9. DEMOCRACIA CANALLA

El estudiante viajó a México para asistir a un Congreso sobre Interdisciplina y Descomposición Política. Le interesaba cómo tratarían el tema representantes de países latinoamericanos donde la estabilidad posdictatorial estaba amenazada por el avance de mafias (Centroamérica y Brasil). También algunos europeos afrontaban indecisiones políticas entre la caída del «Estado de bienestar» post 2008, el crecimiento de grupos xenófobos (una de las pocas cosas que crecían en Europa) y el regreso de migrantes decepcionados a sus países de origen.

Le daba curiosidad cómo serían las conferencias de inauguración y clausura en esa reunión de 2.400 participantes. Imposible seguir las catorce mesas paralelas que había de la mañana a la noche, pero esperaba poder entrar a los auditorios donde un politólogo inglés daría el discurso de apertura y un antropólogo mexicano formado en Stanford, ahora profesor en Columbia, cerraría las sesiones.

No hubo problemas para ingresar a la sesión inaugural. Ya le habían contado la experiencia mexicana en organizar multitudes —en los congresos y en otros espacios—, la magnífica infraestructura cultural y sus habilidades al poner de acuerdo a instituciones académicas, políticas y empresariales para reunir financiamientos generosos. Sólo era comparable con la que había visto en congresos de Brasil y quizá explicaba el carácter de la inauguración. Estaban en el presidium el director de la Asociación Latinoamericana de Interdisciplina y Gobernanza, el director del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México, cuatro rectores de universidades, el jefe de gobierno de la ciudad, los presidentes de las Comisiones de Ciencia y de Políticas en Procesos de Emergencia de las Cámaras de Diputados y Senadores, los directores de Fundaciones que aportaban fondos para la reunión. Habían negociado para que formara parte de la mesa hasta un estudiante de doctorado de la Interdisciplinaria Errorista, que había disparado miles de emails en las semanas previas convocando a un congreso paralelo donde se impugnaría al «oficial». Todos hicieron discursos.

Ni bien terminaron los inauguradores (era la primera vez que se le ocurría esa profesión), el maestro de ceremonias anunció que los funcionarios del presidium debían retirarse para reuniones urgentes y el representante de la Interdisciplinaria Errorista para asistir a su congreso alternativo que se realizaba en un bello edificio colonial del siglo XVII y cuyo programa podía consultarse en la página web del movimiento. Como ya habían pasado dos horas y media, se anunció que sólo habría cinco minutos de receso. Aunque ese edificio contaba con cuatro baños, las filas de espera en esos recintos, los encuentros entre amigos en los pasillos y los asistentes demorados en contestar correos hicieron que el conferencista de la apertura hablara con la mitad de las sillas vacías.

La conferencia, dedicada a la catástrofe de la economía española, comenzó con una breve alusión a las más de 350.000 familias expulsadas de sus casas por no poder cubrir sus deudas hipotecarias infladas por la especulación financiera y obligadas a seguir pagando aunque entregaran sus viviendas. Pasó rápido unas diez fotos de edificios abandonados, casas tapiadas o con descascarados letreros que anunciaban su venta y dos fotos de Belchite, el pueblo cercano a Zaragoza que Franco bombardeó e hizo dejar deshecho (erigiendo uno nuevo a seiscientos metros) para que las ruinas quedaran como monumento de su triunfo. Habló también de otras ruinas nunca estrenadas y fue mostrando pueblos fantasmales, clubes turísticos y hoteles que nunca se acabaron, campos de golf en costas superpobladas y en tierras áridas.

Esa desolación inmobiliaria se volvía elocuente al acompañarse con textos de los folletos que las promovían, las webs de comunicación e imágenes satelitales que hacen presentir el disparate topográfico, su desconexión con cualquier desarrollo urbano. De los resort se decía que eran «amantes de la naturaleza y los deportes», «preciosa urbanización con todas las comodidades: luz, agua, gas natural y fibra óptica». Los complejos habitacionales y turísticos previstos para 5.000 a 70.000 personas se habían anunciado como «ocio, termalismo y una playa en plena montaña». La foto más abyecta era la del Campo de Vuelo Residential: dos casonas sin terminar y una avenida con pretensión de autopista, derruida, con la propaganda adjunta: «¿Qué piloto no ha soñado alguna vez con aterrizar sobre la pista de su comunidad y guardar su avión en su propio jardín?».

Estos materiales fueron exhibidos del 20 de marzo al 9 de junio de 2013 en una exposición del Museo ICO, en Madrid, con el catálogo donde se documentan los permisos concedidos por municipios gobernados por distintos partidos, las calificaciones oficiales por el cumplimiento de las Normas de Urbanización, datos del informe elaborado por la diputada danesa Margrete Auken advirtiendo del impacto ambiental, económico y social, así como la alianza de eurodiputados socialistas y populares españoles para lograr el rechazo del informe en 2012.

En uno de los artículos del catálogo Rafael Argullol resume la «corresponsabilidad de los ciudadanos en la callada aceptación del delito. Es cierto que a la cabeza del cortejo de la corrupción han marchado políticos vendidos, especuladores avariciosos y prestamistas fraudulentos, pero ¿y tras ellos? Conchabados promotores inmobiliarios, concejales e instituciones financieras, ¿qué hacían los jueces? Según Auken, poco, y lo poco que hacían lo hacían tan lentamente que es como si no hicieran nada. La policía iba en consonancia con los jueces. Pero tampoco los otros estamentos ciudadanos ofrecieron resistencia. Los medios de comunicación reaccionaron tarde y los ciudadanos han acabado horrorizándose como consumidores más que como ciudadanos».

Dijo el conferencista: los esqueletos de hormigón y las estrategias de ficción de las inmobiliarias deben leerse junto con la creación de espacios de impunidad en el trabajo, en la justicia, en la falta de investigación sobre las víctimas del franquismo, la indeterminación de si hubo 120.000 ó 140.000 desaparecidos durante esa dictadura. La sorpresa ante el saqueo y el abandono se agiganta cuando se percibe que para España también es «material de desecho —citaba a Baltazar Garzón— lo defendido por la ONU sobre la obligación de investigar por los Estados…», «la convención contra la tortura; la desaparición forzada de personas». El juez defenestrado por haber perseguido la corrupción ironizaba que su país está acabando con el principal aporte realizado al Derecho Internacional y que enaltecía «la marca España».

A medida que se desenvolvía el congreso, la tétrica situación mexicana resonaba con ejemplos del día: secuestros, extorsiones y creación de nuevas policías para superar el fracaso. 60.000, 80.000 o 100.000 asesinatos en los últimos seis años, según quien los contara, pero nadie bajaba de esas cifras. El cálculo se volvía más incierto porque los crímenes no se investigaban. Asaltos en centros comerciales y escuelas en pleno día o en las calles. Advertencias a los participantes extranjeros, curiosos por entender un deterioro tan acelerado y captar cómo protegerse cuando andaban por la ciudad después del congreso.

En una mesa donde se comparaba la descomposición mexicana con la de Colombia, escuchó al antropólogo argentino que había dado en La Plata la conferencia sobre la literatura y la nada. Aquí defendía, ante la incapacidad de las teorías sociales para explicar el vacío de Estado y la desintegración social, la necesidad de concentrarse en rehacer las preguntas y postergar las respuestas. La discusión siguió más allá del horario previsto luego de que alguien hizo dos intervenciones incómodas:

—En lo que vienes diciendo demuestras preocupación por el aumento del sufrimiento social: ¿no es inconsecuente desinteresarse por las respuestas, por los modelos de transformación, en un tiempo en que los desempleados crónicos, los desahuciados, los migrantes, esperan con urgencia un cambio radical de este sistema?

La segunda es si la insistencia en la transdisciplina, en un saber integral que vaya más allá de las especializaciones, no obliga a regresar al análisis de las estructuras, de las transformaciones sistemáticas de la historia. Dicho con una palabra en desuso: ¿hay que retomar la tarea de hacer la revolución?

El antropólogo respondió:

—Comienzo por lo último. Las revoluciones desprestigiadas son las políticas. Pero el término prolifera desde hace décadas y sigue vivo: se habla de la revolución feminista, de la tecnológica, de la digital y varias más. Hace dos años el entrevistador de un diario argentino me preguntó si todavía tenía sentido la palabra revolución: recordé cuánto se ha diseminado el término y diluido su significado, pero dije que tal vez el único proceso reciente que cabía llamar revolucionario era el boliviano por la radicalidad de cambios ligados a reivindicaciones étnicas. Un antropólogo me dijo que unas semanas después le contó mi respuesta a un viceministro boliviano de visita en Buenos Aires y él dijo: no somos un proceso revolucionario, sino devolucionario.

Se pueden analizar múltiples causas de los fracasos o desvíos de las revoluciones, desde la mexicana y la rusa hasta la cubana y la sandinista. Para ceñirme a tu crítica sobre el papel de la totalidad, diría que una de las objeciones más estimulantes es la que muestra los fracasos como consecuencia de haber subordinado la especificidad de los cambios económicos, agrarios, educativos, culturales, de la salud, a una conducción política centralizada. Esa subordinación suele leerse, desde el pensamiento liberal, como totalitarismo. La complejidad de procesos es mayor si distinguimos entre totalitarismo, totalidad y totalizaciones. Pensar la totalidad fue un objetivo desacreditado por la temporada postmoderna, pero es difícil sostener el estudio aislado de fragmentos mientras las corporaciones transnacionales acentúan la concentración monopólica y quitan independencia a los emprendimientos locales.

Otro de los ponentes desafió la exaltación de la sociedad civil, aún vigente para algunos como alternativa al fracaso de los Estados.

—Más allá de las explicaciones de los economistas y politólogos sobre la crisis de la democracia ¿no se debe también a que se están deshaciendo los pactos sociales de disimulo? Se podría ver por dos lados: una clave sería la tendencia de los medios a irse volviendo casi todos paparazzi, reveladores de arreglos corruptos entre políticos, empresarios y mafiosos. Cada vez es más difícil para los gobernantes encubrir como servicios a la sociedad los beneficios que obtienen con sus políticas de privatización, en las que ellos se quedan dentro del negocio cuando el Estado abandona los hospitales, la educación, los trenes, el petróleo o la minería.

Pero hay otra clave, dijo un politólogo peruano, que viene del consenso que gran parte de la sociedad fue prestando a esas enajenaciones que conocía. Antes de que los medios desocultaran la sórdida complicidad entre políticos, comerciantes e inversores, sabíamos que ocurría. ¿En cuántos países el crecimiento de la informalidad ha sido un conjunto de acuerdos tácitos a espaldas de la legalidad? Tú, alcalde, diputado, me dejas construir donde hay riesgo ecológico o de vidas y nosotros, pequeños y grandes empresarios, hacemos nuestro edificio de departamentos, ponemos una cadena de farmacias lavando dinero, robamos miles de barriles diarios de petróleo, revendemos entradas al doble de precio afuera de los estadios, donde nos autorizaron una dotación de 50 taxis ponemos 200 falsificando las placas. Lo que ha vuelto ingobernable las naciones es, en parte, que este juego de disimulos compartidos se está volviendo el modo en que la sociedad hace como que se organiza. ¿Es el soborno el nuevo contrato social?

Esto sucede también entre las naciones, agregó un sociólogo mexicano. Las políticas de desempleo o de ampliación del ejército de trabajadores informales de reserva que subsisten mal con trabajos discontinuos y sin prestaciones sociales, eran para México un recurso para olvidar su incapacidad de crear suficientes puestos de trabajo. Estados Unidos abarataba sus costos aparentando no darse cuenta de que entraban cada año, por pasos ilegales, 400.000 mexicanos, 150.000 centroamericanos, y por la montaña de al lado o los túneles, la cocaína que iba del sur al norte, las armas del norte al sur. Estados Unidos consiente 9.000 armerías en su frontera con México: abastece a la vez al Ejército mexicano y a las mafias. ¿Es el volumen inmanejable de este tráfico de ilegalidades lo que hizo explotar ese juego de simulacros? ¿Está tan extendido, tan interiorizado en las relaciones sociales, en la desorganización de las ciudades, en las estrategias de comercialización de alimentos y drogas, de mafias que administran el movimiento de migrantes, que se ha vuelto parte de la identidad nacional de los dos lados de las fronteras? ¿Estamos a tiempo todavía de salvar algo disimulando menos?

Al revés de casi todos los congresos, las preguntas provenían más de los ponentes que del público. Un europeo que preservaba algo de socialdemócrata dijo:

—De tu afirmación de que la gente ahora disimula menos podría concluirse que existe más verdad en las relaciones sociales. En contra del pesimismo moral y el desencanto político, tu descripción podría llevarnos a creer en una regeneración histórica lograda al ahondar el escepticismo. El asco ante las hipocresías de la vida pública sería entonces más dignificante que las fracasadas conciencias de clase o las políticas afirmativas que reivindican la etnicidad o el género.

—No llegaría tan lejos. Prefiero reubicar lo que dices como pregunta, no como la sustitución de unos relatos emancipadores por otro. Si enunciamos lo que propones como simple interrogación, se me ocurren varias objeciones. Por el momento el desencanto y el asco, en la mayoría de los países occidentales, desaniman los pocos movimientos ecologistas, de jóvenes, de mujeres, de indígenas que desafían la obscenidad de la vida pública. Pese a la fuerza admirable de muchos movimientos disidentes, vivimos una época de ciudadanías de alta intensidad y corta duración.

Un filósofo político se levantó entre el público y preguntó:

—En esta lucha contra consensos ilusorios, en este giro al desencanto ¿hay más verdad o no?

Un ponente respondió que no veía una ecuación según la cual a menor eficacia de la simulación alcanzaríamos más verdad en las relaciones sociales. Sospecho de la verdad, dijo: es escurridiza, devota de las parcialidades y sin embargo con tendencia a la mayúscula. Se pueden hacer, en cambio, diferencias entre la avidez de información y el interés por el saber. Gran parte de la globalización, escribió hace poco Gayatri Spivak, es globalización de datos; aun los metadatos, el cruce de millones de datos obtenidos mediante espionaje cada segundo, dejan en suspenso la pregunta de para qué los queremos.

Interesarse por saber es formularse esa pregunta: cómo informarnos de manera que entendamos para qué sirve lo que conocemos. Conocer es, desde Kant, ser consciente de los límites del conocimiento, de lo impensable e incognoscible. La acumulación de informes es útil en un tiempo en que la riqueza se produce —en parte, no toda— acumulando información. Pero la historia de sustitución de paradigmas, o sea de la reubicación de datos en contextos diferentes y con otros significados, evidencia que la información sólo puede vincularse con lo que se llama verdad en tanto pretensión, siempre dependiente de lo que falta conocer.

El pensamiento poscolonial, por ejemplo, ha mostrado lo que la posición colonial no permitía pensar, y que a menudo causó su ruina. Las epistemologías del sur vuelven menos ilusas a las del norte. No sustituyen una verdad dominante o vieja por otra subalterna o actualizada. Sabemos que una no completa a la otra, pero a veces olvidamos que tampoco la reemplaza, ni siquiera para usos locales. Entendemos más el mundo, en algunos aspectos, cuando a la medicina alópata la confrontamos con las otras y a éstas con la que pretendía ser única ciencia. Percibimos más déficits de los sistemas nombrados democráticos cuando descubrimos, gracias al estudio de autoritarismos tribales o jerarquías que suponíamos erradicadas desde la Revolución francesa, las dominaciones informales o sectarias que organizan algunos pedazos de Occidente o invalidan sus ilusiones de universalidad.

Cada vez que tocamos este tema, agregó el antropólogo argentino, me viene la antigua sorpresa del día en que advertí que la mayoría de las naciones occidentales, orgullosas del voto universal, lo declaraban con ese adjetivo varias décadas antes de mediados del siglo XX, cuando las mujeres comenzaron a votar. ¿Qué debemos cambiar en las ciencias sociales si admitimos la enorme cuota de informalidad con que estuvo hecha nuestra democracia formal cuando todavía no se hablaba de mercados informales de trabajo? Ahora, la informalidad atropella las estructuras políticas y económicas, las corroe, quita sentido a la fantasía de que el mercado puede ser libre.

Varios participantes recordaron algunos estudios que interrelacionan el trabajo en negro, el dinero sucio y la informalidad política. Aun autores críticos del capitalismo, como Elmar Altvater y Birgit Mahnkopf, al admitir que la lógica globalizada impone desregular reglas del mercado laboral, señalaban seguridades básicas como la ocupación, la certeza del ingreso y la representación para todos como condiciones para hacer las sociedades gobernables y evitar que la informalidad se deslice a la criminalidad. Cuando la informalidad se vuelve normal, la seguridad se convierte en un negocio y hay que «comprarla». Esto lo escribían Altvater y Mahnkopf en 2002, al analizar la combinación de la inseguridad globalizada por la precarización del trabajo en la época posfordista, el desmantelamiento del Estado social y el pánico guerrero post 2001. Si en aquel momento la multiplicación de «Estados rehenes» urgía construir estructuras de decisión política como gobernanza global, ¿quiénes pueden hoy restablecer el sentido de lo público, de la vida segura en común, cuando las redes del crimen se expanden no sólo por el poder de los fusiles y las ganancias fáciles de la droga sino entrelazando sus múltiples negocios (tráfico de personas, armas y órganos, secuestros y extorsiones) con la descomposición de la economía y la política informalizadas?

Otro europeo intervino para decir que después de que el derrumbe del muro berlinés creó en el Este nuevas segregaciones y usos mafiosos del voto y la participación social, después de que la unificación política y económica europea se fuera deshaciendo por la especulación financiera, después de que el gobierno de Obama confirmó la debilidad de la figura presidencial ante los poderes bélicos y corporativos, una de las pocas novedades que emergen es la posibilidad de dar vuelta la cuestión y preguntar: ¿hay algún gobierno, al menos entre los veinte más globalizados y con fuertes compromisos económicos en otros territorios, interesado en la democracia?

Desde luego, podemos distinguir a los regímenes multipartidiarios de los más monótonos, a los que cuentan con instituciones públicas no totalmente abducidas por poderes empresariales y militares, pero la pregunta específica sería: ¿es la democratización, entendida como reconocimiento y regulación pública de derechos sociales, económicos y políticos un punto importante todavía en la agenda de algunos Estados? La respuesta empeora si, como exige este tiempo de interdependencias globales, preguntamos por los derechos de los migrantes.

La clonación de Berlusconis en tantos países y la cruel expulsión, en naciones fundadoras de los derechos humanos (Francia, Italia), de trabajadores extranjeros constructores de su riqueza, la impunidad de quienes trafican en las fronteras con bienes y personas ¿debe llevarnos a hablar de una época posdemocrática? La democracia, como dice Spivak de la Ilustración, «está enferma en su hogar». Pero no olvidemos que también hay más movimientos de derechos sociales, de jóvenes indignados, mujeres y homosexuales que logran leyes donde se los reconoce mucho más que como votantes. Aun en las batallas irresueltas, entre medios que las ignoran, la manipulación de las ilusiones está menos escondida. El disimulo persiste, logran vender opresiones como servicios, pero es un lugar de disputa.

«No sólo la pelea está abierta —dijo el antropólogo argentino. Al ver cómo piensan y actúan los movimientos de jóvenes hallamos que salen de las lógicas contraculturales o revolucionarias. No son ya como los que enfrentaban las dictaduras ni como quienes todavía buscan hacer desaparecer la lógica neoliberal. Los estudiantes chilenos reclaman cambios estructurales: si el gobierno les contesta que no hay dinero para volver gratuita la educación, proponen nacionalizar empresas mineras extranjeras, reformas tributarias para que los ricos paguen más impuestos y reducir el presupuesto militar. Otros movimientos de jóvenes, que están por el libre acceso a las redes, crean bancos independientes del sistema financiero, practican el trueque de bienes materiales y culturales. Los músicos brasileños, impulsados por el Programa de Puntos de Cultura con el que Gilberto Gil, durante su gestión como ministro, apoyó iniciativas comunitarias, vienen dando canales expresivos a pueblos indígenas y afrodescendientes, comunidades campesinas y activistas digitales. La “cultura viva” de la que se habla en Brasil es de producción y circulación informal. Ocurre también en otras corrientes alternativas, sin pretensión de competir con las industrias culturales, que expanden la champeta en Colombia, la cumbia villera argentina, el huayno pop en Perú».

Un sociólogo que dijo ser miembro de un movimiento ecologista se interpuso:

—¿Cuál es la vía, entonces, para reconstruir algún tipo de democracia si la energía de los ciudadanos no se pone en una militancia, en transformaciones del desorden capitalista? ¿Qué hacer con esa sensación de que nadie escucha, porque los políticos están ocupados en otras cosas o porque todos los partidos son iguales?

Citó una expresión del artista español Santiago Sierra: «Los partidos políticos son en todo el mundo organizaciones criminales cuyos esfuerzos van destinados a meter mano en la caja común y repartirse el botín de lo público entre sus cuates, jefes y familias». En España, México o Estados Unidos se oscila entre el desapego por las causas de todos, los precarios arreglos para subsistir y las militancias en entornos limitados. ¿La peor escena es la inmovilidad?

Unos treinta asistentes a esa sesión plenaria se movieron a otras salas. El estudiante de doctorado supuso que lo aliviaría elegir una mesa sobre Gobernanza y Prospectiva. Cuando entró estaba exponiendo el profesor de una universidad del Silicon Valley sobre experiencias tecnológicas con autos para volverlos autónomos, conducidos sin intervención de chófer. Luego de ironizar a quienes todavía dudan de conectar los electrodomésticos a internet o responder el celular mientras conducen y hablan a través de la conexión bluetooth, explicó las consecuencias sobre la vida cotidiana de los vehículos con 4G para que circulen sin conductor. Sin las manos al volante se puede viajar leyendo un libro, enviando mensajes de texto o durmiendo una siesta. Prometió que ciudades como la capital mexicana o Sao Paulo resolverían sus embotellamientos porque se necesitarían menos coches por familia: después de que su auto lo lleve al trabajo, en vez de esperarlo en el estacionamiento, la máquina regresará a su casa para trasladar a sus hijos a la escuela y de nuevo para que lo usen sus vecinos o los amigos que conoció en redes sociales. Singapur, que tendrá la primera flota de coches autoconducidos, podría cubrir todos sus desplazamientos con el 30% de los vehículos actuales. Se borrará, dijo, la distinción entre los medios públicos y privados de transporte, costará menos mantener las calles y autopistas, quizá hasta podamos vivir en un mundo sin semáforos. Y con menos accidentes, porque los robots no se alcoholizan ni se duermen.

—¿Y si los coches inteligentes se llenan de virus, como nuestras computadoras?

—Toyota, Volkswagen o Google lo resolverán.

Una pareja se levantó y él dijo: nuevos logos, viejas resignaciones. Ella: delegación de derechos ciudadanos punto com.

El estudiante no se quedó hasta el final del debate porque quería encontrar asiento para la conferencia de clausura, que daría Claudio Lomnitz. No consiguió el texto, pero cuando se lo pidió el conferencista le dio dos artículos que había publicado en La Jornada: intentos de leer en clave antropológica la calamidad. Oyó a participantes de Argentina, Brasil, Colombia y Guatemala decir que esos argumentos eran válidos en sus países.

Se preguntaba el conferencista cómo se combinan la corrupción gubernamental y empresarial con la del resto de la sociedad o con su miedo o indiferencia ante la violencia inmanejable. Si platica uno con taxistas, informan que muchos han dejado de trabajar de noche. ¿Dónde están las protestas públicas de los taxistas y microbuseros asaltados? Si platica uno con cuida-coches, hablan de cómo tienen que apartarse discretamente cuando vienen los cristalazos y cuidarse muy bien de no hablar con policías, para que los ladrones no tomen su venganza. ¿Dónde están las asociaciones de comerciantes quejosos? El miedo inhibe la protesta, y el silencio facilita la entrega del aparato burocrático a operadores políticos corruptos.

También se refleja a escala cultural. Circula una leyenda urbana que dice más o menos así: «Tengo un amigo que tiene una conocida que estaba en su coche. Delante de ella estaba una camioneta y cuando el semáforo se puso en verde la camioneta no avanzó. La señora, que era muy propia, no sonó el claxon y esperó. La camioneta no se movía, y la señora esperaba. Cuando el semáforo se volvió a poner en rojo, bajaron dos tipos de la camioneta. Uno se acercó a la señora, le pidió que bajara el vidrio y le dijo lo siguiente: “mi compañero y yo apostamos a si usted tocaría o no el claxon cuando nos quedamos parados en la luz. Yo dije que sí lo tocaría, él que no. Si yo ganaba, él tenía que matarla a usted. Si ganaba él, yo le tenía que pagar a usted cincuenta mil pesos. Es usted una señora muy amable. Aquí están sus cincuenta mil pesos”.

La fábula trae una moraleja importante para los habitantes de una ciudad como Cuernavaca. Si atropellan tus derechos civiles no debes quejarte, porque te pueden matar. Si te quedas callado salvas la vida. Y en una de esas, quién sabe y hasta te toca alguna propina.

La falta de seguridad se está cobrando la vida de la democracia».

En otra parte, el autor de Salida del laberinto, su libro que llevó la discusión sobre la identidad mexicana más allá del discurso de Octavio Paz, describe las dos «salidas» que ahora proponen algunos sectores en México. El mismo día en que al estudiante de doctorado lo habían impresionado las noticias de los enfrentamientos en Michoacán escuchaba explicar «la tensión recurrente entre formas sociales inspiradas en el orden militar y formas inspiradas en el orden familiar o comunitario. La historia, hasta donde se alcanza a entender desde fuera, es que, tras el ingreso del Ejército federal en la región en 2006, la Tierra Caliente fue dominada a escala informal primero por Los Zetas, luego por La Familia, y de ahí por Los Caballeros Templarios. Ahora el control de la región está siendo recuperado o reclamado por las llamadas defensas comunitarias y por el Ejército federal.

La secuencia Zetas-Familia-Caballeros Templarios-defensa comunitaria sugiere una espiral recursiva entre estrategias de control informal inspiradas en la imagen del Ejército (es decir, en la imagen de una estructura de mando vertical, racional y separada de la sociedad) frente a otras estrategias fundadas en la imagen de la familia y de la comunidad (es decir, en un orden basado en la complementariedad —hombres y mujeres, padres e hijos del pueblo, iglesia y feligreses— y en la oposición comunitaria al orden estatal, burocrático y militar, que es entonces representado como una fuerza depredadora que viene del interior)».

Como en Colombia, como en Perú, escuchaba estos días en México que la descomposición generada por «organizaciones armadas y organizadas para el lucro», a las cuales se sumaba a menudo el Ejército, había engendrado movimientos sociales: las defensas comunitarias. Ocuparon pueblos con armas imponentes que hacían sospechar sobre su origen. El Ejército, el gobierno, como en otros países, no sabía si apoyarse en esos nuevos grupos o convertirlos también en objetivo de represión. «La tensión entre un orden fundado en una imagen de poder racional-burocrático (que tiene al Ejército como su símbolo más puro) y un orden fundado en la imagen del poder comunitario (que encuentra su símbolo en la familia y en la religión) pareciera reflejar no sólo la contaminación del Estado con el narcotráfico, sino también la disolución o desmembramiento de los lazos comunitarios».

Al estudiante argentino, que algo había leído de la persistencia de tradiciones comunitarias en México, le quedó resonando la duda de si el sentido de comunidad tenía aún eficacia en esta perturbación generalizada del capitalismo: ¿cómo integrar la receta: cuánto de reconstrucción de la comunidad y cuánto de refundación del Estado? Había oído un día antes la ponencia de una investigadora mexicana, Rossana Reguillo, que diferenciaba varios tipos de comunidades: la justicia comunitaria de los pueblos indígenas, las autodefensas armadas por ganaderos y grandes propietarios o los campesinos, obreros, mujeres y jóvenes que simplemente querían recuperar su vida, «grupalidades que emergen en un Estado de excepción, donde el Estado ha estado ausente, ha sido omiso, ha sido cómplice, ha sido inoperante».

En los últimos días las noticias de que los jefes de las autodefensas habían traficado drogas, tenían juicios por asesinatos y secuestros en Estados Unidos y en México, alejaban cualquier interpretación binaria —autodefensas limpias versus mafias explotadoras— y tampoco dejaban fácil ampliar las teorías esquemáticas del disimulo como recurso simbólico, disfraz para sobrevivir. Los complejos vínculos entre conflictos sociales (ambivalentes) y representaciones culturales se mostraban en los narcocorridos, cantos que alababan la épica del narco, su cercanía con la gente, la ostentación del dinero y las armas junto con servicios a pueblos olvidados por el Estado. Idas y vueltas entre zonas que las teorías de la democracia imaginaban deslindadas. Sergio González Rodríguez llamaba a estas fusiones «cultura narco-pop» y la ejemplificaba con la biografía de un líder que había logrado serlo del narcotráfico y de las autodefensas, Nazario Moreno González: «no sólo construyó su imagen de antihéroe justiciero, sino que maquinó el tránsito de su grupo criminal, La Familia Michoacana, a un ensamble paramilitar, Los Caballeros Templarios, que incluyen códigos y simbolismos vistosos extraídos de la cultura pop, y más que resonar a la orden del Temple medieval acogen los lugares comunes de un contenido entre esotérico y guerrero proveniente de los cómics al estilo Libro Vaquero o de las películas de entretenimiento. Moreno González, alias El Chayo o El Más Loco, hizo de su propia vida un producto de la cultura pop, cuyo expediente estético-artístico está en sus figuraciones, las reglas y atuendo que diseñó para Los Caballeros Templarios, su autobiografía, los múltiples corridos en su honor y, sobre todo, la puesta en escena de su propia muerte simulada que montó con la ayuda del gobierno de Felipe Calderón Hinojosa, su paisano, y el aval de la agencia antidrogas estadounidense (DEA). Aquella performance fúnebre y eficiente fue tan bien realizada que tuvo un efecto erosivo de la versión oficial, y fue difundida no sólo por los boletines y la voz del presidente, sino mediante el espacio transmediático. Moreno González, en su libro Me dicen El Más Loco (Edición de Autor), se inventó a sí mismo como un alma redimida que salió adelante por su afán igualitario al servicio del pueblo».

¿Qué no supimos observar, preguntar, medir en las encuestas cuando en los años ochenta y noventa del siglo pasado exaltábamos a la sociedad civil como contrapeso al deterioro del Estado? Varias mesas trataban de averiguarlo, por ejemplo la que se titulaba «Linchamientos y limpiezas sociales». Creíamos que la pretensión de higienizar las naciones se había desprestigiado luego de los juicios de Nuremberg, pero reapareció en Bosnia, en países africanos y prolifera en muchos de América Latina con los linchamientos: en Argentina, en México, en toda Centroamérica los vecinos destrozan el cuerpo de los ladrones que no logran escapar. ¿En qué se convirtió esa otra expresión idealizada —la cultura popular— cuando en muchos barrios enarbolan carteles a su entrada advirtiendo a quienes atenten contra un habitante o roben una casa que no serán llevados a la comisaría sino sometidos a «la justicia popular»? ¿Cómo se combinan el descreimiento ante los poderes públicos, la desesperanza y la impunidad para que en pocos años las ejecuciones ilegales de las dictaduras de los setenta y los ochenta se generalicen y se justifiquen ahora practicadas por escuadrones de la muerte o «espontáneos» indignados?

Un crítico de arte estadounidense se levantó mostrando un libro sobre Estudios visuales y dijo que sólo quería leer unas preguntas de Susana Buck-Morss: «Se ha dicho que la arquitectura de las catedrales, templos y mezquitas creaba un sentimiento de comunidad de los creyentes a través de las prácticas rituales en su vida diaria. Se dijo también que la lectura masiva de periódicos y novelas creaba la comunidad de una ciudadanía. Y mi pregunta es: ¿qué tipo de comunidad podemos esperar de una diseminación global de las imágenes, y cómo puede ayudar a crearla nuestro trabajo?» De acuerdo con lo escuchado en esta reunión, agrego otra pregunta: ¿qué clase de comunidad está formándose —y deshaciéndose una y otra vez— con la diseminación viral de las redes informales? A escala internacional, estas condiciones vuelven aún más difícil imaginar un futuro en el que convivan países vecinos, tan interconectados, unos con coches sin conductores, otros con taxistas asaltados, comunidades sin Estado, ciudadanos que se militarizan, presidentes que lanzan tropas y propaganda contra aquellos con los que negocian. ¿Con qué claves leerlo: las del disimulo o las de lo inverosímil? ¿Explicarlo o contarlo?

Al acabar el congreso cada uno fue acomodándose como podía para distenderse en el cóctel final, acordar nuevos encuentros, invitaciones a universidades de Estados Unidos y obtener recomendaciones para lo que había que visitar en la ciudad de México en los días que se iban a quedar. Uno de los organizadores entregó a los extranjeros la lista de playas y ciudades a las que desaconsejaban ir por la violencia. Cuando la recibieron, un lationoamericanista estadounidense, pensando en lo que acababan de oír, le dijo a un uruguayo: ser ponente en un congreso en México te hace sentir como testigo protegido. El uruguayo contestó también con ánimo paradójico: así vivimos ahora. De lo público sólo se puede hablar en los congresos. Lo privado está amenazado en las calles. ¿Queda algo más que refugiarse en lo íntimo?

El estudiante argentino deseaba irse ya del congreso, pero percibía que estas conversaciones de cóctel eran parte de su trabajo de campo. Anotó dos frases en su cuaderno y ya no siguió cuando vio entre la multitud a una argenmex, una antropóloga que había nacido en México y regresado a Buenos Aires con sus padres al terminar la dictadura. Había escuchado su intervención inteligente en el debate dos días antes, conversaron después sobre lo que ella dijo vinculando el dolor social con la música brasileña y colombiana. Le gustó que cuestionara algunas letras de las canciones y a la vez dejara que fluyera su placer con el forró y la champeta. Intercambiaron pocas frases y los números de celular. Lo conmovió su flacura cálida, su mezcla de apuro y reflexiva escucha.

Mandó un mensaje a su teléfono:

—¿Qué música le ponemos a esta clausura?

En seguida sonó el suyo:

—Ni forró ni champeta. Quisiera estar ahora en Bahía y escuchar a Lenine.

—«Seres estranhos» — citó él, mientras se miraban a la distancia y cada uno seguía hablando en su grupo.

—«Envergo mas não quebro» —respondió ella con otro título del mismo disco.

—¿Y si vamos a ver «de onde vem a canção»?

Salieron a una calle peatonal bien iluminada, que restablecía la confianza averiada en el congreso. La noche siguió como tenía que seguir. Pensó en Lenine, «isso ésó o começo».