guerras agresivas traería estabilidad tanto a Irak como al conjunto de Oriente Medio, al reducir la penuria, la ignorancia y la corrupción que daban pábulo a los extremistas islámicos violentos. Bush creía que las fuerzas norteamericanas podrían conseguir los tres objetivos en un plazo de seis meses19.
¿Cómo pudo estar tan equivocado el presidente Bush? Para empezar, tal como había ocurrido cuarenta años antes con su antecesor John F. Kennedy cuando pensó en apoyar la operación de Bahía Cochinos (página 378), George W. Bush escuchó predicciones eufóricas de apoyo popular masivo a la invasión no sólo por boca de la CIA, sino también de algunos exiliados elocuentes y adinerados (la mayoría de los cuales llevaba mucho tiempo ausente de su país natal). Uno de ellos, Ahmed Chalabi (un chiita que había salido de Irak en 1956, a la edad de 12 años), consiguió hacerse oír por altos funcionarios del Departamento de Defensa. Aquellos defensores de la intervención armada convencieron conjuntamente al presidente de que, en cuanto las tropas de la Coalición hubieran eliminado a Sadam Husein, tanto los sunitas como los chiitas darían la bienvenida a los invasores como liberadores, tal como había ocurrido en Kuwait en 1991 y en Kosovo en 1999. A diferencia de Kennedy cuarenta años antes, el presidente Bush decidió que, en esta ocasión, fuerzas de Estados Unidos participarían en la invasión junto con los exiliados (incluido Chalabi) y ordenó a su secretario de Defensa, Donald H. Rumsfeld, que trazara los planes necesarios.
Rumsfeld se parecía a Robert McNamara, el secretario de Defensa de Kennedy: ambos eran veteranos reconvertidos en ejecutivos empresariales que intentaban hacer más eficiente el ejército estadounidense imponiéndole técnicas de gestión comercial20. En los aspectos en que McNamara apoyaba el «análisis de sistemas», Rumsfeld se mostraba partidario de la «logística del just in time», que (según sus predicciones) permitiría a unas fuerzas más ligeras y con mayor movilidad, equipadas con armas «inteligentes», superar los rendimientos de ejércitos más numerosos y lentos. Así pues, rechazó los planes elaborados por sus generales para derrocar a Sadam Husein mediante el despliegue de medio millón de soldados, como en la Guerra del Golfo de 1991, e insistió, en cambio, en que bastaban 130.000 para alcanzar los objetivos del presidente, y, por tanto, hostigó implacablemente a sus generales hasta que desarrollaron un proyecto para actuar de esa manera.
El éxito de la «Operación Libertad Iraquí», en la que 130.000 soldados de la Coalición derrotaron a las fuerzas de Sadam Husein en tres semanas, no sólo confirmó el punto de vista de Rumsfeld, sino que otorgó, además, credibilidad a su afirmación posterior de que ese mismo número de soldados sería también suficiente para salvaguardar Irak hasta que un gobierno democrático pudiera hacerse cargo del país. Algunos generales expresaron, no obstante, ciertas dudas. Así, en una sesión del Congreso celebrada un mes antes de la invasión, un miembro de la Comisión de Servicios Armados del Senado pidió al general Eric Shinseki, jefe de Estado Mayor del Ejército de EEUU, que les «diera una idea de cuál debía ser el número de fuerzas armadas requeridas para una ocupación de Irak tras una conclusión victoriosa de la guerra». Después de algunas vacilaciones, el general respondió: «Una cantidad cercana a varios cientos de miles de soldados»21. El general justificó su cifra, tan distinta de la de Rumsfeld, su superior político, con unos cuantos datos que saltaban a la vista:
Estamos hablando de controlar, una vez concluidas las hostilidades, un territorio geográficamente muy considerable, afectado por el tipo de tensiones étnicas que pueden conducir a otros problemas. Por tanto, para mantener unas condiciones de seguridad y salvaguardia, para garantizar que la gente tenga qué comer y que haya suministro de agua, es decir, todas las responsabilidades normales que acompañan a la administración de una situación como ésta, se requiere una presencia significativa de fuerzas sobre el terreno22.
Rumsfeld y su equipo se apresuraron a menospreciar la actitud cautelosa del principal general del ejército. Dos días después, al prestar declaración ante el Comité Presupuestario de la Cámara de Representantes, el vicesecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, observó que
se han formulado numerosos comentarios –algunos completamente descabellados– sobre cuáles podrían ser nuestras necesidades en Irak después de la guerra. Algunas de las predicciones más extremas que hemos escuchado recientemente, como la idea de que harán falta varios cientos de miles de soldados de EEUU para proporcionar estabilidad al Irak posterior a Sadam, se pasan absolutamente de la raya. Resulta difícil concebir que vayan a necesitarse más fuerzas para proporcionar estabilidad al Irak posterior a Sadam que las que se requerirían para librar la propia guerra y garantizar la rendición de las fuerzas de seguridad de Sadam y su ejército –se trata de algo difícil de imaginar23.
Después de este exabrupto fue también «difícil de imaginar» que otros generales se arriesgaran a ser humillados en público por sus superiores políticos; por tanto, las críticas procedentes de las autoridades militares cesaron temporalmente. El gobierno de EEUU había vuelto al «pensamiento de grupo».
No obstante, Paul Wolfowitz estaba totalmente en lo cierto al afirmar que la idea de enviar «varios cientos de miles de soldados de EEUU para proporcionar estabilidad al Irak posterior a Sadam» se pasaba «absolutamente de la raya». La reducción constante del tamaño de las fuerzas armadas a partir de 1991 significaba que «varios cientos de miles de soldados de EEUU» sólo podían servir durante un periodo prolongado en Irak (o en cualquier otra parte del mundo) si el presidente mantenía en situación de movilización permanente todas las unidades de la Reserva Regular y de la Guardia Nacional. Tal como estaban las cosas, los 130.000 soldados de EEUU presentes ya en Irak incluían un número importante de tropas de la reserva, pues su destreza y formación escaseaban en el ejército regular; pero ni siquiera ellos habían recibido entrenamiento alguno sobre cómo administrar un país del tamaño de California con una población heterogénea de 25 millones de personas (o, según lo había expuesto de manera clarividente el general Shinseki: «Un territorio geográficamente muy considerable, afectado por el tipo de tensiones étnicas que pueden conducir a otros problemas»).
Mapa 22. Invasión de Irak, 2003. La estrategia inicial de EEUU para derrocar a Sadam Husein y su régimen requería un bombardeo aéreo devastador (denominado con expresión inmodesta «Conmoción y pavor»), seguido por la invasión simultánea de Irak realizada por fuerzas de tierra dirigidas por EEUU desde Turquía, y por fuerzas norteamericanas y británicas desde Kuwait, en marzo de 2003. El mes anterior, el gobierno turco anunció que no permitiría a las fuerzas estadounidenses atravesar su territorio, pero la operación «Conmoción y pavor» comenzó, en cualquier caso, el 19 de marzo. Poco después, tropas aéreas de EEUU se unieron a simpatizantes kurdos para tomar varias ciudades del norte, y fuerzas británicas ocuparon Basora, mientras la infantería norteamericana efectuaba un audaz avance hacia el norte desde Kuwait en dirección a Bagdad, confiando en un apoyo aéreo inmediato para debilitar a sus oponentes. La capital iraquí cayó el 9 de abril.
Tras haber derribado la enorme estatua de Sadam Husein en la plaza Firdos, el 9 de abril de 2003, indicando así el final de su gobierno, al carecer de órdenes concretas, las fuerzas de la Coalición se mantuvieron al margen mientras las multitudes saqueaban y destrozaban casi todas las instalaciones desprotegidas del régimen derrocado. Según observó sagazmente el periodista George Packer, «los edificios destrozados, el equipamiento perdido, los archivos destruidos, la infraestructura dañada seguirán amenazando casi todos los aspectos de la reconstrucción»; pero incluso ese daño físico tan extenso «fue menos catastrófico que los efectos no susceptibles de cuantificación. La primera experiencia de los iraquíes con la libertad fue el caos y la violencia»24.
Esta catástrofe derivó de la incapacidad del presidente para preparar unos planes adecuados para la reconstrucción y la formación de un Estado25. El 20 de enero de 2003, cuando aún no habían transcurrido sesenta días desde el inicio de la invasión planeada, Bush encomendó la administración del Irak de la posguerra tras su «liberación» al Departamento de Defensa, y no al de Estado (que contaba con la experiencia reciente de la formación de organizaciones estatales en Haití, en los Balcanes y en otras partes). A su vez, Rumsfeld creó en el Pentágono una Oficina para la Restauración y la Ayuda Humanitaria (ORHA, según sus siglas en inglés) y escogió para dirigirla a Jay Garner, un general retirado que había gestionado la entrega de ayuda humanitaria a la población kurda iraquí a raíz de la Primera Guerra del Golfo. Con tan escaso tiempo para prepararse, Garner decidió (basándose, sin duda, en su conocimiento previo de la brutalidad con que Sadam Husein había hecho la guerra) que la prioridad suprema de la ORHA consistía en planear la «ayuda humanitaria»: en cómo hacer frente a la hambruna y las epidemias masivas, a las enormes cifras de refugiados y prisioneros y, sobre todo, a los ulteriores ataques con armas químicas que, según esperaba el general, seguirían a la derrota de Sadam. Garner esperaba no tener que abordar la reconstrucción y la formación del Estado hasta más tarde; y como (por suerte) no se produjo ninguno de los desastres previstos, carecía de planes para el panorama tan distinto que se le presentó en abril de 2003. Así pues, Garner decidió suprimir únicamente los niveles superiores del Baath, el partido gobernante de Sadam Husein, dejando que el resto trabajara para un gobierno provisional de exiliados iraquíes encabezado por Ahmed Chalabi. Los saqueos y el caos que siguieron a la caída de Sadam retrasaron la puesta en práctica incluso de ese plan mínimo: las autoridades militares no consideraron suficientemente segura la capital para el acceso de los equipos de la ORHA hasta el 23 de abril; y para entonces Washington había cambiado de idea respecto a la manera de gestionar el Irak de la posguerra. Al día siguiente, Rumsfeld informó a Garner de que iba a ser sustituido, y dos semanas más tarde el presidente Bush anunció el nombramiento de Paul Bremer, antiguo diplomático del Departamento de Estado, especialista en antiterrorismo, como su representante en Irak.
Bremer, al igual que Garner, recibía órdenes de Rumsfeld sin intermediarios; pero a diferencia de aquél, voló directamente de Washington a Bagdad, donde creó la Autoridad Provisional de la Coalición (APC), compuesta finalmente por 1.200 funcionarios (casi todos ellos norteamericanos), para gobernar el país. Todos los planes para constituir un gobierno iraquí provisional quedaron congelados y, en cambio, el 16 de mayo de 2003, Bremer hizo pública una proclama por la que daba a conocer los amplios poderes asumidos por la APC, con él mismo en la función de «Administrador», en virtud de las «resoluciones pertinentes del Consejo de Seguridad de la ONU y de las leyes y costumbres de la guerra». En otras palabras, Irak era en ese momento un país ocupado. Por si alguien tenía dudas acerca de este punto, la primera Orden de la APC expulsó del gobierno (incluidos los hospitales, las universidades, las escuelas y los servicios sociales) a todos los «miembros activos» del partido Baath de Sadam. Un mínimo de 35.000 funcionarios civiles, la mayoría sunitas, perdieron sus empleos, salarios y pensiones de la noche a la mañana. La segunda Orden de la APC disolvió todas las fuerzas armadas iraquíes. Jay Garner recordaba más tarde que, al día siguiente, al despertarse, se había encontrado con «trescientos o cuatrocientos mil enemigos, y ningún rostro iraquí en el gobierno»; su jefe de planificación, Paul Hughes, creía que «desde el punto de vista iraquí, ese simple acto acabó con el único símbolo de soberanía que aún tenía el pueblo iraquí». Aunque la APC afirmó en declaraciones posteriores haber actuado «en nombre y en beneficio del pueblo de Irak», Hughes creía que la disolución de las fuerzas armadas iraquíes fue el momento en que «cruzamos la línea. Dejamos de ser libertadores y nos convertimos en ocupantes»26.
La fuerza de los adversarios de la APC se alimentaba de dos fuentes: las armas y la fe. Aunque Sadam Husein no había logrado acopiar «armas de destrucción masiva», poseía, sin embargo, un formidable arsenal de armas convencionales. Temiendo nuevos levantamientos interiores, como los producidos tras la finalización de la Guerra del Golfo en 1991, había distribuido por todo Irak alijos de armas y equipamiento listos para ser utilizados por sus fuerzas de seguridad en el caso de que estallara otra insurrección. Pero, en cambio, lo que ocurrió fue que grupos de guerrilleros se apoderaron de aquellas armas en cuanto se vio con claridad que la APC carecía de fuerzas para controlar el país. Los insurgentes lanzaron ataques con armas ligeras, granadas propulsadas por cohetes y –el instrumento más mortífero de todos– artefactos explosivos improvisados (AEI: municiones militares o de fabricación casera colocadas bajo el pavimento de una carretera o en sus márgenes y explosionadas mediante cable o aparatos de control remoto, como buscapersonas, dispositivos electrónicos para apertura de garajes o teléfonos móviles). Los insurgentes, a menudo antiguos miembros de las fuerzas de seguridad de Sadam Husein, mataron o mutilaron a cientos de soldados de la Coalición que carecían de blindaje suficiente tanto para sí como para sus vehículos, debido a que la logística de Rumsfeld del just in time no disponía de mecanismos para acopiar pertrechos fundamentales en caso de emergencia. Entretanto las milicias chiitas aprovecharon el vacío de poder creado por la purga de los miembros del partido Baath llevada a cabo por la APC para apoderarse de escuelas, hospitales e instituciones caritativas, imponiendo a continuación prácticas islámicas estrictas. De ese modo crearon una valiosa base de poder a su servicio para futuras operaciones contra la Coalición.
La cobertura de los medios exacerbó, además, la oposición contra la APC. Los militares de EEUU, al igual que los rusos en Chechenia, permitían que algunos periodistas viajaran «insertados» en unidades individuales, por lo que sus reportajes reflejaban los puntos de vista de los soldados a quienes acompañaban y proporcionaban una información escasa o nula acerca de sus adversarios iraquíes. Pronto, sin embargo, algunos periodistas franceses y árabes comenzaron a informar sobre la actividad de la resistencia y colocaron sus filmaciones en cadenas de televisión bien dispuestas, que también transmitían material proporcionado por «células mediáticas» creadas por los distintos grupos insurgentes. Estas células mediáticas daban igualmente publicidad, mediante carteles, hojas volantes, vídeos, DVD y, sobre todo, internet (gracias a los esfuerzos de la APC para fomentar un mayor acceso a la red), a cualquier éxito obtenido contra la Coalición. Al Qaeda, en particular, planeaba sus operaciones en función de su posible impacto en los medios de comunicación, más que por sus consecuencias militares o económicas directas. Sin embargo, quienes proporcionaron a los insurgentes sus máximos golpes propagandísticos fueron los propios norteamericanos. Por un lado, el gobierno de EEUU ha mantenido sin juicio durante años a un gran número de sospechosos musulmanes en la prisión improvisada de la bahía de Guantánamo; por otro, en la primavera de 2004, imágenes tomadas con cámaras y grabadoras de vídeo digitales en las que se veía a personal militar norteamericano (tanto masculino como femenino) en trance de torturar y humillar a prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Graib, cerca de Bagdad, aparecieron primero en Internet y, luego, en televisión. Habría sido difícil imaginar un instrumento de reclutamiento más poderoso al servicio de los insurgentes.
Tres cambios en la estrategia de los insurgentes hicieron peligrar la capacidad de la APC para gobernar Irak. En primer lugar, como también les había ocurrido a los rusos en Chechenia, las tropas de la Coalición se vieron forzadas a librar una despiadada guerra urbana en la que el conocimiento del terreno y un amplio apoyo o aceptación popular, superiores a los que gozaban sus enemigos, neutralizaban muchas de las ventajas que les otorgaba un armamento superior. En segundo lugar, los insurgentes elegían sistemáticamente en territorio iraquí «objetivos fáciles»: los aliados de EEUU y la infraestructura del país. Realizaron atentados suicidas con bombas contra soldados italianos, secuestraron y asesinaron a trabajadores contratados de nacionalidad japonesa y británica, torturaron y decapitaron a iraquíes que trabajaban para la APD, destruyeron las oficinas y dieron muerte a empleados de organizaciones humanitarias (entre ellas la ONU y la Cruz Roja) y sabotearon las instalaciones de las que dependía la recuperación económica. Las imágenes de todas esas operaciones aparecían sin tardanza en internet y en canales de televisión que simpatizaban con la insurgencia. En tercer lugar, al hallarse concentrados en Irak tantos recursos norteamericanos, y como Al Qaeda no contaba ya con una base territorial, esta organización actuó a través de otros grupos islámicos para atacar objetivos occidentales en otros países, como Indonesia, Marruecos y Turquía. Luego, a finales de 2003, los estrategas de Al Qaeda decidieron lanzar ataques directos contra los principales aliados de Estados Unidos, en especial contra Gran Bretaña, Polonia y España27. Comenzaron con este último país, pues, por un lado, había sido testigo de unas manifestaciones populares sin precedentes contra la decisión de su presidente Aznar de invadir Irak (página 411) y las consignas antibelicistas seguían adornando todas sus calles. Por otro lado, España había previsto la celebración de elecciones generales el 14 de marzo de 2004, y Al Qaeda calculó que hacer estallar unas bombas que mataran a civiles inocentes inmediatamente antes de esa fecha intensificaría la presión interior para retirar a todos los soldados españoles destacados en territorios musulmanes.
El 10 de marzo de 2004, a pesar de un sentimiento generalizado contrario a la guerra y a una promesa del dirigente socialista de la oposición, José Luis Rodríguez Zapatero, de que, si salía elegido, retiraría de inmediato las tropas españolas y las haría volver de Irak, todos los indicadores políticos daban a entender que el Partido Popular de Aznar iba a ganar las elecciones. A la mañana siguiente, 911 días después, exactamente, de los ataques contra el World Trade Center y el Pentágono, un grupo de musulmanes vinculados a Al Qaeda hizo estallar varias bombas en unos trenes de cercanías que entraban en Madrid, matando a cerca de 200 personas y lesionando a muchos cientos más. Aznar culpó inmediatamente al grupo separatista vasco ETA e intentó ocultar las pruebas cada vez más numerosas de la implicación de Al Qaeda por temor a que esos datos revelaran a los votantes que su decisión de invadir Irak había hecho que el mundo fuera menos, y no más, seguro. El 14 de marzo, a pesar de que el Partido Popular obtuvo casi tantos votos como en las anteriores elecciones, los socialistas consiguieron tres millones más28, y Zapatero mantuvo su promesa electoral, trayendo de vuelta a casa a los soldados españoles que se hallaban en Irak (pero no a los de Afganistán).
Al mes siguiente, abril de 2004, la APC se enfrentó a una nueva amenaza. El carismático clérigo chiita Múqktada alSáder, cuyo antepasado había contribuido a expulsar de Irak a los últimos «libertadores» occidentales (los británicos, en los años veinte) y cuyo padre había sido asesinado por Sadam Husein, había reunido una formidable milicia (el Yaish alMahdi, «ejército del Mesías»). En ese momento, con el apoyo de sus correligionarios de Irán, cuya seguridad nacional se había beneficiado claramente del hecho de que los norteamericanos se hallaran comprometidos en Irak, AlSáder lanzó una ofensiva para obtener el control de los suburbios de Bagdad y una gran parte del sur del país. Cuando las fuerzas de la Coalición contraatacaron, chiitas y sunitas unieron por primera vez sus fuerzas para oponerse a ellas y, aunque los soldados norteamericanos acabaron recuperando al menos el control de las ciudades, los insurgentes regresaron en cuanto ellos se hubieron retirado.
En junio de 2004, la APC se disolvió y, con su última Orden, transfirió una soberanía limitada a un Gobierno Provisional Iraquí que planeó celebrar elecciones para una nueva asamblea nacional en enero de 2005. Como la población sunita (que seguía sintiéndose molesta por la pérdida de poder tras la caída de Sadam) se negó a votar, los partidos chiitas y kurdos ganaron las elecciones de forma abrumadora e idearon para Irak una nueva constitución favorable a sus intereses. Sus planes sectarios y enfrentados impidieron la formación de un gobierno eficaz, y aunque la situación mejoró gradualmente en gran parte de la zona norte (donde los dirigentes kurdos colaboraban con la Coalición) y algunos sectores del sur (donde las fuerzas británicas permitieron a las milicias chiitas actuar casi a su arbitrio), el resto de Irak se hundió aún más en el caos. El 9 de abril de 2005, fecha del segundo aniversario de la caída de Sadam Husein, decenas de miles de iraquíes se reunieron en la plaza Firdos –esta vez para pedir a los norteamericanos que se marcharan.
En septiembre de 2005 se logró un triunfo cuando unos 8.000 soldados norteamericanos e iraquíes se apoderaron del bastión insurgente de Tal Afar, una ciudad próxima a la frontera con Turquía, en la que permanecieron mientras supervisaban tanto la rápida reconstrucción de las infraestructuras dañadas como la formación de fuerzas de seguridad iraquíes adicionales para conservar la ciudad. El presidente Bush elogió esta estrategia, denominada con la expresión «Limpiar, retener, construir», considerándola esencial para el éxito militar en Irak; pero, dada la falta de fuerzas de seguridad iraquíes idóneas para conservar el terreno tras haberlo limpiado de insurgentes, todo aquello fue más fácil de decir que de hacer.
Tras la voladura de la mezquita AlAskari de Samarra, uno de los santuarios más sagrados del chiismo, por agentes de AlQaeda en febrero de 2006, el chiita Yaish alMahdi luchó contra los insurgentes sunitas y contra Al Qaeda por el control de Bagdad: todas las mañanas aparecían en las calles 60 o más cadáveres, habitualmente con las manos atadas y un disparo en la cabeza, y (a menudo) con señales de tortura. Entretanto, los insurgentes, reforzados para entonces por miles de muyahidines procedentes de otros países musulmanes, intensificaron sus ataques contra las fuerzas de la Coalición haciendo estallar cada mes unas 2.000 bombas al borde de las carreteras y más de 100 artefactos explosivos improvisados transportados en vehículos. Cientos de miles de iraquíes sunitas y chiitas abandonaron sus hogares para evitar aquel baño de sangre sectario: unos se unieron a los dos millones de compatriotas desplazados que vivían en otras zonas de su propio país, mientras que otros se sumaron a los dos millones de refugiados en Jordania y Siria. Este éxodo alejó a la mayoría de los ciudadanos iraquíes de clase media, que se llevaron consigo una gran parte de los conocimientos profesionales requeridos para administrar y reconstruir la nación.
Finalmente, el presidente Bush constató que se necesitaban más soldados norteamericanos para restablecer el orden en Irak, aunque ello significara ampliar los turnos de servicio activo tanto para las unidades regulares como para las de reserva. En noviembre de 2006 destituyó a Donald Rumsfeld, y dos meses después anunció el plan denominado «The Surge» («empuje», «pujanza», «arremetida»), consistente en el traslado a Irak de cinco brigadas de combate y dos batallones de marines –unos 28.000 hombres y mujeres en total– para asegurar Bagdad y su entorno. El general David Petraeus, el recién nombrado comandante para el teatro de operaciones, puso en práctica una estrategia contra la insurgencia cuyo objetivo primordial consistía en dominar las zonas donde operaban los sublevados iraquíes y los terroristas de Al Qaeda. Las fuerzas de EEUU salieron en ese momento de sus bases ampliamente fortificadas y, coordinando sus esfuerzos con contingentes recién entrenados del ejército y la policía iraquíes, comenzaron a vivir en medio de la población de Irak en pequeños Puestos de Seguridad Conjuntos y Reductos de Combate y patrullaron a pie por los barrios, en vez de hacerlo en vehículos blindados. Por esas mismas fechas, algunos dirigentes tribales sunitas de la provincia de Al Anbar comenzaron a aliarse con los norteamericanos para combatir contra las fuerzas de Al Qaeda, que habían impuesto una ideología brutal y muy mal aceptada en las zonas controladas por ellas. Estos cambios mejoraron notablemente la seguridad: entre mayo y octubre de 2007, las muertes violentas de civiles descendieron de 2.000 a 800 al mes, mientras que el total de militares de EEUU muertos mensualmente en acción cayó de 126 a 26.
La operación Libertad Iraquí, que hasta el año 2008 había durado más que la intervención de EEUU en la Segunda Guerra Mundial, se cobró un precio extremadamente elevado. Los cálculos de muertos iraquíes por acciones violentas desde la invasión norteamericana de marzo de 2003 variaban enormemente (el gobierno de EEUU se negó a recopilar esa clase de estadísticas; las cifras dadas por el gobierno iraquí no eran de fiar; y los cálculos de otros grupos solían reflejar una intención programática que sesgaba los totales en algún sentido). Según los cálculos más bajos, las sumas de muertes diarias comunicadas por los depósitos de cadáveres y la prensa de todo el país suponían un total de 100.000 muertes violentas. Y según los más altos, un sondeo basado en una recogida de datos realizada en julio de 2006 de puerta en puerta (aunque no fue exhaustiva por cuestiones de seguridad), el total de muertos ascendía para entonces a 600.000. En una encuesta realizada por la empresa británica ORB en agosto de 200729, basada también en entrevistas personales, se preguntó a familias iraquíes que habían perdido en actos de violencia a algún ser querido cómo se había producido su muerte. Las respuestas mostraron que casi la mitad había perecido por heridas de disparos, y otra cuarta parte por el impacto de bombas colocadas en vehículos o por algún otro tipo de explosión, mientras que los muertos por bombardeo aéreo eran menos de una décima parte. En Irak, las muertes más violentas fueron consecuencia de las matanzas entre musulmanes. Además, la invasión y la subsiguiente guerra civil provocaron amplios daños materiales, mientras que el elevado desempleo, la escasez generalizada y la extendida inseguridad en las zonas iraquíes en disputa hicieron que la vida de los supervivientes resultara difícil y peligrosa.
También Estados Unidos pagó un alto precio por la decisión del presidente Bush de invadir Irak. A finales de 2008 habían muerto más de 4.000 soldados norteamericanos (más de 3.000 de ellos en combate) y un mínimo de 30.000 había sufrido lesiones físicas (muchos de los que se recuperaron perdieron miembros y órganos). Además, uno de cada doce soldados, aproximadamente, padecía problemas mentales, como el trastorno por estrés postraumático. Por otra parte, más de 8.000 soldados iraquíes y oficiales de policía que trabajaban con la Coalición murieron a manos de los sublevados, al igual que 200 civiles norteamericanos (la mayoría de ellos, trabajadores voluntarios para tareas específicas). En el aspecto material, el conjunto del gasto federal en defensa se duplicó desde los 350.000 millones de dólares proyectados para 2001 –antes de los atentados del 9 de septiembre– hasta una previsión de 700.000 millones para 2008, entre los que se incluían los fondos destinados a Afganistán, a Irak y a la seguridad interior. En 2007, el gasto norteamericano en Irak pasaba por sí solo de 12.000 millones de dólares al mes –sin que se hallara a la vista el final de la guerra.
Algunos Estados explotaron el debilitamiento de la posición internacional de Estados Unidos provocado por la implicación de tantos soldados y una cantidad tan grande de pertrechos en Irak y Afganistán. Es cierto que unos pocos regímenes anteriormente hostiles (en especial Libia) realizaron gestos conciliadores; pero otros dos gobiernos aprovecharon la ocasión para satisfacer sus propias ambiciones nucleares. En julio de 2006, Corea del Norte lanzó siete misiles de prueba, y al cabo de unos pocos meses afirmó haber realizado con éxito su primer experimento nuclear; entretanto, Irán, además de desarrollar un programa nuclear, construyó misiles capaces de transportar cabezas nucleares. Como había ocurrido en tantos conflictos del siglo xx, los gobiernos occidentales, a pesar de haber demostrado una envidiable destreza para ganar batallas, demostraron no querer o no poder convertir sus victorias militares en una paz duradera.
1 Williamson A. Murray escribió el texto hasta la página 394 y Geoffrey Parker escribió le resto.
2 Bradley, citado en R. F. Weigley, The American Way of War, A History of United States Military Strategy and Policy, Bloomington, Ind., 1973, p. 390.
3 MacArthur, citado en Weigley, The American Way of War, p. 391.
4 Dean Rusk, As I Saw It (Nueva York, 1990), pp. 208-210. El presidente Eisenhower aprobó el plan de la CIA para invadir Cuba en marzo de 1960, sólo dos meses antes de que Castro consiguiera el poder, e interrumpió las relaciones de EEUU con Cuba unos pocos días antes de entregar la presidencia a Kennedy, en enero de 1961.
5 Los textos de las comunicaciones personales entre Kennedy y Jruschev, tomados de Foreign Relations of the United States, 1961-1963, vol. VI, están disponibles en internet en [www.state.gov].
6 Time Magazine, 22 de octubre de 1965, p. 28.
7 Sadam Husein, citado por J. Hoagland, Washington Post, 13 de septiembre de 1990, A33. El nombre completo del presidente de Irak entre 1979 y 2003 es Sadam Husein Abd al-Mayid al-Tikriti. «Sadam» es un título que se dio a sí mismo y cuyo significado en árabe es «el obstinado», «el que se enfrenta». «Husein» no es un apellido (en sentido occidental), sino el nombre propio de su padre, mientras que «Abd al-Mayid» es el de su abuelo, y «Al-Tikriti» significa que nació y se crió en (o cerca de) Tikrit. Dado que ni el nombre de «Sadam» ni el de «Husein» parecen adecuados por sí solos, el presente libro se refiere a él por ambos.
8 M. Bowden, Black Hawk Down, A Story of Modern War (Nueva York, 1999), basado en los reportajes de Bowden para The Philadelphia Inquirer; Black Hawk Down, película dirigida por Ridley Scott (2002); Delta Force V: Black Hawk Down, juego de ordenador creado por Novalogic (2003).
9 El líder serbobosnio Radovan Karadzic fue detenido y enviado a La Haya para ser juzgado en el verano de 2007. Para entonces, de las 161 personas encausadas por el TPIY, sólo tres –entre ellas Ratko Mladic– se hallaban en paradero desconocido.
10 «Military Report on Mesopotamia (Iraq)», 1922, citado en J. M. Black, War. Past, Present and Future (Stroud, 2000), p. 24.
11 The 9/11 Commission Report (Washington, D.C., 2004), pp. 72-73, hace hincapié en la actitud complaciente generada por la facilidad con la que el FBI detuvo a algunos de los conjurados para atentar contra el World Trade Center en 1993. Sin embargo, en la p. 316, los redactores del informe señalan que la Autoridad Portuaria, responsable de la seguridad del WTC, mejoró considerablemente los procedimientos de evacuación a raíz del atentado: en 1993 costó cuatro horas evacuar el edificio, mientras que en 2001 casi todos los que no quedaron atrapados o no pudieron físicamente escapar abandonaron el complejo en menos de una hora.
12 The 9/11 Commission Report, 60, cita el testimonio de Jamal Ahmed al-Fadl en el juicio US vs Bin Laden celebrado en 2001.
13 The 9/11 Commission Report, 47, cita el «Texto del Frente Islámico Mundial que insta a la yihad contra judíos y cruzados» (23 de febrero de 1998), y «Hunting Bin Laden» (PBS Frontline, programa emitido en mayo de 1998.)
14 The 9/11 Commission Report, 118, cita un editorial de Economist, «Punish and be damned», del 29 de agosto de 1998, y la indignación que provocó en Sandy Berger, asesor de la Seguridad Nacional.
15 El cálculo actual de 3.023 personas asesinadas en los atentados del 11 de septiembre se refiere únicamente a aquellas de quienes se puede demostrar que murieron en el WTC o sus alrededores, en el Pentágono y a bordo de los aviones secuestrados. La cifra total de los fallecidos no se podrá saber nunca, pues el gobierno de EEUU –a diferencia del español tras los atentados del 11 de marzo de 2004– no ha tomado nunca medidas para comprobar cuántos inmigrantes ilegales perdieron la vida en el WTC.
16 The 9/11 Commission Report, 337, cita el discurso pronunciado por el presidente el 20 de septiembre de 2001.
17 The 9/11 Commission Report, 333-334, cita la Directriz Presidencial nº 9 sobre Seguridad Nacional (25 de octubre de 2001). El texto completo de la Directriz sigue siendo secreto.
18 Lord Hutton, Report of the Inquiry into the Circumstances Surrounding the Death of Dr David Kelly CMG, Londres, 2004, párrafo 9.
19 Aunque en estos momentos se puede consultar un abundante material sobre la manera en que el presidente Bush tomó la decisión de invadir Irak, muchos más documentos siguen siendo secretos –y el presidente tiene la intención de que lo sigan siendo durante un futuro próximo («Presidential Records Act Executive Order», EO 13,233, fechado el 1 de noviembre de 2001)–. Estos documentos secretos podrían arrojar una nueva luz sobre su decisión.
20 McNamara –el secretario de Defensa que ocupó ese cargo durante el periodo más largo de la historia de EEUU (de 1961 a 1968)–, tras haber servido en las Fuerzas Aéreas de su país, trabajó quince años en la Ford Motor Company, hasta acceder a la presidencia de la empresa. Rumsfeld, el segundo secretario por años en el cargo (de 1975 a 1977 y de 2001 a 2006), tras haber servido como piloto de las Fuerzas Navales, trabajó en el mundo de los negocios durante más de veinte años, once de ellos como presidente del Consejo de Administración de grandes empresas.
21 US Congressional Transcripts: Senate Armed Services Committee, 25 de febrero de 2003.
22 Testimonio prestado por el general Eric K. Shinseki;
23 House Budget Committee, 27 de febrero de 2003, testimonio prestado por el vicesecretario de Defensa, Paul Wolfowitz. Es digno de señalar que Wolfowitz (al igual que el vicepresidente Cheney) había eludido por completo el servicio militar mediante prórrogas por estudios, y que Rumsfeld (lo mismo que el presidente Bush) no habían participado nunca en combates.
24 G. Packer, The Assassins’ Gate: America in Iraq, Nueva York, 2005, p. 139.
25 Puesto que el texto de la National Security Presidential Directive 24, fechado el 20 de enero de 2003 y titulado «Reconstrucción de Irak en la posguerra», sigue siendo secreto, sus contenidos sólo pueden deducirse a partir de lo ocurrido posteriormente.
26 Packer, Assassins’ Gate, 191, que cita a Garner, y 195, que cita a Hughes. [www.cpa-iraq.org/regulations] contiene facsímiles de todos los documentos firmados por Paul Bremer como administrador de la APC, comenzando por la Normativa 1 (su acta de creación) y la Orden 1 (para la desbaathificación), ambas del 16 de mayo de 2003, y la Orden 2 («Disolución de Instituciones»), del 23 de mayo de 2003. La Orden 13, del 22 de abril de 2004, por la que se crea el «Tribunal Penal Central de Irak», que juzgaría y condenaría a muerte a Sadam y sus lugartenientes, utilizó el nuevo lenguaje.
27 Detalles de un documento estratégico de Al Qaeda, en R. A Pape, Dying to win. The strategic logic of suicide terrores, Nueva York, 2005, pp. 55-57.
28 R. S. Chari, «The 2004 Spanish Election: Terrorism as a Catalyst for Change?», West European politics, XXVII (2004), pp. 954-963; el cuadro de la p. 958 muestra que en las elecciones de 2004 se depositaron 2 1/2 millones más de votos que en las de 2000, con una participación electoral del 77 por 100, frente a casi un 70 por 100. Según Chari, quienes se abstuvieron el año 2000, además de quienes votaban por primera vez, apoyaron abrumadoramente a los socialistas en 2004, elevando el número de votos obtenidos por ellos de menos de 8 millones a casi 11 (los votos para el PP sólo descendieron de 10,3 millones a 9,6).
29 El informe de ORB se puede consultar en [www.opinion.co.uk /Newsroom_details.aspx?NewsId=78]. Los resultados se basan en entrevistas personales realizadas entre el 12 y el 19 de agosto de 2007 entre lo que, según ORB, era una «muestra nacionalmente representativa» de 1.720 adultos de 18 años o más, pertenecientes a 15 de las 18 provincias de Irak (sólo 1.499 accedieron a responder a la pregunta sobre las muertes en su hogar). Las provincias de Kerbala y Al Anbar fueron excluidas por motivos de seguridad; Irbil lo fue debido a que las autoridades se negaron a otorgar un permiso al equipo de campo.