por Javier Sierra
Hace unos cuarenta y cinco mil años, en las brumas de un tiempo misterioso en el que nacieron conceptos como arte, espíritu o religión, llegaron a convivir dos especies humanas diferentes. Una de ellas, la de los neandertales, comprobó con estupor cómo sus vecinos los sapiens empezaban a pintarse la piel con extraños motivos geométricos, enterraban a sus muertos como si los prepararan para un largo viaje y decoraban las entrañas de sus cavernas con diseños incomprensibles. Los paleoantropólogos nos han hecho creer que aquellos neandertales fueron criaturas con un desarrollo de conciencia muy inferior al de sus vecinos, con un cerebro incapaz de reconocer representaciones bidimensionales de animales o situaciones de la vida real. Dicen también que esa humanidad extinta nunca creyó en el alma ni se preocupó por otra cosa que el más acá, y que la llamada «explosión creativa» de sus vecinos los pilló con el paso cambiado.
Desde ese punto de vista —muy extendido, aunque con matices, entre la comunidad académica—, la aparición del «arte parietal» (esto es, el realizado sobre las paredes de las cuevas y abrigos de roca de Europa occidental) trajo consigo el surgimiento de la trascendencia, de la preocupación por el otro lado de la vida. Mientras los neandertales se quedaban atrás, anclados en su visión animalizada de la realidad, los nuevos humanos prosperaban y se asentaban en la escala evolutiva.
El arte, pues, fue concebido como una herramienta para tratar de comprender lo sobrenatural, lo oculto. Pero dicho instrumento nos garantizó también nuestra supremacía en el mundo físico. Quizá por ese componente mágico, en su fase inicial, hace más de cuarenta milenios, se ejecutó en lo más profundo de la Tierra. En el corazón de lo misterioso, de lo oscuro. Y por eso —suponemos— sólo unos pocos privilegiados de cada clan accedieron a él para «activarlo» con sus ritos.
La pintura figurativa nació con el propósito sagrado de servir de vínculo entre este mundo y el «más allá». Después evolucionó hacia una miríada de usos bien dispares pero, con todo, una parte del genio artístico humano siguió —y aún sigue— anclada a aquella función primordial. Esta pequeña guía —inspirada en las revelaciones de mi obra El maestro del Prado— recoge dicho espíritu. Muestra cómo la «función conectora» del arte impregnó las obras de grandes maestros como Rafael, Tiziano, el Greco, Brueghel o el Bosco, convirtiendo un lugar tan emblemático como el Museo Nacional del Prado en una suerte de «neocueva» capaz de despertar el alma de los más sensibles.
Por supuesto, las obras que aquí se describen no son las únicas que albergan esa fuerza activadora. Fuera han quedado los trabajos de Goya, y no digamos los de Picasso, que comprendieron tan insigne función primigenia del arte y sintonizaron con ella.
Y es que, aunque nos cueste verlo desde nuestra perspectiva materialista del siglo XXI —de algún modo, muy «neandertal»—, pintores de todas las épocas preservaron deliberadamente este secreto en obras que transmiten, intacta, la esencia que alumbró a nuestros antepasados cavernícolas y que sirven como «puerta» de acceso a los mundos sutiles.
Sorprendido por este hallazgo e iluminado por el oportuno cicerone —casi un psicopompo— que protagoniza El maestro del Prado, he tratado de reconstruir esta visión del arte en mi nuevo libro sin perder de vista que la clave para comprender sus enseñanzas descansa en aquella «explosión creativa» que se produjo hace cuarenta o cuarenta y cinco mil años en el Paleolítico superior. Fue —y no exagero— un Big Bang para nuestra conciencia. Un misterioso estallido cuyas esquirlas siguen repiqueteando contra la dura mollera del Homo ciberneticus en el que nos hemos convertido.
A partir de ahora, recuérdenlo siempre, por favor: la pintura nació como herramienta de exploración del más allá. Es, junto con la música, quizá nuestra última vía para vincularnos a lo «superior».
Ni más, ni menos.