5. EL MUNDO ENTERO COMO LUGAR EXTRAÑO

Quizá ya escucharon el cuento del padre cubano que le pregunta a su hijo qué le gustaría ser cuando crezca. El niño contesta: extranjero. Esa respuesta radical representa hoy la sensación de millones de exiliados que migran para librarse de gobiernos autoritarios o ciudadanos descontentos con su sociedad: buscan otro hogar o el alivio de no tener ninguno.

Hablemos de una experiencia distinta que se extiende. Latinoamericanos que han rehecho su vida en España, Estados Unidos o en México, sienten ahora que los agobia el desempleo, el maltrato xenófobo o la violencia y tampoco ven atractivo regresar a sus naciones de origen o cambiar de destino su desarraigo. «Ya no hay a dónde irse».

Una tercera experiencia sobre la imposibilidad de la extranjería se produce al vivir la comunicación en las redes. En la etapa utópica de las industrias culturales, y más aún con la expansión global de internet, se imaginó que las barreras fronterizas caían y todos íbamos perteneciendo a una comunidad mundial. Quienes temían abismarse en esa interconexión ilimitada, constante, podían resistirse a usar el teléfono móvil o subir el filtro de spam en sus correos electrónicos.

—Para quienes hoy tienen más de cincuenta años la extranjería es habitar un mundo de teclas e iconos. ¿Por qué no cuentas cómo era tu aprensión ante internet en el comienzo?

—Me pareció que podía superarla cuando supe cómo la encaraba Stuart Hall. No lo supe por él cuando nos conocimos en aquella reunión de Stirling, sino por uno de sus amigos, tan íntimo que estaba entre los únicos diez a los cuales Stuart había dado su correo electrónico. Como esa restricción me pareció exagerada, yo decidí que mi lista se extendería a veinte y abrí mi cuenta en una ONG alternativa llamada laneta. En el grupo de mis interlocutores digitales no había ninguno de la ciudad de México: si querían comunicarse que me llamaran por teléfono. Entendí que no podía seguir pidiendo a amigos de otros países que esperaran quince días para que su carta arribara a mi casa y les llegase mi respuesta. Los que tuvieran urgencia y quedaran fuera de esa cuenta podían usar el fax. No estoy seguro si ese coloquio de Stirling fue en 1999 o en 2000, pero supongamos que fue en el 99 para que parezcan ideas del siglo pasado.

La presión de los internautas crecía y los adictos al papel no podíamos eludir las miradas compasivas. Llegó la catástrofe cuando dos años después, invitado a un congreso mundial en Rio de Janeiro, confié a los organizadores mi email (pidiendo que no lo agregaran a la documentación general). Dos semanas después comencé a recibir invitaciones para otros simposios, publicidad de hoteles cariocas y de Europa del este, avisos de que había heredado en países asiáticos.

Me di cuenta de que me había exiliado sin moverme de mi casa. ¿Era posible, como en los destierros geográficos, atenuar la pérdida disfrutando el nuevo paisaje y sus gentes? El territorio difuso de la web no estaba habitado sólo por usuarios del correo electrónico sino por dispositivos que desconocía y se habían vuelto indispensables para escribir, editar o hacer en red lo que hasta entonces requería ir al banco, llenar a mano solicitudes para lo cercano y lo distante. Hasta había quienes proponían mudarse de la realidad a Second Life: que eso haya durado poco me hace creer que el mercado de intercambios virtuales de vez en cuando aterriza en algún tipo de sensatez (¿qué querrá decir sensatez?).

Esta oscilación cotidiana entre pertenecer a una comunidad mundial o retraernos en el universo más controlado de los amigos se va desvaneciendo. Nuestro creciente poder de elección gracias a internet se pone en duda cuando advertimos que interactuamos no sólo como navegantes de la red sino como espiados. La privacidad va esfumándose por la complicidad de los gobiernos y las empresas que dan a la vez servicios de comunicación y de vigilancia. Necesitamos volver a pensar, entonces, todo lo que la filosofía y las ciencias sociales y las constituciones de los países creían que era lo público y lo privado, la soberanía nacional y la soberanía de los sujetos modernos.

¿Qué significa habitar un mundo interconectado digitalmente donde cada vez es más difícil ser extranjero? Para responder es necesario tomar en cuenta, al menos, tres nociones desplegadas en la modernidad y la posmodernidad: a) la extranjería como pérdida de un territorio propio; b) la experiencia de ser extranjero-nativo, o sea sentirse extraño en la propia sociedad; c) la experiencia de salirse de una ciudad o una nación que asfixia y elegir ser distinto o minoría en una sociedad o una lengua que nunca vamos a sentir enteramente propia.

—Ya has escrito sobre estas pérdidas, como muchos otros. ¿Ves ahora algo distinto?

Está cambiando todo, incluso la condición de los migrantes o exiliados que salen de su país natal por desempleo, privaciones económicas o persecución política. Ésta es la parte de la extranjería más estudiada. Sabemos, por ejemplo, cuántos migrantes de América Latina y el Caribe viven fuera de sus países: 57,5 millones (42,8 millones en Estados Unidos). Se conocen estadísticas precisas de los migrantes económicos y estimaciones variables de ilegales, desplazados y refugiados. Los organismos institucionales, como es lógico, se ocupan principalmente de las migraciones forzosas, las situaciones de mayor desamparo y la trata de personas. Los movimientos de migrantes, sin embargo, dicen mucho sobre lo que está antes y después: crisis de oportunidades, persecuciones políticas e ideológicas, violencias insoportables, incapacidad de los países para aprovechar el capital educativo, científico y técnico de su población. Y por supuesto, la expulsión de migrantes o el modo de recibirlos evidencia la disposición a tratar con los diferentes.

Pero veo condiciones ambivalentes sobre la extranjería actual que las estadísticas registran poco. Partamos de algo que se percibe en las formas más visibles de la migración y en lo que revelan las remesas. Conocemos la importancia de estos flujos financieros para los países que han perdido 10 a 15% de su población, como Ecuador, México y Uruguay. México ha llegado a recibir 25 mil millones de dólares al año, destinados casi enteramente al sostenimiento de los hogares en el país de origen. Es sabido que la migración no es una decisión individual sino una estrategia familiar: al mandar al extranjero a varios miembros, casi siempre los más jóvenes, las familias diversifican sus fuentes de ingreso y hacen posible que una parte del grupo familiar continúe en su tierra. Pero los migrantes no sólo envían dinero sino información, intercambian experiencias en las dos direcciones y establecen «comunidades transnacionales» fluidamente comunicadas. Se habla desde hace unos años de las «remesas culturales»: además de mandar dinero desde Estados Unidos, envían a sus familias en México equipos de música y vídeo, televisiones, aparatos electrodomésticos y ropa de moda; de México, se llevan a California, Chicago y Nueva York comida, música grabada, vídeos de fiestas y ceremonias familiares. Como anota Lourdes Arizpe, de Estados Unidos traen a México «bienes de prestigio y signos de éxito», emblemáticos de la alta modernidad; de México llevan al norte objetos y mensajes representativos de afectos tradicionales, de solidaridad y reafirmación comunitaria (Arizpe). En este intercambio, se forman prácticas biculturales. Las remesas de ida y vuelta hacen ver que el destierro no es sólo intemperie; se negocia entre lo que se abandona y lo que se adquiere y comparte.

En otras migraciones, aun las de los exiliados bien recibidos, se nota que la negociación intercultural es un juego de tergiversaciones. Tununa Mercado analizó el significado de ese elogio paradójico dado por los mexicanos: «No pareces argentino». Para ser aceptado había que diferenciarse del estereotipo que identificaba a esa nacionalidad con altisonancia o soberbia, o sea «aceptar el halago que en realidad disfrazaba la reticencia y en ese fuero interno donde cada uno suele esconder la ambigüedad hicimos nuestras reglas de juego que al incluirnos nos excluían».

La segunda modalidad es la de quienes nos sentimos extranjeros en la propia sociedad. La forma primaria, literal, de esta extranjería es la de los indígenas o colonizados a los que se despoja de sus tierras y sus derechos, se prohíbe el uso de su lengua, la apropiación libre de los recursos de sus antecesores: pueblos originarios como los tzotziles en Chiapas, los mapuches en Argentina y Chile, centenares de etnias americanas cuyas costumbres son subordinadas a leyes impuestas y ajenas. Ser exótico en la propia tierra, servir de entretenimiento para turistas, ver las músicas y los rituales convertidos en fetiches o mercancías son algunos de los procedimientos que vuelven extraños a unos 50 millones de indígenas y 150 millones de afroamericanos en América Latina.

Junto a estas formas antiguas, hallamos las extranjerías generadas por dislocamientos contemporáneos. El lenguaje ordinario nombra como migrantes a quienes tienen dificultad para pasar de lo analógico a lo digital y como nativos a los niños y jóvenes formados en internet. Asimismo, se sienten extraños los que ven transformarse su país al aumentar la gente con otras ropas y otros idiomas; o quienes ya no pueden, debido a la violencia cotidiana, salir a las calles de noche o dejan de usar partes entrañables de la propia ciudad.

La interculturalidad y las comunicaciones globalizadas nos vuelven extranjeros no sólo de los paisajes que eran propios para nosotros o nuestros padres. Somos invitados o presionados a vivir en otras «patrias». Nos atrae pertenecer a comunidades lejanas, descargar música y películas de más culturas que las difundidas por las tiendas de discos o las salas de cine. Se amplía el horizonte y a la vez se desdibujan las fronteras que nos daban certezas: ¿qué distingue ahora la intimidad y lo público, el consumo legal y la piratería, los originales y las copias?

Importan, por eso, las extranjerías no territoriales. Extranjero no es sólo el excluido de la lógica social predominante. Es también el que tiene un secreto: sabe que existe otro modo de vida, o existió, o podría existir. Si es un extranjero en su propia sociedad, un extranjero-nativo, sabe que hubo otras formas de trabajar, divertirse y comunicarse, antes de que llegaran turistas, empresas transnacionales o jóvenes que cambiaron los modos de conversar y de hacer. Una de las experiencias de extranjería perturbadoras respecto de lo «propio» es la del migrante que retorna a su país de origen diez años después y, al hablar a sus connacionales con palabras que ya no se usan, escucha que le preguntan «¿usted no es de aquí, verdad?»

La extranjería como conciencia de un desajuste, pérdida de la identidad en la que antes nos reconocíamos. Podemos sentirnos extraños en nuestro propio país, tan sólo porque nos movemos junto a otro extranjero, o porque nos aplican una categoría con la que nunca nos identificamos. Andrea Giunta habla de extranjerías situacionales, desclasificaciones que vienen de la mirada de los otros o que nosotros activamos mostrándonos como extraños. Buscamos que los desajustes y las diferencias sean reconvertidas en tácticas y estrategias para estar de otro modo. A través de actos creativos, el orden establecido se altera. Estos choques y discordancias, como otras indecisiones del sentido, siempre estimularon el trabajo artístico, especializado en los rodeos ocultos y los desplazamientos. Las poéticas podrían pensarse como actos que transmutan las distancias culturales, geográficas o tecnológicas en fuerza innovadora.

Descubrir el poder creativo de la extranjería lleva a experimentarla no sólo como expulsión o pérdida, sino como deseo. El posmodernismo lo exasperó bajo la forma de nomadismo. En la modernidad, predominaron las estéticas de la localización y el arraigo. El folclor celebraba el territorio, se complacía en el paisaje natural y cultural inmediato. La formación de Estados y culturas nacionales amplió la escala de ese entorno como contenedor de las experiencias. Llama la atención que hasta las rupturas con lo conocido y la búsqueda de formas inéditas en las artes fueron identificadas con apellidos nacionales: constructivismo ruso, muralismo mexicano o pop americano.

Luego, el posmodernismo declaró agotadas las naciones e imaginó que la desterritorialización y el cruce de fronteras eran la condición normal de la humanidad. El mundo fue mirado como una sala de tránsito. Muchos museos pasaron de ser registros de las culturas y artes de un país a lugares donde celebrar los cruces entre personas e imágenes distantes. Críticos y curadores pedían obras que pudieran ser vistas «como algo que ha viajado», según la fórmula usada por Guy Brett para las «pinturas aeropostales» de Eugenio Dittborn, esas «balsas plegables y compartimentadas» que uno recibía para volverlas a enviar: eran para «ver entre dos viajes». Poética de lo transitorio. Sirvió para desentenderse de la obligación de representar identidades embalsamadas y dar resonancia a nuevos dramas. Cambiaron los interrogantes del arte y de la antropología. Escribía James Clifford que «lo normal no sería ya preguntar: “¿De dónde es usted?”, sino “¿De dónde viene y a dónde va?”».

Esta perspectiva se volvió un cosmopolitismo abstracto cuando idealizó el poder liberador de cualquier deslocalización.

Crecen ahora otros modos de hablar artísticamente de los viajes y las migraciones, no interesados únicamente en el registro documental y en su sentido épico o dramático. Se ocupan también de otras experiencias de desplazamiento, tal vez más expresivas de la condición transterritorial contemporánea. Alejados de la utopía de ser ciudadanos del mundo, advertimos las variadas maneras de modificar los lazos natales.

El deseo de ser extranjeros se presenta distinto en los migrantes geográficos y los extranjeros nativos, en quienes deben exiliarse perseguidos por una dictadura y por una parte de la sociedad que los juzga extraños; o los que por razones semejantes permanecen como disidentes, exiliados internos, descalificados como ciudadanos: en un insilio. Siguen con asombro, desde el interior, la transición de su país.

Por eso, quienes regresan después de un largo tiempo se decepcionan. Al reinstalarse en su tierra de origen, algunos comienzan a extrañar la ciudad donde vivieron como migrantes. Más de uno se ha acordado de la frase de James Baldwin: «Mejor no vuelvas, porque si lo haces ya no podrás mantener la ilusión de tener una patria».

John Berger contestó en una entrevista con Graciela Speranza por qué había dejado de vivir en Gran Bretaña: «Desde que terminé la escuela a los dieciséis años, empecé a sentir que había algo en mí que incomodaba a los ingleses. Sin ninguna intención, sin ningún tipo de provocación, simplemente tratando de ser yo mismo —hablando, escuchando, moviéndome, reaccionando— sentía que provocaba una especie de incomodidad a mí alrededor. Y por supuesto, cuando uno vive en un lugar en el que todo el tiempo cree estar violando alguna regla para incomodidad de los demás, ya no se siente en casa. Porque “sentirse en casa” significa precisamente saber que se puede ser uno mismo y ser aceptado por los demás».

¿Qué se hace con esta incomodidad? Se puede cambiar de país o quedarse como extranjero. Hay dilemas estéticos que tienen que ver con el estilo de vida, con la sensibilidad y las formas de pensar y elaborar lo que se siente. Suelen expresarse en el modo de reorganizar la cotidianidad, el trabajo y la familia dentro de la misma sociedad o en el país al que se elige trasladarse. «¿Por qué Francia después?», pregunta Speranza a Berger: «Primero pensé en Italia, un país que amo profundamente porque se trata de un pueblo que entiende el placer». «Viví en Italia durante un tiempo, hice amigos allí y conocí personas extraordinarias como Moravia, Carlo Levi, Pasolini. Pero también allí había algo que no terminaba de funcionar. Así como entienden el placer, los italianos no entienden el silencio, la necesidad de estar solo. Es un rasgo adorable si se quiere, pero crea una dificultad en la sociabilidad porque la necesidad de silencio o de soledad se convierte en una cuestión personal». Berger dice haber elegido Francia porque hablaba la lengua y porque pensadores y escritores importantes para él en ese momento eran franceses —Merleau-Ponty, Camus—: «llegar a Francia era como entrar en un edificio del que conocía los corredores de pensamiento».

El siguiente asunto es qué hacer cuando hay que vivir en dos lugares: el nuevo destino y el de origen. Una «solución» es la disyuntiva: Berger habita una parte del año en los Alpes y otra en París: «En realidad soy bastante práctico. Me comprometo totalmente con lo que está sucediendo y también con la gente del lugar. Y eso es así en la ciudad o en el campo». Esta manera de organizar por separado un lugar y otro se vincula en Berger con la explicación que da sobre lo que cree que en él incomodaba a los ingleses: «Una cierta intensidad. Pero quizá hay algo más. En la lógica típica del discurso inglés uno debe hablar de aquello y después de aquello otro para poder finalmente llegar a esto. Esa mecánica de la comunicación significaba un gran esfuerzo para mí y era evidente que algo en mí resultaba extraño para los demás. Uno de mis abuelos era inmigrante, un italiano de Trieste, y por algún motivo, la mayoría de mis amigos más íntimos eran inmigrantes polacos, alemanes, checoslovacos, húngaros. Con ellos me sentía en casa, sabía que me aceptaban».

Se puede llevar más lejos esta experiencia de sentirse en casa con extranjeros y convertirla en una filosofía que exalta la extranjeridad, aun en el propio país, sobre cualquier forma de localismo. El antropólogo Roger Bartra decía en una mesa redonda: «lo más difícil en México es vivir como extranjero siendo mexicano». Edward Said, palestino de origen, que vivió en El Cairo, en Líbano y asumió críticamente su residencia más larga —Nueva York—, para explicar por qué no buscaba reconciliar esas pertenencias en tensión citaba una frase de Hugo de Saint Victor: «Quien encuentre dulce su patria es todavía un tierno aprendiz; quien encuentre que todo suelo es como el nativo, es ya fuerte; pero perfecto es aquel para quien el mundo entero es un lugar extraño». Diría que la aspiración que quita contemporaneidad a esa fórmula es «perfecto».

Las fronteras y los dislocamientos migratorios son procesos económicos y socioculturales, como los estudian los demógrafos, los antropólogos y sociólogos, y también procesos simbólicos que se expresan como metáforas y no sólo con conceptos.

Al comparar las representaciones científicas y las artísticas surge la pregunta: ¿cuánto puede decirse sobre las migraciones a través de discursos científicos, formados con conceptos unívocos, cifras y datos duros, y cuánto logran abarcar los lenguajes artísticos, cuya polisemia está tramada con metáforas?

Las prácticas actuales de científicos y artistas se acercan. También la gente de ciencia usa metáforas, se mueve con aproximaciones y compite, con teorías dispares, queriendo probar cuál tiene mayor capacidad explicativa. Por su lado, los artistas manejan conceptos y organizan intelectualmente sus representaciones de lo real; convierten sus intuiciones en lenguaje, las comunican y las contrastan con experiencias sociales. Hay un problema compartido por la epistemología y la estética: cómo se intersectan el movimiento por el cual el lenguaje gana dinamismo y significación gracias a las metáforas con el movimiento que busca precisar y fijar el sentido en conceptos.

Quizá las diferencias entre científicos y artistas aparecen, más bien, en los criterios de valoración y las exigencias de legitimidad de sus trabajos. Al que hace ciencia le interesa construir conocimientos en relación con referentes empíricos observables; al artista, más que la producción de un saber, le atrae gestionar la incertidumbre en la sensibilidad y la imaginación.

¿Cuál es el interés de discutir sobre lenguajes conceptuales y metafóricos para hablar de las estéticas migratorias? La migración implica un modo radical de experimentar la incertidumbre y el pasaje de una manera de nombrar y decir a otra: esta discontinuidad es mayor si al ir a otro país cambia la lengua, pero ocurre también al pasar a otra sociedad que habla el mismo idioma con modulaciones distintas.

—Pero ¿es legítimo extender a interacciones no territoriales, en sentido metafórico, la noción de extranjería?

—Hablar del extranjero como metáfora no es referirse sólo en sentido figurado o imaginario a la extranjería. Aun las formas geográficas de la migración, las más visibles y rotundas, incluyen extrañezas que van más allá del cambio de paisaje o de lengua. El migrante también se siente ajeno a trayectorias históricas, condensaciones secretas de sentido que formaron otro modo de vivir. Por eso, la metáfora no es una escena segunda o derivada, cuya verdad clave residiría en los datos duros que dan los estudios demográficos o socioeconómicos sobre las migraciones.

Esta interacción entre descripciones científicas, definiciones conceptuales y reelaboraciones metafóricas de las migraciones lleva a interrogarnos cuáles son los recursos visuales, literarios o digitales propicios para aludir a las maneras menos evidentes de ser extranjero frente a los nativos, indocumentado entre ciudadanos, letrado frente a los internautas digitales.

Si lo que caracteriza la condición de extranjero son desacomodos entre escenarios y representaciones, no hay un lenguaje, ni un género, más apropiados, sino problemas de relación entre lenguajes, vacilaciones en la traducción. Puede haber un momento épico en la representación y el imaginario artístico de los migrantes al describir la huida o la confrontación con los diferentes. Por otra parte, los tropiezos del reconocimiento recíproco incitan a veces a elegir el melodrama. Pero en un mundo en el que es raro que el poder pueda ser absolutamente monopólico, ni el sufrimiento existir sin negociación y solidaridad, los movimientos oscilantes de un lado y otro son propicios para ensayar modos más complejos, menos polares, de alumbrar la interculturalidad.

El acontecimiento estético irrumpe cuando, en vez de afirmar un sentido, se deja que emerjan la incertidumbre y la extrañeza. En sociedades laicas, en un mundo plural, es posible concebir todas las obras culturales, todos los espacios y circuitos, como borradores, tentativas de decir.

La épica —se nota en mucho arte político, en las fotos de Sebastián Salgado— tiende a alinear historias extranjeras en una sola. El melodrama escenifica las discrepancias de los afectos, como escribió Jesús Martín Barbero, y la dificultad de reconocer al otro, pero busca un desenlace donde los hijos encuentran a sus padres, los extraños desaparezcan o se arrepientan y se integren. La experiencia de la traducción, en cambio, pone en relación lo comparable y lo incomparable, lo que se puede comunicar y los silencios.

El migrante, todo migrante (incluso en los sectores menos instruidos), es siempre un traductor, o sea el que hace constantemente, entre su lugar de origen y su cultura adoptiva, la experiencia de lo que puede o no decirse en otra lengua. ¿Qué es traducir? Según Paul Ricoeur, además de la traducción lograda y la experiencia de la diferencia insuperable, existe la búsqueda de cómo decir algo equivalente, cómo decirlo de otro modo. Una forma de hacerlo es recurrir a las metáforas. Y también sucede con los conceptos, aun los filosóficos y científicos, si recordamos con Mieke Bal que los conceptos viajan (entre disciplinas, épocas y comunidades académicas dispersas): los conceptos se parecen a las metáforas en tanto no condensan de un único modo el sentido, de una vez para siempre, porque son puntos flexibles de coincidencia, «sedes de debates», estrategias provisionales para conversar, colaborar o pelearnos con cierta coherencia.

Descubrimos que podemos ser extranjeros en nuestra propia sociedad cuando, ante un connacional, nos preguntamos: ¿qué quiso decir? Al relativizar las extranjerías territoriales y transnacionales, no quiero disminuir su importancia dramática. Busco destacar otros modos de ser migrante y extranjero, dispositivos que desestabilizan lo propio y lo extraño, la inclusión y la exclusión, que ocurren tanto en el entorno inmediato como en redes mundializadas. Ya vimos que atravesar el mundo o recorrer la propia ciudad pueden ser modos igualmente intensos y desafiantes de viajar. Un arte y un saber que nos vuelven sensibles a lo extranjero de la propia cultura contribuyen a comprender cómo tratar con lo intraducible o lo que, a veces, podemos decirnos.

—Volvamos a las preguntas anunciadas al comienzo de esta conversación: ¿la comunicación mediante internet conduce a una comunidad mundial donde la circulación difusa por las redes anulará la pertenencia? La transparencia de nuestras vidas espiadas y almacenadas en los bancos de datos de la vigilancia ¿ahogará la diversidad y la discrepancia?

—Las dispares figuras de la extranjería hacen evidente que ser extranjero puede ser un castigo y también un derecho. Ser extranjero, aun sin salir del propio país, tiene que ver con el arte de la diferencia. Los intentos de homogeneizar de las evangelizaciones forzadas, de los Estados nacionales o de las industrias culturales no han clausurado la diversidad.

Retomo lo que analizamos sobre las maneras de desempeñarse como extranjero para captar esta época en que parecería que ya no podemos serlo. En el tiempo de las identidades nítidamente diferenciadas (nacionales, étnicas) predominaron dos modos de ser extranjeros: el impuesto o discriminatorio y el elegido o emancipador. En el primer sentido, ser extranjero era no ser nativo o haber llegado tarde y nunca sentirse totalmente aceptado: el deseo solía ser integrarse.

En el segundo sentido, la extranjería era una elección, el abandono del país en el que uno se siente incómodo e incomoda a los demás, como dice John Berger. El deseo es irse y, más que integrarse, conquistar un espacio distinto que pueda experimentarse con confort y libertad. En su versión más radical, la del nomadismo, se aspiraba no a hallar una patria mejor sino a disfrutar el no tenerla.

La novedad contemporánea es no poder ser extranjero. Al menos en el sentido en que fue practicado por las mayorías encontrando algún tipo de equilibrio entre no pertenecer totalmente y construirse el propio lugar. Para ser extranjero se necesita, además de la diferencia, intimidad. En un mundo donde nuestra vida privada se almacena para ser usada comercial y políticamente no importa tanto la diferencia sino la información sobre lo que imaginábamos que nos hacía diferentes y que se ordena para agruparnos como consumidores de ciertos alimentos, películas y mensajes políticos. No podemos ocultar ni lo que pensamos sobre lo que consumimos ni los dolores o deficiencias que impiden pertenecer a una comunidad.

Rafael Argullol cuenta que descubrió la abolición de la intimidad cuando fue a comprar un coche y se preocupó por la altura del volante. El vendedor miró la pantalla de su computadora y le explicó que la altura era adaptable:

—«Como usted mide metro ochenta y siete…»

—¿Cómo sabe mi estatura?

—Lo dice aquí.

Argullol pidió ver qué más decía en la computadora de la agencia donde nunca había estado. Había mucha información privada, como que había tenido una operación en la espalda. El empleado balbuceó que no se trataba de un asunto de su oficina sino de la empresa multinacional y que estaban los datos de cualquiera porque todos eran hipotéticos clientes.

No podemos ser extranjeros si somos clientes o sospechosos, espiados para adaptar lo que podrían vendernos y lo que deberíamos pensar. ¿Lo logrará el espionaje universal, las alianzas de Estados Unidos o China con Microsoft, Google y Yahoo? Si dábamos como una de las definiciones de extranjero el que tiene un secreto, las redes omnívoras de vigilancia y acumulación de hábitos, gustos, opiniones del mundo entero parecen destinadas a develar todo secreto. Pero la sistematización de datos no es sinónimo de uniformización. Los vastos archivos globales interconectan diferencias sociales y culturales; no logran disolverlas.

Esa diversidad sigue requiriendo, más allá de la captura informática, la flexible etnografía de los movimientos de insatisfacción con rostros distintos. Pese al aumento de la vigilancia política y militar, ningún experto previó la caída del muro de Berlín ni de las Torres Gemelas, ni las revueltas árabes ni de movimientos de protesta de 2013 en ochenta ciudades brasileñas. Tampoco se puede entender estas irrupciones sorprendentes sobrestimando el poder de los celulares y las redes digitales.

Los movimientos de indignación pueden convocar mediante internet, pero no nacen en las redes de comunicación. Surgen en sociedades, en juegos de inclusión y exclusión, de pertenencias múltiples y extranjerías dispersas. Algunos Estados fantasean con el control de millones de correos electrónicos, chats y vídeo-llamadas que les proporcionan diariamente las empresas gestoras de la web, y así consiguen —raras veces— desmontar una conspiración, saber lo que piensan periodistas y líderes sociales aunque no lo publiquen. Pero no lograron anticiparse a las revelaciones de Julián Assange ni de Edward Snowden, ni pueden diseñar electrónicamente una sociedad donde nadie desee el acceso compartido a la información, la música, las películas, los servicios de educación y salud.

Los movimientos de indignación y cambio que persisten pese a los espionajes son tentativas de no tener que irse del propio país, ni sentir que no hay a dónde irse. Usan las redes transterritoriales de la web para afianzar lo que puede cambiarse en un territorio que quieren sentir propio. Importa reconocer su diversidad para no reincidir en la ilusión de la comunidad mundial sin fronteras fantaseada por las utopías de internet. El sentimiento de ser extraño ante el orden vigente puede volverse más eficaz si admite las distancias entre unas y otras indignaciones a fin de encontrar la solidaridad posible.

Me gustaría destacar uno de los rasgos compartidos por estos movimientos: la insistencia en reivindicar lo público, lo que debe ser común y accesible a todos. En Egipto, defender plazas emblemáticas para que no sean convertidas en centros comerciales; en Chile, la educación gratuita y de calidad; en regiones indígenas las formas comunitarias de apropiación y gestión de los bienes naturales y sociales. Junto a estas defensas de lo público local o nacional, avanza internacionalmente el procomún, como modelo de socialidad basado en la colaboración en red, como acervo de productos culturales y herramientas para producirlos y ponerlos a libre disposición de quienes desean usarlos. En el norte de Europa se organizan en los llamados partidos piratas y en los movimientos de indignación de Estados Unidos, España, Italia y países latinoamericanos se aprende compartiendo y creando colectivamente.

Dice Margarita, una entrevistada española que encontramos en el estudio sobre jóvenes creadores independientes: «Me has legado un mundo en el que lo más que voy a tener va a ser una habitación, vale. Nunca tendré un trabajo fijo, vale. Nunca tendré jubilación, vale. Pero quiero estar conectado, quiero acceso a la cultura, porque la cultura es abundante, y como es abundante no me apliques ahí una escasez artificial. Y ahí hay una lucha que no tiene una expresión ideológica de izquierdas o derechas, va por otra galaxia».

—Por lo que dices, veo que no consideras la piratería una mala palabra. ¿Y los hackers?

—No son, como a veces se supone, los espías que asaltan páginas ocultas, sino los que —en nombre de una ética del compartir y la cooperación— propician la información libre, el acceso ilimitado, la descentralización de la creatividad. Cuando se vuelven militantes, hablamos de hacktivistas. A diferencia del blogger, dice Margarita, que quiere poner su foto, el hacker «siempre ha ido por la vida con pseudónimo». En sus manifestaciones radicales se organizan en grupo como Anonymous, pero también dan lugar a estructuras más «institucionalizadas» como el MediaLab Prado y La Tabacalera de Madrid, o los Puntos de Cultura en Brasil.

A una artista cubana se le ocurrió dar la vuelta al modo de pensar la extranjería desde España. Los medios europeos han descrito mil veces el autoritarismo del régimen cubano, las dificultades para salir de ese país y las facilidades para entrar en Cuba de los turistas y los hoteles españoles que obtienen óptimos rendimientos en playas a la que los habitantes de la isla no pueden ingresar. Estas maneras contradictorias de ser extranjero en el propio país (o sentirse como «natural» en el de otros) fueron disimuladas con programas sociales y culturales que exhibían la «responsabilidad social de las empresas» españolas y europeas en Cuba y otros países latinoamericanos. El contrapunto más extremo de esa generosidad ha sido, en el discurso mediático, exponer la prostitución de mujeres y hombres cubanos, o su versión light: simular un casamiento con un extranjero para adquirir otra nacionalidad o al menos poder salir de Cuba. Los barcos, botes y valijas en obras de artistas cubanos, literales, estilizados, hundidos, han representado esos dramas. En 2014 el Premio Internacional de Arte Contemporáneo de la Diputación de Castelló se otorgó a la obra Ayuda Humanitaria Cuba-España, 2008-2013. Su autora, Nuria Güell, declara que «consiste en un intercambio de servicios. Cuando vivía en Cuba me ofrecí como esposa a cualquier cubano que quisiera emigrar a España, pagándole los gastos de la boda y el pasaje. A través de una convocatoria pedí a los interesados que me escribieran “la carta de amor más bonita del mundo”; basándose en este material un jurado compuesto por tres prostitutas cubanas hizo la selección de la carta ganadora y, por tanto, de mi futuro esposo. El seleccionado debía comprometerse a estar a mi disposición para cualquier petición que yo le hiciera mientras durase nuestro “matrimonio” como por ejemplo, asistir a exteriorizar su agradecimiento en los medios o acompañarme a eventos públicos.

Después de cuatro años de casados mi esposo ya ha adquirido su nacionalidad española, por lo tanto como dictaban las bases, próximamente nos divorciaremos terminando con ello el contrato que nos une.

En el caso que la obra se venda nos repartiremos las ganancias a partes iguales».