1661-1763
X. Estados en conflicto
John A. Lynn
Con su victoria sobre España en 1659, Francia se situó en una posición destacada, como la potencia territorial más descollante de Europa, y transformó el rostro del dios Marte. Los borbones ampliaron sus fuerzas en épocas de guerra, mejoraron la administración militar y crearon un poderoso ejército permanente; y al actuar así instituyeron un nuevo modelo para Europa. Prusia y Rusia importaron aquel diseño y descubrieron que requería una reforma tanto en el gobierno como en la organización militar. Sirviéndose de la guerra, estas dos nuevas potencias se hicieron un hueco al lado de los demás Estados europeos. En el mar dominaban los británicos, que relegaron a españoles, holandeses y franceses para expandir las posesiones coloniales de Gran Bretaña. Finalmente, con la Guerra de los Siete Años, las potencias occidentales situaron la práctica de la guerra en un teatro de operaciones auténticamente mundial, pues impugnaron la posesión de territorios en Europa, América y la India. El periodo que va de 1661 a 1763 proporcionó un escenario histórico a las ambiciones de estadistas poderosos, que renovaron sus instrumentos militares y los utilizaron en una serie de guerras por la gloria y el imperio.
El gran monarca en armas
Francia proporcionó, más que ningún otro Estado, el modelo de los ejércitos occidentales a comienzos de este periodo. El ejército francés alcanzó unas dimensiones sin precedentes durante el reinado de Luis XIV (1643-1715), que accedió al trono siendo un muchacho, pero no asumió la autoridad plena hasta 1661. Durante la larga guerra con España, de 1635 a 1659, el tamaño real del ejército llegó a un máximo de 125.000 hombres. Aquella cifra doblaba el volumen del ejército sostenido por la anterior generación, pero el crecimiento no se detuvo allí. Las fuerzas en tiempos de paz, que desde el año 1500 habían permanecido dentro de unos límites situados entre los 10.000 y los 20.000 hombres, ascendieron a 150.000 en la década de 1680, mientras que en el decenio de guerra de 1690 el nivel máximo llegó a 400.000 sobre el papel, y a 350.000 en la realidad. Este incremento numérico constituyó, probablemente, el cambio más importante en la práctica de la guerra en tierra a lo largo del siglo xvii.
Durante la guerra que concluyó en 1659, el aumento de las fuerzas sobrecargó de manera tan espectacular la administración militar y los recursos del Estado, que los soldados, privados de paga y de comida demasiado a menudo, saqueaban a la población francesa de su entorno. Estos excesos pedían a gritos una reforma. Aunque el ministro de la Guerra, Michel Le Tellier, hombre de gran talento, redactó unas ordenanzas que redefinían la administración militar, no pudo aplicar su plan hasta el restablecimiento de la paz. El trabajo real de la reforma recayó, por tanto, en su hijo, el marqués de Louvois, capaz pero brutal, que comenzó prestando servicios al lado de su padre, y luego actuó independientemente en el cargo de ministro de la Guerra hasta su muerte, ocurrida en 1691. El Ministerio de la Guerra intensificó su control sobre los suministros, las operaciones y el personal en tiempos de Luis XIV. Un elemento esencial de esa tarea fueron los intendentes militares, funcionarios civiles adjuntos a cada ejército para gestionar los deberes administrativos rutinarios que permitían mantener un ejército en campaña: aunque todavía estaba expuesto a irregularidades en tiempos de crisis, el mecanismo de abastecimiento funcionó con mayor eficiencia que nunca gracias a sus esfuerzos, lo cual permitió mejorar la disciplina y mantener en campaña ejércitos enormes.
Para llevar a cabo la reforma, Luis y Louvois tuvieron que amansar el cuerpo de oficiales. Antes de que Louvois ocupara el cargo, los oficiales habían disfrutado de una sorprendente independencia, pero, con el respaldo del rey, Louvois delimitó sus decisiones y sus actos. Insistió en que los oficiales se ocuparan de sus tropas en vez de holgazanear en la corte y ejerció un control mucho mayor sobre los abusos económicos cometidos por ellos. Además, en 1675, el ordre de tableau (el escalafón) estableció firmemente que el rango se determinara por la antigüedad y no por la cuna o la condición social.
El único gran fallo de las instituciones militares francesas en conjunto no era estrictamente militar: Luis XIV no puso nunca a punto la financiación de la guerra por parte de la monarquía, lo cual le impidió disponer de un tipo de crédito de bajo coste y a largo plazo, como el utilizado por ingleses y holandeses. Jean-Baptiste Colbert, ministro de Hacienda de Luis entre 1661 y 1683, intentó asentar la política fiscal francesa sobre una base más racional, pero el gusto de Luis por la guerra frustró sus esfuerzos. En noviembre de 1671, Colbert, que se había opuesto resueltamente al plan del rey de lanzar una invasión por sorpresa contra la República de Holanda, hizo un intento final de disuadir a su señor: durante una entrevista con el rey, Colbert afirmó que no veía cómo podría financiar la guerra propuesta. «Piense en ello», le replicó el rey, cortante. «Si no es capaz de hacerlo, siempre habrá alguien que lo sea.1» Colbert se desazonó a lo largo de una semana (durante la cual cesó por completo su voluminosa correspondencia), pero acabó capitulando e ideó un plan fiscal basado en créditos caros y a corto plazo garantizados mediante la hipoteca de futuros ingresos.
Luis, no obstante, recurrió todo cuanto pudo a otros medios de financiación, aparte de los impuestos y el crédito. La guerra logró financiarse parcialmente por sí misma por dos vías notables. En primer lugar, las tropas que controlaban territorio enemigo exigían a la población ocupada la entrega de «contribuciones»: pagos ad hoc en dinero y especie. En algunos momentos, los franceses racionalizaron la exacción de contribuciones hasta tal punto que parecían más un impuesto regular que un pillaje, pero la amenaza de violencia seguía siendo un factor esencial. Según cavilaba el propio Luis XIV en cierta ocasión en 1691, «es terrible verse obligado a incendiar pueblos para hacer que la gente pague contribuciones, pero dado que ni la amenaza ni la dulzura les incitan a pagar, es necesario seguir recurriendo a esos extremos»2.
En segundo lugar, Luis consiguió también que los aristócratas franceses, ansiosos por mandar regimientos o compañías propios, pagaran por el derecho a hacerlo. Los aspirantes debían comprar obligatoriamente los cargos de coroneles o capitanes, pero el precio de compra era sólo el primero de una serie de gastos. Los coroneles solían pagar los costes de creación de sus regimientos y, además, en caso de que la comida, los pertrechos o la paga no llegaran, o si la cantidad asignada a las recompensas por alistamiento resultaba insuficiente, se esperaba que los comandantes utilizaran sus propios recursos para compensar la diferencia.
Batalla y asedio
El ejército de Luis XIV no experimentó una gran revolución en la táctica, sino que vivió una simple continuación de las anteriores tendencias. Entre 1660 y 1715, las formaciones de infantería siguieron adelgazando y alargándose en progresión constante, reduciéndose de un orden de batalla de seis en fondo a comienzos del periodo hasta cuatro e, incluso, tres. Los piqueros, que en 1660 habían constituido un tercio de los batallones de infantería, en 1700 sumaban sólo una quinta parte de los mismos, en el mejor de los casos. El mosquete de mecha, predominante en 1660, desapareció gradualmente del ejército francés, hasta ser sustituido totalmente en 1699 por el de chispa, más manejable pero más caro. En 1703, los franceses abandonaron también por completo la pica a favor de la bayoneta de cubo, que, encajada en el extremo de un mosquete de chispa, bastaba para convertir éste en una eficaz pica corta que era, además, arma de fuego. Sin embargo, la adopción del cerrojo de pedernal y la bayoneta no supuso una transformación radical de la táctica, sino sólo un paso más en una dirección seguida desde hacía tiempo. La caballería y la artillería experimentaron también avances moderados. Los regimientos de caballería se complementaron con compañías selectas de carabineros (soldados montados y armados con carabinas de ánima estriada), mientras que Luis multiplicó el número de regimientos de dragones (soldados entrenados para luchar tanto a caballo como a pie). Los artilleros franceses normalizaron los tipos de cañón e incrementaron el número de morteros utilizados en la guerra de asedio. El orden de batalla de los ejércitos de campaña se mantuvo también en las condiciones a las que había llegado en 1660, con la totalidad de las fuerzas desplegadas en dos o tres líneas, la infantería en el centro, la caballería en los flancos y la artillería repartida a lo ancho del frente.
Las operaciones en el campo de batalla dependieron cada vez más de los suministros aportados desde la retaguardia, aunque el forraje, verde o fresco, utilizado para alimentar a los caballos durante la temporada de campaña, debía recolectarse todavía en la zona inmediata ocupada por un ejército, pues su peso habría sido excesivo para transportarlo por tierra. Sin embargo, la ración normal diaria de 700 gramos de pan distribuida a cada hombre en campaña podía llevarse en carros, y así se hacía: el pan era un artículo demasiado importante como para exponerlo al azar, pues, en el siglo xvii, los soldados que no recibían alimento o paga desertaban, practicaban el merodeo o se amotinaban. Como la única garantía contra estas fatalidades era el aprovisionamiento regular, los ejércitos dependían de sus comisarios –no porque los generales carecieran de imaginación, sino porque temían, con toda razón, las consecuencias de un retraso en los suministros.
La dependencia de un abastecimiento regular aumentó la importancia de las fortalezas, que servían como almacenes, líneas de comunicación protegidas y centros de recursos a resguardo de la imposición de contribuciones por parte del enemigo. Sébastien Le Prestre de Vauban, el destacado ingeniero militar de Luis XIV, mejoró tanto el diseño de las fortalezas como las técnicas empleadas para atacarlas. Sus monumentos de arquitectura militar se pueden ver todavía en los plans en relief, maquetas expuestas antiguamente en la Sala de los Espejos de Versalles y conservadas aún en el Musée de l’Armée de París. Pero Vauban no se limitó a diseñar fuertes individuales, sino que los organizó en el pré carré, una doble línea de fortalezas que reforzaban la vulnerable frontera del nordeste francés. En consecuencia, en la segunda mitad del siglo xvii, la guerra en Francia y en su entorno tuvo como eje los asedios y no las batallas. Según expuso en 1677 Johann Behr, escritor alemán de temas militares, «las batallas campales no son apenas, comparativamente, motivo de conversación... De hecho... todo el arte de la guerra parece reducirse a atacar con astucia y a levantar fortificaciones ingeniosas»3.
Luis XIV libró sus primeras guerras en nombre de la gloria, que buscó por medio de la victoria militar y la conquista territorial. Poco después de haber asumido el poder, en 1661, el rey alegó derechos poco sólidos basados en el legado hereditario de su esposa española, y en 1667 ordenó a sus ejércitos invadir los Países Bajos de España. Aunque pensaba que Holanda e Inglaterra le permitirían atacar a su enemigo tradicional, ambos países se unieron con Suecia para obligarle a detener la «Guerra de Devolución» en 1668. Luis lo consideró una traición y acusó a los holandeses de «ingratitud, mala fe y una vanidad insoportable»4.
No es nada de extrañar que dirigiera su siguiente guerra contra la propia República de Holanda, como si quisiese acabar con su oposición a una futura conquista francesa de los Países Bajos españoles. Luis compró el apoyo de Inglaterra mediante pagos secretos a Carlos II, y en mayo de 1672 atacó a los holandeses, que habían quedado aislados. Al principio, las fuerzas francesas comandadas por el príncipe de Condé y Henri de la Tour d’Auvergne, vizconde de Turena, actuaron con éxito; sin embargo, el 12 de junio, diez días después de que los franceses cruzaran el Rin, los resueltos holandeses rompieron los diques y paralizaron los ejércitos franceses. Alarmados por el apetito conquistador de Luis, España, el Imperio y Brandeburgo se unieron a los holandeses, mientras que Inglaterra firmó una paz por separado en 1674. En vista de semejante oposición, Luis retiró sus fuerzas del territorio holandés, pero sólo para seguir luchando en otros frentes. No obstante, el Tratado de Nimega, que puso fin a la Guerra de Holanda en 1678, dio a Luis una impresionante cantidad de territorios nuevos, en particular el Franco Condado, con lo cual consiguió cierta gloria.
En realidad, la política de Luis había cambiado en 1678. En 1675 murió Turena y Condé se retiró, y al desaparecer estos belicosos generales, Luis escuchó a Louvois, más cauteloso, y a Vauban, su valido. El rey se obsesionó con proteger lo que era suyo, lo cual suponía reforzar sus fronteras. Según observó Clausewitz más tarde, «para Luis XIV se había convertido casi en cuestión de honor defender las fronteras del reino de cualquier amenaza, por insignificante que fuera»5. Para sellar su frontera alemana, se apoderó de Estrasburgo en 1681, y en 1648 tomó Luxemburgo. Pero si Luis consideraba la apropiación de esos territorios –bautizados con la denominación de «reuniones»– como una acción defensiva, Europa las vio, comprensiblemente, como una pura agresión.
Victorias habsburguesas
A medida que Luis fortificaba su frontera en el Rin en la década de 1680, el adversario potencial a quien más temía no eran los españoles ni los holandeses, sino los Habsburgo austriacos, cuyo poder fue en aumento cuando comenzaron a rechazar a los turcos. Los Habsburgo habían librado durante generaciones un duelo con los turcos otomanos en su frontera sudoriental, pero el clímax se alcanzó cuando el Imperio turco lanzó su principal y última acometida contra Occidente en 1678-1683. El primer objetivo de los turcos fue Ucrania, pero en 1681 abandonaron sus reivindicaciones sobre esa zona. En cambio, cuando, dos años después, una sublevación puso en peligro el control de los Habsburgo en Hungría, los turcos penetraron en Austria con un gran ejército de unos 90.000 hombres. El ejército de campaña de los Habsburgo, formado por 30.000 soldados, se retiró ante ellos, dejando en Viena una guarnición de 12.000 hombres, y a mediados de julio los turcos pusieron sitio a la ciudad.
El ingeniero Georg Rimpler había reforzado las murallas y los bastiones de Viena anticipándose a un asedio, y los defensores contaban con una clara superioridad artillera –312 cañones frente a 112–, pero las probabilidades seguían estando en su contra. Los turcos, recurriendo a las minas más que a la artillería, concentraron su ataque en dos bastiones. El largo asedio redujo la guarnición hasta el punto de que, en septiembre, cuando las minas destruyeron el principal bastión y los turcos parecían disponerse a asaltar la ciudad, sólo quedaban 4.000 soldados. Sin embargo, la noche del 7 al 8 de septiembre, unos cohetes de señales iluminaron el cielo de Viena para indicar la llegada de un ejército de socorro. El rey de Polonia, Jan Sobieski, había llevado desde Varsovia hasta el sur un ejército polaco de 21.000 hombres en un viaje de 350 kilómetros en sólo quince días –una marcha verdaderamente rápida–. Con los polacos y varios contingentes de alemanes, el ejército de campaña cristiano sumaba ahora 68.000 soldados –un número suficiente para enfrentarse a los turcos–. El 12 de septiembre, aquella fuerza cargó fuera del Bosque de Viena «como una piara de cerdos enloquecidos»6, según un comandante otomano, y destruyó al enemigo turco. Las fuerzas austriacas persiguieron a los otomanos en su retirada, expulsándolos de Hungría, y la victoria austriaca en Mohacs (1687) empujó a los turcos al este del Danubio.
No hay duda de que el envite de las fuerzas habsburguesas contra los otomanos constituyó una faceta del creciente dominio militar mundial por parte de Occidente. Fue casi otra gran cruzada. A pesar de todo, Luis temía que, al declinar la amenaza otomana y progresar los ejércitos austriacos, el emperador dirigiera sus crecientes recursos contra la Francia cristiana, y estaba en lo cierto. Las victorias de los Habsburgo les concedieron más territorio, población y recursos, de modo que, a pesar de haber sido despojados de las posesiones españolas, que en otros tiempos habían beneficiado a Carlos V, y haber quedado desprovistos de una gran parte de la autoridad imperial desde la paz de Westfalia, los Habsburgo austriacos estaban dispuestos a reafirmar su condición de actores principales en los asuntos europeos.
En realidad, a finales del siglo xvii, Europa se había escindido en dos sistemas básicos de poder: Francia, Inglaterra, España y los Países Bajos holandeses en el oeste, y Austria, Brandeburgo-Prusia, Suecia y Rusia en el este. En conjunto, esos dos sistemas compartimentaban las relaciones internacionales europeas. A veces, sin embargo, estaban ligados por la diplomacia y el interés. Austria ejercía su influencia, más que ningún otro poder, tanto en el este como en el oeste.
Pedro el Grande
Rusia, el otro Estado que se benefició del debilitamiento del Imperio otomano, experimentó una transformación militar y política bajo Pedro I el Grande (1689-1725). La Rusia imperial, aislada durante largo tiempo en el este, había comenzado a desempeñar un cometido en las luchas de Centroeuropa y a reformar sus fuerzas según el modelo occidental antes del acceso de Pedro al trono, quien, no obstante, aceleró y acentuó ambas tendencias en tal medida que sus logros se pueden calificar verdaderamente de revolucionarios. Rusia, reconfigurada por obra de Pedro, sustituyó a Suecia en el norte como fuerza militar más significativa y emprendió un rumbo de expansión.
Las fuerzas rusas estaban formadas tradicionalmente por su caballería, compuesta principalmente por miembros de la baja nobleza –la clase media de servicio– que disfrutaban de propiedades territoriales y combatían como arqueros a caballo. Al lado de esa fuerza prestaba sus servicios un cuerpo de infantería conocido con el nombre de streltsy («tiradores»), creado en 1550 y armado de mosquetes y alabardas. Ambos tipos de tropas tradicionales habían sido potentes en el pasado, pero no podían enfrentarse ya a los enemigos de Rusia. La caballería de la clase media de servicio montaba en malas condiciones y portaba armas obsoletas, mientras que los streltsy adolecían de un deficiente liderazgo y se interesaban más por sus asuntos en épocas de paz que por sus deberes en tiempo de guerra. Por tanto, en el siglo xvii, los zares reclutaron mercenarios extranjeros para consolidar sus ejércitos. Al principio, lucharon por el zar regimientos enteros, pero a mediados de siglo el sistema de reclutamiento derivó hacia la contratación exclusiva de oficiales extranjeros individuales para adiestrar y dirigir a soldados rusos nativos. Estos oficiales extranjeros importaron los modelos militares introducidos en Occidente y crearon regimientos rusos «de nueva formación» a imitación de los ejércitos occidentales. La Guerra de los Trece Años (1645-1667) contra Polonia confirmó el triunfo de las armas de fuego, y en los últimos años del conflicto los rusos crearon una sólida base de regimientos de nueva formación; sin embargo, al volver la paz, el zar licenció a sus unidades de tipo occidental en interés de la economía, y, en el momento del acceso de Pedro al trono, las fuerzas tradicionales seguían constituyendo la inmensa mayoría del ejército ruso.
Siendo aún un muchacho, Pedro mostró afición por el estilo militar occidental y organizó dos regimientos de jóvenes de los que fue instructor y comandante. Tras acceder a su agitado trono en 1689, el joven Pedro pareció sentirse más interesado por su pequeño ejército que por los deberes más rutinarios del gobierno. Sin embargo, sus expediciones militares contra los tártaros de Crimea en 1695 y 1696 espolearon su ambición de conquista y reforzaron su decisión de occidentalizar su ejército y su Estado. En 1697-1698, Pedro viajó por Europa occidental aprendiendo cuanto pudo y prestando especial atención a asuntos militares y navales.
Luego, atacó a Suecia en la Gran Guerra del Norte (1700-1721). Durante el primer año del conflicto, dirigió un ejército de 40.000 soldados para sitiar Narva, donde fue derrotado por sólo 8.000 suecos a las órdenes de Carlos XII (1697-1718), y aquella humillación le impulsó a rehacer completamente su ejército. A partir de 1705 instituyó un sistema de servicio militar obligatorio que aportó 337.000 hombres hasta 1713. Pedro no sólo aumentó el tamaño de su ejército, sino que equipó de nuevo a toda su infantería con mosquetes modernos de chispa y bayonetas de cubo, la adiestró en tácticas occidentales y la endureció mediante enfrentamientos militares constantes, aunque limitados. Al principio siguió apoyándose en oficiales mercenarios contratados en el extranjero, pero obligó también a servir en el ejército a rusos propietarios de tierras y fortuna con el fin de que proporcionaran un cuerpo de oficiales capaces naturales del país. Un edicto de 1725 establecía que los extranjeros no podían constituir más de un tercio de la totalidad de los cuadros de la oficialidad.
Pedro hizo aún más por la armada rusa. Al comenzar su reinado, no existía una flota en el país y los rusos mostraban poco interés por hacerse a la mar. El zar realizó milagros construyendo astilleros navales, creando puertos –San Petersburgo fue sólo uno de los más famosos– y fundando, incluso, una academia para oficiales de la armada. Al final de la Gran Guerra del Norte, su flota del Báltico contaba por sí sola con 124 veleros de construcción rusa, además de los barcos capturados a los suecos. Pero Pedro construyó también cientos de galeras de poco calado para utilizarlas en el Báltico y el mar Negro. Aunque importó especialistas occidentales para diseñar y capitanear barcos, también formó a rusos que acabarían ocupando esas funciones. Pedro el Grande llevó a cabo todo aquello sin la ventaja de una flota mercante que le proporcionase marineros diestros y capitanes avezados, como ocurría en Gran Bretaña, la República de Holanda y Francia.
El rumbo de la reforma iniciada por Pedro demostró lo que otros países descubrirían también más tarde: la imposibilidad de occidentalizar los instrumentos de la guerra sin una transformación simultánea del gobierno y la sociedad. Pedro puso al día la administración para que le proporcionara los recursos necesitados por su ejército y creó un impuesto de capitación que, junto con otros instrumentos fiscales, duplicó los ingresos del Estado. También promovió la educación para que las clases hacendadas produjeran un cuerpo de oficiales más eficiente y racionalizó el esquema de la elite social mediante la Tabla de Rangos de 1722. Ordenó, incluso, a sus aristócratas que se cortaran la barba y adoptaran un atuendo de tipo occidental. Tampoco la economía quedó al margen de su iniciativa: para abastecer de armas a sus soldados, Pedro amplió una industria metalúrgica que ya era productiva, mientras estimulaba otros tipos de manufactura, como la industria lanera, para hacer de su ejército una institución autosuficiente. Es verdad que los actos de Pedro fueron tan revolucionarios que provocaron una reacción que eliminó algunas reformas tras su muerte; pero el zar consiguió, no obstante, lanzar a Rusia como una importante potencia occidental dotada de unas formidables fuerzas armadas.
En 1708-1709, el zar estaba preparado para competir con Carlos XII en condiciones mucho mejores, y el impetuoso rey sueco dio a Pedro su oportunidad al avanzar hacia el interior de Ucrania en 1708. En el otoño, Pedro vapuleó a un contingente enviado para reforzar a Carlos, quien durante el invierno de 1708-1709 no pudo abastecer adecuadamente a su menguante ejército. En la primavera de 1709, los suecos, agotados ya por el esfuerzo, sitiaron Poltava. Pedro, con una confianza renovada en su ejército, decidió «buscar la suerte combatiendo al enemigo»7 y se aproximó para aliviar el asedio. Una vez cerca de los suecos, los rusos levantaron una impresionante serie de reductos y atrincheraron su campamento. Carlos decidió atacar antes de que las cosas empeoraran; así pues, a primeras horas de la mañana del 8 de julio, el monarca sueco dirigió a 25.000 soldados contra el campamento de Pedro, pero los reductos rusos cortaron su avance en la primera fase de la batalla y le infligieron graves pérdidas. Luego, el ejército de Pedro, formado por 45.000 hombres, efectuó una salida desde sus posiciones atrincheradas. En el combate librado a continuación, los numerosos cañones rusos abrieron trochas en las filas enemigas, y cuando los rusos avanzaron, los suecos corrieron hacia la retaguardia. En el curso de la batalla propiamente dicha y en la retirada frustrada, los rusos mataron o apresaron a la práctica totalidad del ejército sueco; su buena actuación anunció claramente el advenimiento de Rusia como potencia militar importante. La guerra se prolongó durante doce años más y Pedro siguió adelante con su rumbo reformista, pero Europa había visto ya cómo una gran potencia, Suecia, era eclipsada por otra, Rusia.
Las grandes guerras de Luis XIV
Mientras Pedro proseguía su obra de reforma, Luis XIV sostuvo sus dos últimos conflictos: la Guerra de la Liga de Augsburgo (1688-1697) y la Guerra de Sucesión española (1701-1714). Estos conflictos largos y costosos afectaron tanto al viejo mundo como al nuevo, pues ambos enfrentamientos europeos proyectaron su imagen sobre América del Norte; el primero como Guerra del rey Guillermo, y el segundo como Guerra de la reina Ana. Sin embargo, dado que el subcontinente de Asia meridional permaneció relativamente al margen, estas contiendas no tuvieron el carácter auténticamente mundial de las de mediados del siglo xviii.
En 1688, Luis exigió garantías permanentes de que nadie pondría en entredicho las tierras que se había anexionado en el curso de las «reuniones», y al no obtenerlas emprendió una campaña que, según pensaba, sería una guerra breve contra el imperio habsburgués. En octubre, sus tropas se apoderaron de la fortaleza de Philippsburg, la última cabeza de puente sobre el Rin, que amenazaba Alsacia. A continuación, sus tropas devastaron el Palatinado para salvaguardar Francia de cualquier ataque a través del Rin, impidiendo el abastecimiento de un enemigo que se acercara al río. Pero la agresión y la crueldad francesas impulsaron a Europa a formar una nueva liga contra Luis XIV; aquella Gran Alianza incluía el imperio habsburgués, la República de Holanda, España, Saboya, Brandeburgo y Gran Bretaña (gobernada en ese momento por el dirigente holandés Guillermo III).
Al enfrentarse a una coalición tan poderosa, Luis reclutó el ejército más numeroso de su reinado. Los franceses, comandados por el capaz mariscal Luxemburgo en campaña y dirigidos por Vauban en las operaciones de asedio, consiguieron una serie de victorias con pocas derrotas claras. El tamaño de los ejércitos que entablaron combate creció considerablemente: en la batalla de Neerwinden, el 29 de julio de 1693, 80.000 soldados franceses capitaneados por Luxemburgo derrotaron a 50.000 aliados a las órdenes de Guillermo III. Sin embargo, a pesar de tales victorias, la guerra consumió de tal manera los recursos del monarca francés y minó hasta tal punto su crédito que Luis firmó una paz por agotamiento en Ryswick, donde cedió gran parte de lo que había ganado desde 1678.
Europa podría haber disfrutado entonces de la paz de no haber sido por las complicaciones de la sucesión española. El enfermizo e impotente rey Carlos II falleció en 1700 sin descendencia. Los candidatos francés y habsburgués se disputaron el trono, y los intentos para forjar un compromiso de reparto fracasaron cuando Carlos legó todos sus territorios al candidato francés Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV. La Guerra de Sucesión española estalló en 1701, y aunque los franceses la iniciaron con bastante decisión, no tardó en hacerse notar el desgaste producido por el anterior conflicto. Los dos rivales lucharon de manera muy parecida a un boxeador tocado que combate con la simple esperanza de mantenerse en pie hasta que suene la campana. Una poderosa coalición se enfrentaba de nuevo a Francia, que luchaba ahora con España como aliada. Durante aquella guerra, los ingleses presentaron a uno de sus máximos capitanes, el duque de Marlborough, secundado con habilidad por Eugenio de Saboya al mando de las fuerzas imperiales. En 1704 triunfaron en Blenheim, la batalla más notable de la guerra.
La suerte de los franceses no mejoró después de Blenheim. Si acaso, el año 1706 trajo consigo desastres aún peores: Marlborough derrotó a los franceses en la batalla de Remillies, consiguiendo así para los aliados los Países Bajos españoles, mientras que al sur de los Alpes Eugenio batía a otro ejército de Francia en Turín, expulsando así de Italia a los franceses, que sufrieron derrota tras derrota. Luis parecía incapaz de encontrar a un general victorioso, hasta que en 1709 puso al mando de sus principales fuerzas al mariscal Claude de Villars. Aunque Marlborough y Eugenio, trabajando de nuevo concertadamente, sacaron a Villars del campo de batalla en Malplaquet el 11 de septiembre, su victoria resultó pírrica, pues los franceses se retiraron ordenadamente, dispuestos a volver a combatir. Ambos bandos reunieron aquel día la elevada cifra de 90.000 soldados, y los muertos y heridos sumaron más de 30.000, lo que hizo de aquella batalla la más sangrienta de las libradas en las guerras de Luis XIV. Los franceses resistieron hasta 1712, cuando, tras haber sido despojado Marlborough del mando por razones políticas, Villars se enfrentó al ejército aliado en Denain y lo derrotó. Esta victoria francesa preparó el camino para una ofensiva final de Francia en los Países Bajos españoles, cuyo resultado fueron los tratados de paz de 1713 y 1714, que mantuvieron las fronteras francesas y preservaron la Corona de España para la dinastía borbónica. Francia se sintió, por fin, segura en su frontera meridional, aunque en América del Norte los británicos arrebataron para siempre Acadia a los franceses.
Federico el Grande
En 1715 murió Luis XIV, y con él toda una época. Había luchado por la gloria fijándose metas importantes; pero entre 1715 y 1789 los Estados combatieron por obtener ventajas discretas, más que por la hegemonía. Hasta entonces, la guerra no se había basado nunca de tal manera en el cálculo económico racional. Los historiadores militares describen este periodo como un tiempo de conflictos limitados; y, con algunas excepciones, este calificativo es verdadero. Eso no significa que los Estados no hubieran luchado antes por obtener beneficios económicos –es indudable que los holandeses y los ingleses, cada vez más volcados en el comercio, habían combatido en el siglo xvii por obtener riquezas y ventajas comerciales–, pero a lo largo del xviii las concepciones económicas ocuparon el centro de los planes políticos en toda Europa. Estas ideas se pueden resumir en el término «mercantilismo», que postulaba la existencia de una riqueza mundial limitada, hacía hincapié en la necesidad de la autosuficiencia económica e insistía en que, para atesorar y llenar las arcas de la guerra, era deseable vender a los rivales sin realizar a cambio unas compras equivalentes.
Con esta fórmula, para que un Estado ganara, otro tenía que perder; era un juego de suma cero en el que la guerra constituía un medio justo para obtener un fin. Por supuesto, si un Estado luchaba por unos objetivos limitados, tenía poco sentido que se arruinara en la empresa; de ese modo, unos objetivos limitados inspiraban esfuerzos limitados. Así, Francia e Inglaterra guerrearon por las islas azucareras del Caribe, el rico comercio de pieles de Canadá y los botines de joyas de la India, mientras que, en el continente europeo, el rey de Prusia soñaba con estimular la creación de nuevas manufacturas para dar autosuficiencia a sus dominios, y con apoderarse de la provincia de Silesia para hacerlos más ricos y más fuertes.
La Prusia de Federico II el Grande (1740-1786) fue la gran potencia europea más reciente e improbable. Fue producto, en gran parte, de la política practicada por su inteligente familia reinante, los Hohenzollern. Cuando el elector Federico Guillermo de Brandeburgo (1640-1688) accedió al poder, sus territorios de Brandeburgo, Prusia Oriental y un surtido de pequeños dominios diseminados por el norte de Alemania carecían de integración política; los azares de herencias y sucesiones habían sido lo único que los había puesto a todos en sus manos. Cada territorio exhibía sus propias instituciones y privilegios, y ninguno se sentía obligado a contribuir a la defensa de los demás. Sin embargo, la debilidad de las tierras del elector fue para ellas motivo de calamidad. La fortuna las había colocado entre las partes contendientes de la Guerra de los Treinta Años –Suecia al norte, y la Austria habsburguesa al sur–, y Brandeburgo padeció a partir de 1630 una grave devastación provocada por los ejércitos en campaña y las fuerzas ocupantes. Federico Guillermo decidió que sólo un considerable ejército propio le permitiría defender su heredad. Pero, para formar y sostener un único ejército con los recursos de sus fragmentados dominios, tendría que forjar una sola entidad política con aquellos territorios separados y distintos. Prusia fue, pues, un Estado creado para sustentar un ejército. Recurriendo tanto a razones como a la pura fuerza militar, Federico Guillermo arrancó a sus territorios concesiones que le permitieron recaudar impuestos de todos ellos para sostener un único ejército y reclutar aquella fuerza en todas sus tierras. Para lograr esos privilegios en Prusia Oriental llegó incluso a sitiar Königsberg, su propia capital en aquel dominio.
Sus sucesores prosiguieron su obra. Federico (1688-1713) obtuvo del emperador el título de Federico I rey en Prusia a cambio de aliarse con él contra Luis XIV. El «en» se convirtió pronto en «de», y los Hohenzollern fueron aceptados como auténticos monarcas europeos. Federico I mostró un interés nada prusiano por el lujo y la ostentación, pero su hijo Federico Guillermo I (1713-1740) volvió a adoptar unos comportamientos más espartanos y, a base de economías rigurosas y esfuerzos denodados, duplicó el ejército heredado, hasta hacer de él una fuerza de 80.000 hombres, un ejército permanente cuyo tamaño era, por lo menos, la mitad del francés, a pesar de que la población prusiana sumaba sólo 2,5 millones (frente a los 20 de Francia). El hijo de Federico Guillermo, Federico el Grande, invirtió casi de inmediato este activo creado tan concienzudamente por sus antepasados en un intento de apoderarse del rico ducado de Silesia y hacer así de Prusia una potencia germana rival de los Habsburgo.
Federico y su ejército compendiaban el estilo de guerra surgido en el siglo xvii. En el fondo, este estilo partía del supuesto de que el soldado corriente era susceptible de adiestramiento, aunque no se podía confiar en él: tanto si era voluntario como si había sido reclutado mediante las rudimentarias tretas empleadas a finales del siglo xvii y en el xviii para el alistamiento obligatorio, el soldado se consideraba un desertor en potencia. Según el conde de Saint Germain, ministro francés de la Guerra en 1775-1777, «en el actual estado de cosas, los ejércitos sólo pueden estar formados por la escoria de la nación y por todos aquellos que son inútiles para la sociedad»8. Esa clase de personas tenía que utilizarse en formaciones que permitieran un control cercano y una constante supervisión e hiciesen hincapié en tácticas de infantería y caballería que organizaban a los hombres en líneas rectas en campo abierto. Los comandantes desdeñaban las tácticas de los merodeadores, que buscaban su propia protección y luchaban por iniciativa personal, pues las consideraban peligrosas e ineficaces. Si se daba a un soldado la oportunidad de esconderse de los ojos vigilantes del oficial o el sargento, ¿qué le impediría desertar? Sólo la disciplina dura y la práctica constante permitían maniobrar en la frágil línea de combate, que era en ese momento más delgada que antes, pues la infantería aprovechaba la descarga de fuego con sólo tres hombres en fondo y casi sin intervalos entre las filas. El miedo era un factor esencial para que las tácticas de Federico funcionaran sin impedimentos. Según afirmaba el propio rey: «Un ejército está compuesto en su mayor parte de haraganes e inactivos. A menos que el general los mantenga constantemente vigilados... esa máquina... no tardará en desintegrarse». «[El soldado] debe temer más a sus oficiales que a los peligros a los que se halla expuesto.»9 Teniendo en cuenta las limitaciones de este sistema, Federico lo elevó a sus cimas más altas. Heredó la infantería mejor entrenada de Europa, y cuando la caballería no logró igualar los niveles de su infantería, la apremió también a ponerse en forma mediante una instrucción implacable.
La clave para conseguir que este sistema funcionara fue el cuerpo de oficiales prusiano, el más profesional de Europa. Federico obligaba a sus jóvenes aristócratas a servir como oficiales, y una vez que ingresaban en el ejército, sólo la debilidad o la muerte podía liberarlos de él. Los oficiales franceses actuaban como unos aristócratas bastante independientes y pasaban gran parte del tiempo lejos de sus regimientos, pero los oficiales prusianos permanecían en sus unidades, pues eran ellos, y no sus sargentos, quienes supervisaban la instrucción y la administración. Además, los oficiales prusianos dirigían a sus soldados desde la primera línea. Para honrar a sus oficiales, Federico creó también con gran esmero una jerarquía social en la que primaban los militares; un simple teniente o capitán se situaba por delante de un alto funcionario civil.
Con aquel espléndido ejército, Federico arrebató a los Habsburgo la provincia de Silesia en la Guerra de Sucesión austriaca (1740-1748). Cuando el emperador Carlos VI (1711-1740) estaba próximo a morir, firmó numerosos acuerdos para garantizar la sucesión de su hija María Teresa. Todos se malograron, y la emperatriz tuvo que combatir contra vecinos ambiciosos, entre ellos Baviera, Sajonia, Francia y Prusia. En la guerra subsiguiente, Federico conquistó Silesia, pero también se ganó la enemistad imperecedera de María Teresa. Los objetivos y los logros del rey fueron limitados, pero el odio de la emperatriz no.
Riqueza, poder y conquista colonial
La lucha entre Federico y María Teresa enfrentó también a los franceses contra los británicos; aquéllos apoyaban a Prusia, éstos respaldaban a la asediada emperatriz. Una de las constantes de la política internacional a partir de 1688 fue la rivalidad entre Francia y Gran Bretaña, enzarzadas en una serie de conflictos denominados a veces segunda Guerra de los Cien Años. Durante las décadas centrales del siglo xviii, Francia y las fuerzas británicas chocaron en todo el mundo en enfrentamientos comerciales y militares por intereses importantes.
El conflicto ultramarino resultó ser, sin embargo, una contienda desigual debido a la preeminencia naval británica. Gran Bretaña gozaba de una ventaja decisiva sobre Francia, pues, por más que intentara mantener una armada, Francia seguía siendo esencialmente una potencia terrestre que requería un gran ejército continental. Los franceses, sometidos a largas y costosas guerras de desgaste, no podían permitirse mantener un gran ejército y una armada poderosa. Sin embargo, el dominio del mar permitió a los británicos ganar las luchas económicas del siglo xviii, pues quien dominaba el mar gobernaba también el comercio ultramarino. En el siglo xviii, los británicos se atuvieron a un modelo establecido en las guerras europeas, dedicando un ejército pequeño a las luchas en el continente y empleando, en cambio, su riqueza comercial para subvencionar alianzas continentales, mientras se servían de su ventaja naval para controlar las aguas de Europa y ganar las batallas por las colonias y el comercio marítimo.
A su vez, el poder colonial incrementó aún más el vigor económico de Gran Bretaña. Si el dinero es el nervio de la guerra, Gran Bretaña poseía una fuerza que nadie podía igualar. El elemento central de su pericia para librar guerras con éxito consistía en la capacidad del Estado para recaudar racionalmente los fondos necesarios mediante créditos a largo plazo y a bajo interés. La prueba más evidente de esa destreza era el Banco de Inglaterra, fundado en 1694; pero las auténticas fuentes de su fuerza eran más básicas: el comercio y la política. El Parlamento controlaba las finanzas del gobierno y representaba a aquellas clases de personas que se habían enriquecido con la tierra y el comercio y financiaban al Estado en sus guerras. Mientras los reyes eran célebres por no pagar sus deudas, el Parlamento no estafaba nunca en las suyas. Y como saldaba meticulosamente sus deudas, los plazos eran razonables, el interés bajo y los inversiones afluían, incluso, del extranjero. En cambio, un monarca absolutista como Luis XIV se negaba a renunciar a su poder sobre impuestos y finanzas, por lo que no lograba infundir la confianza que inspiraba el Parlamento. En el fondo, la fuerza militar y naval de Gran Bretaña nacía de su sistema político tanto como de su riqueza comercial o de la valentía de sus marineros y soldados.
Los británicos utilizaron su fuerza naval y económica para convertirse en la gran potencia colonial de la época, sustituyendo a los españoles, los holandeses y los franceses. En Sudamérica y en el Caribe, una España en declive otorgó crecientes privilegios comerciales a Gran Bretaña; en la India y América del Norte, los principales teatros de operaciones de las guerras coloniales del siglo xviii, Francia luchó con desesperación, pero sin éxito, para retener unas colonias ganadas con esfuerzo.
La India incluía fuertes Estados locales con culturas avanzadas, tradiciones militares antiguas y poblaciones numerosas, por lo que cualquier potencia europea que esperase dominar el subcontinente tenía que aliarse con los soberanos locales para expulsar a otros competidores europeos, y sacar partido a los conflictos locales para dividir y conquistar a los gobernantes indígenas. La práctica de la guerra en la India debe situarse, pues, en el contexto no sólo de las contiendas occidentales, sino también en el de las guerras y rivalidades indias. El éxito británico en la India iba a ser tanto una victoria de la diplomacia local como una gesta de armas.
Los europeos habían disfrutado desde hacía tiempo de una gran ventaja en el mar, donde sus barcos, que disparaban en andanadas, dominaban las olas, sobre todo cuando los holandeses, ingleses y franceses ocuparon el lugar de los portugueses como comerciantes europeos más destacados. Pero el poder marítimo no se transformaba fácilmente en poder en tierra, y, en cualquier caso, las compañías comerciales europeas instaladas en la India se interesaron en un primer momento por comerciar y no por conquistar. Los directores de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales calculaban el éxito en función de los beneficios y las pérdidas, y en 1677 insistían en que lo suyo eran «los negocios y no la guerra»10. Sin embargo, el éxito en el comercio requería establecimientos mercantiles en tierra, y la seguridad de esos puestos exigía fortificaciones modernas y soldados que las defendieran. Al final, los europeos lucharon por dominar el territorio tanto como el comercio, y la Compañía Inglesa de las Indias Orientales se benefició de los impuestos, además de sus actividades mercantiles. Para combatir tanto contra los gobernantes locales como contra sus adversarios europeos, los occidentales tuvieron que crear en la India sus propios ejércitos. Como el envío de soldados europeos a la India por vía marítima resultaba demasiado difícil y costoso, la respuesta la dieron los cipayos –tropas indias contratadas, armadas y entrenadas al estilo europeo–. Una vez formados y dirigidos adecuadamente, los cipayos demostraron su valía tanto frente a los soldados nativos indios como ante los europeos. Aunque no fueron los primeros en utilizarlos, la Compañía Inglesa de las Indias Orientales tuvo un gran éxito con los cipayos.
Las guerras entre las compañías francesas e inglesas de la India comenzaron en serio en 1744, con la Primera Guerra Carnática (1744-1748), y, una vez iniciadas, involucraron a fuerzas regulares europeas de tierra y mar. En 1746, el diestro gobernador francés Joseph Dupleix sitió y tomó la principal base británica de Madrás con el auxilio de una flota de Francia. Sin embargo, a pesar del fracaso de un asedio británico contra la base francesa de Pondichery, el Tratado de Aquisgrán devolvió Madrás a los británicos. La Segunda Guerra Carnática (1749-1754) siguió de inmediato a la primera cuando franceses y británicos se implicaron en conflictos locales indios. Dupleix volvió a demostrar su talento en la diplomacia y en la guerra, y los pretendientes respaldados por los franceses se establecieron como nababs de Karnataka, convirtiendo en la práctica a los franceses en los gobernantes del sudeste de la India. Así, el asalto inicial fue para los franceses, pero su éxito no iba a durar.
La guerra europea en América durante el siglo xviii fue muy diferente. Aunque tanto los británicos como los franceses utilizaron considerablemente a los nativos americanos como aliados, éstos sólo desempeñaron una función secundaria en los combates, lo cual contribuyó a que la lucha entre los europeos por el control de las Américas resultara poco concluyente. Así, los franceses perdieron Acadia a manos de los británicos en la Guerra de Sucesión española, aunque mantuvieron el control a lo largo de los ríos San Lorenzo y Misisipí. El siguiente conflicto, la Guerra del rey Jorge (1743-1748) –fase americana de la Guerra de Sucesión austriaca–, fue testigo en 1745 de la toma por los ingleses de la fortaleza francesa de Louisbourg, en la isla de Cap Breton. Sin embargo, el mismo Tratado de Aquisgrán que había devuelto Madrás a Gran Bretaña reintegró a sus propietarios originales todas las conquistas del Nuevo Mundo, y la disputa por Canadá siguió sin hallar una solución.
La campaña emprendida contra los americanos nativos resultó, sin embargo, más decisiva. La técnica y unas cifras de pobladores en aumento (en 1700 vivía en América un millón, por lo menos, de personas de origen europeo) dieron a los colonos grandes ventajas (véase el capítulo 8). En el siglo xviii, los nativos americanos sólo pudieron mantener su posición en los márgenes de las fronteras de los asentamientos europeos –y ni siquiera por mucho tiempo–. Los combates eran implacables y ambas partes guerreaban con crudeza, pero el resultado era previsible. Mientras franceses e ingleses lucharon entre sí, los nativos pudieron encontrar aliados en alguno de los dos bandos, pero la eliminación de Nueva Francia en 1763 (véase infra) acabó con esta opción. La independencia de Estados Unidos dañó todavía más a los americanos nativos, pues los británicos habían respetado hasta cierto punto los territorios situados al oeste de los montes Apalaches, mientras que el nuevo Estado fue hostil desde sus inicios a las poblaciones nativas. La propia Declaración de Independencia condenaba a los americanos nativos como «indios salvajes y despiadados cuyo criterio para hacer la guerra es una destrucción indiscriminada de personas de cualquier edad, sexo y condición». Con actitudes como ésta, no es de extrañar el acoso a los indios practicado por Estados Unidos en su primer siglo de existencia.
La Guerra de los Siete Años
Este periodo de práctica mercantilista de la guerra alcanzó su culminación en la Guerra de los Siete Años (1756-1763), un conflicto auténticamente mundial con consecuencias duraderas librado en Europa, América del Norte y el sur de Asia. En Europa, Federico el Grande, aliado ahora con los británicos, tuvo como único propósito apoderarse de Silesia; su objetivo era limitado y le habría convenido ajustar sus esfuerzos a su intención. Sin embargo, María Teresa decidió castigar a Federico casi a cualquier precio por haberle «robado» Silesia y, aliándose con Rusia y Francia, estuvo a punto de aplastar al monarca prusiano. Esto obligó a Federico a aplicar un esfuerzo ilimitado a su limitada causa.
El año 1757 contempló los máximos hechos de armas de Federico. Una importante ofensiva francesa contra él concluyó en desastre el 5 de noviembre en Rossbach, donde Federico destruyó un ejército francogermano dos veces más numeroso que el suyo. Pero, mientras se ocupaba de su enemigo en el oeste, los austriacos invadieron Silesia, por lo que al cabo de sólo una semana sus tropas salieron de Leipzig y recorrieron en dieciséis días los casi 320 kilómetros que le separaban de Parchwitz, desde donde avanzó con 36.000 soldados al encuentro del ejército austriaco de unos 80.000 hombres capitaneado por Carlos Alejandro, príncipe de Lorena. Cuando Carlos supo que Federico se acercaba, adoptó una posición defensiva en torno a la localidad de Leuthen, pero unas colinas boscosas ocultaban su línea de ocho kilómetros de longitud que corría de norte a sur. La mañana del 5 de diciembre Federico marchó contra la posición austriaca; luego, aprovechando las colinas para ocultar sus columnas, giró hacia el sur y concentró su ejército, más reducido, contra el flanco izquierdo de la línea austriaca. Sus hombres se movieron con tanta rapidez y se desplegaron con tal precisión de columna de marcha a línea de combate que pillaron completamente desprevenido al flanco austriaco. Hacia la una de la tarde, las tropas de Federico penetraron con un fuerte apoyo artillero en el flanco austriaco y, a continuación, se encaminaron hacia el norte, arrollando la oposición del adversario. Algunos de sus mosqueteros hicieron 180 disparos. Al concluir la jornada, los austriacos habían perdido a 10.000 hombres, muertos o heridos, además de 21.000 prisioneros, un número de bajas aproximadamente igual al tamaño de todo el ejército de Federico. Napoleón dijo sobre aquel enfrentamiento: «La batalla de Leuthen es una obra maestra de movimientos, maniobras y resolución. Basta ella sola para inmortalizar a Federico y situarlo en las filas de los más grandes generales»11.
Rossbach y Leuthen salvaron, quizá, a Prusia, pero la guerra se arrastró durante seis años más. Desde finales de 1740 y a lo largo de la Guerra de los Siete Años, los enemigos de Federico mejoraron sus armas, sus tácticas y su administración. Así, el Código de Infantería ruso de 1755 remedó abiertamente las tácticas prusianas; su artillería mejoró en velocidad y precisión al procurarse cañones mejores y realizar ejercicios prolongados; y la adopción de un mejor sistema de abastecimiento contribuyó a reducir el tren de bagajes del ejército, dándole mayor movilidad y menor apariencia de ejército oriental. Un dato de importancia aún mayor fue que Austria reformó sus fuerzas armadas tras su derrota en la Guerra de Sucesión: la infantería adoptó un manual de instrucción normalizado, mejoraron el adiestramiento y el equipo, se creó una academia militar en Wiener Neustadt, la artillería experimentó una amplia reforma que incluía un nuevo diseño de los cañones que igualó o superó los criterios prusianos, el cuerpo de oficiales se abrió a los plebeyos, y en 1758 se instituyó un Estado Mayor. Finalmente, el principal comandante austriaco, el mariscal Leopold von Daun, constató (en palabras de uno de sus ayudantes de campo) que el rey de Prusia «lanzaba siempre sus ataques contra uno de los dos flancos del ejército contra el cual se dirigía, [por lo cual] es necesario planear, sencillamente, una respuesta adecuada»12. Y así, finalmente, superado por los recursos y la inventiva de sus poderosos enemigos a pesar de su genialidad en el campo de batalla, Federico estuvo a un paso de su destrucción. A finales de 1761 no logró ver una salida y se retiró a Berlín, donde se hundió en la desesperación; sin embargo, le salvó la muerte de su inveterada enemiga, Isabel de Rusia, ocurrida en enero de 1762, pues su sucesor Pedro III favoreció a los prusianos. Prusia salió de la guerra exhausta pero intacta.
Para Francia, unida en una insólita alianza a su enemigo tradicional, la Austria habsburguesa, la fase europea de la Guerra de los Siete Años fue un extraño conflicto librado sin mucha determinación y con poco éxito. Pero si los franceses tenían poco que perder o que ganar en el continente, Luis XV (1715-1774) apostó mucho en ultramar. En América del Norte, la antigua animosidad entre franceses y británicos llevó a un enfrentamiento definitivo: la guerra franco-indígena (1754-1763). Con la llegada de una fuerza británica capitaneada por los generales Jeffrey Amherst y James Wolfe a las puertas de Louisbourg en junio de 1758, la victoria de Gran Bretaña fue una realidad cercana. Tras haber tomado la fortaleza, Wolfe atacó Quebec.
James Wolfe desembarcó con 9.000 soldados regulares británicos y 500 coloniales en la Île d’Orléans, justo aguas abajo de Quebec, los días 26 y 27 de junio e inició un duelo de tres meses con el gobernador francés, el marqués Louis Joseph de Montcalm. Wolfe probó varias vías de ataque, pero fue rechazado siempre por Montcalm. En septiembre, al acercarse el invierno, el comandante de la flota británica pensó preocupado en retirar sus barcos del río San Lorenzo antes de que se helara, por lo que Wolfe y sus generales de brigada recurrieron a una táctica arriesgada consistente en ascender por un estrecho sendero que, subiendo por la escarpadura, llevaba desde el río hasta los Llanos de Abraham, al suroeste de la ciudad. La senda era tan abrupta que los franceses la consideraron inaccesible y la mantuvieron escasamente vigilada. Mediante una combinación de destreza y suerte, los británicos llevaron a cabo aquella hazaña en la noche del 12 al 13 de septiembre de 1759. A la mañana siguiente, Wolfe había reunido en la llanura 4.800 soldados.
Montacalm decidió en ese momento presentar batalla con 4.500 hombres, pues Quebec sólo tenía provisiones para dos días y apenas podía resistir un asedio. Tras disponerse ambos ejércitos para el combate, los franceses avanzaron a las diez de la mañana. En ese momento, Wolfe, que había mandado a sus hombres echarse cuerpo a tierra para protegerlos de los merodeadores franceses, les ordenó ponerse en pie y marchar de frente. Cuando se hallaban a 20 metros de distancia, los británicos abrieron fuego por descargas contra los franceses, que rompieron la formación. El fuego disciplinado de los británicos decidió la breve batalla en quince minutos. Los británicos siguieron adelante mientras los franceses se retiraban a la ciudad. Durante la lucha, Wolfe fue herido en tres ocasiones, y la última bala puso fin a su vida; Montcalm murió también aquella tarde por la herida causada por una bala de cañón durante la retirada francesa. Al carecer de suministros, los franceses entregaron Quebec el 18 de septiembre, y la armada británica se retiró tras haber aprovisionado la ciudad. Los franceses sitiaron Quebec en la primavera de 1760, pero la oportuna llegada de otra escuadra británica al San Lorenzo salvó la guarnición y obtuvo Canadá para los británicos, quienes a partir de ese momento fueron dueños de toda América del Norte, desde Georgia hasta Terranova y los territorios de Illinois a lo largo del Misisipí.
Entretanto, en la India, la Compañía Inglesa de las Indias Orientales desbancó a la francesa Compagnie des Indes. La guerra en la India tuvo su propio impulso, igual que en América del Norte, y dependió sólo en parte de lo que sucedía en Europa. En 1765, el nabab de Bengala se apoderó de la base comercial británica de Calcuta y condenó a los supervivientes a la abarrotada prisión, tristemente famosa, conocida como «el Agujero Negro». A comienzos del año siguiente, Robert Clive recuperó la ciudad y, a continuación, marchó hacia el interior del país con 1.100 soldados europeos y 2.100 cipayos para derrotar el 23 de junio, en Plassey, al ejército del nabab, compuesto por 50.000 hombres. Si Clive ganó la batalla aquel día no fue tanto porque su ejército luchó mejor, cuanto por el hecho de que los aliados y los generales del nabab abandonaron a éste. En 1760, los franceses entregaron Pondichery, y aunque el Tratado de París les devolvió la ciudad, nunca recuperaron su posición de conjunto. Finalmente, un ejército de la Compañía de las Indias Orientales a las órdenes de Hector Munro derrotó a otra fuerza india en Buxar el 23 de octubre de 1764. Esta reñida batalla consiguió para la Compañía las ricas provincias de Bengala, Bihar y Orissa, que utilizaría como palanca para hacerse con el control del subcontinente. La Compañía formó entonces un gran ejército de cipayos reclutados entre la numerosa población controlada por ella y pagados con los principescos ingresos que recaudaba a modo de tributo entre las poblaciones nativas.
La Guerra de los Siete Años compendió en gran medida una época. Una época en la que las necesidades militares configuraron gobiernos y en la que la guerra determinó el destino de Estados enteros en Europa, mientras difundía y definía el dominio occidental en todo el globo. Sin embargo, la naturaleza de los conflictos europeos iba a cambiar a partir de 1763: las guerras de los Estados dinásticos darían paso a enfrentamientos bélicos entre naciones sostenidos con una dedicación más intensa y con instrumentos militares nuevos.
1 Tomado de Paul Sonnino, Louis XIV and the origins of the Dutch War, Cambridge, 1989, p. 172.
2 Archives de Guerre, Service Historique de l’Armée de Terre, Vincennes, Francia, A1 1041, #303, Luis XIV al mariscal Catinat, 21 de julio de 1691.
3 Behr, citado en Christopher Duffy, The Fortress in the Age of Vauban and Frederick the Great, I660-1789, Londres, 1985, pp. 13-14.
4 Luis XIV, en una memoria impresa en Camille Rousset, Histoire de Louvois, I, París, 1862, p. 517;
5 Carl von Clausewitz, citado en Jean Berenger, Turenne, París, 1987, p. 514.
6 Kara Mustafá, citado en Duffy, The Fortress, p. 233.
7 Pedro I, citado en Christopher Duffy, Russia’s Military Way to the West, Londres, 1981, p. 24.
8 Saint Germain, citado en M. Delarue, «L’education politique à l’armée du Rhin, 1793-1794», en Memoire de maîtrise, Université de Paris-Nanterre, 1967-1968.
9 Federico, citado en Frederick the Great on the Art of War, ed. de Jay Luvaas, Nueva York, 1966, p. 74, y J. F. C. Fuller, A Military History of the Western World, II, Nueva York, 1957, p. 196.
10 Directores, citados en G. Parker, The Military Revolution, Cambridge, 1988, p. 133.
11 Napoleón, citado en Fuller, Military History, pp. 213-214.
12 Coronel Horace St. Paul, citado por J. M. Black, European Warfare, 1660-1815, Londres, 1994, p. 65.