1763-1815
XI. Naciones en armas
John A. Lynn
La revolución y la guerra cambiaron la faz y el corazón del mundo occidental entre 1763 y 1815. En 1763, al concluir la Guerra de los Siete Años, los asentamientos británicos de la costa del Atlántico y América del Norte seguían siendo colonias dependientes de Gran Bretaña. Al otro lado del mar, en Francia, una monarquía cuyas raíces se podían rastrear hasta ochocientos años atrás reinaba sobre una sociedad fundada en el privilegio aristocrático, mientras los siervos trabajaban aún los campos de sus señores. Las revoluciones francesa y norteamericana no sólo destacan como acontecimientos de primordial importancia en la historia de esos dos países, sino que llegaron a influir en todos los rincones del mundo occidental. La marea revolucionaria iniciada en Estados Unidos acabó recorriendo también toda América Latina. La transformación de la sociedad francesa que siguió a la toma de la Bastilla por una muchedumbre de parisinos en 1789 cambió para siempre no sólo a Francia, sino a Europa.
También la guerra experimentó una transformación. La Revolución francesa hizo realidad el ideal de la nación en armas. Así, el nacionalismo sumó su fuerza a la insistencia occidental en la disciplina. A partir de ese momento se esperaba de la tropa que exhibiera el mismo tipo de entrega que en épocas pasadas se reservaba sólo a los oficiales, y las nuevas lealtades del soldado raso influyeron en la táctica, la logística y la estrategia. Finalmente, Napoleón mostró las posibilidades que entrañaba la nueva forma de hacer la guerra, con lo cual modificó para siempre la conducción de las operaciones militares.
La guerra revolucionaria en Estados Unidos
Estados Unidos fue el primer lugar a donde llegó la revolución. Tras haber expulsado a los franceses de Canadá y de los territorios al oeste del Misisipí en 1763, las autoridades británicas intentaron imponer unas cargas mayores a las colonias del Atlántico y ejercer un mayor control sobre ellas. El proceso de exigencia, resistencia y represión llevó finalmente a la guerra en abril de 1775, cuando el gobernador británico de Massachussets envió soldados para que requisaran armas y munición almacenados por los colonos en Concord y la milicia local se opuso a ello. La Guerra de la Independencia Norteamericana, iniciada aquel día con «un disparo que se oyó en el mundo entero», fue un conflicto de escala menor según criterios europeos; en las acciones relevantes no participaron habitualmente más de unos pocos batallones. Ambas partes, pero en particular los rebeldes norteamericanos, obligaron a la milicia a combatir, a menudo con resultados decepcionantes; pero, además de la milicia, los norteamericanos formaron una fuerza de combatientes regulares, o «continentales». En la guerra tuvieron importancia los merodeadores y los francotiradores, aunque no tanto como pretende la leyenda, y las principales batallas se libraron en gran medida a la manera tradicional europea. Sin embargo, aunque el número de soldados fue reducido y su estilo de combate tradicional, la guerra decidió, no obstante, cuestiones importantes. Además, en su lucha por conseguir la independencia, los patriotas americanos propugnaron catorce años antes del estallido de la Revolución francesa el ideal de gobierno del pueblo defendido por un ejército popular.
Poco después de los combates de Lexington y Concord, una fuerza de 15.000 coloniales sitió Boston, guarnicionada por 7.000 soldados británicos. El Congreso Continental Americano eligió a George Washington para mandar las fuerzas que cercaban la ciudad, y la historia justificó su confianza en aquel plantador de Virginia y veterano de la Guerra de los Siete Años –un hombre sumamente dotado de juicio y virtud política–. En la batalla de Bunker Hill (librada en realidad en Breeds Hill), el 17 de junio de 1775, 1.500 coloniales atrincherados en sus posiciones rechazaron dos ataques lanzados por un número superior de británicos, para acabar sucumbiendo cuando se quedaron sin munición. Aunque fue una victoria británica, aquel combate dio a los soldados revolucionarios la seguridad de que podían enfrentarse a los casacas rojas.
Tras abandonar Boston en marzo de 1776, los británicos dirigieron sus esfuerzos a tomar Nueva York. Esperando que fuera el siguiente punto candente, Washington había marchado ya allí con su ejército con el plan de resistir atrincherando sus tropas, la misma táctica que había resultado tan prometedora en la colina de Bunker; pero las fuerzas británicas, comandadas por sir William Howe, ganaron la partida a los norteamericanos en Long Island, obligando a Washington a abandonar la ciudad el 12 de septiembre y retirarse más allá de Nueva Jersey, al interior de Pensilvania, enérgicamente perseguido por los británicos. «La extensión de la cadena [de guarniciones] de que dispongo es un poco excesiva»1, admitía con clarividencia el general Howe el 20 de diciembre, pero sólo un milagro parecía poder salvar al desvencijado ejército de Washington. Aquel milagro llegó el día de Navidad. A la mañana siguiente, en Trenton, tras cruzar el río Delaware con 2.400 hombres, Washington avasalló a una guarnición de mercenarios de Hesse a sueldo de Gran Bretaña pillados por sorpresa. Nueve días más tarde, Washington derrotó en Princeton a un destacamento británico. A pesar de tratarse de pequeños triunfos, las batallas de Trenton y Princeton devolvieron cierto grado de confianza a su vapuleado ejército.
La lucha en torno a Nueva York enseñó a Washington que, probablemente, no podría igualar a los británicos en campo abierto. También le mostró que no tenía por qué hacerlo; lo único que necesitaba era conservar su ejército en activo, limitar la zona controlada por los británicos y aguardar la oportunidad adecuada. Aparte de un vano intento de desbaratar un ataque británico contra Filadelfia en 1777, Washington evitó en general presentar batalla y practicó una guerra de desgaste. Y aunque sus soldados sufrieron terriblemente, sobre todo en Valley Forge durante el invierno tristemente famoso de 1777-1778, se las compuso para mantener unidas sus escasas fuerzas, y ese logro constituyó la semilla de la victoria.
Durante todo aquel tiempo, Washington intentó transformar sus tropas en un ejército capaz de sostener un combate disciplinado al estilo europeo, esfuerzo para el que contó con la ayuda de Augustus von Steuben, un oficial experimentado del ejército de Federico el Grande. Von Steuben implantó un sistema de instrucción nuevo y simplificado para el ejército de Washington y lo impartió con eficacia, de modo que, en 1779, las tropas regulares de Washington llegaron a rivalizar con los británicos en preparación para el campo de batalla; sin embargo, su número nunca fue suficiente.
Después de que los británicos expulsaran a Washington de Nueva York, los combates principales se desplazaron a otros frentes. Howe concibió una estrategia ambiciosa para la campaña de 1777 «con el fin de concluir la guerra en un año, a ser posible, sometiendo a los ejércitos de Su Majestad a un esfuerzo amplio y riguroso»2. Diez mil hombres tendrían que tomar Providence y, a continuación, Boston (si fuera posible); 10.000 más se desplazarían desde Nueva York hasta Albany, aguas arriba del río Hudson; y otros 8.000 defenderían Nueva Jersey y amenazarían Filadelfia. Otra columna de británicos, iroqueses y lealistas avanzaría bajando por el valle de los mohawk. Finalmente, una fuerza procedente de Canadá marcharía hacia el sur, siguiendo primero el lago Champlain y, luego, el río Hudson, en dirección al ejército que avanzaba hacia el norte desde Nueva York. Nueva Inglaterra quedaría así separada del resto de los Estados rebeldes.
Era un buen plan, pero, para su éxito, dependía de la llegada de 15.000 soldados de refuerzo (que, según propuso Howe ingeniosamente, podrían ser reclutados en Rusia, así como en Alemania y Gran Bretaña) y un batallón de artillería. Sin embargo, el gobierno de Londres se negó de plano a asignar más recursos, por lo que en abril de 1777 Howe decidió abandonar su ambiciosa estrategia –«Mis esperanzas de concluir la guerra este año se han desvanecido», se quejó3–, y concentró, en cambio, sus fuerzas en un ataque contra Filadelfia.
El ejército procedente de Canadá se puso, no obstante, en marcha hacia el Hudson bajo el mando del general John Burgoyne. Al principio, su campaña se desarrollaba bien, pero a medida que concluía el verano Burgoyne se desplazaba más despacio y tuvo problemas de abastecimiento. Howe trasladó sus principales fuerzas contra Filadelfia, según había advertido a Londres (y Canadá), y envió únicamente un pequeño ejército de 4.000 hombres a las órdenes de sir Henry Clinton, en un esfuerzo desganado de establecer contacto con Burgoyne. Después de obtener algunas victorias de poca importancia, Clinton dio media vuelta. Finalmente, agotadas ya sus fuerzas, Burgoyne se topó con una dura resistencia. En dos batallas libradas cerca de Saratoga, un ejército comandado por el general Horatio Gates derrotó a Burgoyne, quien se rindió con sus tropas el 17 de octubre. Francia, animada con aquella victoria norteamericana, entró en la guerra en febrero de 1778, y, dos años después, llegaron a Newport, en Rhode Island, 6.000 soldados, que contribuirían considerablemente al triunfo de la última gran batalla del conflicto.
La guerra en el Sur
Los años de 1778 a 1781 fueron relativamente tranquilos en el norte. En junio de 1778, Clinton, que sustituyó a Howe en el mando, se retiró de Filadelfia a Nueva York. Washington reanudó su juego de contención y las acciones se desplazaron al sur. Si se exceptúa un intento fallido de Clinton de apoderarse de Charleston (Carolina del Sur) en 1776, los Estados sureños habían presenciado relativamente pocos combates hasta que los casacas rojas tomaron Savannah (Georgia) en diciembre de 1778. El otoño siguiente, una gran expedición francoamericana intentó recuperar Savannah, pero no tuvo éxito. En 1780, Clinton cercó de nuevo Charleston, que cayó en mayo. Luego, navegó de regreso a Nueva York, pero dejó tras de sí un ejército de 8.000 hombres para conquistar el resto del Sur. El 16 de agosto de 1780, Charles Cornwallis, al frente de aquellas fuerzas, aplastó en la batalla de Camden (Carolina del Sur) un ejército mandado por Gates. Tras haber derrotado al vencedor de Saratoga, Cornwallis esperaba ganar la guerra, pero no fue así.
Nathanael Greene, el causante de aquel vuelco de la fortuna, se puso al mando de 3.000 continentales y miembros de la milicia en Charlotte (Carolina del Norte) para enfrentarse al ejército de Cornwallis, formado por 4.000 soldados regulares. En una campaña asombrosa durante la cual Greene no ganó ni una sola batalla, desgastó de tal manera a los británicos que Cornwallis abandonó las Carolinas y condujo su ejército a Virginia en mayo de 1781. Allí amagó con atacar a otra fuerza norteamericana mandada por el marqués de Lafayette, pero, al no lograr obligarle a combatir, Cornwallis se retiró a Yorktown con 7.000 soldados. Cornwallis no había logrado ser el gato y estaba a punto de convertirse en el ratón.
Tras saber que Cornwallis se había refugiado en Yorktown, Washington decidió actuar y marchó rápidamente al sur con su ejército, acompañado por las tropas francesas recién llegadas, comandadas por Jean-Baptiste Rochambeau. Entretanto, en la batalla de los Cabos de Virginia, del 5 al 9 de septiembre, una flota francesa apareció a cierta distancia de otra británica, que regresó a Nueva York, sellando así el destino de Cornwallis. A finales de septiembre, 9.000 soldados norteamericanos y 7.800 franceses rodearon a los 7.000 hombres de Cornwallis; las labores del asedio formal fueron dirigidas por ingenieros franceses a las órdenes de Washington. Al no tener esperanzas de recibir ayuda, Cornwallis se rindió el 19 de octubre. Aquella victoria puso fin a las principales campañas de la guerra en Norteamérica, y pronto comenzaron las negociaciones de paz, cuyo resultado fue el Tratado de París (1783), en el que se reconocía la independencia de los Estados Unidos de América.
Nuevas ideas, nuevas armas
La victoria americana proporcionó a Francia un dulce sabor de venganza. Además, la participación francesa en la derrota de sus rivales legitimó en cierto grado el movimiento de reforma que había mejorado el ejército francés tras la humillación de la Guerra de los Siete Años.
Aquel movimiento tuvo como elemento esencial un debate táctico entre los defensores de las columnas y de las líneas. Los partidarios de formaciones en columnas profundas, el ordre profond, basaban sus conclusiones en la convicción tradicional de que los franceses eran mejores atacando con brío que manteniendo una defensa imperturbable. Nada menos que una autoridad como Voltaire admitía que «la nación francesa ataca con la máxima impetuosidad y su envite es sumamente difícil de resistir»4. Sin embargo, los defensores de la táctica de línea, el ordre mince, se animaban pensando en el éxito de Federico el Grande, y, durante un tiempo, los manuales de instrucción franceses remedaron a los prusianos. Reconociendo las ventajas de las dos formaciones básicas, el conde Jacques Guibert publicó en 1772 su Essai général de tactique. Su solución fue utilizar en combate ambas formaciones en lo que podría denominarse un ordre mixte. La controversia sobre táctica tuvo como fruto final el manual de instrucción de agosto de 1791, que no imponía ninguna solución única, sino que ofrecía un menú de formaciones y evoluciones a las que se podía recurrir según el gusto del comandante.
Mientras los franceses entablaban una guerra verbal sobre la mejor táctica para la infantería pesada, experimentaron también con mayores contingentes de infantería ligera. A mediados del siglo, y debido al temor a las deserciones, eran pocos los comandantes que desplegaban la infantería en orden abierto para que buscase a su arbitrio abrigos y objetivos (véase página 185). Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo xviii, todos los grandes ejércitos europeos recuperaron de forma limitada el empleo de la infantería ligera. Los combates librados durante las guerras de los Siete Años y de la Independencia Americana influyeron sólo de manera tangencial en este movimiento, pero, en 1780, los regimientos franceses de infantería incluían, no obstante, una compañía ligera, y el ejército contaba con doce batallones completos de chasseurs à pied.
Esta innovación no estuvo vinculada a ninguna mejora tecnológica, como por ejemplo el fusil estriado, pues los franceses seguían armando a su infantería ligera con mosquetes de ánima lisa; sin embargo, aunque las armas de la infantería no cambiaron, la artillería sí lo hizo. El sistema Gribeauval, adoptado en 1774, mejoró significativamente los cañones franceses. Jean Vacquette de Gribeauval, que ascendió al mando supremo del arma de artillería francesa tras la Guerra de los Siete Años, cambió la manufactura de las piezas: a partir de ese momento, en vez de fundir los cañones con el ánima, como se había hecho hasta entonces, se fundieron como piezas sólidas que se perforaban a continuación, procedimiento mediante el cual se conseguían tolerancias mucho menores, permitiendo un alcance superior con cargas de pólvora más reducidas. El sistema Gribeauval supuso también la introducción de piezas de campaña más cortas y ligeras y, por tanto, de mayor movilidad. El nuevo material estuvo acompañado por una mejora en el adiestramiento de los oficiales de artillería.
Además de proponer mejoras tácticas y técnicas, los reformadores hablaban de un nuevo tipo de soldado, e incluso de un nuevo tipo de sociedad. Como escribió Guibert en su Essai:
Imaginemos que surge en Europa un pueblo que suma a unas virtudes austeras una milicia nacional y un plan de expansión previamente establecido, que no pierde de vista ese sistema y que, sabiendo cómo hacer la guerra de forma barata y vivir de sus victorias, no se ve obligado a dejar las armas por cálculos económicos. En ese caso veríamos a ese pueblo someter a sus vecinos y echar por tierra constituciones débiles, como dobla el viento unas frágiles cañas5.
Otros, incluido el influyente intelectual Montesquieu, acumularon elogios similares sobre el ideal del soldado ciudadano.
Esto no significa, sin embargo, que los reformadores fueran revolucionarios; al contrario, el movimiento reformista mostraba en conjunto un profundo conservadurismo social. Un tema dominante era la demanda de un cuerpo de oficiales fuertemente profesional pero exclusivamente aristocrático. Mauricio de Sajonia declaró: «No hay duda de que los oficiales verdaderamente buenos son los caballeros pobres que sólo poseen su espada y su capa»6; y los reformadores condenaron la compra de comisiones porque beneficiaba a los aficionados adinerados de la aristocracia recientemente ennoblecida y a los plebeyos ricos. Como respuesta a estas críticas, los franceses comenzaron a suprimir gradualmente la compra de comisiones en 1776. También mejoraron la educación profesional de los oficiales creando nuevas escuelas de cadetes a partir de 1750; sin embargo, la admisión a ellas planteó pronto como exigencia ser de condición aristocrática. Como culminación de la iniciativa de esta reforma, la Ley Ségur de 1781 negó la entrega de comisiones directas a cualquier aspirante que no pudiera demostrar cuatro generaciones de nobleza en la línea paterna. Así, aunque el ejército francés introdujo cambios importantes antes de 1789, algunos de ellos fueron tales que la Revolución no pudo menos de rechazarlos y crear sus propias y singulares instituciones militares.
Los soldados ciudadanos de la Revolución francesa
La Revolución que golpeó a Francia en julio de 1789 fue una convulsión tanto para el ejército como para la monarquía. Cuando Luis XVI (1774-1793) intentó utilizar a sus soldados contra las multitudes durante el primer año de la Revolución, las tropas se mostraron ineficaces, reticentes y hasta rebeldes. El año 1790 fue testigo de una serie de motines revolucionarios en regimientos de toda Francia, el peor de los cuales estalló en la ciudad lorenesa de Nancy. Más tarde, tras el intento del rey de huir de Francia en junio de 1791, las dimisiones en masa diezmaron el cuerpo de oficiales. El ejército del Antiguo Régimen se disolvió; Francia iba a necesitar una fuerza muy distinta cuado volviera a declararse la guerra, como ocurrió en abril de 1792.
El ejército comenzó recomponiendo sus tropas mediante alistamientos voluntarios. Ya en el verano de 1791, el gobierno ordenó la ampliación del ejército regular; sin embargo, los revolucionarios no querían basarse exclusivamente en él, pues lo consideraban una amenaza política en potencia. Así pues, por las mismas fechas, París hizo público un llamamiento a filas para reclutar 100.000 voluntarios salidos de la recién formada milicia ciudadana, la Guardia Nacional. A estos Voluntarios de 1791, agrupados en sus batallones propios, se unieron más tarde los Voluntarios de 1792, llamados a filas en julio de aquel año. Sin embargo, en 1793, el sistema de voluntariado no podía cubrir las enormes necesidades de personal planteadas por la guerra, por lo que, en agosto, el gobierno revolucionario decretó la levée en masse, o leva general del pueblo francés, algo más extremo todavía que el servicio militar obligatorio:
Los jóvenes irán a combatir; los hombres casados forjarán las armas y transportarán los pertrechos; las mujeres confeccionarán tiendas y uniformes y servirán en los hospitales; los niños recogerán harapos; los ancianos serán trasladados a las plazas públicas para inspirar valor a los luchadores y predicar el odio a los reyes y la unidad de la República7.
En el verano de 1794, el ejército revolucionario alistó en sus registros a un millón de personas, de las que 750.000 se hallaban presentes y en armas –una gran fuerza que por su origen social, ocupación y procedencia geográfica era un reflejo exacto de la sociedad francesa–. Se trataba de la nación en armas, compuesta por los mejores jóvenes que podía ofrecer Francia.
Para dirigir aquellas tropas, los franceses crearon un cuerpo de oficiales radicalmente nuevo. La huida de la oficialidad del viejo ejército monárquico dejó tantas vacantes que sólo pudieron ser cubiertas promoviendo con rapidez a suboficiales al rango de oficiales. Algunos oficiales ascendieron a velocidad meteórica, pero, en conjunto, el cuerpo de oficiales se profesionalizó cada vez más, a medida que la veteranía y el talento determinaban la promoción. Antes de la revolución, los aristócratas constituían en torno al 85 por 100 de la oficialidad del ejército, pero en el verano de 1794 sumaban menos del 3 por 100. Sin embargo, aunque el cuerpo de oficiales no representara a las antiguas clases privilegiadas, el gobierno revolucionario no confió nunca realmente en sus comandantes. Para controlarlos, París envió a los famosos «representantes en misión» y a los comisarios, menos conocidos pero mucho más numerosos. En el frente, estos agentes examinaban a fondo las acciones y sentimientos de los oficiales; su desaprobación podía significar la guillotina. Para garantizar unas opiniones apropiadas entre la tropa, el gobierno revolucionario emprendió también una campaña de educación política mediante la distribución entre los soldados de millones de ejemplares de boletines oficiales, periódicos radicales y hasta impresos con canciones patrióticas.
Utilizando como guía el manual de instrucción de 1791, este ejército de ciudadanos desarrolló un sistema táctico eficaz, aunque los nuevos reemplazos no dominaron, quizá, nunca los detalles de la instrucción en el campo de maniobras. Los batallones todavía formaban en líneas para concentrar la potencia de fuego, pero también explotaban las ventajas de la columna de ataque del batallón, una nueva formación de doce filas en fondo y unos sesenta hombres por fila. Esta formación compacta maniobraba con destreza, desplegándose en línea con facilidad, y cargaba contra el enemigo con rapidez. Delante de la línea principal, los franceses diseminaban una multitud de merodeadores para desconcertar al enemigo como preparación para el ataque. La máxima ventaja de la infantería revolucionaria no radicaba en ningún factor singular, sino en su flexible combinación de tácticas que podían adaptar el estilo de combate al terreno y las circunstancias.
La caballería francesa ejercía sólo una influencia secundaria en el campo de batalla, pues era numéricamente reducida y careció de destreza durante los primeros años de la guerra, pero la artillería resultó de un valor incalculable. Los franceses dedicaron cada vez más recursos a la artillería transportada por caballos, cañones móviles tirados por grandes reatas y servidos por artilleros montados para poder marchar a la par de los cañones. Esa clase de baterías podía avanzar al galope, montar la pieza, abrir fuego, desmontarla y correr hasta la siguiente posición crítica para proporcionar un fuerte apoyo a la infantería.
La Revolución en el campo de batalla
Al estallar la guerra en abril de 1792, las tropas semiadiestradas del ejército francés sufrieron reiterados desastres, sobre todo en la fundamental frontera del nordeste. Tras una serie de generales desafortunados, Charles Dumouriez tomó finalmente el mando en aquel sector, mientras François Kellermann dirigía el ejército estacionado justo al sur. Al acabar el verano, una invasión de tropas prusianas y austriacas al mando del duque de Braunschweig –que cinco años antes había invadido con éxito la República de Holanda– atravesó la frontera francesa en Longwy, tomó Verdún y amenazó con no parar en su avance hasta París. Dumoriez maniobró con brillantez para frustrar sus planes, y el 20 de septiembre, en Valmy, Kellerman se enfrentó con 36.000 hombres a Braunschweig, que disponía de 30.000 a 34.000 soldados. Valmy fue poco más que un duelo artillero, pero, al ver que los cañoneros franceses se encontraron en mejor situación y la infantería de Kellermann resistía en sus posiciones, Braunschweig cesó en sus ataques. Aquella victoria nada espectacular afianzó la Revolución. Goethe, el gran poeta alemán, fue testigo de la batalla y esa misma noche profetizó a sus camaradas: «En este lugar y a partir de este día comienza una nueva era en la historia del mundo, y vosotros habéis presenciado su nacimiento»8. Después de Valmy, el ejército francés pasó a la ofensiva y, antes de que acabara el año, obtuvo victorias en los Países Bajos austriacos y a lo largo del Rin.
Sin embargo, 1793 comenzó mal para los franceses: Dumoriez perdió los Países Bajos austriacos en una contraofensiva. Pero, en vez de avanzar, los aliados, entre los cuales se contaban ahora los británicos, se detuvieron para sitiar algunas fortalezas fronterizas legadas por Vauban a la Revolución. La derrota, unida al estallido de una sublevación contrarrevolucionaria en la Vendée, conmocionó al gobierno revolucionario, que instituyó en ese momento el dictatorial Comité de Salud Pública y se movilizó sin concesiones para la guerra. Lazare Carnot, experto ingeniero militar que llegó a ser aclamado como el «Organizador de la Victoria», se presentó como la autoridad militar más capaz de dicho Comité e impulsó más que ningún otro la producción de guerra, la logística y la estrategia.
En otoño de 1793, los franceses habían estabilizado el frente septentrional. Entretanto, a orillas del Mediterráneo y debido al empleo eficaz de la artillería a las órdenes del joven Napoleón Bonaparte, los franceses recuperaron con éxito Toulon, ocupada anteriormente por los británicos. Los ejércitos revolucionarios tomaron la delantera. El 17-18 de mayo de 1794, un ejército francés de 60.000 hombres arruinó cerca de Tourcoing una maniobra envolvente realizada por seis columnas que sumaban un total de 73.000 soldados austriacos, británicos y hannoveranos. Esta victoria francesa allanó el terreno para la más conocida lograda en Fleurus el 26 de junio, cuando 75.000 soldados franceses llevaron a cabo una exitosa acción defensiva contra 52.000 hombres al mando del príncipe de Sajonia Coburgo. El mariscal Nicolas Soult dijo más tarde que había sido el combate más desesperado que había visto. Después de Fleurus, los austriacos abandonaron los Países Bajos. Las victorias continuaron: los franceses obligaron a los aliados a retirarse al otro lado del Rin, lucharon con éxito en Saboya, y a comienzos de 1797 conquistaron la República de Holanda (rebautizándola con la denominación de «República Bátava»).
Sin embargo, tras este último éxito, la guerra quedó empantanada en Alemania, debido en parte a que la traición de un general francés puso en manos del enemigo los planes de invasión de las fuerzas republicanas. En Italia, los franceses mantuvieron la costa en torno a Génova, pero realizaron escasos progresos.
Las primeras victorias del ejército en 1792 y los triunfos posteriores de 1794 llevaron la Revolución más allá de las fronteras de Francia. Pero si las habilidades tácticas de las tropas francesas aumentaron la posibilidad de hacer estallar por simpatía otras revoluciones en los pueblos oprimidos de toda Europa, el comportamiento de esas mismas tropas en los territorios ocupados puso a las poblaciones en contra de sus libertadores. Escasamente apoyados por un servicio de abastecimiento ineficaz y corrupto, los soldados franceses recurrieron al pillaje para sobrevivir. No es que quisiesen hacerlo, pero no les quedaba más remedio. En 1795, el Directorio sustituyó a los anteriores regímenes revolucionarios y se fue corrompiendo crecientemente a medida que descuidaba el ejército, mientras quienes especulaban con la guerra se llenaban los bolsillos. No obstante, el gobierno de París acabaría pagando el abandono del ejército. En la euforia del fervor revolucionario, los soldados habían sido tratados como héroes; pero, a medida que pasaba el tiempo, el ejército comenzó a verse desatendido y a sentirse como una víctima. Las bajas y las deserciones redujeron drásticamente el número de soldados –de 750.000 hombres en el verano de 1794, a unos 480.000 al cabo de un año, y a 400.000 en 1796, poco más de lo que había sido en tiempos de Luis XIV–. El ejército creía, con buenos motivos, que representaba los ideales más elevados de la Revolución: sacrificio por el bien común, carreras accesibles al talento y fraternidad entre iguales. En cambio, el Directorio parecía haberse desentendido no sólo del ejército, sino de la propia Revolución. Un ejército tan desafecto podía acabar volviéndose contra aquel gobierno, y Napoleón Bonaparte se dio cuenta de esa posibilidad.
Los instrumentos bélicos de Bonaparte
El 27 de marzo de 1796, aquel general de 26 años tomó el mando del ejército de Italia, una fuerza de andrajosos que se aferraba a la costa mediterránea entre la frontera francesa y Génova. Bonaparte les prometió comida y fama, aunque mostró poco interés por los ideales revolucionarios.
¡Soldados! Estáis hambrientos y desnudos; el gobierno os debe mucho, pero no puede daros nada. La paciencia y el valor que habéis mostrado entre estas rocas son admirables, pero no os aportan ninguna gloria –ni siquiera un destello–. Voy a conduciros a las llanuras más fértiles de la Tierra. Provincias ricas y ciudades opulentas, todo estará a vuestra disposición; allí hallaréis honor, gloria y riquezas. ¡Soldados de Italia! ¿Os faltará coraje y aguante?9
En la que fue su primera gran campaña, Bonaparte hizo frente y derrotó a fuerzas conjuntas de piamonteses y austriacos en una serie de maniobras brillantes y duros combates. En primer lugar, desgajó a los piamonteses de los austriacos batiendo sucesivamente a ambos y haciéndoles retroceder hacia sus líneas de comunicaciones, situadas en posiciones divergentes. Luego, se abalanzó sobre los piamonteses y les forzó a abandonar la guerra el 28 de abril. A continuación, Bonaparte superó en maniobra y combate a su oponente austriaco, Beaulieu, a quien obligó a dejar Lombardía en manos de los franceses. El éxito de Bonaparte tras sólo seis semanas de haber tomado el mando fue verdaderamente asombroso. Expulsar a los austriacos del resto de la Italia septentrional costó más tiempo, pues retenían Mantua y enviaron sucesivos ejércitos para aliviar aquella fortaleza sitiada. Sin embargo, Napoleón los derrotó uno tras otro, y el 18 de abril de 1979 los austriacos acordaron un armisticio, formalizado más tarde con el nombre de Tratado de Campo Formio.
En 1798, el victorioso Bonaparte capitaneó una expedición contra Egipto, pues creía que su control abriría la puerta a la India –una idea romántica, en el mejor de los casos–. Tras haber eludido al almirante Horatio Nelson, que merodeaba por el Mediterráneo, Bonaparte desembarcó cerca de Alejandría su ejército de casi 40.000 hombres los días 1 al 3 de julio y asaltó la ciudad. El 21 de julio destruyó un gran ejército de mamelucos en la batalla de las Pirámides. Pero todo aquello no sirvió de nada, pues en la batalla del Nilo, librada el 1 de agosto, Nelson destrozó la flota francesa –sólo escaparon dos de los trece navíos de línea– y aisló el ejército de Bonaparte, quien se enfrentó al desastre con buen ánimo y organizó una campaña contra Siria. Sin embargo, antes de tomar Acre se vio obligado a retroceder. Tras atribuirse tanta gloria como pudo por su expedición a Egipto, el ambicioso y frustrado general abandonó su ejército, subió a bordo de una fragata y desembarcó en Toulon el 9 de octubre.
Al llegar a Francia, Bonaparte convirtió su crédito militar en capital político y, con el apoyo de tropas estacionadas en torno a París, depuso al Directorio el 9-10 de noviembre. Bonaparte gobernaba ahora Francia tras haber sido proclamado primer cónsul, pero no tardó en ponerse en marcha para expulsar a los austriacos, que habían reconquistado una gran parte del norte de Italia durante el gambito presentado por Napoleón en Egipto. El 14 de junio de 1800 obtuvo en Marengo una victoria ajustada que, sumada al triunfo de Jean Moreau en Hohenlinden el 3 de diciembre, forzó a Austria a aceptar una vez más las condiciones dictadas por Francia. Los británicos firmaron también un tratado con los franceses en 1802, y Francia se halló en paz. En 1804, Bonaparte asumió una función aún más elevada al coronarse como emperador con el nombre de Napoleón.
¿Por qué ganó Napoleón tantas batallas y ascendió a tales alturas en un intervalo tan breve? No hay duda de que heredó el legado del ejército revolucionario, que incluía a unos reclutas entregados a la causa, un cuerpo de oficiales basado en el talento, unos generales probados en combate y un sistema táctico flexible superior al de los enemigos de Francia. Los soldados napoleónicos no eran ya los revolucionarios de 1793-1794, pero seguían siendo franceses, hijos de su nación, devotos de ella e inspirados por su líder. La ley Jourdan de 1798 estableció un sistema nuevo de conscripción que exigía el registro de todos los jóvenes; el gobierno fijaba cada año un cupo de alistados que se tomaba de entre quienes eran aptos para el servicio militar. Esta nueva ley de conscripción proporcionó sus soldados al ejército de Napoleón –más de dos millones en 1815– y sirvió en toda Europa occidental y central como modelo para las leyes de servicio militar obligatorio.
Napoleón mantuvo y refinó un método de guerra ajustado a su ejército. A menudo se limitó a adaptar lo que encontró, como en el caso de su insistencia táctica en una forma de orden mixto que combinaba batallones en columna y en línea. Además, se benefició del resurgir de la caballería francesa, reconstituida a finales de la década de 1790. También se dio cuenta de la importancia de la artillería e incrementó su contingente.
Aparte de todo ello, mejoró la estructura organizativa del ejército revolucionario. En 1792 y 1793, los franceses habían sido los primeros en utilizar la división de combate, que combinaba infantería, caballería y artillería, para crear un pequeño ejército de unos pocos miles de hombres capaz de operar de manera independiente o en conjunción con otras divisiones. Antes de emprender su campaña de 1805, Napoleón amplió esta concepción organizativa reuniendo divisiones en cuerpos de tamaños muy variables, desde menos de 10.000 hombres hasta casi 30.000. Los cuerpos funcionaban mejor, incluso, que las divisiones como formaciones independientes coordinadas con otros cuerpos bajo el mando supremo de Napoleón. La organización en cuerpos redujo los problemas de mando y abastecimiento. Las nuevas fuerzas de campaña enviadas al combate por Napoleón eran, sencillamente, demasiado numerosas como para ser controladas eficazmente por un solo hombre, y al subdividir su ejército en cuerpos Napoleón mejoró el mando y el control (aunque nada podía eliminar del todo la confusión que se producía en el campo de batalla). Los cuerpos mejoraron también la logística, pues, al actuar varios de ellos en líneas de avance separadas, podían abastecerse a sí mismos con mayor facilidad que un gran ejército único que operase siguiendo una sola ruta.
La movilidad napoleónica exigía, no obstante, un sistema de aprovisionamiento más flexible e improvisado. Los comandantes del Antiguo Régimen dependían de unas engorrosas líneas de abastecimiento por temor a que la tropa desertara o se amotinase por hambre; de los soldados de la Revolución francesa se esperaba, en cambio, que se aprovisionasen recurriendo al pillaje en caso de necesidad, pero manteniendo su integridad como unidades de combate. El hecho de vivir del terreno permitía realizar movimientos rápidos en momentos clave de la campaña, pero no fue una panacea, pues, aunque el pillaje podía mantener en marcha un ejército a través de un país rico, no podía sostener durante mucho tiempo un ejército detenido en un emplazamiento u obligado a moverse por territorios pobres o asolados (como descubriría Napoleón en Rusia).
Ningún análisis del éxito de Napoleón puede pasar por alto su genialidad. Como espléndido maestro de la táctica y las operaciones, su objetivo no era sólo derrotar al ejército enemigo, sino destruirlo. Su forma clásica de conseguirlo consistía en una manoeuvre sur les derrières, ideada para amenazar el flanco y la retaguardia del adversario. Napoleón atraía la atención del enemigo con una parte de su ejército mientras dirigía otro contingente, habitualmente un cuerpo, haciéndole marchar en torno al flanco del contrario. Esta táctica podía convertir en aniquilación una derrota en el campo de batalla, pues el ejército de Napoleón dominaba en ese momento la línea de retirada del enemigo. Una persecución activa remataba, a ser posible, el trabajo realizado en el combate, como cuando Napoleón encerró en una bolsa a casi la totalidad del ejército prusiano tras haberlo derrotado en Jena-Auerstadt en 1806.
La Grande Armée
Napoléon dio prueba de su genialidad con los mejores resultados en su obra maestra: la campaña de 1805. Francia y Gran Bretaña iniciaron las hostilidades en mayo de 1803, pero, al principio, los dos adversarios no pudieron entablar combate; los franceses acamparon en Boulogne y amenazaron con una invasión que nunca se produjo. Pero cuando, en 1805, los austriacos y los rusos se unieron a los británicos para formar la Tercera Coalición, Napoleón abandonó cualquier plan de invasión y, en agosto, marchó a toda prisa contra Austria.
La Grande Armée, trasladada por Napoleón hasta el Rin, sumaba en ese momento unos 210.000 soldados. Bonaparte dejó otros 50.000 hombres en su reino de Italia a las órdenes del mariscal André Masséna. Los austriacos concentraron su principal tentativa contra esta última fuerza, empleando para ello a 95.000 hombres a las órdenes del archiduque Carlos. Ello supuso que sólo pudieron estacionar unos 72.000 soldados en Ulm y 22.000 en el Tirol, que unía esa ciudad con Italia.
A diferencia de sus anteriores campañas contra los austriacos, Napoleón intentó esta vez marchar directamente hacia el Danubio. En la guerra de maniobras practicada entonces por los franceses, las fortalezas habían perdido la función predominante que habían tenido en el siglo xvii; no obstante, Napoleón no podía avanzar hasta el Danubio mientras Ulm amenazara la retaguardia de su ejército. La Grande Armée, que se abastecía recurriendo al pillaje, cruzó el Rin el 26 de septiembre y giró rápidamente descendiendo hacia el este de Ulm, desgajando a los austriacos de sus líneas de comunicaciones y encerrando en una bolsa casi todas las fuerzas de Austria. El siguiente paso de Napoleón consistió en avanzar contra Viena. Las tropas rusas asignadas a la guerra ofrecieron la principal oposición a aquel avance, pero, a pesar de sus esfuerzos, Napoleón ocupó la capital austriaca el 14 de noviembre.
Viena no era, sin embargo, su objetivo definitivo, pues sabía que sólo podía sacar a Austria de la guerra derrotando a las fuerzas principales del enemigo. Y había que hacerlo pronto, pues los prusianos amenazaban con iniciar las hostilidades (lo cual habría dificultado mucho más la tarea de Napoleón). Así pues, Bonaparte maniobró para forzar un enfrentamiento con el ejército conjunto de austriacos y rusos revoloteando al norte de Viena. Fingiendo cierto desorden y asumiendo una posición aparentemente expuesta atrajo a los aliados, y el zar Alejandro y su general Mijaíl Kutúsov, al mando de la fuerza aliada, mordieron el anzuelo. Pero ni siquiera esto fue suficiente para los planes de Napoleón, quien debía, además, incitar a los aliados a atacarle de tal modo que corrieran el riesgo de ser destruidos. Y los atrajo presentando a Kutúsov un flanco derecho aparentemente débil en Austerlitz el 2 de diciembre. El ruso le hizo el favor de lanzar el grueso de su ejército en una maniobra lateral para envolver a los franceses, pero el flanco que parecía tan débil había sido reforzado con la llegada del cuerpo de Davout, que había realizado durante la noche una marcha forzada para llegar al campo de batalla. Combatiendo con heroicidad, Louis Nicholas Davout detuvo la cabeza de las columnas rusas que llegaban en dirección contraria. Entretanto, Kutúsov había debilitado su sector central retirando soldados del mismo para efectuar su maniobra de flanqueo. Era lo que Napoleón había esperado, y, en el momento oportuno, lanzó el nutrido cuerpo comandado por Soult contra el centro ruso destrozándolo y girando, luego, a la derecha para caer sobre la retaguardia de las columnas del flanco ruso. El ala del centro e izquierda del ejército aliado se disolvió. Sólo el ala derecha de los rusos consiguió retirarse en buen orden. Dos días después, los austriacos se rindieron. Ninguna victoria napoleónica modificó el mapa de Europa como lo hizo Austerlitz, pues, a consecuencia de ella, el Sacro Imperio Romano Germánico, una creación del siglo x, dejó de existir en 1806, y a partir de ese momento el soberano habsburgués se hizo llamar simplemente emperador de Austria.
La batalla de Austerlitz habría bastado por sí sola para hacer famoso a Napoleón como uno de los máximos comandantes de todos los tiempos; sin embargo, a pesar de su genio innegable, acabó siendo derrotado. Cuatro razones explican su caída: la codicia estratégica, el aumento de los resentimientos locales contra la ocupación francesa, unas notables mejoras y reformas en los ejércitos que se enfrentaban a él, y la oposición continua de Gran Bretaña, la potencia naval y comercial dominante en el mundo. A pesar de su habilidad táctica y operativa, Napoleón fue víctima de un fatal fallo estratégico: no supo qué era suficiente ni cuándo debía detenerse. Debido a ello estaba condenado a fracasar antes o después. Napoleón demostró un gran talento en el sentido estricto de saber cómo derrotar en campaña a sus adversarios de uno en uno: en 1805, 1806 y 1807 ideó campañas que impusieron efectivamente la paz primero a Austria, luego a Prusia y, finalmente, a Rusia. Pero Napoleón no tuvo, al parecer, nunca un objetivo final que le satisficiera y garantizara a Europa una estabilidad duradera. En cambio, Federico el Grande, tras haberse apoderado de Silesia, objeto de su ambición, dijo lo siguiente: «A partir de aquí, no atacaré ni a un gato, si no es para defenderme a mí mismo»10. La Guerra de los Siete Años (véase página 189 y ss.) le fue impuesta a Federico en un sentido muy real; él habría preferido una paz sostenida. Napoleón, por el contrario, parecía ser todo ambición, con muy poca mesura.
Napoleón intentó organizar todo el continente europeo en una guerra económica contra Gran Bretaña como parte de su grandiosa concepción de una victoria sobre su antiguo enemigo. En realidad, los británicos habían bloqueado los puertos franceses desde 1803; en ese momento, Napoleón se vengó con su Sistema Continental, ideado para excluir de Europa todos los productos británicos. En primer lugar configuró el Sistema con el Decreto de Berlín de 1806, ampliado seguidamente mediante el Tratado de Tílsit, firmado el año siguiente, para incluir la participación de Rusia. Aunque no fue el primer caso en que una potencia ejercía presión económica en tiempo de guerra con la esperanza de derrotar a su enemigo, sí fue el mayor conocido hasta entonces. Napoleón, sin embargo, no aunó todos los Estados europeos en una única zona de libre comercio, sino que impuso aranceles en beneficio de Francia. En consecuencia, el Sistema Continental representó el dominio de Francia, y no un simple frente común contra los británicos. Con el tiempo, la exclusión de los productos británicos fue modificada mediante diversas excepciones y una fuerte actividad del mercado negro. No obstante, la extensión o el mantenimiento del Sistema Continental sirvieron ya como casus belli en 1807, cuando los franceses invadieron Portugal; además, cuando en diciembre de 1810 el zar Alejandro se liberó de Napoleón declarando que los puertos rusos estaban abiertos a las embarcaciones neutrales que transportaran artículos británicos, la guerra entre ambos emperadores fue prácticamente inevitable.
La úlcera española y la hemorragia rusa
Cuando Napoleón instaló a su hermano José en el trono de España en 1808, provocó una lesión permanente que sangró a Francia y consumió sus recursos durante cinco años. La primera expedición británica desembarcó en Portugal en 1808 y se mantuvo allí, aunque fue expulsada de España. Desde su base portuguesa, Arthur Wellesley volvió a trasladar sus fuerzas a España a mediados de 1809, para acabar viéndose obligado a retirarse una vez más. Sin embargo, Wellesley, nombrado para entonces vizconde de Wellington, llevó a cabo una magistral defensa de Portugal en 1810, agotando al ejército francés, que se estancó y sufrió una hambruna ante las líneas fortificadas de Torres Vedras, en las afueras de Lisboa. En 1812, Wellington volvió a pasar a la ofensiva, y aunque sus fuerzas experimentaron algunos reveses, obtuvo un gran éxito en 1813. En la decisiva batalla de Vitoria, el 21 de junio, Wellington derrotó con 80.000 hombres a un ejército de 65.000 mandado por José Bonaparte.
Durante toda la guerra peninsular, los guerrilleros españoles aterrorizaron a los franceses y redujeron su capacidad para vivir del terreno. Pelet, oficial del Estado Mayor francés, describió cómo los guerrilleros intentaban destruirlos «al por menor, cayendo sobre pequeños destacamentos, masacrando a hombres enfermos y aislados, destruyendo convoyes y secuestrando mensajeros»11. Al igual que los partisanos de la Guerra de la Independencia norteamericana, los partisanos españoles pusieron a sus enemigos ante un dilema. La presencia de fuerzas regulares británicas, portuguesas y españolas impedía a los franceses dispersarse y combatir a los guerrilleros; pero si no se dispersaban, se encontraban con dificultades para ocuparse de las bandas de la guerrilla o abastecerse mediante el pillaje. Sin embargo, aunque la función de los guerrilleros fue similar en España y Estados Unidos, la intensidad brutal de la guerra española convirtió a ésta en algo distinto. Los guerrilleros españoles no daban cuartel a los franceses que caían en sus manos, y las tropas francesas replicaron con represalias brutales.
Mientras la «úlcera española» sangraba lentamente a Francia, el país sufrió en Rusia una hemorragia masiva. Al invadir Rusia en junio de 1812, Napoleón reunió un ejército conjunto de más de 600.000 soldados franceses y aliados, pero en diciembre regresó con sólo 93.000 según el cálculo más generoso. Napoleón emprendió aquella invasión, su máxima catástrofe, con la esperanza de obligar a los independientes rusos a regresar a la órbita francesa y reafirmar su titubeante Sistema Continental. Los rusos se dieron cuenta de que su punto fuerte se hallaba en un ejército robusto y en su capacidad para cambiar espacio por tiempo, por lo cual, después de que los franceses ganaran las batallas no concluyentes de Smolensk y Valutino, el general Kutúsov se negó a presentar a Napoleón la gran batalla deseada por éste, y no lo hizo hasta Borodinó, a sólo 95 kilómetros de Moscú, el 7 de septiembre. Aquel día, Napoleón arengó a sus tropas con estas palabras: «¡Soldados! ¡Aquí está la batalla que deseáis desde hace tanto tiempo! A partir de ahora, la victoria depende de vosotros; la necesitamos»12. En realidad, quien deseaba y necesitaba una batalla era el emperador, pero no sacó el máximo provecho de aquella oportunidad, sino que se limitó a lanzar sus cuerpos de ejército directamente contra la posición rusa, y aunque acabó ganando la contienda, lo hizo a un precio muy alto. Borodinó produjo la mayor sangría de las guerras napoleónicas hasta aquella fecha, con una carnicería total que se elevó a 68.000 muertos y heridos.
Acabada la batalla, Kutúsov se detuvo a la tentadora distancia de un paso por delante de Napoleón, y los franceses entraron en Moscú el 14 de septiembre. En vez de defender la capital, los rusos, la incendiaron, por lo que Napoleón sólo logró conquistar sus cenizas y al no conseguir imponer sus condiciones a los rusos inició su retirada un mes más tarde. Con la logística en ruinas e incapaz de vivir sobre un terreno invernal desolado, el descomunal ejército napoleónico se desintegró en una retirada que culminó en el cruce desesperado del río Berésina a finales de noviembre. Las pérdidas de Napoleón en España y Rusia, unidas a su constante renuencia a rebajar sus objetivos estratégicos, condenaron sus intentos de conservar Alemania en 1813 y salvar luego su trono en 1814. Pero en estas últimas campañas entró también en juego el tercer factor: la capacidad mejorada de sus enemigos.
Napoleón se había beneficiado de la transición de la guerra dinástica a la guerra nacional. La Revolución francesa había hecho realidad el ideal del soldado ciudadano entregado a la causa y al pueblo por el cual luchaba. Napoleón explotó el nacionalismo de sus tropas, pero le desconcertó que la conquista francesa despertara unos sentimientos nacionales opuestos en los pueblos sometidos o humillados por él. El despecho de los españoles contra los franceses generó las luchas más acerbas y brutales de las guerras napoleónicas. La resistencia rusa de 1812 resultó asimismo implacable y, una vez rechazado hasta Alemania, Napoleón se enfrentó a un alzamiento germánico.
Los ejércitos alemanes que, en 1813-1814, combatieron para echar por tierra el dominio francés en Centroeuropa estaban motivados ahora tanto por el rencor, e incluso el odio, contra los franceses, como por una forma temprana de nacionalismo alemán. También fueron adversarios más duros de otras maneras. Los reformadores militares germanos habían impuesto cambios institucionales y tácticos desde las humillaciones sufridas en 1805-1809. Además, Napoleón había enseñado a Europa un nuevo estilo de conducción de la guerra y, por desgracia para él, sus enemigos fueron unos excelentes discípulos.
Así, el derrotado archiduque Carlos encabezó a partir de 1805 una reforma del ejército austriaco e intentó forjar en los dominios multinacionales de Austria una fuerza lo más nacional posible. En 1808, los austriacos crearon un Landwehr, o milicia popular, que acabó aglutinando 240.000 soldados, aunque fueran más idóneos para servicios de retaguardia. Carlos tomó también de los franceses el sistema de organización en cuerpos de ejército. El nuevo manual de instrucción incorporaba tácticas de merodeo, y los batallones de infantería ligera aparecían en la lista del ejército. También trabajó para mejorar la caballería y, en especial, la artillería. Sin embargo, el nuevo ejército no había tenido aún tiempo para cuajar antes de que los austriacos se enfrentaran a Napoleón en 1809. Y aunque el 21-22 de mayo de 1809 propinaron al emperador un revés en la batalla de Aspern-Essling, éste volvió a derrotarlos una vez más en Wagram el 5-6 de julio.
Una serie de reformas más profundas y eficaces transformaron el ejército prusiano tras la derrota de Jena-Auerstadt en 1806. Gerhardt von Scharnhorst, el principal reformador, deseaba crear un ejército que pudiese beneficiarse de la entrega del soldado corriente. Según escribió: «Lograremos vencer cuando aprendamos a apelar al espíritu del pueblo, como los jacobinos»13. Esto iba a requerir algo más que la simple acción militar, por lo que, el 9 de octubre de 1807, el gobierno prusiano publicó un Edicto de Emancipación para suprimir la servidumbre, tal como habían hecho los franceses en su Revolución. Scharnhorst insistió también en formar una clase de oficiales profesional e instruida abierta a todos, sin tener en cuenta el rango aristocrático. En 1808, una orden redefinió el cuerpo de oficiales basado en el talento y no en la cuna:
Así pues, todos los individuos del conjunto de la nación que posean esas cualidades pueden reivindicar el derecho a ocupar los puestos de honor más elevados en la institución militar. Todas las prerrogativas sociales que han existido hasta ahora se suprimen por la presente en la institución militar, y cualquier persona tiene iguales deberes y derechos, sin consideración de su origen14.
Para instruir a ese cuerpo de oficiales más incluyente, los reformadores prusianos crearon instituciones para la formación de oficiales que sobrepasaban a otras de Europa, entre ellas una universidad de la guerra dedicada a la preparación de oficiales de Estado Mayor. Scharnhorst sentó también las bases del Estado Mayor general prusiano, que tan influyente llegaría a ser en la dirección de la guerra durante el siglo xix.
El objetivo de la reforma prusiana fue crear un ejército popular. El Tratado de Tilsit (1807) limitó el ejército regular a sólo 42.000 hombres; sin embargo, los prusianos hicieron cuanto pudieron para eludir esas limitaciones al crear una reserva adiestrada de otros 33.600 soldados. Una vez que la guerra con Francia pasó a ser una probabilidad en 1813, los prusianos ampliaron el ejército regular y crearon nuevas fuerzas. Los Jäger («cazadores»), fusileros voluntarios procedentes en gran parte de la clase media, dieron muestra de su patriotismo; varios decretos reales llamaron a filas al Landwehr, una milicia formada por todos los hombres de edades entre los diecisiete y los cuarenta años no alistados en otras formas de servicio militar; el Landsturm (compuesto por todos los demás varones) sirvió como última línea de defensa. En agosto de 1813, las fuerzas de combate prusianas ascendían a 280.000 soldados.
Waterloo
En 1813, los enemigos de Napoleón adoptaron los principios operativos de éste y los dirigieron contra su creador. La agresividad de sus adversarios fue en aumento, y ya no buscaron derrotarlo, sino destruir sus principales fuerzas. Las sutilezas de las batallas y las maniobras del siglo xviii fueron cosa del pasado. Los aliados se esforzaron no sólo por no ser derrotados individualmente, como lo habían sido antes con tanta frecuencia, sino por unirse para combatir y marchar al son de los cañones. En 1813, en la batalla culminante de Leipzig, los ejércitos conjuntos de Austria, Prusia, Rusia y Suecia, que sumaban un total de 340.000 soldados aliados, derrotaron al ejército napoleónico de unos 200.000 y pusieron fin a su dominio en Alemania. Napoleón demostró parcialmente su antigua brillantez en la campaña defensiva de 1814, aunque fue atacado en el sur por el ejército de Wellington –recién llegado de su actividad victoriosa en la guerra de la península Ibérica–, mientras varios ejércitos del este y el norte convergían sobre París. Pero cuando Napoleón maniobró para amenazar las líneas de comunicación prusianas y austriacas con el fin de obligarlas a retirarse a finales de marzo, éstas demostraron que dominaban los puntos fundamentales de la conducción napoleónica de la guerra al ignorar la amenaza y marchar sobre París. Con los aliados en la capital francesa, Napoleón dimitió.
Una vez vencido, el desventurado emperador se retiró al exilio en la isla de Elba, pero no tardó en conspirar con el fin de recuperar su trono. El 1 de marzo de 1815 desembarcó en Cannes para iniciar los fatídicos Cien Días. El resultado no estuvo realmente en duda en ningún momento: los gobiernos europeos le conocían demasiado bien como para confiar en su promesa de que sólo deseaba gobernar Francia en paz, y una vez iniciados los combates, sus adversarios habían aprendido demasiado bien su arte de guerrear como para ser sus víctimas. En Waterloo, Wellington y Blücher unieron sus fuerzas para derrotarlo una vez más el 18 de junio, y aunque Napoleón hubiera vencido en aquella jornada, habría caído, sin duda, ante los descomunales ejércitos de Austria y Rusia, que habían reunido ya entre ambas a 450.000 hombres en el campo de batalla para rematar la tarea.
En cualquier caso, es dudoso que Francia pudiera haber seguido reclutando ejércitos en la misma escala. De los dos millones de franceses que sirvieron en los ejércitos napoleónicos entre 1806 y 1814, casi 15.000 oficiales habían sido muertos o heridos; 90.000 hombres alistados habían fallecido en combate, y otros 300.000 en los hospitales, mientras que no menos de 625.000 estaban registrados como «prisioneros» o «desaparecidos» cuando se cerraron las listas de reclutamiento en 1814. Entre los muertos, 84.000 habían perdido la vida en España y Portugal, 171.000 en Rusia, y 181.000 en Alemania. En total, las guerras napoleónicas llevaron la muerte al 20 por 100 de los franceses –uno de cada cinco– nacidos entre 1790 y 1795 (frente al 25 por 100, uno de cada cuatro, de los franceses nacidos entre 1891 y 1895, que perdieron la vida en la Primera Guerra Mundial).
La otra cara de la moneda de la derrota francesa fue la victoria británica. Gran Bretaña se había opuesto a Francia desde 1793 hasta el exilio definitivo de Napoleón en Santa Helena, con sólo un breve respiro en 1802-1803. A lo largo de todo el periodo siguió siendo la dueña de los mares y su preeminencia naval le otorgó una riqueza comercial y colonial que le permitió costear las guerras continentales contra Napoleón.
Aunque Francia había disfrutado de un breve renacimiento naval durante la Guerra de la Independencia de Estados Unidos, su propia Revolución dañó gravemente a su armada. El entusiasmo revolucionario no podía realizar en mar las hazañas que era capaz de llevar a cabo en tierra. Los capitanes navales, aristocráticos y bien formados, perdidos por emigración o por las purgas de la acción revolucionaria, no podían ser sustituidos con la misma facilidad que los oficiales de infantería. Además, los ideales de libertad, igualdad y fraternidad eran, probablemente, menos compatibles con los deberes y la disciplina de la vida en el mar que en los campamentos.
El «toque Nelson»
Aunque los franceses se enfrentaron periódicamente a los británicos en el mar durante las guerras de la Revolución, no les sirvió de mucho. La primera acción naval de importancia de aquella larga época de guerras, la batalla del Glorioso 1º de Junio, librada entre el 29 de mayo y el 1 de junio de 1794, fue ganada por el almirante Richard Howe, que derrotó a una flota de navíos de escolta franceses, aunque los barcos mercantes escoltados consiguieron ponerse a salvo escapando al puerto francés de Brest. La siguiente acción importante fue testigo del intento y el fracaso de los franceses de desembarcar 13.000 soldados en la bahía de Bantry (en el sudoeste de Irlanda) en 1796; aquella iniciativa se quedó en nada tanto por el mal tiempo como por la intervención de la flota británica. La Royal Navy lidió en 1797 con algunos de los nuevos aliados de Francia. En febrero, una flota británica capitaneada por el almirante John Jervis, entre cuyos subordinados se hallaba el comodoro Horatio Nelson, aplastó a una flota española en la batalla del Cabo de San Vicente, mientras que el 11 de octubre el almirante Adam Duncan ponía fin para siempre a la rivalidad naval entre Holanda y Gran Bretaña en la batalla de Camperdown. Pero los motines surgidos en los barcos británicos competían en importancia con aquellas victorias; a lo largo de la primavera y el verano, la flota inglesa se amotinó en Spithead y en el Nore. En el primer caso, la armada tuvo en cuenta las demandas de los amotinados; en el segundo, acabó con ellos. Pero a consecuencia de aquella agitación, la vida en el mar mejoró para los marineros corrientes.
El año 1798 resultó ser especialmente decisivo, pues los británicos se enfrentaron a dos operaciones anfibias francesas. Los franceses consiguieron desembarcar en Irlanda una pequeña fuerza que no tardó en ser capturada por los británicos, lo cual condujo a otra nueva victoria de éstos sobre una flota francesa enviada para reforzar el intento. Entretanto, en el Mediterráneo, Nelson destruyó por completo la flota francesa en la batalla del Nilo.
Nelson y otros almirantes británicos transformaron en menos de una década el carácter de los combates marinos. La táctica naval común del siglo xviii había sido la de la línea de frente, que imponía a la flota combatir como una unidad en la cual los navíos de línea descargaban su andanada uno tras otro en sucesión impecable. Esta táctica atribuía gran valor al orden y hacía hincapié en el que el almirante de la flota ejerciera el máximo control sobre sus subordinados; sin embargo, la táctica de la línea de frente derivaba una y otra vez en eran batallas poco concluyentes durante las cuales ambos bandos se batían mutuamente pero con escasas ventajas o desventajas. Las instrucciones de combate insistían en que los comandantes aplicaran con rigidez la línea de frente, y a veces parecían más interesados en actuar así que en derrotar al enemigo. Tal parece haber sido el caso del infortunado almirante John Byng, fusilado después de que un tribunal militar lo declarara culpable de no haber hecho cuanto estaba en sus manos en un combate perdido en 1756 en aguas de Menorca.
A diferencia de la línea de frente, la táctica de refriega convertía una acción de la flota en una serie de luchas de un barco contra otro mediante la ruptura de la formación del enemigo. Esto significaba sacrificar el orden de la flota atacante y confiar en la destreza e iniciativa de cada uno de sus capitanes. Desde un punto de vista ideal, el caos de la refriega tenía cierto método, puesto que la flota atacante intentaba convertir en ventaja su superioridad numérica o su posición antes de lanzarse contra el enemigo.
Los historiadores han criticado desde hace tiempo la influencia opresiva de la táctica de la línea de frente y elogiado la refriega según la aplicó Nelson, en particular en su obra maestra de Trafalgar. Pero la táctica de la refriega sólo cumplía su promesa de victoria en el caso de que la flota contara con los mejores capitanes y tripulaciones, pues era mucho lo que dependía de la superioridad de los barcos de una armada sobre los de la otra. A finales del siglo xviii, los británicos aventajaban, sin más, a sus rivales continentales por la calidad de sus capitanes y tripulaciones, y para vencer no necesitaban mucho más que la oportunidad de encontrarse con sus adversarios. Nelson lo reconoció y remató la faena, pero no fue ni el único almirante británico en hacerlo ni el primero. Howe impuso una táctica de refriega a los franceses en el Glorioso 1º de Junio de 1794, al igual que Jervis en el cabo San Vicente en 1797.
En Trafalgar, Nelson confió en la táctica de refriega, y eso le hizo famoso. Durante aquella campaña, realizada en 1805, consultó con regularidad con sus capitanes hasta que aquella «cuadrilla de hermanos» comprendió sus objetivos y sus métodos. Nelson nos ha dejado constancia de una de aquellas reuniones con sus capitanes:
Cuando pasé a explicarles el «toque Nelson», fue como una descarga eléctrica. Algunos derramaron lágrimas, todos dieron su aprobación... y desde el rango de almirante hacia abajo, todo el mundo repetía: «¡Tiene que ser un éxito, con tal de que se nos permita acercarnos a ellos! Señor, estáis rodeado de amigos a quienes inspiráis seguridad»15.
Nelson podía confiar en la capacidad de sus capitanes –y en la de los marinos británicos de las jarcias y los cañones– para ganar una gran batalla si se encontraban cara a cara con los franceses. Tras emprender una especie de persecución de gansos salvajes hasta las Indias occidentales en busca de la armada francesa, el 21 de octubre se topó por fin frente al cabo de Trafalgar con la flota conjunta de franceses y españoles, capitaneada por Pierre de Villeneuve, cuando sus barcos intentaban regresar a la seguridad del puerto de Cádiz. Nelson hizo saber a sus capitanes que pensaba atacar en dos divisiones dirigidas por él mismo y por Cuthbert Collingwood. A las 11.48 de la mañana, en el momento mismo en que ambas flotas estaban a punto de colisionar, Nelson dio la consigna: «Inglaterra espera que todos cumplan con su deber». A continuación, las dos divisiones británicas penetraron en la línea del enemigo: Nelson hacia la vanguardia de los aliados, y Collingwood por el centro de su línea. Cuando el Victory, el buque insignia de Nelson, atravesó la flota enemiga causando destrozos, se enzarzó con un navío francés de 74 cañones, el Redoutable. El fuego de los mosquetes del Redoutable abatió a muchos tripulantes del Victory e hirió mortalmente a Nelson. Pero, tal como había planeado el moribundo almirante, una vez que los británicos rompieron la línea aliada se produjo una inmensa refriega que aportó la victoria. La destreza marinera de los británicos permitió a los barcos de Nelson superar a los aliados y concentrar una potencia superior de artillería contra naves aisladas francesas y españolas. Al final de la jornada, los británicos habían hundido un barco enemigo y capturado otros diecisiete.
Mientras los británicos seguían manteniendo una cautelosa vigilancia en los mares y aumentando su flota después de 1805, los franceses no volvieron a impugnar el dominio naval de Gran Bretaña en acciones emprendidas por la marina. Los británicos realizaron operaciones anfibias contra varias islas francesas, así como en Copenhague y en Amberes, por no mencionar Washington y Nueva Orleáns en la guerra de 1812 contra los nuevos Estados Unidos. La operación anfibia de mayor éxito en aquella guerra fue, no obstante, la campaña británica en la península Ibérica de 1808 a 1813 (véase página 210 y ss.). Como es obvio, la máxima acción terrestre británica de dicha guerra habría sido inconcebible sin el dominio del mar.
Gran Bretaña, dueña del comercio y el imperio
Sin embargo, las principales ventajas obtenidas mediante el ejercicio del poder naval fueron, quizá, coloniales y comerciales. Eliminada Francia como potencia marítima y tras quedar España reducida a la impotencia –y optar a menudo por el «bando equivocado» en el combate–, Gran Bretaña tuvo prácticamente las manos libres en los territorios de ultramar y en el comercio mundial. Los británicos despojaron a Francia de una gran parte de su imperio colonial a lo largo de la guerra. (Además, Napoleón se deshizo prudentemente de Luisiana, la última pertenencia francesa en Norteamérica, que no podía defender, vendiéndola a Estados Unidos.) Los británicos barrieron del mar a los mercantes franceses, y todo cuanto éstos pudieron hacer en venganza fue construir poderosos barcos expedicionarios capaces de operar independientemente contra el comercio británico capturando o destruyendo todas las naves que podían. Otros Estados que se enfrentaron a Gran Bretaña pusieron en peligro sus colonias y su actividad mercantil. Así, en 1795, los británicos se apoderaron de la colonia holandesa de El Cabo, la devolvieron en el Tratado de Amiens (1802), y a continuación la volvieron a tomar en 1806, para no dejarla esta vez hasta el siglo xx.
Las adquisiciones coloniales más importantes cosechadas por los británicos durante la larga contienda con Francia no fueron las de América o África, sino las de la India. Como había ocurrido antes, la guerra en la India se atuvo a su propia lógica y calendario. Una vez que dispuso de los grandes ejércitos de cipayos que habían permitido conquistar Bengala (véase página 192), la Compañía Británica de las Indias Orientales se enfrentó a dos adversarios importantes, Mysore y los maratha, en una serie de conflictos que duraron de 1766 a 1805. El Estado de Mysore, en el sur de la India, entabló cuatro guerras con el nuevo poder militar de la Compañía Británica de las Indias Orientales. En la primera, sostenida de 1766 a 1769, Haider Alí luchó con eficacia contra los ejércitos de la Compañía; pero las cosas le fueron peor en la segunda, de 1780 a 1783, a pesar de contar con la ayuda de una escuadra naval francesa que operaba en el océano Índico. La tercera, la Guerra de Mysore (1789-1792), fue el conflicto más importante, y aunque los británicos tuvieron grandes dificultades para lidiar con la caballería ligera de Mysore, vencieron tras reclutar a los jinetes ligeros de los maratha. Tippoo Sultán, sucesor de Haider Alí, cedió a la Compañía sus territorios más lucrativos y poblados a cambio de la paz, por lo que no pudo ofrecer una resistencia eficaz en la lucha final, librada en 1799, en la cual murió combatiendo para defender su capital. Arthur Wellesley, futuro duque de Wellington, intervino en su primera acción en aquella breve guerra.
Wellesley desempeñó un papel fundamental en el siguiente drama colonial, cuando la Compañía de las Indias Orientales aprovechó la guerra civil entre los maratha para desafiar a sus anteriores aliados de la Segunda Guerra Maratha (1803-1805). Aunque debilitados por las disensiones internas, los maratha combatieron bien; Wellesley declaró más tarde que su victoria en Assaye, el 23 de septiembre de 1803, había sido la batalla más dura de toda su carrera. Las victorias obtenidas contra Mysore y los maratha dieron a la Compañía de las Indias Orientales el control del Decán, comparable a su dominio sobre Bengala. Durante esos conflictos, la Compañía de las Indias Orientales consiguió sus objetivos reconociendo la validez de los métodos de guerra de los naturales del país, explotando las debilidades políticas de sus enemigos indios y dando muestras al mismo tiempo de las superiores cualidades de combate de sus propios ejércitos.
En las fases comercial y colonial de su lucha con la Francia revolucionaria y napoleónica, Gran Bretaña se alzó como un coloso sobre el comercio mundial y aprovechó plenamente las primeras fases de la Revolución Industrial, que engrandecieron la tradicional destreza mercantil de los británicos. Aunque la Revolución Industrial no había transformado todavía las armas utilizadas de hecho en el campo de batalla, influyó en el curso de la guerra engrosando las arcas británicas durante su lucha con Francia. El siglo xviii produjo varios inventos básicos que acabarían transformando la industria textil y que estuvieron vinculados a un conjunto de mejoras en la fuerza hidráulica y del vapor. Entre 1740 y 1806, la producción inglesa de acero pasó de 17.000 a 260.000 toneladas, y en 1813, año de la batalla de Vitoria, funcionaban en Gran Bretaña 3.000 telares mecánicos. La producción y el comercio le proporcionaron las riquezas para financiar sus campañas contra Napoleón y ofrecer subvenciones a los Estados continentales que se enfrentaron a él en el campo de batalla.
Los británicos contaban con el sistema de financiación de guerra más racional y eficaz de Europa. Para pagar el coste de sus ejércitos y sus guerras, Napoleón saqueó Europa –método que, aunque generara unos fondos adecuados, le indisponía con los pueblos sometidos y con unos aliados reticentes, preparando así el camino para su caída–. Gran Bretaña, en cambio, basaba su capacidad para producir el nervio de la guerra en sus instituciones gubernamentales y crediticias y en su comercio. El Banco de Inglaterra demostró reiteradamente su capacidad para ofrecer créditos a bajo interés, y el Parlamento se forjó un admirable historial en la devolución de sus deudas. Por su condición de factoría y almacén del mundo entero, en especial en medio de la guerra, Gran Bretaña se benefició de unos gravámenes sobre el comercio que ningún otro Estado podía igualar –aunque también es cierto que las tasas impositivas alcanzaron grandes alturas para pagar la cuenta.
La riqueza de Gran Bretaña le permitió subvencionar una coalición tras otra contra los franceses. Los principales adversarios de la Francia napoleónica podían contar con recibir su pago, pero sería incorrecto sostener que Gran Bretaña corrió con la mayor carga del esfuerzo. Cuando Gran Bretaña prometió en 1805 apoyar a los miembros de la Tercera Coalición, dio su palabra de pagar 1.250.000 libras anuales por cada 100.000 hombres reclutados, pero, según cálculos realizados en Austria, esa suma sólo cubriría una cuarta parte del coste del esfuerzo bélico austriaco. Las subvenciones parecen haber funcionado, por tanto, a modo de incentivo, además de como ayuda real. Gran Bretaña abasteció también de armas a sus aliados: en 1813, por ejemplo, el grueso de las armas que volvieron a pertrechar al ejército prusiano fue de procedencia inglesa. En última instancia, Napoleón no consiguió llevar la guerra a Gran Bretaña, protegida como estaba por su armada, mientras que los británicos pudieron encontrar aliados continentales para llevarla a Francia; de ese modo, Napoleón no podría evitar la frustración y el fracaso, a menos que accediera a someter su imperio a unas limitaciones aceptables para el gigante comercial.
Las revoluciones norteamericana y francesa alteraron para siempre la naturaleza de la guerra. Antes de ellas, los conflictos internacionales habían sido una cuestión dinástica entre reyes y príncipes, aunque los casos holandés y británico habían modificado el cuadro hasta cierto punto. Cuando la revolución o la reforma transformaban una población convirtiendo a sus súbditos en ciudadanos al darles mayor participación en la sociedad y más capacidad de decisión en el gobierno, esos mismos ciudadanos consideraban como propias las luchas de su Estado. En este sentido, las guerras pasaron a ser contiendas entre naciones en armas.
El mundo occidental no se vio afectado en su totalidad y en un mismo momento, ni siquiera en una misma década, por cambios radicales en el gobierno y la sociedad y (por tanto) en sus motivaciones. A finales del siglo xviii, sus revoluciones e instituciones representativas situaron a Estados Unidos y Francia al frente de esta tendencia. Los británicos habían desarrollado incluso antes su propio sentimiento de identidad y un tipo de nacionalismo basado en su historia insular y en el triunfo del Parlamento sobre la monarquía en el siglo xvii. Aunque en Italia y Alemania el nacionalismo no penetró en las masas hasta finales del siglo xix, en 1813 esa noción había arraigado ya entre las élites instruidas y se había convertido en un factor de la política y la guerra. El futuro vería a toda Europa sumida en fuertes corrientes de nacionalismo, con unos resultados imprevistos y sangrientos.
1 Public Record Office, Londres, Colonial Office 5/236, p. 28, Howe al secretario de la Guerra, 20 de diciembre de 1776.
2 Public Record Office, Colonial Office 5/236, pp. 8-21, Howe al secretario de la Guerra, 30 de noviembre de 1776.
3 Public Record Office, Colonial Office 5/236, pp. 55-61, Howe al secretario de la Guerra, 2 de abril de 1777.
4 Voltaire, Oeuvres, ed. de M. Beuchot, XXVII, París, 1829, p. 306.
5 Guibert, Ecrits militaires, 1772-1790, París, 1977, p. 57.
6 Mauricio de Sajonia, «My Reveries on the Art of War», trad. inglesa de T. R. Phillips, en Roots of Strategy, ed. de T. R. Phillips, Harrisburg, 1940, p. 201.
7 Ley del 23 de agosto de 1793, en J. Mandival y E. Laurent (eds.), Archives parlementaires, I serie, LXXII, París, 1907, p. 688.
8 Goethe, citado en J. F. C. Fuller, A Military History of the Western World, 11, Nueva York, 1957, p. 369.
9 Napoleón, citado en D. Chandler, The Campaigns of Napoleon, Nueva York, 1966, p. 53. Los historiadores se preguntan si pronunció realmente esta arenga o, sencillamente, la urdió más tarde. En cualquier caso, ilustra sus actitudes. Las fechas dadas según el calendario revolucionario se presentan de acuerdo con el calendario gregoriano.
10 Federico, citado en Fuller, Military History, p. 197.
11 Pelet, en G. Rothenberg, The Art of War in the Age of Napoleon, Bloomington, 1978, p. 157.
12 Arenga de Napoleón del 7 de septiembre de 1812, en Chandler, Campaigns, p. 799.
13 Scharnhorst, citado en Rothenherg, The Art of War in the Age of Napoleon, p. 190.
14 Orden, en Gordon A. Craig, The Politics of the Prussian Army, 1640-1945, Oxford, 1955, p. 43.
15 Carta de Nelson a lady Hamilton, en Fuller, Military History, 389.