1494-1660
IX. La guerra dinástica
Geoffrey Parker
La revolución en el diseño de las fortalezas, la mayor confianza en la potencia de fuego en combate y el incremento del tamaño de los ejércitos durante los cien años que van de 1530 a 1630 (véase el capítulo 6) transformaron la práctica occidental de la guerra. Por un lado, las hostilidades afectaban ahora a más personas (tanto de manera directa, por el aumento del número de soldados, como indirecta, al acentuarse el impacto de la guerra sobre la sociedad); por otro, los asedios superaron con mucho a las batallas. Según el experimentado militar francés Blaise de Monluc, que escribía a mediados del siglo xvi, el asedio constituía el aspecto «más difícil e importante»1 de la guerra; y según dijo un siglo más tarde Roger Boyle, conde de Orrery: «Las batallas no deciden ahora los conflictos nacionales ni exponen a los países al pillaje de los conquistadores lo mismo que antes, pues en nuestras guerras nos parecemos más a zorros que a leones, y por cada batalla se organizarán veinte asedios»2.
El auge de los ejércitos profesionales
Además, las guerras se producían con mayor frecuencia que en el pasado, duraban mucho más y en ellas intervenía un número de hombres muy superior. Los siglos xvi y xvii fueron testigos de más actividades bélicas que casi cualquier otro periodo de la historia europea y, en conjunto, registraron un total global de sólo diez años de paz completa en todo el continente. Durante el siglo xvi, España y Francia estuvieron casi constantemente en guerra, mientras que en el siglo xvii, el Imperio otomano, los Habsburgo vieneses y Suecia guerrearon dos de cada tres años, España tres de cada cuatro, y Polonia y Rusia cuatro de cada cinco.
«Questo è il secolo de’ soldati» [«Éste es el siglo de los soldados»], escribía en 1641 el poeta italiano Fulvio Testi3. Todos los Estados mantenían, ciertamente, muchas más tropas que nunca. En la década de 1470, Carlos el Temerario de Borgoña había creado en los Países Bajos un ejército de apenas 15.000 hombres, mientras que, un siglo después, su descendiente Felipe II sostenía allí a 86.000. En 1640, el ejército español de los Países Bajos seguía superando los 88.000 soldados. Esta misma tendencia se daba en casi todas las demás regiones, y en el curso del siglo xvii fueron soldados entre diez y doce millones de europeos. La mayoría de aquellos ejércitos estaban formados por infantes en una proporción abrumadora: cuando Francisco I de Francia invadió Italia en 1525, el ejército francés de 32.000 hombres incluía tan sólo a 6.000 jinetes; y cuando Francia fue a la guerra contra los Habsburgo en 1635, se ordenó reclutar a 132.000 soldados de infantería, pero sólo a 12.400 de caballería.
En aquellas guerras en que predominaban los asedios y las escaramuzas y cuyos principales objetivos militares eran las ciudades fortificadas, y no los ejércitos de campaña, era perfectamente razonable reclutar más infantes que jinetes. Los soldados de a pie –y especialmente los mosqueteros– estaban muy cotizados tanto en las trincheras como en las murallas, mientras que los caballos eran, al parecer, más vulnerables al fuego de artillería que sus jinetes armados (muchos hombres perdían varias monturas en un único enfrentamiento). Finalmente, el cambio supuso también ventajas desde un punto de vista económico, pues con el mismo desembolso requerido para un solo caballero y su cabalgadura se podía reclutar, equipar y mantener a muchos soldados de a pie. Pero la transición generó también graves problemas.
El más serio fue que el sistema administrativo responsable de los nuevos ejércitos, más numerosos, y de la creciente extensión de las zonas de operaciones se mantuvo relativamente estático, mientras la burocracia militar (al igual que otros departamentos del Estado) sufría por el solapamiento de jurisdicciones, una flagrante falta de responsabilidad y unos conflictos paralizantes entre grupos de administradores rivales. Además, era sabido que los gobiernos reclutaban al comienzo de cada temporada de campaña muchos más soldados de los que podían pagar o, incluso, alimentar. Esta combinación de un control insuficiente y unos recursos inadecuados provocaba graves problemas de disciplina. La caballería solía proceder de la élite de la sociedad y sus miembros se entrenaban para el combate desde la infancia, por lo que era de esperar que soportaran grandes privaciones: pero la infantería, reclutada casi sin previo aviso y a veces contra su voluntad entre las profesiones civiles, solía adaptarse mal a la vida militar y expresaba su desaprobación desertando o amotinándose. En general, se adoptaron dos soluciones: recurrir a soldados profesionales contratados, e imponer un programa de disciplina y formación a los reclutas del país. En el siglo xvi predominó la primera, que sólo dio paso a la segunda de manera gradual.
La utilización de mercenarios fue común en la Edad Media, cuando formaciones enteras se ofrecían por contrato a cualquier Estado que les pagara, y esa práctica prosiguió en los primeros tiempos de la Edad Moderna. Empresarios de Suiza y el sur de Alemania, en particular, mantenían formaciones de soldados entrenados susceptibles de ser movilizadas a corto plazo. A la primera señal de agitación, los gobiernos suscribían un contrato con un empresario de capacidad demostrada en el cual se especificaba el número de soldados que se debían reclutar y armar, los salarios que se iban a pagar y el lugar y fecha de la primera revista. A veces, anticipándose al peligro (o, sencillamente, para impedir que las tropas fueran reclutadas por otro señor de la guerra), se pagaba un «adelanto» (Wartgelt, en alemán: «dinero a la espera») hasta que se llevara a efecto la movilización o hasta que pasase la crisis; pero en la mayoría de los casos se esperaba que los empresarios presentaran a sus hombres «en cuanto eran solicitados».
El sistema funcionaba, pues abundaban los empresarios capaces y bien dispuestos. Así, el caballero alemán Götz von Berlichingen (1489-1562) se especializó en dirimir querellas –propias o ajenas (a cambio de un tercio de las ganancias)–; sus memorias, tituladas Mein Fehd und Handlungen [Mis querellas y acciones], enumeraban treinta de ellas, resueltas con las bandas reclutadas por él (que sumaban hasta 150 hombres) en toda Alemania occidental. Otros contemporáneos suyos, miembros de la nobleza, con capacidad para disponer de mayores recursos, podían reclutar fuerzas más numerosas que las de Götz –un regimiento o, quizá, hasta dos o tres–, y algunos consiguieron movilizar un ejército entero a comienzos del siglo xvii. Durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), no menos de 100 empresarios militares ejercieron su actividad en Alemania en un momento determinado, cifra que pudo ascender a 300 en la década de 1630. Albrecht von Wallenstein reclutó un ejército de unos 25.000 hombres para el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico en dos ocasiones distintas (en 1625 y en 1631-1632), mientras que Bernardo de Sajonia-Weimar puso al servicio de Francia su ejército personal de 18.000 hombres en 1635. En el momento de la muerte de Bernardo, en 1639, los soldados no nacionales reclutados en el extranjero por empresarios constituían el 20 por 100 del ejército francés (que contaba aproximadamente con 125.000 hombres). En 1648, al final de la Guerra de los Treinta Años, el ejército de 70.000 hombres mantenido por Suecia en Alemania incluía a sólo 18.000 suecos.
La gran ventaja de contratar mercenarios era, por supuesto, que ya sabían cómo manejar sus armas y luchar en formación. Según observaba un autor militar francés en la década de 1540, «se confía» en los mercenarios extranjeros «más que en ningún otro, y sin ellos no tendríamos valor para emprender la menor acción»4. Sin embargo, en momentos críticos podían resultar poco fiables y negarse a combatir si se les llevaba demasiado lejos, si encontraban a compatriotas entre las fuerzas alineadas contra ellos, o (sobre todo) si su paga sufría algún atraso. Además, la ventaja de su experiencia se iba desmoronando a medida que proseguían las hostilidades, pues no sólo se reducía su número debido a las bajas, sino que la calidad de las levas nativas mejoraba también con el paso del tiempo.
Varios factores contribuyeron a la creciente profesionalización de los reclutas locales. La mayoría de los gobiernos introdujeron medidas preventivas contra el miedo, como los uniformes, la música marcial y los regimientos permanentes, con sus propios ejes de lealtad. Así, en 1534, Carlos V organizó un regimiento permanente de españoles (denominado «tercio») en sus tres posesiones italianas: Nápoles, Sicilia y Lombardía. Cada uno de ellos exhibía enseñas y colores propios, sus propios capellanes y policías militares y sus equipos de músicos y socorro médico (los primeros superaban a los segundos en una proporción de veinticinco a tres), con la intención expresa de estimular las mismas tradiciones duraderas y las orgullosas lealtades a la unidad que habían caracterizado a las legiones del Imperio romano. La estratagema funcionó. Cuando el tercio de Lombardía, de servicio entonces en los Países Bajos, fue disuelto en 1589 por insubordinación y los oficiales destrozaron sus galones y desgarraron sus estandartes, «puesto que, si ya no representaban a Su Majestad el Rey, tampoco eran acreedores en adelante a la veneración y cuidado en que se los había tenido hasta entonces»5, todo el ejército español se quedó estupefacto, pues el tercio tenía fama de ser «padre de los demás y seminario de los mayores soldados vistos en nuestro tiempo en Europa»6.
Enseñas, uniformes y pertrechos
Otros Estados siguieron pronto el rumbo marcado por los austrias y crearon sus propios regimientos semipermanentes orgullosos de sus enseñas corporativas. A finales del siglo xvi, la mayoría de los comentaristas militares calculaba el resultado de un enfrentamiento no por el número de muertos, sino por el de estandartes que habían cambiado de mano. Sin embargo, hasta entonces no se había realizado ningún esfuerzo para regular la indumentaria. Algunos pensaban que los uniformes se parecían a las libreas de los criados y, por tanto,
nunca entre la infantería española ha habido premática para vestidos y armas, porque sería quitarles el ánimo y el brío que es necessario que tenga la gente de guerra... Siendo las galas, las plumas y los colores lo que alienta y pone fuerzas a un soldado para que con ánimo furioso acometa cualesquier dificultades y empresas valerosas7.
Otros citaban el ejemplo de don Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba y, quizá, el general más famoso del siglo xvi, «que en su persona, de ordinario en todas las ocasiones que se hallaua, trahía el vestido de azul muy claro, hasta el sombrero que se ponía en la cabeça, y con muchas plumas, para ser conocido», y sostenía que 10.000 soldados esplendorosamente ataviados con colores contrastados parecerían más peligrosos que 20.000 vestidos todos de negro, «como ciudadanos y boticarios»8.
Sin embargo, ningún ejército de la época del duque de Alba tenía la capacidad de vestir a 20.000 hombres con un único color, por no hablar con un solo estilo, pues la producción masiva de atuendos uniformados constituía un imposible. Además, aunque los hombres iniciaran una campaña con ropa de igual color y diseño, serían pocos los que siguieran llevándola al final de la misma. Robert Monro, coronel de un regimiento escocés que prestaba servicio en Alemania, realizó marchas por un total de 4.800 kilómetros (según sus propios cálculos) entre 1629 y 1633. Durante las guerras civiles inglesas, el rey Carlos I recorrió con su ejército unos 1.600 kilómetros entre abril y noviembre de 1644, mientras que, en los tres años siguientes a septiembre de 1642, su sobrino y principal comandante, el príncipe Ruperto del Rin, cambió 152 veces el emplazamiento de su ejército, marchó durante toda la noche en nueve ocasiones, durmió a la intemperie siete noches y sostuvo once batallas y sesenta y dos escaramuzas.
En tales condiciones, no se tardaba mucho en echar a perder casacas, botas y bombachos, según descubrió un soldado que combatía en los Países Bajos una noche de 1633:
Para protegerme del suelo frío y húmedo sólo tenía un pequeño fardo de lino que se había mojado... Así, con las botas llenas de agua y envuelto en mi capote húmedo, me tumbé encogido como un erizo, y al apuntar el día presentaba el aspecto de una rata ahogada9.
Unos hombres vestidos con ropas raídas o dañadas como éstas necesitaban sustituirlas tomándolas de cualquier procedencia a su alcance: camaradas caídos, civiles (por compra o saqueo), y hasta el propio enemigo. Así, en 1651, se impartieron órdenes para que un regimiento de guardias de corps escoceses «dispusiera de casacas del mismo color»10, pero cuando un barco de suministros que transportaba uniformes de recambio para sus adversarios ingleses fue desviado de su rumbo y apresado, ¡los escoceses los utilizaron encantados!
Era imprescindible, por tanto, que los comandantes proporcionaran oficialmente a sus arlequinadas tropas marcas distintivas –habitualmente bandas de colores, una cinta o una pluma–. Así, los soldados de los Habsburgo, tanto españoles como austriacos, llevaban siempre una insignia roja, mientras que los de Francia la llevaban azul, los de Suecia amarilla, y los de la República de Holanda naranja. Cuando se unían tropas de más de un ejército se requería algún denominador común adicional: en la batalla de Breitenfeld (1631), los aliados sajones y suecos tomaron una rama con hojas o un helecho de un bosque que atravesaron de camino al campo de batalla y se colocaron aquella señal en el sombrero, mientras que, en Marston Moor (1644), las tropas conjuntas del Parlamento y Escocia recibieron órdenes de llevar puesto algo blanco. Pero la situación cambió pronto. Cuando, en 1645, el comandante en jefe de los ejércitos imperiales cursó a los pañeros austriacos una orden para suministrar uniformes a 600 de sus hombres, adjuntó una muestra del material exacto y especificó el color que debían copiar. También envió modelos de cuernos para pólvora y cartucheras a fin de que los proveedores locales los manufacturaran en masa. Tras la creación de regimientos permanentes que generaron una demanda constante y predecible, fue posible, por fin, imponer la uniformidad.
El mismo proceso afectó al abastecimiento de armas. Aunque la normalización exacta importaba relativamente poco en el caso de las espadas y los arcos, era esencial para el uso eficaz de las armas de fuego. Roger Boyle se quejaba de que, durante la campaña irlandesa, en la década de 1640, sus mosqueteros estuvieron a punto de perder una batalla porque la munición suministrada era de un calibre demasiado grande para las armas disponibles, de modo que algunos hombres «se vieron obligados a rebajar gran parte del plomo royéndolo, [mientras que] otros recortaron las balas, con lo cual se perdió mucho tiempo [y] el alcance de los proyectiles fue menor»11. Como en el caso de las prendas de vestir, el problema radicaba en parte en la necesidad de garantizar que tanto los recambios como los suministros iniciales respondieran a una única norma; además, al igual que con la ropa, la necesidad de repuestos podía ser considerable. Sir Ralph Hopton, comandante realista durante la Guerra Civil inglesa, se quejaba enfurruñado en 1643: «Es inconcebible lo que estos tipos están haciendo constantemente con sus armas; parece que las gastan con la misma rapidez que su munición». Hopton no tardó en tener motivos para nuevas quejas cuando se descubrió que, en un cargamento de 1.000 mosquetes importados de Francia para sus tropas, había «entre sesenta y ochenta calibres distintos –varios de pistola, varios más de carabina, algunas piezas pequeñas para caza de aves y todo un cúmulo de basura–»12. Es evidente que una situación así no podía tolerarse, y una demanda constante y considerable condujo poco a poco, como en otras guerras de la época, a la producción y distribución de armas normalizadas.
De los cuadros a las líneas
Pero las armas de fuego, homologadas o no, no podían utilizarse con la máxima eficacia si no se introducían cambios drásticos en el método de despliegue de la infantería en acción. Representaciones de batallas del siglo xvi, junto con las listas de enrolamiento conservadas, muestran claramente una transición. Las formaciones compactas de infantería, compuestas en general por piqueros que combatían en «cuadros» (de manera parecida a una falange griega), con unas pocas filas de tiradores arremolinados en los márgenes hasta que se producía la «arremetida de las picas», dieron paso a las formaciones lineales, integradas en gran parte por mosqueteros protegidos por unas pocas filas de piqueros. El cambio parece sencillo, pero transformó la vida del soldado de infantería.
En la batalla de Fornovo, por ejemplo, librada en julio de 1495, alrededor de 10.000 soldados (junto con unas 6.000 personas que acompañaban al campamento), comandados personalmente por Carlos VIII de Francia, se abrieron paso a través de un ejército italiano dos veces más numeroso, por lo menos, alineado en un desfiladero del río Taro. Más de la mitad del ejército estaba formada por caballeros. La acción comenzó hacia las 8 de la mañana con un duelo artillero, se interrumpió cuando la lluvia humedeció la pólvora y prosiguió unas dos horas después con dos cargas de la caballería italiana en sendos puntos. Ambas fracasaron, sobre todo porque la lluvia había convertido el Taro en un torrente embravecido, y el terreno circundante en una ciénaga resbaladiza nada apta para realizar maniobras montadas. Al retroceder la caballería italiana, los franceses avanzaron en formación cerrada sin dar cuartel y mataron a todos cuantos hallaron en su camino. Los caballeros caídos quedaron aprisionados e indefensos en sus armaduras, mientras los vencedores recorrían el campo de batalla, les rompían las viseras de las celadas con sus hachas y les tajaban la cabeza o les cercenaban la garganta; quienes visitaron más tarde el campo de batalla observaron que la mayoría de los cadáveres presentaban una herida de arma blanca en la garganta o en el rostro. El número de soldados muertos pudo ser de 3.000 italianos y 200 franceses, y Carlos VIII condujo sus tropas con seguridad de vuelta a Francia.
Al margen del mayor número de participantes y de la función más activa de la infantería, las batallas de comienzos del siglo xvi fueron, en general, parecidas a la de Fornovo. En Marignano (1515), Mühlberg (1547) y San Quintín (1557), el desenlace se decidió con relativa rapidez; la potencia de fuego tuvo escasa importancia en el resultado; cada hombre elegía a su adversario más o menos a su antojo. Y aunque en Bicocca (1522) y Pavía (1525) la potencia de fuego de la infantería desempeñó un papel decisivo en la derrota de las formaciones de piqueros suizos, el terreno abrupto y las fortificaciones de campaña supusieron una ayuda esencial: el uso de las armas de fuego en el campo de batalla se hallaba aún en su infancia en la primera mitad del siglo xvi.
La principal guerra del periodo siguiente –el conflicto que arrasó y acabó dividiendo los Países Bajos entre 1568 y 1648– no tuvo apenas batallas. En cambio, los comandantes de las fuerzas gubernamentales, empezando por el duque de Alba, adoptaron una «estrategia de apisonadora» contra los rebeldes, dirigidos por el príncipe de Orange, e intentaron ganarles por la mano sin entablar combate. En palabras de un comandante del teatro de operaciones:
El duque ha trabajado espetialmente en resistir a los coditiosos de pelear sin consideratión que el vencer es un arbitrio de fortuna, la qual suele ayudar a los malos por llevarse sola las gratias. Si Orange fuera un rey tan poderoso que pudiera sustentar tal exército más tiempo, de parecer fuera que combatiremos, pero, seyendo cierto que la falta del dinero le dessaría, y que no podría tornarse a rehacer, no lo e sido13.
Pero el tiempo era un factor esencial: a menos que se pudiera derrotar al enemigo en una sola campaña, surgían serios problemas. Así, en 1572, Orange organizó una gran invasión de los Países Bajos que concitó un amplio apoyo popular. Y a pesar de una afortunada campaña en la que se recuperaron por fuerza o por miedo nueve décimas partes de la zona sublevada, al acabar el año seguían en rebelión veinticuatro ciudades fortificadas de las provincias marítimas de Holanda y Zelandia. Según las amargas quejas de Alba, a pesar de que mandaba una fuerza de unos 60.000 hombres,
suficiente número de gente es para conquistar muchos reinos; pero no lo es para allanar tan grandes herejías y malas voluntades como hay en todas las villas rebeladas, porque Vuestra Magestad sea cierto que, si no es donde tengo guarnición, que de todo lo demás puedo hacer poca cuenta14.
El ejército de campaña del duque se había reducido a sólo 12.000 hombres (insuficientes para poner sitio a una sola ciudad, por no hablar de veinticuatro); y después de nueve meses de servicio ininterrumpido en campaña y sin paga, la moral de aquellos hombres tendía al motín. Y lo peor de todo era que el coste de la descomunal máquina militar del duque de Alba superaba con mucho los ingresos de su señor, Felipe II –ingresos que debían sostener muchas otras empresas (entre ellas una ofensiva naval a gran escala contra los turcos en el Mediterráneo), además de la guerra de Holanda–. No es de extrañar que, en julio de 1573, la infantería española, que había estado en activo sin interrupción durante quince meses, se amotinara porque no se le habían pagado sus soldadas (dos años enteros, en total). La rebelión de Flandes siguió adelante (véase página 116).
El auge del mosquete
Una de las innovaciones más importantes introducidas por el duque de Alba en respuesta a ese tipo de guerra de desgaste consistió en incrementar la potencia de fuego de sus tropas. En la década de 1550, había adjuntado en Italia a cada compañía cierto número de hombres equipados con mosquetes, un arma tan pesada que sólo se podía disparar utilizando una horquilla de apoyo, pero que descargaba una bala con tanta fuerza (según Humphrey Barwick, autor inglés de temas militares) que podía atravesar una armadura de placas a 180 metros de distancia (aunque la mayoría de esas armas causaban probablemente escasos daños a más de 65 metros). El mosquete ofrecía, pues, grandes ventajas, tanto en las escaramuzas como, todavía más, en la guerra de trincheras en torno a las ciudades sitiadas, predominante en las guerras de Flandes. Alba mejoró, por tanto, la potencia de fuego de su infantería agregando a cada tercio dos compañías enteramente equipadas con armas de fuego: en 1571, una revista de los tercios españoles en los Países Bajos mostraba, para un número total de 7.509 hombres, una composición de 450 oficiales, 596 mosqueteros, 1.505 hombres armados con arcabuces más ligeros, y el resto con picas –una proporción de dos «tiradores» por cada cinco picas–. Sin embargo, en 1601, al cabo de sólo treinta años, otra revista de los tercios españoles en Holanda presentaba, para una fuerza total de 6.001 hombres, 646 oficiales, 1.237 mosqueteros, 2.117 arcabuceros, y el resto piqueros –una proporción de tres «tiradores» por cada pica–. Otros ejércitos imitaron pronto su ejemplo.
Este espectacular cambio en los arsenales provocó otros igualmente impresionantes en la táctica. Algunos comandantes españoles experimentaron sistemas tácticos ideados para conseguir una potencia de fuego óptima, pero ninguno funcionó tan bien como las innovaciones introducidas por Mauricio de Nassau, hijo del príncipe de Orange derrotado por el duque de Alba en 1568. En la década de 1590, Mauricio comenzó a iniciar a sus tropas en la realización de determinados «ejercicios» –formar y rehacer filas, practicar instrucción y desfilar–, según las propuestas de los autores romanos. Guillermo Luis de Nassau, primo de Mauricio, se percató, leyendo la Táctica de Eliano en 1594, de que, si hacía rotar las filas de mosqueteros, podía reproducir la granizada continua de disparos lograda por los lanzadores de jabalina y los honderos. Mediante esta estratagema se superaba el principal punto débil del mosquete de avancarga –su baja tasa de fuego–, pues una formación de infantería desplegada en una serie de filas en las que los primeros disparaban a la vez y, luego, retrocedían para recargar mientras los demás realizaban la misma operación produciría una granizada continua de fuego mortífero.
La innovación de la descarga de fuego tuvo repercusiones decisivas sobre las tácticas de combate. En primer lugar, a partir de ese momento los ejércitos tuvieron que desplegarse durante la batalla, tanto para maximizar el efecto de los disparos como para reducir al mínimo el blanco ofrecido a los proyectiles recibidos. De este modo se consiguió una significativa «economía de escala», pues el despliegue lineal de las tropas ponía a muchos más soldados en situación de matar enemigos.
También esto tuvo consecuencias importantes. Para empezar, la transformación de un cuadrado de piqueros, que podía llegar a cincuenta en fondo, en una línea de mosquetería de a diez soldados en fondo (o menos) exponía al terror del combate cuerpo a cuerpo a un número de hombres muy superior y exigía de cada soldado individual mucho más valor, competencia y disciplina. En segundo lugar, daba una gran relevancia a la capacidad de toda la unidad táctica para realizar los movimientos necesarios para disparar descargas cerradas con rapidez y al unísono.
La solución a ambos problemas era, por supuesto, la práctica: los soldados debían adiestrarse para disparar, realizar contramarchas, cargar y maniobrar todos a la par. Los condes de Nassau dividieron, por tanto, su ejército en formaciones mucho menores –las compañías se redujeron de 250 hombres con once oficiales a 120 con doce; y los regimientos de 2.000 y más soldados dieron paso a batallones de 580–, a las que enseñaron a realizar ejercicios. Otro primo de Mauricio, el conde Juan de Nassau, ideó un instrumento nuevo y decisivo de adiestramiento militar: el manual de instrucción, y en 1616 abrió la primera academia militar propiamente dicha de Europa, la Schola Militaris, en su capital de Siegen, en Alemania occidental, con el fin de educar a los caballeros jóvenes en el arte de la guerra. La preparación duraba seis meses y se realizaba con armas, armadura, mapas, maquetas en relieve y otros medios auxiliares de instrucción proporcionados por la escuela. Su primer director, Johann Jacob von Wallhausen, publicó varios manuales de práctica bélica, basados todos ellos explícitamente en la práctica holandesa (el único sistema enseñado en Siegen).
Los «ejercicios» de Nassau se difundieron rápidamente por Europa –en especial por la Europa protestante– gracias a los innumerables extranjeros que acudieron a servir en el ejército holandés, a los múltiples autores de tratados militares que los describieron (y a veces los ilustraron) y al suministro de instructores militares holandeses a Estados extranjeros amigos (el propio conde Juan realizó una breve visita a Suecia). Su fama se extendió también hasta el otro lado del Atlántico. La Compañía de Virginia de Londres reclutó activamente a ingleses para el ejército holandés y nombró para puestos de mando a quienes aceptaran sus condiciones: todos los gobernadores de Virginia entre 1610 y 1621 habían servido como oficiales a las órdenes de Mauricio de Nassau. Muchos dirigentes de otras colonias inglesas habían combatido también al servicio de los holandeses, entre ellos Miles Standish, que comenzó a entrenar a sus fuerzas al estilo holandés en cuanto desembarcaron del Mayflower en Plymouth; John Winthrop, que confió las cuatro compañías de la milicia de la bahía de Massachusets a los veteranos del ejército holandés a quienes había convencido para que se unieran a él; y Thomas Dudley, que organizó las defensas de los puritanos de la Isla Providencia en el Caribe. En toda la América inglesa, los colonos fueron comandados durante la primera mitad del siglo xvii por veteranos del ejército holandés.
Sin embargo, en los Países Bajos no se constató plenamente el valor de la reforma militar llevada a cabo por la familia Nassau, pues el ejército holandés se expuso en contadas ocasiones a la prueba suprema de la batalla. Es verdad que Mauricio y sus primos mostraron gran interés por las tácticas de combate –el conde Guillermo Luis escribió un tratado sobre la batalla de Cannas, librada el año 216 a.C. (veáse página 10), y el orden de combate en líneas fue ideado en parte para imitar la maniobra envolvente de Aníbal–, pero el ambiguo resultado de sus dos enfrentamientos en campaña (en Turnhout en 1597, y en Nieuwpoort en 1600) da a entender que todavía no se había llegado a dominar la fórmula para la victoria total. Las primeras batallas de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) se parecieron, incluso, mucho a las del siglo anterior, con grandes falanges de infantería y caballería dispuestas en forma de tablero de ajedrez. En 1631, sin embargo, el rey Gustavo Adolfo de Suecia demostró toda la capacidad de la descarga de fuego y las formaciones en línea. En primer lugar, gracias a la instrucción y la práctica constantes, el monarca sueco mejoró a lo largo de la década de 1620 la velocidad de recarga de sus mosqueteros, hasta el punto de que bastaron seis filas (en vez de las diez requeridas en el ejército holandés) para mantener una barrera de fuego constante. El rey se sentía tan seguro al respecto que realizó, incluso, demostraciones personales ante unidades recién reclutadas sobre el modo de disparar un mosquete de pie, de rodillas y hasta cuerpo a tierra. En segundo lugar, la potencia de fuego de los suecos aumentó considerablemente al complementarse con la artillería de campaña. Mientras el ejército holandés había desplegado sólo cuatro piezas de campaña en Turnhout, y únicamente ocho en Nieuwpoort, Gustavo Adolfo llevó consigo ochenta al invadir Alemania en 1630. Los calibres para todos los cañones eran sólo tres (24, 12 y 3 libras), y algunas balas disponían de cartuchos preparados de antemano para una carga más rápida. Las piezas de 3 libras podían disparar, por tanto, hasta veinte proyectiles a la hora –no mucho menos que un mosquetero–. Finalmente, Gustavo entrenó también a su caballería para cargar hasta el fondo con la espada, en vez de escaramuzar con pistolas y carabinas (como prefería hacer la mayoría de los jinetes alemanes).
La batalla de Breitenfeld
La batalla de Breitenfeld, sostenida a las afueras de Leipzig el 17 de septiembre de 1631, demostró convincentemente la superioridad del nuevo sistema militar. Un ejército veterano al servicio del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, formado por 10.000 hombres a caballo y 21.400 a pie y mandado por un general experto que había realizado con éxito operaciones anteriores (el conde Tilly), se desplegó en cuadros de treinta hombres de frente por cincuenta de fondo apoyado por veintisiete cañones de campaña. Los suecos y sus aliados protestantes disponían, en cambio, de cincuenta y un cañones pesados, mientras que cada regimiento sueco incluía una batería de cuatro piezas ligeras de campaña. Sus 28.000 infantes formaban en seis filas, cubiertos por 13.000 soldados de caballería. Al final, las tropas alemanas que luchaban con Gustavo se vinieron abajo pasada la primera hora, pero la reserva sueca avanzó en perfecto orden y ocupó su lugar. En la segunda hora de combate murieron cerca de 8.000 soldados imperiales (la mayoría bajo el fuego de los cañones suecos), y otros 9.000 cayeron presos o desertaron; todavía fueron más las bajas sufridas en la retirada precipitada que se produjo a continuación. El ejército imperial perdió en total dos tercios de sus hombres, 120 estandartes de regimientos y compañías y todos sus cañones. Tilly, el comandante derrotado, se derrumbó y deambulaba pasmado por su cuartel general, «completamente perplejo y, al parecer, desalentado, incapaz de dar un consejo resuelto, sin saber cómo salvarse, abandonando una propuesta tras otra, no decidiendo nada y viendo sólo grandes dificultades y peligros»15. Durante los seis meses siguientes, casi toda Alemania cayó en manos de Gustavo y sus aliados al no haber un ejército enemigo que se interpusiera en su camino, y, en 1632, el rey sueco dirigía las operaciones de seis ejércitos distintos que sumaban 183.000 hombres.
La diferencia con Fornovo (véase supra) era clara. Aunque se desarrolló entre dos ejércitos de dimensiones desiguales, la batalla de Breitenfeld duró mucho más (unas siete horas), y el resultado fue decidido por la infantería, la disciplina y la potencia de fuego: los mosqueteros suecos constituyeron el elemento decisivo, al disparar a veces una «doble salva» mortífera con sus hombres apiñados en sólo tres líneas –una de rodillas, la segunda agazapada y la tercera de pie– para «arrojar a un mismo tiempo al regazo del enemigo tanto plomo [como fuera posible]... y causarle así tanto más daño... pues una descarga larga y continua es más terrible y letal para los mortales que diez interrumpidas y separadas»16. En consecuencia, en Breitenfeld murieron muchos más hombres debido, en parte, a que el fuego artillero es más asesino que el envite de la espada y la pica: las heridas de las balas de cañón podían aplastar con mayor facilidad un hueso o destrozar un órgano vital, causando heridas que (dado el reducido conocimiento médico de la época) resultarían fatales.
El impacto táctico y estratégico de Breitenfeld fue inmenso. Otros ejércitos se apresuraron a copiar el sistema sueco: en Lützen, al año siguiente, el ejército imperial dispuso de suficiente potencia de fuego y flexibilidad como para mantener sus posiciones. El propio Gustavo murió en una carga furiosa pero que no decidió nada. Al cabo de poco tiempo, los principales ejércitos de Europa occidental luchaban en líneas largas y estrechas en las que predominaban los mosqueteros.
Grandes batallas y pequeñas guerras
Y, sin embargo, pocos de esos enfrentamientos espectaculares resultaron «decisivos»: al igual que la tan estudiada batalla de Cannas, la mayoría remataron victoriosamente la correspondiente campaña, pero no ganaron la guerra. Breitenfeld fue contrarrestada por Lützen, y, en 1634, por una gran victoria habsburguesa sobre el principal ejército sueco en Nördlingen. Las batallas de Jankow y Allerheim destruyeron en 1645 las fuerzas armadas del emperador y sus aliados católicos, debilitando su posición negociadora, pero fueron seguidas por tres años más de hostilidades incesantes antes de que la paz pusiera fin a la Guerra de los Treinta Años.
El problema era en parte militar y en parte político. Por un lado, el mantenimiento de grandes ejércitos en campaña año tras año, además de la necesidad de guarnecer todas las defensas estratégicas, imponía una intolerable tensión a cualquier Estado. El mero transporte de la indispensable artillería planteaba problemas logísticos importantes. En la década de 1550, los consejeros militares del emperador Carlos V calcularon que sólo el desplazamiento de un gran cañón de asedio requería treinta y nueve caballos, y 156 más para su abastecimiento semanal de pólvora y balas; un siglo más tarde, sus sucesores pensaban que para transportar y servir a un tren de diez cañones de asedio y diez morteros harían falta 1.849 parejas de bueyes y 753 carruajes. Dar de comer a los bueyes y a los demás animales de tiro, junto con las monturas para la caballería (y sus repuestos), constituía otro quebradero de cabeza, pues 20.000 caballos requerían noventa toneladas de forraje (o 160 hectáreas de pastos) un día sí y otro también.
El avituallamiento de los soldados era un quebradero de cabeza todavía mayor, pues, según observaba el cardenal Richelieu, «leemos en los libros de historia que han sido muchos más los ejércitos que han perecido por falta de comida y orden que por la acción enemiga»17. Un ejército de 30.000 hombres bien alimentado requería diariamente 20 toneladas de pan –es decir, más de 45.400 kilos de harina, además de los hornos para cocerla– y 13.500 kilos de carne (el equivalente a 1.500 ovejas o 150 terneros)–. Por otra parte, aunque el ganado pudiera trasladarse «a pie» hasta el momento en que fuera necesario, el suministro semanal de harina y sus hornos requería 250 carretas y el correspondiente número de animales de tiro. A todo ello había que sumar la gente que acompañaba al campamento, cuya cifra podía igualar en ocasiones, y a veces superar, el total de los combatientes. Cuando, en 1622, el ejército español puso cerco a Bergen-op-Zoom, en los Países Bajos, los pastores calvinistas de la ciudad sitiada anotaron en tono moralizante que «nunca se había visto una cola tan larga en un cuerpo tan pequeño: ... un ejército tan reducido con tantos carros, caballos para el bagaje, jamelgos, vivanderos, lacayos, mujeres, niños y una patulea que sumaba bastante más que el propio ejército»18.
No es de extrañar, por tanto, que los ejércitos de campaña siguieran siendo relativamente pequeños. Por tomar un solo ejemplo, en noviembre de 1632, cuando Gustavo Adolfo dirigía las actividades de 183.000 soldados, 62.000 de ellos estaban diseminadas por el norte de Alemania en noventa y ocho guarniciones, 34.000 protegían Suecia, Finlandia y las provincias bálticas, y 66.000 más operaban como fuerzas regionales semiautónomas en el Sacro Imperio Romano Germánico. El rey luchó y murió, por tanto, en Lützen al frente de sólo 20.000 hombres.
En 1632, como en cualquier otro año de hostilidades en la Europa de la Edad Moderna, decir «guerra» significaba mucho más hablar de escaramuzas y sorpresas que de asedios y batallas con todas las de la ley, y el veredicto dictado por éstos podía verse contrarrestado rápidamente por el desgaste debilitador de las primeras, con lo que el conflicto se prolongaba. Así, durante las guerras civiles en Inglaterra y Gales, entre 1642 y 1648, se produjeron más de 600 choques. Sin embargo, sólo nueve encuentros supusieron la muerte de más de 1.000 hombres; el resto de las aproximadamente 80.000 bajas mortales de aquellas guerras cayó en hostilidades comparativamente reducidas –casi la mitad, en enfrentamientos donde murieron menos de 250 personas–. Además, muchos soldados perdieron la vida o abandonaron el servicio debido, por supuesto, a enfermedades o accidentes. «Sepultamos más dedos de los pies y de las manos que personas», se lamentaba un oficial realista19.
Pero también la política contribuyó de manera igualmente importante a que la guerra se eternizara. Sobre todo, muchos de los asuntos por los que se libraban las guerras en la Edad Moderna se resistían a cualquier solución fácil. En el siglo xvi, las guerras solían librarse por derechos dinásticos (en 1494, por ejemplo, Carlos VIII de Francia invadió Italia para reafirmar sus pretensiones sobre el reino de Nápoles), mientras que en el xvii guardaban relación más a menudo con el control de territorios adyacentes. Los gobernantes adoptaron, al parecer, cada vez más unos planteamientos de mayor pragmatismo para hacer valer sus derechos –luchaban sólo por tierras y títulos que representaban auténticos beneficios estratégicos o económicos– y recurrieron a ocupar por la fuerza territorios propicios sobre los que no podían presentar ninguna reivindicación (los suecos carecían de cualquier título sobre Pomerania y Mecklemburgo, exigidos por ellos como parte de cualquier acuerdo de paz; simplemente insistían en que la posesión de aquellos ducados era esencial para la seguridad nacional de Suecia y siguieron luchando hasta que todo el mundo estuvo de acuerdo).
Sin embargo, entre 1530 y 1650, las pretensiones dinásticas dieron paso igualmente a una justificación ideológica más poderosa para hacer la guerra: la religión. No es que ambos motivos fueran mutuamente excluyentes. Robert Monro, escocés que sirvió primero a Dinamarca y luego a Suecia durante la Guerra de los Treinta Años (y escribió la primera historia en inglés dedicada a un regimiento: Monro His Expedition with the Worthy Scots Regiment Called Mackays, Londres, 1637), expuso, como razones principales para luchar, la defensa de la fe protestante y las reivindicaciones y el honor de Isabel Estuardo, hermana de su rey, que había sido privada de sus tierras y títulos por el emperador del Sacro Imperio Romano. «La causa protestante» movilizó a muchas personas: justificó la decisión de Inglaterra de ayudar a la República de Holanda después de 1585, y también la intervención de Dinamarca y Suiza en la Guerra de los Treinta Años. La aparente amenaza para la fe católica demostró ser un motivo igualmente poderoso para los gobernantes de España e Italia. En 1591, uno de los ministros de Felipe II de España se exasperó tanto por el apoyo dado por su señor a las causas católicas meritorias surgidas por todas partes, y que arrojaban a su país a la guerra con Francia e Inglaterra, además de la sostenida contra Holanda, que regañó al rey diciéndole:
Si Dios quisiera que todos los perniquebrados que acudieron por salud a Vuestra Majestad los sanara Vuestra Majestad, que diera a Vuestra Majestad virtud para ello; y que si quisiera obligar a Vuestra Majestad a acudir a remediar los trabajos el mundo, que diera a Vuestra Majestad hazienda y fuerzas para ello20.
El rey, sin embargo, no le escuchó, y España siguió guerreando contra Francia hasta 1598, contra Inglaterra hasta 1604, y contra los holandeses hasta 1609 (para volver a hacerlo en 1621).
La religión y las leyes de la guerra
Las connotaciones religiosas de muchos conflictos de la Edad Moderna parecen haber sido la causa no sólo de una mayor duración de las guerras, sino también de un aumento de su brutalidad. Es cierto que fue también un tiempo en el cual la práctica de la guerra estuvo dominada por los asedios, que siempre han tendido al salvajismo en todas las épocas. Pero muchos soldados mostraron, al parecer, una inclemencia nada habitual con sus adversarios, pues creían estar castigando a los enemigos de Dios. Así, en 1631, poco antes de encontrarse con su instrumento de perdición en Breitenfeld, el ejército católico a las órdenes del conde Tilly saqueó la ciudad protestante de Magdeburgo en una orgía de matanzas de tres días de duración –calificada por otros protestantes de la época como «catástrofe memorable» similar a la caída de Troya o al diluvio de Noé, pero justificada por los católicos como el escarmiento impuesto a los infieles, tan encarecido en el Antiguo Testamento.
La retórica de los clérigos de la época no contribuyó gran cosa a estimular la contención. Un sermón pronunciado en 1645 ante los soldados del Parlamento inglés antes de que tomaran al asalto Basing House, el fuerte de un lord católico, condenó, por ejemplo, a quienes se hallaban en su interior como «enemigos declarados de Dios», «papistas sanguinarios» y «alimañas», mientras pedía su exterminación21. En éste, como en otros casos, los capellanes militares actuaron casi como comisarios políticos, manteniendo el fervor ideológico y reprimiendo entre sus tropas cualquier sentimiento de compasión. No es de extrañar, por tanto, que sólo se diera cuartel a unos pocos de los derrotados defensores de Basing House.
Todavía es más notable que esa misma intransigencia de miras estrechas afectara también a las decisiones estratégicas en la época de las guerras de religión. Así, en 1571, cuando, debido a la detención de los principales conspiradores, comenzó a desentrañarse el plan de Felipe II de invadir Inglaterra en apoyo de un levantamiento católico, el monarca español insistió, no obstante, en seguir adelante:
Deseo tan de veras el efecto de este negocio, y estoy así tocado en el alma dél, y he entrado en una confianza tal, que Dios nuestro Señor lo ha de guiar como causa suya, que no me puedo disuadir ni aquietar de lo contrario22.
El rey no accedió a cancelar el proyecto hasta dos meses después. Aquellos fracasos no hicieron que Felipe II cambiara su estilo mesiánico de estrategia. El monarca siguió recurriendo al chantaje moral para persuadir a sus lugartenientes de que, por más desesperada que fuese la situación, Dios proveería. Así, en 1586, informó al duque de Parma, encargado de reprimir la rebelión de Flandes, en los siguientes términos:
Espero que Nuestro Señor, por cuyo servicio se ha hecho y se sustenta esta guerra [en Flandes] a costa de tanta sangre y dinero (todo bien empleado en tal causa) que ordenará las cosas con su divina providencia, mediante la negociación o las armas, de manera que conozca el mundo, en el buen sucesso del negocio, el fructo de confiar en Él, llevando siempre delante esta firme resolución, y quando fuesse servido de otra cosa por nuestros peccados, vale más consumirlo todo en defensa de su causa y servicio, que por ningún otro repecto faltar un solo punto a Él23.
Abundan declaraciones similares de ese mismo periodo: la mayoría de los soberanos equiparaban con Dios sus intereses personales y los de los países gobernados por ellos (según lo expuso en cierta ocasión Felipe a un súbdito desalentado: «Spero en Dios... que os dará mucha salud y vida, pues se empleará en su servicio y en el mío, que es lo mismo»24, y la mayoría de las naciones se consideraban el nuevo «Pueblo Elegido», al que Dios había otorgado una autorización directa para oponerse y derrotar a quienes no compartieran su ideología.
El fervor confesional desencadenado por la Reforma intensificó las relaciones diplomáticas tanto como la guerra: quienes compartían la misma religión se intercambiaban embajadores, visitaban sus respectivas capitales y firmaban pactos de defensa mutua. Periodos de paz relativa, como la década anterior a 1618 (parecida a los años que precedieron a 1914), fueron testigos de intentos frenéticos de crear alineaciones internacionales que garantizaran un apoyo en caso de ataque, mientras que, en tiempo de guerra, los gobiernos procuraban contrarrestar los efectos de las derrotas militares reclutando nuevos aliados contra sus adversarios temporalmente victoriosos. Según observaba en 1619, en el preciso momento en que comenzaba la Guerra de los Treinta Años, el conde de Gondomar, un embajador experimentado,
las guerras de la humanidad hoy en día no se limitan a un duelo de fuerza natural, como en las corridas de toros, ni siquiera a meras batallas. Dependen, más bien, de perder o ganar enemigos y aliados, y es a este fin al que los buenos estadistas tienen que dedicar toda su atención y energía25.
Pero, ¿con qué criterio se debían elegir esos «amigos y aliados»? Éste fue el punto en el que la polarización de Europa en campos religiosos separados, ocurrida entre las décadas de 1530 y 1640, resultó tan desestabilizadora, pues era raro que se diese una coincidencia entre los beneficios confesionales y los políticos, con lo cual se creaba un ciclo aparentemente infinito de conflictos incontrolables.
A mediados del siglo xvii, muchos observadores temían que la guerra hubiese llevado a Europa peligrosamente cerca de su autodestrucción. «¡Vamos!», decía uno de los himnos del pastor alemán Paul Gerhardt, «despierta, mundo endurecido, abre tus ojos antes de que el terror caiga sobre ti con rápida y súbita sorpresa». Una apostilla desesperada escrita en 1647 en la Biblia de una familia campesina de Suabia comentaba: «Vivimos como animales, comiendo cortezas y hierba. Nadie podía imaginar que fuera a ocurrirnos algo semejante. Mucha gente dice que no hay Dios»26. Un poco más tarde, en Inglaterra, John Locke, que escribía unos meses después del final de la Guerra Civil, se lamentaba de «todas esas llamas que han provocado tales estragos y desolación en Europa y que sólo han sido sofocadas con la sangre de tantos millones»27.
Los dirigentes políticos, al igual que los escritores, los artistas y la gente corriente, comenzaron a sentir aversión hacia los excesos del periodo anterior y abrigaron una ferviente esperanza de que no volvieran a producirse nunca más. Tal como sucedió después de la Primera Guerra Mundial, la matanza había sido tan grande y el espectro del caos tan aterrador, que el deseo de «no más guerras» se convirtió en una actitud corriente. Algunos han detectado en estos sentimientos un clima favorable al desarrollo de los Estados absolutistas, pues no hay duda de que las elites políticas de toda Europa occidental reconocían la necesidad de controlar mejor los ejércitos, y de que ese control fuera ejercido por el Estado. También reconocían que era preferible pagar impuestos elevados a un monarca que se hallaba sometido a ciertas limitaciones (por más que pudiese reivindicar un poder absoluto), que proporcionar aportaciones interminables a un ejército de mercenarios no sujeto a ninguna.
Las elites políticas de Occidente comenzaron también a propiciar cierto grado de «desconfesionalización» para reducir el riesgo de una espiral de conflictos incontrolada. La religión siguió influyendo, por supuesto, en la guerra y la política –ayudó, por ejemplo, a Guillermo III a destronar al católico Jacobo II en 1688, mientras que el miedo a la política antiprotestante de Luis XIV desde 1685 contribuyó de algún modo a la unificación de sus enemigos del norte–. Pero, a partir de la década de 1640, la religión y el interés dinástico dejaron de dominar las relaciones internacionales. Así, el aliado más incondicional del calvinista Guillermo en las guerras contra Luis XIV fue el príncipe católico Eugenio de Saboya, que sirvió a los Habsburgo austriacos, no menos católicos que él; mientras que en la gran guerra del norte (1700-1721), los suecos –luteranos– acabaron hundiéndose ante una coalición de la Dinamarca luterana, la Brandeburgo calvinista, la Polonia católica y la Rusia ortodoxa. Al finalizar el siglo xvii, aunque se siguió guerreando de forma muy parecida, las guerras se entablaban por causas muy diferentes y con un grado de control muy superior por parte del Estado.
1 Blaise de Monluc, Commentaires, ed. de J. Giono, París, 1964, libro 10.
2 Roger Boyle, conde de Orrery, Treatise on the Art of War, Londres, 1677, p. 15.
3 M. L. Doglio (comp.), Lettere di Fulvio Testi, III, Bari, 1967, p. 204, Testi a Francesco Montecuccoli, enero de 1641.
4 Sieur de Fourquevaux, Instructions sur le faict de la guerre, París, 1548 fol. 6;
5 Colección de documentos inéditos para la historia de España, LXXIII, 433-6 (historia de los Países Bajos escrita por Alonso Vázquez).
6 Carlos Coloma, Las guerras de los estados baxos, Amberes, 1635: edición de la Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1948, p. 20. Ambos fueron testigos oculares.
7 F. Deleito y Piñuela, El declinar de la Monarquía Española, Madrid, 21947, p. 177, citando a Mateo Alemán, El Guzmán de Alfarache (1599), y un manuscrito anónimo de 1610.
8 Martín de Eguíluz, Milicia, discurso y regla militar, Madrid, 1592, fols. 68-69v, donde lamenta que «ahora» todos los soldados de España visten de negro.
9 G. Davies (ed.), «The Autobiography of Thomas Raymond», Camden Society Publications, tercera serie, XXVII (1917), p. 40.
10 S. Reid, Scots Armies of the Civil War 1639-1652, Leigh-on-Sea, 1982, p. 18.
11 Orrery, Treatise, 29.
12 Hopton al príncipe Ruperto, septiembre de 1643, y John Strachan a lord Percy, 9 de marzo de 1644, citado en M. D. G. Wanklyn, «The King’s Armies in the West of England 1642-1646», Manchester University, tesis de MA, 1966, pp. 95, 98.
13 Archivio di Stato, Parma, Carteggio Farnesiane 109 [Paesi Bassi 4], sin fol., Don Sancho de Londoño al duque de Parma, 21 de noviembre de 1568.
14 Colección de documentos inéditos para la historia de España, lxxv, 236-40: el duque de Alba a Gabriel de Zayas, 8 de julio de 1573.
15 Opinión de un miembro del consejo de guerra de Tilly (diciembre de 1631) citada por S. Riezler, Geschichte Bayerns, V, Múnich, 1890, pp. 395-396.
16 Sir James Turner, Pallas Armata. Military Essayes of the Ancient Graecian, Roman and Modern Art of War, Londres, 1683, p. 237.
17 Armand-Jean Duplessis, cardenal Richelieu, Testament politique, 1637-1642; Ámsterdam, 1688, p. 296.
18 Pastores calvinistas en C. A. Campan (ed.), Bergues sur le Soom assiégée, Bruselas, 1867, reimpresión de un folleto original de 1623, p. 247.
19 Oficial realista, citado en C. Carlton, Going to the Wars. The Experience of the British Civil Wars 1638-1651, Londres, 1992, p. 207.
20 Instituto de Valencia de Don Juan, Envío 51 fol. 1, Mateo Vázquez (que era también capellán del rey) a Felipe II, 8 de febrero de 1591.
21 W. Beech, More Sulphur for Basing: or, God Will fearfully Annoy and Make Quick Riddance of his Implacable Enemies, Surely, Sorely, Suddenly, Londres, 1645.
22 Archivo General de Simancas Estado 547/3, Felipe II al duque de Alba, 14 de septiembre de 1571.
23 C. Piot, Correspondance du Cardinal de Granvelle, XII, Bruselas, 1896, pp. 339-341, Felipe II a Parma, 17 de agosto de 1585.
24 Bibliothèque publique et universitaire, Ginebra, Ms Favre 30/73v, Felipe II a don Luis de Requeséns, 20 de octubre de 1573.
25 Documentos inéditos para la historia de España, II, Madrid, 1943, p. 140: el conde de Gondomar a Felipe III, 28 de marzo de 1619.
26 La Biblia de la familia campesina, cit. en G. Parker, La guerra de los Treinta Años, Madrid, 22004, p. 233.
27 Gerhardt y Locke, citados en T. K. Rabb, The Struggle for Stability in Early Modern Europe, Oxford, 1975, pp. 119 ss..