1500-1650

VIII. La conquista de América

Patricia Seed

«Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo, y se cortaban con ignorancia. No tienen algún hierro»1. Así escribía Cristóbal Colón sobre los primeros nativos que encontró en el Nuevo Mundo el 12 de octubre de 1492. Al llegar a las Bahamas a bordo de uno de los tres barcos armados con artillería ligera, muy empleados en viajes de exploración, Colón recaló en una parte del mundo desconocida por los antiguos.

Aunque se equivocaba en muchas cosas, tenía razón en una: los pueblos nativos del Nuevo Mundo no usaban el hierro. La mayoría de los indígenas americanos utilizaban únicamente técnicas de la Edad de Piedra y no conocieron por vez primera armas de hierro, ni siquiera utensilios de ese metal, hasta después de la llegada de Colón. En sus anteriores viajes de exploración a África y Asia, los europeos se habían encontrado con gente que, como ellos mismos, hacía uso de armas y utensilios de hierro. Cuando los nativos de San Salvador «se cortaban con ignorancia» en 1492, demostraban desconocer por completo el borde afilado que sólo el hierro puede mantener. Aquel filo de hierro sería fundamental para la conquista, pues el hierro (a veces en su forma más pura de acero) era el principal componente de las poderosas espadas, cuchillos, puñales y lanzas y un elemento esencial de las ballestas, armas todas ellas que podían utilizarse para causar lesiones mortales; también era el material más importante de las armas de fuego, el arcabuz y el cañón. Finalmente, constituía el componente clave de los artefactos defensivos, los cascos y las corazas (cotas y hombreras metálicas), con que los europeos se protegían de las armas de los nativos.

Según Colón, los nativos portaban arcos del mismo tamaño que los utilizados en Europa, pero con flechas más largas, hechas de caña o de un tubo de madera afilada, a veces con un diente de pez en la punta. De hecho, los utensilios de caza y pesca de toda América estaban hechos de varillas, huesos o dientes; de ahí que los ganchos de hierro para cazar y pescar, las puntas de flecha y las hachas de ese metal para cortar madera, así como los cuchillos de hierro para trinchar, fueran pronto los artículos comerciales más solicitados en todas partes del continente americano, pues hacían que la caza y la pesca con fines alimenticios fueran mucho más fáciles que antes. Los mohawks del siglo xvii, que habitaban cerca de Albany, en Nueva York, llegaron a conocer a los europeos por ese motivo con el sobrenombre de «los trabajadores del hierro». Pero las puntas de hierro para las flechas, los cuchillos de tajar y las hachas para cortar fabricadas con ese metal podían utilizarse también como armas, por lo que acabaron modificando para siempre la manera de guerrear de los nativos americanos.

Al principio, los pueblos caribeños que conoció Colón mostraron más interés por las armas más parecidas a las suyas, en especial por la ballesta reforzada con hierro, que disparaba flechas más lejos y penetraba en el blanco con mayor profundidad que los arcos y flechas convencionales. En cambio, las ventajas de las desconocidas espadas de acero no fueron percibidas tan de inmediato. Tras haber observado el interés de los taínos por la ballesta, Colón sacó su espada de la vaina y se la mostró, diciendo que era tan poderosa como la ballesta. Y esas dos armas –la espada y la ballesta– serían las únicas utilizadas en los primeros enfrentamientos militares de los europeos en el Caribe.

El cañón: un efecto impresionante

Los instrumentos de guerra más impresionantes que los occidentales llevaron consigo al Nuevo Mundo fueron sus inventos tecnológicos más recientes –los arcabuces y, sobre todo, el cañón: armas de hierro colado y bronce que habían comenzado ya a modificar la práctica de la guerra en Europa–. Los europeos se mostraron ansiosos por mostrar en toda América sus armas más nuevas y poderosas a los pueblos del Nuevo Mundo, que se sintieron convenientemente impresionados. Tras ordenar disparar con un arco turco en Santo Domingo el 26 de diciembre de 1492, «mandó el Almirante tirar una lombarda y una espingarda [prototipos de cañón y arcabuz]», y «viendo él [el señor] el efecto que su fuerça hazían y lo que pentravan, quedó maravillado. Y cuando su gente oyó los tiros, cayeron todos en tierra»2. Los nativos entregaron luego a Colón una gran máscara decorada con cantidades considerables de oro.

Aunque no todos los conquistadores recibieron oro por mostrar sus armas, fueron incontables los europeos que ordenaron disparar sus cañones para impresionar a los nativos con sus capacidades militares. En 1536, en su segundo viaje aguas arriba del San Lorenzo, Jacques Cartier mandó abrir fuego con una docena de pequeñas piezas de artillería montadas a bordo contra los bosques que se extendían frente a los barcos. Los algonquinos «se sintieron tan estupefactos», según Cartier, «como si los cielos hubieran caído sobre ellos, y comenzaron a dar alaridos y a chillar tan alto que se podría pensar que el Infierno se había vaciado en aquel lugar»3.

También se produjeron casos de identificaciones erróneas. Así, el 29 de agosto de 1564, un rayo cayó cerca del asentamiento francés de la costa de Florida, provocando un incendio que consumió más de 200 hectáreas. En cuanto el fuego se extinguió, seis indios se presentaron ante el jefe de la expedición francesa. Tras ofrendarle varias cestas llenas de maíz, calabazas y racimos, el jefe Timucua dijo que «consideraba muy extraño el proyectil del cañón que yo había disparado contra su campamento. Había hecho que ardiera una infinidad de praderas verdes... y pensaba que iba a ver incendiada su casa». Al darse cuenta de que Timucua había visto el gigantesco relámpago y de que, en vez de considerarlo un acto de la naturaleza, había creído que procedía de un cañón, el comandante francés Laudonnière «fingió», según sus propias palabras, y dijo al jefe que había disparado el cañón para expresar su disgusto, y que había perdonado las casas de los indios a pesar de que podría haber ordenado destruirlas con igual facilidad. Había abierto fuego con el arma «para que [el indio] reconociera su poder»4. Por razones similares, Hernán Cortés ordenó realizar en México una demostración de disparos de cañón ante un escriba, que documentó sus impresiones en una corteza para que fueran transmitidas al emperador Moctezuma. Los indios americanos no tuvieron ningún problema en reconocer el grado de destrucción que podía provocarse con el cañón.

El cañón siguió siendo útil en demostraciones de fuerza realizadas durante la conquista del Nuevo Mundo, pero raras veces fue necesario en combate. La excepción más famosa fue la del asedio de Tenochtitlán, la capital azteca, en el corazón de la actual Ciudad de México. Los españoles llegaron a la capital el 8 de noviembre de 1519 y se apoderaron de inmediato del dirigente azteca Moctezuma, reteniéndolo como rehén. Casi seis meses después masacraron a un grupo de señores nativos en un banquete y provocaron una respuesta explosiva. A pesar de sus cañones y arcabuces y de decenas de miles de aliados, los soldados españoles sufrieron su máxima derrota y el mayor número de bajas de sus primeros cincuenta años de conquista. Cientos de ellos perdieron la vida –la cifra de muertos pudo ascender a 450 españoles, además de 4.000 aliados indios–, y los restantes tuvieron que retirarse de la capital el 1 de julio de 1520. Para vengar la derrota, Cortés regresó y adoptó las tácticas de guerra de asedio comunes en Europa.

Tenochtitlán era una isla situada en medio de un lago, unida a tierra firme por tres calzadas. Tras haber cortado militarmente el contacto entre la capital y sus aliados de la ribera del lago y haber estacionado a continuación tres ejércitos de 200 españoles y 25.000 soldados indios en la entrada de cada una de las calzadas, Cortés logró aislar la ciudad. Luego, atacó el acueducto urbano y desbarató el suministro de agua potable. Una vez aislada la ciudad de aquel modo, y tras instalar su artillería en los trece bergantines construidos especialmente para transportar hombres y armamentos, Cortés comenzó a bombardearla a mediados de mayo de 1521. Pero, aunque dominó con facilidad las aguas que circundaban la ciudad y tomó las tres calzadas, no pudo forzar su rendición y, en una ocasión, evitó a duras penas ser capturado y ejecutado él mismo. Cortés se vio obligado a desembarcar sus cañones y destruir la ciudad edificio a edificio y piedra a piedra. Al concluir el asedio, tres meses más tarde, no quedaba intacta ni una sola construcción y hubo que levantar una nueva ciudad en el emplazamiento de la antigua.

Armas de piedra y bronce

La capacidad de los aztecas y sus aliados no sólo para detener, sino para derrotar también, de vez en cuando, a las tropas españolas e infligirles importantes bajas da a entender la existencia no sólo de una fuerza de combate poderosa y muy motivada, sino también de unas armas eficaces. Las tecnologías indígenas habían pasado en tres regiones –las tierras altas centrales andinas, una estribación septentrional de los Andes (la actual Colombia) y las tierras altas de México– de la Edad de Piedra al primer periodo del metal (el Bronce). De los tres pueblos de la Edad del Bronce, sólo los de las tierras altas mexicanas habían ideado usos militares significativos para aquel metal. Las flechas y jabalinas con punta de cobre que los españoles encontraron por primera vez entre los tlaxcaleños impresionaron de tal modo a Cortés que ordenó a los pueblos del entorno que fabricaran decenas de miles de dichas puntas para rearmar a sus ballesteros españoles para el asalto final contra Tenochtitlán. Aunque la fuerza de los virotes de las ballestas seguía generándose mediante un mecanismo de hierro, sus puntas eran en ese momento de cobre. Para contrarrestar estas nuevas armas metálicas, los guerreros de las tierras altas de México idearon prendas protectoras especiales para el combate, corazas de algodón de 5 centímetros de espesor y escudos acolchados. Unas y otros fueron adoptados más tarde en toda América por los españoles, pues constituían una defensa suficiente contra las armas de cobre y bronce de los indígenas y su peso era mucho menor que el de la armadura tradicional de hierro (también se oxidaban mucho menos).

Aparte de la conquista de Tenochtitlán, la artillería no fue apenas necesaria, pues los europeos gozaron en un primer momento de una tremenda ventaja tecnológica. Aunque algunos guerreros de las tierras altas de México y Perú portaban armas de bronce, la mayoría disponía sólo de arcos y flechas, escudos confeccionados con pieles de animales locales y mazas de madera. A pesar de que las puntas de las flechas se cubrían a veces con veneno y las mazas se incrustaban con obsidiana, seguían siendo armas de madera manufacturadas lenta y penosamente con utensilios de piedra o madera. La propia obsidiana, una sustancia vidriada formada en las erupciones volcánicas, se quiebra con facilidad al contacto con un metal. La situación era similar en otras partes: las armas originarias de los iroqueses eran los arcos y las flechas, además de unos escudos confeccionados con piel de alce, mientras que los guerreros tupíes (que habitaban en las zonas costeras del actual Brasil) combatían con garrotes y mazas planos y anchos labrados habitualmente en madera negra de gran dureza, tomada del corazón de un árbol parecido a la palma, o en alguna madera roja igualmente dura. Sus flechas estaban hechas también a veces de esa misma madera, con puntas de tallos huecos y cañas. Las armas ofensivas de los indígenas solían ser utensilios corrientes de caza no especializados ni diferenciados. En tiempos de guerra, se añadían escudos y, a veces, cascos, necesarios para la autodefensa cuando se luchaba contra un adversario humano y no contra un animal.

Los tipos de armas utilizadas por la mayoría de los nativos –junto con la ausencia de prendas protectoras o armadura– dan a entender, al igual que muchos relatos europeos tempranos, que su práctica guerrera tenía como finalidad herir al enemigo o dejarlo temporalmente inconsciente para poder capturarlo. Además, en la mayoría de las sociedades nativas del Nuevo Mundo, el objetivo de la guerra era la venganza o la reposición de la mano de obra perdida. En el primer caso, los cautivos eran abatidos o devorados ritualmente; en el segundo, solían ser esclavizados o, incluso, adoptados por la otra tribu. En ambos casos se solía conocer a los enemigos, incluso por su nombre, y las batallas entre indígenas tenían a menudo como objetivo concreto a miembros de tribus rivales. La guerra europea era, en cambio, mucho menos personalizada: los europeos no solían conocer a sus enemigos indígenas, que aparecían con más frecuencia como categorías que como personas dotadas de una identidad. Las diferencias en la manera de practicar la guerra –matar en vez de apresar– y la enorme ventaja técnica de las armas de hierro hicieron que los ataques de los europeos contra los pueblos indígenas parecieran especialmente brutales.

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Mapa 6. Los españoles conquistaron en el Nuevo Mundo los grandes imperios de los aztecas, los incas y los mayas, así como civilizaciones menores, entre las que se incluían las de los chibchas y los tarascos. Los soldados españoles combatieron también contra otros varios cientos de grupos indios cuyas únicas armas eran de la Edad de Piedra. En cambio, los colonos portugueses, ingleses, holandeses y franceses de los siglos xvi y xvii concentraron sus asentamientos en un primer momento en los territorios relativamente muy poco poblados de las costas y ríos del litoral oriental americano.

La conquista de los incas

Sin embargo, los dos máximos imperios de América –los incas, cuyo centro se hallaba en Perú, y la triple alianza dirigida por los aztecas en la meseta central de México– disponían de guerreros y armas más especializados. De estos dos imperios, el de los incas contaba con menos armas mortíferas de metal y utilizaba mazas con un extremo semicircular de bronce, sin filo, que se doblaban fácilmente al golpear contra el hierro. No obstante, aunque dependían en gran medida de las armas de piedra, los incas empleaban excelentemente esta tecnología, combinándola con los avances estratégicos que les ofrecía su región. Al vivir en un terreno montañoso que producía poca madera, sus armas más eficaces eran las piedras echadas a rodar por las pendientes o disparadas con honda. Pero aunque las piedras arrojadas por los guerreros incas podían matar o aturdir, los cascos de hierro españoles y las cotas de malla o las corazas de hierro repelían normalmente aquellos proyectiles y evitaban que pudiesen causar daños mortales. El grado de ineficacia de las armas de la Edad de Piedra contra las del Hierro se puede observar en el asedio de Cuzco por los incas en 1536; 190 soldados con casco de acero y coraza derrotaron allí a 200.000 personas armadas con piedras. La única baja española fue un soldado que no llevaba puesto el casco. Gonzalo Pizarro afirmó haber cortado en una sola tarde con su espada de filo de acero las manos de doscientos guerreros incas durante la batalla de Cuzco. Los incas no podían hacer nada comparable contra los españoles, aparte de derribar de vez en cuando sus caballos utilizando un lazo de origen local –tres piedras que giraban atadas a una cuerda (técnica empleada todavía para acorralar el ganado en la pampa argentina)–. Sin embargo, era raro que pudiesen acercarse lo suficiente como para sacar partido a aquella ventaja.

Aunque las armas de la Edad de Piedra eran de escasa ayuda frente a las cortantes espadas de acero en las batallas campales, la vertiginosa verticalidad del terreno andino proporcionaba a veces a los luchadores incas una superioridad táctica que no tardaron en aprender a utilizar. La explotación de su ventaja topográfica para atraer a los españoles a pasos estrechos brindó a los incas sus únicas oportunidades de infligir un número considerable de bajas. A diferencia de la mayoría de los pobladores de América, los guerreros incas luchaban históricamente para matar en vez de limitarse a tomar prisioneros, por lo cual, tras bloquear la salida de un paso y ocupar los terrenos situados por encima de los soldados españoles, los incas echaban a rodar rocas enormes hasta el fondo del paso, matando y mutilando a hombres y caballos. En 1536 se produjeron tres ataques de ese tipo. Setenta soldados españoles a las órdenes de Gonzalo de Tapia quedaron atrapados cerca de Huaitará, donde perdieron la vida casi todos; cerca de Parcos fueron muertos cincuenta y siete hombres de un grupo de sesenta comandado por Diego Pizarro; y treinta más capitaneados por Mogrovejo de Quiñones sufrieron un destino similar al descender a la costa desde la cordillera de Chocorvo. Después de aquellos sucesos, los soldados españoles atravesaron los pasos de montaña con mucha mayor cautela.

Además de causar bajas, el aprovechamiento eficaz del terreno vertiginoso de los Andes por parte de los incas obligó a las tropas españolas a combatir de manera distinta a como lo hacían en otras partes de América. En el curso de las primeras batallas importantes entabladas cerca de Cuzco (1536-1537), un numeroso contingente de incas ocupó dos fortalezas de piedra casi inaccesibles: Sacsahuamán, que dominaba la ciudad de Cuzco, y la cúspide montañosa de Ollantaytambo. La artillería tendría que haber abierto fuego en un ángulo tan inclinado que el retroceso de los cañones podría haberlos lanzado pendiente abajo. En el asedio de Sacsahuamán, los hermanos Pizarro tuvieron que emplear, por tanto, técnicas de asedio tradicionales, encaramándose a las murallas con escalas.

Aunque los incas explotaron su empinado terreno para organizar dos importantes sublevaciones contra los españoles, las probabilidades estaban, en definitiva, en su contra. Ambos levantamientos fueron reprimidos gracias a una considerable aportación de hombres y material llegados de toda América y de España. Más de mil hombres, cientos de caballos y miles de armas entraron en Perú en 1536 y 1537. La segunda gran sublevación inca concluyó en noviembre de 1539. Aun así, los españoles tardaron décadas en lograr una victoria definitiva en aquel terreno. El último líder militar inca, Tupac Amaru, no fue muerto hasta cuarenta años después de la captura de Atahualpa en los llanos de Cajamarca en 1532. Tupac Amaru resistió aprovechando la ventaja táctica de una ubicación casi inaccesible: la única posibilidad de llegar a Vilcabamba, su última fortaleza, consistía en cruzar puertos de montaña situados a 3.600 metros sobre el nivel del mar, para descender luego a través de estrechos puentes de cuerdas hasta la selva del Amazonas.

Alianzas estratégicas

Aunque las armas de hierro dieron a los europeos una ventaja técnica decisiva en el Nuevo Mundo, los motivos de su éxito, incluso en terrenos difíciles, fueron en parte estratégicos, pues explotaron también con éxito los conflictos entre los nativos. Al llegar inicialmente en grupos relativamente pequeños y no con grandes ejércitos, resultó decisiva su destreza para establecer alianzas con los nativos o para utilizar los odios tradicionales al servicio de sus propios fines. Los invasores españoles, franceses y portugueses practicaron enérgicamente desde el primer momento una política de alianzas con uno u otro grupo de pueblos indígenas. Los portugueses y los españoles lo hicieron de manera intencionada con enemigos tradicionales que pudieran estar buscando nuevos aliados. Cortés se asoció con los tlaxacaleños –que odiaban a los aztecas– a fin de obtener los guerreros y suministros que necesitaba para atacar Tenochtitlán. Diego de Almagro, uno de los cabecillas de las fuerzas españolas, consiguió obligar a Manco Inca a retirarse de la abrupta colina de Ollantaytambo a finales de 1537, tras convencer a Paullu, hermano de Manco, y sus seguidores para que desertaran al bando español y le informasen sobre los puntos fuertes y las debilidades de éste. Los hermanos Pizarro y Almagro pudieron encontrar siempre algún dirigente inca con algún derecho a gobernar y que, a cambio de considerables privilegios y honores en el seno de la sociedad española, les garantizaba que el Imperio inca siguiera dividido y una parte del mismo se mantuviera leal a España.

Los portugueses aprovecharon también eficazmente las alianzas locales uniéndose a los tupíes para luchar contra los ayamores en Brasil; por su parte, los franceses a las órdenes de Champlain se aliaron con éxito en Canadá con los algonquinos y los hurones, aunque para terminar enzarzados en una lucha contra los iroqueses. Hasta los holandeses y los ingleses, que en un principio se opusieron a «involucrarse en alianzas» con los pueblos nativos, acabaron por darse cuenta de que no sobrevivirían si no utilizaban las rivalidades nativas y se apoyaban en tales alianzas.

Pero los indígenas no fueron los únicos enemigos contra quienes los europeos hubieron de combatir en América. Los soldados españoles –incluso en los momentos álgidos de las conquistas de México y Perú– estuvieron atareados en luchar y matarse entre ellos. En 1520, en plena campaña contra Tenochtitlán, Cortés tuvo que volver sobre sus pasos para lanzar un ataque contra 900 soldados españoles enviados para derrocarlo. Los odios entre los principales dirigentes de la conquista del Perú (los hermanos Pizarro y Almagro) fueron legendarios –y estallaron en forma de guerra civil en la que ellos (o sus seguidores) se mataron unos a otros en medio de importantes levantamientos de los incas–. Los compañeros de milicia estaban más que dispuestos a recurrir a las armas para luchar por el control del mando militar y las recompensas económicas. Sin embargo, ni siquiera esas peleas consiguieron quebrantar el dominio europeo. Si los nativos hubiesen sabido explotar aquellas divisiones y rivalidades con tanto éxito como los españoles explotaron las suyas, el resultado habría sido más dudoso.

La ventaja del hierro

Aparte del terreno montañoso de Perú y de las flechas y jabalinas con punta de cobre de México, el único peligro que corrían los europeos era el derivado del veneno de dardos y flechas. Los dardos envenenados, utilizados de manera más general por los habitantes del Caribe y de la costa oriental de Sudamérica, se utilizaban principalmente para paralizar piezas de caza o peces de gran tamaño. Las guerras se libraban tradicionalmente con mazas, pero, tras la llegada de los europeos, tecnológicamente superiores, los dardos y flechas envenenados se dirigieron contra presas humanas. Para protegerse, los portugueses recurrieron a armaduras de algodón almohadilladas, que habían comenzado a adoptar en África durante la década de 1440 como respuesta contra los guerreros que les disparaban flechas envenenadas. A partir de 1548 se exigió a todos los colonos portugueses de América la posesión de una pieza almohadillada de algodón, cubierta preferiblemente por un peto de cuero, y los propietarios de ingenios azuca­reros estaban obligados a tener en su propiedad una reserva de al menos veinte prendas de ese tipo. Así pues, tanto los soldados españoles como los portugueses acabaron adoptando los petos de algodón: los españoles lo aprendieron de los tlaxcaleños, y los portugueses de los africanos, setenta años antes.

Los enemigos en guerra aprenden rápidamente unos de otros en todo el mundo. De la misma manera que portugueses y españoles aprendieron de sus adversarios, los pueblos del Nuevo Mundo aprendieron de los suyos. En toda América se adaptaron rápidamente toda clase de técnicas relacionadas con el hierro: los indígenas hicieron suyos muy pronto instrumentos de hierro para cazar y pescar obtenidos de los europeos donde quiera que fueron introducidos; las bisagras de hierro modificaron la construcción de las casas grandes de los iroqueses y alteraron sus métodos de caza. En 1492, Colón pudo pensar que los nativos «no traen armas ni las conocen»5, pero eso no seguiría ocurriendo durante mucho tiempo. Dieciocho meses después de que Pizarro apresara al príncipe inca Atahualpa, un guerrero a las órdenes de su sucesor había conseguido una espada, un hacha, un casco y un escudo españoles y los utilizó para defender la fortaleza que campeaba sobre Cuzco. En el lapso aproximado de cincuenta años, los nativos del Nuevo Mundo habían adquirido y dominaban un número suficiente de armas de hierro y acero como para organizar una respuesta eficaz; pero, por desgracia para ellos, era ya demasiado tarde.

Aquel intervalo de cincuenta años transcurrido hasta que los nativos adquirieron un arsenal de armas de hierro y el dominio de las mismas explica las bajas relativamente escasas sufridas por los españoles en sus tempranas conquistas, pues sus principales victorias se produjeron antes de que los pueblos indígenas llegaran a ser competentes en el uso de las mortíferas armas de hierro. Y siempre que los europeos guerrearon contra los nativos en toda América durante los primeros cincuenta años, las características de la lucha fueron similares a las de los primeros años de la conquista española: algún que otro ataque por sorpresa que ocasionaba pérdidas significativas, pero, por lo común, pocas muertes entre los europeos frente a unas fuertes bajas en el bando indígena. Jean de Forest, hugonote francés que combatió en la Guayana en 1624, habló en un informe de «más de 120 enemigos [indios] muertos y una cifra todavía mayor de heridos. Entre los nuestros, sólo hubo un muerto y cincuenta heridos»6. La guerra contra los pequot en Nueva Inglaterra (1638-1639) estuvo caracterizada por unos resultados parecidos; en el enfrentamiento final, las bajas indias fueron cuantiosas –entre 400 y 500–, mientras que los europeos no sufrieron ninguna muerte y pocos heridos. De la misma manera, un ataque holandés lanzado por 140 hombres contra un poblado indio en Greenwich (Connecticut) en febrero de 1644 acabó con la vida de 500 a 700 indios, pero entre los soldados holandeses no produjo bajas mortales, y sólo quince heridos.

No obstante, la posesión del hierro proporcionó en el Nuevo Mundo tan sólo una ventaja inicial, incluso en el siglo xvii. En la década de 1670, los indios de Massachusetts eran capaces de manufacturar proyectiles y fabricar herramientas para reparar los mosquetes. Los mapuches, un pueblo nómada del sur de Chile, adoptaron el caballo y la pica y demostraron su capacidad para mantener en jaque durante décadas a soldados españoles bien armados. Una vez pertrechados con los productos de la tecnología de la Edad del Hierro, los pueblos indígenas resultaron mucho más capaces de defenderse, y los enfrentamientos entre nativos y europeos fueron mucho menos desequilibrados. Desaparecida la ventaja europea, las bajas aumentaron de forma espectacular –3.000 bajas inglesas en la guerra del Rey Felipe contra los indios, en 1675-1676– y la capacidad para conquistar grandes imperios continentales se desvaneció junto con ella.

De todas las potencias presentes en el Nuevo Mundo, los españoles explotaron hasta el límite la ventaja del hierro –utilizando sus espadas, ballestas y mosquetes, así como sus cascos y corazas, para conquistar con rapidez las sociedades indígenas antes de que pudieran caer en sus manos armas de aquel metal–. Los españoles lograron controlar también sus extensas conquistas, al seguir manteniendo un monopolio sobre las armas de hierro. Aunque tanto las autoridades inglesas como las holandesas acabaron dictando leyes que prohibían cualquier comercio de armas con los nativos tras haber constatado los peligros que entrañaba para ellos, sus conciudadanos se mostraron mucho más dispuestos a obtener beneficios comerciando con armas prohibidas que a colaborar en su prohibición. Pero los antecedentes culturales de los soldados y colonos españoles eran distintos. El derecho a portar armas, que en este caso eran de hierro, estaba asociado tradicionalmente a un privilegio aristocrático; por tanto, mantener las armas fuera del alcance de los indios era en parte una cuestión relacionada con la preservación de las distinciones sociales. Además, los oficiales españoles seguían una práctica ejercida por los musulmanes de la península Ibérica, consistente en prohibir la propiedad de armas de hierro a los pueblos conquistados. En la Edad Media, se había vedado a los judíos y cristianos derrotados poseer armas de hierro e incluso cuchillos. Tras la Reconquista, los españoles impusieron a los moros derrotados las mismas limitaciones que les habían sido impuestas a ellos: no se permitió la posesión de armas de hierro y se restringió la propiedad de utensilios de este metal, como los cuchillos, que podían utilizarse como armas. Estas condiciones se impusieron a los moros de Granada poco después de 1492. De ahí que la colaboración generalizada con la proscripción de las armas de hierro reales o posibles tuviera un sentido tanto social como estratégico. Al concluir el dominio colonial español a comienzos del siglo xix, la legislación seguía prohibiendo a los indios la propiedad y el uso de armas de fuego.

Desde un punto de vista histórico y cultural, los españoles estaban preparados, por tanto, para explotar las ventajas técnicas que les confería el hierro. Pero otras potencias europeas no tenían esa predisposición. Más de cien años después de que los españoles hubieran derrocado con tanto éxito importantes imperios del Nuevo Mundo, las autoridades holandesas consideraron más importante, en un primer momento, mantener fuera del alcance de los indios los caballos que los cañones o las armas de hierro. Los primeros colonos holandeses de Nueva York podían vender a los indios armas de hierro y hasta cañones, pero no les estaba permitido dejarles cabalgar ni enseñarles a montar caballos, so pena de perder todas sus propiedades y sueldos y ser expulsados permanentemente de la colonia. Las autoridades holandesas no se percataron hasta más tarde de que el factor decisivo no eran los caballos, sino las armas de hierro, e intentaron prohibir éstas en vez de aquéllos. Pero para entonces era demasiado tarde: los nativos ya habían sido armados; a menudo, por los propios holandeses7.

Los comerciantes portugueses proporcionaron en un primer momento a los nativos brasileños hachas y cuchillos de hierro, pues esto hacía mucho más rápida y eficaz su labor de tala de árboles del Brasil. Sin embargo, casi veinte años después de crearse los primeros asentamientos, los colonos cayeron en la cuenta de su error. El primer gobernador general obtuvo poderes omnímodos para detener la ulterior venta a los nativos tanto de armas como de grandes cuchillos. Si la pena había sido anteriormente la excomunión, a partir de ese momento fue la muerte –con un incentivo para el espionaje mutuo, pues quienes denunciaran a alguien por haber vendido armas a los nativos recibiría la mitad de su hacienda.

Caballos

Finalmente, una ventaja secundaria de los europeos fue el empleo de animales domesticados, especialmente caballos, para la guerra. Los animales domésticos del Nuevo Mundo eran pocos –a veces se guardaba en corrales a animales salvajes, por ejemplo, osos, a los que se engordaba para comerlos; y las llamas y las vicuñas (parientes malhumorados del camello, animal conocido por su legendario mal humor) se utilizaban como bestias de carga–. Aunque fue menos decisiva que el hierro para las victorias iniciales de los europeos, la velocidad del caballo en el momento del ataque, unida a las puntas de hierro aguzadas de lanzas y espadas, aumentaba la fuerza con que se asestaban los golpes de las armas. No obstante, hubo ciertas dificultades. Aunque en un primer momento se consideró a los jinetes como un ser único y aterrador junto con su montura, aquella conmoción original no tardó en desvanecerse. Las cargas de caballería lograban su máxima eficacia en regiones de llanuras amplias y abiertas; pero la mayor parte de América central y del sur era terreno montañoso, y una gran cantidad del territorio restante estaba formado por selva húmeda y pantanos. Ninguno de estos dos medios físicos se prestaba a operaciones montadas. Los jinetes sólo podían desplazarse con rapidez en la región de los Andes, cubierta en gran parte por carreteras bien mantenidas, donde aportaban una vanguardia de soldados con capacidad para atacar y retirarse deprisa. Durante el asedio de Cuzco por los incas (1536-1537), cuando la conquista española del Perú pendía de un hilo, lo que mantuvo con vida a los españoles hasta el levantamiento del cerco gracias a la manipulación estratégica de las rivalidades por el liderazgo en el seno de las fuerzas incas y a una afluencia masiva de armas fueron las incursiones relámpago a caballo en busca de comida en las comarcas circundantes. El éxito de aquellas cabalgadas se debió, en parte, a que los incas no tenían caballería ni armas que oponerles para contrarrestarlas. En los Andes, el número de soldados montados se elevaba a veces a un tercio –a diferencia de un máximo del 10 por 100 en el ejército de Cortés–. En fechas muy posteriores, los caballos y las tácticas de caballería adquirirían importancia en las llanuras de Chile, Argentina y, finalmente, América del Norte. Al igual que en otras zonas del mundo en el siglo xvi, las claves del éxito fueron principalmente la infantería y sus armas –arcabuces, ballestas, espadas y, de vez en cuando, artillería de campaña.

Enfermedades

Una última arma involuntaria introducida por los europeos y que contribuyó a sus victorias fueron ciertas enfermedades epidémicas desconocidas hasta entonces en el continente americano: la viruela, el sarampión, las fiebres tifoideas, el tifus y la gripe. Estas enfermedades dejaron al descubierto una debilidad organizativa en las grandes instituciones militares del Nuevo Mundo. Poco antes de la llegada de Pizarro a Perú, una epidemia barrió, por ejemplo, la capital inca, matando al heredero al trono y provocando la reanudación de las luchas por la sucesión. El resultado fue un imperio dividido contra sí mismo y más preocupado en un primer momento por sus propios conflictos que por un puñado de extranjeros. Entre los aztecas de Tenochtitlán, la primera epidemia devastadora de viruela se desencadenó diez años antes, tras la retirada de Cortés, y actuó como una especie de caballo de Troya. Además de debilitar a la población, incluidos los guerreros, puso al descubierto problemas sucesorios en la jefatura militar. Al carecer de una tradición para sustituir a los dirigentes muertos en el campo de batalla (pues los aztecas guerreaban principalmente para tomar prisioneros, y no para matar), las grandes epidemias dejaron en la estructura del mando militar unos vacíos totalmente inesperados. La confusión resultante respecto a las sustituciones (y a las estrategias de reemplazo) limitaron la capacidad de reagrupamiento y contraataque incluso en aquella importante maquinaria militar.

Posiciones fortificadas

Una vez afincados en el Nuevo Mundo después de sus victorias iniciales, los europeos entablaron una guerra de larga duración y baja intensidad contra las poblaciones indígenas. Los pueblos nativos de América se apropiaron con éxito de la tecnología europea (cuchillos, espadas, armas de fuego y caballos) y la adaptaron a sus propias tradiciones tácticas y estratégicas (la emboscada, las incursiones relámpago, los ataques nocturnos); y en este punto demostraron actuar con tanto acierto para frenar y dificultar los avances de los europeos como en cualquier otro lugar del mundo.

Así pues, para hacer frente a una guerra prolongada, los europeos adoptaron estrategias defensivas tanto en América del Norte como en Sudamérica, construyendo asentamientos fortificados. En las zonas de la conquista española donde las medidas que prohibían armar a los pueblos indígenas resultaron eficaces, los colonos no necesitaron esa clase de fortificaciones: las técnicas defensivas sólo fueron necesarias en las fronteras del norte. Sin embargo, en otras partes de América se requirió algún tipo de fortificación para protegerse contra los enemigos nativos. Los franceses construyeron inicialmente fuertes en Brasil, Florida y Canadá; los portugueses exigieron a los asentamientos agrarios que presentaran características militares. Los propietarios de ingenios azucareros tenían que construir una casa fortificada con muro exterior y torre de vigilancia. En Nueva Inglaterra, en cambio, los emplazamientos rurales se eligieron inicialmente a distancia segura de los poblados indígenas (y de la posibilidad de un ataque por sorpresa). De ahí que sus asentamientos estuvieran menos armados y pertrechados. Sus armas eran los arcabuces y los mosquetes. En Virginia, sin embargo, donde los asentamientos europeos se situaban algo más cerca de los nativos, las localidades disponían a menudo de cercas de madera como protección contra las armas indígenas.

Pero los enemigos indígenas no fueron los únicos contra quienes fue necesario levantar fortificaciones defensivas. De la misma manera que los soldados españoles se habían peleado entre sí por las conquistas de Perú y México, los diversos grupos europeos no tardaron en enfrentarse unos a otros. Las riquezas tomadas por los españoles y las posibilidades que brindaban las nuevas tierras llevaron a todas las grandes potencias de Europa a intentar conquistar las Américas. Tras presentarse en un territorio disputado o potencialmente en disputa, el primer paso de los recién llegados consistía en fortificarse contra los demás occidentales establecidos ya en el continente. A partir de 1550, esta actitud supuso la construcción del tipo más novedoso de fortificaciones europeas –muros anchos y defensas de tierra para resistir el impacto de los cañones–. En 1607, los primeros colonos permanentes ingleses, dirigidos por George Perry, levantaron un fuerte «triangular» con tres baluartes en cada ángulo en forma de luneta y cuatro o cinco piezas de artillería instaladas en ellos. La primera actividad de los hugonotes franceses en Florida consistió en construir una ciudadela abastionada, pues eran conscientes de su importancia para la guerra moderna. Aquellas fortificaciones no estaban diseñadas para defenderse de los nativos, sino que su emplazamiento y la fortificación de estilo europeo surgieron donde los objetivos o los agresores más probables eran otros europeos.

Como los asaltos de barcos europeos artillados provenían necesariamente del mar, todas las fortificaciones costeras del Nuevo Mundo se construyeron con gran esmero para hacer frente a ataques marítimas. Los holandeses levantaron en la isla de Manhattan defensas idea­das para atrapar bajo su fuego cruzado a barcos que navegaran aguas arriba del East River. La ciudad española de Santo Domingo, en la isla caribeña de La Española, aprovechó los poderosos acantilados para montar cañones que impidieran un desembarco directo en sus playas. Sin embargo, como los pueblos indígenas de la isla habían sido exterminados, los españoles dejaron al descubierto la retaguardia del fuerte, y, en 1585, Francis Drake utilizó (allí y en otras partes) el sencillo recurso de desembarcar fuera del alcance de la artillería y atacar la fortaleza por detrás. A continuación, saqueó y desvalijó la ciudad.

Tras la devastadora incursión de Drake en el Caribe en 1585-1586, los ingenieros militares construyeron y restauraron las fortificaciones de las costas de la América española para impedir tales asaltos en el futuro. A partir de entonces se levantaron con gran cuidado murallas imponentes en torno a las ciudades. Esas fortificaciones se conservan hasta hoy en todo el Caribe: todavía pueden admirarse las murallas de San Juan del Morro, en Puerto Rico, de la Habana (Cuba) y de Cartagena (Colombia). Pero hubo un fuerte que ya no puede verse y que ha adquirido mayor fama: la empalizada y el parapeto erigidos para reforzar un costado del fortín holandés en el extremo sur de la isla de Manhattan. El pasaje o calle que corría al otro lado de los parapetos recibió su nombre del terraplén o muro (wall, en inglés). La calle más famosa de Estados Unidos, sinónimo del capitalismo norteamericano –Wall Street–, se denomina así por los terraplenes, el símbolo más destacado de la práctica de la guerra en Occidente, levantados por los holandeses en 1652 para afianzar su posición en el continente americano8.

1 Luis Arranz (ed.), Cristóbal Colón. Diario de a bordo, Madrid, 1985, p. 91.

2 L. Arranz (ed.), Cristóbal Colón. Diario de a bordo, cit., pp. 170-171. Los arcos turcos estaban reforzados con cuerno de ganado vacuno. Entre los animales indígenas americanos no hay ninguno con cuernos largos, por lo que la dureza de los arcos era para los nativos tan extraña como el hierro.

3 H. J. Biggar (ed.), The Voyages of Jacques Cartier, Ottawa, 1924, p. 135.

4 René Laudonnière, L’Histoire notable de la Floride située ès Indes Occidentales (1586; París, 1958) pp. 113-114.

5 The Diario, 75.

6 Jean de Forest, citado en Jean-Marcel Hurault, Français et Indiens en Guayane, París, 1972, p. 73.

7 Instrucciones adicionales a Verhulst, abril de 1625, en Documents Relating to New Netherland 1624-1626 in the Henry E. Huntington Library, trad. y ed. por A. J. F. van Laer, San Marino, 1924, p. 93­4.

8 Extractado en Alexander Brown (ed.), Genesis of the American Nation, 2 vols., Boston, 1890, I, p. 165.