13. NOS DEJAN SIMULAR MENOS: DE LA TV A SNOWDEN
La época de la vídeo-política duró poco. Cuando apenas los políticos comenzaban a superar los pruritos éticos que los hacían dudar de operarse la cara, de que fueran capaces de pasar del mitin a la televisión, los medios descubrieron que las declaraciones de los gobernantes o los opositores interesaban menos para aumentar su rating que filmar escenas íntimas de los personajes públicos. Más que actuar para audiencias invisibles, ser político implica que multitudes anónimas se fijen ya no en sus propuestas sino en los hermanos incómodos de su familia, si copió o no la tesis, con qué narcos festejó su cumpleaños. El lema de las feministas —todo es político—, inventado para reivindicar el cuerpo y la vida familiar emancipados, se desvió a una espectacularización de la vida privada que desplaza los debates de los programas y principios a los secretos personales. No vemos sólo cambio del formato y el papel de cada medio como actor público. Estamos en una transformación íntegra de la escena comunicacional. Hace veinte o treinta años los diarios y revistas impresos competían con la televisión y la televisión y el cine con el vídeo. Ahora todos se entrelazan, tanto por la fusión de las empresas productoras y distribuidoras de contenidos como porque en las pantallas personales de los receptores aparecen paisajes intermediales: textos, imágenes y sonidos se combinan.
—¿Ya no tiene sentido, entonces, estudiar por separado la radio, la televisión y el cine?
—En parte sí porque sigue habiendo aparatos de radio, otros de televisión y salas de cine. Pero las dudas tan repetidas sobre la supervivencia de cada uno no tienen respuestas si las hacemos como si desarrollaran carreras independientes. Nos informamos de las noticias en la radio del auto y nuestro acompañante nos dice las que lee en el celular. Cuando las películas nos atraen a las salas siguen incitando la sociabilidad urbana, aunque también las descargamos de internet para verlas en nuestra casa. Al contrario de lo que se supuso en los años noventa, ahora cierran más videocentros que librerías y salas de cine.
Toda una etapa de la industrialización de la cultura y de los conflictos entre hábitos letrados y audiovisuales está modificándose. La digitalización conjunta de textos, imágenes y todo tipo de mensajes que se van integrando en la televisión, la computadora y el teléfono celular nos hace habitar, más que campos autónomos, escenas y entornos tecnológicos. El desplazamiento ocurrido en las ciencias sociales y en los discursos artísticos y comunicacionales de la noción de campo a las de escenas, entornos y circuitos sintetiza el entreveramiento de las prácticas culturales.
En esta época de fusiones necesitamos preguntarnos de nuevo qué significa ser ciudadanos, consumidores y usuarios. También en este caso las preguntas son transdisciplinarias.
Ser ciudadano no es sólo un asunto político, ni ser consumidor es apenas una cuestión económica, ni menos mercadotécnica. La mezcla de los movimientos de producción, consumo y participación lleva a pensarnos como prosumidores: producimos y consumimos en una continuidad, como los DJ, que nunca paran, remixean, reciclan, negocian con «públicos» diferentes cada vez.
Desaparece también la jerarquización entre la prensa a la que se creía más y la televisión sospechosa de encubrimiento y distorsiones. Lo vemos en el cambio del trabajo periodístico. Los periodistas pasan gran parte de su tiempo monitoreando lo que dicen otros medios: quienes escriben en diarios ven televisión, los de televisión leen los diarios en el noticiero de la mañana y todos están obligados el día entero a seguir cables en internet. La cuestión no es sólo cómo se informan sino cómo reescriben y abandonan una noticia para sumergirse en la siguiente. Algunos dan más voz a los empresarios que a los trabajadores, algunos a las víctimas o a los represores, pero —donde los imperios mediáticos concentran medios escritos y audiovisuales— la información se va seleccionando y digiriendo según la competencia mercantil con los demás.
—Y también cuidando de las relaciones con los políticos que otorgan las concesiones y las empresas que pagan publicidad.
—Así es. La amplitud de datos ofrecida por la circulación digital y la posibilidad de contrastar fuentes juegan papeles subordinados a la mercantilización, salvo en pocos medios como The Guardian, The New York Times, la BBC, Le Monde y El País que atraen a las audiencias haciendo investigación y argumentando. Para la mayoría de los ciudadanos la abundancia noticiosa, el estar «en el lugar de los hechos», con despliegue de motocicletas y helicópteros, no se traduce en pluralismo.
Tener más noticias, que se reemplazan con vértigo cada hora, contribuye poco a la democracia y la participación, o a la desmitificación de lo encubierto: «puede llevar incluso a un ambiente de antipolítica —escribe Natalie Fenton—, puede detener la participación política en la esfera pública y disminuir la democracia. Las noticias también pueden ser “desdemocratizantes” y pueden ser culpables de la demonización de aquellos que buscan asilo, de los migrantes, de los pobres y de los discapacitados».
La obsesiva preocupación por la supervivencia de los diarios en papel o de los cines suele quitar de la agenda interrogantes más decisivos: ¿qué sucede con la propiedad y la acumulación de medios? ¿Cómo se vinculan los nuevos modelos de negocio —transnacionales y transmediales— con los órganos de gobierno (que son nacionales) y con los hábitos de consumo y acceso de los receptores-usuarios?
—Pero hay compensaciones. Las redes sociales amplían las fuentes, controlan el disimulo y la complicidad entre poderes. Son promotoras más horizontales de la participación social y política.
—A las redes y en general a internet hay que formular preguntas semejantes a las que dirigimos a la prensa y la televisión. ¿Quién le dice qué a quién? ¿Qué temas o tópicos favorecen? ¿Es cierta la independencia que proclaman o ése es un recurso seductor para cazar visitantes y quizá acabar vendiendo sus datos, como Google, Facebook y otros, a empresas y gobiernos? ¿Están dispuestas las redes, así como piden cuentas a los gobiernos, a rendir cuentas a sus usuarios?
—Habrá que averiguar, entonces, dónde quedan en este juego los movimientos sociales ¿Pueden los movimientos descentrados, que proliferan tomando al internet como plataforma de diseminación, incorporar demandas silenciadas? ¿Cuáles son los límites de la transversalidad suscitada por ellos?
—Son ésas las preguntas que están replanteando el sentido de lo público. La relación entre formas más institucionalizadas de gestión y gobierno, como los partidos, y por otro lado los movimientos sociales es un viejo tema de las ciencias sociales. Pero se están radicalizando los movimientos feministas, étnicos, ecologistas, estudiantiles al acceder a vías de comunicación transnacional que potencian sus comunicaciones, su capacidad para informarse y argumentar. Sin embargo, sigue presente la pregunta sobre la eficacia de estos movimientos y su sustentabilidad. Muchas agrupaciones independientes duran poco tiempo, o se descomponen, o se burocratizan, o son cooptadas por los partidos políticos o los medios. Estos movimientos son más capaces de denunciar la inconsistencia de las políticas gubernamentales, la corrupción que cada vez es más difícil ocultar. Pueden también asociar solidariamente a sectores dispersos, pero no hay un pasaje automático, por decirlo rápido, de Wikileaks al ejercicio de nuevas ciudadanías, y menos a cambios de las estructuras de mediano y largo plazo.
Entramos a los tumbos en otra etapa del desarrollo social y político, con estructuras menos durables. Es interesante pensar esta inestabilidad junto a la tendencia que se da en América Latina a que los presidentes se reelijan, y a que ciertos partidos logren instalarse en el gobierno por más de un periodo, más de cuatro o seis años. Parece haber tensión entre la necesidad de ciertas formas de estabilidad democrática, de profundizar la gestión de lo público, y por otro lado esta agitación tecnológica, movimentista, potenciada por el descontento con el fracaso de las políticas sociales.
—La producción cultural depende cada vez más de la conectividad y las tecnologías digitales. No obstante, la democratización de internet aún es insuficiente y costosa. ¿Cuáles son las consecuencias de esta deficiencia en las políticas democratizadoras y para la interacción y participación cultural?
—América Latina tiene cierto rezago internacional si comparamos la cobertura de estas tecnologías recientes, especialmente el déficit de acceso a banda ancha, con países como Finlandia o Estados Unidos. Pero las culturas juveniles ayudan a entender que no se puede tomar las cifras globales como único indicador para medir lo que está ocurriendo. Ya en el año 2005, en la encuesta nacional de jóvenes hecha en México, veíamos que el 31% decía tener computadora en la casa, pero más de 70% contaba con acceso a internet. Además de la propiedad del aparato, hay otras formas de sociabilización generacional, usos escolares, laborales, que amplían el acceso a los nuevos recursos comunicacionales.
Recordemos también que varios países latinoamericanos están emprendiendo programas de entrega de computadoras a los niños: en algunos, como Uruguay, a los alumnos de la escuela primaria; en Argentina, a amplios sectores de alumnos de los primeros años de secundaria; en Perú, en Colombia, ahora en México se inician experiencias semejantes. No sólo familiarizan con las nuevas tecnologías desde edades tempranas y capacitan para formas digitales de producción y consumo: también generan una implosión en la vida familiar, porque los alumnos llevan a sus hogares las computadoras. Muchos padres que no habían tenido acceso a esos dispositivos se sienten interesados, comienzan a aprender de los hijos. Se remueven las jerarquías familiares, escolares y sociopolíticas, cuando los estudiantes entienden más rápido que los profesores como aprovechar estos recursos.
—Sabemos que los jóvenes son el sector que más sufre el desempleo y la insuficiencia de políticas sociales. No obstante, son los que más participan en la economía creativa y los usos de tecnologías digitales. ¿Cómo valorar esta relación de los jóvenes con la creatividad en medio de las contradicciones del desarrollo?
—Los jóvenes y adolescentes encienden las alarmas sobre los desencuentros del desarrollo múltiple, combinado y desigual en que estamos. Los estudios de la CEPAL son los que mejor exhiben que los jóvenes muestran en América Latina un nivel educativo mayor que sus padres, mayor acceso a las nuevas tecnologías, y sin embargo tienen menor acceso al empleo. Es dramático, porque muestra la incapacidad de las políticas de desarrollo para proporcionar trabajo, seguridad y bienestar a las nuevas generaciones. Los estudios antropológicos revelan que hay políticas de exclusión, a veces voluntarias, como las explícitamente neoliberales, y otras más complejas en sus motivaciones, cuando los gobiernos no entienden las demandas y exigencias de los jóvenes.
—Creo ver en lo que propones un giro de la comunicación a la antropología. Los estudios comunicacionales siguen prefiriendo detectar las tendencias midiendo las estrategias de las grandes empresas culturales. Aun las corrientes críticas asignan el poder decisivo a las corporaciones.
—Sigue siendo un camino necesario. Pero, como nunca antes, las majors de la industria editorial, del disco y del audiovisual se muestran desorientadas. Editoriales y productoras de películas y discos han cerrado. O realizan fusiones multimediales, adquisiciones tan a contramano de la supuesta evolución sustitutiva de los medios como la ocurrida en agosto de 2013 cuando el dueño de Amazon, Jeff Bezos, experto en mercados computacionales, ventas por internet y libros digitales, compró un diario que había perdido en diez años la mitad de sus lectores: el Washington Post.
Por eso conviene seguir la otra línea del análisis comunicacional: qué sucede en el consumo y el acceso, sobre todo en las nuevas generaciones. No sólo porque suben los porcentajes de adolescentes y jóvenes como consumidores culturales y usuarios de tecnología digital. Lo más interesante es que no podemos verlos ya sólo como público. Su creciente acceso a las películas, la música y los espectáculos va asociado al papel de muchos de ellos como creadores, difusores de programas con contenidos autogestionados en los medios digitales y redes alternativas de distribución. Estos comportamientos son difíciles de registrar en las encuestas de consumo. Aparecen, más bien, en las etnografías de redes y grupos. Miran con indiferencia el declinante lucro de las empresas disqueras y de vídeos. Prefieren los festivales y circuitos independientes, las redes para descargar en internet.
No olvido la importancia económica y cultural que ostentan las salas de cine comercial, la exhibición televisiva e incluso la venta de discos y DVD. Más aún: la concentración de las productoras, distribuidoras y cadenas de exhibición audiovisual requiere profundizar las reformas de las leyes de medios, de cine y de telecomunicaciones. Desmonopolizar los circuitos del cine y la televisión es necesario para abrir espacios a las coproducciones independientes.
—¿Se podría sostener que, a diferencia del tiempo en el que dominaban las empresas transnacionales, estamos pasando a una economía creativa diversificada que abriría oportunidades tanto en los países hegemónicos como en los periféricos? ¿En qué medida la concentración empresarial es contrarrestada por el aumento de producciones independientes, de las pymes culturales y comunicacionales?
—Las expectativas generadas por la expansión de industrias creativas medianas y pequeñas en países emergentes crecen especialmente en la producción audiovisual. Un ejemplo: lo producido en cine, programas para TV y cortos publicitarios fue decisivo para que el PIB cultural mostrara un notable crecimiento dentro del PIB total de Argentina entre 2004 y 2009: pasó del 2,35% al 3,50%. En estos años la cultura mostró un desempeño excepcional, superando el rendimiento económico de actividades como la construcción, la provisión de servicios básicos, la minería y la pesca.
Estudios como los de Ángela McRobbie sobre Londres y de Jaron Rowan sobre España vienen discutiendo si las industrias creativas son el «motor del desarrollo», o una «receta» para las fallas del desarrollo, si disimulan el aumento del desempleo o la incapacidad del actual modelo económico para incorporar a las nuevas generaciones. La precariedad de los emprendedores que participan en esta economía creativa ha llevado a la sociología francesa a nombrarlos como intermitentes, debido a la inseguridad de sus trabajos por proyectos, sin seguro social. La fascinación por una vida laboral sin horarios esconde a menudo la explotación.
—¿Cómo entender, entonces, ensambladas las innovaciones en la creación, la comunicación, los modos de agruparse de los jóvenes, la emergencia de receptores que son también recreadores o al menos participan en la circulación y la apropiación? ¿Con qué recursos encarar las fallas, tanto del antiguo sistema de industrialización de la cultura con sus empresas de discos, vídeos y editoriales en declive como, al mismo tiempo, la precariedad a veces exitosa de los emprendedores y trendsetters, de sus proyectos con baja sustentabilidad?
—Contamos con dos estrategias conceptuales para leer este proceso: la economía creativa y la teoría de las redes. Ambas designan, desde ángulos distintos, los movimientos de reestructuración económica y sociocultural que venimos describiendo. Pero estamos necesitando una visión más compleja del actual régimen de creación-comunicación-agrupamiento en redes-recepción y apropiación.
Vimos que si se fortalece la producción independiente sólo con coproducciones, como hizo con buenos resultados el programa Ibermedia, tropezamos con los circuitos concentrados de la distribución, esa economía de empresas en gran escala que persiste pese a estar siendo erosionada por las descargas libres. Pero también fracasa el movimiento inverso: combatir estas transgresiones, condenadas como piratería porque las miran desde una matriz cognitiva y económica incapaz de abarcar juntas la digitalización de los procesos culturales y las formas cooperativas de producir y acceder a la cultura.
Unas cuantas empresas están entendiendo este desafío y por eso se fusionan editoriales, televisoras, productoras de cine y música (Murdoch, Bertelsmann). Pero se limitan a imaginar la convergencia tecnológica e intermedial como una complementariedad que expande las ganancias de los gigantes económicos. Les cuesta apreciar la enorme creatividad en redes digitales y redes presenciales que reconfigura, desde los comportamientos cotidianos, el acceso más libre a los contenidos culturales de las artes y los demás procesos simbólicos. Se desentienden del desafío social y tecnológico llamándolo piratería y pretenden resolver su derrumbe económico pidiendo a los gobiernos que la repriman.
Vivimos en el tiempo de las estructuras que no funcionan pero aún no se han ido, ni parece que se vayan a ir, y de los acontecimientos producidos por movimientos en redes, empoderados, que descreen de las estructuras sin lograr reemplazarlas.
—Volvamos a lo que es más visible en las redes y a las consecuencias del espionaje masivo sobre la despolitización. ¿Es posible ser ciudadanos responsables, eficaces, en este tiempo en que nuestros escritos y actos más íntimos son vigilados por alianzas de empresas transnacionales y gobiernos?
—La mayoría de las potenciales víctimas ha respondido con pocas reacciones a las revelaciones de Snowden. Leímos protestas de políticos y contestaciones ridículas como la de Obama prometiendo a Angela Merkel que a ella ya no la van a espiar. ¿Y los demás? Se muestran tan indiferentes como los jóvenes creadores respecto a la crisis de las megaempresas editoriales o musicales.
No podemos entender la mutación si sólo la miramos desde la politología, o como simple cambio instrumental en los modos de comunicar y persuadir: un pasaje del diario a la televisión, de la televisión a Twitter y Facebook. Tampoco si la indagamos desde una sociología gutemberguiana de la lectura: ¿se puede resistir al dominio del audiovisual aconsejando que se lea más, usando la televisión para publicitar libros?
Tenemos evidencias del cambio cuando en un mitin los periodistas no toman notas sino que graban, fotografían y filman desde sus iPhones; los profesores vemos que se multiplican los celulares que graban la conferencia y la citan, con fuente o sin ella, en un trabajo para aprobar un curso o eligen frases sueltas para tuitear que estuvieron ahí.
Aunque el ciudadano intuyera poco que podían espiarlo, venía preparándose para esta etapa desde que vio que sus hijos estudiaban y se conectaban con sus compañeros por otros soportes y redes, desde que el diario y la televisión le avisaron que su ciudad pasó en tres años de tener decenas de cámaras de videovigilancia en algunas esquinas y centros comerciales a decenas de miles disimuladas o visibles en las puertas de todos los edificios públicos y los conjuntos habitacionales, en casas y escuelas y hospitales, dentro y fuera de los shoppings. En México, quienes discutieron el aumento del impuesto predial recibieron del gobierno una foto de Google Maps en la que se ve su casa y las ampliaciones que nadie sospechaba desde la calle.
La antropología, desde sus comienzos, sostuvo que para entender lo que no sabíamos —además de aprender la lengua, los códigos de los otros— había que hacer experiencias de extrañamiento. Después de observar como naturales los cambios de comportamiento de los jóvenes y la proliferación de cámaras en cualquier escena urbana, quizá nos fuimos preparando para que un empleado de la mayor máquina de espionaje mundial suelte millones de datos. ¿Traidor, mártir, héroe? ¿Cómo llamar al que se comporta de un modo atípico respecto de un sistema y una multitud de transformaciones que no entendemos?
Para incorporar las redes que coleccionan millones de imágenes en todos los países, las guardan en secreto, las usan con reglas que ignoramos y cada tanto estallan asociados a una cara —Assange, Snowden—, para que esos ocultamientos masivos y revelaciones ocasionales se incorporen a lo que en otro tiempo se llamaba «conciencia ciudadana», precisamos un esfuerzo de desnaturalización, de extrañamiento, difícil para cualquiera. Al hombre y la mujer comunes, convocados a la política en los años en que hay elecciones y entremezclados con ella si necesita empleo o arreglar una maraña burocrática, esa escala mundial de los poderes furtivos le parece inaccesible. Hasta el político obligado a cuidar su seguridad puede reducirse a conocer los pasos cercanos de sus adversarios.
Sin embargo, todo el tiempo nos asaltan escenas que desocultan conexiones inesperadas. Recuerdo la Bienal de Venecia de 2013. En un asiento del vaporetto que me llevó de la estación de tren de Venecia al hotel encontré un catálogo de la Bienal y una carpeta con folletos de la Chinese Independent Art 1979 à today, invitaciones a exhibiciones privadas de Sir Anthony Caro, del Pabellón de Brasil y una recepción ofrecida por el Comité de Adquisiciones de una fundación japonesa con la presencia de artistas occidentales y asiáticos. También la invitación a un cocktail en el Hotel Bauer auspiciado por la Primera Dama de la República de Azerbaiyán. Y un mapa con itinerarios marcados con lápiz a sitios fuera de los Giardini y el Arsenal donde se agrupan las principales exhibiciones, entre ellos el Palazzo Lazze, también comprado por Azerbaiyán. El olvido de algún viajero me recibió como guía.
Dos asuntos distinguieron a la Bienal de Venecia 2013. El que anunció el título El Palacio Enciclopédico, un intento de renovar la visión universalizante que dio origen a la Bienal en 1895, revisada tantas veces como la irrupción poscolonial de naciones periféricas, las protestas políticas del 68 y la expansión globalizada de los mercados económicos y artísticos que erosionaron el dominio eurocéntrico del mundo. A la vez, buscó compaginar la multiculturalidad fragmentada que celebró el posmodernismo tratando de que el desorden sea interpretable. ¿Con qué matrices o claves? No simplificó la tarea que, para salir del predominio occidental, las bienales anteriores invitaran a países africanos y asiáticos, y la de 2013 sumara 88 naciones incluyendo por primera vez a Angola, Bahamas, el Reino de Bahrein, Costa de Marfil, Kosovo, Kuwait, Maldivas, Paraguay y Tuvalú. Ah, y la Santa Sede. El curador, Massimiliano Gioni, abrió la muestra con la maqueta del Palacio Enciclopédico imaginado por el artista ítalo— estadounidense Marino Auriti, un museo imaginario que juntaba en 1955 los grandes descubrimientos «de la raza humana, desde la rueda al satélite», y con el Libro Rojo de Jung, manuscrito en el que reunió cosmologías personales y colectivas, guardado por sus herederos en la caja fuerte de un banco suizo, sólo visto por unas veinte personas hasta 2009, cuando se hizo una edición facsímil en alemán e inglés, que Digital Fusion circuló en algunos museos y bibliotecas de Estados Unidos.
La novedosa exhibición europea del libro de Jung, más atractiva que la maqueta de Auriti, fue uno de los momentos altos de la Bienal. No está claro que amontonar tecnologías constructivas o sueños, alucinaciones y visiones sea suficiente para orientarse en un mundo donde las disputas por el poder simbólico se enredan con conflictos económicos y políticos.
Presencias proliferantes como la de Azerbaiyán —en las exposiciones, los palacios y los vaporetti que llevan su publicidad por el Gran Canal— me hicieron acordar de la polémica de unos meses antes en México sobre el monumento al presidente de ese país inferido al Parque de Chapultepec. Supimos entonces que Azerbaiyán había pagado sumas elevadas a catorce países para colocar otros tantos monumentos a su jefe. Recordé también que acababa de ver al Barça y al Athletic llevando en las camisetas de los jugadores como publicidad dos marcas: Qatar y Azerbaiyán. Como si hubiera otra globalización, confrontaciones lejanas apenas escondidas, en un campeonato nacional de fútbol europeo y en la pugna artística por el León de Oro de la Bienal.
Me acordé de la resonancia que tuvo hace unas décadas el libro de Serge Guilbaut, De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno, donde documentó el pasaje de la capital artística de París a Estados Unidos en tiempos del expresionismo abstracto. En un texto de 2005, reconociendo la ampliación de horizonte y la mezcla de la cultura comercial, turismo y arte en la bienalización del mundo, Guilbaut encontraba en la cacofonía de las muestras (europeas, de Shangai o Sao Paulo) que estamos pasando a lo que Paul Virilio denomina el «babélico superior».
Para entender el mercado del arte y sus reglas de prestigio debemos bizquear hacia la geopolítica. Te guste o no el fútbol debes enterarte de quiénes financian los clubes si quieres conocer cómo construyen su legitimidad simbólica en occidente los países árabes y los negocios petroleros.