4. LO QUE NO PODEMOS RESPONDER
—Somos de la Interdisciplinaria Errorista y queremos hacerle una entrevista sobre el libro que usted está armando con fragmentos de conferencias magistrales y notas para artículos. ¿No hay contradicción entre un pensamiento que dice focalizarse en las preguntas y dar clases magistrales?
—Ante todo, hablémonos de tú. Las ciencias sociales tendrían menos dificultades en el proceso de conocer si no se trataran de usted. En cuanto a las conferencias magistrales, son un dispositivo del sistema académico creado para distinguir a profesores a los que —se supone— es más difícil atraer como meros ponentes. Pero ya la noción de ponentes implica que uno tiene un conjunto de aseveraciones para poner. Y que existe una jerarquía entre los más jóvenes que podrían decir lo que descubrieron en 10 minutos y quienes necesitan 50. Ciertos autores, como Husserl, se negaban a asistir a congresos porque los juzgaban una sociabilidad banal. A mí me fue mal en una reunión de CLACSO en Caracas, hace unos treinta años, cuando un periodista me preguntó qué diferencia positiva veía entre ese encuentro y los anteriores de ciencias sociales en América Latina. Mi respuesta fue utilizada por el entrevistador para titular la nota: «Las ciencias sociales no avanzan en los congresos». Esa frase correspondía a una idea sobre el trabajo científico como esfuerzo de investigación prolongado opuesto al apuro periodístico por cazar novedades y al juego de competencias que abunda en los congresos. Me consta que el fastidio de participar en entrecruzamientos de tres mil universitarios puede atenuarse por encuentros fecundos con amigos. Como se sabe desde Platón, en la confianza amistosa logran desestabilizarse las certezas que imaginamos en soledad. La dificultad reside, más bien, en que la alegría de tropezar con un amigo al que no veíamos desde hace años suele quedar en eso porque a los dos minutos aparece otro y luego otro a los que también queremos saludar.
«Esta cara la conozco, ¿pero de dónde?» / «¡Qué alegría verte, luego hablamos, tengo que probar el powerpoint!»
Los congresos no son escenas propicias para pensar distinto y suelen estimular a los que se creen diferentes, más que a pensar de nuevo, a actuar reactivamente para sorprender o destacarse. De ahí la utilidad de acercar la forma conferencia a entrevista, sabiendo que tampoco hay dudas magistrales. La única garantía de no ser ingenuo que tiene el entrevistado es abandonar toda ilusión de saber más que el entrevistador y los lectores. Se pueden rechazar las conferencias magistrales y las entrevistas; otra posibilidad es imaginar estilos de interrogación en los que se esquive cualquier enunciado magistral.
—Una de las críticas que llegan a quienes trabajamos interdisciplinariamente es que tomamos sin rigor fragmentos de saberes de distintas ciencias. Por eso te preguntamos: estudiaste filosofía y sólo tienes diplomas, desde la licenciatura al doctorado, en esa disciplina. ¿Por qué has hecho ejercicio ilegal de la antropología, la sociología urbana y de la cultura, la comunicación y últimamente como curador de dos exposiciones?
—Mi curriculum puede dar la sensación de un tipo disperso. Aunque suene paradójico, a veces andar curioseando en distintas áreas puede ser un recurso para no desorientarse. Lo dijo Atahualpa Yupanqui al explicar su vocación filosófica. Una periodista uruguaya, María Esther Giglio, que había descubierto antecedentes desconocidos del cantante y compositor, cuando lo entrevistó empezó preguntándole por qué había dejado la filosofía después de graduarse con medalla de honor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Atahualpa le contestó que le seguía interesando la filosofía y escribir, como de hecho hacía todavía —creo que eran los años setenta—, en un periódico de Toulouse. Pero, dijo, el problema son los filósofos, «es gente que se desorienta en patota». (Lamento que el argentinismo patota sea de difícil traducción, porque no significa lo mismo que pandilla o gang: no supone asociarse «con un mal fin», como dice el diccionario, sino actuar con soberbia los objetivos limitados de un grupo.)
Desde joven me interesaron, más que los filósofos que adherían a un sistema o lo construían, los pensadores o artistas que eran capaces de cambiar la manera de pensar haciendo preguntas no habituales o que encontraban en territorios ajenos. Sentía placer leyendo a Kant y Heidegger, y a la vez entendía necesario estudiar con Gino Germani y sus discípulos que iniciaban con sus investigaciones empíricas el proyecto de que la sociología fuera en Argentina más que una colección de ensayos inverificables. Pero encontré también estímulos en el pensamiento narrativo de Julio Cortázar, en las vanguardias artísticas inconformes con los museos, en las músicas de fusión y en cineastas como Godard: cuando un crítico intranquilizado por sus películas le preguntó si no creía que todo relato fílmico debía tener una introducción, un desarrollo y un final, contestó que sí, pero no necesariamente en ese orden.
—¿Qué fue lo que en México te hizo abandonar la filosofía y pasar a la antropología?
—Llegué a la antropología por el deseo de entender en los años setenta y ochenta la experiencia creativa desde las artesanías. Como creíamos en esos años que los modelos más productivos eran el marxismo y el estructuralismo, y la antropología tendía a ver las culturas populares bajo la lógica de códigos sociales, al revés de las transgresiones vanguardistas, supuse que el trabajo artesanal me abriría una perspectiva distinta sobre la inserción de la estética en la vida social. Las culturas indígenas y mestizas me mostraron la necesidad de trascender la visión de comunidades autocontenidas, como las aislaba la etnografía: era imposible entender los comportamientos de los artesanos sin estudiar lo que hacían fuera de sus pueblos, ante la crisis de la economía agrícola, cuando cruzaban sus reglas étnicas con el turismo, el comercio urbano,los gustos del folclor internacional.
El trabajo de campo me llevaba así a la economía, la sociología urbana y la semiótica. No abandoné la filosofía y de hecho durante tres años combiné la enseñanza de epistemología de las ciencias sociales en la UNAM y de antropología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. El trabajo simultáneo en las dos zonas mostraba que la filosofía nutrida por las ciencias sociales puede avanzar de un saber ensimismado a un saber polifónico, en contrapunto, y a la vez entender —como vi en el diálogo entre Claude Lévi-Strauss y Paul Ricoeur— el papel de la filosofía para encarar problemas irresueltos de la antropología, entre ellos los que aparecen como supuestos impensados. De todos estos autores podría decirse, como escribió Nathalie Heinich de Bourdieu, que sus logros e innovaciones dependían de haberse «fabricado antenas en la mayor parte de las disciplinas».
—¿No es contradictorio querer superar el ensayismo generalizante y, luego de cultivar la especialización de cada saber, regresar a una fusión de las disciplinas? Las ciencias modernas se formaron mediante dos movimientos de independencia. Por un lado, secularizando los procesos de conocimiento al quitarles la especulación generalista: la química contra la alquimia, la filosofía laica frente a las creencias teológicas. Por otro, autonomizando cada campo de lo social y creando disciplinas especificas —la economía, la sociología, la lingüística— en vez de las generalizaciones de la metafísica. La interdisciplina que borra las diferencias y el posmodernismo que se olvida de los análisis empíricos ¿no están desandando los avances modernos de la especialización científica?
—Son procesos distintos. El posmodernismo, que se justificó como crítica a la homogeneidad del racionalismo moderno, reivindicó la fragmentación social y la diversidad de las culturas. Pero como los ensayistas posmodernos casi nunca hicieron investigación empírica, imaginaron que sus sofisticados análisis de textos permitían extender a todas las sociedades lo que habían descubierto en los modos de construir las diferencias de género o de etnia en una sociedad particular, casi siempre occidental. Al descuidar el saber empírico producido por las ciencias sociales, dejaron entrar por la puerta de atrás generalizaciones filosóficas infundadas. Pienso en la proclamación del nomadismo como condición humana universal mientras los estudios demográficos muestran que sólo el 3% de la población mundial vive fuera de sus países: es un ejemplo del delirio filosófico al que pueden llevar las derivas de gente que no empezó mal, como Jean Baudrillard, o que renovó audazmente la filosofía hasta el final de su vida, como Gilles Deleuze, pero subestimó en sus hallazgos sobre la desterritorialización las nuevas y viejas maneras de arraigarnos.
La transdisciplina busca otros caminos: los científicos que admiten la insuficiencia de la propia área se reúnen con los de otros departamentos y reformulan las preguntas. Desde Jean Piaget a Bruno Latour o Richard Sennett los cruces transdisciplinarios son hechos por gente con formación filosófica no dogmática que toma en serio los datos de investigaciones en varias disciplinas.
—¿Qué es más difícil para un antropólogo interesado por la interdisciplina: trabajar con sociólogos, comunicólogos o economistas de la cultura?
—Buena pregunta. Pero no limitaría las dificultades a ponernos de acuerdo con otras disciplinas. También es complicado para un antropólogo trabajar con otros antropólogos cuando, como a veces ocurre, tienen una idea ensimismada de la cultura, con una formación tradicional indiferente a las industrias comunicacionales y la globalización. Hace apenas dos décadas que algunos posgrados en antropología aceptan que sus estudiantes hagan tesis sobre los medios masivos o las industrias culturales, y aun se discute si es posible hacer trabajo de campo en internet.
Cuando reconocemos que en el objeto de estudio llamado cultura no siempre prevalece el arraigo territorial y la comunidad geográfica inmediata, rehacemos nuestros hábitos como antropólogos y el horizonte de la propia disciplina. Buscamos conocer cómo estudian el mundo otros investigadores especializados en las interacciones sociales de largo alcance. Como sabemos, quienes hacen preguntas macro suelen tratar de responder con censos, estadísticas y encuestas más que con observaciones prolongadas de campo y entrevistas en profundidad. Conviene seguir el camino cuantitativo y el cualitativo como tareas complementarias. No existe una limitación de la sociología o la economía al manejarse con cifras y otra limitación —separada— de los antropólogos que prestamos atención a las interacciones cortas entre personas. Cuando sucede, como en estos años, que los antropólogos usamos encuestas y los sociólogos y comunicólogos se instalan en un barrio para hacer etnografía o se sientan con las familias a ver televisión, la disyunción entre métodos cualitativos y cuantitativos se vuelve un problema por compartir.
Si Sennett renueva la mirada sobre los desórdenes del capitalismo es porque estudió a la vez las contradicciones económicas, los procesos de innovación tecnológica y se reunió con programadores de 35 años despedidos por IBM, cuando esa empresa decayó en competencia con Microsoft y así él pudo comprender los dramas personales —«la corrosión del carácter»— que descomponen la vida social.
En mi experiencia, el diálogo con los economistas es más arduo. Desde los dos lados. El economista suele creer tanto en las estadísticas como el antropólogo en los informantes, y a ambos nos cuesta dudar. A unos les resulta difícil aceptar que los datos duros son construidos por el modo de interrogar sobre las inversiones, los ingresos, los gastos o los signos de distinción; a los antropólogos nos cuesta distinguir entre el deseo de escuchar lo que los actores piensan sobre sí mismos y la necesidad de percibir cómo encubren los presupuestos con que justifican sus conductas.
—¿Puedes darnos un ejemplo de cómo funcionan estos obstáculos en una investigación?
—Sí, les cuento del estudio que iniciamos hace tres años con un grupo de antropólogos de Madrid y México. En ambas ciudades percibimos cambios en los comportamientos y estrategias creativas de artistas visuales, músicos, editores independientes y diseñadores. Vimos crecer un tipo peculiar de trabajadores, ni asalariados ni plenamente independientes. Trabajan en proyectos de corta duración, sin contratos o en condiciones irregulares, pasando de un proyecto a otro, sin llegar a estructurar sus carreras. Con frecuencia, movilizan sus competencias y su creatividad en procesos cooperativos, cada vez diferentes. Deben adaptarse a clientes o encargos diversos, a la variación de los equipos, al distinto significado que adquieren los oficios artísticos y culturales. Los limitados ingresos y la fragilidad de sus desempeños los obligan a combinar las tareas creativas con actividades secundarias.
Conocíamos unos pocos estudios de este tipo de jóvenes creativos, que en Gran Bretaña y otros países son llamados trendsetters por su capacidad de marcar tendencias, en España emprendedores por el modo de autoorganizarse fuera de las instituciones y grandes empresas, y en Francia se les dice intermitentes, aludiendo a la «discontinuidad continua» en la que se suceden sus compromisos y proyectos.
En México no existen, como en esos países europeos, censos de artistas o músicos ni estadísticas que capten los nuevos procesos de creación y producción cultural, ni cómo se organizan y difunden sus trabajos, en parte a través de redes digitales. Esta carencia y la falta de una teoría o narrativa que dé una visión sólida del lugar de las artes en la estructura social no permiten usar hoy un método deductivista que, en un mundo más estabilizado, derivaba de las estructuras de clase o educación el sentido de las acciones personales. Nos dedicamos entonces a estudiar cómo los sujetos organizan lo que hacen como actores-en-red, en redes múltiples que van eligiendo o ensamblando según sus necesidades y oportunidades. Así, rastreamos las asociaciones, los modos de construir agencia y dirimir conflictos. Seguir a los actores en red no es optar por el punto de vista de los individuos en vez de las estructuras, sino tomar en serio la relativa libertad de innovación de los sujetos.
Preferimos, por eso, partir de la observación etnográfica y de entrevistas. Elegimos a los entrevistados mediante la técnica de bola de nieve, para detectar figuras clave en las artes, las editoriales, y las prácticas musicales y digitales en la ciudad de México. ¿Cómo autodescriben su creatividad, los nuevos tipos de trabajo y modelos de negocio, las redes que inventan? Ante la falta de estadísticas confiables sobre sus actividades y lugares de inserción, fuimos observando instituciones, empresas y escenas de actuación con el fin de identificar a los protagonistas. Delimitamos así una muestra discreta y representativa, no sólo de los sujetos sino también de los vínculos en los que se valoran sus trabajos. Obtuvimos para cada una de las áreas mapas de los actores más reconocidos por los pares, de los espacios de formación y desempeño profesional, eventos o escenas, proyectos y centros culturales sobresalientes. A los individuos o grupos seleccionados los entrevistamos para registrar sus trayectorias y experiencias en inauguraciones, ferias, conciertos, festivales y comportamientos cotidianos.
Pero al terminar este trabajo nos preguntamos cómo dimensionar el alcance de ese universo construido «desde abajo», cómo situarlo en el conjunto de la producción cultural de México. ¿Son los emprendimientos independientes de estos pequeños grupos alternativas al desempleo de los jóvenes, aunque sea dentro del sector cultural? ¿Cómo combinan los ingresos, la creación de nuevas cadenas de valor (económico y simbólico), con los modos tradicionales, institucionales o empresariales de desarrollar la cultura?
Pedimos entonces a un economista de la cultura, Ernesto Piedras, con varios estudios innovadores sobre estos temas, que usara sus herramientas para caracterizar este nuevo universo.
—¿La antropología no es capaz de responder a estas preguntas?
—Tenemos pocos instrumentos, incluso en la antropología económica, porque sus estrategias de conocimiento se diseñaron para los mundos obrero y campesino o las economías de autosubsistencia de grupos indígenas o subalternos urbanos. La economía tiene dificultades para analizar la creatividad, pero dispone de recursos conceptuales y metodológicos para ocuparse de nuestros interrogantes: ¿cómo medir comparativamente el papel que tienen en el financiamiento de la producción artística los aportes del Estado (becas, subsidios), los apoyos de corporaciones, fundaciones o mecenas y, por otro lado, el trabajo autogestionado de individuos, grupos y asociaciones independientes? ¿Qué porcentaje de sus ingresos proviene de los públicos a través de los boletos para acceder a eventos o de suscripciones a revistas y publicaciones? ¿Cuánto aportan las operaciones de compra-venta de obras artísticas o musicales y los consumos asociados (gastronomía, moda, diseño, turismo, activación de zonas urbanas)? Comenzamos a entender cómo influyen en la economía de la cultura los modos recientes en que los jóvenes generan empleos de manera informal.
—¿Qué encontraron?
—Que la investigación económica es capaz de medir cuánto vale la cultura producida por empresas formales, que pagan impuestos y circulan sus bienes en espacios convencionales. El paisaje se desdibuja cuando se trata de abarcar la economía sumergida, los senderos difusos del trabajo informal, la llamada piratería, las actividades laborales cumplidas en «negro» o tercerizadas por las grandes empresas. Poco de esto aparece en los censos económicos.
Cuando faltan las estadísticas, los registros contables y las declaraciones de impuestos, los economistas nos dicen que deben recurrir a «la percepción que los creadores tienen acerca del mercado». O sea regresar a la antropología: pedir a los actores que describan su entorno laboral, sus redes, el uso del tiempo, para qué emplean las tecnologías de información y comunicación.
—¿La interdisciplina sería entonces ese lugar donde se reúnen los científicos para apoyarse en la ignorancia?
—Sí, pero no sólo para consolarse o recurrir a las astucias de los otros. Por supuesto, la antigua metáfora de la red funciona: si con la que yo tengo sólo puedo captar un tipo de peces, veamos si la del vecino, que tiene agujeros con otro diseño, captura más. Pero lo fecundo es construir juntos un espacio entre disciplinas, que no las conecte externamente sino que las involucre desde su trama interna, desde lo que saben, lo que suponen, lo que les resulta abismal dentro de su propio proyecto.
Doy un ejemplo. En una primera lectura de la encuesta que realizó a jóvenes creadores, el grupo de economistas se asombró de que gran parte de lo producido no respondía a una demanda social, que casi todos los artistas visuales, editores independientes y músicos no recibían de sus actividades creativas ingresos suficientes para sobrevivir y obtenían la mayor parte de sus recursos económicos en otras tareas. Concluyeron, por tanto, que sus prácticas artísticas eran «como un hobby». Las entrevistas en profundidad y la observación del tiempo y entusiasmo dedicados por los artistas jóvenes nos llevaba a los antropólogos a ver sus actividades creativas como centrales en sus vidas. Una relectura de los datos de la misma encuesta permitió a los economistas valorar que en los trabajos con los que los jóvenes complementaban sus ingresos —docencia, gestión cultural, publicidad, diseño gráfico o digital, edición de textos e imágenes— ejercitaban su «capital humano», capital educativo, tecnológico y vinculante, como la construcción de redes, que luego potenciaban sus emprendimientos independientes. Si bien la encuesta dice que no superan el 19% los ingresos provenientes de la actividad creativa, las otras tareas realizadas (por ejemplo, un artista visual cuando se desempeña como empleado en la edición de vídeo, cine o publicidad) adquieren sentido económico, simbólico y estético por las conexiones con su proyecto personal. Los antropólogos aprendimos a relativizar la importancia dada por los artistas a su pasión creativa dentro de la lógica socioeconómica, y los economistas descubrieron en sus cifras lecturas cruzadas que modificaban el sentido de ciertas cifras.
—Este elogio que haces de la colaboración corresponde a la buena voluntad de individuos. Pero por detrás de los hallazgos logrados en los intercambios existen potentes estructuras institucionales que se reproducen por separado y piden lealtad de los investigadores a los departamentos de antropología, de economía o de arte, a las academias de cada especialidad. Los científicos saben que cuando sean evaluados los juzgarán por sus publicaciones en las revistas especializadas y pocos jurados van a considerar los artículos en revistas culturales donde se mezclan las disciplinas.
—A esto habría que agregar el valor superior concedido a las publicaciones en inglés. Así como los artistas y curadores saben que los museos de las metrópolis —aunque sean instituciones secundarias— tienden a dar más prestigio que los museos de naciones con bajo reconocimiento en el mainstream.
Sin embargo, habitamos en el siglo XXI un mundo más descentralizado que en el pasado. Nueva York comparte su papel como faro de las artes visuales con diez ciudades más, desde Londres hasta Tokio, Hong Kong, Estambul y Sao Paulo. Las citas en inglés siguen preponderando en las ciencias sociales, aun en investigaciones sobre América Latina. Pero la interconectividad digital global habilita redes de intercambio que trascienden la fidelidad regional y también los atrincheramientos disciplinarios. Viajamos hoy mucho más por sitios web, blogs y publicaciones digitales en varios idiomas que por congresos, simposios y bienales de arte o festivales de música. Nuestra información tiene una escala y una movilidad transdisciplinaria que vale poco ante las comisiones de expertos que nos evalúan. Pero esta escisión entre lo que se comunica y los criterios de valoración disminuye ante las estafas: nunca fue tan difícil que un científico mantenga un experimento falso o un artista exhiba la supuesta originalidad de una obra si tomó la idea de una exposición que vio en otro continente. Ahora es más difícil simular.
Al estudiar los comportamientos de jóvenes creativos advertimos que la comunicación entre artistas, músicos, editores y creadores multimedia de distintos países y disciplinas desborda los diques fijados por las academias y por los mercados. Las estructuras gubernamentales, empresariales y los concentradores de poder comunicacional, como las cadenas televisivas, Amazon y Google, seleccionan en sus embudos la circulación y los accesos. Y lo van a seguir haciendo. Pero estamos en una disputa, lejos de resolverse, entre las inercias controladoras y los flujos.
—¿La transdiciplina sería más necesaria debido a la hibridación en los procesos culturales contemporáneos?
—Creo que sí. Con la aclaración de que las mezclas actuales no son sólo étnicas o lingüísticas, como se las identificó en otra época. Ahora obligan a ponerse en diálogo a las disciplinas que se ocupan del arte, el folclor y las comunicaciones masivas, las que analizan las migraciones, la multiculturalidad urbana y las fusiones musicales. Si la convergencia tecnológica integra los formatos y contenidos de la literatura, el cine, la televisión e internet, así como los soportes técnicos de cada una y las estructuras económicas implicadas ¿cómo vamos a entender cada sistema productivo por separado? El aumento de interconexiones y mezclas ha extendido la noción de hibridación: se la usa para titular exposiciones intermediales, para las fusiones musicales del jazz, el reggae, el rock, las melodías celtas, el tango, el flamenco, etc. Se promueve una educación híbrida destinada a concientizar a los alumnos en la creatividad multicultural y capacitarlos para actuar en medio de modelos y códigos culturales discrepantes. Hasta se emplea la expresión «híbrido» para coches que combinan la energía eléctrica y la combustión interna, o para gastronomías que mezclan tradiciones étnicas o nacionales.
—Tanta elasticidad del concepto de hibridación ¿no le quita rigor?
—Era más fácil, sin duda, definir objetos en estudios demarcados por cada disciplina o campo cultural, el del arte por un lado, el de la televisión por otro. O imaginar culturas nacionales e identidades autónomas cuando las interacciones con los diferentes ocurrían sólo en los puertos y las fronteras. Esa época se fue acabando desde la segunda mitad del siglo XX: aumentan las migraciones, se entrelazan las economías y finanzas a escala global, se intensifica la comunicación industrializada y digital de los bienes culturales. Sigue teniendo sentido que haya disciplinas en tanto subsisten órdenes de lo social y lo cultural con instituciones específicas.
También hay que desconfiar de los saberes sobre la totalidad porque seguimos perteneciendo a naciones y la desigualdad de acceso a los bienes globalizados nos diferencia, porque construimos desde posiciones diversas las interpretaciones. Pero más allá de concepciones ingenuas de la hibridación (como si fueran procesos de conciliación universal), es evidente que la mayor interdependencia entre culturas genera proximidad y conflictos entre prácticas materiales y simbólicas distantes. Aun sin salir de la sociedad originaria. Hacemos experiencias fronterizas permaneciendo en nuestro lugar natal. Y a su vez el pensar, sentir e imaginar desde sitios particulares desautoriza los discursos maestros, que pretenden ser válidos para el mundo.
—Al haber pasado de sociedades con multiculturalidad restringida (cada minoría en su barrio) a una interculturalidad más abierta y difusa, varios analistas culturales sostienen que, en vez de centrar los estudios en las identidades (nacionales o étnicas), debemos ocuparnos de las zonas de intercambio. ¿Sirven los conceptos de hibridación, mestizaje o sincretismo para organizar conceptualmente estos procesos de interacción más compleja?
—Sí, en la medida en que no pidamos a los conceptos fijar un significado estable, sino reconocer la variedad de situaciones que pueden ocurrir en una zona de intercambio. «Los conceptos son sedes de debate», escribe Mieke Bal, donde se toma conciencia de diferencias, mezclas y se plantean tentativas de comprensión recíproca. «Estar de acuerdo no quiere decir estar de acuerdo en el contenido, sino estar de acuerdo con las normas básicas del juego: si utilizas un concepto, lo estarás utilizando de una cierta manera para que tu discrepancia respecto al contenido tenga sentido».
—Muchas gracias por la entrevista.
—Antes de que se vayan quiero preguntarles sobre el nombre de ustedes: ¿tienen algo que ver con la Internacional Errorista?
—No, esa es una agrupación político-artística que irrumpió en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, en Argentina, en 2005, para repudiar la presencia del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, y participó en la contra-cumbre de organizaciones sociales y partidos de izquierda, donde realizaron manifestaciones de protesta bajo la consigna «Todos somos erroristas». Busca en Google las páginas de la Internacional Errorista, que contiene 870.000 resultados, y verás que no existe una sola mención de nosotros. En esta época sin paradigmas científicos, como sabemos, Google es la versión más confiable y completa de la realidad.
Nosotros no tenemos aspiraciones políticas, aunque también nacimos por error, quitándole la T inicial a la palabra por la carga simbólica y el riesgo que implica. La Interdisciplinaria Errorista es más bien un movimiento de insurrección epistemológica: reivindicamos el error como reconocimiento de los límites y sesgos de todo saber.
—O sea que también son un movimiento político. Por lo menos si pensamos con Jacques Rancière que el trabajo del conocimiento no se realiza para adecuar la representación a la realidad sino como articulación entre «maneras de hacer, las formas de visibilidad de estas maneras de hacer y los modos de pensabilidad de esas relaciones». Ese suelo en apariencia común está fracturado por grupos con ocupaciones distintas, donde se ejercen las divergencias.
Vieron que Rancière dice que hay dos formas de entender la política: como construcción de consensos o trabajo con los desacuerdos. La línea que busca consensos se concentra en experiencias sensibles compartidas y tiende a olvidar las discrepancias. Evitar esta visión conciliadora lleva a redefinir la política: no como ejercicio del poder, sino como una esfera particular de experiencia, de objetos propuestos como comunes, sujetos considerados capaces de designar a esos objetos y de argumentar sobre ellos. Frente a esta adecuación —«policial» la llama él— de las funciones, los lugares y las maneras de ser, donde no habría conflictos, Rancière postula una política que haga visible lo oculto, que escuche a los silenciados.
Ahí es donde se reúnen la estética y la política al dar visibilidad a lo escondido. Reconfiguran la división de lo sensible y hacen evidente el disenso. ¿Qué es el disenso? No es apenas el conflicto entre intereses y aspiraciones de diferentes grupos. Se basa en una diferencia en lo sensible, un desacuerdo sobre los datos mismos de la situación, sobre los objetos y sujetos incluidos en la comunidad y sobre los modos de su inclusión.
Si lo vemos así, hacer transdisciplina es una tarea política: se ocupa a la vez del discurso, del sistema de evidencias sensibles que parece común y los modos de representarlo, usarlo para el control social, criticarlo y jugar con él. El arte y las ciencias sociales pueden servir al consenso que sostiene el poder o cuestionarlo con fines distintos. ¿Qué diferenciaría al arte? Quizá un énfasis, un estilo. Me acuerdo de un diálogo que tuvieron en 1999 Pierre Bourdieu y Hans Haacke: según el sociólogo, su tarea sería analizar los desacuerdos entre estructuras y representaciones, poner en evidencia las fallas o trampas de la dominación, obtener conocimientos mejores y recurrir a investigadores, artistas y especialistas de comunicación para «movilizar así una fuerza equivalente a las fuerzas simbólicas que se trata de enfrentar»; Haacke compartía ese objetivo, pero más que dar un relato coherente a los movimientos transformadores le interesaba imaginar los desacuerdos. Y «lo importante es que sea entretenido, decía, hay que obtener placer, y es necesario que eso dé placer al público».