1300-1500
V. Armas nuevas, tácticas nuevas
Christopher Allmand
Aunque los hombres habían luchado a pie durante toda la Edad Media, la infantería comenzó a asumir una función cada vez más importante en la práctica occidental de la guerra a lo largo del siglo xiii. A pesar de haber sido condenada por la Iglesia, la ballesta apareció en acción con frecuencia creciente y constituyó una considerable amenaza para el guerrero montado y su cabalgadura; el arco largo, capaz de disparar flechas a un ritmo de diez por minuto (a diferencia de la tasa de disparo mucho más lenta de la ballesta, que lanzaba dos proyectiles en ese mismo tiempo), podía atravesar con facilidad la armadura de cota de malla. La introducción gradual de la armadura de placas metálicas a partir de 1250, aproximadamente, para reforzar la cota de malla refleja la necesidad reconocida de responder a la evolución del arco, que seguiría influyendo durante siglo y medio en la manera de guerrear.
La protección personal contra los «nuevos» proyectiles era una necesidad, pero convirtió la caballería en una «máquina de combate» mucho más pesada y menos flexible. También hizo que la guerra fuera más costosa. Por motivos sobre todo económicos, el noble, que constituía por tradición la base de la caballería feudal, experimentó dificultades crecientes para mantener su función militar y satisfacer la obligación de luchar derivada de su rango social y su lealtad, pues la disminución de las rentas por bienes raíces y el simultáneo aumento de los costes de la guerra afectaron tanto a su capacidad como a su disposición para combatir.
En Occidente influyeron también diversos factores políticos. Los últimos siglos de la Edad Media fueron testigos de un incremento generalizado en la ambición de las sociedades de gobernarse a sí mismas y librarse de dependencias ajenas. En los primeros años del siglo xiv, los municipios de Flandes se opusieron al dominio feudal de la Corona francesa; en Escocia, el poder «imperial» del rey de Inglaterra se enfrentó a una feroz resistencia en la Guerra de la Independencia, mientras que, en Suiza, varios cantones se alzaron contra la hegemonía austriaca. A finales del mismo siglo, los portugueses confirmaron su independencia en la batalla de Aljubarrota (1385), mientras que el siglo siguiente conoció el éxito de las guerras entabladas en Bohemia contra el dominio germánico. En estos conflictos, mantenidos con gran intensidad, participaron ejércitos formados cada vez más por la población general interesada.
Picas y arcos
En Flandes, el control económico y político estaba pasando en esos momentos a manos de los habitantes de las ciudades, que formaron entonces la columna vertebral de los ejércitos con los que buscaban su independencia. En Escocia, Robert Bruce (Roberto I) luchó contra Inglaterra con un ejército esencialmente «popular» empleando tácticas de guerrilla incompatibles con la práctica bélica de la caballería asociada a la aristocracia. En Suiza (que, al igual que Escocia, era en gran parte un país montañoso inadecuado para el uso de la caballería pesada), el soldado corriente de a pie tenía más futuro que las unidades montadas, sobre todo cuando se empleaba como parte de una táctica agresiva. Además, aparecieron armas en consonancia con el origen social mucho más modesto de aquellos ejércitos. La lanza, la alabarda, la pica, la maza y el hacha eran de producción relativamente barata; la alabarda, en particular, con su gancho capaz de desmontar a un jinete de su cabalgadura, demostró ser un arma apropiadamente «democrática». Sobre todo el arco largo, un arma barata y «popular», sostenido en la vertical del hombro, podía disparar flechas mucho más lejos y con mejor puntería de lo que jamás había conseguido el arco corto, mantenido y tensado en horizontal. Cuando se utilizaba masivamente, el arco largo se convertía en un arma de suma eficacia. Los ingleses aprendieron también a desarrollar plenamente su capacidad combatiendo en compañía de jinetes armados (que empleaban la lanza y la espada), hombres de armas que luchaban cada vez más a menudo a pie al lado de los arqueros. Aquella táctica ofrecía grandes ventajas. Mantenía cierta continuidad con el pasado, pues otorgaba al hombre de armas (persona de cierto rango social) una función nueva –esencial, en realidad– en la práctica de la guerra, que incluía la dirección de los hombres reunidos en torno a él; y, además, ayudaba a crear y desarrollar un vínculo entre los diferentes elementos del ejército, lo cual contribuyó, a su vez, al éxito del hombre de armas.
Cuando Eduardo I de Inglaterra invadió Gales en el último cuarto del siglo xiii, lo hizo al frente de unos ejércitos compuestos por diez o quince soldados de a pie por cada jinete, con la intención de emplear a hombres de armas montados en conjunción con arqueros y ballesteros en batallas campales. El sistema funcionó, tanto contra los galeses como contra los escoceses, muy poco tiempo después. Los arqueros y la caballería se unieron a partir de entonces para proporcionar un nuevo sistema táctico: las flechas desorganizaban al enemigo antes de que la caballería avanzara contra él. Acompañado por los hombre de armas (y reforzado por ellos), el arquero podía mantenerse ahora en el terreno; tenía menos motivos que sus predecesores para huir ante la amenaza del avance de la caballería.
Ciertos sucesos ocurridos en los primeros años del siglo xiv pusieron de relieve la vulnerabilidad de una caballería sin apoyo. En julio de 1302, un ejército de flamencos reclutado entre las milicias locales y las fuerzas burguesas, y que utilizaba picas y lanzas, infligió una derrota aplastante en Courtrai, cerca de la frontera francesa, a un ejército de caballeros franceses (matando a unos 1.000). A pesar de su importancia, aquella derrota de la caballería con un número de bajas desacostumbradamente elevado no fue más que un presagio: poco tiempo después, la caballería francesa derrotó a los flamencos en Mons-en-Pévèle (1304) y en Cassel (1328), y los municipios flamencos sufrieron una aplastante humillación en Roosebeek en 1328.
Sin embargo, Courtrai fue algo más que una victoria insólita. En junio de 1314, Eduardo II de Inglaterra, a pesar de ir acompañado de un ejército de más de 21.000 soldados de infantería, dejó que los escoceses, bien dirigidos por Robert Bruce y con una excelente moral, derrotaran a su caballería en Bannockburn, cerca de Stirling, al limitarse a asignar a la infantería inglesa un cometido de importancia secundaria en la batalla. En aquel encuentro decisivo,
[los escoceses] salieron a pie de entre los bosques formando tres batallones, y mantuvieron con audacia su avance en dirección al ejército inglés, que había permanecido en armas toda la noche con los caballos embridados. Los ingleses, que no estaban acostumbrados a luchar a pie, montaron en medio de una gran alarma; los escoceses, en cambio, habían tomado ejemplo de los flamencos, quienes, combatiendo a pie, derrotaron anteriormente en Courtrai a las fuerzas de Francia. Los mencionados escoceses aparecieron formando una línea de schiltrons [conjuntos de lanceros] y atacaron las formaciones inglesas, que se encontraban apiñadas y no pudieron emprender nada contra ellos, pues sus caballos fueron empalados por las picas de los escoceses. Los hombres de la retaguardia inglesa retrocedieron hasta el barranco de Bannockburn, cayendo unos sobre otros1.
Esa misma situación quedó confirmada en 1315 cuando una fuerza de caballeros e infantes al servicio de Leopoldo de Austria fue derrotada en Morgarten por unos montañeses reclutados en los cantones suizos de Schwyz y Uri, mientras que, en 1319, unos campesinos lograron otra victoria sobre los caballeros en Dithmarschen (Sajonia).
El éxito obtenido por las milicias escocesas, suizas y sajonas representó el desarrollo de una nueva táctica: la carga de infantería en masa, que, sacando el máximo partido a un emplazamiento, tomaba a los caballeros por sorpresa y los confinaba en un espacio reducido. El futuro estaba cada vez más de parte de quienes tenían capacidad y disposición para luchar en masa o en grandes grupos, un estilo que demostraría ser un acierto tanto en el ataque como en la defensa.
Sin embargo, estas innovaciones no se impusieron en todas partes. En Italia, los caballeros lograron un breve periodo de predominio, y, hasta 1450, fue raro que un cuerpo numeroso de infantería, incluso muy entrenada, pusiera en cuestión la supremacía de los jinetes en el campo de batalla. Se sabe, por ejemplo, que, entre 1320 y 1360, 700 adalides de caballería (la mayoría alemanes) desarrollaron sus actividades en Italia al frente de «compañías libres» de soldados veteranos, al principio como asociaciones temporales para obtener violentamente algún botín de las poblaciones civiles, y más tarde como formaciones militares permanentes que pasaban la mayor parte del tiempo a sueldo de alguno de los numerosos Estados italianos. La «Gran Compañía», dirigida por el caballero provenzal Montreal d’Albarno (llamado por los italianos Fra Moriale), sumó en la década de 1350 la cifra de unos 10.000 combatientes y más de 20.000 seguidores de campamento; su «reinado de terror» no concluyó hasta la llegada de la Compañía Blanca, compuesta por unos 6.000 veteranos de las guerras de Francia, invitados a entrar en Italia por el marqués de Montferrat. En una batalla librada en el puente de Centaurino, al oeste de Milán, la Compañía Blanca (denominada así porque sus miembros portaban armaduras de planchas, bruñidas por sus pajes, en una proporción mayor de lo habitual en Italia) derrotó a su rival en 1363 y, poco después, conducida por sir John Hawkwood, se puso al servicio de Pisa, luego del papado, y finalmente de Florencia –donde Hawkwood sirvió como capitán general hasta su muerte, en 1349–. El servicio al Estado no excluía, sin embargo, la obtención violenta de botín: así, la república de Siena sufrió treinta y siete visitas de compañías libres entre 1342 y 1399, mientras los padres de la ciudad decidían a menudo que apaciguar a aquellos profesionales experimentados resultaba menos costoso y perjudicial que movilizarse para combatirlos.
La Guerra de los Cien Años
En la Guerra de los Cien Años (1337-1435) –el conflicto dominante de la época debido a su duración, considerado una guerra de conquista por los ingleses y, en cambio, de defensa y afirmación por los franceses–, las batalles de Crécy (1346) y Poitiers (1365) demostraron la determinación francesa de mantener unas tácticas basadas en gran medida en el impacto que esperaban de su caballería. Al hallarse en situación defensiva, la mayoría de los ingleses desmontaron a fin de absorber el ataque en el momento de producirse, y los hombres de a pie gozaron de una ventaja considerable en la posterior lucha cuerpo a cuerpo. De la misma manera, en Agincourt (1415), el rey inglés Enrique V, enfrentado a un enemigo numéricamente superior, aguardó a que los franceses le atacaran. Y, de nuevo, una gran parte de la caballería y la infantería fue segada en su avance por las flechas (nubes de flechas, según nos cuenta un testigo ocular), antes de poder alcanzar siquiera la línea inglesa.
Si los defensores tenían buen adiestramiento, buen armamento y buena disciplina, los atacantes se encontraban con dificultades crecientes para derrotarlos. Tras absorber un ataque muy debilitado ya por el lanzamiento masivo de flechas, el ejército defensivo estaba listo para tomar la iniciativa contra un enemigo desmoralizado y tenía a mano una caballería para perseguir a quienes pudieran huir del campo de batalla.
Sin embargo, aunque la Guerra de los Cien Años fue testigo de algunas batallas importantes, la principal táctica agresiva de los ingleses en el siglo xiv siguió siendo la incursión –o «cabalgada»– al interior del territorio francés realizada por ejércitos relativamente reducidos, de sólo dos o tres mil hombres. Su propósito principal era debilitar la moral del enemigo y su capacidad para pagar impuestos, además de quebrantar su decisión de resistir, mediante una forma de guerra cuyos principales objetivos no eran otros ejércitos, sino la población, la economía y la infraestructura social. En palabras del poeta italiano Petrarca (nacido en 1309),
en mi juventud... se consideraba a los ingleses como los bárbaros más sumisos. Hoy son una nación ferozmente belicosa. Han echado por tierra la antigua gloria militar de los franceses logrando unas victorias tan numerosas que, aunque en otros tiempos eran inferiores a los desdichados escoceses, han reducido todo el reino de Francia por el fuego y la espada a tal condición que, al recorrerlo recientemente por cuestión de negocios, me he visto obligado a creer que no me hallaba en el mismo país visto antes por mí. Fuera de las murallas de las ciudades no quedaba, por así decirlo, un edificio en pie2.
En aquella guerra de intimidación no se requerían armas defensivas y ofensivas de una gran complejidad; tampoco las virtudes y destrezas tradicionales de la aristocracia militar. Los caballos empleados en aquellas incursiones podían ser pequeños y de poca casta, mientras que el soldado corriente era tan bueno como su superior social para incendiar un pueblo o el establo de un granjero. Los atacantes se movían con rapidez –cubriendo a veces dieciséis kilómetros diarios, como en el caso de la gran incursión dirigida desde Aquitania por el Príncipe Negro en 1355–, y sus tropas se desplegaban en columnas paralelas para devastar la mayor cantidad posible de territorio enemigo con la esperanza de forzar a los franceses a combatir (y ser derrotados) o huir y dejar el reino expuesto a ulteriores devastaciones. En 1346 (en Crécy) y en 1356 (en Poitiers), los ingleses lograron lo primero; en 1355 (incursión contra Carcasona) y 1359 (campaña de Reims), lo segundo. Y en 1360, gracias a la flexibilidad estratégica de Eduardo III, el tratado de Brétigny concedió a este monarca soberanía plena sobre territorios que abarcaban una tercera parte de Francia, además de un enorme rescate por el rey Juan, tomado prisionero en Poitiers.
Asedios y artillería
Sin embargo, aquel estilo de guerra, por más nocivo que fuera tanto para la economía de Francia como para la reputación de la nobleza francesa, tenía escasas posibilidades de forzar una rendición total. En consecuencia, los ingleses optaron en 1415 por una guerra de conquista, con la esperanza, parcialmente cumplida en 1420, de que este método pudiera otorgarles una victoria completa. El nuevo objetivo requería el uso de métodos distintos y más antiguos, en particular el asedio, pues la toma de un castillo o una ciudad fortificada podía traer consigo el dominio militar de la comarca que los rodeaba y, a veces, cierto grado de control político y administrativo. Si la victoria de Enrique V en Agincourt fue una acción destacada, también lo fueron sus asedios de Harfleur, Falaise, Cherburgo y Ruán, realizados con éxito y que otorgaron a los ingleses el control de Normandía y la posibilidad de ampliar aún más su ambición territorial.
El asedio era una forma lenta y relativamente poco espectacular de hacer progresos. Requería la intervención de especialistas, en particular zapadores y hombres para el manejo de las máquinas de balística –el fundíbulo tradicional y otras armas de tensión y palanca utilizadas todavía a comienzos del siglo xv en paralelo con la nueva artillería de pólvora, aunque no siempre al mismo tiempo que ella (véase el capítulo 6)–. Las nuevas armas daban mayor vivacidad a los asedios: según atestiguan descripciones contemporáneas, la vida de los defensores corría un peligro mucho mayor. El número de ciudades francesas amuralladas aumentó considerablemente a lo largo del siglo xiv para disuadir a quienes emprendían una cabalgada. Sin embargo, constituían un blanco fijo para un atacante provisto de artillería, con tal de que pudiese acercarse lo suficiente como para tenerlas al alcance efectivo de sus disparos. El alcance era un factor decisivo: a menudo, cuando los sitiadores disponían de piezas artilleras de mayor tamaño, ello otorgaba ventaja a éstos sobre los defensores, cuyos cañones solían ser más pequeños. La cuestión que se planteaba a los sitiados, enfrentados a un ejército bien provisto de artillería, no era si podían resistir, sino cuánto tiempo podrían hacerlo. Según evidencian los datos contemporáneos, lo que permitió al rey Carlos VII de Francia recuperar en unos pocos meses, a mediados del siglo xv, las plazas fuertes que una generación antes habían resistido mucho más tiempo a los ingleses fue la amenaza planteada por su artillería. El cañón producía miedo, además de destrucción.
Husitas y suizos
El creciente uso de la artillería y la necesidad de construir defensas incrementaron considerablemente el coste de la guerra. Sin embargo, no todas las innovaciones resultaron exorbitantemente costosas. El ejército de los husitas de Bohemia y el estilo de combate adoptado por ellos en su guerra de independencia durante el primer cuarto del siglo xv se caracterizaron por su baratura y por un desinterés total por la caballería. Los seguidores de Juan Huss –ejecutado por herejía en 1415– estaban motivados por el nacionalismo, la religión y el igualitarismo social, e intentaron instaurar un Estado que reflejara sus ideas radicales políticas, sociales y religiosas. Al actuar así, introdujeron en la conducción de la guerra métodos innovadores que resultarían influyentes durante largo tiempo. Dirigidos por Jan Zizka, un líder dotado de genio militar, idearon un peculiar estilo de combate. Entre las novedades se hallaba, por ejemplo, el empleo de los Wagenburgen –o fortalezas de vagones móviles constituidas por carretas– para crear un elemento que comenzó siendo una unidad defensiva utilizada frente a los ataques de la caballería, pero que más tarde acabó empleándose de manera ofensiva –casi como un tanque– para desarticular y desalojar al enemigo y obligarle a retroceder, como hizo Zizka cuando su ejército estuvo a punto de ser cercado en Kutná Hora (Bohemia), en diciembre de 1421.
La fama y el éxito de Zizka se debieron, al menos en parte, a su inventiva: la carreta era en esencia un instrumento campesino, lo mismo que el mayal (manufacturado en grandes cantidades para la guerra) y la pica, utilizados por sus seguidores. Pero el ejército husita tuvo éxito por otros motivos, en especial por haber sido uno de los primeros en servirse de la artillería en el campo de batalla, pues las carretas se empleaban para transportar cañones de un lugar a otro. En otras partes, los cañones y morteros pesados se trasladaban de sitio en sitio sobre carros de cuatro ruedas y, una vez en el lugar donde iban a ser utilizados, se descargaban y montaban sobre armones, preparados para abrir fuego. Las fuentes no hablan de cureñas apoyadas en sólo dos ruedas, ni de «muñones» (segmentos adosados a ambos lados del cañón para hacer pivotar el ángulo de posición del arma) hasta mediados del siglo xv –una fecha sorprendentemente tardía–. El grado de movilidad y la superior velocidad conseguida de este modo otorgó a la artillería una función cada vez más esencial en la guerra táctica, sobre todo contra blancos de movimiento lento, como los soldados que intentaban trepar a las fortificaciones de campaña o avanzar en formaciones cerradas por un terreno difícil. No obstante, la lentitud de la velocidad de fuego y el peligro de explosión significaban que la artillería de pólvora era un arma cuya hora estaba todavía por llegar, al menos por lo que respecta a su volumen de empleo.
Por el contrario, las fuerzas suizas que sirvieron en los ejércitos tanto francés como borgoñón en la segunda mitad del siglo xv estaban formadas en gran parte por piqueros y soldados con armas de mano. Su estilo táctico propiciaba la acometida colectiva debido a la elevada proporción de personas con experiencia militar entre la población y a la ausencia general de diferencias sociales. Al enfrentarse a un asedio, los suizos optaban normalmente por una acción rápida, como el asalto a las defensas; y era raro que tomasen prisioneros (práctica común en las sociedades aristocráticas, donde el señuelo de capturar a gente rica actuaba como incentivo bélico). Además, su costumbre de desafiar al enemigo a combatir contrastaba notablemente con la práctica generalmente aceptada de evitar la batalla (y, por tanto, las consecuencias de una derrota). No es de extrañar, por tanto, que los suizos se hicieran populares como mercenarios, pues estaban preparados, por adiestramiento y tradición, a enfrentarse a las cargas de caballería, que, al finalizar el siglo xv, seguían siendo las maniobras más peligrosas practicadas contra ellos.
La supervivencia de la caballería
En efecto, sería un error decir que la caballería era cosa del pasado. Aunque fueran pocas las zonas dominadas por fuerzas montadas en el grado en que lo era Italia, el ejército francés del siglo xv incluía un gran número de jinetes, tanto de caballería pesada como de infantería ligera a caballo, mientras que el ejército rival de los duques de Borgoña encuadraba también caballería pesada. Aquella situación reflejaba diversos factores. Uno era la supervivencia del orden social tradicional, el feudalismo, en Francia y Borgoña; el guerrero montado, que podía ser un caballero o un miembro de la nobleza, evidenciaba la persistente influencia de dicho orden. También Borgoña mantuvo la influyente tradición caballeresca, fomentada y estimulada deliberadamente durante el largo reinado del duque Felipe el Bueno (1419-1467). La segunda mitad del siglo xv fue testigo del comienzo de un renacimiento de las batallas, relativamente escasas durante los cien años anteriores, debido a las ambiciones territoriales de la corona francesa (recuperada en ese momento de la larga guerra contra Inglaterra). En este sentido, las guerras franco-borgoñonas, en las que participaron activamente fuerzas suizas, son particularmente instructivas respecto a la manera de luchar y a las fuerzas con que se combatía en el tercer cuarto del siglo xv. Al estar entonces más garantizada la protección del caballo y su jinete gracias al desarrollo de una armadura de placas metálicas más compleja (lo que significaba que el caballero podía prescindir del escudo), la caballería reapareció, de alguna manera, en escena. Aunque el cañón y, en especial, las armas de fuego portátiles se utilizaron en proporción creciente, su velocidad de fuego era todavía lenta. Las batallas entabladas por Carlos el Temerario, duque de Borgoña (1467-1477), en Grandson (marzo de 1476), Morat (junio de 1476) y, finalmente, Nancy (enero de 1477) atestiguan el uso de la caballería en la práctica: era improbable que un ejército del siglo xv lograra sin ella una victoria decisiva en el campo de batalla, tanto en ataque como en defensa, sobre todo si el enemigo carecía de una artillería eficaz.
El ejército de finales de la Edad Media
Aquel periodo fue, pues, una época de cambio provocado no sólo por factores técnicos, sino también –lo cual es más importante– por realidades sociales, políticas y económicas. Es posible que el duque Carlos de Borgoña no fuese el Alejandro o el César con quienes él mismo se comparaba, pero sí era lo bastante imaginativo y experimentado como para reconocer la necesidad de dotar a sus ejércitos de una multiplicidad de armas, tanto tradicionales como nuevas. El ejército de 1472, producto de importantes reformas introducidas el año anterior, constaba de una caballería pesada (en torno al 15 por 100), arqueros provistos de animales de carga para el transporte (en torno al 50 por 100), piqueros (en torno al 15 por 100), soldados con armas de mano (10 por 100) y arqueros de a pie (10 por 100). Aunque sólo sean aproximadas, esas cifras ponen de relieve la importancia del caballo en la batalla. Su función no debe ser ignorada ni olvidada.
No obstante, los ejércitos de Carlos el Temerario y otros más siguieron estando dominados por la infantería. En la Inglaterra del siglo xiv, la proporción normal para la recluta de caballería (hombres de armas) e infantería era de 1:2. Bajo Enrique V, a comienzos del siglo xv, la cifra solía ser de 1:3, y ascendió hasta 1:10 en la década de 1440, cuando el reclutamiento resultó muy difícil. Es significativo que el paso a unas cifras de infantería más elevadas se produjera con mucha mayor lentitud en Francia que en Inglaterra: la proporción se situaba aún en dos hombres de armas por cada soldado de a pie a comienzos del siglo xv, y pasó a 1:2, y luego a 1:5 o 1:6, en las décadas de 1440 y 1450, cuando los ingleses fueron expulsados, primero de Normandía y, finalmente, de Aquitania. En España, el ejército que reconquistó Granada una generación más tarde estaba compuesto por un soldado de caballería por cada tres o cuatro infantes. El índice sólo fue significativamente distinto en un país como Bohemia, donde las guerras se debieron a factores sociales y religiosos. El ejército enviado por Segismundo, emperador del Sacro Imperio Romano, contra los husitas en 1422 sumaba un total de 1.656 jinetes y 31.000 infantes, en una proporción de 1:19.
Los ejércitos variaban considerablemente de tamaño, como es natural, en función de las circunstancias, los objetivos militares y la disponibilidad de dinero. Al final del siglo xiii, muchos de los ejércitos formados por personas obligadas a prestar servicio militar eran de gran tamaño. En 1298, Eduardo I de Inglaterra dispuso de casi 30.000 hombres para su expedición contra Escocia (en una proporción de un jinete por unos ocho infantes). A finales del verano de 1340, Felipe VI de Francia pudo haber tenido a su disposición, en todos los escenarios de guerra, la elevada cifra de 100.000 hombres, pagados directamente o financiados por sus ciudades y nobles, mientras que sus adversarios, Eduardo III de Inglaterra y sus aliados, mantenían a unos 50.000 soldados. De todos modos, esos ejércitos fueron probablemente las instituciones militares más numerosas del final de la Edad Media. El desarrollo de los ejércitos pagados, unido a los efectos adversos de la Peste Negra a partir de 1348, no tardó en reducir el tamaño de los mismos. El ejército francés medio de finales del siglo xiv estaba integrado por unos 5.000 hombres, aunque Enrique V dispuso en torno al doble de esa cifra en 1417, y el ejército veneciano debió de haber contado con unos 7.000 soldados hacia 1430.
La guerra naval en la Edad Media
Las hostilidades no se entablaban sólo en tierra. El largo conflicto entre Inglaterra y Francia contempló una creciente revalorización de la función del mar en la guerra. Para combatir en el continente europeo, los ingleses debían hacerse a la mar con objeto de transportar personal y caballos (por millares), además de todo tipo de armamento, provisiones y pertrechos. Había que encontrar barcos destinados para ello, y los funcionarios del rey requisaban naves de las flotas mercantes para garantizar su disponibilidad cuando se necesitaban (necesidad que podía durar meses). El sistema era lento y provocaba mucho resentimiento en las comunidades de comerciantes y pescadores, cuyas actividades se veían afectadas por las necesidades militares del reino. Entre tanto, en Francia, el rey Felipe IV ordenó a finales del siglo xiii la construcción de un astillero, el Clos des Galées, en Ruán, a orillas del Sena. Su intención era dar a la Corona francesa la posibilidad de construir barcos propios (susceptibles de ser puestos en servicio con rapidez) y dotarla, además, de instalaciones para su reparación.
En junio de 1340, en la primera (y quizá la más sangrienta) batalla de la Guerra de los Cien Años, Eduardo III llevó una poderosa fuerza expedicionaria al otro lado del canal de La Mancha, al puerto flamenco de Sluys, en cuya entrada encontró la flota francesa en formación y decidida a impedirle desembarcar. En palabras del cronista Jean Froissart, «esa batalla de la que hablo fue muy abyecta y horrible, pues los combates y asaltos en mar son más duros y a la vez más crueles que los librados en tierra, ya que no hay posibilidad de huir o retirarse»3. Según escribió el cronista inglés Geoffrey Le Baker,
una nube de virotes disparados por las ballestas y de flechas lanzadas por los arcos cayó sobre [los franceses], matando a miles de ellos. Luego, quienes lo deseaban o eran lo bastante audaces, comenzaron a atacarse cuerpo a cuerpo con lanzas, picas y espadas; las piedras arrojadas desde los castillos de los barcos mataron también a mucha gente. En resumen, se trató, sin duda, de una batalla importante y terrible, que ningún cobarde se habría atrevido a observar ni siquiera de lejos4.
Los cálculos contemporáneos de las bajas francesas oscilan entre 20.000 y 50.000 (y los modernos entre 16.000 y 18.000), incluidos los dos comandantes, junto con la mayoría de sus barcos. La derrota de Sluys asestó un duro golpe a las pretensiones francesas de ejercer cualquier control marino.
Enrique V apreció también la importancia de conservar el dominio marítimo, manteniendo sus ambiciones militares en Francia con una flota de unos treinta y nueve barcos, algunos de ellos conseguidos por herencia, captura o compra, y otros construidos en los nuevos astilleros creados por él en Southampton (véase página 126).
El navío de borda alta característico de las aguas septentrionales necesitaba instalaciones portuarias (o, al menos, un muelle) para desembarcar su cargamento y sus hombres; pero las galeras, de carena poco profunda e impulsadas por velas o remos, podían desembarcar en una playa. Castilla y Génova fueron los principales proveedores de esta clase de barcos durante toda la Edad Media, y su importancia se puede juzgar a partir de las iniciativas diplomáticas emprendidas tanto por Inglaterra como por Francia para asegurarse su apoyo durante la Guerra de los Cien Años. Así, un día de calma del verano de 1372, una flota de galeras castellanas destruyó una escuadra inglesa en aguas de La Rochelle, en el golfo de Vizcaya; y entre los barcos hundidos o capturados en la desembocadura del Sena el 15 de agosto de 1416 por una escuadra inglesa había varios navíos genoveses que habían ayudado a los franceses en un bloqueo marítimo y terrestre de la ciudad de Honfleur, tomada el año anterior por los ingleses.
La guerra por tierra y la guerra por mar se fundían en esos bloqueos. En 1346-1347, los ingleses impusieron la rendición a la ciudad de Calais mediante un largo asedio terrestre apoyado por un bloqueo marítimo, consiguiendo así en el continente europeo una valiosa cabeza de puente (conservada hasta 1558). Los puertos y su control eran esenciales para defender una larga línea costera (como la de Francia) y también con fines de ataque. Los puertos eran los lugares donde solían reunirse las flotas y donde podían ser destruidas, por lo cual las acciones navales se llevaban a cabo normalmente cerca de la costa, en aguas someras, más que en mar abierto. Los puertos situados en estuarios controlaban también el acceso a los ríos. La toma de Harfleur en 1415 proporcionó a los ingleses la oportunidad de enviar aguas arriba del Sena hombres, artillería y máquinas de asedio hasta Ruán para el largo bloqueo que condujo a la captura de esta ciudad cuatro años más tarde. Los ríos resultaron especialmente útiles para el transporte de cañones y otros pertrechos pesados en el interior de un país. El acceso a los ríos debía lograrse y mantenerse desde el mar, según comprendieron los ingleses. En el siglo xv fue cada vez más importante ejercer cierto «control» sobre el mar. Sin embargo, no era posible conseguirlo sin alguna clase de armada, entre cuyas tareas se incluiría la protección de los legítimos intereses comerciales de un país.
El Estado y la guerra
Tal como escribió Jean de Bueil en su tratado militar de 1466 Le Jouvencel, «todos los imperios y señoríos tienen su origen en la guerra», y la época final de la Edad Media no constituyó una excepción. Pero tanto la formación de Estados como su conservación dependían de la posibilidad de disponer de soldados. Esta condición podía suponer ya en 1300 el alquiler de mercenarios, habitualmente para prestar servicios de corta duración. Las ciudades-Estado italianas, entonces en pleno crecimiento, recurrieron a esa práctica, mientras que Inglaterra y Francia, los grandes reinos del norte de Europa, dependieron de su sistema social tradicional para procurarse los hombres necesarios para la guerra. Sin embargo, el declive de la obligación feudal de servir en la guerra, la prolongación de los conflictos y la nula disposición de la gente, presionada por la necesidad económica, a combatir por algo que no fuera una recompensa pecuniaria llevaron inevitablemente a la práctica de pagar a todos los soldados por su servicio militar.
El desarrollo cada vez más extendido de esta práctica a partir de los últimos años del siglo xiii tuvo, sin duda, consecuencias importantes. Al tratarse de sumas enormes, la autoridad central (el rey, el soberano, el Estado) era la única capaz de proporcionar fondos, que sólo podían recaudarse mediante impuestos, repartiendo así la responsabilidad de la actividad bélica entre quienes luchaban y quienes pagaban. En consecuencia, el soberano, por su condición de pagador, se convirtió en el patrón, que se ponía de acuerdo con quienes le servían en función de un contrato militar, conocido según los distintos lugares con las denominaciones de indenture (Inglaterra), lettres de retenue (Francia) y condotta (Italia).
La indenture era un documento de importancia tanto práctica como simbólica. Suponía el derecho de los dirigentes de una sociedad a decidir sobre la paz y la guerra. Al mismo tiempo afirmaba el derecho explícito a nombrar comandantes de los ejércitos en tiempo de guerra. (Otra cuestión era cómo debían ser elegidos y en función de qué principios.) Finalmente, otorgaba el derecho a insistir en ciertos criterios encaminados a lograr la eficiencia: quienes recibían una paga estaban obligados a ejercitarse, completar el periodo de servicio convenido (la deserción pasó a ser un delito importante) y recibir el armamento adecuado en función de su posición en el ejército, según se acordaba en el contrato. En las raíces de esta concepción se hallaba la necesidad de imponer una disciplina, derivada en gran parte de la tradición romana y de la recuperación de la idea aristotélica de que toda sociedad debía estar preparada para defenderse. Según algunos, las justas o combates entre dos adversarios, habitualmente a caballo, y los torneos, en los que se practicaban destrezas de equipo, parecían actividades adecuadas. No obstante, también estaba claramente reconocida la necesidad de que otras personas realizaran ejercicios prácticos. En Inglaterra, la ordenanza denominada Assize of Arms (1181) y la Ley de Winchester (1285) marcaron el inicio de una serie de medidas inspiradas por la Corona que hacían hincapié en que los varones adultos no discapacitados tenían obligación de prepararse para la guerra. Los siglos siguientes fueron testigos del restablecimiento de esa clase de medidas en toda Europa. En 1363 se exigió en Inglaterra la práctica regular del tiro con arco; en 1456 se instó a los escoceses a abandonar los juegos de pelota y golf con esa misma finalidad, mientras que, en 1473, quienes servían en el ejército borgoñón recibieron órdenes de prepararse tanto para el combate singular como para luchar en formación. La disciplina se impuso mediante el sistema de inspecciones regulares conocidas con la expresión de «formación y revista», basado en gran parte en la práctica inglesa desarrollada durante la Guerra de los Cien Años. En este caso se atribuía especial importancia no sólo al recuento del personal (destinado a evitar que los jefes de unidad recabaran dinero para pagar a soldados que habían desertado o, aún peor, que nunca habían prestado servicio), sino también a garantizar que se mantenían los niveles mínimos de uniformidad y armamento. De ese modo se satisfacían dos exigencias: la parte contratante sabía que estaba recibiendo algo valioso a cambio de su dinero, y, al mismo tiempo, se mantenían los criterios de eficiencia militar.
El soberano podía esperar ciertas cosas de aquellos a quienes empleaba para combatir, pero, de la misma manera, tenía también algunas obligaciones, dos de las cuales eran especialmente importantes. Una consistía en suministrar al ejército las armas, pertrechos (incluidos los costosos cañones) y vituallas que pudiera necesitar en campaña. Esto requería no sólo dinero, sino también el desarrollo de un sistema de organización y administración a fin de que los ejércitos pudieran ser abastecidos de forma adecuada y regular con esos objetos materiales necesarios. La segunda consistía en proporcionar la paga al ejército, normalmente en efectivo. Esta segunda obligación solía ser a menudo aún más difícil de cumplir y provocaba frecuentes actos de indisciplina entre los soldados, quienes, al no recibir la paga, podían atacar algún blanco «fácil» con el propósito de compensar lo que se les debía. Esta práctica les hacía perder el favor de la población civil (y los posibles apoyos «políticos») y les granjeaba las críticas de los comentaristas, cada vez más conscientes en aquellos años de la penosa situación de las víctimas de esa clase de acciones. Pero todavía podía ser más importante el hecho de que ese comportamiento indisciplinado llevaba con rapidez a una pérdida de eficiencia y eficacia militares. No es de extrañar, por tanto, que se comprendiera la necesidad de que los ejércitos actuasen de manera ordenada y se admirara en general la disciplina supuestamente estricta del ejército romano. Los comandantes ingleses, franceses, bohemios, suizos y borgoñones promulgaron ordenanzas destinadas a controlar las actividades de los soldados, mientras que la creación del cargo militar de condestable reflejó la necesidad de imponer orden en el seno del ejército.
El ejemplo de los antiguos
Las ideas en que se apoyaban estas innovaciones se remontaban a tiempos lejanos. Se conocía bien la tradición clásica (en particular la romana) de conducción de la guerra, cuyas principales lecciones se habían comprendido. Un hombre como el duque Carlos el Temerario de Borgoña era muy consciente de los éxitos de los grandes soldados de la historia; había hecho colgar en la gran sala de su palacio de Bruselas tapices de Alejandro y Aníbal y «disfrutaba con las hazañas de Julio César, Pompeyo, Aníbal, Alejandro Magno y otros hombres grandes y famosos a quienes deseaba seguir e imitar»5. Carlos tenía, asimismo, una traducción realizada para él de la obra de César De bello Gallico. En este sentido, la historia era útil por su valor didáctico. Y también lo eran los autores militares de la Antigüedad. La literatura preferida por la aristocracia militar del siglo xv no era la de ambiente tradicional caballeresco, sino la que se basaba en un aprecio creciente de los valores militares de Roma (en particular) y de lo que éstos podían ofrecerles. Aunque las Estratagemas de Sexto Julio Frontino tuvieron una amplia difusión, el Compendio de asuntos militares de Vegecio seguía siendo, al cabo de un milenio de haber sido escrito, la obra más citada sobre arte militar legada por el mundo antiguo véase página 10). Sus enseñanzas fueron transmitidas también en forma diluida en obras como las Siete Partidas del rey Alfonso X de Castilla y el De Regimine Principum de Egidio Romano, escritas ambas en la segunda mitad del siglo xiii, así como en Les Faits d’Armes et de la Chevalerie, compuesta un siglo después por Christine de Pisan, en la que se basó el escrito Fayttes of Armes and of Chyvalrye, compilado e impreso en Inglaterra en 1490 por William Caxton. De ese modo, la tradición clásica alcanzó en la nueva época mayor difusión que nunca.
Ésa fue también la tradición en la que buscaron inspiración los creadores de un ejército permanente, fundada en la práctica de proporcionar al rey o al príncipe una escolta personal y que no tardó en desarrollarse hasta constituir algo más grande. También derivó de la práctica de recurrir a una fuerza mayoritaria, aunque no exclusivamente, indígena (como reminiscencia de la tradición del ejército de «ciudadanos» del mundo antiguo), que se estaba cultivando en el reino de Nápoles, así como en las repúblicas de Venecia y Milán, en los años centrales del siglo xv. Unas necesidades militares particulares y el creciente rechazo a apoyarse únicamente en una costosa fuerza mercenaria fueron los motivos que sustentaron esos avances organizativos. En Francia, los cimientos del ejército permanente habían sido echados por Carlos VII en 1445 mediante la creación de las Compagnies d’Ordonnance; su sucesor, Luis XI, aumentó considerablemente, a partir de 1470, el número de soldados pagados por el rey. Por esas fechas, su máximo rival, el duque Carlos de Borgoña, estaba haciendo otro tanto. La fase final de la reconquista de España –la recuperación de la Granada mora en 1492– sólo se logró manteniendo a 80.000 hombres a lo largo de diez campañas anuales muy reñidas.
La difusión de las armas de pólvora de producción masiva transformó, sin embargo, con rapidez la naturaleza de la guerra en Occidente. A Carlos el Temerario no le habría resultado muy difícil entender el mundo militar de su bisabuelo, Felipe el Temerario, que había combatido en Poitiers en 1356; en cambio, el de su bisnieto, el emperador Carlos V –quien en 1552 mantenía un ejército que podía llegar a 150.000 hombres que luchaban en cinco escenarios de guerra distintos, tanto en tierra como en el Mediterráneo y en el Atlántico septentrional–, le habría dejado completamente estupefacto debido a la revolución de la pólvora.
1 Thomas Gray, Scalacronica, ed. de J. Stevenson, Edimburgo, Maitland Club, 1836, p. 142. El testimonio de Gray referente a la relación entre Courtrai y Bannockburn es de excepcional interés; Gray fue un caballero inglés capturado por los escoceses que escribió durante su cautiverio. Doy las gracias a Clifford J. Rogers por haber dirigido mi atención a este documento.
2 Citado por R. Boutrouche, «The Devastation of Rural Areas During the Hundred Years’ War and the Agricultural Recovery of France», en P. S. Lewis (ed.), The Recovery of France in the Fifteenth Century, Londres, 1972, p. 26.
3 Jean Froissart, Chroniques, ed. de Kervijn de Lettenhove, III, 196;
4 Chronicon Galfridi le Baker de Swynebroke, ed. de E. M. Thompson, Oxford, 1889, p. 68.
5 Citado en R. Vaughan, Charles the Bold, Londres, 1973, p. 163.