1815-1871

XII. La industrialización de la guerra

Williamson A. Murray

La resolución, en 1815, de veinticinco años de guerra entre las potencias europeas no constituyó una tarea fácil. Pero los vencedores estaban de acuerdo en que tenían ciertos intereses comunes; en particular se proponían controlar las emociones nacionalistas que habían recorrido Europa. Sin embargo, el agotamiento general fue, quizá, más decisivo para la paz europea; nadie estaba dispuesto a recurrir a la guerra para solventar disputas territoriales o atender a ambiciones hegemónicas. Aunque la Revolución Industrial llevada a cabo en Gran Bretaña antes de las guerras revolucionarias y napoleónicas y a lo largo de ellas había proporcionado a los británicos una riqueza y un poder económico inauditos, se sintieron satisfechos con mantener un equilibrio de poder en el continente mientras controlaban el comercio mundial.

Los vencedores accedieron también a otorgar a los franceses una paz cómoda y restablecieron la monarquía de los Borbones y las fronteras de 1792. Sin embargo, el arreglo en Europa del Este y en «las Alemanias» resultó más difícil que el problema de qué hacer con la derrotada Francia, pues el impacto de la conquista francesa había trastornado de tal manera la trama de la vida en el territorio germánico que ningún acuerdo habría podido retrasar el reloj en Centroeuropa hasta ponerlo en la hora de 1789. Además, los rusos abrigaban considerables ambiciones en Europa oriental, sobre todo respecto a Polonia.

Al final, los estadistas elaboraron trabajosamente un arreglo aceptable. Los rusos recibieron casi toda Polonia, y los prusianos obtuvieron a cambio algunos territorios a lo largo del Rin, en la frontera francesa, con el fin de impedir que una Francia renaciente penetrara en Alemania occidental. Estas adquisiciones otorgaron a Prusia unas ventajas importantes: en primer lugar, al cambiar la mayor parte de sus territorios polacos por otros alemanes, se convirtió en un Estado con una población relativamente homogénea; y lo que es igualmente importante, controló el ignoto valle de un río, el Ruhr, que iba a convertirse en el segundo gran centro de la Revolución Industrial.

Al satisfacer los intereses de las principales potencias, el Congreso de Viena demostró ser uno de los tratados negociados con más éxito en la historia de la civilización occidental. Adolecía de varias debilidades –la más obvia era la amenaza creciente del nacionalismo–, pero, en conjunto, el Congreso proporcionó a las principales potencias un fundamento racional para mantener entre ellas la correlación de fuerzas, potenciada por el recuerdo de las catastróficas guerras de 1792 a 1815 (y que contribuyó a atemperar las ambiciones hasta la llegada de otra generación al poder).

Así pues, a partir de 1815 Europa se acomodó a un periodo de desarrollo pacífico sin precedentes. Hubo, por supuesto, dificultades políticas. En 1830, una revolución derribó para siempre en Francia la monarquía borbónica, aunque el resultado no pasó de ser un cambio dinástico, mientras que los disturbios desencadenados en Bruselas provocaron la partición de los Países Bajos. El orden establecido se vio en un peligro más grave en 1848. Los problemas habían comenzado de nuevo en Francia, pero esta vez no se detuvieron en la frontera francesa, sino que se extendieron por Europa central. El sistema de control creado por el Congreso de Viena, cuyo objetivo era estrangular el nacionalismo en las tierras habsburguesas y alemanas, se hundió en cuestión de semanas. Al final, sólo la intervención de Rusia ayudó a aplastar a los nacionalistas húngaros rebeldes y mantener unida la monarquía de los Habsburgo.

En Prusia, los conservadores actuaron en un primer momento un poco mejor contra las fuerzas revolucionarias, pero una asamblea de representantes reunida de Fráncfort se mostró incapaz de formar un nuevo Estado alemán unificado en aquella situación revolucionaria. Tras una lucha desesperada, los conservadores recuperaron el control de la situación. El rey de Prusia rechazó –con el comentario despectivo de que no aceptaría una Corona de manos de la alcantarilla– la oferta de la asamblea de Fráncfort que le brindaba la Corona de un nuevo Estado alemán. Aunque la revolución de 1848 fue un fracaso en el sentido más general de la palabra, puso de relieve la profundidad del nacionalismo que subyacía al equilibrio europeo.

La Guerra de Crimea

El éxito de Rusia tanto al evitar la revolución en 1848 como al aplastar a los nacionalistas húngaros animó al zar a emprender una política más activa en los Balcanes. El Imperio otomano era ya un Estado débil y decrépito, incapaz de adaptarse al desafío industrial y tecnológico de Occidente, aunque poseía, no obstante, una capacidad casi inagotable para sobrevivir a sus propios desastres. Los rusos esperaban sacar partido de la debilidad otomana; los británicos y los franceses se oponían a ello. No podían permitir que Rusia recogiera los restos del hundimiento de Turquía, y los británicos, en particular, deseaban impedirle conseguir un acceso directo al Mediterráneo.

En 1854, un ejército ruso cruzó el Danubio e invadió el territorio otomano; británicos y franceses declararon la guerra y enviaron fuerzas a Constantinopla para defender a los turcos. Antes, incluso, de que pudieran producirse enfrentamientos armados al sur del Danubio, los austriacos intervinieron dando muestras de una asombrosa ingratitud por la ayuda prestada por Rusia en 1849: exigían al zar que retirara sus fuerzas del territorio otomano. Los rusos accedieron, eliminando así el casus belli, pero los dirigentes británicos y franceses decidieron dar una lección a Rusia. El resultado fue la Guerra de Crimea.

El conflicto constituye en algunos aspectos un hito fundamental en la historia de la guerra; en otros, sin embargo, fue una vuelta a las «guerras limitadas» del siglo xviii. Los combates fueron testigos por primera vez de la influencia directa de la ciencia y la técnica en el campo de batalla. La invención de la bala «minié» para mosquetes rayados (con acanaladuras en espiral abiertas en el cañón) permitía a los soldados de infantería alcanzar y herir a los enemigos hasta una distancia de casi 300 metros. (La bala minié estaba perforada en la base, lo que permitía a la carga explosiva forzar hacia fuera los rebordes del proyectil y encajarlo con suficiente presión como para que el estriado le proporcionara giro y dirección. De ese modo triplicaba el alcance mortal del mosquete.) Otro elemento de igual importancia fue la aparición de los barcos de vapor en las flotas: los británicos y los franceses pudieron transportar y abastecer a sus tropas en Turquía y Crimea con notable facilidad. Finalmente, el telégrafo permitió a los gobiernos de París y Londres comunicarse con los comandantes del campo de batalla; además, los corresponsales de prensa transmitieron sus relatos a los directores de los periódicos en cuestión de días y no de semanas. Pero a pesar de los avances técnicos, los gobiernos beligerantes no llegaron a despertar nunca el entusiasmo y el sentimiento nacionalista en favor de una guerra total. La Guerra de Crimea fue más bien un conflicto declarado por cuestiones abstrusas, ninguna de las cuales era esencial para la supervivencia de los participantes.

Tras la retirada de los rusos al norte del Danubio, los comandantes anglofranceses decidieron invadir Crimea y atacar la base naval rusa de Sebastopol. En septiembre de 1845, la flota aliada desembarcó soldados ingleses y franceses en la costa de Crimea sin orden ni concierto; por suerte, los rusos no se enfrentaron a ellos. Luego, el ejército conjunto marchó hacia el sur, en dirección a Sebastopol. Por el camino se topó con un ejército ruso apostado sobre las alturas que dominaban el río Alma. Un ataque británico contra el flanco izquierdo arrolló a los defensores; el fuego bien dirigido de los mosquetes estriados masacró a los rusos, concentrados en columnas, mucho antes de que la «delgada línea roja» se hallara al alcance de los mosquetes del enemigo. La victoria a orillas del Alma reflejó la superior tecnología de los aliados, más que su entrenamiento o su disciplina.

Los aliados marcharon luego contra Sebastopol. Un ataque inmediato les habría llevado, quizá, a tomar el puerto, pero los franceses se mostraron cautelosos, y los preparativos para montar un asedio permitieron a los rusos completar sus defensas. Antes de que el invierno pusiera fin a las operaciones militares, los rusos realizaron dos intentos de abrirse paso hasta la guarnición asediada. En Balaclava, debido a una confusión de planes y malentendidos contradictorios, la caballería británica atacó las posiciones de la artillería rusa situada al fondo de un largo valle. El ataque fue desesperado y glorioso, y la «Carga de la brigada ligera» se sumó a la lista de fracasos heroicos de los británicos. No obstante, al acabar el día, los aliados seguían aún entre los rusos y Sebastopol. Un segundo intento de aliviar la ciudad portuaria no tuvo más éxito: en la batalla de Inkerman, los mosquetes estriados de las tropas aliadas dominaron por completo el campo de batalla; los rusos sufrieron 12.000 bajas, y los aliados sólo 3.000.

Luego, llegó el invierno a la comarca sin que el ejército británico se hallase preparado. Su sistema de abastecimiento se vino abajo: las condiciones en las líneas del frente y en los hospitales no tardaron en ser atroces; algunos comandantes invernaron en sus yates. Pero los tiempos en que los oficiales de alta graduación podían ignorar las penalidades del soldado corriente eran ya cosa del pasado en las naciones con gobiernos representativos. Los corresponsales británicos informaron sobre la terrible situación padecida por el ejército, y la indignación pública dio pie a unas reformas sustanciales que iniciaron el proceso de modernización del ejército británico.

A corto plazo, sin embargo, el invierno de Crimea desbarató las fuerzas británicas, y los franceses y piamonteses tuvieron que cargar en 1855 con el grueso del conflicto. Los rusos realizaron nuevas tentativas para aliviar Sebastopol, pero la tecnología volvió a actuar en su contra. En su último intento, realizado a mediados de agosto, los rusos sufrieron más de 8.000 bajas, y los aliados menos de 2.000. El 8 de septiembre, los franceses irrumpieron en la fortaleza de Malakoff. Los oficiales que dirigían las columnas de asalto sincronizaron sus relojes por primera vez en la historia. El ataque tuvo éxito e hizo imposible seguir defendiendo el puerto.

Al final, la Guerra de Crimea tuvo escasas repercusiones. Sólo sirvió para contener temporalmente las ambiciones rusas en los Balcanes y aplazar hasta el siglo siguiente el hundimiento de Turquía. No obstante, los avances armamentistas que habían marcado la conducción de la guerra en el plano táctico pusieron de relieve que la tecnología y la ciencia eran ahora decisivas para el éxito en el campo de batalla. El bando que reconociera esos cambios y los utilizase en sus fuerzas militares disfrutaría de importantes ventajas sobre sus adversarios.

La Guerra Civil norteamericana

La Guerra Civil norteamericana se considera el conflicto más importante del siglo xix, pues fue la primera vez en que unos gobiernos enfrentados asociaron el entusiasmo popular de la Revolución francesa a la tecnología industrial que se estaba apoderando de Occidente. Los bandos contendientes fijaron desde el primer momento unas posturas que no admitían compromiso alguno: para el Norte no habría paz sin un restablecimiento de la unión; para el Sur, no la habría sin independencia. Sin embargo, ambas partes subestimaron en un primer momento la voluntad política de su adversario. La mayoría de los sudistas creía que unos pocos éxitos rápidos sobre los cobardes yanquis les garantizarían la victoria, mientras que la mayoría de los del Norte estaba convencida de que la población del Sur se oponía a la secesión y que unas pocas victorias provocarían el hundimiento de la conspiración secesionista.

El Norte contaba, sin duda, con importantes ventajas. Su población ascendía a casi 25 millones de habitantes, mientras que el Sur tenía 9 millones escasos (de los que 3 eran esclavos). Casi todas las empresas industriales importantes y la mayoría de los ferrocarriles de la nación se hallaban en el Norte. Además, el gobierno federal controlaba la flota y el ejército, así como el grueso de la maquinaria burocrática de la nación. Pero el Sur disponía de otras ventajas, comenzando por la geografía. La distancia entre el centro de Georgia y el norte de Virginia es aproximadamente la que hay entre Prusia oriental y Moscú; y la existente entre Baton Rouge, en Luisiana, y Richmond, en Virginia, supera la que separa la frontera francoalemana de la frontera oriental de Polonia. El hecho de que unas soledades primigenias cubrieran muchas partes de la región, especialmente en el oeste, agravaba el desafío que suponía lanzar operaciones militares contra el Sur. Aunque el teatro de operaciones en el este se hallaba relativamente cerca de los centros del poder industrial norteño, Cairo (Illinois), punto de partida de los ejércitos occidentales de la Unión, se encontraba a 1.600 kilómetros del corazón de las industrias del Norte. Sin ferrocarriles ni barcos de vapor, el Norte no habría podido beneficiarse de su capacidad económica y, probablemente, habría perdido la guerra. El Sur tenía también la ventaja de no necesitar «ganar»: para lograr sus objetivos le bastaba con frustrar los esfuerzos militares del Norte.

Ambas partes se enfrentaban a problemas sobrecogedores para crear unas fuerzas militares eficaces a partir de cero. El ejército regular era poco más que un cuerpo de policía ideado para intimidar a los indios; ninguno de sus oficiales había recibido entrenamiento o preparación para dirigir grandes ejércitos. Como ha ocurrido en gran parte de la historia militar de Estados Unidos, la guerra civil fue una crónica de improvisación militar y aprendizaje en el campo de batalla. Si los oficiales sabían poco acerca de la guerra, los políticos no sabían nada; Abraham Lincoln se sentía lo bastante desesperado como para ordenar a la Biblioteca del Congreso que enviara a la Casa Blanca las obras clásicas de historia militar. Al final demostró ser un estratega y un líder político de considerable acierto en tiempo de guerra, pero su éxito se debió casi por entero a su intuición y astucia innatas, y no a una seria preparación intelectual.

El primer problema al que se enfrentaron ambos bandos fue el de reunir, formar y suministrar una gran fuerza militar. Paradójicamente, el Sur contó una vez más con una importante ventaja. Al no disponer de un ejército regular, los militares que renunciaron a sus empleos federales para luchar por la Confederación fueron repartidos entre los regimientos de la milicia de los distintos Estados, donde su experiencia aportó un módico conocimiento básico. En el Norte, sin embargo, el ejército regular siguió existiendo y se negó a desprenderse de sus oficiales para impartir instrucción a los regimientos de voluntarios.

Los propios ejércitos mantuvieron un carácter fundamentalmente civil. Las fotografías incluso del Ejército del Potomac, supuestamente el más atildado de los que participaron en la Guerra Civil, dan a entender una actitud general desenfadada respecto a las sutilezas de la uniformidad. Sin embargo, cuando estaban bien dirigidas, aquellas tropas soportaban sacrificios que pocas unidades de la historia militar norteamericana han llegado a igualar. Un buen ejemplo de ello es el comportamiento del I Regimiento de Minnesota en Gettysburg. El 2 de julio de 1863 sufrió más de un 80 por 100 de bajas, pero sus escasos supervivientes regresaron al frente para soportar la carga de Pickett durante la tarde siguiente.

El primer año de la guerra, 1861, ofreció una demostración del extraordinario talento político de Lincoln: los éxitos del Norte en aquel año destacan en marcado contraste con los errores de la política sureña. La cuestión estratégica crucial era quién controlaría los Estados fronterizos. En Maryland, el criterio de las autoridades federales de ejercer una intervención militar directa intimidó a los secesionistas en Annapolis. En Missouri, los políticos y soldados locales leales a la Unión tomaron el control del Estado y expulsaron a los partidarios de los rebeldes, aunque en las zonas rurales comenzó una despiadada guerra de guerrillas. El premio era Kentucky, donde el cuerpo legislativo del Estado y la población se mantuvieron leales, pero el gobernador fue partidario de la secesión. Ante la situación de punto muerto, el Estado se declaró neutral, pero las tropas del Sur invadieron el Estado y obligaron a los seguidores de los unionistas a apoyar al Norte.

Además de perder los Estados fronterizos, los dirigentes sudistas cometieron el error de embargar los cargamentos de algodón para presionar a los Estados europeos a intervenir en el conflicto. Sus esperanzas resultaron ilusorias: sectores importantes de la población británica y francesa eran partidarios de la Unión, mientras que Gran Bretaña se enfrentaba al problema de defender Canadá de una invasión norteña. Al final, el embargo del algodón privó al Sur de unos ingresos sustanciales y de la oportunidad de importar cantidades considerables de armas y munición en unas fechas en que el bloqueo federal se hallaba todavía en pañales.

La guerra en el este

Las acciones militares de 1861 pusieron de relieve la mala preparación de ambos bandos para la guerra. Bajo la presión de la exigencia de «dar una paliza a los rebeldes», y ante el hecho de que la mayoría de los regimientos voluntarios alistados para noventa días no tardarían en volver a sus hogares, el alto mando federal sacó a sus fuerzas de Washington y las hizo marchar a Manassas. La consiguiente batalla de Bull Run, donde hubo desde heroísmo hasta comedia –varios congresistas llevaron consigo a unas señoras para que contemplaran el espectáculo–, fue testigo de cómo las tropas del Sur ganaban un combate muy reñido. Tras luchar con considerable heroísmo, el ejército de la Unión se vino abajo al final de la tarde ante un contraataque de los rebeldes y, presa del pánico, emprendió una huida que no se detuvo hasta que las tropas alcanzaron Washington.

La derrota de Bull Run puso de relieve lo vanas que habían sido las esperanzas de la Unión de poner fin a la Guerra Civil con una sola victoria. Lincoln reconoció la necesidad de realizar reclutamientos de larga duración y dio el mando del ejército a George McClellan, un general joven y brillante. El «Pequeño Mac», como le llamaban sus soldados con afecto, era un gran instructor y un buen propagandista de su propia persona. Sus talentos, sin embargo, no daban para más. Se consideraba sucesor de Napoleón y se refería a Lincoln con la expresión «ese mono», pero en el campo de batalla mostró escasa capacidad para proporcionar liderazgo o guía. Era un hombre temeroso de lo desconocido; en consecuencia, pensaba siempre que sus adversarios contaban con un número de hombres enormemente elevado. Para excusar la inacción, le servía casi cualquier cosa.

A pesar de las presiones políticas para que utilizara el ejército que estaba formando, McClellan se negó a lanzar una operación militar de importancia durante el resto de 1861. En 1862 planeó trasladar río arriba su Ejército del Potomac a fin de atacar Richmond, capital entonces de los confederados; en primavera, McClellan realizó la maniobra y provocó una sorpresa general. Es cierto que no consiguió obtener todos los soldados que había solicitado para el ataque, pues Lincoln deseaba proteger Washington de los confederados y retuvo un cuerpo de ejército. McClellan, no obstante, disfrutaba de una considerable superioridad sobre sus oponentes. El avance sobre la península del río James fue un movimiento lento y tortuoso en el que unos confederados inferiores en número desconcertaron sistemáticamente a aquel comandante unionista excesivamente cauteloso. A finales de mayo, McClellan se encontraba a las puertas de Richmond y se preparó para un asedio prolongado. Pero los confederados estaban también listos y, bajo la inspirada dirección del general Robert E. Lee, lanzaron una serie de feroces contraataques que hicieron retroceder a McClellan y su ejército hasta sus barcos de abastecimiento. No todos los ataques de la Confederación fueron realizados con éxito –la batalla de Malvern Hill fue un desastre–, pero Lee logró un dominio completo sobre su adversario, dominio del que el Ejército del Potomac no se recuperó nunca del todo.

La ineptitud, la rudeza y la arrogancia de McClellan llevaron finalmente a Lincoln a destituirlo del cargo de comandante general del ejército antes de que concluyera la expedición de la península del James. En ese momento, las derrotas ante Richmond indujeron a Lincoln a nombrar un nuevo comandante en Virginia del Norte, John Pope, un general emprendedor y de éxito originario del oeste. Al hacerse cargo del mando, Pope anunció a sus nuevas tropas que los soldados del oeste no estaban acostumbrados a mostrar la espalda al enemigo, y no tardó en irritar, asimismo, a sus comandantes de cuerpo y división. El resultado fue otra derrota desastrosa en la Segunda Batalla de Bull Run, en la cual Lee se sirvió de sus subordinados Thomas «Stonewall» Jackson y James Longstreet para confundir y, finalmente, aplastar a las fuerzas de Pope. Con McClellan rezagado en la península del James y Pope sumido en un desorden general, Lee invadió el Norte. El Ejército de Virginia del Norte penetró en Maryland, mientras Jackson destruía una fuerza federal en Harper’s Ferry (Virginia).

Ante la amenaza de la acción de Lee, Lincoln volvió a nombrar a McClellan comandante del Ejército del Potomac. Por suerte para la Unión, los planes de campaña de Lee cayeron en manos de los unionistas, pero, incluso entonces, McClellan se movió con una insoportable cautela que permitió a los confederados concentrar sus fuerzas en el último momento. El resultado fue la batalla de Antietam, la acción más cruenta de la historia militar norteamericana en una sola jornada; las bajas conjuntas superaron con creces la cifra de 20.000. McClellan lanzó tres grandes ataques contra una delgada línea de confederados; todos estuvieron a un paso del éxito, pero los confederados no cedieron terreno y McClellan se negó a exponer sus fuerzas de reserva, a pesar de que el enemigo se hallaba al borde del colapso. McClellan se proclamó vencedor, aunque, en el mejor de los casos, había conseguido un empate. Lincoln, no obstante, aprovechó la oportunidad de un «éxito» en el campo de batalla para promulgar la Proclama de Emancipación; a partir del 1 de enero de 1863, los esclavos serían libres en todos los territorios sublevados. La Proclama de Lincoln constituía un ataque directo contra la estructura social y la cultura del Sur; ya no quedaban muchas ilusiones sobre lo que se requeriría para ganar la guerra.

McClellan, que se oponía con fuerza a dar la libertad a los esclavos, habló ruidosamente de cómo había salvado el Norte, pero no mostró ninguna inclinación a enfrentarse de nuevo a Lee. Lincoln, disgustado, despidió definitivamente al «Pequeño Mac» y nombró a Ambrose Burnside comandante del Ejército del Potomac. Burnside se mostró más activo, pero todavía menos competente. En diciembre lanzó sus tropas contra una posición inexpugnable en Fredricksburg; la subsiguiente matanza llevó a su sustitución.

La guerra en el oeste

En 1862, varios acontecimientos ocurridos en el oeste resultaron más propicios para la Unión. A comienzos de año, Ulises S. Grant, un desconocido general unionista, avanzó contra los dos fuertes que protegían los accesos a los ríos Cumberland y Tennessee, los fuertes Henry y Donelson. Su toma abrió el acceso a ambos ríos, consiguió Kentucky para la Unión y permitió a sus barcos artillados navegar aguas arriba del Tennessee hasta los bajíos de Mussell, en Alabama, donde cortaron la única línea ferroviaria de la Confederación que corría de este a oeste.

El ejército de Grant subió luego hasta Shiloh por el río Tennessee, donde, en abril, se dedicó afanosamente a adiestrar sus tropas mientras esperaba la llegada del ejército del general Carlos Buell. Pero el ejército confederado del general Albert Sydney Johnston llegó antes y pilló a Grant por sorpresa. Durante unas horas pareció que los confederados iban a arrojar el ejército de Grant al Tennessee, pero, tras una jornada de matanzas, la noche y Buell llegaron a tiempo. Al segundo día, Grant y Buell expulsaron al ejército de los confederados del campo de batalla, y el Norte obtuvo su segunda victoria importante de la guerra.

Las dos jornadas de Shiloh presenciaron unas terribles bajas en ambos bandos. Las formaciones de infantería, que utilizaban mosquetes estriados, no cedieron terreno y se tirotearon mutuamente. Las tácticas napoleónicas resultaron incompatibles con los avances tecnológicos del momento. Los resultados se repetirían en numerosas ocasiones en 1862, pero las fuertes pérdidas de Shiloh dañaron considerablemente la reputación de Grant; la opinión pública del Norte no tenía aún idea de lo costosa que iba a resultar la guerra. Shiloh, no obstante, puso de relieve el grado de resistencia del Sur frente a la Unión. Según comentó Grant en sus memorias,

hasta la batalla de Shiloh, yo, al igual que miles de otros ciudadanos, creía que la rebelión contra el gobierno se vendría abajo de forma repentina y súbita si se lograba una victoria decisiva sobre alguno de sus ejércitos. Donelson y Henry fueron victorias de ese tipo... Pero cuando se reclutaron ejércitos confederados que no sólo intentaron mantener una línea más al sur... sino que pasaron a la ofensiva y realizaron un esfuerzo tan aguerrido para recuperar lo perdido, en ese momento abandoné, por cierto, cualquier idea de salvar la Unión, a no ser mediante una conquista total1.

Después de Shiloh y Antietam, la defensa recurrió cada vez más a la construcción de emplazamientos protegidos y a la apertura de trincheras, mientras que los atacantes se enfrentaban al problema de cruzar la zona batida –un problema sin solución hasta el final de la Primera Guerra Mundial.

La victoria de la Unión en Shiloh permitió avanzar sobre Corinth (Misisipí), y acceder, quizá, al gran río. La flota de EEUU había tomado Nueva Orleans, y las posiciones confederadas a lo largo del Misisipí quedaron expuestas a ataques. Pero el general Henry Halleck, comandante de la Unión en el oeste, asumió el mando directo de los ejércitos de Grant y Buell. El avance de Helleck sobre Corinth hizo que los desplazamientos de McClellan parecieran una guerra relámpago, y el resto del año 1862 fue testigo de la fragmentación de los esfuerzos unionistas en el oeste. En Tennessee y Kentucky, los confederados contraatacaron y llegaron casi al río Ohio antes de que su avance se desmoronara. En el curso del Misisipí, Grant inició su avance sobre Vicksburg, clave para el control del río, pero sus acciones iniciales se vieron lastradas por fallos considerables.

Chancellorsville y Gettysburg

Las campañas efectuadas en el este en 1863 vieron pocos cambios en la correlación de fuerzas entre los contendientes. Allí, el general Joseph Hooker, un hombre que se tenía en gran estima, al igual que McClellan, relevó a Burnside al comenzar el año. En su carta de nombramiento a Hooker, Lincoln comentaba en concreto ciertos rumores que circulaban en Washington según los cuales el nuevo comandante había discurseado sobre la necesidad de una dictadura militar. Lincoln recordó, cortante, al general que el principal requisito para un golpe de esas características era el éxito en el campo de batalla. «Lo que le pido ahora es el éxito militar», observó Lincoln, «en cuyo caso me arriesgaré a una dictadura»2.

A principios de mayo de 1863, Hooker avanzó contra el Ejército de Virginia del Norte. Fue una de las raras ocasiones de la Guerra Civil en que un comandante del Norte pilló a Lee por sorpresa. Pero Hooker quedó paralizado en un extremo de la comarca de Wilderness (una zona de bosques vírgenes en el centro de Virginia). Lee se recuperó, dividió su ejército y envió a «Stonewall» Jackson a realizar una marcha que atacó el flanco de Hooker en Chancellorsville, con un efecto devastador. La caída de la noche fue lo único que salvó a la Unión de un total hundimiento. El máximo impacto del ataque contra el flanco se produjo, no obstante, en la mente del comandante de la Unión: según observó Lincoln, a partir de ese momento Hooker actuó como un pato al que le hubieran golpeado la cabeza con una tabla. A pesar de que su cuerpo de comandantes deseaba permanecer en el campo de batalla y seguir luchando, Hooker ordenó la retirada.

La cuestión crucial a la que se enfrentaban los dirigentes sudistas era qué hacer a continuación. Lee abogaba por invadir el Norte en busca de una victoria decisiva para poner fin a la guerra; otros sostenían que la victoria de Lee en Chancellorsville debería permitir al Sur mantenerse a la defensiva en el este mientras reforzaba el oeste, donde Grant acababa de encerrar en Vicksburg a un ejército confederado. Allí, el Sur se enfrentaba a una posible pérdida del río Misisipí y de un ejército importante. Gracias a su prestigio, Lee salió triunfante del debate: a mediados de junio, el Ejército de Virginia del Norte inició su marcha hacia Pensilvania.

El Ejército del Potomac y su nuevo comandante, el general George Meade, conocido en su Estado Mayor como la «vieja tortuga mordedora», se dispusieron a perseguirlo. En la pequeña ciudad universitaria de Gettysburg se libró un combate titánico de tres días en una batalla clásica de enfrentamiento entablada en un terreno no elegido por ninguno de los dos bandos. Los confederados vencieron con facilidad en la primera jornada e hicieron retroceder desordenadamente a través de la localidad a tres cuerpos del ejército de la Unión. El segundo día acabó en tablas por muy poco. Sólo el valor y la tenacidad del coronel Joshua Chamberlain, comandante del 20º Regimiento de Maine –quien, al verse superado en una proporción de tres a uno y haberse quedado sin munición, ordenó a sus hombres calar las bayonetas y cargar–, salvaron el flanco izquierdo de la Unión. El tercer día, Lee lanzó un ataque masivo con sus cuerpos de ejército contra el centro de la Unión. Los soldados unionistas cantaban «Fredricksburg, Fredricksburg», mientras los confederados salían de los bosques para iniciar una marcha de 2 kilómetros y medio cuesta arriba hacia la cresta del cementerio. El resultado fue una masacre de la fuerza atacante del general George Pickett, tan decisiva como la ocurrida bajo Mayre’s Hights, en Fredricksburg, seis meses antes. Lee se retiró con su ejército destrozado y casi sin munición.

Gettysburg fue algo más que una derrota táctica para la Confederación. Al invadir Pensilvania, Lee preparó el escenario para una derrota catastrófica en el oeste que hizo perder a los confederados el control del Misisipí y puso Tennessee al alcance de una invasión unionista. En rea­lidad, dada la crisis de Vicksburg, su búsqueda de una victoria decisiva no respondía ni a las realidades tácticas de la guerra ni a la situación estratégica del Sur. El resto del año fue testigo de unos combates desganados en el este. Lee envió el cuerpo de ejército de Longstreet al oeste y no se encontró apenas en situación de emprender operaciones ofensivas, mientras que Meade reconoció la capacidad de Lee y se mostró poco dispuesto a comprometer sus fuerzas en una guerra de maniobras contra un adversario de tanto talento.

Grant se pone al mando

En 1863, el peso de la guerra se desplazó hacia el oeste. Tras un invierno deprimente en que intentó atravesar las regiones pantanosas del norte de Vicksburg, Grant inició su campaña de primavera con una acción sorprendente: en mayo embarcó su ejército para llevarlo aguas abajo del Misisipí, más allá de Vicksburg, cortando de ese modo sus líneas de comunicación con el norte. Luego, en la campaña de maniobras más impresionante, tal vez, de la guerra, dividió los dos ejércitos sudistas de la región y encerró a uno en Vicksburg. Comenzaba así un asedio importante que culminó con la rendición de la ciudad y de su ejército confederado el 4 de julio de 1863 y abrió el acceso al Misisipí. Grant propuso luego a sus superiores dirigir su ejército contra el fundamental puerto de Mobile, pero Halleck, celoso de su subordinado, puso reparos y distribuyó las fuerzas de Grant entre otros comandantes.

En consecuencia, el avance de la Unión hacia el centro de Tennessee a las órdenes del general Rosecrans careció del apoyo de otras operaciones en el oeste. Rosecrans se enfrentaba, sin embargo, a uno de los comandantes de guerra sudistas más capaces, el general Braxton Bragg. A finales de agosto, Rosecrans había conseguido expulsar de Tennessee a Bragg; pero, en Georgia, los confederados, reforzados por el cuerpo de Longstreet procedente del Ejército de Virginia del Norte, contraatacaron. En la batalla de Chickamauga, el ataque de Longstreet penetró durante la segunda jornada por una brecha abierta en el centro de la línea de la Unión –un hueco producido por la incompetencia de los oficiales del Estado Mayor y por la incapacidad de Rosecrans para llevarse bien con sus subordinados–. El resultado fue una gran victoria sudista, aunque Bragg echó a perder la persecución. Los supervivientes de la derrota unionista marcharon a Chattanooga, donde fueron sitiados por los confederados.

Lincoln respondió con vigor. Dio a Grant el mando sobre todo el teatro de operaciones en el oeste y ordenó desplegar dos cuerpos del Ejército del Potomac para reforzar la zona. El sistema logístico de la Unión trasladó en menos de dos semanas a 25.000 hombres con todos sus caballos y artillería a una distancia de 1.900 kilómetros. Grant, dando muestras de su aplomo habitual, concentró las fuerzas de la Unión en Chattanooga. Como primera medida, abrió líneas de abastecimiento a la ciudad, donde los soldados andaban ya escasos de raciones.

Una vez abiertas las comunicaciones, Grant atacó a Bragg. Las acometidas contra los flancos tuvieron cierto éxito, pero no desalojaron a los defensores de las posiciones que dominaban la ciudad. Grant ordenó entonces al general George Thomas, que había salvado al ejército de Rosecrans del hundimiento completo en Chickamauga, lanzar un ataque de sondeo contra las posiciones confederadas que dominaban Chatanooga. El sondeo acabó siendo un asalto a gran escala que concluyó con éxito a pesar de que las posibilidades parecían inexistentes.

Los triunfos de Grant restablecieron la situación en el oeste. La Unión controlaba ahora el río Misisipí; además, sus fuerzas habían atravesado Tennessee y llegado a las puertas de Georgia, corazón económico del Sur. Los éxitos en el oeste y los fracasos en el este se oponían en marcado contraste. En ese momento, Lincoln, reconociendo la valía de Grant, lo nombró comandante en jefe de todas las fuerzas de la Unión; el Congreso acrecentó sus honores y le concedió el grado de teniente general. Grant asumió entonces el control de la estrategia operativa unionista para poner fin a la guerra destructiva que duraba ya tres años.

En 1862, Lincoln había comentado a McClellan que quizá fuese una buena estrategia para el Norte presionar al Sur mediante operaciones ofensivas en todos los escenarios del conflicto. En cartas a su esposa, McClellan expresó su desprecio por aquel planteamiento. Pero Lincoln tenía razón; el Norte, con sus superiores recursos materiales y humanos, podía quebrantar al Sur presionándolo simultáneamente desde distintas direcciones. Eso era precisamente lo que Grant pretendía hacer. Como dijo a sus comandantes subordinados: «Si el enemigo se mantiene en calma y me permite tomar la iniciativa, tengo el propósito... de que todas las partes del ejército actúen conjuntamente y se dirijan de alguna manera hacia un centro común»3. En el este, el Ejército del Potomac atacaría al de Virginia del Norte, mientas que el del río James golpearía al sur de Richmond para impedir a Lee recibir suministros. Otro ejército unionista se desplazaría bajando por el Shenandoah y privaría al Sur de las riquezas agrícolas de aquella región. En el oeste, Sherman marcharía contra el Ejército de Tennessee del general Joe Johnston, mientras Bank hacía otro tanto contra la ciudad de Mobile, obligando a Johnston a dividir sus fuerzas.

Si esas piezas se hubieran desplazado en la dirección ideada por Grant, la Guerra Civil habría concluido en 1864, pero Banks subió por el río Red en vez de marchar contra Mobile; Siegel resultó ser un fracaso decepcionante; y (según palabras de Grant) Butler mantuvo su ejército «embotellado» en la península del James. Así pues, todo el peso recayó sobre los hombros de Sherman y Grant. Una parte del problema radicaba en que los actores secundarios –Banks, Butler y Siegel– eran generales políticos incompetentes para representar sus papeles adecuadamente. Pero Grant no se quejó nunca de su falta de rendimiento ni les culpó por no lograr la victoria en 1864, pues era el único entre los principales generales del Norte que reconocía la importancia política de aquellos personajes para la reelección de Lincoln en noviembre de 1864.

Grant se instaló en el Ejército del Potomac. Se daba cuenta de la falta de empuje tanto del ejército como de su comandante: aunque admiraba a Meade por su honradez e integridad, Grant se daba también cuenta de su sentimiento de inferioridad frente a Lee. Durante el resto de la guerra, Grant permaneció con el Ejército del Potomac y asumió la responsabilidad de sus acciones cuando hubo de enfrentarse a Lee. Pero el ejército y el cuerpo de oficiales entrenado por McClellan resultaron un instrumento militar tan deficiente como su antiguo comandante. Ningún ejército de la historia militar norteamericana ha tenido un historial tan decepcionante; ningún ejército de EEUU ha sufrido con mayor nobleza en busca de la victoria; y ningún ejército ha perdido más oportunidades en sus operaciones. El Ejército del Potomac no consiguió, por fin, una victoria en posición ofensiva hasta la batalla de Five Forks, en abril de 1865.

La derrota del Sur

El Ejército del Potomac libró sus campañas de la primavera y el verano de 1864 con un coste aterradoramente alto para sí y para la nación. En la horrenda batalla de Wilderness sobrevivió apenas al feroz ataque de los confederados contra su flanco. Luego, en un giro rápido a la izquierda, Grant intentó superar el flanco de la Confederación y colocar sus fuerzas en una posición que obligara a Lee a atacar. Pero los confederados llegaron a Spottsylvania Courthouse por un margen escasísimo. A continuación se entabló una segunda batalla mortífera cuando, protegidos por trincheras, los confederados causaron un gran número de bajas entre las fuerzas federales atacantes. La mala suerte continuó persiguiendo al Ejército del Potomac. Para animar a sus soldados, el general John Sedgwick, uno de los comandantes de cuerpo más competentes, se puso en pie sobre un terraplén y declaró que los confederados eran incapaces de acertar a un elefante a aquella distancia; un francotirador rebelde le metió una bala en la cabeza.

Tras una semana de salvajes matanzas que dejaron exangües a ambos ejércitos, Grant volvió a dirigirse hacia el sur; en North Anna y Cold Harbor lanzó ataques directos contra la posición de Lee. Fueron días negros, incluso para los criterios de aquella guerra. Un general de brigada del Ejército del Potomac escribió a su esposa: «He visto desfilar ante mí un cortejo fúnebre a lo largo de treinta días, y ha sido demasiado»4. Grant marchó subrepticiamente rodeando a Lee hasta el río James. Una vez allí, situó su ejército en posición de tomar Petersburg e interrumpir las líneas de abastecimiento sudistas. Si Petersburg hubiese caído, Lee habría tenido que abandonar Virginia y Richmond y retirarse a Carolina del Norte. Pero los comandantes de cuerpo del Ejército del Potomac perdieron la oportunidad una vez más y Lee dispuso de fuerzas suficientes para guarnecer sus defensas. Para entonces, ambos ejércitos estaban agotados y eran incapaces de realizar nuevas operaciones ofensivas –aunque Grant había logrado, al menos, su objetivo de sacarse el aguijón de Lee: el Ejército de Virginia del Norte no era ya capaz de practicar una guerra ofensiva.

Todo dependía, por tanto, de lo que Sherman pudiera lograr contra Johnston. Sherman inició su ofensiva contra Atlanta a comienzos de mayo. Los dos ejércitos batallaron, pero aunque Sherman consiguió expulsar a Johnston de todas sus posiciones una tras otra, no obtuvo un éxito militar significativo. En julio, Johnston se había retirado a las fortificaciones defensivas levantadas frente a Atlanta. En ese momento, el gobierno confederado, frustrado por la retirada, sustituyó a Johnston por un comandante de cuerpo, el general John Bell Hood. Hood había sido un brillante comandante de división a las órdenes de «Stonewall» Jackson; además, había demostrado su valor en numerosos campos de batalla y perdido en combate un brazo y una pierna. Pero también había sido un comandante de cuerpo controvertido y pendenciero y resultó ser tan mal candidato para el mando supremo como lo había sido Bragg.

El argumento de Hood para explicar los problemas a los que se enfrentaba la Confederación en 1864 era que las tropas sudistas habían perdido el impulso ofensivo del que habían disfrutado en 1862. En su función de comandante frente a Atlanta, había decidido recuperar aquel espíritu ofensivo. A lo largo del mes siguiente, Hood lanzó tres feroces ataques contra Sherman, pero los experimentados soldados de la Unión anularon cada uno de aquellos golpes, causando horrendas bajas en los atacantes, y acabaron obligando a Hood a abandonar Atlanta. Al final, Hood achacó su fracaso a una falta de espíritu ofensivo en sus tropas; no se daba cuenta de que la lucha había cambiado de aspecto de manera fundamental. No obstante, las bajas sufridas por sus ataques pusieron de relieve que el Sur seguía dispuesto todavía a padecer pérdidas terribles para procurarse la independencia.

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Mapa 7. La derrota del Sur. La estrategia de la Unión, que evolucionó en el curso de la guerra, tuvo cuatro componentes básicos: un bloqueo de la costa, la toma de Richmond, la apertura del Misisipí y la idea de llevar la guerra a la economía y la población del sur. Este último planteamiento fue el que acabó quebrantando la voluntad de los confederados.

La toma de Atlanta por Sherman fue decisiva para la reelección de Lincoln. A continuación, Hood marchó hacia el norte con el fin de amenazar las líneas de comunicación de Sherman en Tennessee, pero éste convenció a Grant para que le permitiera realizar una de las ideas operacionales más innovadoras de la Guerra Civil: mientras una parte de su ejército se quedaba atrás, a las órdenes de George Thomas, para cubrir la zona central de Tennessee, Sherman se desgajó de sus líneas de abastecimiento y marchó hacia el interior de Georgia camino del mar. Grant acabó dando su aprobación a aquella medida. Hood persiguió a las fuerzas de Thomas, primero hasta Franklin, donde, tras haber acusado de cobardía a su generalato, lanzó sus tropas contra los federales, bien atrincherados. El resultado fue una matanza en la que perdieron la vida muchos de sus generales. Impenitente hasta el final, Hood avanzó hacia Nashville, donde Thomas destruyó los restos de un ejército que el comandante de la Confederación había comenzado a destrozar en Atlanta.

Entretanto, Sherman atravesó Georgia. La guerra había tomado un giro despiadado a medida que las tropas la llevaban al corazón del territorio sureño. Aunque Sherman no lanzó su campaña directamente contra la población civil, sus efectos «colaterales» –la demolición de viviendas, la destrucción de las cosechas, el saqueo de animales de granja– pusieron de relieve hasta dónde estaba dispuesto a llegar el gobierno federal para destruir la Confederación. A los soldados de Sherman les encantaban los «pueblos humeantes» que quedaban en la estela de su marcha. Según advirtió Sherman a los ciudadanos del norte de Alabama,

el gobierno de Estados Unidos tiene en el norte de Alabama todos los derechos [que decida] aplicar en la guerra para arrebatar las vidas [de los confederados], sus casas, sus tierras, todo cuanto posean, pues no pueden negar que allí hay una guerra, y la guerra es, sencillamente, un poder no constreñido por ninguna constitución ni pacto. Si lo que desean es una guerra eterna, no hay nada que objetar. Aceptaremos la decisión, les despojaremos de sus posesiones y se las entregaremos a nuestros amigos... Para los secesionistas, petulantes y obstinados, la muerte será una gracia, y cuanto antes acabemos con ellos o con ellas, tanto mejor. A Satanás y a los ángeles rebeldes del Cielo se les permitió seguir existiendo en el Infierno simplemente para acrecentar su justo castigo5.

La destrucción causada en Georgia y Carolina del Sur fue una parte de unas medidas más amplias orientadas a quebrantar la voluntad del Sur de continuar la guerra. Sirvió como advertencia clara a los soldados confederados de que ya no podían proteger sus hogares de la guerra.

Mientras Sherman se dirigía hacia el mar, Grant dio rienda suelta al general Philip Sheridan en el valle del Shenandoah. Sheridan era uno de los comandantes de guerra más competentes en el campo de batalla; también era, como Jackson, uno de los más despiadados. Las instrucciones de Grant ponen de relieve que lo que Sheridan hizo en Shenandoah era el criterio general del alto mando de la Unión. Grant le ordenó convertir el valle de Shenandoah en «un yermo estéril... para que las multitudes que lo atraviesen en su huida en lo que queda de la estación se vean obligadas a llevar consigo sus provisiones»6.

Sheridan ejecutó sus órdenes con entusiasmo. Un comentario realizado por él a sus anfitriones prusianos en 1870, durante una gira por los campos de batalla de la guerra francoprusiana, permite ver hasta qué punto la estrategia de la Unión se había convertido en una guerra implacable contra la resistencia popular sudista: Sheridan observó que los prusianos estaban siendo demasiado «humanitarios» en su trato a los franceses, y añadió en beneficio de sus ávidos oyentes alemanes: «¡Lo único que se debe dejar a la gente son sus ojos, para que lloren por la guerra!»7. Es cierto que ni Sherman ni Sheridan alcanzaron el nivel de la campaña de «destrucción de viviendas» ordenada por el Mando de Bombardeo en la Segunda Guerra Mundial, pero las fuerzas militares del Norte sólo combatían en tierra y, por tanto, pudieron dejar con vida a los desdichados habitantes del Sur mientras destruían su infraestructura económica, sus hogares, sus alimentos y sus animales de granja. Y allí donde marchaban, acababan también con la institución de la esclavitud, fundamento de la identidad cultural y política sureña.

A comienzos de 1865, la posición de la Confederación era desesperada. La reelección de Lincoln en otoño de 1864 les había arrebatado su última esperanza; el gran emancipador presenciaría la guerra hasta su conclusión. Los ejércitos de la Unión se desplazaban a su antojo por todos los Estados de la Confederación. El ejército de Lee desaparecía gradualmente debido a las deserciones; Sherman estaba destruyendo Carolina del Sur. Sus tropas disfrutaban asolando el Estado que había encabezado la iniciativa secesionista e iniciado el conflicto cuatro años antes, al abrir fuego contra el fuerte Sumter. Carolina del Norte no tardó en sentir el peso de los ejércitos de la Unión, y Fort Fisher, el último puerto de los confederados, cayó ante una operación conjunta del ejército y la armada.

Los costes del «último disgusto»

En abril, la posición de Lee en Petersburg se vino abajo cuando el Ejército del Potomac obtuvo su primera victoria ofensiva en Five Forks. Una persecución rápida encabezada por Sheridan acabó cazando a Lee en Appomattox. Lee se rindió, tras reconocer lo inevitable. Luego, asumió la actitud de gran estadista de la historia norteamericana dedicando sus últimos años a instar a sus paisanos a que aceptaran los resultados. Por desgracia, la guerra destructiva practicada por los ejércitos de la Unión en el último año del conflicto, los problemas de las relaciones raciales en un país derrotado y la amargura por la causa perdida perpetuaron la división entre el Norte y el Sur durante más de cien años. Un simple cambio gramatical puso de manifiesto la transformación producida por la Guerra Civil. Antes de 1861, los norteamericanos decían «los Estados Unidos son»; a partir de 1865 dijeron «Estados Unidos es». La victoria del Norte tuvo consecuencias importantes para el siglo xx. El mantenimiento de una nación unida en América del Norte, con su inmenso poderío industrial y agrario, iba a representar un papel decisivo en la victoria conseguida contra Alemania en las dos guerras mundiales; un subcontinente fragmentado habría desempeñado una escasa función en dichos conflictos.

La Guerra Civil fue la primera guerra moderna: en ella, el poder militar, fundamentado en el apoyo popular y la industrialización y lanzado a cientos de kilómetros por el ferrocarril y el barco de vapor, se acercó a las fronteras de la guerra total. Al iniciarse el conflicto no existían ni la visión estratégica ni las capacidades para emprender una gran guerra: la simple creación de una fuerza militar y el apoyo requerido por ella plantearon problemas que no se pusieron de manifiesto inmediatamente ni fueron fáciles de resolver. No obstante, el liderazgo político y militar de la Unión acabó creando una estrategia victoriosa, una estrategia de desgaste más que de combates decisivos. La acometida general contra el Sur, en 1864, estuvo acompañada por una guerra dirigida a quebrantar la voluntad popular de la población sudista. Pero el coste de aquella guerra fue atroz: en ella murieron unos 625.000 soldados entre ambos bandos, cifra igual al total de las demás guerras norteamericanas, incluida una gran parte del conflicto de Vietnam. Si Estados Unidos hubiera sufrido un nivel de bajas comparable en la Primera Guerra Mundial, las vidas perdidas habrían rondado la cifra de 2,1 millones (en vez de 115.000). La Guerra Civil señaló que el nuevo campo de batalla tecnológico se cobraría un considerable tributo en vidas y que la capacidad del Estado moderno para movilizar sus recursos humanos e industriales podía nutrir dicho campo de batalla de forma casi indefinida. Y esos recursos, tanto humanos como industriales, crecieron a pasos agigantados a medida que la civilización occidental entraba en el siglo xx.

Las guerras de Bismarck

Sin embargo, por aquellas mismas fechas, aproximadamente, los europeos aprendieron diversas lecciones sobre la guerra moderna. Coincidiendo casi con la Guerra Civil norteamericana, una serie de enfrentamientos bélicos logró la unificación de Alemania bajo el liderazgo de Prusia. Aquellos éxitos supusieron varias guerras breves y triunfantes, pero no se basaron en la superioridad táctica o tecnológica de los ejércitos prusianos, sino que reflejaron, más bien, la brillantez de su inteligencia política y la profesionalización de su cuerpo de oficiales. Esta última cualidad surgió en parte de la reacción ante la devastadora derrota de Jena-Auerstadt en 1806. La creación de una Kriegsakademie (academia de guerra) para producir oficiales de Estado Mayor bien preparados permitió a los prusianos formar el núcleo de un sistema eficaz de Estado Mayor a tiempo para la Guerra de Liberación contra los franceses, en 1813; y el éxito en la gestión de los innumerables detalles que suponían las luchas contra Napoleón impidió que las restricciones del periodo de posguerra desmantelaran la Kriegsakademie y aquel incipiente Estado Mayor general.

En el periodo que desembocó en la década de 1860, un Estado Mayor pequeño y de élite indujo al ejército prusiano a reconocer las ventajas que supondrían para la siguiente guerra el ferrocarril y la innovadora tecnología armamentista. El nombramiento de Helmut von Moltke como jefe del Estado Mayor general del ejército en 1858 aceleró el proceso, pues Moltke alentó la construcción de ferrocarriles estratégicos por toda Alemania, alegando que, en las guerras del futuro, serían más valiosos que las fortalezas. El índice de expansión ferroviaria en Alemania superó en más del doble al de Francia durante la década de 1840, y en 1854 la Confederación germánica disponía de casi 12.000 kilómetros de vías férreas. En 1860, Prusia propiamente dicha contaba con 5.600 kilómetros (y Moltke se había enriquecido invirtiendo en acciones del ferrocarril). El punto fundamental era que, a diferencia de otras organizaciones militares de Europa, el Estado Mayor general prusiano planeó sistemáticamente cómo explotar mejor aquella creciente capacidad para la movilización y despliegue de las fuerzas militares. Sin embargo, la ventaja de Prusia no radicaba únicamente en su capacidad para movilizar, desplegar y sostener sus fuerzas. El ejército prusiano fue también el primero en adoptar un fusil de retrocarga, el fusil de aguja percutora, que permitía a sus soldados recargar tres o cuatro veces más deprisa que sus adversarios –y hacerlo, además, cuerpo a tierra, lo cual constituía una ventaja obvia en cualquier combate con armas de fuego.

Sin embargo, aquellos cambios no pasaban de ser una mejora potencial; para convertir aquella potencialidad en realidad estratégica se requerían iniciativas estratégicas y políticas inteligentes. Al comienzo de la década de 1860, el Estado prusiano se hallaba en un atolladero institucional, entre la demanda del rey para que el poder legislativo apoyara un periodo de tres años de servicio militar y la negativa de los legisladores a proporcionar los fondos oportunos. En su desesperación, Guillermo I recurrió a un aristócrata de la vieja escuela, Otto von Bismarck, para salir del punto muerto.

Bismarck era un personaje extraordinario. Había tenido poco éxito en una breve carrera militar, y había dedicado sus años de universidad a la bebida y las mujeres. Su actividad en el servicio diplomático le granjeó pocas amistades. Pero Bismarck tenía cualidades que sólo unos pocos reconocían en aquel momento. Poseía una extraordinaria capacidad para evaluar a sus adversarios y era un político de primera categoría, con instinto de apostador para saber cuándo jugar y en qué momento levantarse de la mesa. A diferencia de la mayoría de los conservadores prusianos, entendía la fuerza del nacionalismo alemán y veía que a Prusia no le quedaba más remedio que nadar con la corriente o ser arrastrada por ella.

La máxima ventaja de Bismarck residía en la debilidad del sistema europeo. Poca gente reconocía en Europa la fuerza latente de Prusia, con su revolución industrial en marcha; otro factor de igual importancia era que la mayoría de los europeos consideraba el ejército prusiano como uno de los menos eficaces del continente. Además, tras la Guerra de Crimea, Gran Bretaña se había retirado en gran medida de los asuntos del continente; Francia carecía de un eje eficaz para su política estratégica; y Austria y Rusia andaban a la greña por el comportamiento de la primera durante la Guerra de Crimea. En este vacío, el nuevo canciller prusiano se dispuso a dejar su huella. Según advirtió a la Asamblea de Prusia: «Las grandes cuestiones de nuestro tiempo no se deciden con discursos y votos mayoritarios –ése fue el gran error de 1848 y 1849–, sino con hierro y sangre»8. La primera oportunidad se presentó con Dinamarca.

El fallecimiento del rey danés sin heredero masculino no influyó para nada en el trono de Dinamarca, pero sí en los ducados alemanes de Schleswig Holstein. En 1864, la Confederación Germánica, dirigida por Prusia y Austria, se negó a reconocer las pretensiones danesas a dichos ducados. Los ejércitos aliados de los Estados alemanes solventaron con presteza el asunto danés, pero la cuestión de qué hacer con las provincias «liberadas» siguió en pie. Bismarck agradeció la confusión, pues los austriacos obtuvieron unos territorios que administrar, pero las líneas de comunicación con ellos atravesaban íntegramente territorio prusiano. Las posibilidades de que surgieran malentendidos eran numerosas, y Bismarck se sintió encantado de potenciarlas al máximo.

Al parecer, Bismarck esperaba negociar con los austriacos un acuerdo por el que Prusia controlaría el norte de Alemania, mientras Austria tendría el control del sur. Pero los austriacos no mostraron haberse percatado del cambio producido en Alemania en la correlación de fuerzas, y no sólo se negaron a reconocer a Prusia como un igual, sino que buscaron activamente la guerra. Los demás Estados europeos, a excepción de Francia, mostraron escaso interés por el conflicto que se estaba gestando en Europa central; los franceses, por su parte, creían que la guerra entre Austria y Prusia sería un asunto largo en el que podrían intervenir con provecho.

Prusia adolecía de ciertas desventajas importantes: los demás Estados alemanes se unieron para apoyar a Austria; el territorio de Prusia estaba dividido en dos; y Bohemia constituía una cómoda pista de lanzamiento para un ataque austriaco contra Berlín. Pero Moltke y el Estado Mayor capitalizaron aquellos retos. Un ejército prusiano no tardó en dar buena cuenta de Hanóver, uniendo así los territorios prusianos. Moltke entretanto, utilizando el sistema ferroviario del norte de Alemania, desplegó rápidamente en junio de 1866 tres ejércitos en la frontera con Austria con la intención de reunirlos en Bohemia. El trabajo del Estado Mayor austriaco fue calamitoso y reflejó la actitud despreocupada de los austriacos hacia la profesión de las armas en las décadas anteriores. En consecuencia, los ejércitos de Austria se concentraron con lentitud en Bohemia central, mientras que el ejército más occidental de Prusia arrolló Sajonia y otros tres ejércitos prusianos penetraron con rapidez en Bohemia. El fusil de percutor dio a los prusianos una ventaja táctica abrumadora, confirmada por las escaramuzas iniciales –el índice relativo de bajas era del orden de un prusiano por cuatro o cinco austriacos–. Y lo que es más importante, las primeras derrotas minaron la moral austriaca.

Sorprendido por la rapidez del avance enemigo, el príncipe Benedek, comandante de las fuerzas de Austria, se replegó hacia unas colinas bajas al norte de la localidad de Königgrätz. El ejército austriaco sumaba 190.000 hombres, más un apoyo de 25.000 sajones. Las fuerzas prusianas superaban los 200.000 hombres, pero cuando comenzó la batalla de Königgrätz, el 3 de julio, sólo se encontraban en el campo de batalla dos de sus ejércitos (y el sistema telegráfico de Moltke se había estropeado). Para entonces, Benedek tenía una noción clara del peligro que suponían para sus soldados los fusiles de percutor y ordenó a sus subordinados retener sus tropas y confiar únicamente en la artillería, que era en general superior a la de los prusianos. Pero los oficiales austriacos de mayor graduación se mostraron displicentes e hicieron caso omiso de sus órdenes. En consecuencia, cuando la 7ª División prusiana consiguió un éxito parcial sobre el flanco derecho de sus adversarios en una pequeña zona boscosa, el Swiewald, los comandantes austriacos lanzaron una serie de contraataques. Todos decayeron ante la potencia de fuego de los prusianos. De cincuenta y nueve batallones presentes en la zona, los austriacos asignaron cuarenta y nueve al enfrentamiento armado en el Swiewald, veintiocho de los cuales desaparecieron sin más. Aquello destruyó, en realidad, todo el flanco derecho austriaco. Las dificultades en el flanco derecho resultaron catastróficas cuando llegó al campo de batalla el tercer ejército prusiano, a las órdenes del príncipe heredero de Prusia.

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Mapa 8. Unificación y expansión alemanas, 1864-1871. Prusia emprendió y ganó tres grandes guerras contra sus vecinos: contra Dinamarca en 1864, contra Austria en 1866 y contra Francia en 1870-1871. Aunque sus victorias ampliaron el territorio alemán hacia el norte y el oeste, las mayores conquistas de Prusia se produjeron con la fusión de los Estados alemanes en una unión que no fue del todo perfecta. Los resultados alteraron de manera fundamental la correlación de fuerzas en Europa.

Entretanto, los prusianos habían conseguido rodear el flanco izquierdo de su enemigo con el ejército del Elba. Los esfuerzos desesperados de la artillería y la caballería austriacas fueron lo único que impidió que los prusianos cercaran íntegramente a las fuerzas de Benedek. Lo que sobrevivió era una ruina; en una jornada de combate, los austriacos habían perdido 40.000 hombres, muertos o heridos, más otros 20.000 prisioneros. El camino a Viena se hallaba expedito, y la destrucción total del Estado habsburgués parecía inminente. Los generales prusianos, incluido Moltke, se consumían de impaciencia por hacerse con los laureles de su gran victoria.

Pero Bismarck no quería saber nada de ello y convenció a su rey para detener el avance prusiano e iniciar negociaciones con los austriacos, pues veía que sólo Francia y Rusia se beneficiarían de la continuación de la guerra. En cambio, si Prusia ofrecía unas condiciones generosas, convencería a Austria para aceptar un acuerdo a largo plazo. Prusia debía limitar al norte de Alemania sus ganancias territoriales, los Estados germánicos meridionales quedarían simplemente dentro de su esfera de interés. Una paz así sería mucho más atractiva para los austriacos, pues no perderían territorio. El arreglo propuesto por Bismarck constituyó un acto de inspirada habilidad política. Prusia absorbió los Estados de Alemania del norte, controló la política militar y exterior de los alemanes meridionales, la paz aplacó a Austria, y Bismarck consiguió excluir por completo a los franceses. Los austriacos aceptaron sin demora. Pero aquella sabiduría estratégica no fue bien recibida por los militares de Prusia; en su opinión, los manejos de Bismarck les habían arrebatado la oportunidad de perseguir hasta su capital a un adversario batido.

La guerra francoprusiana

En cuanto al futuro inmediato, Bismarck deseaba consolidar sus triunfos. No sentía grandes deseos de crear una Alemania unificada; al fin y al cabo, Alemania meridional era el bastión de dos de sus grandes odios: el liberalismo y el catolicismo. Pero los franceses se negaron a aceptar los resultados de 1866. Al año siguiente intentaron comprar el ducado de Luxemburgo, pero se echaron atrás ante una avalancha de protestas británicas y alemanas. Este revés diplomático no puso fin a la intromisión francesa en Alemania meridional y, finalmente, la intransigencia de Francia convenció a Bismarck de que debía aventurar otra guerra para estabilizar lo conseguido. Los franceses complacieron al canciller. El imperio de Napoleón III se había visto sometido a una creciente presión política interna para liberalizar la constitución, mientras que los contratiempos en política exterior habían minado de manera constante la popularidad del régimen. Por tanto, el emperador buscó alivio en la política exterior o en un éxito militar.

La correlación de fuerzas militares era favorable a Prusia aún más de lo que lo había sido en 1866. El Estado Mayor general prusiano había pulido sus destrezas administrativas y organizativas hasta lograr una calidad desconocida. El trabajo en equipo permitió a los prusianos sacar mayor partido al enorme potencial de los ferrocarriles, mientras que el sistema de Estado Mayor general les proporcionó medios para transmitir órdenes y garantizar que fueran obedecidas; a los prusianos les resultó relativamente fácil manejar el despliegue y las operaciones de los grandes ejércitos movilizados por ellos en 1870. Al carecer de un sistema como aquél, los franceses no lo tuvieron tan sencillo.

Paradójicamente, los prusianos carecían de la ventaja tecnológica de la que habían disfrutado en 1866 –el fusil chassepot, con cartuchos cebados, era superior al de pistón–, pero los prusianos habían corregido su debilidad en artillería: su nuevo cañón de acero de retrocarga les daba ventaja sobre los franceses en el fuego artillero, tanto en rapidez como en precisión. Sin embargo, los franceses poseían otra arma que podría haberles proporcionado una gran superioridad: la mitralleuse, la primera ametralladora, si bien el Ministerio de la Guerra había mantenido el arma tan en secreto que eran pocos los comandantes franceses que conocían siquiera su existencia. Además de su sistema de Estado Mayor, los prusianos disfrutaban de otras ventajas. Poseían un procedimiento eficaz para la reserva, dos guerras habían provocado una sangría entre sus oficiales más antiguos, y Moltke era, además, un eminente comandante de operaciones. Pero el factor más importante fue el hecho de tener en la persona de Bismarck a un brillante estratega, cuya política les garantizaba que las demás potencias europeas se mantuvieron ajenas al conflicto. Los franceses no disponían de un sistema de reservistas, tenían un Estado Mayor débil y no contaban con un general particularmente competente.

Tras incurrir en un grave error al calcular la correlación de fuerzas, Napoleón III desafió a los prusianos. Bismarck, con una extremada astucia, modificó el relato de un enfrentamiento poco importante entre su rey y el embajador francés, convirtiéndolo en un despacho oficial en el que los prusianos creyeron ver que se insultaba a su soberano, y los franceses que su honor se ponía en entredicho. Francia declaró la guerra, y ambas partes movilizaron y desplegaron sus fuerzas. Los franceses creían que la guerra comenzaría con una invasión de Renania llevada a cabo por ellos –aunque no estaba claro con qué objetivo– y que su ejército controlaría con firmeza la situación, como en 1806 en Jena-Auerstadt. A pesar de que los prusianos se desplegaron a mayor distancia, la eficacia del trabajo de su Estado Mayor y de su sistema de reservistas les permitió colocar a 380.000 hombres en la frontera francesa, mientras desplegaban otros 95.000 para vigilar Austria. Francia, por el contrario, sólo tenía en la frontera a 224.000 soldados el 31 de julio de 1870. Napoleón III puso dos ejércitos provisionales a las órdenes de unos mariscales que no habían ejercido responsabilidades anteriormente, y ninguno de los dos contaba con un Estado Mayor para controlar los movimientos operacionales y logísticos de los cuerpos que los componían. En cambio, los tres ejércitos prusianos disponían de Estados Mayores eficientes para coordinar dichos movimientos, y los tres estaban dirigidos por comandantes que se habían ganado sus estrellas en las guerras de 1864 y 1866.

Las escaramuzas iniciales mostraron unas pautas que se iban a mantener a lo largo de todos los enfrentamientos entre los ejércitos imperiales de campaña de Prusia y Francia. Los franceses desplegaron una considerable competencia en el combate táctico, mientras que el chassepot demostró su valía una y otra vez. Pero la ineptitud francesa en el nivel operacional contrarrestó con creces los éxitos en la lucha táctica. El 6 de agosto, el ejército del príncipe heredero prusiano se impuso a sus oponentes franceses en Weissenburg (Wissembourg); ambas partes sufrieron aproximadamente 6.000 bajas, pero los prusianos capturaron además a 6.000 franceses. Más importante aún que el éxito local fue el hecho de que el príncipe heredero lograra rodear el ejército del mariscal MacMahon y obligara a las fuerzas francesas a emprender una retirada general de Alsacia. Entretanto, el principal ejército francés, comandado por el mariscal Bazaine, sufrió también el ataque de los prusianos. En los altos de Spickern (Spicheren), unas fuerzas prusianas considerablemente superiores atacaron al II Cuerpo de ejército francés. Los franceses causaron más de 5.000 bajas a los atacantes, mientras ellos sufrían apenas 3.000, pero Bazaine no consiguió apoyar a su comandante de cuerpo (no fue la última ocasión en que quedó empantanado mientras sus subordinados luchaban por sus vidas). La importancia de Spickern radicó, sin embargo, en el hecho de que Moltke interpuso sus ejércitos Primero y Segundo entre los dos ejércitos franceses, mientras el III Ejército del príncipe heredero flanqueaba las fuerzas de MacMahon situadas a la izquierda de los prusianos.

El 16 de agosto, Moltke, que controlaba los movimientos del I y II ejércitos, obligó a Bazaine a entablar combate. En ese momento, los prusianos estaban a punto de rodear a su adversario. Aquella jornada se libró una colosal batalla de enfrentamiento en Mars-la-Tour. Los franceses sufrieron 16.000 bajas, y los prusianos 17.000. Resulta significativo que Bazaine se retirara hacia el norte y no hacia el oeste, aumentando así las posibilidades de que los prusianos cercaran sus fuerzas.

Dos días más tarde, los ejércitos volvieron a entablar una refriega y los franceses estuvieron a punto de obtener una importante victoria que habría invertido el curso de la guerra franco-prusiana. En Saint Privat, el VI Cuerpo de Bazaine, compuesto por 23.000 hombres, rechazó a casi 100.000 prusianos durante todo un día; si hubiese tenido refuerzos, el VI Cuerpo habría transformado un éxito táctico local en algo operacionalmente significativo. Entretanto, en Gravelotte, dos cuerpos de ejército prusianos lograron un éxito inicial, pero a medida que avanzaban se vieron en un enredo. A continuación lanzaron una serie de ataques confusos que sólo sirvieron para aumentar sus bajas. Los defensores franceses aplastaron el último ataque alemán de manera tan concluyente que las unidades atacantes se vinieron abajo por entero: en ese momento, cualquier contraataque francés habría tenido como resultado un serio vuelco de las operaciones desfavorable a los prusianos. Pero el comandante francés allí presente rehusó actuar con independencia, mientras Bazaine, al igual que McClellan en Antietam, se negaba de nuevo a intervenir en la batalla. Las bajas fueron numerosas en ambos bandos, pero el balance favorable a los franceses da a entender lo cerca que se hallaron del éxito; los alemanes perdieron 20.163 hombres, y los franceses sólo 12.273. Al final, Bazaine se retiró a Metz, permitiendo así a los prusianos encerrar a todas sus fuerzas en una trampa.

El cerco de un ejército francés en Metz constituyó para Napoleón III un desastre que puso en peligro su supervivencia política. Los franceses reunieron, por tanto, las fuerzas restantes de su ejército profesional: el mariscal MacMahon dirigió la expedición y el propio emperador acompañó a las tropas en una apuesta desesperada por recuperar su menguante prestigio. Sin embargo, los franceses se acercaron a Metz maniobrando a lo largo de la frontera belga; no podían haber elegido una ruta de aproximación más desafortunada. El resultado era predecible: Moltke realizó una maniobra envolvente en torno al flanco de MacMahon para atrapar y, luego, destruir un segundo ejército francés en Sedan. Los prusianos habían aprendido de sus cruentas experiencias en Saint-Privat y Gravelotte y batieron a los cercados franceses con su artillería hasta obligarles a rendirse. Este hecho marcó el fin del Segundo Imperio.

Alemania triunfante

En París, los franceses declararon la república, y sus nuevos dirigentes proclamaron una leva masiva. La guerra había desatado en ambos bandos todo el flujo del sentimiento nacionalista. El problema para los franceses era que, mientras la gente acudía a alistarse por millares, todos los profesionales capacitados se hallaban en campos prusianos para prisioneros de guerra. Así, la nueva república se encontró en la misma situación que las partes contendientes en la Guerra Civil norteamericana en 1861; tenía que crear organizaciones militares a partir del tejido de la sociedad civil, pero contando con pocos profesionales especializados. Los prusianos no se enfrentaban, por supuesto, a ese problema. En octubre, concluida la destrucción de la bolsa de Metz, Moltke marchó hacia París. Los franceses se prepararon desesperadamente para resistir un asedio; al mismo tiempo intentaron reunir su ejército de nuevo. En cuanto comenzó el sitio de París, Bismarck exigió que sus generales iniciaran un bombardeo para obligar a la república a acudir a la mesa de negociaciones. Mientras proseguían el asedio y los bombardeos, los franceses lanzaron una serie de acciones para liberar la capital, además de una guerra de guerrillas contra las líneas de comunicación prusianas en todo el norte de Francia. Los esfuerzos de liberación fracasaron en medio de fuertes bajas, mientras que los ataques contra las líneas de abastecimiento irritaron a los prusianos y exacerbaron la guerra aún más, pero no consiguieron alcanzar su objetivo. La República Francesa acabó rindiéndose a la lógica de su situación con el indudable concurso de la creciente amenaza de una revolución en París.

La paz resultante tuvo varias repercusiones desafortunadas para la historia del siglo xx. En primer lugar, la adquisición de Alsacia y Lorena por los alemanes creó una brecha permanente entre las dos potencias. En segundo lugar, la naturaleza breve y rápida de las victorias de Prusia en 1866 y 1870 convenció a la mayoría de los estadistas y generales europeos de que las guerras de la época moderna serían breves y relativamente indoloras. En general, los analistas de aquellos conflictos no comprendieron el carácter extraordinario de la habilidad política de Bismarck, así como la tosca incompetencia de los adversarios de Prusia tanto en el nivel estratégico como en el operacional.

El resultado más peligroso de aquellas guerras fue su impacto sobre los alemanes, que creían haber triunfado por su bravura en el campo de batalla. Su actuación militar había tenido, por supuesto, cierta importancia, pero el componente decisivo había sido el realismo y la contención política y estratégica de Bismarck. Las victorias de 1866 y 1870 llevaron a creer, sin embargo, a estadistas, soldados e intelectuales alemanes que los intereses militares y operacionales debían imponerse siempre a los factores estratégicos y políticos. En 1918, el nuevo Imperio alemán, proclamado en el Salón de los Espejos de Versalles, condujo a su muerte la gloria militar de aquel acto fundacional. Y el nuevo Estado consagró el principio en el que se había basado Bismarck para llegar al poder: la independencia del ejército prusiano frente a cualquier limitación constitucional. Esto no habría importado en un Estado controlado por un estadista como él, con acceso directo y una gran influencia sobre el emperador; pero en la Alemania posterior a Bismarck, la esfera política perdería cualquier control sobre las instituciones militares del Estado.

1 Grant, teniente general de EEUU, Personal Memoirs of U.S. Grant, Nueva York, 1982, p. 191.

2 Lincoln, citado en J. M. McPherson, Battle Cry of Freedom, The Civil War Era, Nueva York, 1988, p. 585.

3 Grant, Personal Memoirs of U.S. Grant, 366.

4 Shelby Foote, The Civil War, A Narrative, III, Red River to Appomattox, Nueva York, 1974, p. 295.

5 Sherman, citado en W. L. Fleming, Civil War and Reconstruction, Nueva York, 1905, p. 76.

6 Grant, citado en McPherson, Battle Cry of Freedom, p. 778.

7 Sheridan, citado en M. Howard, The Franco-Prussian War, The German Invasion of France, 1870-1871, Nueva York, 1969, p. 380.

8 Bismarck, citado en Stanley Chodorow y MacGregor Knox, The Mainstream of Civilization, Nueva York, 1989, p. 745.