12. POR QUÉ LOS CIENTÍFICOS ESCRIBEN ENSAYOS

—A esta altura no queda claro qué es lo específico del trabajo científico. ¿No nos arriesgamos a desandar el camino según el cual las ciencias sociales aparecieron como superación del ensayo? En la Argentina, a mediados del siglo XX, la iniciación de la sociología científica con Gino Germani mostró que las meditaciones de Eduardo Mallea sobre el ser nacional o los intentos de Ezequiel Martínez Estrada por radiografiar la pampa se volvían insostenibles frente a la investigación empírica. En México hubo una ruptura semejante al pasar de El laberinto de la soledad de Octavio Paz a la crítica de antropólogos como Claudio Lomnitz y Roger Bartra en ensayos sustentados con estudios de campo.

—Es cierto, el ensayo humanístico o literario es una estrategia de comprensión de un proceso histórico o un movimiento de la sociedad a partir de las reflexiones subjetivas y las lecturas de un autor. También dentro del ensayo existen métodos distintos. Puede basarse en ideas novedosas o en percepciones agudas que se desmarcan del sentido común de una época con distintos criterios de rigor. Recuerdo la polémica en la que Octavio Paz atacó a Carlos Monsiváis diciéndole que no tenía ideas sino ocurrencias. Los ensayos y sobre todo las crónicas de Monsiváis no se limitan a reunir ocurrencias. Su trabajo se parece a veces a la etnografía por las observaciones extraordinarias que escapan de los estereotipos con que pensamos lo habitual. Da claves de la historia y del presente que no estaban en la historiografía oficial. Gran parte de su astucia, en el mejor sentido de la palabra, residió en esa observación casi etnográfica. No usó la metodología antropológica, pero supo percibir situaciones emblemáticas, como un baile popular, una marcha política, espacios cotidianos de la ciudad, como un observador singular. Me ha ocurrido que, al estar trabajando sobre la ciudad de México, o en temas de historia cultural y políticas culturales, iba a los textos de Monsiváis, y efectivamente no encontraba casi nada sistemático, casi nunca una cifra, un dato duro que anclara las observaciones, pero sí anotaciones sugerentes para mirar de otro modo lo que sucedía.

Cierta sociología, en cambio, intenta poner entre paréntesis las ideas y la subjetividad para captar las estructuras objetivas de los procesos sociales. Se abandonan las generalizaciones sobre la identidad nacional o el pensamiento o los sentimientos de un pueblo para investigar los comportamientos y discursos de cada clase o grupo social.

El ensayo humanístico o literario corresponde al papel del intelectual como revelador del sentido oculto de la sociedad (siglos XIX y primera mitad del XX). El tratado científico, en cambio, se forma en un saber académico basado en la investigación a la vez racional y empírica con el fin de controlar o promover el cambio social: encuestas, estadísticas, observación prolongada de comportamientos colectivos en el trabajo de campo.

Sin embargo, el género ensayo regresa en el mundo contemporáneo. John Berger, Umberto Eco y Richard Sennett son intelectuales con rigurosa formación académica, que prefieren en algunos libros recurrir a la forma vacilante del ensayo.

—¿Por qué usar ese género vagabundo para comunicar conocimientos obtenidos en la investigación social?

—Una razón, aunque no se diga, es que los tratados o libros con muchas citas y notas al pie, con estadísticas y gráficas, son aburridos. A la recepción restringida de muchos libros científicos se les podría aplicar la sentencia de Borges: varias veces emprendí el estudio de la filosofía, pero siempre me interrumpió la felicidad. Aunque Borges aclara que el estudio filosófico también puede hacernos dichosos.

No sólo la lectura de tratados eruditos logra aburrir; también el escribirlos (lo saben quienes batallan para llegar al final de una tesis de doctorado). Pero no es fatal: Lévi-Strauss (en Tristes trópicos), Clifford Geertz casi siempre, hicieron avanzar el saber en ensayos que importan tanto por sus datos novedosos como por las sorpresas de la escritura. Manifiestan que conocer, hacer ciencia, tiene cierta complicidad con el placer.

También Roland Barthes supo oscilar entre el tratado y el ensayo. Escribió obras densas, rigurosas, como Elementos de semiología y El sistema de la moda, pero dedicó la mayor parte de sus libros a hablar de El placer del texto, los vínculos de la lectura con el eros, de la escritura con la seducción. Aclara Susan Sontag: «Se trata de la seducción como juego, nunca como violación. Toda la obra de Barthes es una exploración de lo histriónico o lo lúdico; de muchas e ingeniosas maneras, una excusa para el paladeo, para una relación festiva (más que dogmática o crédula) con las ideas. Para Barthes, como para Nietzsche, el fin no es alcanzar algo en particular. El fin es hacernos audaces, ágiles, sutiles, inteligentes, escépticos. Y dar placer».

Una segunda razón para justificar los ensayos es que no existe un sistema del conocimiento, una teoría general de lo social, que pueda exponerse sin fisuras, como estructura compacta. El ensayo es ese modo de presentar el saber que lo mantiene abierto, un tipo de conocimiento que incluye la rectificación. En cambio el libro-tratado intenta desplegarse como el progreso de un principio hacia un final, hacia una conclusión. Dice Clifford Geertz: «Para dar rodeos y avanzar por calles paralelas, nada es más conveniente que el modelo del ensayo. Uno puede desplazarse casi en cualquier dirección, aunque si ciertamente la cosa no funciona, puede retroceder y volver a comenzar por alguna otra opción con un coste moderado en tiempo y decepciones. A media carrera, las rectificaciones son bastante fáciles, pues a uno no le preceden cien páginas de argumentos que deba sostener, como ocurre en una monografía o en un tratado».

—Entonces, ¿en qué se diferencia el ensayo científico del filosófico o el literario?

—La escritura científica no puede sostenerse sólo con ideas o hipótesis del autor. Se basa en investigaciones. Contrastamos las observaciones subjetivas con los referentes empíricos, sometemos las interpretaciones a un manejo controlado de los datos. La práctica científica se distingue por volver sobre sus propias afirmaciones para ponerlas a prueba una y otra vez. Como sabemos desde Popper el científico no busca arribar a la verdad sino a refutar lo que cree haber descubierto: mientras no lo refute dirá que sus enunciados mantienen su temple, su verosimilitud. Las estrategias persuasivas del discurso humanístico obturan, muchas veces, esta posible autorreflexión y refutación. Puede ocurrir tanto en el ensayo conservador como en el de izquierda cuando les interesa más demostrar la fuerza de una posición ideológica que admitir las dudas ante lo que fracasa. También en este sentido, a diferencia del tratado o el manual, el ensayo es la escena de la duda.

Pero la evidencia empírica no es la autoridad única. Tanto las encuestas como el trabajo etnográfico suelen partir de presupuestos sobre cómo funciona la sociedad, cómo se definen las clases sociales, por qué la gente roba, migra o consume. Se pueden organizar los datos obtenidos con mucho rigor, con los más sofisticados programas de computación, pero si las preguntas fueron hechas a individuos aislados de los grupos de pertenencia en los cuales toman las decisiones las respuestas estarán distorsionadas.

Este desencuentro entre las preguntas y los procesos sociales es más rotundo en momentos de cambio social, cuando no disponemos de evidencias empíricas porque todo ha temblado y ni las cosas ni las personas están en el mismo lugar. Entonces puede ser más productivo hacer una sociología o antropología narrativa que permita a la gente contar cómo se ingenia para pasar de una condición social a otra.

«¿Qué cuentas?» es el comienzo de muchos encuentros, desde donde se comienza a saber sobre el otro. Lo dicen sociólogos como Pablo Vila: «La gente no actúa o deja de hacerlo porque se sienten parte de una categoría social, como nos pareciera hacer entender el cuadro de doble entrada que es la forma hegemónica de entender la realidad según la sociología tradicional. La gente mira su presente desde su experiencia pasada y en función de un futuro posible, y desde allí planea la acción en relación al personaje que dicha reconstrucción del pasado y posibilidad de futuro llama, siempre contextualmente, para dar cuenta de la acción a emprender».

Si además admitimos que hay que trascender el punto de vista individual, o el del narrador que todavía pretende ser omnisciente, y pasar al teatro, más receptivo a experiencias discrepantes, con frases de distintos personajes que no se empalman, que malentienden lo dicho en el parlamento anterior , interesa, más que la coherencia conclusiva, atender todo el juego dramático.

Quizá las diferencias entre científicos y artistas aparecen en los criterios de valoración y las exigencias de legitimidad de sus trabajos: al que hace ciencia le interesa construir conocimientos en relación con referentes empíricamente observables, en tanto al artista, más que la producción de un saber, le atrae gestionar la incertidumbre en la sensibilidad y la imaginación, sin buscar certezas cognitivas.

—¿Se complementan el saber científico y el saber poético?

—No siempre. Pero algunos logran aproximarlos. Pienso en Lévi-Strauss y El pensamiento salvaje: «¿Cómo entender que los pueblos originarios de América, a partir de un pensamiento mítico y poético, hayan alcanzado un saber minucioso sobre la naturaleza y clasificaran con gran rigor, según sus propiedades sensibles, centenares y centenares de plantas y animales? Porque la exploración mítica o poética no es irracional. Aspira a un orden y responde a una exigencia de comprensión del mundo». Existen dos modos distintos de pensamiento científico, y tanto uno como otro son función, no de etapas desiguales de desarrollo del espíritu humano, sino de los dos niveles estratégicos en que la naturaleza se deja atacar por el conocimiento científico: «uno de ellos aproximativamente ajustado al de la percepción y la imaginación y el otro desplazado; como si las relaciones necesarias, que constituyen el objeto de toda ciencia —sea neolítica o moderna—, pudiesen alcanzarse por dos vías diferentes: una de ellas muy cercana a la intuición sensible y la otra más alejada».

En el pensamiento científico las imágenes son subordinadas a los conceptos. En el pensamiento mítico o poético existen conceptos pero sumergidos en imágenes. Entonces ¿tienen tanto mérito el conocimiento científico como el conocimiento poético o metafórico? Quizá lo que da un valor distinto al discurso científico y al modo de escribir ensayos científicos es, como decía, su capacidad para cuestionar sus propios fundamentos. El discurso científico no está libre de los riesgos de la ideología, e incluso del delirio, pero tiene instrumentos para cuestionar su modo de constituirse, de construir sus objetos de estudio, dudar sobre ellos y repensarlos como relativos y cambiantes.

Poner en tensión el pensamiento mítico y el científico, y examinarla, se revela fecundo ante mitos más recientes que los estudiados por Lévi-Strauss. Varios antropólogos contemporáneos hallan en la reflexión crítica sobre los mitos y en la escucha de su lógica explicativa y narrativa claves para entender lo irresuelto de nuestras sociedades. Alejandro Grimson muestra en su libro Mitomanías argentinas cuánto puede revelarse de esta sociedad leyendo en esos relatos sagrados cómo sus miembros dicen que está organizada, el poder movilizador e interpelador de la mitología y también, con los datos y argumentos provistos por la antropología, la falsificación y tergiversación contenida en narraciones que intentan sostener por qué «en la Argentina no hay racismo», «el corrupto es el otro» y «la sociedad argentina es una víctima inocente del Estado» o «las nuevas tecnologías democratizan la comunicación». Pero el saber antropológico no viene a demoler los mitos, sino a reconocer que no hay lenguaje sin ellos y que podemos hallar complejidad en sus matices, en las contradicciones entre mitos que defendemos el mismo día. Esta tarea puede limitar los riesgos del delirio, que por cierto no están ausentes en estudios científicos.

Hay delirios histéricos y delirios obsesivos en la investigación. Los últimos textos de Jean Baudrillard y algunos de François Lyotard parecen delirios histéricos. En cambio, la obra de Louis Althusser es casi toda un delirio obsesivo. Los dos cargan inconvenientes para hacer investigación. No tengo casi nada contra el delirio como fenómeno cultural: es fecundo para el trabajo poético, o sea una vía de acceso al conocimiento. Pero si deseamos no instalarnos en el delirio y preferimos ciertos arraigos en medio de la desestabilización incesante ¿cómo anclar en lo que socialmente se considera real?

—¿Sería el humor o la ironía lo que nos devuelve del éxtasis poético a la realidad?

—Al menos el humor nos aleja de esa otra forma del delirio —creer que sabemos de qué se trata lo real— con la ilusión de controlar los juegos ilimitados de la fantasía. Dado que sabemos sólo mediante aproximaciones qué es lo real, carecemos del derecho de reprimir el delirio: pero a su vez parece que el hecho de que la ciencia aspire a saber qué sucede en la realidad y tenga este objetivo, nunca alcanzable pero siempre buscable, evita que uno se pierda delirando.

Todos estamos expuestos a delirar, sea por el lado histérico o el lado obsesivo; pero llega el momento decisivo de bajar del delirio. Para algunos el problema es cómo subirse y no lo logran nunca. Si seguimos trayectorias como la de Walter Benjamin, o la del propio Freud, encontramos que su imaginación teórica se da en momentos en que logran fantasear, en el sentido de que despegan de lo real. Construyen algo que no está en «los hechos» —el aura, el inconsciente— con lo cual llegan a mirar mejor lo que quizá esté en la realidad. Si lo hacen es porque, de alguna manera, además de subirse, hubo un momento en que aterrizaron y pusieron eso en una escritura que se puede leer, que tiene un orden comunicable o varios a la vez.

Muchos científicos y poetas construyen conocimiento con humor, ese otro desacomodo de lo real, y evitan envalentonarse haciendo metafísica o misticismo. La poesía no es azar, escribió Italo Calvino, sino «una tensión hacia la exactitud», que lo hizo circular a él, una y otra vez, por las teorías y los libros científicos. En un texto dedicado al debate entre Jean Piaget y Noam Chomsky, halló que hay dos modelos del proceso de formación de los seres vivientes: «por un lado el cristal (imagen de la invariabilidad y de regularidad de estructuras específicas), y por otro la llama (imagen de constancia de una forma global exterior, a pesar de la incesante agitación interna)». El escritor, según Calvino, no opta por el cristal o la llama: busca reducir, por un lado, «los acontecimientos contingentes a esquemas abstractos en los que se puede efectuar operaciones» y a la vez dar potencia a las palabras para «expresar con la mayor precisión posible el aspecto sensible de las cosas».

En este tiempo de mutantes industrializaciones de la cultura, de expansión digital y descomposición de la democracia, es clave «la palabra [que] une la huella visible con la invisible, con la cosa ausente, con la cosa deseada o temida, como frágil puente improvisado tendido sobre el vacío».

Estas son algunas de las justificaciones para escribir el saber científico como ensayo. No sólo en el sentido del género así llamado sino como ese modo de interpretar lo que se dice con sus indecisiones, narrar como lo hace quien explica un comportamiento, y hacer teatro para aceptar que se hable con sentidos contradictorios, incluidos lo que para el autor están enteramente equivocados. Así es posible aproximarnos a la causalidad compleja o a las modulaciones sin estructuras, dispersas, donde aparecen muchas causas de un mismo efecto o efectos sin causas.

¿Qué generamos con estos ejercicios inseguros, dando vueltas por un lenguaje que a veces parece narrativa, otras teatro o entrevistas improvisadas, apelando hasta a la poesía? Tratar de ver y escuchar lo que no cabe en los coeficientes, en las escalas de actitudes, cuando los actores-en-red se descubren como actores sin red, como los migrantes y los jóvenes crónicamente desempleados y tantos a los que nos pagan como científicos aunque lo que nos parece más decente es contar nuestro saber extrañado: cómo se las arreglan unos y otros para organizar experiencias culturales —aun las propiciadas por las industrias editoriales, televisivas y de internet— que no tienen apps para escribirlas ni comunicarlas. Lo que sólo puede analizarse en estado de taller.

—¿No hay un residuo romántico en este recurso a la poesía como vía de conocimiento?

—Lo que intento es una atención socio-antropológica a lo que el trabajo creativo nos enseña sobre la incertidumbre en todo trabajo, en cualquier práctica social. La sociología de la producción artística (no de las obras) surge del presupuesto antirromántico de que es posible entender más el arte si —en vez de ver sus resultados como imprevisibles— indagamos qué deben los creadores a su entorno, cómo se forman y califican, cómo construyen las reglas de valoración de un cuadro o un espectáculo junto con otros profesionales, teniendo en cuenta a los virtuales receptores y las instituciones que median entre unos y otros. Pero descubrieron que el conocimiento más refinado de este conjunto de factores no permite prever si una obra va a triunfar o fracasar. «El trabajo artístico está modelado por la incertidumbre», afirma Pierre-Michel Menger.

Me interesa el modo en que este autor, quizá el que produjo el libro más consistente sobre estos asuntos, Le travail créateur, extrae de este aprendizaje un saber utilizable para estudiar cualquier trabajo, sobre todo los que persiguen la innovación. Por más que la hiperprogramación tienda a dar sensación de que puede reducir la incertidumbre, en esta sociedad de organización flexible, trabajos por proyectos y competencias que impulsan a sobresalir innovando incesantemente, los modelos de determinismo causal no captan la apertura de lo predecible al azar, las negociaciones y alianzas de los intercambios que se reinventan. Reconocer la incertidumbre no es abrir la puerta trasera a la irracionalidad. El conocimiento del sentido narrativo, dramático y poético —creador de las actuaciones sociales— habilita otro modo de saber racional: el que permite acceder a estructuras discontinuas no articuladas por la causalidad.