1500-1650

VII. Navíos de línea

Geoffrey Parker

Durante los tres últimos siglos, la guerra naval en Occidente ha estado dominada por grandes barcos de guerra («navíos de primera clase») que utilizaban como arma principal artillería pesada y formaban en una única línea de combate para que sus potentes cañones pudieran disparar andanadas. En 1916, en la era del vapor, las flotas rivales enfrentadas en Jutlandia se desplegaron de manera muy similar a como lo habían hecho los veleros de guerra en los enfrentamientos entre Inglaterra y Holanda (librados casi en las mismas aguas) a mediados del siglo xvii.

Sin embargo, es difícil fechar con seguridad la aparición de esta táctica dominante y duradera. Existe, por ejemplo, una gran incertidumbre respecto al uso de la artillería de pólvora en el mar. Algunos cañones navales chinos de bronce y hierro colado conservados hasta hoy datan del siglo xiv, pero todos son relativamente pequeños. La inscripción de uno de ellos, del año 1372, dice así:

Escuadra izquierda de la guardia naval, división Chin, nº 42. Tubo de fuego con boca grande en forma de tazón; pesa 26 catis. Fundido en un día propicio, el duodécimo mes del año quinto del reinado Hung-wu, por el Servicio Imperial de Fundición1.

El número «42» demuestra que, durante el reinado del primer emperador Ming (Hung-Wu, 1368-1398), existió un plan regular para la fundición de cañones navales, pero aquellas armas de una longitud total de 43 centímetros sólo podían causar daños personales; no tenían capacidad para hundir navíos. Todavía en el siglo xvii, los juncos chinos desplegaban sólo armas contra personas. Un gran buque de guerra imperial visto frente a la costa de Cantón en 1637 por el viajero inglés Peter Mundy presentaba «puertas [es decir, portañolas] en sus costados», pero los cañones (observaba Mundy) eran sólo piezas ligeras de hierro colado que pesaban «entre 180 y 225 kilogramos cada una», con un calibre de 2,54 cm, aproximadamente, y disparaban una bala de una libra, aproximadamente. Aquellas armas no podían causar daños estructurales a otros barcos. Según Mundy, los juncos no podían llevar cañones más pesados «porque su entablado y maderamen eran muy débiles»2.

Pólvora y galeras

Las primeras referencias a la utilización de artillería pesada a bordo de un barco no proceden de China, sino de Europa. La crónica de la Guerra de los Cien Años escrita por Jean Froissart menciona que, en la década de 1340, algunos navíos españoles transportaban «todo lo necesario para su defensa», como «ballestas, cañones de hierro y culebrinas»3 (la culebrina era un cañón capaz de disparar balas más pequeñas a distancias mayores), y, con el tiempo, aquel armamento pasó a ser normal. Así, un siglo más tarde, según los registros del servicio de artillería de los duques de Borgoña, cada galera de la flota ducal transportaba (al menos en teoría) cinco cañones pesados de 1,20 metros de largo, «cada uno de los cuales disparaba un proyectil [de piedra] de 4 pulgadas [1,20 decímetros] de diámetro» y «estaba provisto de tres recámaras que podían ser utilizadas para todos los cañones»4, además de dos piezas más ligeras, provistas también de recámaras intercambiables.

Para entonces, la galera –larga, somera e impulsada principalmente a remo– había servido durante siglos como principal buque de guerra en aguas europeas. Pero la introducción de la artillería pesada provocó importantes cambios de diseño: el espolón dio paso a una plataforma especial para la artillería en la proa, en cuyo centro se armaba un cañón pesado flanqueado por algunas piezas más ligeras. En 1506, por ejemplo, la mayor galera española portaba una «bombarda de hierro» que pesaba unas cuatro toneladas como cañón de línea central, junto con otras dos de la mitad de tamaño y otra más cuyo peso era algo superior a una tonelada. Todas estas armas disparaban proyectiles de piedra, pero en la década de 1530 habían sido sustituidas por piezas de bronce que lanzaban balas de metal: la norma fue un cañón en la línea central, flanqueado por otras dos o cuatro piezas pesadas y varias armas más ligeras contra personas. Los cañones de línea central a bordo de las galeras eran, indiscutiblemente, las armas de pólvora más potentes de un barco; aunque predominaban los que disparaban balas de 50 libras (22,70 kilogramos), algunas galeras venecianas de mediados del siglo xvi llevaban cañones de 60 libras (con un calibre de 17,80 cm), e incluso de 100 y 120 libras. Los registros detallados del plan de pruebas de fuego de la República, así como algunas crónicas contemporáneas, dan a entender que esta clase de cañones poseía un alcance efectivo de hasta 900 metros, y un alcance máximo de 3.200 metros. A partir de la década de 1540 apareció un buque de guerra todavía más poderoso: la galeaza; aquella nave, impulsada tanto a vela como a remo, cargaba ocho o más cañones pesados (repartidos entre la popa y la proa), junto con un complemento apropiado de armas antipersonales más ligeras. La galeaza napolitana San Lorenzo, que navegó con la Armada española en 1588, contaba con unas cincuenta piezas de artillería, entre ellas diez cañones y culebrinas.

En la década de 1550, el diseño de las galeras del Mediterráneo volvió a cambiar cuando las naves impulsadas por bancos de tres remos, manejados cada uno por un hombre, dieron paso a otras en las que tres o más hombres accionaban un solo remo enorme. Esta innovación permitió un moderado aumento del tamaño de las galeras y un considerable incremento en el número de remeros –de un total de 144 a 180 e incluso 200 por galera– y de personal combatiente complementario. Algunas naves embarcaban entonces 400 hombres, una población superior a los habitantes de muchos pueblos europeos, de modo que (según comentaba el capitán de una galera del siglo xvii), «cuando todos los hombres se hallan en sus puestos, sólo se pueden ver cabezas de proa a popa»5. Este aumento numérico acarreó otras dos consecuencias. En primer lugar, la adición de más hombres redujo significativamente las provisiones que podían transportarse por persona. La situación resultó especialmente grave en el caso del agua potable: como cada hombre consumía al menos 2,20 litros diarios, cada galera necesitaba acumular 910 litros de agua en su reducido espacio de almacenamiento por cada día de navegación. Así pues, cualquier aumento de la tripulación reducía la distancia dentro de la cual podía actuar un barco a partir de su base. En segundo lugar, aunque el coste de mantenimiento de cada galera se triplicó entre 1520 y 1590, la creciente capacidad de los Estados europeos para conseguir recursos destinados a la guerra tuvo como consecuencia la creación de flotas de galeras cada vez mayores. Carlos V había realizado sus campañas en el Mediterráneo con menos de 100 galeras, pero su hijo Felipe II de España movilizó casi 200.

En conjunto, estas cuatro innovaciones –galeras de mayor tamaño, con tripulaciones más numerosas, armadas con artillería más potente y con mayor número de piezas– transformaron la naturaleza de la guerra naval con barcos de remo. Por un lado, el alcance efectivo de las principales flotas se acortó de forma drástica; por otro, se redujo el número de puertos y fondeaderos capaces de servir como bases efectivas. La guerra de galeras en el Mediterráneo se convirtió cada vez más en una serie de descomunales ataques frontales contra posiciones sólidamente fortificadas (Djerba en 1560, Malta en 1565, Chipre en 1570-1571, Túnez en 1573-1574), mientras que las escasas grandes batallas (Prevesa en 1538, Lepanto en 1571) se libraron en los fondea­deros de la flota principal o cerca de ellos. En 1600, la galera había caído en desuso en la mayoría de los países de Europa excepto para la defensa costera y contra la piratería, pues el coste de mantener una fuerza de naves de combate movidas a remo y capaces de lograr objetivos estratégicos importantes había alcanzado alturas prohibitivas. Las flotas de galeras siguieron funcionando sólo en el Báltico, donde los islotes rocosos que bordeaban el litoral complicaban la navegación a vela: los rusos utilizaron galeras para realizar incursiones en la costa sueca en 1719-1721, y los suecos destruyeron la mayor parte de la flota rusa en Svensksund en 1790 gracias al empleo imaginativo de galeras fuertemente artilladas. En otras partes, sin embargo, se fueron a pique por la carga de su propio peso.

El navío de primera clase

Los orígenes del navío de primera clase, que sustituyó a la galera como principal buque de guerra europeo, se sitúan en el siglo xv. Los carpinteros de ribera medievales de los puertos del Atlántico se especializaron en construir barcos de vela en «tingladillo», con las planchas superpuestas y calafateadas en torno a un forro sencillo. Algunos eran muy grandes y podían adaptarse a usos militares. Enrique V de Inglaterra (1413-1422) poseía, por ejemplo, varios buques de guerra de gran tamaño y diseño tradicional: uno, el Gracedieu, de 1418, construido con dos capas de tablazón y (probablemente) dos mástiles, podía medir unos 25 metros de roda a popa, desplazaba 1.400 toneladas y transportaba cuatro cañones (aunque todos ellos eran cortos y disparaban desde la cubierta superior). Sin embargo, poco después, los astilleros de la costa atlántica –empezando por España y Portugal– comenzaron a construir sus naves en torno a un esqueleto completo, con cuadernas y abrazaderas, encajando las tablas «a tope», sin superponerlas. La solidez adicional aportada por esta técnica permitía una enjarciadura más compleja: a partir de ese momento, tres mástiles, y a veces cuatro, portaban una multiplicidad de velas, algunas cuadradas, para proporcionar más potencia, y otras triangulares, para ayudar a realizar movimientos laterales. En 1500, el «navío» –una de las máximas invenciones técnicas de la Europa medieval– se había convertido en el barco de vela más importante del Atlántico. Gracias a sus grandes bodegas satisfacía las necesidades de la bullente economía europea; sus espléndidas cualidades veleras le permitían realizar viajes de descubrimiento y colonización ultramarina; y con su sólida construcción, capaz de absorber el retroceso de los disparos de cañón, así como el impacto de los proyectiles recibidos, abrió el camino al fuego de andanada que hacía añicos las naves.

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Mapa 5. En el siglo xvi, el Mediterráneo se convirtió en campo de batalla entre cristianos (en el norte y el oeste) y musulmanes (en el sur y el este). Algunos enclaves aislados fueron cayendo gradualmente –el Peñón de Vélez en poder de los españoles; Rodas y Chipre, en el de los turcos–, y las bases estratégicas del Mediterráneo central fueron objeto de ataques cada vez más frecuentes. Túnez, por ejemplo, cambió de manos en cuatro ocasiones: capturada por los cristianos en 1535 y 1573, fue retomada por los turcos en 1570 y 1574. Pero, entonces, estalló la paz: primero los venecianos (1573) y, luego, España (1577) concluyeron un armisticio con los turcos, y las grandes flotas de galeras dieron paso a escuadras piratas más pequeñas.

Sin embargo, el fuego de andanada requería también la invención de portañolas con bisagras en el casco, para que la artillería pesada pudiera desplegarse con seguridad a lo largo de las cubiertas inferiores del barco. Aunque los datos visuales revelan la existencia de portañolas ya en la década de 1470, el primer velero de guerra auténtico capaz de disparar andanadas parece haber sido el Great Michael, de 1.000 toneladas, botado en Escocia en 1511, que cargaba doce cañones en cada costado, así como tres «grandes basiliscos» en la amura y en popa, además de unas 300 piezas menores. Funcionaba como buque insignia de una flota escocesa de, al menos, once navíos. La flota sobrevivió a duras penas tras la muerte de su creador, el rey Jacobo IV, en 1513 –el Great Michael fue vendido a Francia al año siguiente para ahorrar dinero (¡sus costes de mantenimiento absorbían por sí solos el 10 por 100 del total de los ingresos del Estado!)–. No obstante, resistió lo suficiente como para inducir a Enrique VIII de Inglaterra a iniciar un programa de construcción naval rival y de mayor duración. El Great Harry, botado un año después del buque insignia escocés y construido, posiblemente, a imitación suya, desplazaba también 1.000 toneladas y cargaba cuarenta y tres cañones pesados y 141 ligeros, con un total de 100 toneladas (la pieza más larga, de 30,48 centímetros de calibre, medía 5,5 metros). Al morir Enrique en 1547 tras haber derrotado dos años antes a una importante fuerza invasora francesa en el Solent, su armada estaba constituida por cincuenta y tres buques de guerra bien artillados que desplazaban en conjunto unas 10.000 toneladas.

Aquella flota, como la de Jacobo IV de Escocia, resultó también demasiado costosa para perdurar. En 1555 se había reducido a sólo treinta barcos, y los navíos de primera clase habían pasado de doce a tres. Sin embargo, aunque la Royal Navy contaba todavía con sólo treinta y cuatro naves de combate en 1588, dieciocho de ellas superaban las 300 toneladas, y el desplazamiento total de la flota pasaba de las 12.000 toneladas. Todas las naves fueron movilizadas aquel año contra la Armada enviada por Felipe II contra Inglaterra, y los informes españoles conservados señalaron la cortina constante de fuego artillero mantenida por los barcos de la reina: según algunos, los ingleses parecían capaces de disparar cuatro o cinco descargas en el tiempo empleado por la Armada española en disparar uno, mientras que los veteranos de la gran batalla de galeras librada en Lepanto en 1571 consideraban que, en comparación, el cañoneo sufrido por ellos en el canal de La Mancha y el mar del Norte en 1588 fue veinte veces más violento.

Este dato resulta sorprendente, pues la técnica de las baterías navales de largo alcance, al igual que la del navío, tuvo sus orígenes en España y Portugal. Las Instrucciones dictadas en 1500 por el rey de Portugal al comandante de una flota enviada al océano Índico especificaban que, cuando se encontrara con barcos hostiles, tenía que actuar de la siguiente manera: «No deberéis acercaros a ellos, si podéis evitarlo, sino que habréis de obligarlos a arriar velas sólo con vuestra artillería... de modo que esta guerra pueda realizarse con mayor seguridad y que el personal de vuestros barcos sufra, por tanto, menos pérdidas»6. La precisión de estas órdenes da a entender que no constituían una novedad en 1500. En cualquier caso, entraron en vigor de inmediato y las flotas portuguesas de ultramar se desplegaban en línea de frente para atacar a sus enemigos disparando una andanada y virando luego en redondo para volver y descargar la siguiente. Pero los portugueses no lograron mantener su ventaja técnica en la guerra naval. En su tratado de 1555, El arte de la guerra en el mar, Fernando Oliveira reconocía que «en el mar, combatimos a distancia, como si lo hiciéramos desde murallas o fortalezas, y raramente nos acercamos lo suficiente como para luchar cuerpo a cuerpo»7. También recomendaba la formación de una línea única de frente como formación ideal de combate, pero aconsejaba a los capitanes que sólo cargaran armas pesadas en la proa, como en las galeras, y colocaran en los costados las piezas más ligeras, la mayoría de ellas de avancarga. «No embarquéis piezas de artillería pesada en naves pequeñas», advertía, «pues el retroceso las destrozará». Todavía en 1588, el armamento a bordo de los galeones portugueses que encabezaron la Armada española era aún relativamente ligero: aunque cada nave transportaba hasta cincuenta cañones, la mayoría eran, al parecer, de 14 libras o menos. Para entonces, todos los galeones de la flota inglesa embarcaban tres o cuatro de 30 libras, así como una batería de costado de veinte piezas de 17 y 14 libras. De ese modo, la Royal Navy podía disparar cañones más pesados, y además con mayor frecuencia. Aunque, en 1588, el fuego artillero inglés hundió directamente sólo un barco de la Armada española, varios más sufrieron tales daños por las descargas de la artillería que no sobrevivieron a su viaje de vuelta a España. El propio buque insignia, el galeón portugués San Martín, de 1.000 toneladas, sólo consiguió regresar gracias a dos grandes guindalezas atadas en torno a sus costados dañados.

La pérdida de los registros de operaciones ingleses para 1588 impide precisar más los logros de la flota inglesa frente a la Armada española. Sin embargo, los documentos conservados relativos a la incursión de 1596 contra Cádiz, llevada a cabo por dieciséis galeones de la Royal Navy, la vanguardia de una flota de más de 120 navíos ingleses y holandeses, arrojan más luz. Así, por ejemplo, el Dreadnought, de 400 toneladas, embarcaba treinta y cinco cañones, diecisiete de los cuales disparaban munición de grueso calibre. El barco partió de Inglaterra con 576 balas redondas de hierro para aquellos diecisiete cañones, y disparó 353 (el 61 por 100). A su vez, el Rainbow, de 500 toneladas, transportaba veintiséis cañones, veinticinco de los cuales, por lo menos, disparaban munición de grueso calibre. El barco dejó Inglaterra con 670 balas de hierro para aquellas armas y disparó 392 (el 58 por 100). Ahora bien, la descarga de casi 400 disparos de grueso calibre por barco en una sola campaña –muchos de ellos en un único día (el 21 de junio de 1596), en el que, según un relato contemporáneo, «se cruzaron entre nuestras naves, la ciudad y las galeras infinitos proyectiles que les causaron grandes daños, sin que nosotros sufriéramos ninguna pérdida»8– marcó un estilo de guerra naval completamente nuevo.

La campaña de la Armada española y la incursión contra Cádiz tuvieron consecuencias significativas. En primer lugar revelaron la debilidad de España en el mar, que llevó a la creación de la flota española de Alta Mar para hacer frente a la nueva amenaza. En segundo lugar, animó a otros a probar suerte contra la demostrada vulnerabilidad del imperio mundial de Felipe II. Los holandeses, al igual que los españoles, comenzaron a construir una armada propiamente dicha. Al principio, las naves se pensaron ante todo para la defensa costera y siguieron siendo relativamente pequeñas, pero a partir de 1596 se proyectaron barcos mayores capaces de llevar la guerra a aguas enemigas. En 1621, la armada holandesa contaba con nueve navíos de primera que desplazaban 500 toneladas o más.

Comenzó en ese momento una carrera de armas navales en la que las principales potencias del Atlántico rivalizaron por producir más y mayores buques de guerra. El Prince Royal, de 1.200 toneladas, botado en Inglaterra en 1610, fue probablemente el barco de guerra más grande del mundo y era, sin duda, el que disponía de un mayor número de piezas de artillería pesada, con cincuenta y cinco cañones que superaban por poco las 83 toneladas. Lo mismo puede decirse del Sovereign of the Seas, de 1.500 toneladas, botado en 1637, provisto de 104 cañones cuyo peso sobrepasaba las 153 toneladas. Con sus 39 metros de eslora y 13 de manga era, de hecho, sólo un tercio más pequeño que el buque insignia británico de la batalla de Trafalgar (1805), el Victory, que medía 52 por 16 metros. Estos barcos de guerra, y docenas más como ellos, superaban el tamaño de una casa rural media y transportaban más artillería que muchas fortalezas de la época.

La línea de batalla

Sin embargo, los navíos de primera clase del siglo xvii cargaban menos de la mitad del velamen de un barco equivalente de la época de Nelson, lo cual los hacía de difícil manejo (tanto más cuanto que la rueda del timón no sustituyó a la caña hasta comienzos del siglo xviii); y esa torpeza era, en parte, lo que confería tanto atractivo al combate en una única línea de frente. Las «Instructions for the better ordering of the fleet in fighting» [«Instrucciones para el mejor orden de la flota en combate»], impartidas a la armada inglesa del mar del Norte en 1653, se hacen eco precisamente de esa misma táctica, diseñada para la flota portuguesa de Asia:

En cuanto vean al General [el buque insignia] entablar combate..., cada escuadra deberá situarse en la posición más ventajosa que pueda para enfrentarse al enemigo más próximo a ella; y, siguiendo ese orden, los barcos de cada escuadra se esforzarán por mantenerse en la misma línea que el jefe9.

Los holandeses eran ya partidarios de esa misma táctica, por lo que las batallas de las guerras angloholandesas (1652-1654, 1665-1667, y 1672-1674) vieron cómo dos flotas gigantescas de barcos de primera clase tendidos en una única línea de 8 kilómetros o más entablaban un duelo artillero mortal que podía durar varios días. En cada una de las tres batallas navales libradas en el mar del Norte durante el verano de 1673 entre las flotas holandesa e inglesa participaron, por ejemplo, de 130 a 150 barcos de primera clase –conocidos en ese momento como «navíos de línea»–, con una potencia de fuego conjunta de entre 9.000 y 10.000 cañones.

Aunque aquellas naves estaban erizadas de piezas de artillería, era raro que las balas bastaran por sí solas para hundirlas. Ni siquiera un proyectil de 32 libras, el de mayor peso disparado normalmente por un navío de línea, abría un gran agujero al atravesar un barco. Las astillas de roble que estallaban desde el punto de entrada herían y mataban a la tripulación, pero dejaban intacta en gran medida la integridad estructural del buque. Los capitanes no solían arriar bandera hasta que el fuego amenazaba con destruir su nave, cuando las bajas de la tripulación alcanzaban niveles inaceptables o cuando el barco ya no podía maniobrar.

La carrera armamentista naval siguió, por tanto, su curso. En 1688, la flota holandesa contaba con 102 barcos de guerra (entre ellos sesenta y nueve navíos de línea), la inglesa con 173 (incluidos 100 de línea), y la francesa con 221 (con noventa y tres de línea). Casi todos los buques de primera clase eran de dos o tres cubiertas y embarcaban de 50 a 100 cañones pesados –de hecho, su parecido básico dio pie a una estratagema común consistente en enarbolar pabellón falso para engañar a los barcos enemigos– y demostraron hallarse muy a la par. Así, aunque los franceses se vieron sorprendidos por la audaz incursión de Guillermo III contra Inglaterra en noviembre de 1688, la armada de Luis XIV consiguió el control del canal de La Mancha al año siguiente, lo cual le permitió llevar a cabo una gran invasión de Irlanda, y en 1690 derrotó a la flota conjunta de combate angloholandesa frente a las costas de Beachy Head (un cabo de la costa de Sussex).

Sin embargo, una victoria naval aislada no bastaba si los vencidos seguían conservando una fuerza marina formidable. En palabras del almirante inglés derrotado, «la mayoría de los hombres temía que los franceses llevaran a cabo una invasión, pero yo fui en todo momento de la opinión contraria, pues siempre he dicho que, mientras dispongamos de una flota significativa, no lo intentarán»10. El almirante tenía razón, y después de Beachy Head, la flota inglesa «significativa» creció constantemente de tamaño: de los 173 barcos con 6.930 cañones y un desplazamiento total de casi 102.000 toneladas en 1688, pasó a 323 barcos con 9.912 cañones y un desplazamiento total de 160.000 toneladas al acabar el siglo. Setenta y uno de los nuevos barcos eran navíos de línea.

No obstante, sólo unos pocos eran de «primera categoría»: los descomunales buques de guerra que cargaban entre 90 y 100 cañones resultaban demasiado caros de construir y excesivamente inmanejables para realizar maniobras excepto en condiciones de calma chicha. Poco a poco se fue reduciendo el peso de los cañones en relación al tamaño del casco, y las jarcias mejoraron constantemente gracias a la adición de más velas, rizos para recogerlas y marchapiés para permitir a los marineros sujetarse con más seguridad en las vergas. En el siglo xviii, los franceses, que habían creado una escuela de diseño naval más científica (en la que cada astillero tenía un «consejo de construcción» formado por oficiales superiores en funciones y carpinteros jefes), fueron los primeros en presentar dos tipos de barcos de guerra de traza innovadora e influyente: el buque de primera clase con dos cubiertas y setenta y cuatro cañones, el navío de línea más versátil y marinero de todos los existentes –a partir de 1719–, y la fragata ligera, con veintiséis cañones desplegados en una sola cubierta –a partir de 1744–. Otras potencias navales siguieron pronto sus pasos, de modo que el «setenta y cuatro» y la fragata se convirtieron en modelos estándar; pero los barcos de guerra franceses siguieron incorporando durante todo el siglo xviii innovaciones que revelaban que sus constructores se hallaban en la vanguardia del diseño y la construcción naval –¡hasta el punto de que los almirantes navales británicos hicieron a veces de las presas tomadas a los franceses sus buques insignia!

Cálculo de costes

El coste de la carrera armamentista naval resultaba, sin embargo, paralizante. El gasto de construir un navío de primera clase, que en 1588 ascendía a tan sólo 2.500 libras esterlinas, había alcanzado un siglo más tarde la vertiginosa cifra de 13.000 libras; para entonces, los astilleros de la armada, con más de 4.000 obreros, eran con ventaja la mayor empresa industrial de Gran Bretaña. Además, los hombres que integraban la flota que derrotó a la Armada española en 1588 eran menos de 16.000, mientras que la flota de Cromwell de la década de 1650 incluía a 30.000, y la de Guillermo III en la década de 1690 sumaba 45.000. ¿Dónde se encontraba a aquellos hombres? Sólo la flota mercante podía suministrar los marineros adiestrados necesarios para tripular una armada en tiempos de guerra, por lo que existía una importante relación entre el tamaño de la marina mercante y la flota de combate. En este punto, Inglaterra cosechó los beneficios de su condición insular, lo que significaba que todo el comercio con el extranjero debía ser por definición marítimo, pues aunque la mitad de las tripulaciones de sus buques de guerra eran «conscriptos», obligados por la fuerza a prestar servicio al Estado, la mayoría estaban habituados a manejar barcos en el mar. Algo más difícil resultó la tarea de encontrar un cuerpo de oficiales adecuado y suficiente para comandar esos barcos; pero, poco a poco, la permanencia de la institución naval comenzó a atraer a personas acaudaladas para servir como oficiales profesionales.

La armada de Inglaterra gastó 1,5 millones de libras durante la guerra contra España entre 1585 y 1604, 9 millones durante el periodo de 1648 a 1660, y casi 19 millones durante la guerra de Guillermo III (1689-1697). Ningún otro Estado europeo podía igualar aquel nivel de gasto, por la simple razón de que todos, excepto Inglaterra, eran potencias continentales, obligadas a mantener un gran ejército de tierra. Esto no significaba que franceses y holandeses no pudieran seguir compitiendo en el mar –lo hicieron en numerosas ocasiones (con cierto éxito) a finales del siglo xvii, y volvieron a hacerlo en torno a 1780–; pero mientras Inglaterra pudo contar con aliados continentales para amenazar a sus enemigos por tierra, éstos no pudieron destruir la supremacía inglesa por mar.

Los primeros imperios marítimos europeos

La carrera armamentista naval en el Atlántico norte culminó, así, en una costosa situación de tablas en aguas territoriales. No obstante, había creado unas flotas capaces de proponerse objetivos estratégicos lejos de la metrópoli. Una vez más, fueron los portugueses quienes mostraron el camino. En 1502, por ejemplo, una escuadra de cinco pequeñas carabelas (barcos de guerra de dimensiones reducidas), tres grandes carracas (naves mercantes armadas de mayor tamaño) y otros diez buques se encontraron con una flota india de unos veinte barcos grandes y sesenta pequeños en las costas malabares. Los indios, animados por su superioridad numérica, cerraron filas para combatir, momento en el cual el comandante portugués

ordenó a las carabelas colocarse a popa unas de otras formando una línea y soltar todo el trapo posible, disparando sus cañones cuanto pudieran, mientras él hacía lo mismo con las carracas que marchaban detrás. Cada una de las carabelas llevaba treinta hombres, con cuatro cañones pesados abajo y seis falconetes arriba, además de diez piezas ligeras situadas en el alcázar y en las amuras... Las carracas embarcaban seis cañones en cada costado, con otros dos más pequeños en la popa y la proa, además de ocho falconetes y numerosas piezas menores11.

A medida que navegaban entre la flota malabar, cada nave abría fuego de andanada y «se apresuraba a recargar los cañones con sacos de pólvora con cantidades preparadas para ese fin, de modo que podían recargar con gran rapidez». Luego, «después de haber atravesado la formación, viraron en redondo» y volvieron a hacer lo mismo. Según este relato, sus cañones grandes apuntaron a la línea de flotación, mientras que los más pequeños se centraron en los mástiles, las jarcias y las personas apiñadas en cubierta. Varios barcos enemigos se fueron a pique, otros sufrieron grandes daños, y la pérdida de vidas fue aterradora. Pero los portugueses salieron más o menos indemnes, pues, aunque los barcos indios «dispararon las numerosas piezas de artillería que portaban, todas eran pequeñas» y no causaron daños estructurales; además, la mayoría de los europeos permaneció bajo cubierta, de modo que no les dañaron ni las balas ni las flechas. Los restos dispersos de la flota malabar emprendieron la huida.

Otros encuentros navales entre los portugueses y sus adversarios concluyeron con victorias similares, lo cual permitió crear una cadena de fuertes y puestos comerciales en la costa del océano Índico y en el interior del mar de la China y regular la mayor parte del tráfico marítimo en aguas del sur de Asia. Los europeos llevaron consigo el dicho, demostrado una y otra vez en la Edad Media, de que no podían comerciar sin guerra ni guerrear sin comercio.

No obstante, es posible que el cañón naval y la línea de combate facilitaran en exceso la adquisición de un imperio. Según un portugués desencantado que escribía a finales del siglo xvii,

a partir del Cabo de Buena Esperanza no quisimos dejar nada fuera de nuestro control. Estábamos ansiosos por apoderarnos de todo en esa inmensa extensión de más de 5.000 leguas de Sofala a Japón. Y lo que era peor... emprendimos esa tarea sin calcular nuestra fuerza ni pensar en que... esa conquista no podía durar para siempre12.

En la década de 1590, las flotas inglesa y holandesa penetraron en el océano Índico y comenzaron a poner en cuestión el control del comercio por los portugueses. En 1602, por ejemplo, la flota enviada por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales estaba formada por 14 barcos, nueve de los cuales superaban las 400 toneladas, mientras que la enviada en 1603 incluía el Dordrecht, un navío de primera clase de 900 toneladas armado con seis cañones de 24 libras y ocho de 8 o 9 libras. Entre 1602 y 1619, la Compañía había establecido fuertes y puestos comerciales de importancia en trece lugares y enviado a Asia 246 barcos; en cambio, sólo setenta y nueve naves portuguesas alcanzaron su destino en la India, aunque algunas eran de tamaño muy grande. De ellas sólo regresaron cuarenta y tres.

La balanza del poder en América no se había inclinado de momento en perjuicio de las potencias ibéricas –si bien, cuando lo hizo, españoles y portugueses habían logrado ya consolidar allí su poderío con mucha mayor eficacia–. Una generación después del desembarco fortuito de Colón en el Caribe en 1492, un pequeño número de españoles había impuesto, mediante una combinación de fuerza, alevosía y suerte, su control efectivo sobre más de 1.200.000 kilómetros cuadrados del Nuevo Mundo, una superficie cuatro veces mayor que la de la península del Viejo Mundo de donde procedían, y sobre una población de unos veinte millones de almas, siete veces la de España. Además –dato igualmente notable–, gracias a las superiores cualidades veleras y al armamento de sus naves, habían convertido el océano que unía el sur de Europa con el Caribe en un lago español. La siguiente generación de invasores y exploradores ibéricos hizo casi otro tanto: las fronteras de la ocupación europea se ampliaron constantemente, aunque la población nativa incluida en ellas se redujo de forma inexorable, y a raíz de la circunnavegación del globo realizada por Magallanes en 1519-1522, el Pacífico pasó a ser, asimismo, un lago español. Parece una ironía que, en el momento mismo en que se enfrentaba a su amenaza más grave por tierra en varios siglos (encarnada en los turcos otomanos), Occidente iniciara por mar un periodo de expansión sin precedentes, pues el siglo xvi no fue sólo una época de revolución militar y naval, sino también la edad de oro del conquistador.

1 Inscripción citada en Joseph Needham, Ho Pin-Yu, Lu Gwei-Djen y Wang Ling, Science and Civilisation in China, V, VII parte: Military Technology, the Gun­powder Epic (Cambridge, 1986) p. 297.

2 R. C. Temple (ed.), The Travels of Peter Mundy, III, I parte, Londres, 1919, Hakluyt Society, 2.ª serie, XI, V, pp. 198, 203.

3 Kervijn de Lettenhove (ed.) Oeuvres de Jean Froissart, V (Bruselas, 1873) p. 259, n. 9, p. 265. Esta versión de la crónica de Froissart data de ca. 1400, por lo que se puede sospechar a partir de sus afirmaciones sobre sucesos ocurridos medio siglo antes. Sin embargo, es altamente significativo que en 1400 considerara «necesarios» para la defensa de un barco «cañones y culebrinas» (agradezco a Clifford J. Rogers esta observación).

4 K. R. deVries, «A 1445 Reference to Shipboard Artillery», Technology and Culture XXXI (1990) pp. 818-829.

5 Cita tomada de G. Parker, The Military Revolution. Military Innovation and the Rise of the West 1500-1800, Cambridge, 1988, p. 89.

6 Instrucciones dictadas por el rey Manuel de Portugal en febrero de 1500, en W. B. Greenlee (ed.), The Voyage of Pedro Alvares Cabral to Brazil and India, Londres, 1938, Hakluyt Society, 2.ª serie, LXXXI, p. 183.

7 Fernando Oliveira, A arte da guerra do mar, Lisboa, 1555 (reimpresión: Lisboa, 1983) fol. xlviii.

8 S. y E. Usherwood, The Counter-Armada, 1596. The «Journall» of the Mary Rose, Londres, 1983, p. 77.

9 J. S. Corbett, Fighting Instructions 1530-1816, Londres, 1905, Navy Records Society, XXIX, 100.

10 Alocución de lord Torrington ante el tribunal militar que lo juzgaba en noviembre de 1690, citada en J. Ehrman, The Navy in the War of William III 1689-1697. Its State and Direction, Londres, 1953, p. 350.

11 G. Correa, Lendas da India, I.i, Coimbra, 1922, pp. 329-332.

12 João Ribeiro, Fatalidade historica da Ilha de Ceilão, citado por C. R. Boxer, Portuguese Conquest and Commerce in Southern Asia, 1500-1750, Londres, 1985, cap. 11, 11.