8. POR QUÉ EXISTE LITERATURA Y NO MÁS BIEN NADA

Podemos simular para mostrar algo que no tenemos o no somos. También, como los espías, para que no descubran lo que estamos haciendo. Más radicalmente se ha dicho que la literatura, el arte, el cine y la cultura entera es una operación de encubrimiento de este vacío que es la vida. De eso quise hablar en aquella conferencia de apertura en que volví, después del largo exilio, a la ciudad en la que nací, La Plata.

El exilio —o el regreso del exilio— es oportuno para retomar la pregunta de Leibniz y de Heidegger. El primero la formuló así: ¿por qué hay algo y no más bien nada? Heidegger, quién la moduló de otra manera —¿por qué es el ente y no más bien la nada?— escribió que ésta es la pregunta más digna por ser la más amplia, la más profunda y finalmente la más originaria. No se está averiguando por qué existe un ente en particular —ni siquiera el hombre o la Tierra— decía Heidegger, sino el fundamento general de la existencia. Por eso, agrega, «lo interrogado en la pregunta retoma y repercute sobre la pregunta misma. ¿Por qué el por qué?».

Al acotar la interrogación general a un ente particular —la literatura— nos arriesgamos a dejar de lado la cuestión del fundamento de la existencia y la reducimos a un tipo singular de objeto, uno entre los muchos que existen. Quise indagar en esa conferencia de La Plata en qué dirección retomar esa pregunta histórica de la filosofía cuando examinamos la literatura como práctica social. Para decirlo en pocas palabras, soy de los que piensan que estamos en una época que no acata a la metafísica como fundamento de lo social, aunque sigan latiendo algunos interrogantes que suscitaron los programas metafísicos.

No sólo la investigación social ha cambiado el modo de hacer las preguntas. También en el arte y la literatura contemporáneos se reelabora la cuestión de los fundamentos de la existencia y de lo social. De dos maneras: a) al interrogarse en las novelas o la poesía por qué existe el mundo o los hombres o determinadas relaciones y no más bien la nada; b) al cuestionarse como lenguaje, modo de enunciación y representación y admitir que la propia literatura podría no ser necesaria.

Situar la pregunta en el campo de las ciencias sociales implica reconocer que los distintos modos de hacer literatura y de cuestionarla están condicionados por el momento histórico y el arraigo social de la práctica literaria. ¿Qué significa afirmar que las preguntas por la existencia de las cosas y por la existencia de la literatura varían en distintas conversaciones sociales? En la modernidad supone tomar en cuenta la autonomía requerida por la literatura (y por la sociología de la literatura) para asumir estos interrogantes.

La sociología demostró que la independencia del arte y la literatura no fue sólo un movimiento filosófico o de mentalidades. Desde el siglo XVIII en Europa, desde fines del XIX en América Latina, la creación de museos, galerías, salones literarios y universidades modernas establecieron instancias propiamente estéticas para valorar las obras artísticas y literarias. Se crearon así campos autónomos, donde los creadores se vinculan con quienes tienen que ver específicamente con su trabajo. Hacer arte y literatura son actividades que no dependen de mandatos religiosos ni fundamentos metafísicos.

Tanto en las ciencias como en las artes el concepto de campo acabó con la noción romántica e individualista del genio que descubre conocimientos imprevistos o crea obras excepcionales sacadas de la nada. Sin caer, tampoco, en el determinismo macrosocial que quería explicar las novelas o las pinturas por la posición de clase y el modo de producción. Al ceñirse a la estructura interna de cada campo y a las reglas específicas para producir arte o literatura, la investigación sociológica dio instrumentos para leer las obras no como aparecidas desde la nada sino en el marco de las relaciones entre creadores, intermediarios y públicos. Sin embargo, hoy volvemos a sentir insatisfacción ante las lecturas sociológicas de la literatura: ayudan a entender sus marcas de época, pero hay algo más que emerge en el hecho literario. Pese a los cambios culturales y tecnológicos —la competencia con el cine, la televisión o la comunicación digital, que algunos creyeron condenaba a la literatura a desaparecer— ésta reinicia una y otra vez su trabajo.

La pregunta que traigo aquí se me ocurrió al leer el libro organizado por Raphael Cuir Pourquoi y a-t-il de l’art plutôt que rien? El doctor Cuir, historiador del arte e investigador de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, logró que esta desviación hacia el arte de la pregunta de Leibniz y Heidegger fuera respondida seriamente —y a veces con humor— por 71 historiadores, artistas y críticos.

Varias respuestas aceptan el registro metafísico, relacionado con las cuestiones primarias o últimas que el interrogante insinúa. «Hay arte porque hay muerte». «Todo arte, dice Daniel Abadie, es ante todo, para el creador, una respuesta a la muerte y a la absurdidad de una existencia que va a desaparecer». Jacques Lenhard, por su lado, sostiene que el arte sería la vía para reconstruir, mediante el desvío de la cultura, «la tarea infinita de situarse a la vez dentro y fuera de la naturaleza». En una versión humanista moderna, Tzvetan Todorov declara que hay arte «porque los seres humanos tienen necesidad de trascendencia», de algo que esté «más allá de la satisfacción» de necesidades inmediatas y la percepción material de la vida.

Para otros traer la pregunta de Leibniz al arte produce desconcierto, porque lo propio del arte sería salirse de la metafísica, la religión y cualquier otra «solución reconfortante». Itzhak Goldberg recurre a escritores como Samuel Beckett, que valoran la tarea de las novelas y la poesía en tanto sea la de no tener ninguna acción organizadora frente a la desesperación, a la noche profunda, al vacío.

Pregunta Jacques Henric: ¿no será la función del arte insuflar nada donde hay alguna cosa? En otra aproximación de lo artístico con la literatura, Norbert Hillaire evoca la frase de Hölderlin —«el arte es siempre una catástrofe del sentido»— y relee en esa clave las máquinas solteras de Duchamp, las mises en abyme1 de Warhol. Minimalismo, arte conceptual, desconstrucción serían propensiones a la nada, rechazos a la repetición ritual de un mundo demasiado cargado de signos e imágenes.

Dos autores con veleidades posmodernas, Jean Baudrillard y Nicolás Bourriaud, discrepan con esta visión de la radicalidad estética. Baudrillard sostiene que «normalmente» el arte debería ser «potencia de la nada», «una especie de fuerza, de seducción, de magia». Sin embargo, el «trabajo de lo negativo» exaltado por artistas modernos y contemporáneos se habría diluido al devenir el arte «alguna cosa», producir instituciones, mercado, al precipitarse en compromisos entre creadores, productores y públicos.

Para Nicolás Bourriaud «la utilidad del arte» reside en asumir las relaciones sociales existentes a fin de modificarlas. Según su libro Estética relacional, los artistas que importan son los que abren «intersticios» en el orden imperante, los que crean otras posibilidades de encuentro cotidiano, comunidades instantáneas generadoras de innovación. En su contestación a esta encuesta, el arte busca «no reducir lo útil a la esfera del provecho». Al hacer esto, el arte, además de cuestionarse a sí mismo, pone entre signos de interrogación otras formas de organizar lo social. Los artistas asumirían las cuestiones antropológicas como «por qué hay economía en vez de nada» o «por qué hay política en vez de nada». El arte como instalador de dudas sobre la existencia.

La postura de Bourriaud, al ampliar lo artístico de modo tan indefinido a cualquier tipo de performance o instalaciones que desacomoden las relaciones entre sujetos, tiene el inconveniente de disparar una negatividad difusa, cuya potencia «subversiva y crítica» se diluye rápido, como en buena parte de las acciones neodadaístas o neoanarquistas que este autor recomienda. Comparto el pedido de Claire Bishop de examinar la cualidad de las relaciones que produce el arte relacional. ¿No ha llevado la estética relacional a cierto romanticismo comunitarista del 68 y del situacionismo? No todos los performanceros e instalacionistas conciben su inserción en las relaciones sociales con el experimentalismo angelical que Bourriaud adjudica a esta corriente al suponer que se trata simplemente de «inventar modos de estar juntos» y promover el diálogo sobre el monólogo.

Diría que la capacidad del arte de volver dudosas las convenciones organizadoras de la sociabilidad y del poder necesita tomar en cuenta los intercambios que dan sentido a su práctica negativa y la vuelven comunicable. No para alcanzar eficacia pragmática, como si fuera un programa de reformas sociales, sino para que sus intervenciones no sean neutralizadas por sus propias inercias institucionales.

Considerar las condiciones en las que interrogamos por qué hay arte y cómo se confronta con la nada sirve para evidenciar supuestos desde los que Cuir organizó esta encuesta: todos los entrevistados son franceses o actúan en el área francófona y citan casi exclusivamente a artistas y autores que se mueven en esa lengua. ¿Fuera de la francofonía sólo existe la nada? ¿Cómo se ubica esta averiguación metafísica en la geopolítica de la cultura?

Una consecuencia de esta restricción lingüística y sociocultural (que Cuir no problematiza) es reincidir en la tendencia del pensamiento hegemónico francés a situar el arte contemporáneo en relación con una cultura letrada, literaria o de una visualidad de élite. Casi nadie habla de los medios o de redes digitales, pese a que las respuestas fueron pedidas para una cadena de televisión en internet. Los pocos entrevistados que se refieren a los medios los tratan como enemigos del arte, distorsionadores de lo real. Bernard Goy, citando el imaginario aristocrático de Malraux, declara: «en nuestra época democrática», dominada por las «luces deformantes de los medios que se jactan de no retener más que los hechos», sólo el arte «ilumina al mundo».

¿Cómo puede desarrollarse una perspectiva que sintonice con las actuales prácticas culturales? Una vía es registrar cómo se desmaterializan las artes y la literatura en la época de su reproductibilidad tecnológica. Las relaciones de la escritura y la lectura con lo audiovisual y lo digital conducen a un nuevo régimen simbólico. ¿Se disuelve la consistencia del arte y la literatura, como algo distinto de la nada, que la resiste, en este tiempo de flujo digital generalizado de imágenes y escrituras?

La desmaterialización, ya sabemos, no comenzó con el predominio de la comunicación digital sobre el arte de objetos y la literatura en papel. Desde Mallarmé y Duchamp las prácticas artísticas basadas en objetos fueron cediendo lugar a prácticas ancladas en contextos y procesos temporales, en experiencias abismales en las que lo estético se desdefine.

Podrían rastrearse las relaciones de la literatura y el arte con la nada analizando si los modos en que los escritores y artistas tratan con la ausencia, el vacío u otras formas de negatividad corresponden a su diversa ubicación en distintas estructuras sociales, etapas históricas, rituales y la transgresión de todo eso. Hablo de correspondencia, no de que los contextos explicarían el carácter de las obras, porque la sociología y la antropología del arte no pretenden ya suministrar claves de determinaciones sociales sobre la creación; se interrogan, más bien, acerca de si las formas abiertas y polisémicas de la producción, la comunicación y la recepción del arte y la literatura son correlacionables con el orden social y sus cambios. Si partimos de la hipótesis de que los actos que forman parte del proceso literario —escribir, publicar, leer, interpretar, e incluso vender y comprar textos— son modos de estar en la sociedad, es posible también indagar qué sentido social tienen las apariciones de lo negativo en ese proceso: no escribir, escribir y no publicar, no querer reeditar, no leer. Muchos escritores han incorporado estos rechazos, prescindencias y fracasos a sus narraciones y poemas. ¿Cuál es su sentido social?

Al estudiar las transgresiones del arte contemporáneo —entre ellas las más radicales: vaciar las obras de contenido— Nathalie Heinich buscó el significado de las operaciones de desmaterialización como prácticas de una estética negativa. Cuadros de un solo color (Azul, de Yves Klein), el vaciamiento de la galería de arte durante el período de la exposición (Exposición del vacío, del mismo Klein), abstenerse de crear objetos y mostrar como «obra» la firma del autor o un certificado que acredita la creación (Manzoni), o sustituir la obra por el relato del proceso de su producción o por los discursos que la anuncian, la interpretan o publicitan.

En la época moderna, según Heinich, el valor artístico se concentraba en el objeto y todo lo exterior sólo importaba en tanto expresaba el valor intrínseco de la obra; «para el paradigma contemporáneo el valor artístico reside en el conjunto de conexiones —discursos, acciones, redes, situaciones, efectos de sentido— establecidos en torno del objeto, el cual no es más que ocasión, pretexto, punto de pasaje, ni siquiera obligado teniendo en cuenta la tendencia a la desmaterialización de las obras». En un tiempo en el que la inflación de las operaciones de mercado, los discursos críticos, museográficos y mercadotécnicos, remplazan a la obras, tanto los artistas como los públicos participan de esta reubicación de los gestos artísticos. El arte puede actuar adhiriéndose al protagonismo de los contextos, proclamando el vaciamiento de la obra, denunciándolo o parodiándolo, pero no ignorar esta desmaterialización. Necesitamos, entonces, una lectura sociológica del vacío.

La pregunta que sigue es con qué recursos conceptuales y con qué método explorar el sentido social de los vínculos de la literatura con la nada. Se ha buscado entender sociológicamente la producción, circulación y recepción de las obras literarias. Pero ¿cómo acceder al sentido social de la literatura de quienes Enrique Vila-Matas llama «escritores del No»? Él documenta «la atracción por la nada» de Bartleby con su «preferiría no hacerlo», la idea de Robert Walser de que escribir que no se puede escribir también es hacer literatura; los silencios tempranos de Rimbaud y de Rulfo; los cuentos que no acaban de Felisberto Hernández; los heterónimos de Fernando Pessoa, un modo de ausentarse de la obra que lleva al extremo el barón de Teive, el heterónimo suicida.

En el archivo literario de Vila-Matas aparecen argumentos sociológicos registrados también en el arte. Walser se negaba a ser enaltecido «allí donde impera la fuerza y el prestigio». Rimbaud se despidió para estar «lejos de la gente que muere en las estaciones». Se suspende la escritura para evitar que la búsqueda literaria se malgaste en compromisos con las «batallas del poder», la fama y sus fracasos.

También hay razones íntimas para no escribir, por ejemplo la relación personal con el trabajo literario. Antonio Tabucchi se refiere en Historia de una historia que no existe al narrador que decidió guardar su relato en un cajón porque la «oscuridad y el olvido les sientan bien a las historias». Borges se asombró, en un artículo sobre las «bodas de plata con el silencio» de Enrique Banchs, de que ese poeta, luego de publicar La urna en 1911, enmudeciera. Ese libro, decía Borges, admirable por la «limpidez y el temblor», no incurría en la «invención escandalosa ni el experimento cargado de porvenir…» «La urna ha carecido del prestigio guerrero de las polémicas». ¿Sería por no haber entrado en estos juegos de méritos sociales —el escándalo, la avanzada vanguardista o los debates— por lo que Banchs calló? Tal vez, según Borges, «la carrera literaria le parezca irreal». «Tal vez no quiere fatigar el tiempo con su nombre y fama». Sin descartar estas explicaciones sociologizantes, al final Borges prefiere situar el enigma en su posicionamiento personal: «Tal vez su propia destreza le hace desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil».

¿Qué buscaba Macedonio Fernández al iniciar una novela con 56 prólogos? Ese exceso introductorio podría interpretarse como un recurso para diferir la lectura de la obra. Es coherente con el desapego del autor de Museo de la Novela de la Eterna hacia la literatura y hacia el mundo, muestra la dificultad de situar en el tiempo ese arte secuencial que es la narración (Prólogo a la eternidad). También fue una incorporación temprana de su novela a la serie de los no escritores, años antes de que la sociología de la literatura los reconociera como partícipes del sentido de la obra: por eso, dedica un prólogo a los críticos; otro a los lectores; otro al lector de tapa en el escaparate o Lector No-conseguido; dos prólogos se ocupan de los personajes y de los candidatos a personajes, incluido uno que quería ser empleado, no personaje de la novela porque lo ponía nervioso que lo estuvieran leyendo; otro prólogo está dedicado a los no peritos en Metafísica; otro al lector salteado; otro a la persona de autor; y por la mitad, ni al principio ni al final, coloca una guía a los prólogos, que según advierte no es confiable porque hay un «prólogo mudable, que, me avisan, se anda cambiando de página».

No me interesa tanto aquí ver los prólogos como una estrategia de producir lectores o modos de leer (Piglia) o de problematizar la paternidad o el vínculo con el padre (Germán García). Me atrae la instauración de un espacio que antecede a la obra, donde se elabora una estética de lo inminente, o sea la manera propia en que la literatura se posiciona en la sociedad: no tanto ante lo que es como ante lo que no es o lo que podría ser. Se ha argumentado desde las teorías literarias y desde las teorías sociales de la cultura por qué el arte y la literatura no pueden confundirse con discursos políticos, sociológicos u otros intentos de representar lo real. El trato irreverente o distraído con lo real hace ver al arte y la literatura como modos de situarse entre los hechos y la nada. ¿De qué forma, en qué lugar?

Macedonio Fernández lo practicó en su narrativa con una radicalidad que Borges formuló después en La muralla y los libros. Leemos en ese texto: «La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación que no se produce, es, quizá, el hecho estético» (Borges, 1994: 13).

Encontré en esta definición del proceso estético como trabajo con lo que se halla en estado de inminencia, lo que se insinúa sin llegar a nombrar, una clave del arte contemporáneo. En el libro La sociedad sin relato documenté un posible linaje de este pensamiento estético en textos de Walter Benjamin, Maurice Merleau-Ponty, Gilles Deleuze y Christine Buci-Glucksmann. También cultivan ese lugar de inminencia los artistas, desde el «Zero dollar» de Cildo Meireles y la serie On translation de Antoni Muntadas hasta las piezas de León Ferrari que combinan elementos de los discursos políticos, religiosos y bélicos quedando en el umbral de todos ellos, porque es desde esa zona incipiente donde el arte puede hacer preguntas que esos discursos no se formulan.

Como en el arte, la literatura opera desde los prólogos, desde la inminencia, cuando lo social es acontecimiento más que estructura, donde el escribir y el leer presentan un estatus distinto de los actos sociales ordinarios. Es un modo de hacer que trabaja en la zona de lo indeciso, lo irresuelto, lo que aún es posible.

Hay arte y literatura donde no se afirma rotundamente lo que es y donde tampoco se asiste a la simple desposesión de la nada. Lo artístico y lo literario existen en tanto lo que es aparece con la nada y donde la nada se muestra con lo que puede ser. Hacer arte o escribir es algo que sucede cuando se evitan declaraciones absolutas y también cuando el creador no se abandona de modo total al vértigo de la nada. Se llega a ser artista y escritor aprendiendo a tratar con lo que es como si pudiera no ser y con lo que no es como si pudiera llegar a ser. Como actor social, el escritor es el que no pertenece enteramente a su etnia, su nación o su lengua, transita entre pertenencias frágiles, vive en su entorno como extranjero, habla pero duda de lo que dice.

La escena de la literatura no es la realidad social estructurada, empíricamente observable, ni la de la nada que antecede a lo real. Pero esta experiencia de lo inminente, donde ocurre el acontecimiento literario, rastreable también en el arte y la literatura de otras épocas, muestra cambios históricos. El acto de escribir es un movimiento en apariencia solitario, pero que puede enunciarse como dificultad de sobrevivencia, en ocasiones lucha por la significación, en otras vértigo ante lo que desaparece.

Ilumina ciertos textos, a veces, mirar los tratos de los escritores con la nada en relación con los acontecimientos contextuales que exaltan o desintegran una vida. Pero necesitamos atender a las ambigüedades de este vínculo, que no se deja razonar ni bajo las teorías deterministas ni como simple opción entre lo individual y lo social. Fue lo que le sucedió a Sartre cuando decía que el marxismo demuestra que Valéry era un intelectual pequeñoburgués, pero no puede explicarnos por qué todos los intelectuales pequeñoburgueses no son Valéry. El defecto de esa fórmula es el antagonismo extremo entre escritor y clase.

Las sociologías del arte y la literatura han refinado sus trabajos como sociologías de las mediaciones. Hallamos en los escritores del no el intento de prescindir del contexto, pero su abstención es también un modo de admitir el peso de esas condiciones. A la larga, cuando la publicación y el reconocimiento convierten a esos gestos prescindentes en actos literarios, en parte de la historia de la literatura, hacen patente el papel de las editoriales, los críticos, los movimientos culturales y sociales, en suma, las mediaciones que acaban mostrándose, más temprano o más tarde, como parte de la obra, entendida no como objeto sino como proceso.

Las experiencias de la nada, o más bien de las tensiones entre lo que es y lo inexistente, pueden diferenciarse si suceden en una guerra, en el exilio, en la migración, o en otras condiciones sociales que no pueden ser homologadas. Se han hallado analogías entre los modos de narrar esas distintas experiencias —y esa potencialidad es lo que confiere universalidad a descripciones del absurdo o de la nada como las de Kafka o Sebald. Pero necesitamos tomar en cuenta el modo peculiar de vivir la inminencia en cada situación para captar mejor su sentido.

La literatura, cuanto menos realista es, conduce las experiencias de negatividad particulares —sea el conflicto bélico o el desarraigo cultural— a relatos en los que pueden reconocerse lectores que no atravesaron las mismas situaciones del autor. Sin embargo, la historia de la recepción ha vuelto evidente que el objeto literario es, más que la obra, la historia de las relaciones entre obras, intermediarios y lectores. Como escribe Nathalie Heinich, la idea de una simple confrontación entre escritor y lector es una «idea presociológica» si no se hace cargo de la «cadena de intermediarios» que van remodelando, una u otra vez, el significado de los gestos de inminencia literaria.

Este papel de las mediaciones es visible en escritores que incluyen en sus obras dispositivos destinados a movilizar a los intermediarios para que sus innovaciones sean leídas como legítimas o productivas. Heinich habla del proceso de «artificación» al describir, a propósito de Duchamp, las operaciones con las que movilizó a los expertos autorizados para que los comentarios, reproducciones, exposiciones e incluso vandalización de sus ready-made consagraran como arte lo que había propuesto como objetos extraños al canon.

¿En qué escritores se les ocurre pensar? Alan Pauls ha exhibido la capacidad de Borges para «manipular contextos»: distribuía citas, controversias e injurias, administraba las reediciones con añadidos, prólogos a los prólogos y posfacios. Juan Villoro analiza a Hemingway como el narrador antiintelectual que se deleitó al forjar su imagen pescando salmones, viendo partidos de béisbol y corridas de toros. Los críticos de Roberto Bolaño detectan en sus notas ocasionales, discursos para agradecer premios y para ironizar sobre los de otros, la manera de elaborar su figura social de «insufrible» como parte de su literatura.

Sea o no intención del autor orientar la circulación y recepción, el mundo del arte y el de la literatura están organizados para que aun las formas más radicales de alternatividad o prescindencia de sus reglas funcionen como contextos. Con frecuencia los gestos marginales se convierten en juegos de mediaciones. La literatura, y el estudio sobre ella, son co-construidas entre autores, mediadores y públicos.

Todo esto tiene consecuencias epistemológicas. Me detengo en una: el trabajo interdisciplinario. El sentido intrínseco de la obra requiere análisis específicamente literarios. Pero el estudio del conjunto de operaciones mediante las cuales los objetos alcanzan apreciación estética, son rechazados, y pasan luego, a veces, de la nada al canon, piden enfoques socioantropológicos y de economía de la cultura. Sólo una perspectiva interdisciplinaria, o mejor: transdisciplinaria, logra abarcar el complejo de gestos, redes y usos sin los cuales una novela o un poema no llegarían de quienes los hacen a quienes los leen.

Hemos relocalizado la cuestión de por qué existe literatura y no más bien nada al girar la fórmula metafísica hacia las condiciones sociales en las que la práctica literaria ejerce su negatividad. El objeto literario es, más que las obras o el acto inapresable de la creación, el proceso sociocultural de su elaboración, su tráfico y las modulaciones en que se altera su sentido.

Llegó el momento de hablar, aunque sea en un breve apéndice, del proceso más reciente: la deriva digital de la literatura. Oímos a editores, libreros y autores describir la transición de los libros en papel a su reproducción y acceso virtual como si pasáramos de la literatura a la nada. Ya desconfiamos de que vayan a desaparecer los libros ante el avance de internet. Para decirlo de otro modo: ¿qué nuevos tratos con lo virtual, con la obsolescencia y con la negatividad está construyendo la literatura en los blogs, las descargas libres y la lectura fragmentada e intertextual que impulsan las tecnologías digitales?

Tanto en relación con el soporte que llamamos libro como en otros modos de hacer literatura la inquietud de que nos precipitemos en la nada parece eco de pánicos de otras épocas. ¿Las nuevas formas de publicar en redes digitales abolirán la escritura de largo aliento y la edición en papel? Temores semejantes, explica Robert Darnton, surgieron cuando la invención de tipos móviles por parte de Gutenberg hizo prever el desinterés por los manuscritos, pero en verdad la publicación de manuscritos aumentó y prosiguió tres siglos después de inventarse la imprenta: lo que cambió fue la difusión, en varios formatos, de lo que se escribía. La posibilidad de publicar en papel y hacer disponible el mismo texto en internet, o editar rápido cantidades pequeñas de un libro todas las veces que se quiera, modifica la experiencia de escribir, comunicar y leer. No como agonía del libro, sino como convivencia de formatos y medios antiguos con los recientes.

¿Por qué tanta aprensión si las transformaciones que ahora asombran nacieron antes de las computadoras personales, internet y las redes sociales? Los relatos no lineales, la interactividad con el lector, la subversión de la metafísica que imaginaba la lengua como representación del mundo. Mallarmé, Perec, Calvino y Cortázar ensayaron con lápices o en máquinas de escribir hipertextos y reescrituras. Las desviaciones e intervenciones de Robert Walser, los relatos en que Walter Benjamin describe el «arte de perderse» y la enciclopedia que agrupa en un solo conjunto los animales pertenecientes al emperador, los que se agitan como locos y los pintados con un pincel finísimo de pelo de camello, todos estos textos fueron escritos a mano.

¿Qué hay de nuevo entonces en las novelas hechas con emails, con blogs, literatura sin papel, multiautoría de internautas? Los procesos de combinatoria textual e interactividad aparecen, por ahora, más como un cambio de escala social y reformulación de la autonomía literaria, que como una mutación de lo que entendíamos por literatura. Al decir esto no quiero disminuir el impacto de los cambios que quitan jerarquía al autor inicial de una novela o una crónica, desdibujan la frontera entre una y otra. Los papeles de escritor, editor y lector se entremezclan. Se amplía y facilita el acceso a la producción literaria de más lenguas y países que los exhibidos en librerías. Por otro lado, si es posible la autoedición y autopromoción de los escritores se modifica el papel del editor y los críticos como curadores de lo que se publica.

No sólo la reconfiguración de lo escrito en vínculos con lo audiovisual está modificando la autonomía del campo literario. También el predominio del texto sobre el contexto, que marcó la teoría de la literatura en el siglo XX, disminuye cuando los lectores accedemos en la red a novelas o poemas junto con enlaces a performances de los autores, blogs donde los lectores los interpretan, sondeos de marketing que sitúan en el debate del día a día la fortuna de los textos. Los libreros que aconsejan y los críticos especializados coexisten con tráilers en YouTube y Google.

Un futuro indeciso, narrativas sin desenlace. Escribir desde la inminencia, desde lo que todavía no es, no significa abstraerse de lo social. Es asomarse a un lugar donde el mundo puede pensarse como algo que podría ser de otro modo. La literatura no se sitúa en una nada ahistórica, sino en esa enunciación poética que desafía la prosa mutable del mundo.

Al hablar de lo que podría ser de otra manera, la escritura literaria hace política. Cuenta cómo los dioses huyeron y cómo regresan en las omnipotencias de los nacionalismos, de las concentraciones monopólicas de las empresas, en la milagrosa irradiación de las mafias.

Cuando escribía Hölderlin, la pregunta era cómo vivir en la época de los dioses que se han ido y del dios que aún no llega; en tiempo de Dostoievsky la interrogación fue si, no habiendo dios, todo está permitido. Hoy, cuando la disputa por el todo ocurre ente los equivalentes profanos de las deidades, que son el totalitarismo financiero de los bancos, los rituales vacíos con que lo sirven los políticos, su transculturación en mafias y las revelaciones siempre parciales del espionaje, en la literatura nos preguntamos si es posible actuar con otro sentido: ser escritor y lector es el modo incierto en que desciframos lo que podría significar ser ciudadano. No reduzco la política a la literatura, ni digo que ésta va a emanciparnos. Escribir y leer son, apenas, acciones donde intentamos que el poder aniquilante, anonadante, de los actuales dioses sea sólo una intriga. Sin final prefijado.

Notas:

1. Obras de arte dentro de obras de arte, literalmente «puestas en abismo» [N. del E.].