14. INTEMPERIE

El estudiante ya no es estudiante, y sin embargo no sabe si dejar de serlo. Terminó la tesis y ahora fantasea con un postdoctorado. Le escribe a su novia, que hace una residencia en Stanford, para decirle que se presentará a la beca que le permitiría alcanzarla en esa universidad. El examen estuvo bien, le cuenta, las diferencias que supo analizar entre las conferencias de inauguración y las de clausura le gustaron al jurado, que apreció las alusiones, sin citas textuales, a relatos de escritores sobre congresos.

Se va aceptando que no es indispensable abrumar las tesis con citas al pie y bibliografías presuntuosas si uno habla de alguien a quien negaron ser diputado en Uruguay y por eso concibió organizar un Congreso del Mundo que representaría a todos los hombres de todas las naciones. Si en el texto aludido se dice que en ese congreso se sellaron enemistades, que alguien adulaba a otros de un modo tan exagerado que podía pasar por una burla y no comprometía su dignidad, esas palabras, anudadas así, sólo pueden pertenecer al autor de El libro de arena.

¿De quién iba a ser sino de César Aira el relato de un escritor que va a un congreso literario en Mérida, Venezuela, con el único propósito de que su invento de entrenar a una avispa para clonar a un hombre superior, un Genio, al final conformándose con una Celebridad —para no perderse en conjeturas: es Carlos Fuentes— se frustra porque, luego de una invasión catastrófica de gusanos en la ciudad, advierte que la avispa se había confundido capturando la célula de la corbata que lucía en el congreso ese novelista? «¿Cómo iba a saber ese pobre instrumento clónico dónde terminaba el hombre y empezaba su ropa?». Los miembros del jurado habían valorado la sutileza del tesista, capaz de insinuar referencias al texto, confiando en la inteligencia y erudición de ellos.

Pero el menos convencido con el final de la tesis fue el autor. No sabe si por haberse quedado sin la placentera obsesión de la escritura o porque algo se le reveló luego del examen y los festejos. Fue a un acto en la Facultad de Artes y conoció una historia de la ciudad que les habían ocultado a los de su edad, los que nacieron en la época de la dictadura. Oyó también a gente mayor acercarse sorprendida al que meses antes había inaugurado aquel congreso, supo entonces que lo habían cesado en su cargo obtenido por concurso cuando los militares se apoderaron de la educación y del país, y ahora lo reincorporaban honoríficamente, 34 años después, como profesor consulto. El director de tesis del estudiante, de 52 años, decía que nunca había escuchado ese relato.

El homenajeado, que ahora vive en México, contó que en los años setenta, en ese mismo edificio habían formado con estudiantes de artes plásticas, música y cine, y unos pocos profesores, luego también expulsados, proyectos de investigación grupal que abrían cada disciplina a las otras y el trabajo científico y artístico a las mutaciones sociales de ese tiempo. No buscaban sólo transformar las disciplinas, sino sobre todo el disciplinamiento de la sociedad y los modos establecidos de estudiarla.

Encontró en una revista la conferencia con que el nuevo profesor consulto agradeció: «Cuando la policía y el ejército invadían casas de La Plata y otras ciudades en busca de militantes, el hallazgo de libros críticos se juzgaba evidencia de la peligrosidad de sus dueños. Muchos quemaron las partes izquierdas de sus bibliotecas o las enterraron con la esperanza de que la barbarie fuera temporal. Yo seleccioné, dijo, libros sospechables y muchas revistas —recuerdo la colección completa de Casa de las Américas— y los guardé en un departamento que mi hermano había comprado pero estaba desocupado y por eso imaginaba menos desconfiable. Unas semanas después fui a buscar un libro y encontré que no había nada. No vi signos de violencia y entonces les pregunté a mis padres, los únicos que tenían llaves además de mi hermano y yo. Ellos habían sido siempre respetuosos con nuestras decisiones, de manera que no había podido imaginar su respuesta: “Nosotros los quemamos porque temíamos que les pasara algo a ustedes”. Esa distancia entre el cuidado de los hijos basado en el respeto a la autonomía de cada uno y el cuidado escondido, violento, incendiario, impuesto por la represión me dio la medida de nuestro riesgo, de la profundidad con que una política que decía defender ciertos valores, como los de la familia, estaba percudiendo el sentido, las interacciones de afecto más confiables.

Pocos meses después, hacia finales de 1975, la Editorial Nueva Visión —que ya tenía en imprenta mi libro sobre arte popular y sociedad en América Latina— me lo devolvió porque habían decidido no publicarlo. Todos sabíamos que habían puesto bombas en editoriales y librerías, que desaparecían escritores y periodistas, pero quería conocer cuáles eran las razones de un editor, dónde detectaba él los límites de lo que se podía decir. Como se suponía que las expulsiones masivas de profesores habían sido, en parte, por la bibliografía de nuestros programas, esperaba que me hablaran de libros que ya no se podía citar. No me dijeron eso: mencionaron a artistas analizados en mi texto que estaban presos o exiliados.

Borges se preguntaba en La muralla y los libros cómo entender que el hombre que edificó la casi infinita muralla china fuera el mismo que hizo quemar todos los libros anteriores a él: “la muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron barreras mágicas destinadas a detener la muerte” y evitar que los hombres aprendan lo que enseña, más allá de los regímenes locales, “el universo entero” y las conciencias diversas de las culturas. Hubo años en que esos libros que concebí entre estas paredes, como muchos otros, pudieron publicarse en México o en otros países, pero no llegaban aquí. Aun cuando entraron mucho más tarde a la Argentina, otras murallas persistieron».

Las conferencias y entrevistas de los profesores que el recién doctorado había perseguido en YouTube porque no estaban publicadas, donde el profesor reincorporado hablaba de la imposibilidad de ser extranjero, de dejar la casa de las respuestas y aceptar la intemperie de las preguntas, parecían más que lo que explícitamente decían. Eran rodeos para hablar de algo que no tiene comienzo ni clausura: está entre lo que se quiere decir de otro modo y lo que no dejan nombrar. Lo que se quiebra cuando alguien se ve obligado a salir del país, también cuando elige hacerlo, y ya no vuelve porque al regresar al sitio inicial la ciudad que extraña es otra.

Las inauguraciones convencen poco. No sólo por su ritualidad excesiva sino porque se sabe que el comienzo se monta para después imaginar que hubo un paraíso perdido, que hubo paraíso. Más que la diferencia entre comienzo y clausura, hoy inquieta la distancia entre lo que se deja saber y lo que se esconde, la confusión entre las dádivas y los incendios cometidos por los mismos gobernantes, los mismos empresarios, unos y otros a la vez donadores y pirómanos. Si los congresos se repiten ¿para qué inaugurarlos, para qué despedirse? Sólo hay intercambio de papeles entre los que abren y los que cierran para que otro o los mismos regresen. ¿Dónde deliberar, cómo hacerlo, no para sacar conclusiones sino para repensar del único modo posible: como extraños? No porque sea la posición deseable. Curiosamente, es la más digna para quienes amamos tener territorio.

Salió a la calle y compró un periódico español que llegaba cada día a ciudades argentinas. Una vez más sintió que le importaban menos las respuestas de los artículos de opinión que las preguntas de los humoristas, como las de El Roto. Mientras pasaba las páginas, recordaba una de las pocas en que ese dibujante de sátiras sombrías había soltado su entusiasmo en las semanas del 15M: la multitud con caras apenas trazadas pero iluminadas por amarillos, rojos y verdes alzaba una bandera blanca, que ondeaba (no era de rendición), y arriba decía «Los jóvenes salieron a la calle y súbitamente todos los partidos envejecieron».

Al llegar a la página en que vería la caricatura de hoy, tantos meses después de aquella efervescencia, en la viñeta había un personaje solo frente a una muralla. «¿Y si en vez de perseguir a los inmigrantes persiguiesen a los gobernantes corruptos de los países de los que huyen, y a los nuestros que los ayudan?» Le gustaba más cuando El Roto no recogía la actualidad, cuando en sus dibujos y frases lacónicas latía «lo que está detrás de lo que acaba de ocurrir». Lo decía el dibujante en la entrevista aparecida con motivo de una exposición que mostraba esos días en Buenos Aires. Allí El Roto aclaraba: «leo cada vez menos la prensa, porque es como si ya la hubiese leído…» «Son como repeticiones de lo ya conocido. Cada vez intento entender más a partir de ese silencio». No recordaba que algún sociólogo, antropólogo o filósofo hubiera dicho mejor la tarea de las ciencias que estas frases del dibujante: «Hay un exceso de información, pero una información tan entrecortada, tan fragmentada, que nos impide tener una visión más clara de lo que pasa. El trabajo de la sátira es clarificar, no tanto lo que pasa sino lo que sigue o seguirá pasando. La función es dar un sustrato a esa visión para que pueda resultar más clara la lectura. La sátira además ha sido instrumento de lucha política, pero eso me interesa mucho menos. Me interesa más su utilidad a la hora de crear estructuras mentales, que nos permiten comprender mejor lo que nos ocurre o lo que nos hacen».