3. ¿CUÁNTO O CÓMO SE LEE?

En los mismos días en que se celebraba en la Universidad de La Plata ese congreso sobre teoría literaria, la ciudad realizaba una feria internacional del libro. En la feria también había un coloquio, en el que predominaban editores y escritores adictos al papel. Además de los argentinos, mexicanos y colombianos habían llegado multitudes de brasileños en el marco de la declaración de ciudades hermanas a Brasilia y La Plata. La ocurrencia provenía de que las dos habían sido inventadas de un día para otro: Brasilia para descentralizar la capital y La Plata, al fin del siglo XIX, cuando la ciudad de Buenos Aires se desprendió de la provincia del mismo nombre para ser capital de la república. De ahí que tuvieran ese aspecto de excesiva planificación, la forma de avión del plano de Brasilia, el rígido trazo de las avenidas y las supercuadras, o en La Plata ese juego maníaco de un cuadrado perfecto dividido por dos ejes transversales, calles interrumpidas por diagonales que cuando se cruzan abren una plaza, cada 600 metros en cualquier dirección en que uno se mueva.

No había mejor lugar para exponer el exacerbado orden de las encuestas, de las encuestas nacionales de lectura que los brasileños traían. Primero ejercitaron, como hacen casi todos los editores y libreros, el lamento por la baja venta de libros. ¿Los sustituirán las pantallas? En seguida, para conjurar la melancolía de las cifras, el representante del Instituto Pro-Livro comenzó el powerpoint de clasificaciones, todas derivadas de una muy restrictiva definición de leitor: «aquele que leu, inteiro ou em partes, pelo menos 1 livro nos últimos três meses». La encuesta registraba que, entre 5 y 17 años, acceden a internet todos los días 20% de los entrevistados y 23% algunas veces por semana. De 18 a 29 años, el 30% todos los días y el 22% algunas veces por semana. Si bien 58% señala que usan internet para recreación o entretenimiento (que posiblemente incluya actividades no considerables como lectura: videojuegos, escuchar música y ver películas), 40% dice emplearlo para trabajo escolar/ estudio/ pesquisa y 42% para conocer personas y trocar mensagens, prácticas que implican leer y a menudo escribir. Pero esas formas de lectura y escritura no siempre relacionadas con libros (o con su lectura completa) son subestimadas desde la propia definición del lector: juzga como no lectores a quienes no leyeron ningún libro en los últimos tres meses.

Si la misma encuesta registra en el uso de internet el acceso a «redes sociais o blogs que falem sobre livros ou literatura», ¿por qué desestima las muchas horas que cada día adolescentes, jóvenes y un buen número de adultos dedican a leer y escribir en Facebook y Twitter? La indagación de varias preguntas sobre la «penetraçao da leitura de livros digitais» no les había servido a los intérpretes de la encuesta para darse cuenta que debían detenerse en las discontinuas, pero frecuentes, prácticas de lectura efectuadas en computadoras y celulares.

Esa ponencia austera, paranoica (como otras presentadas sobre «la crisis de la lectura» en el congreso académico), contrastaba con la multitud festiva que recorría la feria. La mayor asistencia era de jóvenes, los mismos a los que los expertos acusaban de leer cada vez menos. Los jardines vastos de la plaza principal parecían patio de escuela secundaria. «No compran ni miran los libros, ¿a qué vienen?» —decía un editor.

Un especialista mexicano trajo dudas distintas. Cuestionó el promedio de lectura que se atribuía a los lectores en su país «2,9 libros al año» y su descenso, en comparación con la asistencia a las dos ferias sobresalientes en América Latina. En la de Guadalajara, que en 2010 recibió 612.474 visitantes, en 2013 había subido a 750.987. La Feria del Libro de Buenos Aires alcanzó en 2013 los 1.112.000 asistentes. En ésta, una encuesta había hallado que el primer motivo de interés para los asistentes «es el paseo y la recreación» (82,6%). Luego, mencionaban la compra de libros, la búsqueda de novedades y ofertas, razones de trabajo o profesionales. Los visitantes llegan a las ferias, concluían, para conocer personalmente a autores que algunos han leído y muchos sólo oyeron que era célebre, para buscar su autógrafo y tomarse la foto con él, que subirán de inmediato a su página en Facebook. La asistencia física a la feria, situada en una ciudad precisa, se multiplicará en la red digital para curiosos lejanos.

Varias ferias han percibido este sentido lúdico de la visita e incluyen en sus programas, además de actos explícitamente literarios, como conferencias y mesas redondas, conciertos de músicas populares, teatro y cine, juegos para niños y grandes, constante circulación de cámaras que filman entrevistas a autores famosos y a asistentes anónimos, encantados de ser difundidos más tarde por las televisoras.

Un ponente inglés habló sobre grupos y clubes de lectura, sobre sitios en línea donde los participantes discuten sus gustos literarios y revelan que el gozo de la lectura está asociado a la convivencia y el intercambio social. La sociología anglosajona de la lectura, atenta a la extensión de los reading groups en países como el Reino Unido y los Estados Unidos, ha demostrado que ser lector es una vía para fabricar lazos sociales. Dijo que aun los sociólogos franceses, más inclinados a subrayar la determinación de la familia y la escuela en la formación de hábitos lectores, reconocían ahora, en palabras de Roger Chartier, que «hay siempre una comunidad que lee en nosotros y por quienes nosotros leemos. Leer se aprende en el seno de un grupo, de una cultura que condiciona nuestra elección y nuestro acceso al texto».

Antes de seguir aplicando encuestas de lectura habría que preguntarse qué preguntar. Fue lo que discutían en un panel al que habían invitado a libreros y dos presentadores de programas televisivos sobre libros, con la esperanza de que los expertos de los medios dieran nuevas claves. Sin embargo, el profesor seductor, soberbio, que venía de la tele, parecía el menos convencido de que pudiera saltarse la distancia entre el papel y lo audiovisual:

—Podemos transmitir contenidos literarios a través de la pantalla, con densidad estética como lo ha hecho el cine con Shakespeare y Kafka, pero pocos espectadores sentirán curiosidad para llegar al papel.

—Nuestra experiencia es otra —replicó la encargada de marketing de una cadena de librerías de Buenos Aires. Desde que pusimos mesas dedicadas a libros para jóvenes, con diseño y narrativas diferenciadas, compran las sagas de quinientas páginas.

—¿Pero las leen?

—Hasta las comentan en blogs y redes sociales. Son los que nos dan pistas de lo que hay que publicar y cómo exhibirlo. Demuestran que no leen solos sino como parte de comunidades lectoras. Sus contactos no acaban en el aula ni en su ciudad. Nos piden novelas que todavía no se tradujeron.

—¿Y cuál es ahora el papel de los padres, los maestros y los bibliotecarios?

—Preguntarles a los chicos qué hay de nuevo. Si después los alumnos ven que el maestro incluye sus sugerencias en el plan de lectura escolar lo van a mirar como si perteneciera a un planeta más cercano.

—Tampoco hay que instalarse en el primer éxito —intervino Gemma Lluch, una investigadora de la Universidad de Valencia. El entusiasmo con Crepúsculo hizo creer a muchos profesores que los adolescentes querían obras con vampiros y les recomendaban libros con ese tema. Pero al ver que no aumentaba la lectura descubrieron que lo que los enganchaba era el estilo: presente de indicativo, oraciones cortas, con un narrador que relata lo que sucede en el momento, como si fuera en tiempo real. Les gusta que el que cuenta no sepa lo que va a pasar, que esté tan sorprendido como el lector.

—Tal vez sea así —contestó un crítico—, pero no hay que exagerar la espontaneidad de los lectores. Al final todo depende de cómo manejan los gustos las estrategias de mercado.

Algunos editores, sobre todo los maestros, hablaban de la lectura y la escritura como si siguieran en la época de «la cultura general», útil en algunas profesiones y en las primeras etapas de la industrialización o los servicios, cuando no se necesitaba usar el saber de los libros para trabajar en la construcción o en la línea de montaje de las fábricas. ¿Se produce la «crisis de lectura» más reciente cuando el trabajo por computadora y la comunicación por internet requieren otros modos de leer y escribir? Estudiantes de carreras técnicas o superiores, ejecutivos de empresas y dirigentes políticos no son «lectores» en el sentido moderno —apuntó Anne Marie Chartier: «saben leer y escribir muy bien ya que trabajan durante toda la jornada con pantallas y teclados pero se burlan de las faltas de ortografía, se expresan con una jerga profesional comprensible solamente para iniciados, leen poco los diarios, no compran novelas salvo policíacas, leen historietas, revistas de deportes, pero no leen literatura».

Los ingenieros, juristas, técnicos, comerciantes, políticos, periodistas tratan todo el tiempo con información escrita, hacen cálculos, consultan bases de datos, envían correos y redactan informes. Pero no recurren a los libros de historia o geografía para conocer ciertos datos sino a Google o Google Earth. Las simulaciones en 3D permiten visualizar procesos físicos o químicos, así como lo que sucede o sucederá en una ciudad intervenida por nuevas construcciones. Esta etapa distinta en la adquisición del saber y en su uso no implica que se lea menos, sino que se accede a la información en nuevas presentaciones del conocimiento.

Antes del concierto con un grupo de narcocumbia y otro metalero (¿motivos de que deambularan temprano por la feria multitud de jóvenes?) un emisario del Informe Pisa contó lo que descubrieron al incluir en 2001 los modos de leer en soportes electrónicos. «Redefinimos la noción de textos y de los procesos mentales que los lectores necesitan para abordarlos. La pregunta inicial no es cuánto se lee, sino cómo se ejerce la competencia lectora, que no consiste en memorizar conocimientos sino en adquirir destrezas para localizar, seleccionar o interpretar la información. Estas competencias lectoras son necesarias para un gran número de trabajos, sobre todo los que cuentan con nivel medio y alto de remuneración, y también para obtener servicios de salud, ser ciudadanos activos y movilizar a otros, formar parte de comunidades virtuales y presenciales. La «brecha digital» no depende sólo de si se accede o no a los libros o internet, sino también de ampliar las capacidades de las personas para integrar, evaluar y comunicar información».

Leer ya no es sólo entender palabras y frases. También saber usar iconos de navegación, barras de desplazamiento, pestañas, menús, hipervínculos, funciones de búsquedas de texto, imágenes y músicas, mapas de sitios. El texto electrónico, como hipertexto, ¿también depende de decisiones de mercado? La interacción puede ser con un entorno de autor, o sea un contenido fijado por una empresa, una institución o un individuo sólo para obtener información o comprar, y también puede hacerse modificando el contenido, comunicando algo no predeterminado, como ocurre en correos, blogs o foros.

¿Era una feria del libro si ya no había sólo libros? —preguntaba un editor. Un grupo de grafiteros-poetas, Los ilegibles, había ocupado los jardines y varios edificios cercanos con un festival de poesía en voz alta, computadoras para que el público transmitiera mensajes y los proyectara en pantallas gigantes, blogs e historietas para leer y ver al mismo tiempo. No fue tan extraño que el conferencista de clausura aceptara que el grupo leyera un manifiesto:

No, lo que nos preocupa más no es que la gente no lea libros. Primero habría que mirar cómo se informa el 50% de brasileños, españoles o argentinos que dicen no haber leído libros, qué leen y escriben en su celular, en su computadora, cuando caminan por las calles indigestadas de publicidad.

Los promotores de la lectura en papel y en bibliotecas (aunque no tengan computadoras), los que fijan a padres y maestros cuánto tiempo por día deben leer a los niños y adolescentes, argumentan que la educación letrada forma ciudadanos. Sin libros y lectores de libros la democracia peligraría.

No vemos razón para que ese razonamiento, que no es culturalmente falso, se escriba en los planes de promoción de la lectura con tanto pánico. Si los pedazos que quedan de democracia se van encogiendo es, sobre todo, por lo ilegible. Miles de nombres de víctimas del nazismo acumulados en las paredes de sinagogas como en tantos museos de la memoria de Argentina, de Chile, de Berlín: son tantos que nos quedamos con la imagen de la multitud. ¿Y los países que ni siquiera los construyeron, las listas que están por escribirse?

Recordemos los folletos publicitarios de agotadores párrafos, los contratos en letra diminuta de los bancos, de las tarjetas de crédito, las hipotecas que obligan a quienes quedaron desempleados no sólo a devolver la casa sino a seguir pagando la deuda inflada por intereses usureros. ¿A quién exigir que cambie un pacto impreso en tres páginas, donde miles de palabras se aglomeran sin pausas, cuando sólo tratamos con un dócil empleado o una máquina?

¿Dónde leer la composición y las contraindicaciones de medicinas contra la gastritis, el cáncer, las cardiografías, que sólo curan en la publicidad?

¿Salvarán la democracia las políticas de promoción de la lectura o las políticas de publicación de lo ilegible?