250 a.C.-300 d.C.

III. La práctica romana de la guerra

Victor Davis Hanson

Por más increíble que parezca, en el siglo iii a.C. Roma se expandió simultáneamente hacia el este, contra griegos y macedonios, y hacia el oeste y el sur, contra Cartago, la gran potencia comercial y militar desarrollada en el actual Túnez a partir de una colonia fenicia. Las tres Guerras Púnicas (264-241 a.C., por Sicilia; 218-201 a.C., por Italia y España; y 149-146 a.C., por la propia Cartago) fueron una lucha por el Mediterráneo central que culminó con la desgraciada destrucción de Cartago. La superior organización e infraestructura militar de Roma demostró reiteradamente a lo largo de esos conflictos que –mientras lucharan en Italia o en sus proximidades– los pequeños terratenientes que formaban las legiones podían sobreponerse a un liderazgo o una táctica de mala calidad ganando guerras, aunque perdieran batallas importantes.

La aparición de un ejército mediterráneo

Sin embargo, a finales del siglo ii y principios del i a.C., el ejército romano se enfrentó a un dilema: la expansión ultramarina estaba superando la capacidad militar tradicional. Las luchas casi constantes en el norte y el oeste contra las tribus germánicas (los cimbrios y los ambrones, 113-102 a.C.), en el sur contra el africano Yugurta en Numidia (112-106 a.C.), y en el este contra Mitrídates, en la región del mar Negro (96-82), exigían una reestructuración de las legiones republicanas o el cese total de esa clase de intervenciones. Las campañas romanas solían abarcar en ese momento el conjunto del Mediterráneo y prolongarse a lo largo de todo el año, dejando a los legionarios pocas posibilidades de regresar a su hogar y sus campos tras una serie de batallas estivales. Guarnicionar con soldados murallas, fuertes, puertos y fronteras requería unas tropas permanentes y profesionales, capaces de dominar destrezas que iban más allá del mero combate en el campo de batalla, como la construcción, el asedio y las tareas de policía local. El historiador Tácito comentaba más tarde, refiriéndose a la actividad de los legionarios en la frontera alemana a comienzos del siglo i d.C.: «Se quejaban de la dificultad del trabajo, y sobre todo de tener que construir taludes, excavar fosos, recoger leña y combustible para el fuego y realizar otras tareas de campamento necesarias o inventadas para mantener a los hombres ocupados»1.

A menudo se apelaba a las legiones para crear auténticas infraestructuras en las regiones a partir prácticamente de nada. Un historiador romano anónimo del siglo iv d.C. observaba, refiriéndose a su actividad posterior como tropas de guarnición permanente en Egipto: «Todavía se pueden ver en muchísimas partes de las ciudades egipcias obras públicas del emperador Probo [276-282 d.C.], construidas por él con mano de obra militar... Probo levantó puentes, templos, pórticos y basílicas, todo con el trabajo de los soldados, y dragó muchas desembocaduras de ríos, secó un gran número de pantanos y los convirtió en tierras aptas para el cultivo»2. Si los soldados romanos tenían que ejercer las funciones combinadas de homicidas profesionales, obreros de la construcción y fuerzas de ocupación, necesitaban una formación y una organización muy superiores. En resumen, a finales del periodo republicano, la tradición secular por la que unos pequeños terratenientes romanos organizados por regiones y dirigidos por oficiales locales aportaban sus propias armas y armaduras se había vuelto completamente inadecuada. Los pequeños propietarios nativos sufrieron enormemente en los siglos iii y ii a.C., durante las largas ausencias militares de sus granjas, y, sin embargo, las continuas anexiones realizadas por Roma en ultramar –fruto de los esfuerzos de los propios legionarios– produjeron una importación masiva a Italia de capitales no prediales, como esclavos, dinero en efectivo, alimentos y artículos de lujo. Estos botines solían otorgarse a las élites romanas senatoriales y ecuestres, que gozaban ya de una posición acomodada, personas que invertían sus beneficios crecientemente en fincas más extensas, más especializadas y de carácter a menudo absentista: prestigiosas fincas italianas trabajadas en esos momentos por cuadrillas de esclavos y gestionadas por administradores.

En esta relación circular de causa y efecto, el auge de la agricultura empresarial (latifundia), financiada por capital extranjero expropiado, provocó una despoblación gradual del campo italiano –la auténtica cantera de reclutamiento del viejo ejército romano, cuyos recursos humanos habían garantizado en un primer momento el lucro producido por las colonias–. Apiano, historiador romano del siglo ii d.C., ofreció un retrato retórico pero certero de la problemática situación en que se encontraba la República tardía. Los ricos, afirmaba,

se estaban apoderando de la mayor parte de las tierras no distribuidas. Como el paso del tiempo les había envalentonado, haciéndoles creer que nunca serían desposeídos tras absorber todas las franjas adyacentes de terreno y los lotes asignados a sus vecinos pobres, en parte mediante compra realizada con métodos de persuasión, y en parte por la fuerza, acabaron cultivando extensas superficies, en vez de fincas aisladas, utilizando esclavos como trabajadores y pastores, por si los campesinos libres eran reclutados para servir en el ejército. Al mismo tiempo, la propiedad de esclavos les aportaba grandes ganancias debido a sus numerosos descendientes, los cuales se multiplicaban, a su vez, al hallarse exentos del servicio militar. Así, algunos hombres poderosos acabaron siendo extremadamente ricos, y el grupo de la mano de obra esclava creció en todo el país, mientras el pueblo italiano menguaba en número y fuerza al verse oprimido por la pobreza, los impuestos y el servicio militar. Y si algún pequeño agricultor no se veía afectado por el agobio de esos males, pasaba su tiempo en la ociosidad, pues la tierra se hallaba en manos de los ricos, que emplea­ban como agricultores a esclavos en vez de a hombres libres3.

Esta paradoja se parecía hasta cierto punto a la que afectó a las ciudades-Estado griegas en su madurez en el siglo iv a.C., cuando su preponderancia en el Mediterráneo dejó al descubierto las limitaciones de la idea convencional griega de limitar la ciudadanía a sus campesinos locales y organizar la guerra recurriendo únicamente a una infantería dominante formada por pequeños terratenientes. Es verdad que el paso a una legión profesional y una nación cosmopolita de pueblos asimilados era un requisito previo para la compleja gestión económica y militar del imperialismo romano; pero también presagiaba, como era de prever, el fin del antiguo Estado aislado, manantial del que brotaba toda la tradición militar y cívica de Roma. Y en un sentido aún más amplio, este atolladero sociomilitar ha afectado desde entonces a Occidente en repetidas ocasiones: el éxito de unos ejércitos dinámicos en el extranjero cuestiona –y a veces socava– las premisas ideológicas y políticas del orden social establecido dentro de la patria.

La transición definitiva del soldado de infantería pequeño propietario al legionario profesional en el ejército romano aparece bien ilustrada en la carrera del general romano Gayo Mario (157-86 a.C.). Durante la persecución de Yugurta (107-105 a.C.) en el norte de África, Mario pasó, al parecer, por alto la condición de propietario requerida para servir en la infantería romana, y, en busca de más recursos humanos, equipó sus legiones a expensas del Estado. También normalizó gradualmente un servicio de dieciséis años, en vez de un periodo indefinido. A partir de entonces, el reclutamiento de ciudadanos romanos se disociaría en gran parte del rango social o la fortuna, como en el ejército helenístico. Ello garantizaba una reserva mucho más amplia de posibles soldados, un ejército que podía recurrir exclusivamente al «gobierno» tanto para su manutención como para su retiro. En consecuencia, los legionarios profesionales no sólo no desdeñaban, sino que agradecían manifiestamente «trabajar» de forma continuada en ultramar en las legiones. Según comentaba Vegecio, los reclutas sólo necesitaban ya «una vista aguda, una cabeza erguida, pecho amplio, espaldas musculosas, brazos fuertes, dedos largos, vientre escaso, trasero fino y pantorrillas robustas y nada grasientas»4.

Pero, al acabar con la tradición de las milicias romanas de voluntarios, Mario sentó también un peligroso precedente. Los ejércitos profesionales –según atestiguan los siglos siguientes– podían trasladar su lealtad «estatal» al general concreto que los dirigía, les distribuía la paga, les proporcionaba los pertrechos, les permitía saquear y (sobre todo) les prometía prestaciones al licenciarse. La desmovilización en tiempo de paz dejó pronto de significar para las crecientes hordas de romanos una vuelta a las labores del campo y supuso, en cambio, la inactividad total y el espectro del paro urbano, así como un empobrecimiento seguro. En vez de un origen rural compartido, por no hablar del convencimiento de estar protegiendo el territorio de Italia, el lazo común que vinculaba a los legionarios fue simplemente la propia profesión –y los deseos concomitantes más viles de dinero, gloria y aventura–. En fechas posteriores, el emperador Alejandro Severo (222-235 d.C.) resumió supuestamente la ideología del legionario con estas palabras: «No hay que temer a los soldados mientras estén adecuadamente vestidos y bien armados y tengan un par de botas sólidas, la tripa llena y algo de dinero en la faltriquera»5.

Para hacer frente a los nuevos retos militares en diversos terrenos y medios locales, Mario comenzó a aplicar, asimismo, una serie de reformas logísticas y tácticas necesarias desde hacía tiempo (en sentido estrictamente militar). Las cohortes (formadas habitualmente por unos 480 hombres, tres veces más numerosas que los manípulos, compuestos por unos 160) evolucionaron poco a poco hasta convertirse en la unidad táctica fundamental de la legión, que a partir de ese momento pasaría a definirse, por tanto, en general como una agrupación de 4.800 soldados. En el pasado, la cohorte no había sido mucho más que una organización administrativa vagamente definida, formada por tres manípulos distintos tomados cada uno de las tres líneas de la triplex acies. Sin embargo, tras las reformas de Mario, cada una de las cohortes se convirtió en cierto sentido en una minilegión por derecho propio, una auténtica formación de combate y no un mero epígrafe para el reclutamiento y la anotación de registros. Sus tres manípulos se fusionaron uno tras otro o lado a lado, luchando así como una sola masa: los antiguos hastati de la primera línea, los principes de la segunda y los triarii de la retaguardia cedieron cada uno un manípulo para integrarse en la nueva cohorte. A su vez, las cohortes individuales, y no los manípulos, recompusieron en ese momento la nueva triplex acies de a cuatro en frente, tres en medio y otras tres detrás.

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Mapa 2. Dada la flexibilidad y organización de las legiones y la naturaleza dinámica de las nuevas clases mercantiles romanas, Roma tuvo éxito en casi todos los teatros de operaciones durante los siglos ii y i a.C. y en el i d.C. El dominio militar sobre regímenes más civilizados y antiguos del este y el sur estuvo acompañado en el oeste y el norte por la colonización y la explotación implacables de pueblos más bárbaros de una Europa en gran parte inexplorada.

Con esta cohorte de reciente construcción, los diez segmentos tácticos (en vez de los treinta anteriores) fueron a la vez más poderosos y más versátiles. Eran más capaces de concentrarse en puntos concretos de la línea enemiga. La reforma legionaria garantizó mayor flexibilidad, por lo que los generales romanos no tuvieron que atenerse necesariamente a la triple serie estándar (y predecible) de acometida en toda la legión, sino que podían diversificar su ataque dirigiendo las cohortes hacia los flancos y la retaguardia, donde podían actuar cargando por fases de manera autónoma. Y los comandantes legionarios podían sentirse a partir de ese momento mucho más seguros de que esos cuerpos de actuación independiente no quedarían aislados ni se verían arrollados de golpe, como ocurría con los antiguos manípulos, de dimensiones más reducidas.

En sintonía con esta creciente complejidad militar, Mario intentó normalizar las nuevas legiones profesionales en todos los sentidos. Los hombres (apodados ahora «mulas de Mario») tenían que transportar sus propios pertrechos y armas. Como habían hecho más de dos siglos antes los miembros de la falange macedónica de Filipo, los legionarios realizaban marchas diarias de varios kilómetros sin depender de un apoyo auxiliar en alimentos y bagajes. Un dato todavía más importante fue que los merodeadores (los velites: los romanos escasamente armados, con un surtido variopinto de armamento ligero) recibieron un equipo normalizado y quedaron incorporados al sistema normal de la legión; en adelante, y en caso de que fuera necesaria, cualquier tropa de infantería ligera o provista de armas arrojadizas debería estar compuesta exclusivamente por aliados. En esta evolución hacia la cohesión y la uniformidad, los triarii de la tercera línea abandonaron su hasta (lanza) y recibieron la espada (gladius) y la jabalina (pilum) normales. Esta última arma adquirió una eficacia militar creciente cuando Mario hizo sustituir por un pasador de madera uno de los remaches que unían la punta de hierro al astil. Ahora, una vez que había dado en el suelo o en su blanco, la jabalina se rompía, sin más, o resultaba inutilizable, impidiendo así a las tropas enemigas tomarla y volver a lanzarla contra el adversario. El historiador del siglo i d.C. Valerio Máximo atribuye a Mario la introducción de métodos uniformes para el manejo de las armas y su técnica:

Ningún general lo había hecho antes de él, pero Mario convocó a los maestros de los gladiadores de la escuela de Gayo Aurelio Escauro y enseñó a nuestras legiones un método más preciso de parar y asestar golpes. En consecuencia, consiguió una combinación de valor y destreza que se reforzaban mutuamente: el valor complementaba la destreza con todo su celo; y la destreza enseñaba al valor a protegerse6.

En un gesto de carácter más simbólico, pero emblemático de la transformación general introducida en el ejército romano, Mario restableció los guiones legionarios dando siempre primacía al águila marcial (aquila) y aboliendo los viejos estandartes agrarios del lobo, el caballo, el oso y el minotauro –confirmando, en otras palabras, la naturaleza más mercenaria que agrícola de las nuevas legiones.

El auge de los ejércitos contratados

Sila, oficial de baja graduación a las órdenes de Mario en la guerra contra Yugurta, se unió a su antiguo mentor (e implacable rival en ese momento) para poner fin a la llamada Guerra Social (90-89 a.C.) contra los Estados italianos aliados de Roma (los socii), que obtuvieron entonces derechos formales de ciudadanía e igualdad de oportunidades para ingresar en el ejército de Roma. El prestigio de aquella afortunada campaña y la práctica creciente de asignar las nuevas legiones profesionales a un general con mando en el extranjero proporcionaron a Sila una enorme influencia y un ejército de miles de hombres leales no al Senado, sino a su persona. Desde el año 88 a.C. hasta su muerte, ocurrida el 78 a.C., Sila devastó sistemáticamente una gran parte de Grecia y Asia Menor y marchó con seis legiones sobre la propia Roma con el fin de acabar con la oposición popular interna contra los intereses tradicionales de la aristocracia.

En consecuencia, gracias tanto a Mario como a Sila, el ejército romano se había profesionalizado por completo durante la década de los setenta del siglo i a.C., y al mismo tiempo se había integrado firmemente en la política nacional. Esta peligrosa combinación se mantendría casi sin cambios durante los 500 años siguientes. Las ventajas y los predecibles inconvenientes de aquella transformación salieron a la luz en una serie de desafíos ulteriores planteados al gobierno de Roma por legiones rebeldes a las órdenes de Sertorio en España (80-72 a.C.). Los levantamientos de esclavos dirigidos por Espartaco (73-71 a.C.) y las actividades de piratas independientes (67 a.C.) exigieron medidas extraordinarias, al igual que los renovados ataques lanzados por Mitrídates en Asia (74-63 a.C.) y la conquista final de las Galias (58-51 a.C.).

En cada uno de esos teatros de operaciones, la destreza militar romana –en esencia, la profesionalidad y el adiestramiento de las legiones– se impuso a la superioridad numérica, la astucia táctica y un cúmulo de terrenos difíciles. Sólo la desafortunada e incauta maniobra de Craso contra los partos concluyó en desastre en la batalla de Carras (53 a.C.) –una catástrofe que no se repitió hasta la masacre de las legiones de Varo en los bosques de Germania (9 d.C.).

En las luchas casi constantes del siglo i a.C., el resultado fue casi siempre el mismo, tanto si los soldados romanos combatían contra gladiadores profesionales como si lo hacían contra legionarios rebeldes, marinos mercenarios, guerreros de legiones orientales o combatientes irregulares de tribus del norte de Europa: la victoria final en el campo de batalla, la matanza de los combatientes enemigos y la eliminación absoluta de los adversarios, a pesar de sus dotes. Sin embargo, paradójicamente, el prestigio y los saqueos obtenidos por la destreza y la constancia de los soldados romanos en esa década no enriquecieron al gobierno republicano, y mucho menos al legionario individual. En cambio, generales como Metelo, Lúculo, Pompeyo, Julio César y Craso aprovecharon su mando en provincias para apoderarse de capitales del Estado, con los cuales financiaron sus ejércitos privados, cada vez más numerosos, garantizando así la ulterior consolidación de su poder personal.

El relativo éxito de cada uno de esos grandes personajes dependía únicamente de su propio grado de sagacidad militar y su relativa audacia para subvertir por completo cualquier vestigio de idea republicana de servicio público que supusiera una traba para el mando militar y la apropiación de capital extranjero. Así, tres siglos de constante progreso militar romano culminaron en el siglo i a.C. en un aparato militar que aplastó la oposición tanto externa como interna. Tras haber engullido la mayor parte de los territorios del Mediterráneo, las legiones procedieron a devorar la propia constitución que las había engendrado.

Las dos décadas posteriores al cruce del Rubicón por César el 49 a.C. vieron cómo las legiones se enfrentaban unas a otras en una lucha casi continua. Es difícil detectar una superioridad militar cualitativa en los ejércitos respectivos de César, Pompeyo y sus sucesores, aunque los veteranos de las duras campañas de César en las Galias (58-51 a.C.) demostraron ser, quizá, los más experimentados (por no decir los más briosos). Su cuerpo de oficiales de Estado Mayor y sus legionarios endurecidos en el combate contribuyeron poderosamente a la serie de victorias de infantería en las batallas de Farsalia, en Grecia (48 a.C., sobre Pompeyo); de Zela, en Anatolia (lugar del famoso dicho de César: «Vine, vi y vencí»7, en el 47 a.C., cuando se impuso a Farnaces, hijo de Mitrídates); de Tapso, en Túnez (46 a.C., sobre los generales que habían seguido a Pompeyo, muerto para entonces); y de Munda (45 a.C., en España, donde destruyó la última resistencia de los pompeyanos). Sin embargo, la victoria de César fue sólo temporal: tras el asesinato del dictador el 44 a.C., la matanza prosiguió en una nueva serie de combates entre la siguiente generación de descendientes de Pompeyo y el heredero de César y vencedor final, Octaviano, quien el 27 a.C. adoptó el título de César Augusto, primer emperador romano.

El éxito militar en las guerras civiles se basaba habitualmente en la logística, el reclutamiento y la propaganda política, dependiendo, pues, en última instancia del control de unas mayores reservas de capital. En este sentido, Octaviano constató, más que ningún otro usurpador del poder en su época, la importancia del factor psicológico y el valor de defender en Italia los valores romanos tradicionales (perdidos en su mayoría), en un intento por retratar a sus adversarios como enemigos del orden romano y colaboradores rufianescos de soberanos extranjeros que intentaban socavar el Estado italiano. El resultado fue que, al final, la aristocracia romana y, en especial, las personas con intereses comerciales recientemente enriquecidas acogieron con los brazos abiertos el sólido pragmatismo de Octaviano y le dieron, por tanto, su apoyo. Sus partidarios vieron acertadamente que, entre todo el confuso panteón de aspirantes a tirano, Octaviano era el más afortunado y el más resuelto en su empeño por consolidar un apoyo económico, reclutar ejércitos y poner fin a los últimos vestigios de republicanismo.

La burocracia de la guerra

Al acceder al poder imperial, el recién proclamado Augusto se vio acosado por un cúmulo de problemas militares que iban más allá de las matanzas y el agotamiento financiero causado por dos décadas de guerra. El díscolo ejército romano necesitaba ser reagrupado bajo un mando central y pagado con regularidad con fondos del Estado. Pero a lo largo del siglo anterior los generales habían descubierto que someter al gobierno su mando en la legión representaba el fin de sus ambiciones, y a menudo el exilio o la proscripción. Por tanto, mediante una serie de complejas maniobras legislativas, Augusto otorgó nominalmente el poder a un Senado de reciente constitución y elegido a dedo, del que recibió a cambio consulados, poder tribunicio y mando en las provincias. A partir de ese momento, las legiones juraron fidelidad personal al propio Augusto, expresando así una aparente lealtad al Estado romano. De ese modo, el problema político-militar amainó, pero nunca se resolvió realmente: en el futuro, nuevos bucaneros seguirían abriéndose camino hacia Roma recurriendo a la guerra, obtendrían «autorización» gubernamental y, a continuación, meterían sus manos en las arcas del Estado para pagar el apoyo de sus soldados, ratificado mediante los juramentos personales de los legionarios de tropa.

El historiador Dión Casio (ca. 230 d.C.) describió el desarrollo definitivo y lógico de aquel nuevo sistema. A la muerte del emperador Pértinax, el 193 d.C.,

ocurrió un suceso sumamente desgraciado e indigno de Roma. En efecto, la ciudad y la totalidad del imperio se subastaron, como si se hubieran llevado a un mercado o a una almoneda. Los vendedores fueron quienes habían asesinado al emperador; y los aspirantes a comprarlo, Sulpiciano y Juliano, que aumentaron gradualmente su puja hasta 20.000 sextercios por soldado... Sulpiciano habría sido el primero en ofrecer esa cifra, de no haber sido porque Juliano aumentó su postura no ya en una cantidad pequeña, sino en 5.000 sextercios de una tacada, gritándola en voz alta e indicando además la cuantía con los dedos. Así, los soldados, fascinados por la extravagante oferta y temiendo al mismo tiempo que Sulpiciano pudiera vengar a Pértinax –idea que Juliano les metió en la cabeza–, recibieron a Juliano y lo declararon emperador8.

El coste exorbitante de sobornar a las legiones, continúa Dión Casio, significaba que «era imposible abonarles toda su paga, además de los donativos que estaban recibiendo; pero también lo era no abonársela»9.

Bajo Augusto, los enormes recursos del principado romano y su sistema siempre magistral de administración judicial y civil garantizaron la recuperación rápida de una presencia militar arrolladora tras la devastación de las guerras civiles. En los dos siglos siguientes, el ejército desplegó entre veinticinco y treinta legiones, de 125.000 a 150.000 legionarios, en servicio constante de guarnición en las provincias, con el apoyo, probablemente, de otros 350.000-375.000 soldados de caballería, tropas ligeras y combatientes irregulares de infantería, lo que sumaba un total aproximado de medio millón de soldados en armas y pagados que, de Escocia a Siria, vestían idéntico uniforme, marchaban de la misma manera y defendían murallas similares.

Esto impuso, sin embargo, al enorme ejército imperial romano una función nueva, difícil y ambigua, lo cual constituyó un problema completamente distinto de la tendencia de las legiones a inmiscuirse en política. La expansión se detuvo en el norte a orillas del Rin y el Danubio, en el este con la anexión de Judea (6 d.C.) y los acuerdos con Partia, y en el oeste con la pacificación de España y las Galias y una incómoda presencia en Britania. La incorporación formal de Egipto como provincia imperial aseguró la costa septentrional de África. En consecuencia, las legiones, sobre todo en el este, dejaron de ser las agresivas unidades guerreras de los tres siglos anteriores para convertirse en una enorme –y costosísima– fuerza de policía. En Antioquía, por ejemplo, el retórico romano Frontón se quejaba de que los legionarios «dedicaban su tiempo a aplaudir a actores y se hallaban más a menudo en la taberna más cercana que en sus unidades. Los caballos tenían las crines greñudas de puro abandono, pero sus jinetes se depilaban de arriba abajo; era raro ver a un soldado con pelos en los brazos o las piernas»10. La inevitable entropía que se imponía cuando la tropa vivía acuartelada en vez de hallarse en marcha minaba la moral, pues los legionarios, servidos a menudo por auxiliares numerosos pero extraoficiales, se entrometían en la administración local y practicaban a menudo la extorsión. En cierta ocasión, refiriéndose a este problema, Adriano se limitó a deducir, según se cuenta, que «la inactividad es fatal»11. Y, a veces, las cartas enviadas por los soldados del imperio reflejaban más los aspectos sociales del servicio militar romano en las provincias que los relacionados con la guerra:

Juliano Apolinario a su padre Sabeno, 26 de marzo [107 a.C.]: Las cosas me van bien por aquí, gracias a Serapis. Llevo una vida muy segura, y aunque otros se pasan el día recogiendo piedras y ocupados en otras tareas, yo, de momento, no he sufrido nada de eso. He pedido al gobernador Claudio Severo que me nombre empleado de su equipo de gobierno12.

Las legiones en la frontera

Dadas las enormes dimensiones del imperio, no tardó en imponerse el regionalismo: el ejército profesional romano era multicultural en conjunto, pero cada vez fueron más las legiones provinciales que podían no llegar a ver nunca Italia ni ninguna otra zona del imperio. Las legiones reclutaban a sus hombres y oficiales entre los residentes locales y buscaban la estabilidad dentro de su ámbito inmediato. Esta práctica explica por qué más tarde las insurrecciones revolucionarias solían originarse en la frontera, y por qué los romanos fueron reacios durante siglos a crear una gran reserva centralizada que pudiese dirigir la totalidad de los recursos del imperio contra un único punto candente.

No obstante, a pesar de la creciente burocratización de la rutina diaria en las guarniciones y de la politización del ejército, a pesar de la aterradora perspectiva de tener que matar a otros romanos sin previo aviso, y a pesar de la creciente obsesión por la paga y la jubilación, la mayoría de las legiones siguieron combatiendo de algún modo espléndidamente en el campo de batalla durante los tres primeros siglos del imperio. Al hablar de la superioridad de los romanos en combate, Josefo, el historiador romano judío de comienzos del siglo i d.C., hizo esta famosa observación, citada con frecuencia:

Si nos fijamos en el ejército romano, veremos que el imperio acabó en sus manos debido a su valor, y no como un don de la fortuna. En efecto, sus soldados no esperan al estallido de la guerra para practicar con las armas, y en tiempo de paz no se quedan ociosos, movilizándose sólo en época de necesidad, sino que parecen haber nacido con las armas en la mano; nunca interrumpen su instrucción ni esperan a que surjan situaciones de emergencia... No nos equivocaríamos si dijésemos que sus maniobras son como batallas incruentas, y sus batallas maniobras cruentas13.

Casi cuatrocientos años más tarde, Vegecio, autor de un manual sobre instituciones militares romanas, consideraba todavía que el éxito bélico de Roma radicaba en esa clase de adiestramiento y organización: «La victoria se lograba no por la mera cantidad numérica y el valor innato, sino por la destreza y la instrucción. La conquista del mundo por el pueblo romano tuvo como única causa, según vemos, el entrenamiento militar, la disciplina en sus campamentos y la práctica de la guerra»14.

¿Cómo afrontaron aquellas fuerzas adiestradas los retos planteados en las inmensas fronteras romanas? ¿Cuál fue la estrategia defensiva del imperio y su política con los Estados y pueblos clientelares en la frontera o junto a ella durante los casi quinientos años de defensa romana hasta el siglo v d.C.? Algunos historiadores han considerado esa preparación constante contra ataques foráneos como una reacción excesiva: la mera sustitución de una estrategia militar refinada y flexible por hombres y materiales. Otros interpretan, incluso, el medio milenio de servicio fronterizo como una inmensa y engañosa «guerra fría» y piensan que la presencia de enormes ejércitos en la frontera no era otra cosa que el brazo explotador de la economía romana, el medio para extraer capital de los bárbaros extranjeros y llevarlo al imperio, justificando al mismo tiempo la creciente militarización de la sociedad latinizada.

Aunque es posible que no hubiera en ningún momento una «guerra fría» romana organizada por planificadores estratégicos, la amenaza de invasión era, no obstante, real, las medidas para la defensa del imperio intrincadas, y el despliegue de soldados y bases complejo. A partir de los últimos años del siglo i d.C., una serie de emperadores romanos fueron, sin duda, estrategas militares que se esforzaron creciente y realmente por imaginar un ámbito de civilización romana extenso pero estático, en cuyo seno todos poseerían la ciudadanía y se atendrían a los usos y prácticas de Roma. La estrategia de los emperadores de la dinastía Julio-Claudia (27 a.C.-68 d.C.) –consistente en conseguir reyes clientelares y llevar a cabo acciones ofensivas punitivas en territorio enemigo– dio paso, a partir de Vespasiano (69-79 d.C.), a una defensa más atrincherada, a unas medidas que evitaban la campañas expedicionarias y se caracterizaban más por las fortificaciones permanentes –murallas, campamentos y fuertes–. Y después de que Diocleciano (284-305 d.C.) implantara un programa de construcciones fronterizas, aparecieron por fin reservas de naturaleza más móvil. Bajo Constantino y sus sucesores, las comarcas fronterizas podían cederse y recuperarse a medida que adquiría progresivamente mayor sentido una defensa en profundidad, más que la fijación en una única línea –cada vez más costosa– trazada en la arena.

En resumen, a pesar de la intromisión de las legiones en la política romana y del inmenso territorio que debían cubrir, de los enormes impuestos que había que recaudar, de la creciente corrupción y desorden inherentes al mantenimiento de guarniciones militares permanentes, las legiones imperiales consiguieron preservar durante casi cinco siglos la tradición de disciplina rigurosa y sólida tecnología, tan característica de la superioridad grecorromana en el campo de batalla. Aunque para entonces utilizaba ya la lengua griega, el ejército del imperio romano oriental (o bizantino) seguía empleando todavía en el siglo viii las voces de mando y las enseñas creadas casi mil años antes para controlar a las «mulas de Mario»; entretanto, en Occidente, el legado militar de Roma prevaleció ochocientos años más.

1 Tácito, Anales 1.35.

2 Scriptores Historiae Augustae, Vida de Probo 9.3­5.

3 Apiano, Las guerras civiles 1.7.

4 Vegecio, Compendio de asuntos militares (Epitoma rei militaris) 1.6.

5 Alejandro Severo, citado en Scriptores Historiae Augustae, Vida de Alejandro Severo 52.3.

6 Valerio Máximo, 2.3.2.

7 Suetonio, Vida de Julio César 37.

8 Dión Casio, Historia romana 74.11.2-6.

9 Dión Casio, Historia romana 78.36.1-3.

10 Frontón, Cartas, Lucio Vero 19 (Ad Verum 2.1.19).

11 Adriano, citado en Frontón, Cartas, P4 11 (2.208).

12 C. C. Edgar, A. E. R. Boak, J. G. Winter et al., Papyrus in the University of Michigan Collection, Ann Arbor, 1931, p. 466, 18-32.

13 Josefo, La guerra judía 3.102-7.

14 Vegecio, Compendio de asuntos militares 1.1.