Prólogo

La obra de Gracián sigue seduciendo al lector moderno tanto por su estilo, concisión y claridad, como por la utilidad que muestran sus pensamientos para el hombre que se desenvuelve en una sociedad moderna como la nuestra. La parte más apreciada de la obra del jesuita aragonés es, sin duda, aquella que versa sobre la sabiduría práctica o el arte de vivir, es decir, una serie de normas y reflexiones que nos ayudan a conducirnos en la vida social. A pesar de la vigencia de la utilidad de las sentencias de Gracián, su pensamiento bebe en fuentes antiguas, sobre todo en la tradición estoica de los escritos de Séneca o Epicteto, en los que se recomienda principalmente el dominio de sí, la autonomía, porque constituye la marca del sabio, lo que le puede asegurar, en ciertas condiciones, la felicidad. Pero Gracián no es hombre que pertenezca al mundo antiguo sino al moderno, y lo que lleva a cabo en su obra es la asimilación y los perfeccionamientos de los mecanismos psicológicos desarrollados por la sabiduría antigua y cuyo fin es llevar una vida más tranquila y feliz, de donde hayan desaparecido los sentimientos desagradables, no por los hechos que nos puedan suceder, sino más bien por el dominio que ejerza nuestra conciencia sobre ellos. Esta sabiduría, a cuya perfección lleva Gracián, se inserta en un tipo de vida que ha introducido el hombre moderno: la vida cortesana, cuyos principios permanecen de alguna manera en nuestro estilo actual de vida.

Una gran parte de sus escritos está consagrada a elaborar y ofrecer un arte de vivir que nos permita desenvolvernos en sociedad, donde nos enfrentamos unos a otros para conseguir los recursos que nos permiten mantener la vida entre los demás hombres. Por esto, desde un punto de vista individual, el arte de vivir es una especie de razón de estado individual que nos descubre las reglas adecuadas para conservar nuestro ser en la sociedad. Para ello, Gracián ve muy útil ocultar tanto lo que pensamos como lo que queremos: es el juego de la simulación y el disimulo, del ocultar y el aparecer, lo que ayuda a aumentar nuestro ser y nuestro estado.

El héroe

La primera obra escrita por el jesuita aragonés fue El héroe, publicada en el año 1637 en Huesca y firmada con el nombre de su hermano, como casi todas las que sacó a la luz posteriormente. Antes de publicar su primer libro, Gracián se había educado en diversos colegios de los jesuitas, en cuya compañía ingresó como novicio en Tarragona a la edad de dieciocho años. En esta primera obra, el autor de El discreto pretende ofrecer las normas de vida que hacen posible el nacimiento del héroe, el hombre extraordinario, el hombre fuera de lo común: «Emprendo formar con un libro enano un varón gigante». Según se desprende de su primera redacción, la obra iba destinada al rey Felipe IV, pero en su redacción definitiva ese varón máximo, objetivo del libro, «no es por naturaleza rey», como indica en la nota al lector. En esa misma nota resume Gracián todos los aspectos que componen al hombre superior: prudente, sagaz, belicoso, filósofo, político y cortesano, es decir, es un hombre hecho de sabiduría práctica que entra en competencia con los demás con medios políticos. Para este hombre están escritas las reglas del arte del saber vivir de las que consta El héroe. La obra viene a ser, por tanto, una especie de guía para aquel que quiera alcanzar la excelencia en un medio cortesano y político, donde la violencia y el fragor de las armas han dejado lugar a una lucha psicológica entre caracteres que se camuflan, por un lado, e intentan penetrar, por otro, en el espíritu de los demás, que, por lo demás, es guardado a modo de fortaleza. La batalla no se desarrolla ahora en el campo abierto, sino en los salones de la corte; la munición no son balas ni pólvora, sino la penetración psicológica; la defensa no son las armaduras sino el disimulo, y la fortaleza que hay que tomar no es el castillo que cuelga de un risco, sino la mente del hombre civilizado que merodea junto a los otros por los centros de poder. Es la descripción del hombre y del héroe modernos, cuyas armas psicológicas son excepcionales para vencer. La escritura de Gracián es un modo más de escritura en que los hombres entran en la modernidad, como Don Quijote o las Meditaciones metafísicas. Ya no tiene sentido luchar con ar mas, ni investigar el mundo que nos rodea: es la propia mente el objeto que centra la atención, como la mente es el objetivo que hay que tomar para vencer a los demás. Para ello, todas las armas psicológicas que el hombre ha ido desarrollando desde que vive en sociedad se convierten en el principal arsenal, en la lucha de unos contra otros: la prudencia de los estoicos, la sagacidad, la sabiduría de Aristóteles, la política, el dominio de sí y del cuerpo, la capacidad de reprimir los deseos, la de no verse afectado, de contener las emociones, de calcular y retardar la acción… Todo se va a reunir y se va a convertir en instrumento para la lucha. Es el hombre que por fin ha conseguido dominarse por la razón el que va a poner en juego todas su psicología, que es el resultado de un ejercicio consciente y continuado sobre sí. Es un trabajo sobre uno mismo, no para alcanzar un estado de perfección, sino para sobrevivir a los demás.

Si por razón de estado se entiende los medios para obtener, mantener y aumentar el poder, la «razón de es tado de ti mismo», el tema de El héroe, consiste en los medios para desen volverse dentro de la sociedad, de manera que le per mita lograr una posición preponderante dentro del grupo so cial al que pertenece, es decir, obtener el éxito. Se trata, por tanto, de las relaciones de poder que mantienen los individuos dentro del grupo social en el que se mueven. Y la excelencia es lo que les permite alcanzar y mantener el status más elevado. Como una ayuda para ello, Gracián compone los veinte primores de El héroe: «como una brújula de ma rear a la excelencia». De esta manera, la lectura de los primores se revela como un ejercicio eminentemente práctico, como un asidero para moverse con más seguridad en un mundo donde más vale ver, oír y callar, y a veces observar sin ser visto. Así, la primera regla, que nos puede conducir a una posición de primer orden recomienda que nunca se debe dar a conocer la propia capacidad a los demás. Hay que mostrarse, sin duda, pero nunca exponer a la luz cuáles son los límites de la personalidad, las fuerza de las capacidades que se poseen. Esta regla, en la que se anima a mantener oculta la constitución propia, viene complementada por la segunda, que consiste en dejar fuera de la vista de los demás nuestros afectos, nuestros deseos. Si se quiere jugar con ventaja con relación a los demás, es necesario que nadie conozca cuáles son realmente los designios propios, solo así se llegará a la excelencia.

Frente a la ocultación de sus límites y de sus afectos, el héroe debe, sin embargo, tener un entendimiento superior que le permita penetrar en el universo mental del otro, asaltar su fortaleza espiritual. En el juego con los demás, en el que nos disputamos la preeminencia y la primacía, para superar a los otros jugadores, es necesario, por tanto, mostrarse impenetrable, pero también hay que ser capaz de desvelar los deseos de los que nos rodean. Esta superioridad psicológica, consistente en conocer sin ser conocido, es lo que proporciona el lugar de privilegio al héroe frente a los demás. El ocultamiento de la voluntad muestra su necesidad desde el momento en que se reconoce que ella es el camino que accede al «ser» de los otros, de modo que a partir de ella se hace posible calcular con certeza la capacidad de nuestros adversarios: mostrar un afecto es «abrirle un portillo a la fortaleza del caudal».

Gracián reconoce, sin embargo, que todo este virtuosismo psicológico necesita su ejercicio y su entrenamiento, pero también una base innata en el candidato a héroe; es decir, para dominar el arte de cifrarse a sí mismo y descifrar a los demás, hay que poseer el entendimiento, la base tanto del juicio como de la agudeza. Este es el equipaje con el que todo hombre que quiera alcanzar la excelencia debe venir al mundo. El héroe debe, sin embargo, desarrollar las virtudes o prendas que componen su extraordinaria máquina mediante la práctica, pues, como repite en numerosas ocasiones, el hombre no nace totalmente hecho, sino que mediante la educación y las reglas del arte de saber vivir se va desarrollando hasta llegar a la perfección; en este caso, a su condición de héroe consumado.

La teoría política de la época

Durante los siglos XVI y XVII hubo en España una abundante producción de escritos sobre política, debido fundamentalmente a que en ese periodo llegó a crearse un gran poder político en nuestro país: la monarquía hispánica, que necesitaba ser acompañada de reflexión y fundamento teórico. Uno de los puntos de referencia de todos estos tratados era, sin embargo, una obra publicada en Italia y que iniciaba una nueva forma de pensar la política: El Príncipe de Ma quiavelo. En este libro, cuya finalidad es animar a crear un gran poder nacional en Italia, se trata de los medios de ad quirir, conservar y aumentar el poder, lo que se conocía con el nombre de «razón de estado».

La discusión giró en torno a la absoluta autonomía que Maquiavelo parecía haber otorgado a la política con relación a la moral y sobre todo a la religión, que en alguna ocasión es considerada por el pensador florentino un mero instrumento para alcanzar una mayor cohesión social dentro de una comunidad política; algo que fue ostentosamente re chazado por algunos defensores de la monarquía hispánica, sobre todo si se consideraba que esta monarquía tenía como principal función extender y aumentar la religión cristiana por el mundo, como en efecto hizo.

En el siglo XVI la reflexión política estuvo dominada por la tradición escolástica, de manera que los problemas planteados, como los que se derivaban de la conquista de América, se trataban desde un punto de vista teológico, pero una vez que la obra de Maquiavelo se hubo introducido en la península, la discusión se volvió sobre todo hacia la noción de «razón de estado», cuyo sentido fue tratado por el autor de El Príncipe, aunque el término fue acuñado por Botero. Los autores españoles trataban de definir una razón de Estado que se distinguiera claramente del con cepto maquiavélico, pues ya se ha visto que en este autor la religión y la moral están supeditadas a la política, al interés del Estado, que se constituye en la justificación última de la acción del gobernante. Sin embargo, los autores españoles no se enfrentaban a la noción de «razón de estado» en sí; al contrario, conscientes de pertenecer a la nación más poderosa de la modernidad, estaban interesados en identificar los medios que hicieran posible el aumento de poder de la monarquía o, al menos, los que detuvieran las causas de su disminución. Siendo la monarquía hispánica el mayor poder secular, en el que se asentaba el mayor poder espiritual de Europa, los escritores políticos españoles no podían admitir las tesis ni del pensador de Florencia ni de Juan Bodino, pues ambos representaban la irreligiosidad, la amoralidad; aunque a veces aquello contra lo que luchaban estos escritores no era precisamente el «auténtico» Maquiavelo o el «auténtico» Bodino, sino más bien una interpretación que exageraba algunas posiciones originales. En cualquier caso, los teóricos políticos españoles, inspirados en algunos casos por Botero, tratan de construir el concepto de razón de Estado teniendo en su mente cierta lectura de la doctrina de Maquiavelo como el enemigo que hay que derrotar, levantando sobre su crítica el concepto de buena razón de Estado frente a mala razón de Estado. Entre los teóricos de la monarquía hispánica cabe destacar a Rivadeneyra (1527-1611), un jesuita que escribió el Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano para gobernar y conservar sus estados, contra lo que Nicolás Maquiavelo y los políticos de ese tiempo enseñan, y a Diego de Saavedra Fajardo, diplomático y autor de Idea de un príncipe cristiano representada en cien empresas. Estos y otros muchos se declaran abiertamente antimaquiavelistas: llegan a identificar la razón de estado con la razón del diablo, y fundamentan el gobierno en la religión, el único bien hacia el que se tiende por sí mismo, es decir, el bien supremo. Todos atacan a Maquiavelo, pero muchos de ellos recogen alguna idea política suya, pues tratando de la conservación o del aumento de poder, fuera cristiano o no, Maquiavelo escribió sentencias útiles para ello. Otros pensadores, más alarmados por los signos de debilidad que venía mostrando la monarquía hispánica, tratan de dejar a un lado la polémica contra Maquiavelo y centran su atención en la construcción de la teoría política, no fundada en la veneración de dios, sino en la experiencia, por lo que, prohibido Maquiavelo, buscan la fuente de esta tarea en Tácito, un autor clásico que lee los hechos históricos para extraer conclusiones prácticas y morales. De la lectura de la historia, trataban, los llamados tacitistas, de buscar soluciones que resolvieran los problemas tanto políticos como económicos que aquejaban al imperio de España. Entre los tacitistas cabe destacar a Antonio Pérez y a Álvarez Barrientos, que ante los signos de decadencia proponen no prestar atención al providencialismo, sino a las cuestiones económicas y políticas propiamente dichas, para tratar de superar una situación que, como se vio posteriormente, fue agravándose con el paso del tiempo. Siguió habiendo, sin embargo, escritos cuyo único empeño siguió siendo la fundamentación religiosa del poder, sin importarles demasiado los medios que pudieran evitar el declive del poder hispánico; son los llamados antitacitistas.

De todos los autores españoles que escribieron tratados políticos en la Edad de Oro, el que alcanzó mayor difusión, tanto dentro como fuera de nuestro país, fue Baltasar Gra cián, cuya fama se extiende hasta nuestros días.

El político

Sin embargo, de toda su obra solo hay un tratado consagrado a la reflexión política en sentido estricto: El político, don Fernando el Católico. En la obra que nos ocupa, Gracián no trata ya sobre la razón de estado de uno mismo, sino sobre la razón de Estado, es decir, de los medios, técnicas y prácticas que conducen a adquirir, a conservar y a aumentar el poder político.

Gracián no duda en atacar a Maquiavelo por su falta de consideración hacia la religión y la moral. Los ataques a este autor se habían convertido en una garantía para el escritor de que ponía por encima de todo la moral y la religión y, con ello, evitaba la censura de las autoridades civiles y eclesiásticas. Así, se puede leer en el Criticón: «¿Quién piensas tú que es este valiente embustero? Este es un falso político llamado el Ma quiavelo, que quiere dar a beber sus falsos aforismos a los ignorantes. ¿No ves cómo ellos se lo tragan, pareciéndoles muy plausibles y verdaderos? Y, bien examinados, no son otro que una confitada inmundicia de vicios y de pecados: razones, no de Estado, sino de establo.» Pero el hecho de alinearse en el batallón que lanza su pólvora contra el maquiavelismo no debe empujarnos a pensar que Gracián sea sin más un antimaquiavelista, pues en ciertos aspectos, más que oponerse, guarda una relación de parentesco, como en su defensa del disimulo y en su valoración sobre la consecución de los fines. Leemos en el Oráculo manual: «El que vence no necesita dar satisfacciones. No perciben los más la puntualidad de las cir cunstancias, sino los buenos o los ruines sucesos; y así nunca se pierde reputación cuando se consigue el intento. Todo lo dora un buen fin, aunque lo desmientan los desaciertos de los medios» (Oráculo manual, 66). Gracián puede estar más o menos cerca del pensador florentino, y se aproxima más, no cuando habla de la idealidad del hombre, sino cuando quiere describirlo tal como lo percibe. Cuando Gracián se sumerge en el naturalismo, su pluma se vuelve más sombría al describirnos lo que sucede y no lo que no debería pasar. Estas concordancias y diferencias entre ambos escritores se han interpretado de varias maneras; en cualquier caso las semejanzas no significan una merma de la originalidad y genialidad de Gracián, sino el hecho de que Gracián escribe con un trasfondo cultural en parte común al de Maquiavelo.

Además, en sus primeras obras, como El héroe y El político, Gracián está más impulsado por el entusiasmo por el hombre de excepción que por el realismo del hombre discreto, por lo que el carácter tenebroso que pueden ad quirir algunos pasajes de su obra posterior, en estas apenas se percibe. Gracián pretende mostrar el modelo de príncipe mediante la enumeración de los rasgos que lo componen y además propone a un príncipe que ha existido en la realidad como arquetipo y gran maestro del arte de gobernar: el rey Fernando el Católico, fundador de la monarquía hispánica y de la mayor monarquía hasta entonces conocida, tanto «en religión, gobierno, en valor, estados y riquezas». Esta opi nión era relativamente común y en cierto modo se correspondía con los hechos, pues hasta entonces ningún monarca había conseguido tener bajo su dominio tantos territorios, distribuidos en varios continentes. Una vez que ha establecido cuál es el objetivo de la obra, describir el príncipe perfecto, Gracián va a ir enumerando y mostrando los rasgos que lo definen, ayudándose de múltiples ejemplos históricos, tomando la historia como modelo en el que es posible reflejarse en momentos presentes al pensar que los acontecimientos se desarrollan de un mismo modo en el devenir histórico.

Al afirmar, por un lado, que las principales virtudes de los grandes fundadores son «favores del celestial destino», Gracián sostiene, por otro lado, que es la virtud del valor la que se encuentra en el origen de todo fundador de imperios; es esta virtud la que hace posible el nacimiento de un gran poder, mientras que la prudencia es la excelencia que permite mantenerlo. Por esto, se pueden encontrar a lo largo de la historia imperios que emergieron gracias a un gran valor, pero que carecieron de una prudencia que los mantuviera, como fue el caso de Alejandro o de Tamarlán. Por tanto, solo el valor no es suficiente para la creación de un estado poderoso, ya que esta virtud no garantiza su continuidad, «es solo un principio imperfecto», de donde no puede emerger un auténtico imperio. En la fundación del imperio, Gracián insiste ya en la conjunción necesaria de virtud y fortuna para alcanzar los fines, pues para que sean efectivas la fortaleza, la prudencia y la astucia de un fundador es necesario que se sirvan de la ocasión, es decir, han de tener una oportunidad para poder ser aplicadas; de otro modo, esas virtudes quedarán ocultas y no podrán nunca lograr resultado alguno. Naturalmente, si es el rey Fernando el gobernante propuesto como modelo, este monarca ha de tener en grado máximo las virtudes que hacen posible el poder, así como la oportunidad de ejercerlas. Fernando el Católico es el hombre que hasta entonces había logrado crear el mayor imperio, al unir varias coronas y añadirles un nuevo mundo que acababa de ser descubierto.

Otro asunto que trata nuestro autor es el que se refiere al origen de los reyes, es decir, la familia a que pertenecen y la educación recibida. La educación ha de ser de la misma calidad que aquella con la que se quiere que salga el futuro rey. Si se quiere obtener un rey heroico, es necesario darle una educación igualmente heroica, donde prevalezca la fortaleza. Por esto, el futuro rey heroico ha de pasar por situaciones difíciles en su educación para poder gobernar después con valor. El arte de gobernar es el más difícil de aprender, por lo que es necesario prepararse para el buen gobierno y comenzar a ejercer con arte y experiencia. La clave de un buen reinado está en «arrancar» y en «acertar en encarrilarlo». Las dificultades y obstáculos que se pueden encontrar en el camino son grandes e innumerables y toda atención, sagacidad y prudencia son pocas. En cada edad, según Gracián, predomina una clase de virtud; así en la juventud hay más vigor que en las etapas finales y la virtud predominante es el valor. En las etapas posteriores, por el contrario, la virtud que domina es la prudencia. Los reinos, al igual que las personas, están también sometidos a diferentes fases de vigor o decaimiento, según la medida de virtud que hay en ellos; a veces, se van encadenando príncipes gloriosos, y en otras ocasiones, monarcas carentes de virtudes: los reinos y las dinastías tienen su vida propia, que depende de los príncipes que gobiernen en cada momento. En cualquier caso, si en la fundación de un imperio es necesaria una cantidad de fuerza extraordinaria, ambas virtudes, el valor y la prudencia, han de estar siempre presentes en distinta proporción. Por tanto, lo que una educación ha de proporcionar a un príncipe es la oportunidad de desarrollar las virtudes necesarias para el gobierno, debe enseñarle a ser fuerte y prudente. Fernando el Católico alcanzó la cima de la grandeza y el poder. A un pequeño reino recibido en herencia fue añadiendo reinos nuevos: Castilla, la monarquía de España y la universal de ambos mundos; mientras reinó, su poder creció sin cesar.

Virtudes del gobernante

Gracián distingue entre las virtudes del hombre y las propias de un gobernante. También la Historia nos expone en este caso una galería de príncipes en los cuales podemos distinguir aquellos que han poseído tanto las virtudes humanas como las políticas, o aquellos que solo han poseído una clase de virtudes. De aquí concluye nuestro autor que no basta la bondad para gobernar y que es posible ser un gran político al tiempo que carecer de las virtudes del hombre, como es el caso de Alejandro y César. En estas opiniones que separan unas virtudes de otras, se puede observar una autonomía de la actividad política, en la medida en que ésta depende de unas disposiciones propias que están separadas de las que pertenecen al hombre en cuanto hombre, sin referencia a su capacidad de mandar. La política tiene, por tanto, una virtud propia, es el arte de gobernar al que, a veces, poco ayuda tener otras capacidades o excelencias, pues de nada sirven estas si no se tiene la virtud propia de gobernar. El arte de reinar muestra así su carácter específico y su singularidad. Hay ejemplos de go bernantes que, sobresaliendo en virtudes humanas ajenas al arte de gobernar, son considerados malos políticos, por carecer del arte propio. Así, de Alfonso X dice Gracián que de poco sirve ser un gran matemático si se carece de la capacidad propia para gobernar. Sin embargo, en la galería de políticos podemos encontrar casos peores: aquellos gobernantes que han carecido de ambas clases de virtudes, como Claudio y Carlos el Simple. Incluso llegamos a encontrar monstruos dentro de la política, pues ha habido gobernantes que no solo no han poseído cualidades humanas ni políticas, sino que además han estado llenos de vicios detestables. En el ala de los políticos monstruosos podemos ob servar a Nerón, o a Heliogábalo, que se hallan en las antípodas del político perfecto, que reúne tanto las virtudes humanas como las del gobernante. En cualquier caso, continúa Gracián, es mucho más fácil hallar el político imperfecto, pues para esto basta que algo le falte, mientras que para ser un príncipe perfecto es necesario poseer todas las cualidades, tanto de una clase como de otra. A pesar de algunas opiniones contrarias, el rey Fernando tuvo todos los elementos que contribuyen a la perfección, pues fue un gran caudillo, gran consejero de sí mismo, juez, gran ecó nomo, máximo rey.

Gracián también trata sobre la relación entre el poder militar y el poder político y subraya que hay que evitar la confusión entre política y milicia. El papel del monarca es mucho más amplio que el de capitán. La función del monarca se extiende a todo el ámbito estatal, siendo la guerra solo una faceta más del gobierno, que es lo propio del príncipe, no la lucha. Es más, se pueden observar casos en la historia de grandes guerreros que, sin embargo, han sido malos gobernantes (Aureliano, Carlos de Borgoña): «el oficio de un rey no es ser capitán, que a mucho más se extiende». Un príncipe perfecto tiene, como se ve, muchas excelencias y dentro de su papel se espera que realice múltiples funciones, de modo que están todos los empleos en uno: cónsules, tribunos, etc.

Además de tener en sí todas las excelencias, un monarca perfecto, como el que se describe, ha de «gobernar a la ocasión», es decir, ha de adaptar su acción a la situación por la que atraviesa una monarquía en un momento dado. A veces un príncipe se adapta a una determinada situación «por naturaleza», es decir, porque su carácter está en armonía con los acontecimientos que se suceden en su reino; así un príncipe de temperamento bélico puede desenvolverse bien si su dominio se encuentra en una situación de guerra o al contrario. Sin embargo, el monarca perfecto ha de conformarse siempre a la ocasión, bien por naturaleza, bien por virtud. En general, Gracián se muestra, sin embargo, partidario de la política, de la sagacidad antes que de la fuerza, pues esta puede ser suplida por aquella: «más vale la maña que la fuerza». En ciertas ocasiones de la historia, observa Gracián, coinciden monarcas que son grandes guerreros, en otras los que son «justos, píos, religiosos», en otras, los que se pierden en los placeres, los «deliciosos y remisos», y en otras finalmente pueden coincidir en el tiempo los mejores monarcas, es decir, los políticos, cuyas acciones se distinguen por ser movidas por la prudencia. Es el monarca sabio, que no ha de confundirse con el que engaña, finge o disimula. Frente a Tiberio y al rey Luis de Francia, cuya fama de buenos gobernantes sabios se ha extendido entre los escritores de tratados de política, el autor de El Criticón pone al rey Fernando como el máximo exponente de político, señalando que su política fue auténticamente magistral, pues no se «resolvía en fantásticas quimeras», sino que fue útil y productiva, al conquistar numerosos reinos, y honesta, al obtener el título de católico, pues esos reinos fueron «conquistados para Dios».

Fernando el Católico

En Fernando el Católico se encuentran, entonces, la excelente razón de estado y la moralidad. Supo fundar, conservar y aumentar sus dominios como nadie hasta entonces lo había hecho, y al mismo tiempo, aumentando su poder, crecía el de la religión católica. Gracián piensa que la buena técnica del gobierno está acompañada en el caso del rey Católico por la moralidad: en él se juntan «el cielo y la tierra», que aparecen estrechamente unidos. Siendo el príncipe máximo —el mejor político que más poder ha sabido crear— es también el gran servidor de la religión, pues a medida que crece su poder aumenta su honestidad: ofrece un mayor dominio a la religión católica, al aumentar los territorios y los habitantes en su reino, nuevos súbditos que van a estar obligados a profesar esa fe, que en el caso de los territorios americanos supondrá un gran número de nuevos fieles debido a las numerosas conversiones. Maquiavelo ya había observado, en vida de Fernando, que este mandatario era el que mejor había encarnado la llamada posteriormente «ra zón de estado»: «de rey débil que era se ha convertido por su fama y por su gloria en el primer rey de los cristianos; y si examináis sus acciones, las encontraréis todas gran diosas y alguna extraordinaria» (El Príncipe, XXI). Sin em bargo, su juicio sobre su servicio a la religión es completamente diferente que el de Gracián. Maquiavelo no ve en el hecho de que creara una Inquisición para mantener la pureza de la doctrina en sus dominios un medio para engrandecer la religión, sino que, como escribe un poco más abajo en el mismo capítulo, usó la religión como medio para lograr más poder, para su política: «para poder llevar a cabo más empresas mayores, se dedicó con piadosa crueldad a expulsar y vaciar su reino de marranos». La política del monarca español, sin embargo, es según Gracián un medio para alcanzar la mayor gloria de Dios. Así, une dos observaciones ya hechas con anterioridad: que Fernando el Católico era el príncipe que mayor poder había adquirido y que este poder era el mayor servicio que se había hecho a la religión católica.

Ahora bien, ¿cómo es posible este portento de eficacia política, que no se pierde en fantásticas quimeras y prescinde en lo posible de «tanta metafísica y máquina»? La respuesta es clásica dentro del pensamiento político de la época: porque «fue rey de prendas y ocasiones, cortadas estas a la medida de aquellas», es decir, porque en él se dio la conjunción de la virtud y de la fortuna. Para ser un gran príncipe, es necesario tanto el concurso de las «prendas» como de los momentos adecuados para poder ejercer esas virtudes o excelencias. De nada sirve tener toda la capacidad para gobernar si no se tiene la oportunidad para ello. Así, se podría hablar de un número considerable de personas que habrían sido grandes estadistas de haber tenido ocasión de adquirir y ejercer el poder, pero que, al no haber tenido oportunidad de ello, han permanecido en la oscuridad para siempre: su número es un misterio que nunca se podrá desvelar. En el lado opuesto están los que han tenido ocasión de ejercer el poder y han mostrado de una forma manifiesta su incapacidad, o ausencia de facultades y de saber para desarrollar una buena razón de estado. Aquí es más fácil constatar quiénes han sido estos gobernantes sin capacidad, puesto que no han permanecido en la oscuridad, y al salir a la escena pública, han podido ser observados por numerosos espectadores en su torpeza. Entre los reyes capaces que tuvieron tanto la virtud de gobernar como la ocasión de ejercer su poder se encuentran César, Ciro, Pelayo y, en el otro extremo de la galería, entre los monstruos: Galieno, Darío y Rodrigo.

Después de elaborar esta taxonomía de los príncipes que en el mundo han gobernado, Gracián acerca más la mirada al rey perfecto para analizar con más detalle las capacidades contenidas en la grandeza política de un monarca. El fundamento principal de una excelente actividad política consiste, según el autor del Oráculo manual, en la sabiduría, por la cual nuestro espíritu puede «abarcar, entender, com prender». Esta capacidad, dice Gracián, es puesta por la divinidad en los hombres, pero sin una educación y un ejercicio adecuado de ella permanece sin desarrollar e imperfecta, por lo que para poseerla efectivamente es necesaria la actividad del hombre. Por tanto, alcanzar la base del genio político solo es posible si la semilla está puesta por la providencia y es cuidada por los hombres; es decir, la excelencia política tiene un aspecto innato, pero también otra faceta empírica, no menos necesaria: «El don perfecto que desciende del Padre de las ilustraciones. Bien que crece con la industria y se perfecciona con la experiencia».

El arte de la prudencia

De la capacidad nacen las virtudes de la prudencia y del valor. Ahora bien, si un hombre por naturaleza o por providencia no tiene la prudencia, no es posible que llegue a ser un maestro en el arte de gobernar por mucho tiempo que se ejercite en ello. Condición necesaria para llegar a ser un maestro en el arte más difícil es, por tanto, tener la capacidad natural. Gracián piensa que la prudencia en cualquier caso es más importante que el valor para alcanzar la perfección en el arte del gobernar, mostrando una vez más su concepción de que el poder es esencialmente político y no militar, aunque no deja de notar que la fuerza es siempre necesaria: «un príncipe desarmado es un león muerto, a quien hasta las liebres le insultan». Ahora bien, esa capacidad, la prudencia, es un saber práctico, pues consiste en un saber hacer algo, un saber reinar, el saber propio de los gobernantes. Esa prudencia es la que hace posible la adquisición de nuevos dominios, sin hacer uso, a veces, de las armas.

Más adelante, Gracián trata de explicitar el significado de la prudencia, que se resuelve en la rapidez de la inteligencia y en una comprensión de las cosas previa a las decisiones que se puedan tomar. La comprensión adecuada que se requiere en la toma de decisiones gubernamentales consiste en el conocimiento de todas las facetas de un asunto, es decir, el príncipe perfecto «está en todos los puntos en uno». Además de tener una representación lo más adecuada de la realidad del imperio sobre el que ejerce su poder, puede entender a todos, en esto consiste su sagacidad. Es penetrante porque consigue descubrir la forma de los espíritus, sus intenciones e inclinaciones, el temperamento de los demás y lee en su interior; es también vivo y está atento a todo lo que pasa, sintiendo todo lo que en su reino ocurre. En esto reside la capacidad, que, desarrollada por la educación y el ejercicio del poder, hace que un príncipe pueda dominar el arte de gobernar, como Fernando el Católico, que tuvo la mayor capacidad aplicada en numerosas ocasiones.

El pequeño tratado sobre el gobierno perfecto se cierra con otras cuestiones como la relación entre la capacidad o la virtud y la práctica efectiva de la virtud para construir un rey perfecto: ambas deben llegar a su máximo grado. Asi mismo, con la necesidad de que el rey lleve a cabo constantemente grandes acciones y huya de la ociosidad como fuente de la pérdida de poder, etc.

La obra de Gracián fue traducida a diversas lenguas europeas, con lo que alcanzó una gran difusión en su época que continúa teniendo en la actualidad, gracias a la gran penetración psicológica que muestran sus páginas, dejando al descubierto los mecanismos mentales con los que los hombres luchan entre ellos para alcanzar una posición ven tajosa que les permita un mayor dominio sobre los demás y con ello acceder a un mayor número de recursos materiales. Sin em bargo, en el caso del gobernante, estos mecanismos, aunque están orientados a lograr el máximo poder posible, no están justificados en el poder mismo, sino en el aumento de poder que posibilita unas mejores condiciones para la vida de los súbditos que viven un Estado, pues la utilidad del po der no se reduce al que gobierna sino que se ex tiende a los gobernados.

Agustín Izquierdo