2. MANERAS DE CITAR
Llevaba cuatro años ensayando temas para su doctorado y ninguno lo excitaba. ¿Sería más fácil antes cuando se elegía un escritor, se leía su obra, lo que se había publicado sobre él, y el desafío consistía en decir algo que a nadie se le había ocurrido o refutar las interpretaciones exitosas? Ciertos días culpaba a su timidez o su exigencia, otras veces lamentaba el enredo en que se habían metido las universidades cuando subestimaron las carreras de literatura, filosofía, sociología para hacer esas combinaciones que llamaban saberes interdisciplinarios. Él había elegido un doctorado en «twitteratura» y antropología de emergencia y se había vencido el tiempo reglamentario para presentar la tesis sin que hubiera definido todavía qué iba a explorar.
El profesor al que ayudaba en la organización de congresos le había gestionado dos años de prórroga, pero estaba a punto de perder la beca si al menos no entregaba un avance. Era bueno para todas las tareas que hacían funcionar esas reuniones: escribir invitaciones que convencían a especialistas de otros países, ir a buscarlos al aeropuerto, diseñar los programas, conseguir más proyectores de powerpoint que los que existían en su universidad, lograr descuentos en los hoteles y notas publicitarias en la prensa. Se movía con soltura entre veterinarios, lingüistas, arquitectos que construían poco pero se apasionaban con el discurso sobre la urbanoterapia y por supuesto los postfilólogos y preterohistoriadores. Pero suponía que haberse familiarizado con tantos cruces al final le había extirpado la curiosidad por lo incomprensible.
Una mañana algo se le iluminó cuando se reencontraron en la puerta del hotel de La Plata el erudito alemán y el profesor argentino, se abrazaron y el visitante europeo recordó, apenas terminando el saludo, que ahora iba a ocurrir lo contrario de aquella vez en que se conocieron en una universidad de California: el alemán dio la conferencia inaugural y el argentino la de clausura.
Estuvo a punto de preguntar sobre la diferencia entre una y otra, pero se impuso su veta antropológica y decidió esperar sus respectivas intervenciones, y sobre todo espiar sus preparativos, la manera en que aludirían a distintos temas del congreso en los gestos retóricos, en el trato con los ponentes distinguidos que sólo tendrían 20 minutos y quizá con algunos de los 404 ponentes obligados por los moderadores de paneles a no exceder los 10 minutos. ¿Se comportaba distinto un conferencista de inauguración o de clausura cuando elegía la mesa para comer con otros congresistas?
Al escuchar la conferencia de apertura del congreso se asombró de no haber descubierto antes algo que había presenciado tantas veces. En el discurso inaugural no había necesidad de referirse a lo que iba a suceder. El conferencista podía exhibir las ideas que se le ocurrieran sobre el tema de la reunión, con alusiones a su obra anterior o resumiéndola sin pudor o lanzar provocadoras hipótesis para que fueran discutidas en los días siguientes. Nadie iba a discutirlo en ese momento porque las conferencias magistrales no dejan tiempo para el diálogo, y difícilmente alguien haría referencia a su intervención en las mesas posteriores porque ya todos habían escrito sus ponencias.
En cambio, el que diera la conferencia de clausura se iba a sentir comprometido a asistir a los paneles destacados y quizá lo demostrara retomando algunas discusiones. ¿Cómo elegiría a quiénes citar: por afinidades, alianzas de grupos, rencores viejos? Nombrar a los autores o atacarlos sin decir a quién pero con insinuaciones que todos entendieran, convertía las conferencias magistrales en una escena para administrar la notoriedad académica. Aunque los conferencistas compartían ahora ese papel de asignadores de prestigio con fans de distintos profesores que, al tuitear frases sueltas, hilaban otros circuitos de celebridad. De todas maneras, se esperaba que el conferencista tomara partido o arbitrara entre quienes debatían sobre cambios en la relación de la academia con las tareas políticas, entre la excelencia y la apertura de la universidad a la difusión mediática del conocimiento.
En su entusiasmo, al joven doctorando se le vinieron rápido las asociaciones interdisciplinarias que estas imágenes proporcionaban. Tomar partido y arbitrar le hizo pensar en estudios sobre el etnocentrismo y el eclecticismo epistemológico en el fútbol de la era posguardiola: las polémicas entre el Barça, el Real Madrid y el Bayern se habían sofisticado tanto que, cada vez que las oía, le evocaban su Facultad. Las maneras de citar que oiría en la conferencia de clausura lo llevarían, tal vez, a la teoría de la traducción y el plagio en las competencias interculturales irresueltas, o sea todas. El campo de su investigación se abría ilimitadamente, y eso de nuevo lo angustiaba. Ni bien acabó la conferencia inicial tuvo que contener su ansiedad porque debía confirmar que estuvieran a tiempo los bocadillos para el brindis de esa noche, atender los pedidos de recién llegados que necesitaban la constancia de asistencia al congreso porque se irían en cuanto terminara su mesa esa misma tarde, y ya su profesor le pedía que fuera a rescatar al conferencista de las blackberrys y los iPhones y las dedicatorias porque había que llevarlo a almorzar con el alcalde de la ciudad.