1941-1945

XVI. El mundo en guerra

Williamson A. Murray

En diciembre de 1941 y enero de 1942, el ejército alemán del este se hallaba abandonado a su suerte y tambaleándose al borde del colapso en varias zonas fortificadas apodadas «erizos», situadas en torno a los principales centros de comunicación. No obstante, al conocer la entrada de Japón en el conflicto (véase página 355), Hitler declaró a toda prisa la guerra a Estados Unidos el 11 de diciembre, decisión que selló el destino de Alemania. La armada alentó activamente la iniciativa, mientras que los ejércitos de tierra y aire mostraron menos interés por el asunto, pues el frente del este, donde los ejércitos soviéticos acababan de iniciar un poderoso contraataque contra el Grupo Central del Ejército, absorbía toda su atención. Al final, los soviéticos estuvieron a punto de obtener un éxito importante, que no lograron porque Stalin rechazó el consejo de Georgi Zhúkov, su general de más éxito, de concentrarse en un único frente. En consecuencia, el Ejército Rojo buscó la victoria en todos los sectores y fracasó.

Cuando los combates remitieron a mediados de marzo, ambos bandos estaban exhaustos debido a la lucha, pero Hitler creía que Alemania debía acabar con la Unión Soviética antes de que los norteamericanos se dejaran oír. Para entonces, había asumido el mando directo de los ejércitos alemanes, y la mayoría de los oficiales de alta graduación que habían obtenido las victorias de los años 1939-1941 habían pasado a la reserva. En abril de 1942, Hitler decidió que sus fuerzas se posicionarían a la defensiva en el norte y el centro, mientras que en el sur lanzarían una ofensiva para hacerse con el petróleo del Cáucaso. Sin embargo, no tenía claro si las tropas debían penetrar en el Cáucaso para apoderarse del petróleo o tomar Stalingrado, a orillas del Volga, para bloquear el transporte de este producto hacia el norte. Hitler vaciló durante toda la campaña entre ambos planteamientos.

Los soviéticos realizaron el primer movimiento, pero su ataque de mayo contra Járkov acabó en desastre y destruyó todas sus reservas en el frente meridional. Los alemanes atacaron entonces en Crimea, donde el XI Ejército de Manstein destrozó el resto de las posiciones soviéticas. La ofensiva principal comenzó el 27 de junio: los alemanes, que atacaron por el oeste en Vorónezh, establecieron una posición de bloqueo y giraron siguiendo el curso del Don. Esta vez, los soviéticos les dejaron pasar –ya no habría más batallas para cercar al enemigo– y las tropas rumanas, húngaras e italianas marcharon tras los tanques para proteger el flanco meridional del Grupo de Ejércitos del Sur, que se iba alargando, pues los alemanes carecían de suficientes soldados propios para realizar esa tarea.

A finales de julio, las fuerzas alemanas se habían desplegado hacia el Don, y un mes más tarde habían llegado al Volga. El 13 de septiembre, Stalingrado fue objeto de un feroz ataque que se extendió a lo largo de 13 kilómetros por la ribera occidental del río, y durante los dos meses siguientes se convirtió en el Verdún de la Segunda Guerra Mundial. En la ciudad, los soldados alemanes del VI Ejército hicieron retroceder a los soviéticos manzana a manzana hasta el Volga, y a mediados de noviembre habían tomado la mayor parte de Stalingrado, aunque con grandes pérdidas humanas y materiales. Entretanto, el Ejército Rojo trasladó a la ciudad suficientes tropas de refresco como para seguir combatiendo, pero mantuvo en reserva a la mayoría de los refuerzos que acudían al teatro de operaciones para poder lanzar un gran contraataque. A diferencia de las ofensivas soviéticas del año anterior, Stalin se propuso un objetivo limitado: la destrucción del VI Ejército.

Hitler intentaba resolver el problema del derrumbamiento del Eje en el Mediterráneo (véase página 342) cuando el contraataque masivo de los soviéticos, la «Operación Urano», en la que participaron un millón de soldados, 13.000 cañones y casi 900 tanques, pilló por sorpresa al VI Ejército. Las avanzadillas, que habían iniciado su marcha el 19 de noviembre de 1942, se reunieron detrás de Stalingrado cuatro días más tarde y encerraron en una trampa a más de 200.000 hombres, en una maniobra clásica al estilo de la batalla de Cannas (véase página 50), que el Estado Mayor general prusiano habría considerado atractiva en otras circunstancias. Tras haber recibido de Göring la confirmación de que la Luftwaffe podría abastecer al VI Ejército, Hitler ordenó al general Friedrich Paulus que resistiera y esperara la ayuda, mientras Erich von Manstein, ascendido al grado de mariscal de campo por sus victorias en Crimea, tomaba el control de la campaña de socorro. El contraataque alemán llegó a las puertas de Stalingrado, pero Paulus desoyó la orden de Manstein de romper el cerco sin la confirmación de Hitler, y el führer se negó a darla.

En diciembre, los soviéticos lanzaron un nuevo ataque que puso de relieve hasta qué punto había cambiado en el este la correlación de fuerzas. Una poderosa ofensiva contra los ejércitos italiano y húngaro, posicionados en el curso alto del Don, causó su total derrumbamiento. El éxito soviético puso fin al puente aéreo a Stalingrado, y Paulus se rindió el 31 de enero de 1943. La batalla de Stalingrado pudo haber costado a los alemanes un total de más de un millón de muertos, heridos, desaparecidos y presos –casi una cuarta parte de sus fuerzas en el frente oriental–. También amenazó a todo el Grupo de Ejércitos del Sur. A lo largo de los meses de enero y febrero, Manstein se enfrentó a una catástrofe: logró sacar a duras penas del Cáucaso al I Ejército de Blindados, mientras el VII Ejército permanecía en la península de Kubán, pues Hitler exigía una plataforma de lanzamiento para la ofensiva del verano de 1943. Los soviéticos prosiguieron su avance y amenazaron con cortar en dos el Grupo de Ejércitos del Sur alcanzando el mar Negro por el oeste de Crimea, pero como su avance carecía de un foco coherente, se desplegaron de manera excesiva. Manstein se percató de la vulnerabilidad de los soviéticos y a finales de febrero y comienzos de marzo les asestó un contragolpe devastador que causó fuertes bajas en sus fuerzas y recuperó, incluso, Járkov antes de que las lluvias de primavera provocaran una paralización temporal.

El Mediterráneo y la estrategia de los Aliados

Mientras millones de soldados nazis y soviéticos combatían en el frente oriental, en el norte de África los británicos se enfrentaban únicamente a unas pocas unidades italianas desmoralizadas (véase página 331) reforzadas por un cuerpo de ejército alemán a las órdenes de Erwin Rommel. Aunque sobrepasaban siempre en número a sus adversarios, los británicos sufrieron una serie de derrotas humillantes como reflejo de un ejército que había aprendido demasiado poco y demasiado tarde de sus experiencias en el campo de batalla. Rommel, en cambio, dio muestras de un planteamiento coherente y eficaz que hacía hincapié en la iniciativa, la rapidez y la explotación del éxito, hasta que en julio de 1942 sus tropas llegaron a El Alaméin, a sólo 75 kilómetros de Alejandría.

Los planificadores de la estrategia angloamericana habían acabado por reconocer, al igual que sus homólogos soviéticos, la importancia crucial de la producción industrial. A partir del verano de 1940, británicos y norteamericanos insistieron en movilizar el sector industrial y los recursos humanos y materiales para llevar adelante la guerra; los alemanes, por otro lado, mantuvieron hasta 1942 una economía de «cañones y mantequilla». En aquel momento iban bastante rezagados en el aprovechamiento de todos los recursos disponibles para la guerra y, al mismo tiempo, eran ampliamente superados por la capacidad industrial de los Aliados. Albert Speer, ministro de Armamento de Hitler, rea­lizó auténticos milagros en la segunda mitad de la guerra, pero en 1942 los alemanes habían perdido la carrera: la economía norteamericana comenzaba a funcionar a toda máquina y las fábricas de EEUU no tardarían en manufacturar un flujo de productos superior a todo lo soñado hasta entonces. Según ha observado un historiador británico refiriéndose a la Ofensiva Conjunta de Bombardeo, las fábricas norteamericanas producían en 1944 bombarderos cuatrimotores «como churros»1, mientras que la principal flota de EEUU en el Pacífico era mayor que todas las demás del mundo juntas.

Al enfrentarse a las declaraciones de guerra de Japón y Alemania en diciembre de 1941, el presidente Roosevelt y sus asesores optaron por la estrategia de «primero Alemania» y, en 1943, pidieron que se efectuara una invasión al otro lado del canal de La Mancha a fin de lanzar un ataque directo contra el imperio de Hitler. Los jefes británicos de Estado Mayor alegaron que no se contaba todavía con un número suficiente de fuerzas y que las potencias occidentales debían concederse un año más de guerra en el Mediterráneo mientras Rusia machacaba la fuerza alemana. Aquellas diferencias amenazaban con descomponer la estrategia angloamericana, pero Roosevelt intervino y ordenó a sus comandantes cooperar con los británicos en una operación de importancia en el Mediterráneo occidental.

La operación subsiguiente, conocida por el nombre en clave de «Antorcha», escogió como blanco Marruecos y Argelia para presionar a las fuerzas del Eje desde el oeste; pero inmediatamente antes del inicio de la operación «Antorcha», los británicos atacaron a Rommel en El Alaméin. Churchill había respondido a las anteriores derrotas en el norte de África sustituyendo a la mayoría de los altos mandos del Mediterráneo y encomendando el V Ejército a Bernard Law Montgomery. Fueran cuales fuesen sus fallos, Montgomery era un gran motivador, instructor y rea­lista. Sin embargo, a diferencia de William Slim en Birmania (véase página 359), nunca dispuso de tiempo para corregir las deficiencias tácticas de las tropas bajo su mando y, por tanto, decidió obligar a los alemanes a librar una batalla acorde con los puntos fuertes del VIII Ejército; en consecuencia, El Alaméin fue una lucha de desgaste, más que de movimientos. Además, Montgomery demostró una considerable capacidad para adaptarse a las condiciones reales de combate hasta conseguir imponer su superioridad en hombres y equipo. El 23 de octubre, Montgomery atacó a los 100.000 soldados y 500 tanques mandados por Rommel con 230.000 hombres y 1.030 tanques. El 3 de noviembre, el Afrika Corps inició la retirada y no se detuvo hasta llegar a Túnez.

El 8 de noviembre, mientras Montgomery perseguía a los alemanes, fuerzas norteamericanas y británicas desembarcaron simultáneamente en varios puntos de las colonias francesas de Marruecos y Argelia. Los franceses opusieron una resistencia considerable, pero acabaron por rendirse, y los alemanes decidieron crear en Túnez un reducto fortificado. La decisión de reforzar el norte de África fue uno de los peores dislates de Hitler; es cierto que mantuvo cerrado el Mediterráneo durante otros seis meses, lo cual influyó desfavorablemente en la situación naval de los Aliados, pero puso una parte de las mejores tropas alemanas en una situación indefendible de la que, como en Stalingrado, no habría escapatoria. Además, Hitler envió la Luftwaffe a librar una batalla de desgaste en condiciones poco propicias, por lo que sufrió pérdidas que no podía permitirse.

La campaña del norte de África, que duró hasta mayo de 1943, tuvo también consecuencias importantes para los Aliados. Por un lado, una derrota táctica en el paso de Kasserine constituyó para los norteamericanos una penosa advertencia sobre sus carencias; por otro, según temían los militares de EEUU, impidió lanzar en 1943 una invasión al otro lado del canal de La Mancha. Una reunión de importantes dirigentes políticos y militares angloamericanos celebrada en Casablanca en enero de 1943 determinó, en cambio, que el siguiente objetivo sería Sicilia. El 10 de julio, las fuerzas aliadas desembarcaron con éxito en esta isla, invadida por entero para el 17 de agosto, aunque las fuerzas alemanas que se enfrentaban a ellas consiguieron escapar. La invasión de Sicilia animó finalmente al rey de Italia a destituir a Mussolini. El mariscal Badoglio, hombre notable por su incompetencia militar, intentó negociar la salida de Italia de la guerra, pero su falta de decisión permitió a los alemanes reforzar sus tropas en la península. Los Aliados no lograron cruzar al continente hasta comienzos de septiembre. Tras unos pocos momentos desagradables en Salerno, marcharon hacia el norte, en dirección a Nápoles, donde su avance se detuvo entorpecido por el barro de los Apeninos, pero una gran parte de Italia siguió en manos alemanas.

La incapacidad de las fuerzas aliadas para desalojar a los alemanes del sur de Roma constituyó una grave decepción. En febrero de 1944, los Aliados desembarcaron fuerzas anfibias en la costa de Anzio, pillando a los alemanes por sorpresa, pero no consiguieron aprovechar la situación. Según Churchill, los Aliados habían esperado lanzar a tierra un gato montés, pero habían acabado con una ballena varada. Los Aliados no rompieron el empate en Italia hasta mayo: utilizando como punta de lanza la infantería de la Francia Libre, que cruzó un terreno considerado infranqueable por los alemanes, se acercaron a Roma y amenazaron al X Ejército alemán. Pero el comandante de EEUU, el general Mark Clark, decidió que la gloria de la captura de Roma debía ser para los soldados norteamericanos, y los alemanes escaparon. A continuación, los Aliados empujaron a los alemanes hacia el norte de Florencia a lo largo del verano, pero, para entonces, Italia había pasado a ser un teatro de operaciones de importancia secundaria.

La Batalla del Atlántico

El éxito en la defensa de las líneas de comunicación marítimas de las que dependían Gran Bretaña y Estados Unidos para proyectar su poderío militar, así como para su producción económica, constituyó el triunfo más importante de la Segunda Guerra Mundial en el oeste. En 1939, ni la Royal Navy ni la Kriegsmarine habían esperado una gran guerra submarina contra el comercio: una minúscula flota de submarinos –que nunca superó los cincuenta– infligió pérdidas fuertes, pero no decisivas, a los convoyes británicos en el primer año de la guerra. El control de las bases de Francia y Noruega a partir de 1940 ayudó considerablemente a los alemanes, pero la flota de submarinos sólo creció de forma gradual, debido en parte al constante empeño de la Kriegsmarine en construir acorazados. Además, la Royal Navy se hizo durante ese periodo con las claves de cifrado, lo que permitió al espionaje británico de señales romper de manera sistemática los códigos navales alemanes. En consecuencia, el creciente flujo de pérdidas de mercantes de la primera mitad de 1941 por la acción de los submarinos se redujo de forma espectacular en la segunda mitad.

A finales de 1941, los alemanes introdujeron una nueva complejidad en el sistema de codificación, privando a sus presas de unos datos de espionaje vitales, mientras la declaración de guerra de Hitler contra EEUU llevó a sus submarinos a atacar las actividades comerciales a lo largo de la costa este de Estados Unidos. Los norteamericanos rechazaron inexcusablemente el consejo británico y repitieron todos los errores cometidos por sus aliados –no organizar convoyes, no apagar las luces, no imponer el silencio a sus radios–. El resultado fue una masacre. En la primavera de 1942, después de que los norteamericanos hubieran introducido sus propios procedimientos en la costa este, el almirante Karl Dönitz, comandante de la flota de submarinos alemanes, trasladó sus ataques al Caribe, donde las defensas eran igualmente laxas. Los alemanes, sin embargo, cometieron errores fundamentales. Hitler mantuvo muchas naves en posición defensiva para proteger Noruega y el norte de África y operar contra la navegación aliada en el Mediterráneo; Dönitz controlaba en exceso las misiones de las naves, privando así a sus subordinados de flexibilidad y aumentando el riesgo de que sus planes fueran interceptados; además, el Estado Mayor alemán era tan reducido que, al final, perdió el contacto con la situación de conjunto. Según observó un adversario, Dönitz practicaba una «conducción de la guerra del siglo xviii en la era tecnológica del xx».

A pesar de que en 1943 operaban en el Atlántico cientos de submarinos, la situación experimentó aquel año un giro favorable a los Aliados. La producción de buques mercantes y naves de escolta en los astilleros norteamericanos superó las pérdidas, al tiempo que mejoraban las defensas aliadas. Aviones de largo alcance se adentraban a gran distancia en el Atlántico, dejando pocas zonas sin vigilancia aérea, mientras que la táctica y la tecnología a disposición de los defensores progresaban de manera significativa. Finalmente, a comienzos de 1943, los británicos recuperaron la capacidad de infiltrarse en el tráfico de mensajes de los submarinos alemanes. La Batalla del Atlántico culminó en la primavera de aquel año. En marzo, los submarinos alemanes echaron a pique 627.000 toneladas de carga mercante; en los ataques lanzados por cuarenta submarinos contra los convoyes SC122 y HX229, los alemanes hundieron veintidós barcos, mientras que ellos perdieron, en cambio, una sola nave. Pero la última semana de abril, cuando cuarenta y un submarinos asaltaron el convoy ONS5, los atacantes hundieron doce barcos mercantes, pero perdieron siete submarinos y cinco más sufrieron graves daños. En mayo, los alemanes perdieron cuarenta y un submarinos, sin lograr casi ningún éxito, lo que indujo a Dönitz a sacar sus naves del Atlántico. Los Aliados habían ganado la batalla.

La guerra aérea

Ningún aspecto del esfuerzo de guerra aliado ha sido objeto de mayores controversias que la Ofensiva Conjunta de Bombardeo. Hasta febrero de 1942, cuando Arthur Harris ocupó el Mando de Bombardeo, los intentos británicos de atacar la economía y las ciudades del Reich habían resultado un fracaso calamitoso. Su aviación devastó Colonia en una incursión realizada en mayo, en la cual participaron mil bombarderos, pero el resto del año disfrutó de escasa fortuna. Harris, no obstante, ejerció un fuerte liderazgo y transmitió la firme creencia de que el bombardeo por zonas acabaría quebrantando la moral del enemigo. En 1943, el Mando de Bombardeo estuvo a punto de hacer realidad las expectativas de Harris: en la primavera acribilló la cuenca del Ruhr y destruyó Hamburgo, matando a 40.000 habitantes. Speer advirtió a Hitler de que si el Mando de Bombardeo conseguía efectos similares en cinco o seis ciudades más, la moral alemana se derrumbaría por completo.

Sin embargo, las fuerzas de Harris no consiguieron otro Hamburgo en lo que quedaba de 1943, y a finales de otoño dirigieron sus ataques contra Berlín. Aquella campaña estuvo a punto de ser la ruina del Mando de Bombardeo, pues las defensas alemanas, en especial los cazas nocturnos, demostraron su creciente efectividad, y la longitud del vuelo hasta los blancos, situados muy en el interior de Alemania, incrementaba la vulnerabilidad de los bombarderos británicos. La desastrosa incursión contra Núremberg a finales de marzo de 1944, en la que los atacantes perdieron 105 aparatos, la mayoría de ellos en enfrentamientos con cazas enemigos, obligó a Harris a abandonar los ataques contra objetivos remotos.

Mientras los británicos bombardeaban el Reich de noche, los norteamericanos comenzaron a lanzar ataques diurnos contra blancos industriales de Alemania en junio de 1943. Los estrategas de la aviación norteamericana creían que las grandes formaciones de B-17 bien armados podían abrirse paso peleando a través de las defensas alemanas sin sufrir grandes bajas. Pero la fuerza de cazas alemanes era un adversario bastante más formidable de lo calculado por los norteamericanos: en agosto se perdieron sesenta bombarderos en ataques contra Schweinfurt y Ratisbona, y otros sesenta dos meses después, en una nueva incursión contra las fábricas de rodamientos de Schweinfurt. A lo largo del verano y el otoño, los norteamericanos perdieron cada mes el 30 por 100 de sus tripulaciones, y aunque también infligieron fuertes pérdidas a los pilotos de caza de la Luftwaffe, la segunda catástrofe de Schweinfurt les obligó a abandonar las incursiones sin escolta contra zonas del interior del Reich. Sin embargo, a comienzos de 1944 se pudo disponer de un auténtico caza de escolta de largo alcance, el P-51 «Mustang», y la 8ª Fuerza Aérea de EEUU volvió a atacar objetivos situados en el corazón de Alemania e inició una aterradora guerra de desgaste contra la Luftwaffe, hasta que, en mayo, la fuerza de cazas alemanes acabó destrozada.

Los 2,6 millones de toneladas de bombas arrojadas sobre la «Fortaleza Europa» no consiguieron ganar por sí mismas la guerra. No obstante, ejercieron un impacto significativo sobre la moral de los alemanes, lo que explica, a su vez, por qué éstos dedicaron tantos recursos a los programas de la V-1 y la V-2 –recursos que, según cálculos de la Inspección de Bombardeo Estratégico, podrían haber permitido producir otros 24.000 aviones sólo en 1944–. Además, unas 12.000 piezas de artillería antiaérea y medio millón de soldados participaron en la tarea de disparar contra los cielos noche tras noche un número inmenso de proyectiles mal apuntados, simplemente para devolver la confianza a la población del Reich. Lo más importante de todo fue que la ofensiva aérea diurna consiguió la superioridad aérea en toda Europa, requisito para realizar con éxito una invasión al otro lado del canal de La Mancha. El ataque contra las carreteras y ferrocarriles franceses resultó fundamental para la batalla terrestre en Normandía, mientras que la destrucción de la producción de petróleo sintético en el Reich paralizó todavía más tanto la Wehrmacht como la Luftwaffe. Finalmente, el bombardeo sistemático de la red de transporte en el invierno de 1944-1945 (véase página 353) destruyó la economía de guerra alemana y explica la ausencia de una defensa encarnizada del Reich. La Ofensiva Conjunta de Bombardeo contribuyó de manera esencial a la victoria de los Aliados.

El frente del este de 1943 a 1944

Los éxitos soviéticos y los contraataques alemanes de comienzos de 1943 habían dejado una gran burbuja o saliente en torno a Kursk, entre Orel y Járkov, y Manstein convenció a Hitler de que la destrucción de algunas unidades soviéticas en el saliente de Kursk estabilizaría el frente. Sin embargo, el führer demoró el comienzo de la ofensiva hasta que las fuerzas alemanas alcanzaran su máxima potencia. Al norte de Kursk, el IX Ejército de Model acabó disponiendo de tres cuerpos de blindados con 900 tanques; en el sur, Manstein tenía cuatro cuerpos de blindados con más de 1.000 tanques; y la Luftwaffe concentró 2.500 aviones para la ofensiva, que recibió el nombre en clave de «Zitadelle». Pero cuando los alemanes se hallaron dispuestos, se encontraron con un adversario totalmente preparado. Los soviéticos pretendían atrapar la acometida alemana en una red colosal de posiciones defensivas de una longitud de 320 kilómetros y no lanzar sus blindados hasta entonces. Además, sus fuentes de espionaje se enteraron tanto del día como de la hora del previsto ataque alemán –el amanecer del 5 de julio de 1943–, lo cual permitió a la artillería soviética disparar la mayor barrera de fuego preventiva de la historia de la guerra; cientos de cañones y morteros batieron las fuerzas alemanas cuando se disponían a avanzar. Los esfuerzos alemanes se habían estancado al cabo de dos días, y en ese momento los soviéticos lanzaron sus ejércitos de tanques. El 12 de julio se produjo en Projorovka, en el sur, un choque entre más de 1.000 tanques, al que siguió un masivo contraataque soviético.

Kursk demostró que el Ejército Rojo había adquirido una destreza formidable en el nivel operacional de la guerra. También dominaba el engaño –la maskirovka–, por lo que las principales ofensivas soviéticas pillaron a los alemanes por sorpresa desde finales de 1942. Tras la victoria de Kursk, Stalin comprometió 2,6 millones de hombres, más de 51.000 cañones y morteros, 2.400 tanques y cañones de asalto y 2.850 aviones de combate en un frente de 650 kilómetros entre los pantanos de Prípiat y el mar de Azov. En primer lugar, recuperaron Járkov y, luego, a finales de septiembre, tras la descomposición del flanco izquierdo del Grupo de Ejércitos del Sur, emprendieron una carrera a la desesperada con los alemanes por llegar al Dniéper. Los soviéticos recuperaron así las fundamentales comarcas agrarias e industriales de Ucrania. Para completar la lista de desastres alemanes, el Ejército Rojo llegó también al mar Negro y aisló al VII Ejército en Crimea.

La llegada de las lluvias de octubre dio un respiro a los alemanes, pero el invierno permitió al Ejército Rojo actuar de nuevo, esta vez con 4 millones de soldados y más de 4.000 tanques, mientras camiones de cuatro y seis ejes fabricados en EEUU contribuían al avance proporcionando apoyo logístico. En 1944, los soviéticos habían llegado a los Cárpatos, así como a las fronteras de Hungría y Rumanía, mientras los ataques lanzados en otras partes desalojaban a los alemanes de sus posiciones en torno a Leningrado y retomaban Crimea (destruyendo el VII Ejército alemán).

Al acabar la primavera, los soviéticos abastecieron a los servicios alemanes de espionaje con datos falsos según los cuales su siguiente gran ataque se lanzaría contra el Grupo de Ejércitos del Sur como preparación para un avance hacia los Balcanes, mientras que, en realidad, el Ejército Rojo concentraba sus fuerzas frente al Grupo de Ejércitos del Centro. Stalin se mantuvo a la expectativa hasta que hubieron concluido los desembarcos angloamericanos en Normandía, y a continuación, el 22 de junio de 1944, justo tres años después del inicio de la Operación «Barbarroja» (véase página 333), dio comienzo la operación «Bagration» (por el nombre de uno de los héroes de 1812-1813), dirigida contra el corazón del frente alemán en torno a Minsk. Hitler ordenó a sus tropas resistir hasta el último cartucho y el último hombre, y así lo hicieron: el 20 de julio, el Grupo de Ejércitos del Centro había sido totalmente destruido, con la aniquilación de diecisiete divisiones y la pérdida de la mitad o más de los miembros de otras cincuenta. Aquel día, un grupo de oficiales alemanes, consternados por la dirección de la guerra por parte de Hitler, atentaron contra la vida del führer. El atentado fracasó y el Ejército Rojo siguió adelante un mes más hasta alcanzar el Vístula, cerca de Varsovia. Allí, el 29 de agosto de 1944, Stalin ordenó hacer un alto. La clandestinidad polaca –tan decididamente anticomunista como antinazi– se había sublevado en la capital polaca, y, en opinión de Stalin, era de una lógica excelente dejar que los alemanes destruyeran a sus enemigos en Polonia antes de hacerlo él al entrar en el país. Los ejércitos soviéticos habían avanzado lo suficiente hacia el oeste como para poder participar en la matanza, si las fuerzas angloamericanas conseguían una victoria abrumadora que pudiera llevarlas al interior de Alemania.

Entretanto, Stalin se dispuso a conseguir sus objetivos estratégicos en los Balcanes. El 20 de agosto, la artillería soviética batió posiciones alemanas y rumanas al norte del delta del Danubio, y las segundas se derrumbaron de inmediato. Fue más que un hundimiento militar, pues al cabo de tres días los rumanos abandonaban la alianza con Alemania, y, en una semana, la mayor parte de Rumanía se hallaba bajo control soviético, mientras las fuerzas rumanas atacaban ahora a los alemanes. Bulgaria se retiró siguiendo de cerca a Rumanía. No obstante, las tropas alemanas de Grecia y Macedonia tuvieron tiempo de escapar y recomponer un frente en Hungría. Pero los propios húngaros intentaban desesperadamente abandonar el barco alemán que se iba a pique. Aunque los nazis cortaron de raíz el golpe antialemán, en noviembre los alemanes y los restos del ejército húngaro luchaban en los suburbios de Budapest. Los soviéticos se habían hecho con el control territorial de una gran parte de lo que sería su imperio durante la guerra fría.

Victoria en el oeste

La operación militar más compleja de la guerra fue el desembarco de los Aliados en Francia en 1944. El fracaso de la incursión marina contra Dieppe en 1942 demostró que tomar un puerto para iniciar una invasión iba a ser casi imposible; los invasores necesitarían llevar consigo todos sus pertrechos de desembarco. La acción requeriría, por tanto, no sólo superioridad aérea, sino también el movimiento controlado de tropas, equipo y suministros en tierra sobre las playas. Los Aliados no dispusieron de suficientes naves de desembarco y apoyo logístico para hacer posible una operación semejante hasta 1944. En enero de ese año se había instituido el alto mando para Normandía; el norteamericano Dwight Eisenhower tendría el control general, y el británico Bernard Montgomery mandaría las fuerzas de tierra durante la fase inicial. A su llegada a Inglaterra, Eisenhower y Montgomery constataron la inadecuación de la fuerza de desembarco propuesta, integrada por una división de paracaidistas y tres de infantería: estas cifras se incrementaron hasta tres divisiones de paracaidistas y cinco de infantería. Las primeras protegerían los flancos de la invasión, mientras que la infantería tomaría la costa sobre la que se desarrollaría la gran concentración logística.

En Francia, Rommel dedicó su infatigable energía a trabajar en la preparación de las defensas. A diferencia de otros comandantes alemanes, se daba cuenta de que los invasores debían ser detenidos en las playas, pues de lo contrario la guerra estaría perdida. Pero entre los alemanes existía una considerable confusión: Gerd von Rundstedt, que tenía el mando global de Europa occidental, adoptó un planteamiento fundamentalmente distinto del de Rommel, mientras que Hitler mantuvo el control personal sobre el despliegue de las reservas blindadas.

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Mapa 17. En 1943, la producción conjunta de las economías de guerra de los Aliados había alcanzado una superioridad abrumadora sobre la de la Alemania nazi. No obstante, las campañas para recuperar los territorios perdidos a manos de la Wehrmacht en 1940 y 1941 resultaron largas y costosas. La derrota de los alemanes, atacados desde cuatro direcciones –el este, el oeste, el sur y el espacio aéreo–, era inevitable, pero la propia duración de aquellas campañas permitió a los nazis seguir perpetrando sus crímenes contra la humanidad hasta bien entrada la primavera de 1945.

Al amanecer del 6 de junio de 1944, una fuerza de unas 6.500 naves de guerra y transporte protegida por 12.000 aviones llevó a los invasores a Normandía. Las defensas sólo retrasaron seriamente a los atacantes en la playa de «Omaha»; en otros puntos, los alemanes reac­cionaron con lentitud y vacilación. Durante gran parte de la batalla, Hitler y el alto mando alemán tuvieron la convicción de que se producirían otros desembarcos en torno al Paso de Calais –una victoria más para la campaña de engaño de los Aliados–, y en la primera jornada los Aliados pusieron en tierra a 177.000 hombres. Pero, entonces, las fuerzas locales alemanas demostraron su denodada tenacidad y se produjeron varias atrocidades: el 7 de junio, por ejemplo, tropas de la división Hitlerjugend de las SS masacraron a unos cien prisioneros de guerra canadienses y pasaron con sus tanques sobre sus cuerpos. En el sector oriental de la batalla, británicos y canadienses no consiguieron quebrantar a un enemigo numéricamente inferior, ni acceder a la llanura que se extendía más allá de Normandía. En el oeste, los norteamericanos capturaron Cherburgo, pero luego quedaron empantanados en la espesura del terreno. Durante los meses de junio y julio, una masiva lucha de desgaste que recordó a la Primera Guerra Mundial consumió cantidades enormes de hombres, equipo y munición. Pero, al final, mientras los persistentes ataques lanzados por Montgomery paralizaban los blindados alemanes en el este, los norteamericanos arrojaron al enemigo de la costa y el 31 de julio se apoderaron de Avranches. Partiendo de ese punto podían haber cercado todo el frente alemán, pero, en cambio, se dirigieron hacia el oeste a fin de penetrar en Bretaña. Hitler, sin embargo, hizo el juego a los Aliados al ordenar un contraataque en Mortain. Las informaciones «Ultra» (véase página 330) advirtieron a los Aliados, y sus fuerzas de aire y tierra detuvieron en seco a los alemanes mientras las fuerzas blindadas norteamericanas giraban, por fin, hacia el este para amenazar la totalidad de las posiciones alemanas en Normandía. Entretanto, el 15 de agosto, las fuerzas aliadas realizaron con éxito otro desembarco en la costa mediterránea de la Francia ocupada.

La campaña se convirtió entonces en una persecución feroz hacia la frontera alemana. Montgomery abogaba por un avance estrecho hacia el interior del Reich –bajo su mando, naturalmente–, pero Eisenhower buscaba una estrategia de frente amplio, aunque proporcionó a Montgomery la mayor parte de los pertrechos necesarios. El 2 de septiembre, los británicos liberaron Bruselas, y dos días más tarde capturaron Amberes con sus muelles intactos. Pero, entonces, Montgomery se detuvo a fin de prepararse para la operación «Market Garden», idea­da para flanquear las defensas alemanas mediante un ataque a través de los Países Bajos y capturar los puentes que cruzaban el Rin en Arnhem. Gracias a ello los alemanes se recuperaron y su V Ejército escapó al interior de Holanda y consiguió cerrar los accesos a Amberes. Al cabo de casi dos semanas comenzó «Market Garden». Sin embargo, la 1ª División aerotransportada no logró hacerse con Arnhem; los blindados de apoyo avanzaban a paso lento; y los planes cayeron en manos de los alemanes durante las primeras horas del ataque. Aquel fracaso hizo que los alemanes pudieran mantenerse en sus fronteras occidentales hasta el invierno y puso a las fuerzas norteamericanas y de la Commonwealth ante la desagradable perspectiva de desalojarlos de un terreno difícil y unas posiciones bien preparadas en un momento en que sus propias formaciones habían sufrido numerosas bajas y carecían de las reservas necesarias para dar a sus divisiones agotadas tiempo de descansar y rehacerse. Además, el poder destructivo de las fuerzas aéreas de los Aliados había destrozado la infraestructura logística de Francia y su red viaria, dificultando así el abastecimiento de la fuerzas aliadas en la frontera con Alemania hasta que se restableció el acceso a Amberes a finales de noviembre.

El final en Europa

No obstante, en otoño de 1944, Alemania se hallaba a la defensiva en todos los frentes. Sus enemigos amenazaban las puertas del Reich, mientras que los ataques aéreos machacaban la industria y las ciudades alemanas. Los alemanes, sin embargo, se encastillaron en una actitud a medio camino entre la determinación fanática y la resignación desesperada. Según decían muchos, había que «disfrutar de la guerra, pues la paz iba a ser un infierno». Tenían, en efecto, mucho que temer: los campos de exterminio prosiguieron su lúgubre tarea sin grandes trastornos hasta el otoño de 1944, y la mayoría de los alemanes constataron que su país había cometido crímenes indecibles por los que deberían rendir cuentas. De momento, sin embargo, una resistencia tenaz se sumó a un tiempo atroz para mantener a raya a los Aliados.

Luego, el 16 de diciembre, los alemanes golpearon las débiles defensas de EEUU en las Ardenas; su objetivo era separar las fuerzas británicas y canadienses, posicionadas en el norte, de las norteamericanas, situadas en el sur, y recuperar y destruir Amberes. El frente norteamericano cedió y en algunas zonas se derrumbó; además, las únicas reservas disponibles eran dos divisiones aerotransportadas, que fueron trasladadas de inmediato para reforzar los flancos: la 82ª, al sector norte del saliente alemán, cada vez más pronunciado; y la 101ª, a Bastogne. Aquí, la División 101 opuso una resistencia épica: los alemanes cercaron la localidad durante un tiempo, pero el hecho de que la división norteamericana controlara un cruce de carreteras fundamental se sumó a los problemas de los atacantes, que sólo tenían combustible para recorrer la mitad de la distancia que les separaba de Amberes, a donde nunca se acercaron. El alto mando aliado de 1944 no era el de 1940; su respuesta fue ordenada y rápida. El III Ejército de Patton se encontraba en la carretera del norte antes incluso de que su comandante recibiera órdenes de apoyar a las fuerzas de EEUU en las Ardenas. El mal tiempo había desempeñado un papel importante en los éxitos iniciales de los alemanes, pero cuando el cielo se despejó, las fuerzas aéreas tácticas de los Aliados les infligieron numerosas bajas, y a finales de diciembre los alemanes habían sido detenidos y comenzaron a retroceder. La batalla del saliente destruyó la última reserva operacional del Reich.

Mientras, las fuerzas aéreas aliadas, tanto las estratégicas como las tácticas, se apuntaron éxitos notables contra la red alemana de transporte. En diciembre, los cargamentos por vía férrea habían caído a un 60 por 100 de lo normal, y en febrero de 1945 la capacidad de los depósitos ferroviarios se situaba en un 20 por 100 de lo habitual. En consecuencia, la producción de equipamiento militar y munición cesó casi por completo. No se produciría una lucha a muerte a la manera de un «ocaso de los dioses», pues, sin los instrumentos de la guerra, los alemanes no tenían capacidad para resistir.

El final no tardó en llegar. A mediados de enero de 1945, los ejércitos rusos atacaron en el este. Prusia oriental, Pomerania y Silesia cayeron ante un huracán de violencia y venganza; allí donde pisaban los soldados soviéticos se producían terribles matanzas y sufrimientos. Los alemanes cosechaban la tempestad de la guerra ideológica sembrada por ellos en 1941. El Ejército Rojo se aproximó a las orillas del Oder y sus comandantes hicieron un alto antes de la última acometida contra Berlín. Entretanto, los aliados occidentales se liberaron por fin de sus trabas. En el norte, británicos y canadienses marcharon hacia el Rin y prepararon un golpe cuidadosamente planificado al otro lado del río. Los norteamericanos llegaron al Rin a comienzos de marzo, y la resistencia alemana se derrumbó: en Remagen tomaron intacto el puente de Ludendorff, trasladaron a toda prisa el mayor número posible de soldados a la otra orilla del Rin y se burlaron de los preparativos aparentemente superfluos de Montgomery. En abril, los ejércitos de los Aliados pudieron dirigirse en el oeste hacia donde quisieron: a través de la llanura de Alemania septentrional, a la región del Ruhr, a Baviera e, incluso, a Austria. En el sur, las fuerzas alemanas destacadas en Italia se rindieron. En el este, los soviéticos golpearon con fuerza más allá del Oder hasta entrar en Berlín. Cuando el 30 de abril Hitler se saltó de un disparo el velo del paladar en su búnker, convertido en una ruina, concluyó una de las pesadillas de Europa. Sus comandantes se rindieron sin condiciones una semana más tarde.

La expansión japonesa

El signo tal vez más claro de la fuerza de Estados Unidos fue que, además de su cometido en Europa, sostuvo una lucha inexorable contra Japón. Japón y Estados Unidos habían seguido desde las primeras décadas del siglo xx un rumbo que les llevaba a colisionar, pero la inmigración norteamericana y las medidas arancelarias se sumaron a la implacable conquista de China por Japón para crear tensiones que empeo­raron a lo largo de los años treinta. Al cerrar sus mercados durante la depresión, las potencias occidentales alentaron en Japón unas actitudes agresivas hacia el continente asiático y contribuyeron a que los militaristas se hicieran más fuertes. En 1931, unidades del ejército japonés se apoderaron de Manchuria sin la autorización de Tokio. Seis años más tarde, el ejército inició una guerra no declarada contra China, y tropas japonesas no tardaron en controlar las regiones costeras de China y la mayoría de las ciudades importantes del país, dejando tras de sí un reguero de atrocidades.

A pesar de lo limitado de sus recursos, Japón demostró unas ambiciones casi ilimitadas. Desde su gran victoria de 1905 (véanse páginas 263-268), el Plan de Defensa Imperial de Japón había considerado a Rusia su principal amenaza. Al comenzar el conflicto, aunque la guerra en China absorbía sus fuerzas con intensidad creciente, el ejército japonés desencadenó también una serie de incidentes a lo largo de la frontera con Manchuria para poner a prueba al Ejército Rojo, hasta que, en agosto de 1939, fuerzas soviéticas comandadas por Georgui Zhúkov aniquilaron una división japonesa reforzada en Jaljín Gol, en la frontera con Mongolia. Aquella clamorosa derrota convenció a los japoneses de que el Ejército Rojo no era un blanco fácil. Pero el hundimiento de Francia al año siguiente ofreció nuevas perspectivas, a pesar de que las fuerzas de EEUU en Filipinas constituían un gran interrogante. ¿Podía Japón arriesgarse a marchar contra las colonias europeas de Asia sudoriental dejando en el flanco de su avance una importante base norteamericana? En junio de 1940, los japoneses ocuparon la parte norte de la Indochina francesa, y en septiembre firmaron con Alemania e Italia un tratado de cooperación militar y económica para diez años. Sin embargo, el 13 de abril de 1941, Japón firmó también un pacto de no agresión con Rusia para proteger su flanco norte durante la esperada guerra contra las potencias occidentales. Estados Unidos no respondió, pero, cuando los japoneses ampliaron su control a las provincias meridionales de Indochina en julio de 1941, el presidente Roosevelt se decidió a actuar. Conmovido por la penosa situación de China y temiendo las intenciones de Japón, EEUU decretó un embargo general sobre el comercio con Japón; el embargo fue apoyado de inmediato por los británicos y los holandeses. Japón, que dependía de EEUU en un 80 por 100 para sus importaciones petrolíferas, se enfrentaba a una decisión insufrible: la guerra o la devolución de sus conquistas en el continente desde 1931 (condiciones planteadas por Estados Unidos para la reanudación del comercio). Así, los dirigentes japoneses idearon un plan para conquistar el sureste asiático y establecer a continuación en torno a sus conquistas un perímetro defensivo que detendría cualquier contraataque. Conscientes de que la inferioridad de sus recursos descartaba cualquier posibilidad de victoria categórica contra EEUU, esperaban, no obstante, que una guerra larga y costosa socavara la voluntad de los norteamericanos y facilitara una paz de compromiso.

Los norteamericanos, ignorantes de todo ello, se enfrentaban con serenidad a la posibilidad de una guerra. Según indicaba Time Magazine poco antes del inicio de las hostilidades, «un enorme cúmulo de ejércitos, armadas y flotillas aéreas adopta en este momento la postura tirante de los corredores de pista, con la tensión del momento anterior al disparo de salida»2. En las primeras horas del 7 de diciembre de 1941, aquellas cómodas hipótesis se derrumbaron en Pearl Harbor (Hawái), cuartel general de la flota estadounidense del Pacífico. Un ataque aéreo japonés, lanzado enteramente desde portaaviones, hundió cinco acorazados de EEUU, dañó a un sexto y destruyó tres cruceros y cerca de 200 aviones. Los japoneses, no obstante, cometieron varios errores. El ataque por sorpresa contra Peal Harbor unió a los norteamericanos como no lo habría hecho ninguna otra acción. Además, aunque la pérdida de los acorazados parecía demoledora, los barcos eran de la época de la Primera Guerra Mundial y en el puerto no había ningún portaaviones. El fallo último y más grave fue que los japoneses no lograron arrojar ni una sola bomba sobre las centrales eléctricas y los grandes depósitos de petróleo que rodeaban el puerto. Si se hubieran centrado en esos blancos, habrían obligado a la flota de EEUU a utilizar para sus barcos la base de San Diego durante el siguiente año y medio.

Pearl Harbor fue un presagio de los desastres que no tardarían en sobrevenir a las potencias coloniales del sureste asiático. La defensa norteamericana de las Filipinas fue vergonzosa; los británicos no tuvieron una actuación mejor en Malasia, donde perdieron dos navíos de primera clase en diciembre de 1941, y 130.000 soldados en Singapur en febrero de 1942; y los holandeses habían perdido su imperio de Indonesia ya en el mes de marzo. Birmania fue ocupada entre enero y mayo, lo cual obligó a las fuerzas del Imperio británico a retroceder hasta la frontera con la India. En los primeros seis meses de guerra, Japón alcanzó sus objetivos incluso con mayor rapidez y menos costes de lo que habían calculado los planes más optimistas, dedicando a ello un mínimo de tropas de tierra y sufriendo unas pérdidas también mínimas.

La suerte de Japón comenzó a agotarse en mayo de 1942. En el Mar del Coral, la primera batalla en que unas flotas de superficie enfrentadas no llegaron a avistarse mutuamente en ningún momento, los norteamericanos hundieron un portaaviones, dañaron otro, infligieron numerosas bajas a las escuadrillas aéreas japonesas e impidieron a los japoneses desembarcar en la costa meridional de Nueva Guinea. Entretanto, los norteamericanos habían conseguido descifrar los códigos navales de Japón, y sus servicios de inteligencia (conocidos con el nombre de «Magic», y tan útiles como la información «Ultra» interceptada a los alemanes) dieron a conocer que los japoneses intentaban crear su perímetro estratégico con fuerzas peligrosamente diseminadas. Mientras una fuerza intentaba atacar y ocupar algunas de las islas Aleutianas, enfrente de Alaska, otra –junto con cuatro portaaviones– se proponía tomar las islas Kure y Midway en el Pacífico central, en tanto que una tercera patrullaba las aguas entre ambos puntos como reserva estratégica. Los japoneses habían ideado un enrevesado plan para confundir a los norteamericanos, pero el servicio de desciframiento «Magic» reveló la verdad. El momento culminante de la guerra del Pacífico fue la llegada de aparatos norteamericanos de bombardeo en picado sobre los tres portaaviones japoneses cerca de Midway, en el preciso instante en que ponían proa al viento para lanzar los aviones de sus cubiertas, llenas de aparatos cargados de bombas y combustible. Las patrullas de combate aéreo de los cazas «Zero» se hallaban en cubierta, y los cañones antiaéreos apuntaban bajo para hacer frente a un ataque de aviones torpederos. En unos momentos, los portaaviones japoneses fueron un mar de llamas, y tuvieron que ser abandonados sin excepción. Al concluir la batalla, Japón había perdido un cuarto portaaviones. En el Pacífico, la balanza se inclinó irrevocablemente del lado de los norteamericanos.

En agosto de 1942, Estados Unidos realizó su primera acción ofensiva en el Pacífico. La 1ª División de marines desembarcó en Guadalcanal, una isla del archipiélago de las Salomón. A pesar del demoledor revés sufrido en la batalla de la isla Savo, donde los japoneses hundieron durante la noche cuatro cruceros pesados, los norteamericanos no cedieron. Durante los nueve meses siguientes se luchó encarnizadamente en Guadalcanal y en las aguas de las Salomón; también se produjeron importantes enfrentamientos en Nueva Guinea mientras tropas australianas y norteamericanas marchaban penosamente a través de la jungla para desalojar a los japoneses de Port Moresby. Los Aliados no lograron una victoria decisiva en ninguna de las dos campañas, pero fueron demoliendo a golpes a los japoneses de forma lenta y constante.

En Europa, los norteamericanos habían restado a menudo importancia a los factores políticos en la estrategia de los Aliados. En el Pacífico, en cambio, la política nacional de EEUU provocó una división en la ofensiva contra el Imperio japonés. Los logros del general Douglas MacAr­thur en la defensa de las Filipinas no habían sido impresionantes; sin embargo, sus contactos políticos eran tales que Roosevelt no se atrevió a hacerle volver a Washington, donde podría conspirar con la prensa de Hearst y el Partido Republicano. En consecuencia, parecía más seguro dejarlo en el Pacífico. Como oficial norteamericano de mayor graduación, podía exigir el mando en un teatro de operaciones unificado, pero la armada no estaba dispuesta a poner a MacArthur al frente de sus fuerzas. El resultado fue un compromiso: MacArthur dirigiría las operaciones en el suroeste del Pacífico, y el almirante Chester Nimitz, principal comandante naval, se encargaría de las del Pacífico central.

Mientras MacArthur desalojaba a los japoneses de Nueva Guinea a finales del verano y en el otoño de 1943, la armada lanzó su arremetida por todo el Pacífico central. En ese momento comenzaron a llegar a Pearl Harbor los nuevos portaaviones de la clase Essex; con sus 27.000 toneladas de desplazamiento, una velocidad máxima de 32 nudos (60 kilómetros por hora) y una carga de 100 aviones, representaban un incremente importante en la capacidad de ataque. Además, los astilleros de EEUU los producían a un ritmo de casi uno al mes, aparte de fabricar casi al mismo ritmo portaaviones ligeros de la clase Independence (de 11.000 toneladas de desplazamiento). Estos barcos transportaban los cazas F6F «Hellcat», que acabaron siendo superiores a los «Zero» y garantizaron que Japón no pudiera derrotar a los norteamericanos ni en el mar ni en el aire.

La derrota de Japón

Nimitz dirigió su primera maniobra contra la isla de Tarawa, en el archipiélago de las Gilbert. Allí, la armada y la infantería de marina cometieron varios errores: el bombardeo fue demasiado breve, los marines no calcularon bien las mareas sobre la barrera de arrecifes, por lo que las tropas de asalto tuvieron que cruzar bajo el fuego 650 metros de mar abierto, y las comunicaciones se interrumpieron. Tarawa fue un caos sanguinario que dejó 1.000 marines muertos y 2.000 heridos; pero la experiencia resultó muy instructiva para los norteamericanos. A comienzos de 1944, cuando se asestó el siguiente golpe sobre las Mar­shall, Nimitz obligó a los comandantes de su flota a atacar el centro de la cadena de islas y confiar en los portaaviones para que neutralizaran la potencia aérea del enemigo. Los japoneses estaban organizando unas defensas formidables, pero todavía no se hallaban preparados. En consecuencia, Kwajalein cayó con unos costes que fueron sólo una parte de los sufridos en Tarawa. Un mes después, los norteamericanos saltaron a la parte norte de las Marshall al tomar Eniwetok, mientras neutralizaban la gran base naval de Truk mediante ataques aéreos. Aquellos «saltos de isla en isla» dejaron aisladas en otros atolones numerosas guarniciones de japoneses; sin una fuerza aérea o marítima, esas posiciones se habían convertido en puntos estratégicamente inútiles.

Para no ser menos que la armada o la infantería de marina, MacAr­thur se dirigió contra las islas del Almirantazgo. Apoyado por las unidades tácticas aéreas altamente eficaces del general George Keaney, las fuerzas de MacArthur atacaron Biak, una pequeña isla a 480 kilómetros al oeste de Nueva Guinea. Los norteamericanos la tomaron a mediados de mayo de 1944, teniendo así las Filipinas al alcance de sus ataques de larga distancia. En respuesta, los japoneses decidieron lanzar su flota contra las fuerzas de Biak, que ocupaban una posición expuesta. La situación puso de manifiesto los elevados riesgos que implicaba para los americanos realizar avances por separado, pero en el momento mismo en que los japoneses se disponían a marchar, Nimitz atacó Saipán, en las Marianas, cuyo control pondría las islas principales de Japón al alcance de las fuerzas aéreas norteamericanas.

La conquista de Saipán no fue fácil, pues se topó con una tenaz resistencia: los soldados y marines de EEUU sufrieron no menos de 14.000 bajas. Mientras continuaban los combates en Saipán, la flota japonesa realizó una incursión contra las Marianas, en vez atacar Biak, y a continuación se entabló una enorme batalla aérea denominada por los norteamericanos el «gran tiro al pavo de las Marianas». La aviación de EEUU logró hundir tres portaaviones enemigos –dos de ellos por la acción de los submarinos–, pero el resultado fundamental fue la destrucción de la aviación naval japonesa con pocas pérdidas en el bando estadounidense. La toma de Biak y Saipán puso a los norteamericanos en condiciones de invadir las Filipinas.

Paradójicamente, aunque los norteamericanos no hubieran hecho nada durante el resto de la guerra, los japoneses estaban ya derrotados a esas alturas. Los submarinos de EEUU, obstaculizados al principio por el empleo de torpedos defectuosos y la debilidad del mando, habían acabado actuando con gran eficacia. Sus adversarios no habían realizado preparativos para defender sus líneas marítimas de comunicación contra un ataque, por lo que a finales de 1943 los submarinos norteamericanos, ayudados por los numerosos datos del servicio de espionaje «Magic», lograron infligir graves daños al comercio japonés. Al terminar la guerra, habían echado a pique la mitad de la flota mercante de Japón y dos tercios de sus petroleros. El tráfico de petróleo desde las Indias Orientales holandesas se detuvo, mientras que los cargamentos de materias primas hacia las islas principales se redujeron hasta convertirse en un goteo.

En octubre, MacArthur y Nimitz atacaron las Filipinas. Mientras la infantería desembarcaba en Leyte, los japoneses volvieron a lanzar otra incursión. Su flota tomó tres rumbos distintos: procedente del norte llegó una fuerza de portaaviones –casi sin aparatos a bordo, debido a las pérdidas sufridas en las Marianas– para obligar a retroceder a la flota principal de EEUU. Entretanto, dos pequeños destacamentos atravesaron el estrecho de Surigao mientras la principal flota de combate navegaba por el de San Bernardino para atacar a la flota invasora en aguas de Leyte. El plan estuvo a punto de ser un éxito. Aunque los viejos acorazados de EEUU (varios de ellos reflotados y reparados tras los daños sufridos en Pearl Harbor) destruyeron los barcos japoneses en el estrecho de Surigao, los norteamericanos mordieron el anzuelo y pusieron rumbo al norte siguiendo a los portaaviones del enemigo. Tras unas pérdidas iniciales a manos de la aviación de los portaaviones y submarinos de EEUU, la principal fuerza japonesa se abrió paso a través del estrecho de San Bernardino y acometió a una fuerza más débil de portaaviones de escolta y destructores; pero la heroica defensa efectuada por aquellos barcos numéricamente inferiores y técnicamente superados indujo al almirante japonés a retirarse, a pesar de las órdenes explícitas de utilizar su flota hasta perderla. La victoria de EEUU en el golfo de Leyte puso fin a la capacidad de la armada japonesa para librar un combate naval de importancia.

Sin embargo, los japoneses siguieron luchando. Resistieron en Birmania hasta mayo de 1945, cuando las fuerzas de la Commonwealth, capitaneadas por William Slim, recuperaron Rangún. En las Filipinas, bajo el diestro mando del general Yamashita, conquistador de Malasia y Singapur, los japoneses realizaron en la defensa de las islas un trabajo mejor que el llevado a cabo por MacArthur en 1942, y la resistencia prosiguió allí hasta el final de la guerra. Sin embargo, a comienzos de 1945, las posiciones estratégicas de las Filipinas se hallaban en manos de los norteamericanos. Mientras, en el otoño de 1944, los B-29, con base en las Marianas, iniciaron operaciones contra las islas principales de Japón. Los marines atacaron Iwo Jima en febrero de 1945 con el fin de proporcionar a los bombarderos dañados una pista de aterrizaje de emergencia y tomar las instalaciones de radar de los japoneses. Un bombardeo preparatorio de sólo cuatro días, en vez de diez, como habían solicitado los marines, dejó intacta la mayor parte de las defensas japonesas. Dos divisiones de marines acabaron desangradas al disputar a los japoneses las cenizas y detritos volcánicos de Iwo Jima; cuando concluyó la operación, habían muerto 6.821 marines y cerca de 20.000 habían sido heridos. De los 21.000 hombres de la guarnición japonesa sólo sobrevivieron unos pocos.

El siguiente paso fue Okinawa, donde los norteamericanos chocaron con fuerzas japonesas en formaciones superiores a una división: un ejército de más de 70.000 soldados aguardaba en la parte sur de la isla en posiciones bien preparadas. El 1 de abril, la fuerza invasora comenzó a descargar sus soldados y marines. El 6 de abril, los japoneses replicaron con ataques de aviones kamikaze, cargados con explosivos y dirigidos en misiones suicidas contra objetivos norteamericanos. La flota norteamericana fue golpeada sólo aquel día por 700 aparatos –más de la mitad aviones suicidas–. Los ataques continuaron a lo largo de toda la invasión; los kamikazes hundieron treinta barcos y dañaron otros 368; murieron 5.000 marineros norteamericanos y otros 5.000 resultaron heridos. La conquista de Okinawa constituyó el capítulo más sangriento de la guerra del Pacífico. Según exclamó un marine rendido por el cansancio: «Te mandan a un sitio... y el tiroteo es infernal... Pero luego vuelven a enviarte allí y te matan. ¡Dios!, o estás allí hasta que mueres, o no eres capaz de aguantarlo». Al final, los norteamericanos acabaron con los 70.000 soldados, mientras que más de 100.000 civiles perdieron la vida a consecuencia directa o indirecta de los combates.

El lanzamiento de la bomba

La conquista de Okinawa había costado a los norteamericanos 65.631 bajas –un presagio aterrador de lo que podría significar un ataque contra las islas principales–. Hasta entonces, norteamericanos y japoneses habían librado una guerra despiadada en pequeños atolones e islas, lo cual limitaba el número de soldados participantes; pero en la inminente invasión de Japón, todo el peso de las fuerzas de tierra de EEUU entraría en contacto con el ejército japonés concentrado. El alto mando norteamericano había elegido el 1 de noviembre de 1945 como fecha para la operación «Olympic», la invasión de Japón; consistiría en un gran ataque contra la isla de Kyushu mediante una acción cuyas dimensiones doblarían aproximadamente las del Día D. Sin embargo, a diferencia de los alemanes en Normandía, los japoneses esperaban el desembarco de los norteamericanos en el lugar mismo donde iba a producirse. Según testificó un oficial de Estado Mayor después de la guerra:

Esperábamos una invasión de los Aliados en el sur de Kyushu y otra posterior en la llanura de Tokio. Las fuerzas aéreas del ejército de tierra y de la armada se habían prestado voluntarias en su totalidad para llevar a cabo una defensa kamikaze a ultranza, y cada una de ellas tenía de cuatro a cinco mil aviones... Planeábamos enviar oleadas de 300 a 400 aparatos a razón de una por hora. Basándonos en lo ocurrido en Leyte y Okinawa, esperábamos que uno de cada cuatro aparatos diera en el blanco3.

El número de bajas causado por la operación «Olympic» habría resultado demoledor tanto para Japón como para Estados Unidos.

Sin embargo, los avances científicos hicieron que no se llevara a cabo la operación. La campaña norteamericana de bombardeos estratégicos contra Japón había obtenido escasos resultados antes de la primavera de 1945, pues los bombardeos de precisión no habían podido alcanzar las dispersas instalaciones económicas de las islas principales. Pero en ese momento los B-29 comenzaron a reproducir el bombardeo por zonas que había caracterizado la campaña del Mando de Bombardeo en Europa. La noche del 8 de marzo, los B-29 destruyeron una gran parte de Tokio en una tormenta de fuego: a la mañana habían muerto 83.000 japoneses y habían sido heridos más de 41.000. Los norteamericanos procedieron luego a destruir las demás ciudades japonesas una tras otra. En el verano, Japón se hallaba totalmente aislado; su flota había sido hundida; su fuerza aérea era impotente; su industria estaba muerta. Pero el alto mando japonés se mostró poco interesado en concluir la guerra y prefirió centrarse en conseguir una muerte honorable para sus oficiales y soldados.

Empero, el 6 de agosto, tres B-29 volaron sobre Hiroshima; uno de ellos arrojó la primera bomba atómica, y 90.000 personas murieron en medio de un fulgor más luminoso que el Sol. Dos días después, el Ejército Rojo violó el pacto de no agresión de 1941 y atravesó la frontera de Manchuria arrollando las defensas japonesas. A continuación, el 9 de agosto, una segunda bomba atómica cayó sobre Nagasaki, donde murieron otros 35.000 japoneses. En ese momento, el emperador intervino en el proceso político para dar solución al punto muerto en que se hallaban sus consejeros. En una decisión de gran valor moral y físico, ordenó una capitulación general; durante varias semanas estuvo en el aire si los militares, en especial los oficiales de menor graduación, obedecerían sus órdenes. Al final lo hicieron, y el 2 de septiembre representantes del gobierno japonés firmaron las condiciones de la rendición en la cubierta del acorazado Missouri. La guerra había terminado. Los Aliados ocuparon Japón, como habían ocupado Alemania.

La Segunda Guerra Mundial había desgarrado el planeta y, hasta el momento de su conclusión, había involucrado de una manera u otra a casi todos los países. Cuando terminó, había llevado la muerte a decenas de millones de personas, destruido casi todas las grandes ciudades de Europa, asolado China y Japón y provocado emigraciones masivas, un sufrimiento indecible y una destrucción sin límites. ¿Valía aquella victoria el coste pagado en riquezas, vidas y destrucción?

Es posible que la única manera de juzgar las medidas tomadas para lograr una victoria total consista en contemplar la hipótesis contraria –la alternativa a una guerra librada hasta una rendición sin condiciones–. Y las consecuencias de una victoria del Eje o de la supervivencia de sus potencias explica por qué los Aliados consideraron necesario combatir hasta el final. La lista de crímenes cometidos por los italianos (Somalia, Etiopía, Libia) o los japoneses (China, Corea, Manchuria) permiten entender de qué habrían sido capaces esas dos potencias en un mundo sin las trabas de las convenciones imperantes en tiempos de paz o sin las presiones de la guerra. En cuanto a los alemanes, lo que nos lleva a pensar en un mundo casi inimaginable si hubiesen triunfado no es sólo su lista de crímenes, sino su deseo megalomaníaco de recomponer los continentes según los criterios de la «ciencia» del racismo biológico. Tal como advirtió Churchill en un discurso pronunciado en junio de 1940, en el que pedía a Gran Bretaña resistir hasta el final: «... Si fracasamos, todo el mundo, incluido Estados Unidos, incluido todo lo que hemos conocido y cuidado, se hundirá en los abismos de una nueva Edad Oscura que las luces de una ciencia pervertida harán más siniestra y, acaso, más prolongada»4. Así habría sido. Y esa visión explica la insistencia de los Aliados en la rendición incondicional de sus enemigos y su tenaz empeño en conseguirla.

1 A. Verrier, The Bomber Offensive, Londres, 1968.

2 Time Magazine, 8 de diciembre de 1941, p. 15.

3 Allan K. Millett, Semper Fidelis; The History of the United States Marine Corps, Nueva York, 1980, p. 430.

4 Winston Churchill, Blood, Sweat and Tears, Nueva York, 1941, p. 314.