El futuro inmediato de la sociedad y el Estado

NEOCIENTÍFICOS Y NEOMALTHUSIANOS

En un cierto pensamiento positivista existe sólidamente arraigado el prejuicio de que es más fácil escribir la historia del pasado, que la del futuro. El prejuicio encierra un postulado dogmático por el cual resultaría más sencillo alcanzar la verdad científica sobre el paleolítico, que explorar el futuro inmediato del país donde se vive. De acuerdo con ese prejuicio cualquier estudio del futuro cae dentro del orden de lo ideológico y lo profético, y es condenado de antemano como charlatanería o poesía.

En verdad parece que el pasado no se puede estudiar sin una cierta perspectiva del porvenir. Y el porvenir se encuentra en la actualidad misma. La idea del porvenir y la realidad del porvenir se hallan insertas en toda interpretación del momento en que se vive y lucha. El porvenir es parte de la actualidad, como interpretación y realidad. Si el porvenir parece mágico, también lo son el pasado y la actualidad. Nada se entiende de lo que hacen las clases, los partidos y el Estado sin sus ideas del futuro, sin sus intereses, principios y programas. Todo ello parece a veces terriblemente obvio, pero resulta indispensable recordarlo cuando se intentan esclarecer algunos elementos del futuro nacional, porque en el fondo ese prejuicio sobre la imposibilidad de conocer el futuro corresponde a un cierto conformismo, e incluso a un cierto escepticismo conservador.

Existe otro tipo de pensamiento positivista, de factura más reciente, y que ha dado lugar al auge de una falsa disciplina científica y técnica mal llamada planificación. Sin ningunos elementos en el análisis de las clases, los grupos de interés y las correspondientes restricciones del Estado, sus autores elaboran planes o programas de desarrollo económico-social que no tienen la menor probabilidad de llevarse a cabo, dadas las condiciones concretas del país, de las clases, de los grupos de interés y del tipo de alianzas y compromisos que configuran el Estado actual. Se trata de lucubraciones que con un lenguaje técnico y práctico caen en el orden de una nueva retórica y de una demagogia pseudocientífica.

Dentro del mismo pensamiento neopositivista existen también algunos estudios, hoy en boga, llamados de futurología o prospectiva, que formalmente se distinguen de los anteriores porque usan periodos más largos y, en ocasiones, símbolos más abstractos de análisis. Los adictos a la prospectiva neocientífica, aparentemente, tienen una responsabilidad práctica menor. Juegan con modelos y variables, imaginando una infinidad de futuros, como si pudieran optar por el mejor de ellos sin ninguna restricción o constricción lateral del sistema en materia de clases, grupos de interés y estructuras estatales, que en la práctica hacen nugatorias las opciones numéricas, y desencadenan las que les son favorables.

Los estudios de futurología neopositivistas —supuestamente muy sofisticados— son hoy abundantes. Entre ellos se encuentran algunos que dan por descontada la posibilidad de los milagros económicos o proponen las cuentas alegres del control de la natalidad para resolver los problemas del desempleo, hasta que los pueblos caen en el desarrollo cero, y los autores en la recomendación velada, o cínica, de la práctica neofascista del genocidio. dadas ciertas constantes o restricciones muy concretas que jamás estudian ni mencionan, como el saqueo a que están sometidas las naciones por las compañías transnacionales, el despilfarro de los recursos humanos y sociales por los monopolios y las grandes potencias imperialistas, las formas en que compañías y potencias afines desorganizan, desestabilizan, corrompen y debilitan a gobiernos y países enteros para que las compañías alcancen altas tasas de utilidades, crezcan, se organicen con las más modernas y costosas técnicas administrativas, y prosperen en forma aparentemente ilimitada.

La prospectiva pseudocientífica y neopositivista es, implícita o explícitamente, una prospectiva fascista y un velado proyecto que no revela su verdadero carácter neofascista sino después de haber derrocado a los gobiernos constitucionales, a las democracias formales y burguesas que guardan algunos compromisos con el pueblo. En general esa prospectiva corresponde a expresiones avanzadas de un pensamiento racista, que postula el triunfo necesario de los más fuertes y dotados, en un mundo invariable de recursos escasos, en que los hombres están condenados a luchar como lobos.

Muchas de estas visiones del futuro caen en el orden del catastrofismo, justifican la violencia más despiadada contra las masas, y en particular alientan el dominio y la extorsión de los pueblos más débiles. Todas esconden la existencia de recursos abundantes, que son mermados en forma brutal por las inversiones de guerra, y todas ocultan que, aparte de la lucha por los recursos, existe en el sistema capitalista la lucha primordial por las utilidades, la especulación y el lucro.

La necedad futurológica de los neomalthusianos, que quieren resolver los problemas del desempleo disminuyendo el peligro de los niños, es una de las modas más peligrosas dentro de esta corriente. Corresponde a la crisis de la demagogia de la planeación del desarrollo en los países dependientes, y a la sustitución de la planeación nacional por la planeación familiar. La falsedad de esta visión del futuro se combina, en la mayoría de los casos, con un alto grado de cinismo sajón, o de extrema ingenuidad latina. Al engaño y autoengaño sobre la realidad actual, al ocultamiento deliberado de datos elementales sobre esa realidad, sus partidarios más agresivos añaden el engaño sobre los efectos limitados y aberrantes de las políticas de control de la natalidad, que tratan de imponer en formas amenazadoras y prepotentes, con todo género de presiones políticas, ideológicas, económicas. No advierten que las compañías monopólicas y el sistema capitalista con que éstas se enriquecen, se acabarán antes de que disminuyan las tasas de fertilidad y natalidad en el mundo y en la población negra, puertorriqueña y chicana de los Estados Unidos. No reconcen que incluso en países donde los gobiernos han logrado abatir las tasas de natalidad, como Costa Rica, Honduras o Puerto Rico, ni han resuelto los problemas del desempleo, que pretendían resolver, ni resolverán a fondo ningún otro, mientras las restricciones olvidadas no se conviertan en variables, y sean destruidas, antes de que aumenten su propensión destructiva y genocida, en nombre de la libre, empresa y la maximización de utilidades.

Que el nacimiento de los niños no es el problema, que el problema proviene del auge de las compañías multinacionales o transnacionales, y de la crisis del capitalismo dependiente e imperialista, lo prueban entre otros muchos países la Argentina y el Uruguay, de los que los futurólogos se olvidan. y que teniendo una baja densidad de población y una bajísima tasa de natalidad, se hallan en una crisis profunda, con desempleo creciente. Pero de todo ello nada quieren saber algunos pseudocientíficos que alientan grandes campañas publicitarias destinadas a hacer pensar que si nos hacemos menos vamos a vivir mejor. La verdad es que ni nos vamos a hacer menos, ni por el hecho de ser más vamos a vivir peor.

México sobrepasará los cien millones de habitantes en las próximas décadas, y dispondrá de los recursos científicos, tecnológicos, energéticos y alimenticios necesarios y suficientes para dar trabajo, escuela, hospitales, vestido y sustento a ese gran país del futuro en que habrá de convertirse. Y ese país utilizará recursos subutilizados, fuentes energéticas —como el viento y. el sol— que no se aprovechan en todo lo que se puede desde el punto de vista tecnológico, precisamente por la subsistencia de relaciones sociales en la propiedad privada de los medios de producción, que son las que habrán de cambiarse para resolver ese tipo de problemas.

Los mexicanos están, desde el punto de vista técnico, capacitados para resolver los problemas nacionales que se les plantean. Sólo que ello ocurrirá a fondo dentro de una perspectiva muy distinta a la de los futurólogos neocientíficos y criptofascistas.

EL FUTURO SOCIALISTA

Para alcanzar los objetivos posibles y probables de un México que resuelva los problemas del empleo, la educación gratuita a todos los niveles, la casa. el vestido, el sustento, la difusión de la cultura y el uso creador del ocio. no habrá más solución, aunque se quiera, que el socialismo; es decir, una sociedad en que el Estado se encuentre a cargo exactamente de quienes trabajan en el terreno manual, técnico, especializado, profesional, a fin de que todos los hombres de México en edad de trabajar, se dediquen a producir bienes y servicios, sin producir utilidades, sin especular con los alimentos, los vestidos, las casas, las enfermedades; a fin de que nadie se aproveche del trabajo ajeno para beneficio propio, en detrimento del hoy explotado, colonizado y marginado, que resulta de una sociedad sólo en apariencia racional y en el fondo muy primitiva, como es la que caracteriza al mundo capitalista, un mundo por cierto perenne, histórico, que tiende a desaparecer como desaparecieron otros mundos injustos e históricos de dueños de esclavos y amos de siervos. Que el socialismo sea democrático, que sea más avanzado y abierto en comparación de otros sistemas hasta hoy conocidos, no cabe la menor duda, si se ve cómo cada país socialista —y el mundo socialista en general— alcanza más democracia y libertad que en el pasado, hecho fácil de comprobar, entre otros, por el socialismo que existe en la hermana república de Cuba.

De cualquier forma la solución primordial en México, como en cualquier otra parte del mundo, será el socialismo. Y esto lo podemos asegurar con una gran certeza histórica, política, científica y moral, si observamos la historia universal contemporánea, y advertimos que la idea del socialismo es una idea-alud, que se acumula, desborda y precipita impetuosamente en el mundo y en México.

La idea del socialismo en México no es una idea exótica, contraria a nuestra idiosincrasia y a nuestra trayectoria histórica, como pretenden algunos ideólogos opuestos al socialismo, y que buscan hacer creer que el socialismo nada ha tenido, tiene o tendrá que ver con la historia pasada, actual y futura de México. El socialismo en México, como idea y como programa, no sólo ha existido en organizaciones y partidos mexicanos desde el siglo XIX —un poco después del liberalismo— sino en todo el siglo XX, un poco antes de la revolución mexicana, y después, hasta hoy. Y no sólo ha existido en partidos de la clase obrera, sino exacta y precisamente en el Partido de la Revolución Mexicana. Y por si ello fuera poco, el socialismo como proyecto histórico de México no sólo ha existido en ese partido, encabezado por el presidente Lázaro Cárdenas, sino en la Constitución de la República Mexicana. cuyo artículo tercero, durante muchos años, hizo obligatoria la educación socialista para que los niños mexicanos se prepararan a realizar el proyecto que después les fue escamoteado del todo, en vez de haberse precisado, profundizado y proletarizado. Lo cual ciertamente habría supuesto un cambio cualitativo de la idea del socialismo, un cambio revolucionario, el que precisamente no se dio por una serie de circunstancias históricas concretas que después llevaron hasta a borrar la palabra socialismo de la constitución de la República. Pero el punto que queremos destacar aquí es que la idea del socialismo en México ni es reciente ni es exótica, y que no sólo ha sido proletaria y popular sino, durante un larguísimo periodo, una suerte de meta, programa, o ideal nacional, que después se convirtió en mera retórica o demagogia burocrática y, finalmente, desapareció de los discursos oficiales y de la constitución del Estado. Sólo que a partir de entonces el socialismo retomó su camino popular y proletario, y, aunque en formas incipientes y débiles, planteó el problema socialista en sus términos: como responsabilidad fundamental de la clase trabajadora.

El otro punto que buscamos destacar es que esa idea socialista, de viejo arraigo, constituye la esencia de la solución de los problemas, que el socialismo será la única y profunda solución de los problemas de México, que el socialismo en México será mejor que cualquier capitalismo —de economía liberal, o de economía mixta— y mejor que otros socialismos, todos los cuales han logrado alcanzar el tipo de objetivos que ningún capitalismo ha alcanzado —de empleo pleno, de alimentación, habitación y educación para todos.

LAS LUCHAS INTERMEDIAS

En esas condiciones, objetivas e innegables, se plantean otros problemas a los que querríamos referirnos aquí y que están relacionados con el futuro inmediato de la sociedad y el Estado en México.

La reflexión sobre el futuro de un pueblo implica un planteamiento político e histórico, y supone una política a corto y mediano plazo, una política que se enfrente a todo tipo de optimismos y pesimismos metapolíticos de orden puramente psicológico o pasional. Es por ello que las fuerzas democráticas y revolucionarias no sólo buscan convencer a cada conciencia sobre la necesidad y la posibilidad del triunfo histórico más o menos cercano de un socialismo democrático, manejado por el pueblo, y en especial por el pueblo productor de bienes y servicios, sino sobre la mejor forma de llegar al triunfo, en las distintas etapas de la lucha, incluidas las inmediatas, las actuales. Y sobre ambos puntos pugnan por alcanzar una reflexión objetiva y efectiva.

LA LUCHA ACTUAL Y LAS TENDENCIAS

El carácter esencial de nuestra época, lo que caracteriza la época en que vivimos, no es la continuidad de los sistemas antiguos, sino su sustitución por otros nuevos; no es la expansión del capitalismo, sino su decadencia y derrota crecientes, con la sustitución histórica del capitalismo y el imperialismo por el socialismo. Ése es el carácter esencial de nuestro tiempo. Y a partir de tal perspectiva, que abarca toda una época histórica en la que estamos insertos, el problema consiste en estudiar hasta el detalle, sus distintos momentos, y cada momento en cada país.

El triunfo del socialismo parece depender en buena medida de que se relacione la perspectiva histórica global, que lleva al socialismo, con el mundo actual y el país propio, esto es con las formaciones políticas hacederas, en términos de fuerzas reales mundiales e internas, y de metas practicables. El problema no sólo consiste en saber que el socialismo es la solución, sino en que lo sepan cada vez más las clases trabajadoras y todos sus aliados posibles de las clases medias, con un fin específico: que aprovechen de la mejor manera todas las coyunturas para avanzar hacia la meta final, a sabiendas de que muchas de esas coyunturas serán cada vez más favorables al socialismo, si nos atenemos a la historia del siglo xx, y observamos que con una serie de altibajos, las fuerzas del socialismo muestran crecer en forma incontenible, superior en mucho a sus tropiezos.

La seriedad histórica y política en el planteamiento del problema no sólo supone hablar del hermoso futuro remoto en que se dé la última batalla para la instauración del socialismo, sino en realizar un trabajo de aproximación sobre las luchas intermedias, sobre las mediaciones históricas necesarias, sobre una historia futura que supone una historia actual. En todo caso, si la historia no es remota, dependerá en gran medida de que se piense y actúe rigurosamente en la historia actual.

Dentro de esa necesidad de aproximación, limitada por la historia, por las condiciones de clase, por las condiciones políticas e ideológicas de los trabajadores manuales e intelectuales, a menudo tan contradictorias, cabe señalar por lo menos dos momentos históricos de la lucha, aquél en que las fuerzas democráticas y revolucionarias de un país consideran que no es posible tomar el poder para instaurar una sociedad socialista, y aquél en que la toma del poder se pone a la orden del día, o es inminente. Se trata de dos momentos esencialmente distintos y relacionados entre sí. En el primer momento se plantea el problema del carácter predominante de la lucha que las fuerzas democráticas y revolucionarios consideran como el más adecuado para aumentar esas fuerzas, para acumular fuerzas, y que irá variando según se desarrolle el proceso histórico y político concreto, hasta la instauración de la sociedad socialista. De ese primer momento querríamos hablar aquí: del que se refiere al futuro inmediato.

En la situación actual de México, la inmensa mayoría de los partidos, grupos e ideólogos socialistas ha llegado a la conclusión de que en este país no hay condiciones revolucionarias para tomar el poder en el futuro inmediato, ni por la vía política ni por la vía armada. Tal conclusión parece ser una verdad objetiva, y en todo caso es la verdad de los protagonistas que actúan, y que son capaces de actuar. El problema de la toma del poder por los trabajadores manuales e intelectuales de México no está ni objetiva ni subjetivamente a la orden del día; no hay condiciones para ello. El consenso es prácticamente unánime en ese terreno, y en otro igualmente importante cuando se desea esclarecer el futuro inmediato del país: que para crear las condiciones de un futuro socialista, el mejor camino, el propuesto en forma amplísima y casi universal hoy, no es el de las luchas armadas, el terrorismo o las guerrillas, sino el de las luchas políticas y sindicales que obliguen al Estado mexicano actual a reconocer, en la práctica, el derecho constitucional de los trabajadores a organizarse en sindicatos propios y partidos políticos sin que el cumplir con la constitución constituya un escándalo del sentido común, sino un fenómeno político de un nuevo significado cotidiano.

El consenso general, y casi universal, de las fuerzas de izquierda sobre la conveniencia —o la necesidad— de librar una lucha por los derechos politicos y sindicales, surge sin embargo en condiciones concretas que no cabe ignorar, en la medida en que pueden hacer fracasar ese tipo de lucha. El proyecto de las luchas por los derechos sindicales y políticos se da en medio de una crisis de la sociedad y el Estado, que puede entorpecer ese proyecto e incluso anularlo. Las tendencias naturales de un sistema político en que dominan las leyes del capitalismo en su etapa más avanzada, monopólica e imperialista, en general lo llevan hacia posiciones de endurecimiento e incluso derivan en el derrocamiento del mismo, y en su sustitución por un régimen fascista y militarista. El peligro del fascismo no es sin embargo inevitable, en algunos casos se puede evitar! El fascismo no es un fenómeno fatal, de por medio se encuentra una inmensa lucha.

La tendencia al endurecimiento del sistema político es sólo una tendencia: en varios procesos históricos pasados y recientes la clase obrera, los sectores medios y el pueblo en general han logrado impedir el fascismo, e incluso han logrado aumentar sus libertades y derechos en los momentos de crisis.

Desde los años treinta se dieron varios países en que los pueblos pudieron triunfar frente al natural endurecimiento del sistema político, o frente a la posibilidad aún más negra del fascismo. Es por ello que al plantear hoy la izquierda, en forma prácticamente unánime, la conveniencia de una lucha por los derechos sindicales y políticos, está planteando un proyecto histórico posible, al que amenaza un proceso natural de línea dura conservadora, que se puede evitar y se debe evitar, en tanto derivaría precisamente en un Estado que haría aún más difícil o imposible la realización de esa política. Y aunque en tal caso las fuerzas revolucionarias se plantearían otro tipo de política mucho más dura y violenta, hasta el triunfo final del socialismo, no por ello es menos importante concentrar también el razonamiento en el proyecto político prevaleciente, analizar las condiciones y tendencias en que se libra la lucha, con el objeto de que no se endurezca el sistema político ni surja un régimen fascista, y de que por el contrario se logre hacer efectiva la política de ampliación y consolidación de los derechos sindicales y políticos.

Obviamente ese objetivo general plantea muchos problemas y muchas dudas legítimos. ¿Qué características presenta la crisis del capitalismo en México como para que a nivel político se pueda pensar en ese proyecto? ¿Qué comportamiento se advierte en el sistema político mexicano a lo.largo de la crisis? ¿Qué posibilidades hay de que el sistema político no se endurezca, o lo que es más, de que no sea aniquilado por las fuerzas ultrarreaccionarias, fascistas e imperialistas, y sustituido por el sistema de un Estado fascista-militarista? Y sobre todo, ¿qué posibilidades hay de disminuir el autoritarismo del Estado, en un país como México, que presenta muchos de los síntomas de la crisis del capitalismo y del Estado? Éstas son algunas de las preguntas que se plantean hoy a las fuerzas democráticas y revolucionarias cuando analizan la necesidad de una lucha destinada a aumentar y hacer efectivos los derechos sindicales y políticos de la constitución de la República.

Es bien sabido: en México la crisis general del capitalismo se manifiesta por la forma creciente del desempleo, de la inflación, del déficit fiscal, del endeudamiento externo; por la abstención electoral; por la falta de las instancias legales, de que son indicadores objetivos las invasiones de tierras en el campo y la ciudad, y las tomas de alcaldías y presidencias municipales, fenómenos todos que han alcanzado una proporción desconocida desde los años treinta, y mucho mayor a la de entonces en el caso del abstencionismo electoral.

Limitándonos a considerar la crisis en sus manifestaciones políticas, legales y de política económica, encontramos varios indicios que revelan la magnitud de los obstáculos a vencer en una lucha democrática y antifascista, sea o no de signo socialista en cuanto a la ideología de quienes están dispuestos a acometerla y no se dan de antemano por vencidos.

Dentro de la crisis de las instancias políticas y legales se encuentran una serie de movimientos guerrilleros y terroristas, que si bien han disminuido en los últimos dos años, revelaron la existencia de una insatisfacción o desesperación extremas entre varios núcleos de campesinos y de sectores de las clases medias.

Eliminadas prácticamente las guerrillas y grupos terroristas, y persuadidos muchos de sus miembros de que ése no era el camino idóneo de la lucha, no sólo se siguieron manifestando hasta hoy las acciones directas de campesinos pobres y de pobladores marginados de las ciudades, sino que se empezaron a mostrar nuevas acciones directas de terratenientes del campo y la ciudad, que arman a distintos tipos de guardias Mancas, amenazan con defender por su cuenta sus intereses y propiedades y agreden a los campesinos pobres y a los colonos en varios estados de la República y en el Distrito Federal. A los guardias Mancas y sus acciones se añadieron las formaciones y acciones de grupos que han realizado reuniones de carácter nacional con programas, lemas y clamores, a menudo abiertamente fascistas. Propietarios. guardias blancas y grupos parafascistas pretenden que la agitación campesina y de pobladores urbanos nada tiene que ver ni con los despojos ni con la especulación de tierras de que se benefician ellos o sus jefes, sino con meros actos perversos o irresponsables de agitación, a los que buscan poner un alto mediante políticas represivas a su cargo, o a cargo del gobierno.

La política represiva contra los campesinos pobres y los pobladores marginados, se complementó con políticas represivas dirigidas contra los obreros en lucha por sus niveles de vida y por la independencia sindical seriamente deteriorados, aquéllos tras el proceso inflacionario y ésta tras el sindicalismo autoritario que se desarrolló desde finales de los años cuarenta, cuando los vínculos de los aparatos sindicales y el Estado se estrecharon, al nacimiento de un fenómeno llamado charrismo, que dio cuenta de los últimos vestigios de vida democrática en muchas secciones de los grandes sindicatos, o en sindicatos enteros.

Con frecuencia el Estado empleó a las fuerzas públicas para controlar y reprimir los movimientos obreros y populares, viéndose en raras ocasiones que aplicara sanciones similares a patronos, dirigentes de grupos de choque sindicales, o autoridades que se excedían en el uso de la represión y parecían contrariar los objetivos trazados por las fuerzas más progresistas del propio gobierno. Muchos actos de provocación y violación flagrante de las leyes, denunciados por las autoridades, no derivaron nunca ni en el descubrimiento legal de los culpables, ni menos en la aplicación de las leyes penales a sus autores, con lo que el Estado reveló una crisis en su capacidad de investigación, o de aplicación del derecho penal a los delincuentes conservadores o reaccionarios. Y este hecho fue objetivamente significativo en la medida en que una parte importante de los funcionarios del Estado buscaba aumentar su legitimidad con posiciones conciliadoras y arbitrales.

La crisis de las instancias legales se manifestó también en el terreno de una serie de proyectos de reformas fiscales, de control de las inversiones extranjeras, de formación de ejidos colectivos, de anulación del amparo agrario que sólo favorece a los grandes propietarios, de control de la especulación de tierras urbanas y suburbanas. Ésos y otros proyectos fueron definitivamente abandonados, o desechados en sus aspectos más radicales, o legalizados con limitaciones que hacían nugatorios los propósitos reformistas.

La crisis política del Estado se manifestó igualmente en el terreno de la confianza pública, y en el creciente deterioro del lenguaje político para la comunicación y persuasión de carácter público. Las grandes inversiones en la educación y la cultura que caracterizaron al gobierno durante el presente sexenio,* y que disminuyeron o atenuaron el fuerte enfrentamiento del Estado con las universidades y los intelectuales, surgido a raíz de 1968, derivaron en el terreno de la confianza pública hacia nuevos fenómenos de cooptación e integración de una parte de la juventud rebelde y de los intelectuales independientes. Los nuevos jóvenes conformistas y los intelectuales oficializados, que en vez de seguir luchando por sus ideas renunciaron a ellas, contribuyeron a la crisis del lenguaje y de la persuasión, restaron fuerza a los sectores progresistas del gobierno, y en particular hicieron más difícil el trabajo de los cuadros medios en las bases.

La crisis del Estado se manifestó de otra parte, en las declaraciones crítieas de los altos funcionarios. Con frecuencia esas declaraciones no derivaron en medidas políticas consecuentes por las cuales los titulares contrarrestaran las fuerzas y tendencias que criticaban. El fenómeno de altos funcionarios administrativos, o con cargos de representación popular, que enjuician a las compañías multinacionales, al imperialismo, a los especuladores, que critican el endeudamiento externo, o el déficit fiscal; o que censuran la marginación, la explotación y las crecientes desigualdades, al tiempo que adquieren más y más fuerza precisamente todos esos fenómenos, hizo a menudo de las críticas oficiales declaraciones ilusorias, confusionistas o demagógicas. Y en todo caso los funcionarios dieron con frecuencia la impresión de que los fenómenos oficialmente criticados, en vez de conducir a una lucha más o menos consistente, eran contemplados como problemas naturales frente a los que no podían hacer nada para controlarlos o impedirlos. Los funcionarios aparecieron así como meros comentaristas, mientras aquellos intelectuales que apoyaban y justificaban sin restricción a ese mismo Estado representaron un papel de conformistas, todo lo cual reveló la crisis del poder y de una parte importante de la inteligencia en el poder.

En la misma etapa, el gobierno logró disminuir fuertes tensiones y en-frentamientos a los que había conducido el gobierno anterior, mediante una política de inversiones y gastos que contrarrestó las presiones populares más vigorosas. Como al mismo tiempo no se hizo una reforma fiscal que afectara a los grupos de más altos ingresos, ni se logró aumentar la fuerza popular, obrera y campesina, que apoyara una política reformista efectiva, los gastos crecientes destinados a los sectores medios y a satisfacer las demandas más firmes de los trabajadores mejor organizados, condujeron a la necesidad de un mayor endeudamiento externo y a un déficit fiscal de altas proporciones, con las consecuencias implícitas de dependencia, inflación y orientación de gastos e inversiones, en formas que satisfacen ventajosamente a las grandes compañías monopólicas y al gran capital.

El origen principal de la inflación y del endeudamiento externo no fue, sin embargo, la inversión y el gasto en las clases medias y en las pequeñas aristocracias obreras. Las tasas de utilidad crecieron a niveles sin precedente, y los grandes capitales obtuvieron las mayores ventajas de la crisis, sustituyendo la necesidad de nuevas inversiones por la especulación con el capital ya invertido, lo que derivó en una menor aportación de la iniciativa privada a la generación de empleos y al incremento de productos y servicios. Con menos capital o con el mismo, la iniciativa privada logró mucho mayores ingresos que en el pasado, destacándose como beneficiarios principales las grandes compañías. Y si el endeudamiento externo y el déficit presupuestal permitieron mantener los ingresos reales de una parte importante de las clases medias y de una mucho menor de los trabajadores, sobre todo de los mejor organizados, el resultado oficialmente reconocido fue un creciente desempleo, una marginación crítica, y un desarrollo aún más desigual.

En esas condiciones, la inversión en educación, la política de diálogo, o de apertura democrática, tuvieron efectos limitados. En cuanto a la política exterior, se vio a su vez reducida a actos valiosos, generalmente reconocidos por las fuerzas progresistas y revolucionarias —tal es el caso de la ruptura de relaciones con el gobierno fascista de Chile, o del estrechamiento de relaciones con Cuba— y de otros, a nivel mundial, como la Carta de Derechos y Deberes de las Naciones. La política exterior, en sus aspectos positivos innegables, quedó inserta dentro de un mismo proceso de crisis, que reveló limitadas posibilidades de superación por los dirigentes más liberales o democráticos del gobierno.

Esta situación, y las tendencias nacionales e internacionales previstas. hacen pensar en la posibilidad de que el sistema político mexicano derive hacia posiciones más autoritarias y eventualmente, lo que ahora parece más improbable, hacia su sustitución por un Estado fascista. Se trata de un pensamiento o preocupación muy generalizados, que abarcan a todo tipo de grupos liberales, progresistas o socialistas. Esos mismos grupos no ven, sin embargo, el autoritarismo o el fascismo como fenómenos fatales, inexorables. Se podría afirmar incluso, con la certidumbre de no equivocarse, que la inmensa mayoría de los grupos políticos e ideológicos liberales, democráticos o socialdemocráticos y socialistas, consideran posible y probable el impedir un endurecimiento mayor del sistema político y, sobre todo, impedir su sustitución por un Estado fascista.

El Estado mexicano es un Estado antigolpe en todas y cada una de sus partes, y en caso de un endurecimiento de la política de las clases dominantes, la opinión más generalizada es que lejos de ser sustituido por otro de tipo militarista, anticonstitucional y fascista, tendería a acentuar sus rasgos autoritarios y represivos, en detrimento de aquellos negociadores, conciliadores, arbitrales, formal y prácticamente legales, que hoy también lo caracterizan.

A partir de esta perspectiva de índole más o menos general, distintos organismos y partidos políticos desarrollan sus planes de lucha con relativa consecuencia, ora en el afán de impedir que los aparatos estatales deriven hacia una política crecientemente represiva, ora en el afán de alcanzar nuevas modalidades de una vida democrática. En términos generales estas corrientes se manifiestan dentro y fuera del gobierno, y corresponden a posiciones ideológicas y de clase que en parte son afines y en parte antagónicas. Los puntos de coincidencia de unas y otras permiten pensar en acciones conjuntas tendientes a una política de democratización; las divergencias y antagonismos son, sin embargo, frecuentes hasta puntos de enfrentamiento que llegan a borrar esas mismas coincidencias, y a hacer relativamente endeble la posibilidad de una política efectiva de democratización del sistema vigente. Por lo demás, ni los grupos progresistas del gobierno, ni los de la oposición liberal o de izquierda suelen ser consecuentes con sus proyectos de democratización. Aquéllos no parecen querer o poder tomar las medidas de reforma política, económica y social que aumentaran las posibilidades de una mayor democratización, que incrementaran la expresión de las luchas políticas a través de los partidos, y permitieran alcanzar los objetivos a que se refirió Vicente Lombardo Toledano, uno de los ideólogos progresistas más connotados del Estado mexicano, cuando en un discurso pronunciado el 28 de diciembre de 1960 afirmó: “Dentro de un país capitalista, aun cuando sea semicolonial como el nuestro, no puede haber vida democrática verdadera sin la existencia de diferentes partidos que representan a las distintas clases sociales [...]”.

Las mismas fuerzas progresistas del gobierno tampoco parecen plantear hoy, ni siquiera a un nivel verbal y programático, el tipo de reformas de estructura a la propiedad de los medios de producción, distribución, circulación y transporte, que permitirían al Estado atenuar considerablemente los efectos de la crisis y asegurar las bases sociales de un proceso de democratización. En cuanto a los grupos democráticos y socialistas de la oposición, en general se ven envueltos a su vez en contradicciones muy serias que les impiden proponer, sistemática y conjuntamente acciones constantes y globales, destinadas a la implantación de las reformas políticas y sociales que sostienen o dicen sostener.

Así, a pesar de que muchos grupos altamente significativos del gobierno y la oposición actúan sobre el supuesto de una lucha contra el incremento del autoritarismo, la represión, la dependencia y, eventualmente, el fascismo, sus debilidades y contradicciones internas, a menudo no les permiten aumentar seriamente las probabilidades de alcanzar los objetivos que se proponen. Y en caso de que no superen esas diferencias entre programas teóricos y prácticos es un hecho que nos iremos aproximando, cada vez más, a la hipótesis siniestra, a la hipótesis antidemocrática, represiva y en última instancia fascista, que se dará naturalmente si esas fuerzas —democráticas, liberales y de izquierda, de dentro y fuera del gobierno, de la pequeña burguesía y el proletariado— no logran triunfar.

SI LOS NEOFASCISTAS GANARAN

No es difícil imaginar el futuro represivo o fascista en México de un modo bastante aproximado a la realidad. Las principales manifestaciones políticas de un incremento del autoritarismo del actual sistema político serían sin duda muy variadas; pero entre las principales hay algunas que entrañarían un índice claro de la agudización de la crisis del sistema político mexicano, y de su tendencia al endurecimiento. En primer lugar habría una ósmosis crecíente entre los aparatos ideológicos y administrativos, sobre todo en las universidades, que son importantes reductos del pensamiento independiente y crítico. En segundo lugar habría una tendencia mayor a no reconocer los conflictos de clase, y a atribuir todos los problemas del Estado a responsables imaginarios y ficticios... a malos mexicanos, a trabajadores sindicali zados y politizados, a dirigentes y militantes de partidos reformistas y revolucionarios, a intelectuales críticos e ideólogos impugnadores, a estudiantes rebeldes, a campesinos inquietos y disconformes, a minorías étnicas, a residentes extranjeros... En tercer lugar habría una tendencia creciente al predominio de la política de represión frente a la política de negociación o de conciliación. En cuarto lugar habría una degradación todavía más profunda de las instancias jurídicas y del lenguaje político con una pérdida de confianza acentuada en el derecho, como forma de solución de los problemas sociales, y en la palabra, como forma de comunicación. En quinto lugar habría una integración más estrecha de patronos, sindicatos oficiales y aparatos gubernamentales, en beneficio prevaleciente de aquéllos, que exigirían aún mayor injerencia en. el poder y la economía. En sexto lugar, habría una exclusión prácticamente absoluta de las mayorías nacionales respecto a la participación autónoma y efectiva en la vida social y política y en las decisiones sobre creación, distribución y uso del ingreso y del poder. En séptimo lugar, habría un reajuste de la política internacional, en función de los caracteres y exigencias del modelo económico y sociopolítico adoptado; problemas de armonía y conflicto con la potencia hegemónica y las corporaciones multinacionales, y con los demás países desarrollados; relaciones de alianza y apoyo mutuo, o de antagonismo y lucha con otros países latinoamericanos. El gobierno no disminuiría sus conflictos con los Estados Unidos y las compañías multinacionales, aunque su creciente debilidad y dependencia lo llevarían a dar un carácter secundario a esos enfrentamientos para acordar prioridad a una política creciente de represión a las demandas y protestas del pueblo. El gobierno de México quizás recibiría trato de media potencia por Estados Unidos, es decir, sería considerado como subimperialismo o colonia de primera, siempre que mantuviera las condiciones necesarias para una creciente concentración monopólica y para obtener altas tasas de utilidades, lo que implicaría —con la represión generalizada— abandonar el tipo de medidas diplomáticas y económicas de acercamiento a los países socialistas, en particular a Cuba, y a los movimientos de liberación antimperialista. Toda política de coexistencia pacífica sería regulada desde la metrópoli.

Obviamente, algunas de esas características ya, se perciben como hechos o presiones en el sistema político actual y se podrían intensificar en el futuro, de modo que el sistema político se alterara profundamente hasta llegar a una crisis definitiva, después de algún tiempo. Esta crisis se daría cuando el carácter represivo predominante privara al sistema político de su carácter negociador y conciliador, cuando la legitimidad y el lenguaje con que todavía mantiene una parte importante de su poder, ya no tuviera sentido alguno. En ese caso, el sistema político actual sería sustituido por un Estado anticonstitucional, fascista y militarista de extrema derecha. No serían las fuerzas democráticas y socialistas —civiles o militares— las que tendrían más probabilidades de acabar, en el futuro inmediato, con el sistema político vigente, sino las ultrarreaccionarias y fascistas.

El fenómeno de represión creciente y universal difícilmerte se mantendría sin crisis graves del Estado. Cuando los políticos civiles a cargo de las instituciones constitucionales y la administración pública demostraran en forma sistemática la incapacidad de resolver los problemas sociales, económicos y educativos, y se vieran obligados a recurrir de un modo sistemático al empleo de las fuerzas públicas para su solución, se daría un paso cualitativo de eliminación de las instituciones constitucionales y de sustitución de la administración civil, así como de la parte constitucionalista del ejército, por una administración militar y policial de extrema derecha.

En ese caso ya sabemos muy bien hacia dónde tenderían las fuerzas fascistas y golpistas: a la implantación de un sistema de gobierno altamente represivo, que sustituiría la legitimidad con la tortura y el terror, y aplicaría una y otra a militares y civiles sospechosos o inconformes hasta organizar una sociedad-cuartel y una empresa-plantación al servicio de los grandes monopolios. Ese Estado, sin legitimidad, ideología ni moral alguna, Estado cínico-represivo y dependiente, afectaría en sus propiedades y en su vida a grandes capas de la población, desde los oficiales de distintas graduaciones y soldados que se opusieran a su saña y traición general, pasando por los funcionarios y líderes civiles, sindicales, campesinos, y por los medianos y pequeños empresarios, hasta llegar a su objetivo primordial de represión y explotación del pueblo trabajador y el pueblo en general, sobre los que gobernaría a base de la tortura colectiva, el genocidio, el crimen económico y las hambrunas —como hoy ocurre en Chile y en Brasil—; Estados tecnobárbaros, sin ley y sin fe, que ninguna propaganda antifascista ha logrado apresar en todo lo que tienen de condición inhumana, generalizada e intensa.

Ésa sería, ya vivida, la segunda etapa de un proceso de endurecimiento* del actual sistema político mexicano, etapa que de hecho lo sustituiría por un Estado fascista dependiente. Pensar en ella no sólo resulta desagradable y parece alarmista, sino necesario para actuar desde ahora a fin de alejar la posibilidad de que se dé, por remota que sea, y pueda ser en el futuro entre otras razones, si se piensa que ese Estado llevaría a desastres económicos que afectarían a las propias empresas monopólicas, como ya lo ha mostrado en Chile y a últimas fechas en Brasil, y que desataría fuerzas patrióticas y revolucionarias en México, exactamente al sur de Estados Unidos de Norteamérica, y en el interior mismo de Estados Unidos, lo cual quizás pueda tranquilizarnos en el sentido de que el imperialismo lo pensará varias veces antes de promover ese cambio. Pero el cambio ya ha sido estudiado, entre otros, por expertos de la Rand Corporation, y puede ocurrir, sin un proyecto expreso de desestabilización, conforme el actual sistema político revele su incapacidad de apoyarse en el pueblo y de respetar sus derechos políticos y conómicos más elementales.

LA POSIBILIDAD ANTIFASCISTA

Así, volviendo al futuro inmediato y a la política actual de las fuerzas progresistas y revolucionarias, surgen varios problemas tangibles, uno de los cuales consiste en saber qué posibilidades hay de impedir una política autoritaria creciente del Estado mexicano, y otro en precisar el tipo de política práctica y consistente que deberían aplicar las distintas fuerzas antifascistas, tanto las que tienen un proyecto socialista a mediano o largo plazo, como las que no participan de la ideología socialista y están dispuestas a librar la batalla antifascista. Y es precisamente en estos terrenos donde surgen suspicacias extremas, diferencias de opinión y enfoque entre los distintos grupos y fuerzas antifascistas sobre las posibilidades políticas y las políticas necesarias, diferencias que constituyen el problema ideológico primordial del México presente. A ese problema querríamos referirnos como la reflexión práctica esencial de todas esas fuerzas —por contradictorias que sean desde el punto de vista ideológico y de clase.

No está por demás repetirlo. Un razonamiento riguroso sobre el problema de una política antifascista efectiva supone pensar en términos por lo menos, de dos fuerzas antifascistas, las que no son socialistas y las que lo son, las que en términos muy generales se llaman liberales o partidarias de una democracia social, sin proyecto ulterior, y las que sostienen con distintas posiciones tácticas el proyecto socialista como objetivo final, y la lucha por los derechos políticos y sindicales como objetivo que corresponde al carácter de la lucha histórica actual.

El rigor del razonamiento del primer tipo de fuerzas consiste en no abandonar la certeza de que el sistema político vigente sería insostenible, tarde o temprano, si se inclinara a aumentar y extender las medidas de represión, pues tarde o temprano los expertos en represión exigirían monopolizar toda la responsabilidad de la represión, y no sólo la tarea de reprimir, sino el poder mismo del Estado. El rigor del razonamiento en el segundo tipo de faenas consiste en precisar toda una estrategia’ que, efectivamente, haga lo necesario por alcanzar un incremento de los derechos políticos y sindicales, por imponer aquellos objetivos que las fuerzas de la izquierda están acordes en sostener como la política correcta a seguir y como la lucha necesaria a librar en el México actual y en el futuro inmediato: la lucha política.

La posibilidad de impedir un autoritarismo creciente en el sistema politico mexicano se advierte en varios hechos que constituyen una cierta novedad histórica. Estos hechos son todavía reducidos, y no tienen asegurada su continuidad, pero por sí solos revelan la posibilidad histórica de los triunfos democráticos, y el reconocimiento de los mismos como respuesta a que se ha visto inducido el gobierno. En efecto, el pueblo ha impuesto, y el gobierno ha reconocido en la práctica y dentro del derecho vigente, algunos poderes independientes del Estado, críticos y antagónicos, que han subsistido a lo largo de este sexenio, tras enconadas luchas. El reconocimiento y la subsistencia de fuerzas democráticas independientes, en medio de un proceso de luchas, revela la existencia de un fenómeno que no se había dado en varias dimensiones —de represión, de negociación, conciliación y reconocimiento de fuerzas independientes— durante los últimos treinta años de la historia nacional. Aunque insuficiente, el fenómeno es indicativo. Entre los poderes u organizaciones independientes del Estado que se han desarrollado y que revelan una persistencia y reconocimiento prácticos, se encuentran la autogestión y autonomía por los universitarios —con signo político de izquierda— de universidades como la de Puebla, Sinaloa, Nuevo León, Guerrero, las cuales en medio de fuertes y a menudo violentas luchas han logrado alcanzar, mantener y consolidar esos poderes autónomos, que tienen un significado esencialmente político. La vinculación de muchas de esas fuerzas autónomas con las demandas de los trabajadores y con los partidos de izquierda habría sido considerada un desacato a la noción tradicional de la autonomía hasta hace unos años, y habría derivado en procesos represivos destinados a ahogar las nuevas formas políticas de la autonomía y sus manifestaciones. En el mismo orden existen, en distintas partes de la República, organizaciones autónomas de campesinos y de colonos, cuya fuerza parece creciente. Las medidas represivas contra esos movimientos no han impedido el que se dé un saldo de triunfos de las fuerzas campesinas y de los pobladores independientes en varias partes de la República. Algo semejante ocurre con la forma en que han ido triunfando sobre las políticas represivas y de control, un número cada vez mayor de organizaciones sindicales independientes, y de secciones democráticas que defienden su autonomía dentro de los grandes sindicatos estrechamente vinculados al Estado. Si bien es cierto que algunos de sus dirigentes en parte pertenecen al sistema político, nadie puede dudar que los movimientos dirigidos por ellos constituyen una fuerza democrática y revolucionaria que expresa una política propia, de base fundamentalmente obrera, como es el caso de la Tendencia Democrática del SUTERM. En fin, en el terreno de la libertad de prensa, es importante reconocer que algunos periódicos han realizado una política de enjuiciamiento del gobierno y del propio presidente de la República, que no tiene precedente desde la época de Cárdenas, y que constituye una práctica en la respuesta gubernamental: los periódicos críticos continúan ejerciendo en la realidad y la práctica sus derechos constitucionales. Algo semejante ocurre con lo que un autor ha llamado la prensa marginada, la prensa de izquierda con distintas posiciones revolucionarias, que no sólo ha mantenido su curso, sino ha proliferado en forma desusada entre los barrios populares, las fábricas y ejidos.

La interpretación de los hechos anteriores se puede prestar a diferencias muy grandes por la propensión a asumir posiciones apologéticas o criticas, más preocupadas de quedar bien con el gobierno o con la base, que de entender lo que pasa. Pero es innegable que el sistema político incluye la novedad de la consolidación de ciertas fuerzas independientes de los aparatos estatales a partir de este sexenio, novedad indudablemente importante —despues de treinta años en que esos fenómenos sólo se dieron en formas por lo general muy efímeras. Sin extrapolar los triunfos democráticos y los cambios que implican en el sistema político, de una manera ilusoria, esos triunfos anuncian por lo menos la posibilidad de que continúe el proceso de democratización y formación de fuerzas independientes del Estado, y el que esas fuerzas no sean ahogadas por el sistema político y, en última instancia, por un sistema fascista. Plantean así un problema a partir de hechos reales.

HACIA UN NUEVO SISTEMA POLÍTICO Y SINDICAL

El imponer nuevas pautas de comportamiento al sistema político mexicano constituye una realidad y un. proyecto de legalización efectiva de derechos reconocidos en la Constitución. El proyecto de ampliar y consolidar esas realidades no pertenece a lo imposible. Como realidad se han dado, aunque en forma precaria por su número y tiempo.

El sistema político mexicano, que hasta ahora ha rechazado de una manera consistente todo intento de formación de fuerzas independientes, procurando reducirlas a la impotencia política y social, se ha visto inducido a reconocer en el derecho y la práctica algunas de esas fuerzas. Las nuevas formaciones democráticas e independientes no han cambiado la naturaleza del sistema; han revelado tan sólo la posibilidad de luchar por su ampliación jurídica y de legislación práctica. Dentro de ese propósito se inscriben las demandas de reforma a la Ley Electoral vigente, para que los pequeños partidos, y en particular los nuevos partidos socialistas y el antiguo partido comunista, no tengan algunas de las trabas que obstaculizan su marcha institucional desde 1945, cuando se añadió a otros obstáculos más profundos, el de la nueva ley.

En ése, como en muchos casos másalos obstáculos son mayores que los de una mera legislación o ampliación práctica de los derechos políticos y sindicales. De continuar por el camino de Nayarit, en que aparentemente se desconoció el triunfo del PPS, es obvio que el sistema político mexicano se irá acercando a posiciones más y más autoritarias en el orden político. El abstencionismo de las elecciones en Yucatán, sin candidato de la oposición al frente, ya reveló cómo, ante la ausencia de garantías para la oposición, es creciente la ilegitimidad del sistema a ojos de los ciudadanos. En caso de que para recuperarla las fuerzas progresistas del gobierno actúen hasta triunfar, y las organizaciones independientes, liberales y de izquierda, impongan como un hecho el libre ejercicio de los derechos y las prácticas de las entidades autónomas, surgirán en un primer plano otros problemas a resolver para asegurar la continuidad de la nueva política, particularmente en el orden económico y social. En efecto, toda política no represiva, y en particular, toda política de democratización, supone la instrumentación de reformas estructurales que permitan al Estado generar empleos y servicios y controlar la inflación, sin recurrir a las medidas de restricción de inversiones que preconiza el Fondo Monetario Internacional.

Los fracasos anteriores en ese sentido indican las dificultades para imponer las reformas mínimas que aseguren en el porvenir inmediato el crecimiento de los verdaderos procesos de democratización, el respeto a los derechos políticos y sindicales efectivo, práctico, correctivo de medidas contrarias a su crecimiento. No quiere ello decir que todas las reformas estén condenadas al fracaso como en el pasado; quiere decir que para que se apliquen deberá de algún modo imponerlas el pueblo, y con el pueblo los partidos que buscan impedir el fascismo en México.

La unidad de acción por los derechos políticos y sindicales, y por las reformas estructurales, implicaría un programa consistente de lucha contra el fascismo, y en los grupos socialistas, la seguridad absoluta de no ser acusados de reformistas con fundamento. Cuando el pueblo impone las reformas y éstas aumentan la fuerza, la independencia y la conciencia revolucionaria de los trabajadores, nadie puede ser tachado de reformista, menos aún en la época revolucionaria en que vivimos.

En el futuro inmediato todas las fuerzas políticas, progresistas y revolucionarias, se han fijado un proyecto democrático, de lucha por los derechos políticos y sindicales, y harán todo lo posible por llevarlo a la práctica, por imponerlo como realidad. Esa lucha no es ilusoria ni será necesariamente demagógica: puede ser la lucha más seria del porvenir inmediato.

Marzo de 1976

POSDATA DEL FUTURO

Cuatro años después de escrito este ensayo los cambios ocurridos no pueden dejar de registrarse. Al releerlo advierto que usé con cierta laxitud la palabra fascismo. Su variante latinoamericana no es esencial: es significativa. Como todo fascismo, el de estas tierras corresponde a una política del capital monopólico que arrasa con todas las victorias e instituciones democráticas —de derecho público, individual y social— que los pueblos lograron tras intensas y prolongadas luchas, entre contradicciones reales impuestas por la acumulación y dominación del capital y por los grupos de interés y las clases dominantes. Pero a diferencia del fascismo europeo, el que hoy priva en varios países de América Latina, más que descansar en una política de masas y de mitos totalitarios —racistas y de gran potencia— busca en los militares anticonstitucionales y en la doctrina de la “seguridad nacional” los elementos de un gobierno que acuerde plena libertad a los monopolios, y ataque la intervención social del Estado y la “defensa nacional” para sustituirlas por el “terror del Estado” y la “guerra interna”, todo con el pretexto de defender una “democracia” que declara amenazada por el pueblo y protegida por las juntas golpistas. Este fascismo latinoamericano, o dependiente, preocupa en México a todas las fuerzas democráticas o populares, revolucionarias y constitucionales, sobre todo cuando en las crisis los “voceros de la iniciativa privada” usan un lenguaje sudamericano, tan falto de lógica y argumentos que expresa su decisión violenta. La amenaza es más clara conforme los sectores más reaccionarios de la gran burguesía y sus adláteres se apoderan de los canales de comunicación de masas y se acercan a la política de los mandos militares, objetivo primordial de su estrategia.

En 1976-77 el peligro fue visible. Después no sólo ha disminuido a consecuencia del auge petrolero y el incremento relativo del poder del Estado, sino por una creciente conciencia de las fuerzas progresistas de fuera y dentro del gobierno. Éstas lograron detener y alejar el peligro en algunos puntos, mientras en otros hallan tenaz resistencia. La reforma política de 1978 —con todas sus limitaciones— es la medida antifascista más importante. A ella se añade la recuperación por parte de los organismos oficiales de un lenguaje contrario el criptofascismo monopólico que se expresa como liberalismo económico y autoritarismo político. Muchas organizaciones de masas, en particular el Congreso del Trabajo y la CTM, pero también la CNC y en algunos momentos el PRI, volvieron a acordar importancia esencial al papel de la clase obrera en la preservación y ampliación de los derechos políticos y sociales y en la defensa nacional. Incluso replantearon la necesidad de reformas fiscales, nacionalizaciones y municipalizaciones. El gobierno siguió respetando un margen de libertad de expresión en la prensa y en las universidades. Y si en el proceso de autonomía sindical logró desbaratar la Tendencia Democrática encabezada por el SUTERM, en otros muchos casos continuó reconociendo como necesidad política de un Estado más complejo el proceso de fortalecimiento y expansión de sindicatos autónomos, y de núcleos de poder local con representantes y organizaciones populares. En la Cámara de Diputados se oyó la voz de la Coalición de Izquierda encabezada por el Partido Comunista Mexicano. Las manifestaciones y mítines de descontento público lograron imponer respeto y protección en varias ciudades, en particular la de México. Por esas y otras circunstancias más, entre las que destaca una nueva política internacional progresista, de apoyo a los movimientos de liberación, en particular los de América Latina, las pautas amenazadoras de la crisis del 76 parecieron cambiar al menos en algunos puntos. Esos cambios revelan sin embargo graves resistencias entre las cuales destacan las siguientes: Uno] Los medios de comunicación masiva, sobre todo la radio y la televisión han pasado de hecho a ser monopolio de los grupos más reaccionarios del capital monopolice y sus intelectuales; realizan las 24 horas del día una campaña tenaz criptofascista —en el sentido arriba definido. Dos] No se ha tomado ninguna medida que disminuya las grandes desigualdades del desarrollo nacional. La protección del salario real (vía incrementos nominales y prestaciones) sigue reproduciendo las grandes diferencias entre los propios trabajadores, y las más impresionantes entre capital y trabajo. Algo semejante ocurre con la política de subsidios y la fiscal: una y otra a lo más han logrado reajustes que en nada afectan al gran capital. Sólo han atenuado el deterioro de los niveles de vida de algunos sectores de las capas medias y de los trabajadores organizados. La mayoría pobre está más pobre; la hambrienta, más hambrienta. Tres] No se ha tomado ninguna medida que aumente la propiedad pública y la social. Todos los proyectos de nacionalización y municipalización postulados por las propias organizaciones gubernamentales de masas han sido abandonados con uno u otro argumento. La municipalización de los transportes en la ciudad de México —única metrópoli que en el mundo capitalista entrega los transportes públicos a concesionarios privados—, la nacionalización de la industria farmacéutica, o de la producción y distribución de artículos de consumo popular —como la leche y el azúcar—, no sólo han sido pospuestas, o abiertamente rechazadas por quienes en el gobierno postularon su necesidad, sino que a sus propietarios “concesionarios” se les ha tolerado todo tipo de desórdenes, acaparamientos, ocultamientos, altamente gravosos para la población, y amenazadores para un gobierno que hace pública su debilidad o complacencia, frente a monopolios políticos y especuladores —nativos y transnacionales— que experimentan con la “desestabilización” jugando y lucrando, anhelosos de practicaría.

Todos los hechos señalados y otros más, como la violencia antipopular que se observa en muchos campos de la vida sindical y política, indican en resumidas cuentas, que si algunas medidas se han hecho efectivas en materia de partidos y elecciones, o de libre manifestación de las ideas, ni la distribución del excedente ha cambiado las pautas anteriores, ni la relación propiedad pública-propiedad monopólica han sido alteradas en lo más mínimo. Para las fuerzas autónomas progresistas y revolucionarias que tienden a fortalecerse y para las oficiales que comparten sus preocupaciones y objetivos democráticos, el problema de la consolidación de aquéllas y del fortalecimiento de éstas renueva la necesidad de acciones conjuntas —concretas— que incrementen la fuerza del pueblo en la nación y de las organizaciones populares en el gobierno, sin llevar a crisis desestabilizadoras a una y otro, sin perder autonomía aquéllas ni provocar rupturas constitucionales éstas. Pero tales acciones no pueden soslayar el problema principal: el de una Coalición de Izquierda independiente, revolucionaria y popular que sólo será fuerte si dirige las acciones de masas, si articula los intereses y la conciencia de las masas aumentando, con la forja de una dirección única revolucionaria —hecha de partidos y organizaciones afines—, el número de sindicatos en poder de los trabajadores con disciplina impuesta por éstos y sus organizaciones, y con práctica de medidas democráticas en las colonias populares y otros núcleos de organización popular. Los obreros quieren tener sus sindicatos; los colonos y pueblos, implantar la democracia mediante control estricto de sus representantes.

La inserción de los partidos de izquierda en el pueblo dependerá de su apoyo y articulación con los obreros en los sindicatos autónomos y con los pobladores de barrios, delegaciones, pueblos y municipios. Con ellos, y las necesarias acciones de masas, su influencia en el conjunto del gobierno y el Estado podrá derivar en medidas que aumenten, con la fuerza del pueblo, la satisfacción de algunas demandas elementales, y con el fortalecimiento de las fuerzas democráticas, el de las revolucionarias. Sólo así las acciones conjuntas tendrán un sentido práctico, alcanzarán victorias en la propiedad social y pública frente a la monopólica. o en el uso del excedente por vías fiscales y subsidios, y asegurarán lo principal: la inserción de las organizaciones revolucionarias en los movimientos del pueblo, y el incremento y preservación de una alternativa revolucionaria capaz de asumir en cada momento las tareas nacionales.

Octubre de 1980