350-250 a.C.
II. De la falange a la legión
Victor Davis Hanson
Las declinantes ciudades-Estado griegas intentaron con ánimo valiente –pero más a menudo de forma trágica– incorporar métodos de combate nuevos, aunque fueran la antítesis de la antigua lucha hoplita no profesional y de las normas tradicionales de la guerra agraria. La nostalgia de lo antiguo pervivió, pero los dirigentes políticos se vieron obligados a enfrentarse a las nuevas realidades militares. «Nada ha experimentado una revolución y una mejora mayores que el arte de la guerra», advertía el orador Demóstenes a su público de atenienses del siglo iv a.C., satisfechos consigo mismos. «Sé que, en los tiempos antiguos», continuaba, «los espartanos solían dedicar, como todos los demás, cuatro o cinco meses del verano a invadir y asolar territorio enemigo con una milicia de hoplitas y ciudadanos, para regresar luego a casa. Eran tan anticuados –o tan buenos ciudadanos– que nunca recurrieron al dinero para aprovecharse de nadie, sino que sus luchas eran justas y abiertas»1.
Para entonces, el rango social era en gran parte ajeno al campo de batalla. Los griegos ricos, medianos y pobres podían pelear a caballo, lanzar jabalinas o blandir lanzas como guerreros a sueldo o como miembros renuentes de una milicia. Había desaparecido la equiparación exclusiva entre campesino y soldado de infantería. Jenofonte se quejaba en su obra Los ingresos de que, en Atenas, la falange estaba perdiendo estima al reclutar para las filas de la infantería a extranjeros residentes en la ciudad. «La polis saldría también mejor librada», aconsejaba, «si nuestros ciudadanos prestaran el servicio militar agrupados y dejaran de mezclarse con lidios, frigios, sirios y bárbaros de todo tipo, que constituyen una gran parte de nuestra población residente extranjera»2.
El principal problema de aquel mundo feliz y en expansión de la práctica de la guerra en la Grecia del siglo iv a.C. era su coste. Las catapultas de torsión, los merodeadores mercenarios, las flotas permanentes, los arqueros expertos, los honderos y los lanzadores de piedras, la capacidad para hacer frente a cualquier tipo de desafío militar en todo momento, requerían un capital. Sin embargo, paradójicamente, el paso a una situación de enfrentamientos permanentes en todos los teatros de operaciones del Mediterráneo constituía también una garantía de que las fuentes esenciales de ingresos militares de los griegos –el comercio, la agricultura y la calma en las zonas rurales– iban a sufrir un constante trastorno.
La guerra se vuelve demasiado costosa
Muchas ciudades-Estado se vieron, por tanto, en un dilema: no podían soportar las provocaciones y el saqueo de su territorio, pero tampoco podían permitirse reclutar las fuerzas permanentes necesarias para asegurarse la tranquilidad. Jenofonte vio que la complejidad de la guerra entre las pendencieras ciudades-Estado se había vuelto demasiado cara para la mayoría de las haciendas de las poleis y, por tanto, la beligerancia exigía una actitud más pragmática que heroica: «Es posible que alguno me pregunte», conjeturaba, «¿debe una polis mantener la paz con su agresor, incluso cuando ha sido tratada injustamente? No, por supuesto que no. Pero sí digo que seremos más afortunados frente a un enemigo si, de entrada, no provocamos a nadie actuando con injusticia nosotros mismos»3.
Tras la batalla de Mantinea (362 a.C., librada entre Tebas y Esparta), en la cual no se llegó a una conclusión clara, pocas milicias hoplitas se enfrentaron en batallas campales decisivas –y ni siquiera el choque entre falanges determinó ya el resultado de las guerras–. De hecho, el último enfrentamiento hoplita, entre espartanos y tebanos en Mantinea, no resolvió nada: en las últimas páginas de su historia de Grecia, Jenofonte afirmó que, tras la batalla, «ninguno de los dos bandos se halló en mejor situación que antes, y tampoco consiguió territorios ni poleis adicionales ni una mayor influencia. En realidad, después de la batalla hubo en Grecia más confusión y desorden que antes»4. Al fin y al cabo, una vez despojada del protocolo agrario que la envolvía y protegía, la falange resultaba de por sí problemática desde un punto de vista táctico: era torpe como instrumento de persecución y estaba mal adaptada para destruir las fuerzas cada vez más diversas que actuaban en el terreno. Si había perdido la capacidad de lograr resultados decisivos, otras fuerzas contratadas por el Estado podrían hacerlo.
Así, el combate de repertorio fue sustituido por la audacia y la fanfarronería de capitanes mercenarios y condotieros itinerantes, guerreros con patente de corso que ignoraban el protocolo de las antiguas ciudades-Estado griegas. Isócrates, orador ateniense del siglo iv a.C., se quejaba de que sus compatriotas no escogían ya a comandantes militares entre sus políticos no especializados, sino que recurrían a turbios profesionales: «Como si desconfiáramos de su inteligencia, no elegimos para generales a hombres cuyo consejo seguimos en ámbitos de la máxima importancia. En cambio, enviamos ahora al campo de batalla, con una autoridad ilimitada, a aquellos cuyo consejo nadie desearía para guiar sus asuntos o los de la polis»5. Los principales actores –Atenas, Esparta, Tebas, Argos, Corinto, Tesalia y Sicilia– utilizaron todas las fuerzas de que disponían, recurriendo a alianzas y contraalianzas, a subterfugios y conjuras, para mantener un equilibrio de poder agotador y, no obstante, tosco, durante la primera mitad del siglo iv a.C., mientras contemplaban con aprensión la nueva amenaza de Macedonia, en el norte.
Reinvención de la falange
Por desgracia para las ciudades-Estado griegas, Filipo II de Macedonia no era un simple líder hoplita a la antigua usanza. Y mucho menos un bandolero meramente astuto y con escaso poder, capaz tan sólo de arrebatar o arrancar unos pocos años de hegemonía a las comunidades griegas. Muy al contrario, a lo largo de más de dos décadas (359-338 a.C.), Filipo organizó con meticulosidad y de manera subrepticia un ejército nuevo y grandioso, pertrechado, dirigido y organizado de forma completamente diferente de todo cuanto había constituido la antigua práctica griega.
Filipo añadió a su falange de implacables «compañeros de a pie» profesionales (pezetaíroi) –«los macedonios más altos y fuertes», según un comentarista contemporáneo– la «caballería de camaradas» (hetaíroi), un cuerpo de elite formado por jinetes aristócratas sólidamente acorazados sobre fuertes monturas. Otro contingente de la infantería, quizá con menos armadura, los «portadores de escudos» (hypaspistái), ocupaban el centro de la línea de combate macedonia, al lado de la falange6. Los hypaspistái solían ser las primeras fuerzas de infantería que seguían tras la arremetida de la caballería, creando así un vínculo esencial entre el ataque inicial de los jinetes y la ulterior acometida de la falange propiamente dicha. Unos cuerpos profesionales de infantería ligera, honderos, arqueros y lanzadores de jabalina, completaban aquel grupo de ejército compuesto aportando un bombardeo preliminar y un fundamental apoyo de reserva.
Estos contingentes macedonios no constituían una fragmentación de fuerzas, sino una diversificación y refinamiento de armas: no eran una cacofonía, sino una sinfonía de hombres profesionalmente equipados. La falange fue rehabilitada a fondo por Filipo y adquirió una importancia nueva; pero con él se aceleró la evolución que la alejaba de sus raíces agrarias. El general ateniense Ifícrates, del siglo iv a.C., había previsto esas polifacéticas innovaciones militares cuando, de manera típicamente griega, comparó el nuevo ejército con un organismo humano: los soldados con armas ligeras eran las manos; la caballería, los pies; la falange de infantería propiamente dicha, el pecho y la coraza; y el general, la cabeza7.
La aportación de Filipo a la historia de la práctica occidental de la guerra fue tanto organizativa como táctica. Al principio, el equipamiento y las tácticas de su falange macedonia no diferían considerablemente de las columnas tradicionales de hoplitas de las ciudades-Estado griegas. Se conservó, por ejemplo, la lanza (sarissa), pero alargándola de dos metros y medio a casi cuatro y medio. Ahora, su control y manejo adecuados requerían el uso de ambas manos. El escudo redondo se redujo, mientras que las grebas, la mayoría de los petos y el pesado yelmo fueron sustituidos por piezas de cuero o materiales compuestos, o bien se abandonaron.
Pero la idea central de una masa combatiente conservó su primacía. Onasandro, el teórico militar que escribía en época romana, observó, refiriéndose a la falange macedonia, que «las formaciones en posición de avance parecen más peligrosas por el esplendor de sus pertrechos», y que «esa terrible visión infunde el miedo hasta la propia alma del enemigo»8. En realidad, la falange de Filipo, compuesta por piqueros y formada y protegida por fuerzas tan diversas, era a la vez más letal y versátil que las columnas tradicionales de hoplitas. Ahora, el enemigo podía ser alcanzado por las cinco primeras filas, y no por tres, como al principio. El historiador Polibio, del siglo ii a.C., sabía que un cuerpo de infantería que se enfrentase a semejante «tormenta de lanzas» podía tener concentradas sobre cada uno de sus hombres hasta diez puntas de acero. «Nada puede oponerse a la falange», era la sencilla conclusión de Polibio. «Un romano por sí solo, con su espada, no tiene capacidad de acuchillar ni abrirse paso entre las diez lanzas que ejercen presión sobre él conjuntamente.»9 Al fin y al cabo, los hombres de la falange macedonia podían fijar su atención exclusivamente en empujar con sus temibles lanzas, sin el agobiante peso de la antigua panoplia del hoplita o la necesidad de proteger con un enorme escudo al camarada situado inmediatamente a su izquierda. Ahora, lo único que contaba era el ataque, las picas y el movimiento hacia adelante; la defensa, los escudos largos y la preocupación por cubrir al vecino tenían poca importancia.
El objetivo de los macedonios era el avance y la anexión, no la salvaguarda de sus fronteras. La nueva falange macedonia, utilizada con gran precisión y potencia, solía descargar un golpe demoledor una vez avistado el blanco y después de que el trabajo de la caballería y los contingentes auxiliares lo hubieran hecho vulnerable. Los ataques de la caballería batían al enemigo como un martillo contra el tosco y larguísimo yunque de la falange con sus lanzas hirsutas (aunque aquella masa de infantería debía procurar siempre, como explicaba el historiador griego Polibio, permanecer sobre «terreno despejado, libre de zanjas, barrancos, árboles, crestas y cursos de agua, todo lo cual puede detener y romper una formación de esas características»10). Aquella coordinación entre infantería caballería era un fenómeno completamente nuevo en la historia de la conducción de la guerra en Occidente, muy alejado de la capacidad o visión táctica incluso de los griegos más innovadores del siglo iv a.C.
El dominio macedonio
Filipo aportó también a la práctica occidental de la guerra una ideología de combate completamente nueva. Es verdad que la lucha real de enfrentamiento suponía todavía asaltos frontales y, por tanto, seguía siendo tan gallarda como en las antiguas falanges griegas del pasado. El choque a la carrera entre cuerpos de infantería masivos y la punta de la lanza dirigida hacia el rostro del enemigo constituían todavía el dogma predilecto de cualquier miembro de la falange macedonia alineado en columnas. Pero la conducción de la guerra se había convertido en algo que iba mucho más allá del valor personal, la bravura y la fuerza física.
Además, los macedonios de rostro implacable no mataban sólo para obtener territorios. La batalla está pensada más bien como instrumento de una ambiciosa política estatal. El mecanismo destructivo de Filipo, dirigido a la conquista y la anexión, era una fuente radical de agitación social y convulsión cultural, y no una institución griega conservadora dirigida a preservar la comunidad agraria existente. Sus hombres eran también de una especie completamente distinta a la de los hoplitas del pasado. En su comedia Filipo, el dramaturgo Mnesímaco (ca. 350 a.C.) hace que sus típicos soldados de la falange macedonia se ufanen con las siguientes palabras:
¿Sabéis contra qué clase de hombres tendréis que luchar?
Cenamos espadas afiladas,
y tragamos antorchas ardientes como si fueran vino.
Luego, como postre, nos traen dardos cretenses rotos
y astas de lanza astilladas. Nuestras almohadas son escudos
y petos, y a nuestros pies yacen arcos y hondas.
Nos coronamos con guirnaldas hechas de catapultas11.
La conocida hostilidad de Filipo hacia las ciudades-Estado independientes compuestas por pequeños terratenientes hoplitas explica la desmesura de su retrato en la oratoria conservadora de las poleis griegas del siglo iv a.C. Demóstenes lo describió como un monstruo cojo y tuerto, «que disfruta tanto con el peligro... que, para agrandar su imperio, ha sido herido en todas las partes de su cuerpo luchando contra sus enemigos»12 –un terrible supermán que guerreaba en todo momento y de todas las maneras–. Demóstenes advertía a los atenienses:
Os dicen que Filipo marcha sin que nadie lo detenga no porque dirija una falange de hoplitas, sino por ir acompañado de merodeadores, jinetes, arqueros, mercenarios y otras tropas similares. Cuando, apoyándose en esas fuerzas, ataca un pueblo en el que reina la discordia, y cuando, debido a la desconfianza, nadie sale a luchar por su país, él saca sus máquinas de guerra y monta un cerco. Apenas necesito deciros que Filipo no distingue entre el verano y el invierno y no reserva ninguna estación para la inactividad13.
En Queronea (338 a.C.), Filipo y su hijo Alejandro, de dieciocho años, hicieron añicos la falange de tebanos y atenienses, quebrantando así la resistencia nacional de Grecia. Debemos cuidarnos de atribuir exclusivamente las causas de aquella victoria decisiva a la superioridad de los macedonios en técnica, destreza o innovación táctica: lo que debilitó de manera fatal la cohesión de las líneas griegas fueron el pánico y el hundimiento del flanco izquierdo de los atenienses, que avanzaban aterrados. La infantería de Atenas estuvo a punto de irrumpir entre las filas de los macedonios, mientras sus aliados tebanos, situados en el flanco derecho, aguantaban con obstinación en la llanura el ataque del joven jinete Alejandro.
En cambio, la disciplina macedonia, la espléndida integración entre caballería e infantería, el dominio pleno del campo de batalla y el control de todos los contingentes explican –más que la longitud de sus lanzas o la fingida retirada de Filipo– el triunfo de los norteños. Al concluir la batalla, los tebanos yacían aniquilados sobre el campo. El cuerpo de elite, su «batallón sagrado», compuesto por 150 parejas de amantes homosexuales, había caído como un espléndido ciervo herido para ser inhumado más tarde bajo el león de piedra que se yergue todavía al lado de la moderna carretera. Un conmovedor epitafio dejó el siguiente testimonio sobre los atenienses masacrados en Queronea, la última generación de la infantería de hoplitas libres:
Que el Tiempo, el dios que supervisa toda clase de asuntos,
lleve a todos los hombres el mensaje de nuestros padecimientos,
de cómo caímos muertos en las afamadas llanuras de Beocia,
esforzándonos por salvar la sagrada tierra griega14.
Occidente se encuentra con Oriente
La experiencia de las batallas de Maratón y Platea (véanse pp. 29-31) había permitido que los griegos supieran que Persia era vulnerable. El 401 a.C., los valientes «10.000», una fuerza mercenaria contratada por Ciro II para recuperar el trono de Persia, descubrieron esa misma realidad, aunque se vieron obligados a emprender una retirada tras la muerte de su patrón en la batalla de Cunaxa. Los espartanos enviados para expulsar a los persas de Asia Menor en la década de 390 a.C. se dieron cuenta de que la infantería griega tenía pocas dificultades para desbaratar cualquier cuerpo de infantería que los persas pudieran reclutar. Curiosamente, la principal preocupación de un ejército expedicionario griego en el este era hacer frente a los hoplitas mercenarios de su propio país, pagados por los persas y omnipresentes. Antioco, por ejemplo, embajador de una ciudad-Estado griega, se mofó a su regreso de una visita a Asia (367 a.C.) diciendo que había visto a «multitudes de panaderos, cocineros, escanciadores y porteros» del rey de Persia, «pero, por lo que respecta a hombres capaces de combatir contra los griegos, no había logrado encontrar ninguno, a pesar de haber mirado atentamente»15.
La idea de hacer conquistas en Oriente había ocupado, por tanto, las mentes de algunos griegos durante generaciones. Al fin y al cabo, la enorme riqueza del Imperio persa resultaba especialmente tentadora para los políticos griegos, habida cuenta de sus crecientes dificultades económicas y del desgaste acelerado del control imperial al otro lado del Egeo, en territorio asiático. Pero el quid de la cuestión había sido siempre el abandono de la vieja idea de una milicia hoplita, para idear en su lugar un sistema logístico y un ejército leal y unificado procedente de todas las ciudades-Estado griegas, una amalgama social y militar susceptible de ser aprovisionada a larga distancia mientras se enfrentaba a una multiplicidad de tropas enemigas en cualquier terreno. Ésa era, justamente, la razón de que, en el siglo iv a.C., el rey espartano Agesilao hubiera deplorado, según se suponía, las constantes luchas intestinas entre los griegos, mientras su enemigo, los persas, no sufría ningún ataque: «Si vamos a seguir destruyendo a los griegos que consideramos culpables, deberemos procurar que nos queden hombres suficientes para conquistar a los bárbaros»16.
Tras el asesinato de Filipo (336 a.C.), el joven Alejandro, de veinte años, inició la invasión de Persia, planeada por su difunto padre, con una victoria a orillas del río Gránico, cerca del Helesponto (334 a.C.). No existe ninguna batalla «típica» de Alejandro; ningún plan exacto explica las victorias tácticas del joven general. Pero en su primera arremetida feroz a orillas del Gránico, Alejandro estableció una pauta que iba a caracterizar sus tres principales triunfos bélicos después de aquel primero: Isos (333 a.C.), Gaugamela (331 a.C.) y el Hidaspes (326 a.C.).
La pauta consistía en lo siguiente: (1) adaptación brillante al terreno local, a menudo desfavorable (todas sus batallas fueron libradas a orillas de un río o en sus proximidades); (2) liderazgo, con varios ejemplos aterradores de valor personal –siempre rondando la muerte– al frente de su séquito de jinetes; (3) unas sensacionales cargas de caballería centradas en un punto concreto de las líneas enemigas, destinadas a dirigir al enemigo desconcertado hacia las lanzas de la falange en pleno avance; (4) la asignación de unidades especializadas para realizar fintas iniciales o reforzar lugares problemáticos; y (5) la ulterior persecución o destrucción de las fuerzas enemigas en el campo de batalla, como reflejo de la decisión impulsiva de Alejandro de lograr la eliminación, y no sólo la derrota, de los ejércitos enemigos.
En la batalla de Gránico, por ejemplo, Alejandro se sobrepuso a la ostensible desventaja en que se hallaba cruzando el río crecido tras haber descubierto que los persas habían situado una fuerza de caballería ligera delante de su falange de mercenarios griegos. Alejandro se centró en la sección central izquierda de la línea enemiga para asestar su golpe principal. Con el fin de impedir que el adversario se concentrara en ese preciso punto de ataque, Alejandro lanzó una carga inicial de jinetes macedonios –condenada al sacrificio– más a la izquierda de las líneas persas, adonde el enemigo envió refuerzos instintiva y equivocadamente. De pronto, Alejandro salió en persona del río Gránico dirigiendo una acometida oblicua de caballería pesada. La caballería enemiga vaciló y, luego, cedió terreno en la feroz refriega. Plutarco relata que, en el combate cara a cara, Alejandro estuvo a punto de perecer, pues su escudo chillón y su penacho blanco atraían los disparos de un gran número de proyectiles. Una jabalina hizo blanco en su peto; un hacha de guerra estuvo a punto de partirle el casco en dos.
La falange macedonia y los hypaspistaí avanzaron de inmediato sumergiéndose en el agua, trepando por las orillas y demoliendo –como han hecho las columnas de lanceros a lo largo de la historia– la caballería enemiga, presa de la confusión. Con el frente de la caballería persa hecho pedazos, la falange griega enemiga de la retaguardia quedó pronto envuelta por las alas izquierda y derecha de la victoriosa caballería macedonia. Sólo faltaba encauzar a los mercenarios helénicos, ya condenados, hacia el avance de la infantería. Los griegos a sueldo perecieron o se rindieron en su totalidad. Las bajas macedonias no llegaron a 200; el número probable de persas y mercenarios griegos muertos fue de 10.000. No es de extrañar que los macedonios de Alejandro –nobles, campesinos y tipos duros por igual– siguieran a un comandante como aquél hasta adentrarse en los ricos territorios del interior de Asia.
No obstante, por más espectaculares que fueran estas obras maestras de combate, por más decisiva que resultase la «estrategia bélica» de Alejandro, consistente en ir en busca de fuerzas enemigas en vez de territorios, los principales enfrentamientos campales no sumaron más de una semana de acción de los cerca de 3.600 días de campaña continuada. Por tanto, es acertado recordar también los asedios, las marchas y las escaramuzas –mucho menos pregonados–, operaciones que formaron parte igualmente de la notable destrucción de la civilización asiática llevada a cabo por los macedonios a lo largo de una década. El valor personal de Alejandro, incluidas sus espléndidas –y casi suicidas– incursiones en las líneas enemigas, resulta bastante engañoso: lejos de ser un exaltado, era un logístico calculador y magistral. Con una rara destreza para reclutar ingenieros innovadores, intendentes eficaces y sólidos estrategas, Alejandro inventó en esencia las principales disciplinas de la organización militar occidental, demoliendo así el imperio oriental de forma sistemática y metódica.
Los macedonios, a diferencia de los griegos anteriores a ellos y de los persas, contemporáneos suyos, solían llevar consigo sus propias provisiones y pertrechos. No contaban con un largo convoy de bagajes, mujeres y ganado. «Cuando Filipo organizó su primer ejército», escribía el compilador militar romano Frontino 400 años más tarde, «ordenó que nadie utilizara un carro. A los jinetes les permitió llevar un sirviente cada uno, pero en la infantería sólo consintió un ordenanza por cada diez hombres, al cual se encomendaba el transporte de los útiles de molienda y las cuerdas. Cuando el ejército salía durante el verano, se ordenaba a cada hombre cargar a sus espaldas las provisiones para treinta días»17. Era habitual que se obligara a funcionarios locales a proporcionar con antelación alijos de comida, lo que permitía al depurado ejército de Alejandro saltar de un depósito a otro. «Filipo», escribía Polieno, retórico militar de la época romana, «hizo que los macedonios marcharan 300 estadios [unos 55 kilómetros diarios] portando sus armas y llevando, asimismo, escudos, grebas, lanzas, provisiones y sus utensilios cotidianos»18. En ausencia de un reconocimiento del terreno y de la comida prometida, no había, sencillamente, campaña. El enorme aparato de los mercados itinerantes se oponía a la norma primordial macedonia de velocidad, ataques rápidos y golpes súbitos y decisivos. En resumen, el ejército macedonio viajaba, exactamente, de la misma manera que atacaba.
Aquella misma organización logística de la guerra se aplicaba también, curiosamente, a las operaciones sedentarias; la burocratización era claramente evidente en el dominio macedonio de la poliorcética, o «cerco de una polis». Alejandro tomó al asalto tres grandes ciudades: Halicarnaso (334 a.C.), Tiro (332 a.C.) y Gaza (332 a.C.). Aquellas tres ciudadelas se consideraban casi inexpugnables; las tres fueron reducidas por el dominio de la ingeniería, la paciencia y la utilización de tropas que combatían con armas arrojadizas, de contingentes navales y de una innovadora maquinaria balística. Alejandro realizó igualmente varias incursiones menores y expediciones de castigo contra contingentes irregulares de montañeses y jinetes rebeldes en las montañas de Bactria, Escitia y Afganistán. En aquellas campañas estableció una serie de fuertes fronterizos desde donde la caballería macedonia, fuertemente armada, podía efectuar salidas y mantener en jaque la insurrección hasta que Alejandro, mediante sumas de dinero y promesas de lealtad, lograba sobornar a sátrapas rebeldes de los márgenes del Imperio persa. Aunque recordaba la marcha realizada setenta y cinco años antes a través de Persia por los desesperados Diez Mil, esa versatilidad superaba los recursos y la imaginación de cualquier polis griega de los dos siglos anteriores.
Ejércitos descomunales
Al morir Alejandro el 322 a.C. –agotado y alcoholizado a sus 33 años–, las tierras heredadas y conquistadas por él fueron divididas entre los principales comandantes macedonios del campo de batalla y de la patria griega. Los generales de la vieja guardia, Pérdicas, Crátero y Eumenes, fueron eliminados muy pronto, y, al faltar ellos, se llevó a cabo un reparto provisional de esferas de influencia entre los jefes menores supervivientes: Antípatro controló Macedonia y Grecia, Ptolomeo recibió Egipto, Antígono ocupó Asia Menor, Seleuco heredó Mesopotamia y el Oriente hasta la lejana India, y Lisímaco conservó Tracia y las tierras en torno al mar Negro. La posterior victoria de Seleuco sobre Antígono en Ipsos (301 a.C.) demostró que ningún individuo normal y corriente heredaría el legado de Alejandro, por lo cual sus sucesores macedonios, rivales entre sí, sostuvieron durante el siguiente siglo y medio una serie de guerras nada concluyentes a lo largo y ancho de Grecia y Asia, en un intento vano de reconstituir el breve imperio de Alejandro.
Las batallas de los «sucesores» ejercen sobre el historiador militar una fascinación innegable: las lanzas se alargan hasta más de seis metros, los elefantes aparecen de manera habitual, las ciudades son asaltadas con enormes y vistosas máquinas de asedio. Los tesoros y demás capitales procedentes del hundimiento de la hegemonía persa hicieron inevitable una carrera armamentista. Una vez que aquel dinero inacabable se dedicó a la actividad bélica y que el genio tecnológico y filosófico de los griegos se aplicó a la nueva ciencia militar, las masacres organizadas se convirtieron en una forma artística en sí misma. La constante complejidad técnica refinó a lo largo del periodo helenístico tanto las fortificaciones como las máquinas balísticas, mientras un debate ininterrumpido redefinía la función propia de la falange. En ambos casos, la tradición cedió siempre el paso a la innovación. Cuando a Antígono Gónatas (320-239 a.C.) le preguntaron, por ejemplo, cómo había que atacar al enemigo, él se limitó a dar esta respuesta utilitaria: «De todas las maneras que parezcan provechosas»19.
Nunca hubo nada comparable al puro terror provocado por una falange macedónica. El general romano Emilio Paulo, que el 168 a.C. se enfrentó a ella en Pidna, conservó durante toda su vida una imagen aterradora: «Pensaba en el aspecto formidable de su frente erizado de armas, y el miedo y la alarma se apoderaban de él», dice Plutarco; «nada de cuanto había visto hasta entonces se le podía equiparar. Mucho más tarde recordaba a menudo aquella visión y cuál había sido su reacción personal ante ella»20. Los enemigos no podían desdeñar tampoco el extenso arsenal –caballería pesada y ligera, infantería ligera, merodeadores, honderos, arqueros y elefantes– que los megalomaníacos comandantes de la época helenística podían aportar al campo de batalla. Sin embargo, la práctica militar helenística adolecía de debilidades inherentes tanto en táctica como en estrategia.
En el siglo iii a.C., la mayoría de los integrantes de la falange eran exclusivamente mercenarios a sueldo. Había desaparecido cualquier vestigio de la solidaridad agraria y el brío de los antiguos ejércitos griegos. Se cuenta, por ejemplo, que el rey Pirro del Epiro (m. 272 a.C.) dijo en cierta ocasión a sus oficiales: «Vosotros seleccionad a hombres grandes, que yo los haré valientes»21. Pero a diferencia de las escuetas fuerzas de Filipo y Alejandro de sólo unas décadas antes, las tropas mucho más numerosas de los sucesores, contratadas a sueldo, requerían un apoyo enorme de no combatientes: transportistas de bagajes, ingenieros, esposas, hijos, esclavos y mercados. Semejante dependencia logística y social solía estar organizada de forma meramente azarosa e ineficiente. Esa relativa falta de cuidado limitaba tanto el alcance como las opciones estratégicas de los grandes ejércitos helenísticos, pues la ocupación y el control del territorio conquistado era cada vez más una simple cuestión monetaria, y no de interés nacional, valentía o patriotismo por parte de los ciudadanos locales. Y todavía era menos de esperar una lealtad duradera a una idea o una persona.
Pero todavía fue más importante el crecimiento incontrolable de la propia falange cuando la longitud de las pesadas picas se acercó a seis o más metros –la fascinante pesadilla de un estratega de salón–. Sin embargo, la tradición de la sinfonía de los jinetes al mando de Alejandro se descuidó justo en la época en que aquella engorrosa infantería macedónica requería una integración aún mayor, y sus flancos más, y no menos, protección por parte de la caballería.
Los elefantes y la caballería mercenaria no eran la respuesta adecuada, aunque los generales sucesores intentaron de manera simplista ponerse a la altura del genio perdido de Alejandro con recursos humanos comprados y mediante la fuerza bruta de las armas. Aquel poder creciente pero sin gracia hizo, sencillamente, a la falange más vulnerable que nunca: «La formación macedonia», escribía Polibio, «es a veces poco útil, y en otras ocasiones no sirve para nada, pues sus integrantes son incapaces de operar en unidades menores o por cuenta propia, mientras que la formación romana está especialmente bien rematada»22.
Génesis de los legionarios
La cohesión de la práctica romana de la guerra contrastaba, pues, fuertemente con el caos del estilo militar helenístico. En el plano táctico, los romanos, que habían mantenido durante siglos una actitud provinciana en la península Itálica, asimilaron la antigua falange de los etruscos, institución que éstos habían tomado a su vez de los griegos. En realidad, Roma conservó a lo largo de su historia posterior cierta fascinación por la falange, y a veces, en situaciones de apuro, concentraba sus legiones bucando la máxima fuerza de acometida por parte de unas columnas adensadas. Pero lo que otorgó una capacidad letal novedosa a la infantería romana fueron la movilidad y la fluidez, y no la fuerza desnuda, además de la espada corta y no la pica. Comparando la legión con la falange, Polibio llegó a esta sencilla conclusión: «El legionario romano se adapta a cualquier lugar en todo momento y con cualquier finalidad»23.
Es difícil hablar con sentido del «ejército romano». Al fin y al cabo, la organización militar romana evolucionó constantemente a lo largo de casi un milenio, desde un instrumento de gobierno republicano, en el siglo iv a.C., hasta el imperialismo autoritario de ocho siglos más tarde; y desde un núcleo de pequeños propietarios itálicos hasta un contingente de profesionales a sueldo extraídos de todo el Mediterráneo. La génesis de la legión se produjo, no obstante, en Italia durante los siglos iv y iii a.C. Las limitaciones de la falange romana fueron cada vez más patentes a medida que Roma se expandía lentamente por toda la península italiana y se encontraba con la necesidad de adaptar sus fuerzas a una amplia diversidad de ejércitos diferentes en el norte, este y sur.
Como ejemplo del alcance de las campañas romanas y de las variadas experiencias de sus legionarios, Livio expone el caso, citado a menudo, del soldado ciudadano romano Espurio Ligustino. En sus treinta y dos años de carrera en el ejército (200-168 a.C.), aquel recluta quincuagenario, padre de ocho hijos, luchó contra las falanges macedónicas en Grecia, batalló en España, regresó a Grecia para combatir contra los etolios, luego volvió a servir en Italia y a continuación marchó de nuevo a España. «A lo largo de unos pocos años», afirmaba Espurio en el relato altamente retórico de Livio, «fui cuatro veces centurión mayor. Mis comandantes me elogiaron por mi valor en treinta y cuatro ocasiones y recibí seis coronas cívicas (por haber salvado la vida de un compañero de armas)»24.
La formación en columna de la falange romana fue desglosada gradualmente en unidades tácticas menores denominadas manípulos («manojos»). En sintonía con esta nueva iniciativa para conseguir rapidez y fluidez, la infantería romana abandonó la lanza y el escudo redondo de gran tamaño en favor del scutum curvado y rectangular y de la espada corta y de doble filo para asestar estocadas (gladius) –«excelente para estoquear, pues corta eficazmente con sus dos bordes, ya que la hoja es muy fuerte y firme», decía Polibio25–. En el siglo ii a.C., cuando los romanos se encontraron con los griegos helenísticos, una legión de hombres como Espurio estaba compuesta por unos 4.200 soldados de infantería y 300 de caballería divididos en tres líneas sucesivas de diez manípulos, cada uno de los cuales estaba separado de su homólogo por la anchura aproximada de su propia formación. Así, los diez manípulos independientes de cada línea disponían de espacio suficiente a ambos lados, así como por delante y por detrás –al menos antes de chocar contra el enemigo–. En lo que respecta a la organización, la infantería romana se integraba en la legión por «centurias», grupos de alrededor de sesenta o setenta campesinos italianos dirigidos por un centurión cualificado. Dos centurias luchaban juntas en un manípulo agrupadas una detrás de la otra. En el orden de batalla romano convencional (triplex acies) debemos imaginarnos tres líneas sucesivas de apretados rectángulos de infantería formando un escaque (quincux) de entre kilómetro y medio y tres kilómetros, en el que cada manípulo se situaba en el hueco de la línea precedente.
Tras las escaramuzas iniciales entre infantería y caballería ligera (velites), la primera línea de diez manípulos, los llamados hastati (con una denominación anacrónica que significaba «lanceros») se acercaban hasta unos cuarenta y cinco o noventa metros del enemigo, y a continuación corrían y arrojaban sus jabalinas desde unos veintisiete metros de distancia. Los hastati marchaban tras sus proyectiles blandiendo la espada y el escudo y golpeaban con estrépito las atónitas líneas del enemigo, buscando bolsas de hombres caídos a quienes sus pila acababan de herir o desarmar. La descarga inicial de pila llegadas por el aire provocaba aproximadamente el mismo terror que la colisión tradicional de las lanzas de los hoplitas, pero el gladius corto permitía a los legionarios, que no portaban picas, una capacidad de maniobra mucho mayor para introducirse en la formación enemiga con su espada y tajar las extremidades expuestas del adversario. En ese momento se adelantaba la segunda línea de soldados romanos armados de espada, los principes («guías»), que empujaban a los hastati en su avance a través de la línea contraria o –si el enemigo resultaba formidable– servían a modo de reserva aparte, como una segunda oleada, que golpeaba al adversario con una acometida reiterada de nuevas cuchilladas y estocadas cuando la agotada primera línea de hastati retrocedía introduciéndose por los huecos de sus propios manípulos en posición de avance.
La segunda línea, formada por los principes –los espadas más duros y expertos de la legión–, solía romper la cohesión del enemigo. Pero en caso de no ser así, la tercera y última hilera de manípulos, los triarii («terciarios»), aguardaba en retaguardia arrodillada, cubierta con sus escudos y con las lanzas tendidas. Estos diez manípulos, firmes como rocas, se mantenían en guardia, vigilando cualquier vacilación de las dos primeras líneas, y dieron origen a un dicho alarmante: «Las cosas han quedado en manos de los triarii»26. Si la legión se encontraba con verdaderos problemas, los desesperados manípulos de hastati y principes derrotados y abatidos podían retroceder por separado, infiltrándose a través de los rectángulos protectores de los triarii hasta llegar al campamento, rodeado por una empalizada –«lugar de descanso para el vencedor y de refugio para el vencido»27–. Sin embargo, dada la frecuencia del éxito de los legionarios romanos, era más frecuente que los triarii avanzasen también con cautela en medio de la exaltación de la victoria y asestasen el golpe de gracia a cualquier rezagado en el campo de batalla o a las formaciones que se derrumbaban, momento en que el enemigo «veía con el máximo terror cómo se alzaba de pronto una nueva línea con un número creciente de soldados»28. Los flancos estaban cubiertos, al igual que en la falange, por caballería auxiliar y aliados que portaban armas ligeras.
Un ejército para todas las estaciones
Como es obvio, la clave del temprano éxito de la legión consistió en la coordinación y la capacidad de adaptación permitidas por las reservas y por la mera diversidad de las fuerzas. Las pila concedían a la infantería romana un alcance ofensivo desconocido por la falange, pues su lluvia mortal de jabalinas superaba en potencia mortífera a los proyectiles de las hondas o las flechas de los arqueros. Una vez dentro de la masa desconcertada del enemigo, el gladius podía acabar deprisa con los integrantes de una falange, y el gran scutum ovoide resultaba práctico para empujar al estilo de esta formación cuando los manípulos –una vez apiñados para la acometida– necesitaban potencia de arremetida para quebrar la sólida línea del enemigo. Los lanceros de la retaguardia impedían que se vinieran abajo. En caso de mecesidad podían arrollar a unos adversarios confusos y desorganizados.
En el plano táctico, el tiempo y el espacio estaban bien controlados por los suboficiales, militares de profesión y formación que podían coordinar las oleadas de sus tres líneas de asalto disponiendo los treinta manípulos de cada legión para conseguir mayor densidad o flexibilidad en las líneas, según lo requiriese la situación. Además, aquel gran número de unidades menores y móviles permitía una verdadera articulación. Al mantener la acción en el centro, los ataques por los flancos, las retiradas y las maniobras envolventes eran otras tantas opciones tácticas. En último extremo, todos los manípulos de una legión podían fusionarse en sentido horizontal y sus líneas unirse también en vertical; en ese caso, la legión formaba, por así decirlo, una enorme falange para lograr mayor fuerza de acometida gracias a la acumulación y empuje de los escudos. Los terrenos planos y sin accidentes no eran tan absolutamente cruciales para la cohesión de la legión como para la falange, pues los manípulos podían abrir distancia entre ellos con igual facilidad a fin de avanzar eludiendo obstáculos. De hecho, los suelos abruptos, que constituían un posible estorbo para una columna enemiga más torpe, solían considerarse oportunos. En consecuencia, la gran variedad del armamento y de las posibles formaciones romanas facilitaba una respuesta rápida a los desafíos tácticos de casi cualquier enemigo armado.
Sólo dos medios resultaban perniciosos para la legión romana. En primer lugar, no debía caer, bajo ninguna circunstancia, en un terreno estrecho y plano donde pudiera quedar atrapada –como ocurrió en Cannas el 216 a.C.– y aplastada en un movimiento de tenaza del enemigo por los flancos. En esos valles y gargantas naturales o artificiales los manípulos no tenían la posibilidad de fluir con independencia, sino que tendían a apiñarse. Y al carecer de margen por los lados, los legionarios individuales perdían su espacio abierto y la fundamental capacidad de utilizar sus espadas con ventaja y, en cambio, eran encauzados en masa, como miembros debilitados de una falange, hacia las columnas de lanceros enemigos más pesados, mientras los demás aguardaban en formación, por así decirlo, incapaces de impedir la predecible aniquilación de su vanguardia.
Igualmente fatal era la situación casi contraria: unas planicies abiertas inacabables y sin árboles. En ese caso, al no contar con una auténtica caballería pesada y disponer sólo de unos jinetes ligeros y poco fiables, las legiones romanas podían acabar tragadas por la mera amplitud del terreno, hostigadas y acosadas interminablemente por nómadas y arqueros montados que no podían ser presa, y mucho menos blanco, de los manípulos. En esas condiciones –un buen ejemplo de ello es el de Craso en Carras (53 a.C.)–, la aniquilación mediante el lanzamiento inacabable de proyectiles era más lenta que la pulverización frente a una columna de hombres, pero no menos ineluctable.
La legión representaba, pues, la culminación perfecta de las destrezas militares existentes en Occidente. Inspirándose en una anterior tradición griega de combate consistente en causar conmoción y provocar un enfrentamiento decisivo, unida al legado macedonio de integración y diversidad de las fuerzas, los romanos lograron, con su sentido práctico, un maravilloso equilibrio entre potencia y elegancia. Ayudados por su organización gubernamental, inigualada y compleja, y por el capital de una economía de mercado en expansión, los romanos dotaron al legionario con una rica infraestructura bélica –carreteras, campamentos, hospitales, armas y armadura, servicios de apoyo, pensiones, salarios, cuerpo médico y oficiales–, organizando así la conducción de la guerra como una enorme empresa burocrática, planeando sus legiones de tal modo que, si surgía la necesidad, pudieran hacer frente a desafíos planteados lejos de las fronteras de Italia. El hecho de que su creación perviviera durante medio milenio atestigua la visión e imaginación de la última generación de la República romana.
1 Demóstenes, 9 (Tercera filípica) 47-9.
2 Jenofonte, Ingresos (o Recursos económicos), 2.3-4.
3 Jenofonte, Ingresos (o Recursos económicos) 5.13.
4 Jenofonte, Helénicas (Historia de Grecia) 7.5.27.
5 Isócrates 8 (Sobre la paz) 55.
6 Escoliasta de Demóstenes 2 (Segunda olintíaca) 17.
7 Ifícrates, citado en Plutarco, Vida de Pelópidas 2.1.
8 Onasandro, El estratégico 28.1.
9 Polibio, Historia de Roma 18.30.9-10.
10 Polibio, Historia de Roma 18.31.5-6.
11 Mnesímaco, fragmento cómico 7 (cfr. Ateneo, 10.421b).
12 Demóstenes 11 (Carta contra Filipo) 22.
13 Demóstenes 9 (Tercera filípica) 49-51.
14 Inscriptiones Graeccae (Inscripciones griegas) 11.2 5226.
15 Antíoco, citado en Jenofonte, Helénicas (Historia de Grecia) 7.1.38.
16 Agesilao, citado en Jenofonte, Vida de Agesilao 7.5-6.
17 Frontino, Estratagemas 4.1.6.
18 Polieno, Estratagemas 4.2.10.
19 Antígono Gónatas, citado en Esteobeo, Antología 4.13.46.
20 Plutarco, Vida de Emilio 19.3.
21 Pirro, citado en Frontino, Estratagemas 4.1.3.
22 Polibio, Historia de Roma 18.32.3-4.
23 Polibio, Historia de Roma 18.32.9-11.
24 Livio, Historia de Roma 42.34.
25 Polibio, Historia de Roma 15.15.7.
26 Livio, Historia de Roma 8.8.
27 Livio, Historia de Roma 44.39.
28 Livio, Historia de Roma 8.8.